I: Platonista
Existe dando vueltas por
ahí un libro que se llama La filosofía en
Borges (Reverso ediciones), que había sido publicado anteriormente como “La
filosofía de Borges”; el autor es un mexicano o español –creo que español–
llamado Juan Nuño, un profesor que con improbable convicción repite unas
cuantas veces su hipótesis paradójica acerca de un Borges platonista, a la que
considera al contrario un secreto a voces: “Es un secreto a voces que el pensamiento de
Borges se alimenta de una especie de platonismo o aplicación de la gran idea
platónica de los dos mundos, el inteligible y el sensible, y su decidida
oposición, resuelta a favor del primero”
(16). Intercepté este libro hace algunos años por la
avenida Corrientes, esa gran feria del saldo que nunca duerme. Publicado en
2005, el autor murió en Caracas en el 95, los derechos son del
Por
qué me arriesgo al ridículo al seguir perorando sobre estos tópicos trillados e
insulsos, es un misterio. Por no olvidar, a lo mejor, que Borges era el mejor
manual de introducción al pensamiento filosófico –al pensamiento y no a la
onomástica– que teníamos los
adolescentes de mi época, antes de que existieran los “Derrida para
principiantes” y Wikipedia. Una suerte.
El mentado autor, Nuño,
arrastra dos lastres fastidiosos: la tradición filosófica española, que habla a
la filosofía con la rigidez de quien habla una lengua extranjera, poco
entendida y demasiado prestigiosa, y la tradición de la filosofía anglosajona
del lenguaje. Con esas bridas en la cabeza no es tan inasequible prever la
trayectoria. Entiende al cuento de Pierre Menard, verbigracia, como una
parábola platónica, como “una
requisitoria avant la lettre contra
las tesis austinianas, y pragmatistas en general, de la teoría del significado”,
porque “mediante el recurso a la
subjetividad, cualquier cosa puede comprobarse. Que todo el Quijote es obra de Menard o de Einstein. Que Borges
nunca quiso ser escritor sino cuchillero malevo. Que Hitler no pretendió matar
a los judíos” (72). Cita al Cratilo
y observa a un Borges con más tendencia a inclinarse por “las tesis esencialistas que ven en los nombres una inalienable y
definitiva virtud denotativa de las cosas”, vieja tesis de Platón y algo
más nueva de Kripke y Putman (122-3). El Borges que le tapa el
bosque, se ve, es el abominable o el de lo abominable, el de la cópula y los
espejos.
“Quien cree que la verdadera realidad está en los Arquetipos, quien
postula la primacía de lo genérico sobre lo individual, concreto, quien a la
hora de intentar explicaciones de lo mudable y tornadizo tórnase a la seguridad
de las esencias, por fuerza tiene que concebir el mundo de los sentidos como
una suerte de alucinación y abrazar la fe idealista que termina por negar
materia, sustancia, yo y causalidad, y aun intentar la descomunal hazaña de
refutar el tiempo. Por buscar refugio en la modélica región de las Ideas,
únicas e irrepetibles, resultarán aborrecibles los espejos y la cópula,
multiplicadores de las imperfectas copias.” (117)
Tres cositas más antes de volver a la
cueva. Una interesante: que la paridad Borges-Platón no es sólo de tema, “también la expresión de la obra de Platón es, a
la vez, literaria y asistemática, deliberadamente fragmentaria”
(16); dos, que si este platonismo se debe o no a la influencia de Macedonio, es
lo de menos (185). Y al final (al final
no, en la página 154, en realidad) un detalle que volvería las cosas
disimuladamente a la normalidad: Borges habría hecho con Platón lo que Marx con
Hegel, invertirlo; si para todo platonismo el tiempo es un producto degenerado
de la eternidad, para Borges la cosa es al revés. Un mero párrafo serviría para
desmontar la excentricidad de la tesis central del libro. (El detalle tal vez
es que Borges más que platonista invertido sería plotinista invertido, dado que
por lo general es más Plotino que Platón la fuente de la que se sirve.)
