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Lesiones Introductorias de Falosofía
Badiou entra en escena
y se nos muestra imponente, incólume, gallardo y sereno.
Leandro García toma nota extasiado.
Nosotros en el último banco nos rascamos
los sobacos esperando el acontecimiento, que algo por fin suceda.
Dice el Maestro y nosotros tomamos apuntes,
pero pensando quizá en cualquier cosa. Le abrimos paréntesis por todos lados
mientras él pare tesis sin parar.
Iremos concluyendo nuestra glosa y nuestra
lalia acerca de la falosofía de los
filósofos y la folisofía de los
antifilósofos.
Comienza a hablar.
Al hablar abla: son las Lesiones
Introductorias de Falosofía.
Nos hablan, damos, nosotros, nos,
ablandamos.
Relajamos.
Y daremos, ya sueltos de cuerpo y alma,
una última excursión para redondear –o aún machacar más la deformación–,
tomando ahora por partitura, ya en gongorina lengua de Castilla, el libro finalmente
publicado por Capital Intelectual.[1]
Recitamos, pero se escuchan muchas interferencias, ruidos de fondo,
silbidos fuera de escala. Lo nuestro es la lo-fi-sofía.
Baja fidelidad, en fin.
***
Lo peor que debe temer el filósofo
–refiere Badiou mientras se va acomodando– es ser asimilado digestivamente por
los saberes académicos, esto es por esos mediocres repetidores, guardianes de
templos o auxiliares de gramática –cito– contra los que el antifilósofo pega el
grito, golpea contra el escritorio o blande el arma. Casi diremos que para
Badiou el anti resulta una suerte de idiota útil que lo mantiene alerta
recordándole que él, el filósofo, nada menos, no debe ser otra cosa que “un
militante político”, “un esteta”, “un amante” y “un erudito”.
El filósofo las tiene todas consigo:
¡enamórense!
Se trata después de todo del Amo, del que
–para decirlo abemoladamente– “asume la voz del Maestro”; una palabra –en
palabras de Badiou– seductora, violenta y autoritaria.
Así se presenta, par lui-même,
el Sr. A. Badiou, filósofo.
En cambio el antifilósofo, especie de filósofo pobre, es también un violento, pero más bien encarnado, que hace de
“su vida el teatro de sus ideas”, suerte de mediático cerebral, y del cuerpo
propio “un Absoluto”: una especie de físico-culturista (o presocrático no
parmenídeo, que casi diría Barbara Cassin). El cerebro y el músculo, que decía
Omar Viñole. Se trata, decía Wittgenstein, de tomar un fardo e intentar
cargarlo; de eso va la cosa…
Tiene el buen antifilósofo algo de retobado, de díscolo, de híbrido, y
así escupe el pólemos y la éris a algún o algunos cofrades en
particular: Pascal a Descartes, montado a la caridad; Rousseau a los
Enciclopedistas, alzando la voz de la conciencia; Kierkegaard a Hegel, con la
existencia en el puño; Nietzsche a Platón, dándole con la vida (Lacan a
Althusser –para incluirlo en el catálogo–, siempre asustando con el goce). Y si
nos remitimos a las fuentes, tenemos a Heráclito dándole a Parménides, y un
paso después a Diógenes, tal vez el primero en emprenderla contra el Primer
Académico –bien que esta práctica furibunda era abierta a todo público, era
para todos (los griegos) y para nadie.
Aunque se debe aclarar que Badiou ve más
claramente en san Pablo al primer antifilósofo integral, pero deja abierta la
puerta a los dos citados como probables antecesores.
Diógenes, el filósofo de la calle, el
filósofo al aire libre, es una buena imagen original para el antifilósofo, que
ciertamente jamás tendría lugar en la Academia platoniana, pues prohibía el
ingreso a los reacios al matema, ya que un rasgo cardinal en este gremio es, si
no ignorar las matemáticas –no era el caso de Pascal o Wittgenstein
precisamente–, sí al menos el de despreciarlas. Les parecen paidia, un juego de niños, dice Badiou
(Deleuze hablaba de “jerga”, pese a ser un presunto apologeta de lo uno). Diógenes
no esperaba haciendo cola en la puerta, como aquel muchacho kafkiano. Andaba
pelando pollos.
