Diógenes
y por ende el cínico, del cual grosso
modo es modelo y patrón, acoge con bastante holgura la etiqueta de
antifilósofo, no sólo en términos ligeros y pedestres sino inclusive dentro del
parangón conceptual trazado por la sistemática de Alain Badiou. Más allá de que
esta última es una categoría proyectada a partir de una casuística moderna, se
acomoda bastante bien a la envergadura del Can,
tanto como para figurar en él al primero y más emblemático de los antifilósofos
generados por la historia filosófica occidental, apenas rivalizando en primogenitura
con su maestro Antístenes e incluso no sin que pueda ser sopesado como la
caricatura por antonomasia de esta clase de ejemplares. Detrás de la
contingencia histórica en la que se gesta la filosofía, a juzgar por Badiou,
hay una suerte de puesta teatral con un dramatis
personae puntual integrado por tres actores o personajes: el filósofo, el
sofista y el antifilósofo. Es fácil advertir que este montaje moderno y
contemporáneo ya se encontraba en condiciones bastante parecidas en el origen
mismo de la filosofía. Badiou no obstante ve a san
Pablo como el primero en la lista, aunque conjetura que podría haber sido
precedido por Diógenes o Heráclito. Y da la sensación de que el cínico,
puntualmente Diógenes, puede venir a jugar el rol del protoantifilósofo antes y
quizá mejor que Pablo y probablemente más a cabalidad que Heráclito.
En la nomenclatura de Badiou el
antifilósofo combate a la filosofía desde adentro y se erige a sí mismo como la
contrafigura visceral de algún filósofo imponente o de algunos. Se empeña en
minar el solemne sistema del archienemigo por medio de una obra trunca, de algo
así como un sucedáneo del arte, una escritura fragmentaria amarrada a un acto o
una actividad puestos en confrontación con el acto o actividad típicamente
filosóficos. A diferencia del sofista, no combate a la verdad sino a la
categoría filosófica de la verdad y ofrece a cambio una verdad no filosófica y a la
vez una verdad no filosófica del acto filosófico y de la verdad filosófica.
Para él, básicamente, la verdad es un acto o una operación. No cultiva la refutación, el
reemplazo de un argumento por otro, la puja entre sistemas; rechaza de plano el
concepto y cultiva la denuncia y la descalificación del acto filosófico. Mientras
el filósofo vive del pensamiento, el otro para destituir a la filosofía apela a
algo que está más allá del lenguaje, constriñe el pensar a una estofa última que
no es pensable, desacredita a la teoría agarrado de algo más actual y radical,
es un fanático del acto empeñado en la mostración de un real factual, concreto
(la vida para Nietzsche, la gracia para Pascal, la
voz de la conciencia para Rousseau, la existencia para Kierkegaard, el goce
para Lacan). En
todo, dice Badiou, el antifilósofo opera con un protocolo de mostración: no
demuestra, indica. El acto no puede ser excusado con la teoría, que es precisamente el
sustituto artero por medio del cual el filósofo pretende suplir lo real que se
le extravió, y es así que a través de un puñado de bruscas maniobras Diógenes
señala que Platón, mientras busca un Hombre que nunca está ahí, jamás logra
apresar lo real. El acto insólito y la clarificación de los prejuicios redimen
al anti de la tara teorética, rechaza a la matemática en cuanto pedestal de la
impostura metafísica y dictamina que el matema es un juego de niños frente a la
seriedad moral o a la intensidad existencial. Además se florea siempre bajo los rigores del culto a la
personalidad, ya que el arma letal que esgrime es su carácter o él mismo en
cuerpo y espíritu: se pone en escena a sí mismo en calidad de excepcionalidad
existencial, se pone en acción y en evidencia en los protocolos de su discurso
y habla a título personal, como héroe de su propio pensamiento y no como
intercesor de una escuela, de un aparato doctrinario o conceptual. Se instituye a propia cuenta y riesgo como una especie de maestro del
estilo y la lengua y recurre a las letras, a una suerte de literatura
fronteriza o menor sobre la que urde su quehacer experiencial y experimental,
una autobiografía de ideas como work in
progress. La biografía del antifilósofo no viene adjunta como un dato de
solapa, currículo o fichero: es un filósofo autobiográfico y de resultas
heterobiográfico, tanto como el cínico se prodiga a través de las χρεῖαι y las vidas de filósofos (el biografema no es documental sino «producción de luz»). Él hace de su vida, dice Badiou, el teatro de sus
ideas y de su cuerpo el lugar de lo absoluto, de modo que persigue convertirse en un atleta del fardo y de
la existencia dura, ser un Sísifo en positividad, poner en juego y en peligro
su propia vida de cara a los demás. Temeridad y exposición, porque la salud y la
salvación entrañan coraje y una prueba física. Wittgenstein, declara Badiou, vislumbraba
la salvación en perpetrar un acto inaudito e improbable, heroico y osado: acometer
una decisión difícil, arrojada e inesperada, montarse una impensable carga al
hombro y tratar de llevarla.