Entre los cultores vigentes de la intensidad, los más comunes son los devotos
de las doctrinas de Gilles Deleuze, autoajusticiado como platonista invertido,
o los infestados por Fernández, que dijo que era –la intensidad– algo así como la esencia
de lo absoluto. La modulación borgiana –sacada de Historia de la eternidad– se
organizaría desde este axioma: Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto:
“No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial)
sin comunicar esta observación con la esperanza de que la prosigan y
justifiquen: lo genérico puede ser más intenso que lo concreto”.
II (interludio): Posmoderno
1
Lo bueno es que con
Borges –como con casi todas las cosas, en última instancia–
todos podemos tener razón. Tenemos colgado el artículo de un señor bien llamado
Mansilla, con tres iniciales por nombre de pila: “La filosofía de Jorge
Luis Borges y su celebración por los postmodernistas”.
Los posmodernistas son aquellos que hoy lo festejan tal como ayer, vestidos de
marxistas, lo acusaban. Mansilla se apoya en un
eventual y desconocido artículo borgeano sobre Sarmiento, ubicado
“Borges
no sostuvo esta posición de forma explícita, pero su concepción pan-identificatoria
conduce a postulados que son similares a los postmodernistas. Siguiendo a
Borges se puede inferir que un trazo casual de rayas o signos podría ser
también una auténtica obra de arte, que una ocurrencia cualquiera –mejor si es hermética–
podría ser interpretada como el epítome de un gran tratado filosófico y que no
existiría una diferencia fundamental entre el medio y el mensaje. Teniendo esta
visión del mundo no se puede distinguir entre lo marginal y lo relevante, y se
abre la puerta a la retórica de la simulación, a la abdicación del pensamiento
crítico, al paraíso de la charlatanería, al oportunismo político y al cinismo
como método. Los textos de Borges están estilísticamente en las antípodas del
fárrago y el bizantinismo postmodernistas, pero su visión del mundo avala tesis
esenciales de las nuevas modas ideológicas.” “En casi todas sus obras –como en
los tratados de los postmodernistas–
se advierte una contradicción performativa: el curso del texto desmiente la
idea central propugnada en el mismo. La concepción borgiana con respecto a
normas y paradigmas es fundamentalmente relativista y escéptica, pero la
consciencia libre y el heroísmo voluntario son cantados como valores supremos.
Borges se consagra a la refutación del tiempo, pero la trama de sus cuentos
tiene una estructura temporal que puede ser calificada como convencional y
lineal. Borges descree de la razón europea, pero sus ficciones están basadas en
una rigurosa lógica occidental. La arbitrariedad de todo idioma es uno de sus
temas favoritos, pero la totalidad de su obra está escrita con estricto apego a
las reglas académicas del lenguaje. Una buena parte de la obra de Borges
ensalza la disolución del sujeto, pero él mismo era el feliz poseedor de un ego
muy vivaz y ultracentrado. Daba a entender que la consciencia individual es
ficticia y hasta fantasmagórica, pero tenía una percepción aguda de su propia
valía y, por consiguiente, de su irreductible unicidad e inconfundibilidad…”
2
La tesis del libro Borges y los senderos de la filosofía,
autor Edgardo Gutiérrez (Altamira, 2001), en armonía con un tic casi vigente del
aparato crítico-literario nacional, es la de un Borges que por su propia cuenta
supera la metafísica –tal como aspiraban a hacerlo, más o menos
contemporáneamente, los neopositivistas o Heidegger entre otros–, pero por la
vía de la parodia. “Desde este enfoque
hay que dirigir la mirada a los textos borgeanos para captar su verdadera
