Lacan ha imputado con jacobina virulencia: “toda la filosofía está recubierta por el significante amo”, “toda la filosofía es la historia del robo del saber del esclavo por parte del amo”. Sus derechohabientes, ora en el campo de la sofística, la filosofía o la anti, han debido salir a matizar. Veamos.
Žižek, que
fue acusado por Bruno Boostels de hacer la histérica del maestro Badiou, salió
a defenderse en el prólogo de lo que acá se ha conocido como Contra la tentación populista. Allí
aclara que esto del filósofo-amo, en términos históricos al menos, comporta una
vetusta antigualla que confunde la cosa. Declara que a partir de Kant la filosofía
como discurso del amo –señor que traduce con mueca adusta e imperturbable la
estructura intrínseca de la realidad– deja de ser posible y el pensamiento se
queda más bien esperando afuera a ver si llueve, mientras la filosofía se
dedica a rumiar sobre sus propias condiciones de imposibilidad. Kant ya hacía
lo de Macedonio: procrastinar con borradores eternos, en calidad de
prolegómenos, la erección de una metafísica. Hegel, insiste el declarante Žižek, lejos de regresar al clasicismo metafísico
pre-crítico, como le cuelgan los pro-Kant, va todavía más lejos al emprender “una suerte de socavamiento histérico del
Maestro”, “de autodestrucción y
autosuperación inmanentes de todo planteo metafísico”. Veamos:
“El
‘sistema’ de Hegel, en definitiva, no es otra cosa que un recorrido sistemático
por los fracasos de los proyectos filosóficos. En este sentido, todo el
idealismo alemán está hecho de ejercicios en ‘antifilosofía’. Ya el pensamiento
crítico de Kant no es directamente filosofía sino prolegómenos a una filosofía
futura, una puesta en cuestión de las condiciones de (im)posibilidad de la
filosofía; Fichte ni siquiera llama a su pensamiento ‘filosofía’ sino Wissenschaftslehre, ‘enseñanza del conocimiento
científico’, y Hegel sostiene que su pensamiento ya no es mera filosofía (amor
a la sabiduría) sino sabiduría verdadera en sí. Por eso es que Hegel es ‘el más
sublime de los histéricos’: hay que tener presente que para Lacan la histeria
es lo único capaz de producir conocimiento nuevo (en contraste con el discurso
universitario, que solo puede reproducir conocimiento)”.
Es decir que Hegel ya era Lacan, al socavar por
dentro, de la mano de la “histerización
permanente”, el gran mausoleo fálico de la filosofía. Buen incauto Lacan,
habría cometido dos torpezas: una, creerse una inmaculada virgencita que tejía
sus desmentidos por fuera (estaba, en efecto, donde no pensaba que estaba),
renegando de su carácter de histérica sublime. Como el burrito de San Vicente,
llevaba la carga sin sentirla. Alimentaba el sueño de una antifilosofía
alógena, alienígena, extraterrestre, pura y dura. Tal vez Žižek esté diciéndole al cliente que
Hegel también lo enculó a Lacan. Hegel, ergo, ya era antifilósofo; Lacan,
antifilósofo, era por ende filósofo. No era la solución sino parte del
problema. El otro error es que batalló contra un endriago, haberle pegado a un
caído, un pugilato con sombras, haber asesinado a un muerto ya ajusticiado por
Kant, Hegel y compañía. Se comprende entonces que el archienemigo no era el
maestro sino el profesor, no “el discurso del amo” sino el “universitario”.
Cuando J. Lacan bate “Je m’insurge contre la
philosophie”, se está rebelando más bien contra un fantasma de Platón y
Aristóteles con mera realidad de cotillón traspapelado, contra una imagen ya
caducada de la filosofía como Weltanschauung.
Para
dibujar “los conceptos básicos del
psicoanálisis” debe tomar “un desvío
filosófico”; he ahí un “compromiso
filosófico” que produce “un ‘no’ a la
filosofía interno” a la filosofía, gracias al cual el psicoanálisis retiene
una “dimensión subversiva” que lo
hace no ser una mera “práctica óntica”
del montón. En este punto la gesta lacaniana habría consistido hacerse cargo de
los efectos antifilosóficos de Freud, ponerlos en evidencia y tematizarlos.