Héroe, santo y solitario, al antifilósofo lo define un carácter arriscado y
arisco y de tal manera se lanza al cuello de los presuntos colegas: Pascal
sobre el de Descartes, Rousseau sobre el de los enciclopedistas, Kierkegaard al
de Hegel, y finalmente Nietzsche, el más consciente de la herencia cínica, una vez
más al de Platón. Son locos violentos con inventiva, dice Badiou: brutos,
salvajes y dispuestos a fustigar y someter a prueba a los filósofos hasta el
tormento. Y lo hacen a ley de un acto que pone a prueba a la misma filosofía, a
la cual observan pavorosamente como una enfermedad contagiosa y al filósofo
como el enfermo (así
para Lacan, ejemplo, no es más que psicosis y un endurecimiento de la postura
del Maestro o Amo); de
manera que traen entre manos una terapéutica basada en la sustitución del acto filosófico
por otro –ya que para Badiou, como queda claro, la filosofía también es un
acto. Proponen
entonces una clínica específica que incluye diagnóstico y terapéutica; pero
apenas en los diagnósticos proceden más o menos como el sofista (preguntan cui bono o cui prodest y declaran que los dogmas y principios son ficciones,
poder y retórica), porque en lo esencial impugnan al matema a través del acto,
el cual adquiere, muy lejos del plano sofístico, de algún modo ese carácter
transmundano que niegan al elemento primordial del filósofo. Por lo demás se distinguen de los otros dos
adversarios interlocutores por una recurrencia a lo divino desasida de la
metafísica, a la que tanto aborrecen cuanto tienden a inclinarse, como relevo, a una forma de
mística (y se diría que el yo del cínico, el yo-muralla de Antístenes, como el sujeto-límite de
Wittgenstein, ciertamente no pertenece al mundo).