La matemática está en la biela del asunto,
en el quid de la puja entre los dos bandos de paladines del acto: para los
filósofos es un pensamiento, para los otros no hay nada de eso. Wittgenstein se
eriza cuando le vienen con ese asunto molesto, porque está cierto de que desde
Platón las matemáticas son el pie de apoyo de la impostura mayúscula, la
metafísica. Si el Divino tuviera
razón, nos cuenta el Maestro, el acto sería de naturaleza teórico y habría un
decir sin experiencia de objeto y el ser no estaría necesariamente forcluido de
toda proposición. Y así el buen Ludwig, sofocado por la vacua espera muda del
acto inaudito, va mutando de a poco en sofista hecho y derecho, convirtiendo a
las matemáticas en un relativismo antropológico, en un juego convencional de
los hábitos de lenguaje. Acabado el Tractatus,
se va vendiendo al sofista. Es que si el platonismo tiene sentido, si las
matemáticas piensan conforme al ser mismo, se le viene abajo la vía de la
supremacía ética del acto. Rotundamente, denuncia Badiou, las matemáticas para
Wittgenstein son el pecado. “No hay ninguna religión –escribe el ingeniero– en
que el mal empleo de expresiones metafísicas haya sido responsable de tantos
pecados como en matemáticas.” Badiou arguye que esta idea de las matemáticas
como un mero cálculo ciego es “liviana e indefendible”. Para el antifilósofo,
generaliza Alain Badiou, no hay pensamiento ni en las matemáticas ni en la
política, y además la idea de que todo sea pensable le resulta simplemente la
típica impostura y presunción teórica del filósofo.
Pasa que nuestros muchachos los antis ejercen
una forma de desprecio filosófico por la filosofía, una detracción fascinada:
destituyen la categoría de verdad, desmontan la aspiración filosófica a la
teoría, desnudan el acto filosófico despojándolo de esa tapadera discursiva que
sirve a los filósofos para traficar la fabulación en torno a la verdad (una
propaganda y una mentira) y sustituyen tal “acto” por “otro acto inaudito”, y
así mientras tanto se dedican a poner claro sobre oscuro los prejuicios que el
enemigo/amo masacrado fue fletando por debajo de la alfombra.
Pero, atenti, en vez de discutirlos en la
lengua del enemigo, en vez de refutar tesis siguiendo la estela aristotélica
del Órganon, le apuntan al “deseo
filosófico”, como decir a pescarlos infraganti y en falta.
¿Qué les reprochan estos quejosos,
tiritando entre la analista y el histérico?
Que con tanto aparataje teorético se les
cayó algo; lo básico precisamente: se les pasó de largo lo real; la cosa, bah.
Deben “mostrar que con su pretensión teórica han perdido lo real”, dice el Amo.
Porque al antifilósofo le gusta el
bandoneón además de la trompada al maxilar, tiene ese prurito tomado en
préstamo de la histérica; en cambio “el estilo filosófico ignora la queja”,
alega el Badiou de talante cuasi estoico, de ecuánime temple.
“Yo no me quejo”, ufánase.
El acto antifilosófico es pues una serie
incesante de maniobras con el propósito de recuperar la cosa perdida, lo real.
Ese acto radical exige darle un voleo
directo a la Theoría y ponerse en
escena con el pensamiento adjunto al nombre propio y a la singularidad
existencial por el camino confesional del estilo y la lengua. No hay recompensa
ni validación fuera de ese acto, acusa Badiou; acto que se le presenta al
susodicho filósofo post-antifilósofo como una promesa difícil de ser mantenida,
cuando no un desmayo alucinatorio.
2
La folisofía de Wittgenstein por la falosofía de Badiou
Ultimemos una vez más el
caso-Wittgenstein para refugiarnos acto continuo en el estado místico. He aquí
esa “antifilosofía” revisitada hasta la náusea. Y con esto nos vamos a casa.