Hasta acá Žižek.[1]
Colette Soler observa que el objetivo al
que dispara la antifilosofía de Lacan en el texto Tal vez en Vincennes es menos la filosofía que el “discurso
universitario”, un tipo de imbecilidad filosófica que el grande analista
interpreta para “desemboscar el deseo
secreto” que el tal discurso se empeña en velar. El filosofar a título del
discurso universitario, según este esquema, despunta con Kant, el profesor; es
entonces cuando la universidad –dice Colette– se convierte en la casa de los
filósofos. Porque antes los filósofos lo hacían en sus casas: filosofaban, para
invocar a Leopoldo Marechal, en pantuflas. La imagen hogareña de Descartes, ese
home sweet home junto a la
salamandra, es patente. No lo hagan en
sus casas es la consigna del discurso universitario, siempre preventivo,
comedido, aterrador. Este filósofo sub
specie professoris (o al vesre) es un fámulo que hace servicio al amo, al
soberano, en calidad de loco del rey o bufón de la corte, según el malpensado
de Jacques Marie Lacan. En cambio Descartes y Spinoza, los de su casa, no eran
sirvientes del significante amo; eran amos, más bien: son los sujetos, dice
Colette Soler, del tiempo de los verdaderos amos. El buen profesor, de bufón
que chapotea con la verdad haciendo jueguitos y abracadabras, muta en canalla
que aspira a ser “el Otro” de los “desdichados educandos” a los que se les
enseña a deletrear la autoridad abrochada al nombre de autor. Hegel y Kojève
caen en esta redada, según Soler. Al chino de Königsberg, Nietzsche le llamó también idiota; pero Lacan prefiere imbécil.
La imbecilidad filosófico-profesoral estriba en esquivarle el bulto a lo real,
y con Kant acaba toda la esperanza de alcanzarlo, reza Colette al manso
público. Lo truecan por el culto a la yocracia y al fantasma colectivo. El
bufón-filósofo muta en filósofo-canalla y más luego en filósofo-tonto. Detrás
de tò ón está la tontología:
Aristóteles parloteaba sobre los universales, el bien y lo bello, como un
verdadero tontito. Es el goce disfrazado de verdad: la plusvalía de cogito. Lacan debió aconsejarle al estagirita ir a
hacer free speech con Antifón el
Sofista, inventor de la asociación libre con fines de lucro en la Antigua
Hélade y mucho antes que en Viena. Nada de conocimiento, el pensamiento es
goce, afrecho, pegamento en la mano, rosarios de mostacilla que en la casa de
cambio de la epistemología no sirven ni para un vale por el choripán. Je pense es joui-pense. Lacan dictamina para la inmortalidad que “la ciencia no
piensa”, tampoco conoce ni quiere saber nada del saber ni de lo real mismo, ni
tiene que rendirle cuentas al empirismo y la fenomenología sino al ábaco: y
así, mientras la susodicha “forcluye” al sujeto, no responde al cogito ni a la perceptio sino a la manipulación del número; de ahí la pleitesía de
nuestro psiquiatra ante el matema, que universaliza y transmite sin merma y sin
tener que pensar (por el matema suspira y cede acto continuo). Lacan se
contenta con sonsacar (autosonsa) al fenómeno kantiano y hacer entrar desde el
banco al campo del Otro y al sujeto efecto del lenguaje. ¿Chapa y pintura? Pero
entonces, dice uno que pasa por la vereda de enfrente, ¿por qué Hegel era
histérico y Lacan analista? Porque, a ley de la ortodoxia lacánica, histérico
es el que reacciona al amo y analista más bien quien acciona contra las tablas
del discurso universitario, izadas sobre los restos que aquellos sublimes
histéricos de otrora. El llamado discurso del analista –según la esperanza de
Colette– es el único de los cuatro tipificados que queda libre de culpa y
cargos filosóficos; no así el de la histérica, porque menos que renunciar al “pensamiento-yo”, lo propulsa del lado
del “Otro”. Asociación libre mata
filósofo.[2]
Nora Trosman, en cambio, imputa que la
filosofía se reparte entre el discurso del amo y el discurso del saber (Platón,
verbigracia, recubría al ser con el saber); se salvan Spinoza y Nietzsche, y al
final Heidegger y la filosofía que viene después. La antifilosofía –y el
psicoanálisis como tal– “se despide de la
cansada búsqueda del saber” y del espejismo de la adaecuatio, ya que profesa de oficio un ejercicio de “descompletamiento del saber como absoluto”
y “un acto que contornea lo real a
distancia del saber universitario”. En vez de fundar, diluye (“la dilución del acto en el concepto”).
La “antifilosofía poslacaniana” es la
que trata con “la irrupción de lo real,
es decir, el problema de la inconsistencia, la incompletud, lo indecible, la
incertidumbre, el caos; cuestiones todas exteriores al campo de la
representación y al tipo de saber que comporta esta vertiente del sujeto y el
objeto”; “el nombre para la
experiencia de la filosofía en su acceso a lo real, es acto filosófico”.[3]
El amo
ha muerto, el filosófico al menos. Le ha sobrevivido un amo no-filosófico y un
falansterio de filo-filósofos encargados de concretar los tics y las muecas de
la sentenciosa y magnánima ventriloquía emprendida por el “significante amo”.
La antifilosofía, por lo demás, tendría 100 años de perdón, porque le roba a un
ladrón.
[1] Slavoj Žižek, Contra la tentación
populista, Ediciones Godot, Bs. As., 2019.
[2]
Colette Soler, “Lacan antifilósofo”, París, 2001 (en ¿Qué se espera del psicoanálisis y del
psicoanalista?, Letra Viva, Bs As., 2009).
[3]
Nora Trosman, Interlocutores
filosóficos de Lacan, Letra Viva, Bs. As., 2013.
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