Claro que los antifilósofos a
la Badiou son emergentes de una cristiandad en crisis y decadencia y posterior
al imperio de la modernidad y la Ilustración, en cambio los cínicos despuntan
en la transición del mundo clásico al helenístico y son apenas, junto al
platonismo, el antecedente griego de esta herejía helenizada de un judaísmo ya
relativamente helenizado. La misión del anti exige un cierto exhibicionismo, y
si bien en un precristiano como el
cínico falta el aspecto confesional de sus herederos modernos –evidente en
Rousseau, Nietzsche, Wittgenstein y más–, salta a la vista que está precedido
por la desvergüenza, por la exposición pública del conjunto de su vida: el
cínico no se confiesa, simplemente nada tiene que ocultar y todo lo deja a la
vista. Pese al fervor por el anonimato y
al desprecio visceral por la fama, la vida del cínico es admirable o
aborrecible, jamás inadvertida (y ni
qué decir de la oscilación entre la santidad y la abyección que Badiou observa
en los ejemplares de la antifilosofía). Los antifilósofos, en definitiva, ven a la
filosofía como un acto medularmente
hipócrita que elude la cuestión primordial de la vida y enmascara lo real. Al rehusar la crítica
dialéctica y remplazarla por clínica y denuncia, los cínicos a la vez que bajan
del podio a los académicos, se alejan de los megáricos –con los que suelen
aparecer implicados en los comienzos. Para el antifilósofo la cura no tiene
lugar a través del conocimiento y para el cínico tampoco lo tiene por la
palabra, a no ser la palabra que atraviesa al acto salvífico-salutífero. Habrá que creer que el cinismo es provechoso para rapiñar a la antifilosofía de las garras de este protestantismo
secularizado, ya que comporta menos un salto de fe que un salto al acto,
salvación por las obras. En el cínico el saber se encuentra atado al ejercicio
y el sabio se demuestra actuando. El acto antifilosófico, dice Badiou, es
mostración sin concepto del elemento místico, y lo que muestra es un valor, un
valor que activamente mostrado puede denominarse divino (asemejarse a los dioses dicen los cínicos). La salvación es por el
acto, y no basta, que diríamos, la salvación por las sobras o κυνικὸς τρόπος sin la salvación por las obras o κυνικὸς βίος.
Si Lacan se refrendó en
Sócrates para ubicar al antifilósofo primerizo en tanto que histérico pero
analista, Badiou asigna al elenco que extrae de los últimos siglos más bien el
carácter de Jantipa: para él son siempre unos sujetos contrariados que se la
pasan quejándose de la suerte que les reservó el mundo, lo que podría encajar
al menos con aquel Diógenes que declaraba acarrear en el lomo todos los
padecimientos de las tragedias y un poco más in extenso con el ríspido carácter de Antístenes –que en sus
juventudes también parecía celar a Sócrates. Por lo demás y en efecto el cínico
se caracteriza por montarle una escena al filósofo, una escaramuza en forma de
reproche. La imagen del anti con la que Badiou intenta espantarnos es la un
histrión extasiado con su acto, que anuncia lo que no realiza o que confunde la
fidelidad al acontecimiento con el anuncio del mismo. No es amo sino histérico
y está «barrado por el acontecimento»,
en tanto que el filósofo –el mismo Père
Badiou en carne y hueso– ocupa el lugar del significante amo para llevar este
acontecimiento hasta sus últimas consecuencias. El mustio antifilósofo es el que «agita ante el filósofo el fantasma de lo femenino», ante el macho
Alfa del ser y el matema. Y aunque en el cínico los ataques cuasi pánicos a
las mujeres nunca faltan, tanto como la postulación de la igualdad natural
entre ambos sexos en lo que hace a las virtudes, el rasgo de misoginia
feminoide que Badiou imputa desde su trono de machirulo metafísico a los antis
no puede ajustarse del todo a la figura de un personaje antiguo como este,
exoneración que lo hace más digno de imitar. Uno
y otro, cínico y anti, profesan un desprecio filosófico por la filosofía; pero
se diría que el cínico no es, como su relevo moderno o contemporáneo, un detractor fascinado, que dice Badiou:
su soberana indiferencia lo preserva y por eso quizá sea un modelo mejor y más
aprovechable. Los antifilósofos finalmente están convencidos de vencer en el
porvenir: los impulsa, arguye Badiou, una certidumbre anticipada de la
victoria. Tampoco falta este gesto en Diógenes, aquel que pidió ser enterrado
boca abajo porque pronto todas las cosas se darían vuelta. Y hay que creer que
no le erró.