Dice Badiou que la filosofía para Wittgenstein es un no-pensamiento
represivo y enfermo que debe ser juzgado y condenado, no refutado, porque no es
una teoría sino una actividad. La metafísica, sin ir más lejos, es apenas la
enfermedad de la charlatanería, una nada de sentido exhibido como sentido; en
cambio el pensamiento es la proposición con sentido (el cuadro o descripción de
un estado de cosas), y el acto antifilosófico consiste en mostrar lo que hay,
cosa que ninguna proposición verdadera puede decir. Junto a Nietzsche, Wittgenstein
es parte de una corriente que izó la bandera del sentido en perjuicio de la
verdad, y desde ese surco invirtió los valores clásicos del sentido y la
verdad, otorgando eternidad al primero y contingencia a la segunda. Badiou
encuentra en esa contingencialidad de las verdades envueltas en un sentido
necesario “la exacta definición teórica de la fe religiosa”, y acusa con férula
de metafísico a Wittgenstein de recaer en la religión.
Pero para el acusado los filósofos flotan
en lo absurdo por querer forzar el sentido indecible –Dios, para Wittgenstein–
y someterlo a un decir en las formas del sentido proposicional, y creer que hay
una posible verdad del sentido (del mundo), cuando el mundo y la vida tienen un
sentido silente llamado Dios.
Badiou en definitiva alega, parece, una
incomprensión generalizada del platonismo en los antifilósofos, porque según él
la filosofía no somete el sentido a la verdad, ya que la mismita no es más que
un agujero en el sentido, y es así como este Señor interpreta la doctrina
platónica de la Idea de Bien: como “norma transideal de las verdades”. La tesis
filosófica no tiene forma de proposición, sino que es una especie de
capitalización inventiva que ensambla “procesos de verdad disjuntos del
sentido”: el acto filosófico carece de verdad inherente, nos revela.
Pero el acto antifilosófico de
Wittgenstein está en dejar que lo que hay se muestre, lo que ninguna
proposición verdadera puede decir; para ello sustrae al pensamiento el elemento
místico, lo real, confiándolo al cuidado del acto, del que depende la vida santa
y bella: el Tractatus es el esfuerzo
de hacer posible la soberanía del elemento místico despejando el acto
archiestético encuadrado en el cristianismo, sentido del mundo, con la opción
por Dios, por la vía de la santidad y la felicidad, frente a la muerte, el
suicidio, lo innoble, el no-sentido, y en fin la abyección.
El mundo es contingente, la existencia no
es necesaria, sino que se constata por las proposiciones científicas
verdaderas, que son enunciados necesarios sin sentido; la lógica es ciencia de
la existencia en general, y fuera de ella todo es azar: las tautologías le dan
forma al mundo, no como un decir sino como mostración de las leyes a las cuales
todo decir se constriñe. La existencia tiene leyes pensables que intelige la
lógica como ciencia de la naturaleza; el ser, en cambio, es impensable: la
intelección del sentido del mundo, de lo que existe, se hace por el acto puro:
el silencio en el elemento místico. Los objetos sólo pueden ser nominados, pero
la nominación no es pensamiento; a lo que Badiou se opone sosteniendo que hay
una pensante nominación de lo innominado: un acto no descriptivo ni mostrativo
que se llama poesía. Al triple no-pensamiento demarcado por Wittgenstein (la
nominación, lo imposible y el no-sentido), Badiou sale a torearle con el poema,
el matema y la filosofía.
No fue el caso de Lacan, por cierto, que
una vez saciado, a paso seguido de oprobiarlo como filósofo-psicótico (no
olvidemos que Lacan se llamó a sí mismo alguna vez psicótico inanalizable o
algo así), encuentra un elemento de complicidad para aliarse con Wittgenstein:
es su sujeto-límite, irreductible a la sustancia y al mundo, pero coextensivo y
articulado al último (“sujeto metafísico”, indica Wittgenstein).