significación. En ellos no hay nunca un tematizar serio de los problemas
metafísicos o de crítica literaria sino un abordaje y apropiación de los
sistemas, doctrinas, argumentos, escuelas, que dan respuestas a esos problemas,
que lleva básicamente una intención paródica. Sus piezas son, en primer lugar,
piezas humorísticas que desempeñan una función liberadora” (27). Parodia,
burla, no seriedad, Borges era un humorista ajeno a “la finalidad demostrativa o el afán de refutación”. La burla y la
parodia atracan por igual al género policial como al gnoseológico –que no
cesaría, borgeanamente, de incurrir como un género
(40). Tomar en serio sus críticas gnoseológicas, que apenas son burlas, entraña
un peligro: la “siempre discutida tesis”
de que todo –arte, ciencia, filosofía, criminalística– se reduce a la facultad
mental llamada imaginación (40). El cuento de Menard acá es “la parodia del hermeneuta y avant la
lettre, la del postestructuralista”,
tanto como el de Funes es “la parodia del
nominalista y el empirista”, etcétera (14). La página 51 sentencia que el
empirismo inglés no asumió las consecuencias extremas de su sistema,
probablemente porque comprendió que –linda idea– “toda doctrina que llega a sus últimas consecuencias se convierte en su
propia caricatura” (o sea en el memorioso Funes: “el más extremo de los empiristas” y “el colmo de los nominalistas”). Este autor cita al filósofo
italiano Mauricio Ferraris, que comparaba a Gadamer con Derrida: a uno que
decía que Nietzsche no superaba la metafísica porque operaba a fuerza de protestas
–y no, como Heidegger, en virtud de conceptos–, con otro que postulaba, por las
mismas razones, lo contrario: que al proceder por imágenes, Nietzsche hizo
asomar un conato de pensamiento post-metafísico (19-20). Pero, mientras lo
usual de las literaturas es ser prerreflexivas, lo singular de la de Borges es
ser postreflexiva, una que convierte al concepto en imagen, que vuelve de la
filosofía, que no se queda en la imagen ni parte siempre de ella (cita el señor
Gutiérrez, página 114, la idea de Nuño acerca de un escritor capaz de “imaginar
abstracciones” y “dar vida imaginativa a filosofemas”). Borges aplica a la
metafísica y la filosofía, en tanto que “escritor argentino”, el mismo
procedimiento que ejecuta en la literatura (que como se sabe, las comprende
como unas de sus “ramas”): la apropiación irreverente de la tradición universal
(eso que, valga la redundancia, aparece formulado en “El escritor argentino y
la tradición”).
3
Con nombre
de autor Fernando Báez hay por
“Se han hecho intentos por determinar qué
tendencia profesó Borges como escritor filosófico. Jaime Rest ha escrito que
Borges era un autor nominalista; Juan Nuño ha preferido convertirlo en un
seguidor del platonismo; Ana María Barrenechea lo consideró siempre un
panteísta nihilista, en tanto Jaime Alazraki lo creyó un panteísta spinoziano.
En lo personal, prefiero, como lector, creer que Borges no fue adepto de
ninguna de estas vías; su camino me parece tan particular, que dudo que tuviera
el descaro de admitirse dentro de una concepción del universo sesgada. Su
camino fue otro: si hemos de clasificarlo, es oportuno no desconocer que a él
le gustaba, como a Lewis Carroll y a Chesterton, razonar paradojas, crear
situaciones intelectuales de desconcierto, vindicar lo extraño. A partir de
esto, escribía. Lo que le fascinaba de una doctrina eran sus posibilidades
literarias, como lo he comentado ya. Cualquier pensamiento que le despertara
una sensación de felicidad lo hacía suyo. Además de esto, recordemos que Borges
no es filósofo porque haya querido construir un sistema real de explicaciones.”