Hasta la llegada de Diógenes –aunque
preanunciado por Antístenes, cuanto menos– el filósofo se batía en una arena en
la que el contendiente exclusivo era el sofista. La sofística, siempre en este
esquema, es la filosofía vaciada de su acto, un discurso filosófico exento del
acto filosófico, una mimética discursiva, apenas su exangüe cuerpo retórico. En
todo lo demás es homóloga, ya que es la filosofía pero con la categoría de
verdad sustraída, dando como resultado el relevo del concepto por el
pseudo-concepto, por la opinión vestida de concepto. Filosofía aparente. Para el antifilósofo, al contrario, la filosofía no es reductible a su
apariencia discursiva: mientras
la sofística se mimetiza en el discurso filosófico, pero desconoce su acto, la
antifilosofía lo reconoce pero lo rechaza, lo desacredita en nombre de otro
acto. De manera que después de sortear a los sofistas, tocaban los cínicos. Cuando esos griegos jocosos que a veces nos parecen ingenuos dibujaron
esta retahíla de enfrentamientos evidentemente tenían una consciencia tan
refinada como la contemporánea, captaron de entrada lo que se jugaba entre este
Platón y aquel Diógenes genéricos. Y
en este otro caso, en la escena primordial del segundo de los duelos del
filósofo, el que lo confronta con el antifilósofo, es el propio Platón el que
denuncia la patología interna al campo filosófico que padece el rival: Sócrates
rabioso, enardecido, enloquecido. Sin embargo sería Diógenes el que muestra la
estupidez, la tontería y en fin la insensatez del acto platoniano de obstinarse
en encerrar un concepto que se le filtra de entre las manos en cada intento. El
cínico, mártir y atleta, le impone sus condiciones al filósofo, sacrificio y
gimnasia. El filósofo, pensará Badiou desafiando a su propio gremio, sólo será
competente si acepta esta competencia. El «imperativo
de modernidad» que según él impone el anti a su doble apolíneo está a la
vista desde esta escena matriz: sometiéndolo a una ordalía verbal y cuerpo a
cuerpo que, como apunta Badiou, resulta imprescindible para la sobrevida del
filósofo en tanto que tal, Diógenes fuerza a Platón a ser su contemporáneo. Gracias a este proceso
drástico y virulento puede seguir perfeccionando su ejercicio teórico y es así
que refina las definiciones una y otra vez.
Ahora bien, Badiou revela que
los antifilósofos tienen la curiosa costumbre de no reconocerse entre sí. Platón,
para Diógenes, oculta la verdad; pero hete aquí que Platón dirá lo mismo de
Diógenes. Este toma y daca, este peloteo especular, deja a veces a Platón
–siempre el Platón de las anécdotas, obviamente– precipitándose en el negro
socavón de los antifilósofos. Haciendo
pie en Badiou es patente que Platón es el filósofo y Diógenes el anti; pero si
se da crédito a las observaciones hechas al respecto por André Glucksmann, o
bien al boceto trazado por Boris Groys en la introducción a su Introducción a la antifilosofía, las
cosas resultan no tan claras. El sujeto de Wittgenstein, rezaba Badiou, es «la escena de la mostración»; el Diógenes
de Glucksmann, de cara a Platón dice «te monto una escena y no soy
más que esa escena que monto»:
el goce cínico, agrega, es la palabra, la imagen, la escena (leur jouissance est dans le mot, l'image, la
scène). Pero si Diógenes
tiene la pinta de hacer de la histérica de Platón, parece que en realidad está
del otro lado: el Divino es el
pensador y el Perro el amo, a juzgar
por Glucksmann. El desastre filosófico acaece cuando uno y otro se fagocitan,
alían o mimetizan mutuamente y resulta de ellos el maître-penseur. Como el esclavo al amo en
Hegel, el antifilósofo reconoce al filósofo en el acto que le es propio. Badiou
sugerirá al filósofo-amo reconocer al antifilósofo-esclavo-histérica para no
hacer el papel del idiota que Diógenes parece estar señalando en las fórmulas
del pensador Platón. Si al sofista hay que perderlo de vista, al antifilósofo
hay que tenerlo a mano, ya que la filosofía es siempre heredera de la
antifilosofía, dice Badiou, cosa que habrán entendido los estoicos. Como
filosofía de la ascesis, del trabajo y la renuncia, la cínica es la del
esclavo, pero la del esclavo en trance al amo. En la medida en que el cínico es
el que logra dominar la esfera de la vida y más aún la de la muerte, según
Glucksmann se erige en el amo. Por lo demás, al menos en el gag del gallo
calvo, el esclavo parece Platón, ya que es aquel al que Diógenes hace trabajar.