Y es allí donde el “solipsismo”, se dirá curiosamente,
atenta contra la “yocracia”: “Yo soy mi propio mundo” –escribe Wittgenstein–:
“lo que el solipsismo quiere decir es totalmente correcto”. Esto significa,
albricia Lacan, que no hay metalenguaje; o lo que le parece lo mismo: la
demolición del inmueble filosófico desde Parménides en adelante. Wittgenstein,
revela Lacan, detectó “la canallada filosófica”: el “querer ser el Otro de
alguien, ponerse allí donde las figuras de su deseo serán captadas”, el régimen
filosófico de la yocracia, del Yo Amo (Yo canalla). Wittgenstein habría
encontrado al sujeto despojado de la yocracia. Buena lección para los cautos
que escuchan la palabra solipsismo y
llaman al Comando Radioeléctrico (¡y cuántos buchones queriendo mandar a gayola
a Macedonio hemos leído!).
La lógica prescribe la forma-mundo, pero
no hay proposición con sentido ni subjetiva porque el sujeto, que es el nombre
de la unicidad del mundo, está afuera del mundo, al límite, sustraído del decir
y atado al acto: es un punto evanescente que tiene por ser el desaparecer. De
manera que no hay ontología de la lógica ni pensamiento de o sobre el sujeto:
el sujeto solipsista se muestra como un sentimiento silencioso: lo místico,
sentimiento de los límites del mundo. El acto muestra un valor e instituye una
diferencia; el valor es el acto de mostración sin concepto del elemento
místico; el acto le da un sentido a la palabra Dios, es una disposición
silenciosa del sentido en y por el decir, pero más allá de lo dicho. Es
archiestético y concierne a la vida y al sujeto, no al pensamiento. El
surgimiento del acto supone ser salvado y cambiar la propia vida: no se trata
de comprender, saber o pensar sino de cargar un fardo o tomar una decisión
inverosímil. “La esencia de la vida permanece indecible”, ultima Badiou.
Wittgenstein trató de producir una obra
sin exterior, alega Badiou. El único libro que hizo enuncia la inutilidad de
cualquier otro, y todo el resto son documentos, algo así como los “papeles” de
Macedonio: notas, anotaciones en cuadernos. “Una vez que los problemas se han
resuelto se ha conseguido muy poco”, dijo, porque lo esencial es
translingüístico y compete al acto. “Todas las buenas doctrinas son inútiles.
Tiene usted que cambiar su vida.” Una obra a lo Mallarmé con una meta a lo
Rimbaud, que a uno le recuerda aquella afamada Tesis 11 de aquel buen Carlos
germánico. Y lo que siguió al estilo del Tractatus
–sigue Badiou– fue “el exacto contrario”: la pregunta ininterrumpida y sin
respuesta destinada a provocar irritación: una retórica que pasa de “una
masividad impresionante pero inesencial” a “un acoso irritante pero esencial”,
del aforismo encuadrado al acoso metafórico, vía de una palabra activa que no
cae en la trampa del theorein
platónico.
Badiou remata diciéndonos que para Wittgenstein
no hay lengua filosófica, sino más bien una oscilación entre “la presentación
clara” de la lógica formal y la composición poética “que significa lo indecible”
(aunque el poema no tiene el poder de cernir en sí lo decible, decir el límite
de las lenguas como límite del mundo, si bien es superpotente como tensión
hacia lo indecible). Y esto lo conduce a hacer un pareo final con Heidegger, ya
que ambos “a la articulación ontológica” “oponen la esquicia profética de lo
poético-pensante”. “En torno del aforismo excesivo o de la pregunta incesante,
toda antifilosofía acaba en teología moral (o estética, es lo mismo): sólo el
acto salvador interrumpe la palabrería crítica.” “Sólo un Dios puede
salvarnos”, reveló Heidegger acariciando el final. Para ambos la lógica no dice
nada, la matemática no es un pensamiento, y la filosofía, en cuanto a la
distinción entre sentido y verdad que la funda, no puede confiar en esa lengua
que no es una lengua, el matema.
Adiós.
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