Hablando de trampa –tema de Nuño–, el señor Báez escribe que la
trampa consistía para Borges en el artilugio verbal por el cual el filósofo
adapta los hechos a su sistema. “Eligió,
por esa misma razón, resistir la tentación de declararse partidario y, con
contradicciones o sin ellas, veneró el poder creativo de la filosofía. Sin
embargo, es obvio que de todas las posibilidades de la filosofía, la que le
produjo el mayor desconcierto y agrado fue el idealismo.” Ante Borges, más
bien, “se siente no que se nos da algo
nuevo sino que se participa en el recuerdo de algo memorable que hemos
ignorado”. Y al final resuelve el asunto bastante bien:
…“su actitud ante los problemas filosóficos es un legado
memorable: no deja, ciertamente, un sistema nuevo. No inventó ni cambió las
leyes de la lógica. No dejó una teoría del Ser o del Ente. No modificó las
líneas epigonales de la filosofía. Pero en un panorama filosófico caracterizado
por el agotamiento de los modelos epistemológicos, por la liquidación del
historicismo, la confusión del subjetivismo y la proliferación de filosofías de
acción y valoración ética, Borges ha logrado recordar a los pensadores de
oficio que el estilo de pensamiento es el resultado de una convicción. Al
restar valor a la filosofía como dogma que permite entender el universo por
completo, ha constituido un nuevo camino que impone la reconsideración de
viejos problemas olvidados”.
El Borges de F. Báez mantiene una
“convicción”, no propone explícitamente vivir sin ideas, sino antes bien, vivir
haciendo malabares con todas aquellas ideas pasadas, actuales o posibles,
capaces de despertar una íntima “felicidad” momentánea. El último expositor que
voy a contabilizar al final, va a demostrar que esa felicidad filosófica, que
se le presenta a Borges en sus bricolages eruditos, es por lo menos
incomparable con la única felicidad más o menos sostenible, que proviene no de
las letras o las ideas sino de la emoción estética o de la amistad.
4
Menos irascible
que el tal Mansilla, el comentarista Julián Serna Arango (“La pregunta por la filosofía en Borges”) colige que la vinculación
del palermitano con los posmodernos responde no a lo evidente sino a los azares
de la historia, que propulsaron su anacronismo de lector de antiguallas y lo
convirtieron en posmetafísico, anacrónico también, pero por adelantarse. Algunas
citas.
1) “Para Borges, cuya idea
de la filosofía procedía –es apenas obvio– de sus lecturas, quien tendría como prototipos del
filósofo a Platón, Berkeley, Hume, Schopenhauer o Russell, su filiación con el
pensar posmetafísico no fue evidente.”
2) “Si
Borges toma distancia de los filósofos, ello se debe a la idea que tenía de la
filosofía en cierto modo anacrónica, cuando no veía en ella otra cosa que
metafísica. Si se distingue la filosofía metafísica (objeto de sus críticas),
de la filosofía posmetafísica (con la que registra una serie de coincidencias),
se relativiza el escepticismo de Borges y la relación Borges-filosofía saldría
airosa ante el embate del más idóneo de sus críticos.”
3) “Por
aquellos azares de la historia a los que –dicho sea de paso– Borges rinde homenaje a
lo largo de su obra, su crítica a la filosofía termina por aproximarse, por
adelantarse, inclusive, a las tesis de los filósofos posmetafísicos. Ello
amerita una explicación. Si algún filósofo llamó la atención de Borges, no fue
otro que Berkeley, quien realiza la crítica a la concepción de la mente como
espejo de la naturaleza (metáfora acuñada por Rorty), cuando advierte que ser
es ser percibido, cuando reivindica el protagonismo del observador. Borges hará
otro tanto con el lector. No existe un significado del libro al margen de sus
lecturas. El paralelismo entre el observador (Berkeley) y el lector (Borges)
resulta indiscutible. No faltan las diferencias, sin embargo. La de Berkeley
sería una filosofía prelingüística, cuando no reconoce los sesgos, los
compromisos adquiridos a través del lenguaje. Para Borges, en cambio: ‘Todo
lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los
interlocutores comparten’. Borges
comparte con el idealismo la concepción de mundo como mundo construido por
nosotros, pero la trasciende como también lo hacen Gadamer o Derrida, cuando
reivindican el protagonismo de los usos lingüísticos en detrimento de una
hipotética razón pura. A ello se refiere Rorty cuando dice: ‘Gadamer ha
conservado el oro del idealismo echando fuera la escoria metafísica’.”