Desde el punto de vista de Groys, en
cambio, estamos ante dos antifilósofos y ergo ante dos amos. En tal caso, la justa
emblemática planteada por las anécdotas dejaría ver a sendos contrincantes como
dos amos en pugna. Para este último expositor el antifilósofo es aquel filósofo
que antepone una orden a todo procedimiento filosófico, y si lo que quiere el
amo es ordenar, como enseñó Nietzsche, hay que buscarlo más en el antifilósofo
que en el filósofo. Si la antifilosofía irrumpe cuando se trueca el continuo
proceso de preguntas críticas, ese juego abierto por aquel exquisito consumidor
de verdades en góndola llamado Sócrates, sustituyéndolo por la rotundidad de
una orden, y esta es la definición que da Boris Groys, también Diógenes encaja
a la perfección en el caso. El catador Sócrates (histérica demandante para
Lacan) probaba verdades en oferta que al final no lo satisfacían; pero Diógenes
ya no pierde el tiempo en observar los escaparates del shopping de los sofistas. Has de cambiar tu vida y punto. La verdad
es un acto, cuando no una singularidad absoluta o una tautología como en
Antístenes. La verdad del antifilósofo, apunta Groys, sólo se muestra una vez
que se cumplió la orden: primero hay que salir
de la caverna –dicta Platón– o hay que transformar
el mundo –dicta Marx– y recién entonces lo verdadero acaecerá. Es antes un
performático que un analista o un crítico. Para Groys, de manera tal, Sócrates
es el primer filósofo y Platón más bien el primer antifilósofo. Máximo de Tiro,
incluso, pretendió mostrar que fue Diógenes el filósofo que verdaderamente
salió de la caverna. La pregunta del Lenin de Sinope es qué hacer y tiene la respuesta en los puños: no hay otra verdad que
aquella entramada en la acción, el trabajo, el entrenamiento, la ascesis, o
bien aquella resultante de tales ejercicios. En la puja contemporánea entre
antifilósofos una escena emblemática fue aquella en la cual Jacques Lacan le
atribuyó a Wittgenstein «una ferocidad
psicótica», cuadro que recuerda al diagnóstico dado por Platón al ser
preguntado sobre Diógenes. Wittgenstein releva a Diógenes y Lacan a Platón, ya
que si hay que dar fe a Groys, el tándem griego, que viene a ser la horma
original, estaría también integrado por dos antifilósofos. Es una lucha entre
quienes quieren salvar la verdad por medios disímiles e incompatibles. Wittgenstein,
que tachaba a la filosofía como un no-pensamiento, como un rosario escabroso de
proposiciones sin sentido, concebía su propio oficio antifilosófico como una
actividad, no como una teoría: el esclarecimiento de las proposiciones. Si
sustituimos el nombre Wittgenstein por el nombre Antístenes quizá no meemos muy
fuera del hoyo. No
hay metalenguaje, eso dijo Antístenes. Y así Diógenes salió a denunciar la
canallada filosófica, la charlatanería señorial, la mascarada antivital. Rorty,
conocido por trazar una parecida división de aguas entre filósofos edificantes y filósofos
sistemáticos, veía a Wittgenstein como un satírico, tasación que Badiou
rechaza y deplora porque sería verlo como un antifilósofo desvalijado del acto
antifilosófico, escamotearle a la sátira wittgensteiniana el acto que la
justifica. Convertirlo en un final Menipo, ya que de eso acusaba Laercio al de
Gadara: de escribir a lo cínico sin operar como un cínico. Hacía del
antifilósofo perruno un cínico post-filosófico, sin verdad por salvar.
Un hipotético cinismo básicamente satírico y literario, obstinado en
poner en cuestión o someter a prueba a las corrientes filosóficas de una manera
ambigua y casi como travesura, puede despejarse en la obra de Luciano, un
personaje que no encaja en el esquema Badiou. Tiene más la pinta de ser aquello
que Rorty pretendía encontrar en Wittgenstein. Luciano muestra a las escuelas
como una mercadotecnia de formas de vida filosófica. Los viejos antifilósofos
cínicos son para él los responsables involuntarios del decadente cinismo de
masas entonces en vigencia, y sólo salva de esa responsabilidad a Menipo. La
antifilosofía a sus ojos acabó en una virtual y lamentable dictadura cultural
del proletariado (del lumpen-proletariado más bien). Se consumó. Desde luego
Luciano no reclama, a lo Rorty, una vuelta a la conversación ordenada por la
democracia impuesta por el imperialismo anglosajón… pero no está muy lejos.
Suele reclamar la vuelta del enfermo de filosofía a la vida cotidiana y social.
Nada repudia más que esa voluntad de asemejarse a los dioses que tenían aquellos
primeros superhombres nietzscheanos de la indigencia. Con Luciano, su Menipo y
su Demónax, se ve un empeño oculto por rescatar a la filosofía –si es que no
puede decirse a la verdad– de las garras de los filósofos, salvarla al precio
de salirse del lugar del filósofo. El cinismo es reflotado en aquellos tiempos
por ese movimiento intelectual llamado segunda sofística. Allí la división
entre filosofía y retórica o literatura no está clara, más bien son vistas como
parte de un mismo conjunto: doctrinas y corrientes pueden volverse un tema
literario, un motivo de la ejercitación epidíctica. El cinismo de entonces era
un fenómeno popular indeseable y disolvente, de manera que para algunos se hizo
imperioso retrotraerlo al relato de su génesis histórica y dejar expuesta su
integración en la cultura y la filosofía. Así la tarea que algunos asumieron fue,
más que salvar la verdad, salvar a la filosofía del cinismo realmente
existente. En Subasta de Vidas de
Luciano, Platón y Diógenes litigan en común por ella sin que se les mueva un
pelo. Platón filosofaba a través de las palabras y Diógenes a través de los
actos, dijo Juliano: ambos integraban el combo filosófico. Incluso Alejandro,
la filosofía en armas según Plutarco, también filosofaba mediante los hechos.
En términos lacanianos Sócrates era el antifilósofo y Platón el filósofo-amo.
Para Epicteto el filósofo es el amo en tanto que posee la ciencia de la vida,
el conocimiento sobre cómo vivir. En términos de Epicteto, Sócrates era ἐλεγκτικός, Diógenes ἐπιπληκτικός y βασιλικός y Zenón διδασκαλικός
y δογματικός: Sócrates el problematizador, interrogador, cuestionador; Diógenes
el reprensor, el castigador y el rey; Zenón (lo que podría valer para Platón)
el enseñante y el teórico sectario. Dentro de la filosofía (en este caso la de
linaje estoico) se repartían los roles. Cuál era el papel del cinismo en la
filosofía parece haber sido una cuestión que recorrió la era antigua. Si era
una escuela o una forma de vida, si estaba adentro o afuera del conjunto y cuál
era el rol que le tocaba en relación con ella. Desde afuera varios
intelectuales se empeñaron en calzarle bridas y darle un sentido y un rol
social, incluso un rol dentro de la filosofía. Interior y exterior a la vez,
así lo resolvió Foucault. Juliano ubica a los malos cínicos en las puertas, en
el vestíbulo; pero otros juzgaron que era el buen cínico, a imagen y semejanza
del perro, el que vigilaba el umbral como guardián. En cualquier caso y en
general los cínicos se distinguen del resto del pelotón.