4) “Mientras los filósofos se destacan por sus
ideas, los escritores, en cambio, lo hacen por sus obras. Implicaciones no
faltan. Extraer aseveraciones filosóficas de los textos de Borges tal como lo
hicimos en el apartado anterior, resulta incongruente con la especificidad de
la obra literaria, es decir, con su unidad. Al hablar de la filosofía en
Borges, no pudiera soslayarse el hecho primordial de ser filosofía a través de
la literatura. Ello marca una diferencia. Mientras los filósofos universalistas
abstraen los fenómenos de su contexto o procuran hacerlo; dejan de lado sus
protagonistas, acción no exenta de violencia, y lo que acaso constituya el pecado original de Occidente; el
narrador, en cambio, toma en consideración el contexto y los protagonistas, y
al ocuparse de asuntos de interés filosófico recupera la unidad perdida. El
poeta, por último, utiliza un doble registro: el semántico y el acústico, y de
esa manera potencia la unidad de la obra y da cuenta de la condición paradójica
de la existencia con particular lucidez.”
Con esto quedan las puertas abiertas a las
cuestiones formuladas por Badiou, para dejar de lado la polémica entre escritor
y filósofo y darle lugar a la figura más o menos mediadora del antifilósofo,
que también parece estar más cerca de la “obra” que de la “idea”; pero que hace
un uso del poema que no es equivalente al del poeta.
5
Como contrincante vigoroso para oponer al comentario del principio, el del Sr.
Mansilla, localizamos este artículo del profesor Alfonso Del Toro, del
Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar de
… “expresa procesos de percepción en el
contexto de un ‘sueño semiótico', es decir, de un sueño transcodificado en
signos. Partiendo de esta reflexión
podemos construir una nueva oposición: la de ‘pseudo-mimesis de la ficción’ vs.
‘percepción/sueño/experiencia mística’. Se trata de una transcodificación de
significantes que no buscan significados o referencias, sino que se convierten
en símbolo desesperado, en cifra de sueños que intentan comunicar aquello que
solamente es posible vivir en la total subjetividad e intimidad de una
experiencia”. “Si la escritura de Borges no fuese otra cosa
que una forma elitista del l'art pour l'art, del juego literario –contra lo cual no tengo ninguna objeción– y si a esa escritura se le negase cualquier
significación ‘lógico-racional', luego tenemos que preguntarnos por qué Borges
simula. La respuesta la encontré en un nivel epistemológico, es decir, más allá
de la literatura funcional, en el campo de los signos puros, esto es en una
idea del mundo como signos absolutos y literatura como un trabajo
gnóstico-semiótico como resultado de un profundo escepticismo y de la
conciencia que el mundo y la realidad no pueden ser captados, sino que son
percepciones subjetivas y fragmentarias del mundo. Con esto Borges elimina el
‘yo’ como centro, se vuelca a la simulación y comienza a desarrollar un
pensamiento rizomático.” “Agrego que Borges va más allá de la literatura en cuanto éste alcanza
el límite de lo pensable (por ejemplo, en la clasificación de los animales en
una enciclopedia china en ‘El idioma analítico de John Wilkins’) o en cuanto
Borges libera a los signos del significado y los transforma en significantes
místicos, mágicos y absolutamente abiertos que son capaces de evocar una
revelación mística… … … … … … … … … …”
III: Antifilósofo
Con rúbrica de
Bruno Bosteels,