En el cinismo hay una doble tendencia
antifilosófica al silencio por un lado y a la literatura o la retórica por
otro. Los gimnosofistas ya habían denunciado que los filósofos griegos tenían
el juicio en la lengua y el entendimiento en los labios y habían advertido de
una παρρησία mala que se vuelve reversible. El filósofo es amo más bien en el
silencio, dijeron, aunque no teme la franqueza ni bajo amenaza de muerte o
tortura. Es más fácil hacer hablar lengua a un león o cualquier fiera que a un
filósofo contra su voluntad dice la Vida
de Segundo el filósofo. No podría haber cinismo propiamente dicho si el estilo
literario no se conlleva con el estilo de vida. De manera que el cínico, como
el antifilósofo, se exhibe a sí mismo en lo que escribe, que no deja de ser una
escritura de sí: un estilo es el correlato del otro. Pero a la vez persigue el
anonimato, un poco como el sujeto de Wittgenstein, ese solipsista sin
atributos. En todo caso gana fama y nombre despreciando el prestigio y ataca a
los teóricos y doctrinarios como petulantes, soberbios o buscadores de gloria,
honra, bienestar económico y poder. Dadas las condiciones menesterosas de las
que parte, el antifilósofo, dirá Badiou, no tiene otro modo de autorizarse que
en virtud del estilo. El estilo en el cínico es a la vez una manera de
escribir, de proceder y de vivir, ἔνστασις βίου, κυνικὸς τρόπος y κυνικὸς βίος. El antifilósofo, como el
Diógenes de Epicteto, cumple el rol existencial de ser paradigma (παράδειγμα),
la muestra gratis. El antifilósofo, como el cínico de Epicteto, debe
reconocerse en las obras, por eso escribe actuando y concibe a su ejercicio
menos como una producción de conceptos o filosofemas, de un cuerpo doctrinal,
que como la producción de una obra, tal como hacen el escritor o el artista. La
antifilosofía es el art brut del
campo filosófico y el cínico es, si se quiere, doblemente filósofo bruto y
escritor bruto, un Jean Dubuffet por partida doble. Si aquellos ingeniosos y
anoticiados cínicos de antes eran acusados de prostituir a la filosofía con
literatura, los cínicos del Imperio romano serán condenados ya por prostituir
la lengua, filosófica o no, con insultos, bajezas, solecismos, cacofonías,
rabia e impudicias y sordideces de todo calibre. Ahora estos degradan a la
filosofía más por su manera de actuar y vivir que por edulcorarla con
literatura. Apuleyo, Elio Aristides, Cicerón, Séneca, Dión de Prusa, Luciano o
Epicteto van en esa línea de crítica.
No le pifia Bracht Branham cuando advierte
que ignorar la dimensión literaria o retórica del cinismo es desconocer lo que
hizo de esta filosofía algo radicalmente distinto de las otras. La sátira
antiplatónica o antifilosófica podría haber nacido con el Satón de Antístenes. Diógenes, aunque podría haber continuado el
gesto con su República, convierte a
la sátira en acto vital, en un teatro en vida, en acción directa y propaganda
por el hecho. Contra Platón se trata, dice el provocador nato alias el Perro, de oponer una filosofía que
persigue disgustar, molestar o entristecer (λυπέω). ¿Qué era la filosofía, en
definitiva, para los cínicos clásicos? Se les atribuyeron algunas precisiones.