La tendencia de Nuño puede juzgarse un poco lela, ingenua o baladí; pero también tiene su costado de paradoja filosa, por excéntrica y verosímil –como buena boutade. Contra el recurso de los borjólogos al pie de la letra –siempre al borde de reescribir el texto pero por boca de la pedagogía–, la posición badiuísta parece interesante; es obvio que Borges encaja bastante en el lugar del antifilósofo (aunque mucho menos que su maestro Fernández), y lo bueno es sacarlo del efugio de la “literatura” –de que era nomás un escritor y todo eso–, del filosofema trocado en literariedad, expurgado de toda implicación filosófica, y medirlo desde los efectos que provoca en este circuito, más allá de su presunta buena voluntad literaria (como se sabe, la anti no es un afuera de la filosofía, no ancla en la exterioridad ni compone un campo propio, más bien parece el ghetto de los ángeles caídos). De la misma manera, el llamado psicoanálisis decía no ser una interpretación del mundo y –como mínimo de cuando en cuando– lo era. Las propias declaraciones de inocencia por parte de Borges –en este caso, de intenciones apenas literarias– son en sí mismas escenificaciones de antifilosofía, puesta en acto. Cuesta observar a Borges meramente acostado por fuera del gran sistema de la filosofía –acá sistema en otro sentido–, tomando prestados sus decorosos objetos al solo efecto de hacer de ellos piezas de un juego enteramente ajeno. Acá se observa un Borges qua antifilósofo, somehow occupying a position both inside and outside. Incluso, el hecho de su no mayor aprecio por los antis tipificados por Badiou –san Pablo, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche (lejos del top five borgeano: Schopenhauer, Berkeley, Hume, Russell, Bradley)– avala aún más la tesis, sabido que entre ellos no se entienden ni aprecian demasiado.
Como Borges, con un encanto todavía vivo y
a juzgar por unas famosas declaraciones en “De las alegorías a las novelas” e
“Historia de la eternidad”, reputaba que
el “nominalismo” era la tácita corriente triunfal en y para todo el mundo, a
tal punto que nadie dejaría de ser secreta o involuntariamente nominalista, no extraña
que por íntima comprensión y contra su propia convicción, se haya dedicado
tanto –histérica, melancólica o retóricamente– a confrontar en los intersticios
de sus propias y robustas edificaciones antirrealistas, y aunque más no fuere de
manera emocional o afectiva, con esa idea que por un lado era la más suya, pero
por otro –según decía– la más numerosa
y ramplona. Un “platonismo” como herejía (casi me gustaría anotar como
auto-herejía, o peor como herejía auto-cumplida). Incluso como menardismo puro
–como profesión pública de las ideas contrarias a las preferidas. Bosteels se
apoya bastante en el clásico libro de Jaime Rest –famoso por pintarlo
nominalista– y apunta que salvo Peirce,
ningún otro contemporáneo hizo del debate nominalismo-realismo un eje primordial
de su visión del mundo. Borges invoca al nominalismo en la misma época en la
que comienza a imponerse en el globo, primero como evidencia y después como
corriente, el “giro lingüístico”. Devoto de Russell, probablemente
ignora la existencia de Wittgenstein, lo que viene bien que forme parte de su
gran proyecto pro anacronismo: un contrahistoricismo de las ideas que se puede
tomar por “platonismo”, o al contrario, como una apelación a la “filosofía del
lenguaje” en cuanto universal transhistórico, o en el peor de los casos, como pan-asociación
libre “razonada”.