Respondieron en principio por el beneficio que aportaba a la vida. La filosofía
era para Antístenes el reverso de lo que era para Aristipo: la capacidad de conversar
con uno mismo en convivencia con los dioses más que con los hombres. Rodearse
de gente y conversar se volvió un problema. Esa vida socrática mal terminó. De
lo que no se puede hablar hay que ladrar, el lenguaje es un monedero falso, un
intercambio de nada por nada que debe ser desfigurado para dejar en evidencia
la desfiguración de las cosas que el lenguaje ordinario o teórico produce de
suyo. Diógenes, condenado a ser filósofo gracias al exilio, a un exilio
resultado de la impugnación de costumbres y leyes, aprendió de Antístenes a ser
filósofo, que no era otra cosa que dejar de ser esclavo para siempre. Y es así
que era capaz de ordenar, guiar y mandar aún en estado de concreta esclavitud.
Y de la filosofía aprendió a ser rico sin tener un peso, a hacer de la pobreza
riqueza y a estar preparado para cualquier desgracia. Para él la filosofía
enseña a vivir bien a tal punto que ser inepto en filosofía es serlo en la
vida. Preparación para la suerte, para lo peor. Al borde de los sofistas dirá
que pretender ser filósofo ya es mejor que no pretenderlo y que pretender ser
sabio es ya filosofar (apropiarse, fingir, reclamarse como o hacer como que se
es: προσποιοῦμαι
σοφίαν). Aspiración o quizá pretensión, cuando no fingimiento o afectación. De
arranque, se trata de exponerse y mostrarse como tal. Según Goulet-Cazé un tipo
de falsificación de la filosofía o fingimiento en el sentido de llevarla a cabo
con otro tipo de práctica muy distinta a las normales. El camino corto como
camino a la fanfarronería o la fama, de acuerdo a Galeno o Luciano. Para
Juliano bajo el aspecto brutal estaba el fondo divino, como en los silenos con
los que fue identificado Sócrates. Para decirlo en la lengua de la imbecilidad
de turno, el cínico se autopercibe
como filósofo. Pero bien dice Ansgar Allen que Diógenes hizo todo lo posible
para sembrar dudas sobre su calidad de filósofo, acicateando a los demás como
para que lo tomaran por un fraude. De manera que el filósofo autopercibido debe
mostrarse menos como un filósofo que como un
filósofo autopercibido, un creído, un pagado de sí. No se trata de
percibirse, obvio, sino de autorizarse,
ya que el cinismo, como la antifilosofía de los últimos siglos, es una
filosofía do it yourself. Y la dupla
que Diógenes había hecho con Platón siguió con la dupla que Crates impuso
frente a Teofrasto. La filosofía, dice Crates, mientras se tenga un manojo de
lupines para embucharse, sirve para pasarla bien sin preocuparse de nada. La
filosofía lleva al desprecio del poder político y social, al punto que hace ver
al militar o al político como un conductor de asnos. Bión, por su parte, fue el
primero en adornarla con flores, eso dijeron Teofrasto y Eratóstenes. Los
enemigos de la filosofía encontraron en él un motivo para difamarla, apuntó
Laercio, pese a que Bión defendía a la filosofía cínica como filosofía
estricta, opuesta al saber inútil de cosmólogos, filólogos o matemáticos y
declaraba vender trigo filosófico y no cebada retórica. La filosofía no está en
la teoría o la investigación sino más bien en la diatriba, y la diatriba para
ser escuchada necesita del adorno suasorio de la literatura o la retórica. Con
los mismos fines de Crates y los mismos enemigos de Bión, Menipo parece haberse
orientado a atacar de forma más general al común de los filósofos: fue el más
chacotero de los cínicos y el que profesó quizá el mayor desdén hacia la
filosofía, o más bien hacia la filosofía realmente existente, dirá Luciano, y
no a la filosofía en sí. Queda una imagen final: Damascio muestra al llamado
último de los cínicos, Salustio, ejerciendo este papel antifilosófico en los
derredores del claustro de los neoplatónicos. Aunque en ningún momento el jefe
de los neoplatónicos postreros dice de manera explícita que fuera un cínico, al
menos lo describe como tal, como un feroz y chispeante serio-cómico, asceta
rudo, bromista y sagaz. Para Salustio la filosofía era una empresa
irrealizable.
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