Borges se habría desenvuelto, con adoptar
posiciones de tipo nominalista-sofístico, entre el constructivismo y el
misticismo. Anotándolo bien y pronto –o mal–:
donde aquel otro veía platonismo, acá se ve “misticismo”, en el acento que tantas
veces pone Borges en aquello que escapa al grillado del lenguaje (el autor da abundantes
ejemplos conocidos). Ahí está “el elemento más importante de la caracterización de un
antifilósofo”, the reliance on a
radical gesture that alone has the force of destituting and occasionally
overtaking the philosophical category of truth. Con Borges eso es el famoso “hecho estético”,
que Bosteels pasa a traducir por acto –propone tomar fact por act–, el que más que comportar otra verdad no
filosófica superior a la verdad filosófica, la sustituye al devaluarla y
considerar la imperiosidad de la emoción y la intensidad (the intense thrill) contra las pretensiones del concepto, la teoría
y el sistema. El “hecho estético” es aquella “inminencia de una revelación que
no se ha producido”, cita en “La muralla y los libros”. Con
este Borges no importa una idea por sus valores de verdad sino por los efectos
y alteraciones que produce en el que la contempla, percibe, lee. En “Nota sobre
Walt Whitman” se lee que “lo importante es la trasformación que una idea puede
obrar en nosotros, no el mero hecho de razonarla”. En Inquisiciones –dato que añado por propia cuenta, ya que el autor no
lo menciona en su retahíla de ejemplos (pienso en ejemplos y me acuerdo de
Aira)– se definía al
quevedismo como “el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco
carácter que las hizo asombrosas al presentarse por primera vez al espíritu”.
El punto de apoyo más certero del intérprete badiuísta es una frase al pasar
ubicada en un prólogo: “El
sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el
paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el
comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las
páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Esto acaso
no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad”. Tal
declaración le lleva a afirmar al estudioso que “en esta última frase, podemos empezar a ver cómo la búsqueda antifilosófica
de un acto radical –en este caso una estética– nos
permite redefinir la verdad misma,
en lugar de deshacernos de ella por completo” (In fact, in this last sentence we can begin to
see how the antiphilosophical search for a radical act –in this case an
aesthetic one– allows us to redefine truth itself, rather than to jettison it
altogether).
De todas maneras, contra este señor Bosteels –siempre es lindo tomar por
personas a lo que fácticamente no
sería más que un “texto”– queda la impresión de un Borges, si bien algo antifilosófico para
sofista, demasiado sofista para antifilósofo. Sobre todo si se tratase de
cotejarlo con el más cabal mártir antifilosófico del “sistema literario
argentino”, aquel imitado hasta la trascripción y el apasionado y devoto
plagio. Es justo el tema de la “Eudemonología” el que tiraría contra las
pretensiones filosóficas con más fuerza. Para Borges no habría reconciliación
posible entre filosofía y felicidad, la felicidad sería un afecto que escapa al
lenguaje y no viene de la cultura y los libros, y menos de la cópula de una
proposición o de la afirmación de un axioma. Entonces cito al autor, que cita a
Borges citando a Hudson citando a Boswell escribiendo que muchas veces emprendí
el estudio de la metafísica pero siempre lo interrumpió la felicidad, frase que
sin embargo parece perteneció asimismo a Macedonio. Pero hay más pruebas a su
favor, que Bosteels no cita, para reconvertir al poeta aun más en pieza del
parque Badiou: un solapado cristianismo precisamente en este tema de la
felicidad, bien a la par con los ejemplos del maestro francés (ya se sabe que
todos los “antis” tienen un asunto bastante morboso con el cristianismo, en
Wittgenstein explícitamente ligado a la cuestión felicidad). Se trata de aquello
del “peor de los pecados”:
He cometido
el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso de la vida,
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
(“El Remordimiento”, en La moneda de hierro)
Escribía Nuño que Borges es el opuesto a
Sartre: la filosofía como pretexto de la literatura versus la literatura como
pretexto de la filosofía, porque Sartre “siempre presentará la limitación literaria de
querer probar algo”. No parece, sin embargo,
que Borges no quisiera probar algo; Bosteels quizá muestra lo contrario: que
como antifilósofo se inclinaba en principio hacia aquella verdad más radical
que la filosófica –entre otras típicas comprobaciones del “antifilósofo”. Ni
vive sin Ideas ni vive por
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