Tanto como influye Schopenhauer en la idea del
cinismo en Nietzsche, tanto así los restos dejados por los ilustrados.
Particularmente uno: El sobrino de Rameau
de Diderot. El cinismo en Nietzsche tiene varias facetas irresueltas pero en
definitiva es uno, y él mismo, el propio Nietzsche, encarna no a uno u otro del
dueto que Diderot pone a dialogar en esta pieza, sino tal vez a una mezcla o
síntesis de ambos, como si hubiese hecho el intento de suturar la división que
el jefe de la Enciclopedia puso a la
vista. El diálogo es un partido entre monsieur le philosophe y un pauvre diable de bouffon y Nietzsche es
ambos, el bufón de las futuras
eternidades. Buena parte de las migajas por él dejadas sobre el cinismo y
cuestiones afines no parecen otra cosa que una continua glosa de El sobrino de Rameau, obra que a su vez tiene
el aspecto de ser un examen escrupuloso y tácito de la historia y nudo del
cinismo.
Monsieur le philosophe define al interlocutor como un originaux y un personnage bizarre; tiene en efecto las dotes de excepcionalidad
vulgar que Nietzsche reclama: es un combinado de altura y bajeza, de sensatez y
desatino (un composé de hauteur et de
bassesse, de bon sens et de déraison) que confunde les notions de l’honnête et du déshonnête y muestra sin ostentación las buenas cualidades que la naturaleza le
dio y sin pudor las malas. La conjugación de bon sens et déraison en el propio Diógenes ya había sido advertida
por Pierre Bayle; por otro lado una personificación de los valores naturales sans ostentation et sans pudeur hacía
parte del ideal del cinismo antiguo, aunque el sobrino diderotiano muestra
libre de rubores un elemento natural vicioso: quiere lograr la felicidad a
partir de los vicios que le son naturales (faire
mon bonheur par des vices qui me sont naturels). El filósofo arranca diciendo
que no le agradan los de su tipo, pero termina titubeando entre la admiración y
la piedad. Como cabe a un cínico, el sobrino se presenta como un apóstol de la familiarité et de
l’aisance (de la familiaridad y de la
frescura, acomodo, facilismo) y por eso es tratado con la debida familiaridad
por todo el mundo. Sin embargo, dice el filósofo, se caracteriza por romper con la fastidiosa uniformidad
introducida por nuestra educación, convenciones sociales y buenos modales[1].
«Si uno de estos se presenta en una
tertulia, es un grano de levadura que fermenta y restituye en cada uno una
porción de su individualidad natural. Estremece, agita, provoca aprobación o
rechazo, hace emerger la verdad (il
fait sortir la vérité), deja a la
vista a la gente de bien, desenmascara a los pillos; y es entonces cuando l’homme
de bon sens escucha y desentraña su mundo
(démêle son monde).» He aquí el
abreviador y facilitador del que hablaba Nietzche; pero le philosophe no es Nietzsche. La παρρησία que detenta ciñe dichas
rareza y originalidad y ahí tal vez radica el quid de la cuestión, el meollo
del problema que le encaja al filósofo ilustrado: «Yo estaba confundido ante tanta sagacidad y tanta bajeza, tantas ideas
justas y alternativamente falsas, ante semejante perversidad general de los
sentimientos, ante una vileza tan completa y una franqueza tan poco común (une franchise si peu commune)… un revoltijo de ideas justas y
extravagantes.» [2]
El métier formal del sobrino es la música,
el segundo oficio de Nietzsche, eso que rechazaba Diógenes y que Sócrates dejó
de lado hasta el último de sus días. Músico sin suerte y sin genio, pero según
advierte el filósofo, apasionado y de talento, aunque renegado y asumido como
mediocre. El filósofo se admira de la sensibilidad y el tacto extremadamente
fino que tiene para las bellezas del arte musical, al tiempo que se espanta de
la ceguera e insensibilidad que evidencia ante les charmes de la vertu. Pero el sobrino invierte las cosas y se
confiesa (Nietzsche podría haber hecho lo propio) bien subalterne en musique, et bien supérieur en morale. Como buen
cínico lee poco, pero aconseja como Nietzsche leer a los moralistas franceses;
razón por la que el señor filósofo no logra comprender bien si saca la maldad
de la naturaleza o del estudio (si vous
tenez votre méchanceté de la nature, ou de l’étude) –después de todo
ciertos cínicos dijeron que el cinismo es el estudio empírico de la naturaleza.
Si en algo no es mediocre, a criterio de él mismo, es en el ejercicio de la
bufonería al que ha consagrado su sobrevivencia y bienestar. Dice que la
mayoría son bufones sin gracia, pero que él es una rareza, un experto en este
su genuino métier, que por lo demás
es un quehacer ante el cual, dice, se es más exigente que con el talento o la
virtud: los patrones son rigurosos, no cualquiera es payaso de los pudientes;
se trata de un empleo no muy bien remunerado pero apto para pocos, para
parapocos d’exception. Por lo demás
dice ser el indicado para analizarlo, ya que un aprendiz de carbonero siempre parloteará mejor de su oficio que toda
una academia[3],
y en eso consiste la clase magistral en pasos de comedia depresiva que le
ofrece al señor filósofo este doble siervo de la sociedad y la naturaleza, este
astuto inoperante que se lamenta de haber perdido su puesto como bufón de los
opulentos por haber cometido el error de apelar al sens commun. «¡Qué gran perro
que soy, lo perdí todo! Lo perdí todo por haber tenido sentido común, una vez,
apenas una vez en mi vida. ¡Ah, no me va a volver a pasar! »[4]
Le philosophe, que
entiende que por comodidad el sobrino se ofrendó a la servidumbre, le aconseja
que tenga el coraje de ser un pordiosero (le
courage d’être gueux); pero el sobrino sólo añora volver a vivir a costa de
aquellos tontos opulentos (sots opulents).
Su courage, su mórbida forma de θάρσος, se manifiesta apenas en la
capacidad que tiene de llamarse a sí mismo por su nombre: «Hace falta más coraje del que pensamos para llamarse a sí mismo por su
nombre (il faut plus de courage qu’on
ne pense pour s’appeler de son nom). No
sabéis lo que cuesta llegar a eso». Su cinismo, gemelo resentido e infame
del de Nietzsche, también está más allá del bien y del mal. Esta vida anodina y
perentoria tiene la simpleza de la vida económica de los cínicos, aunque en la
versión mala: es el transcurso entre una improbable comida y otra, durante el
cual, como todo el mundo, hace cosas
buenas y malas y no hace nada (du
bien, du mal et rien) mientras le crece la barba (a la que por cierto afeita).
Al alba la primera preocupación de la jornada es dónde va a almorzar y resuelto
el tema dónde va a cenar, ya que lo importante es poder cagar todos los días,
con abundancia, agrado, libertad y tranquilidad. Su lema, según la sátira de
Persio, es ingenii largitor venter,
que el vientre es el proveedor del ingenio. Representa el cinismo de la
depravación y la insolencia, aquel omitido o censurado por los cristianos –él
mismo, que dice ignorar las cosas de la filosofía, se ubica allí–, aunque
advierte que más vale ser insolente que parecerlo. Como para el buen cínico,
los deberes sociales, las ocupaciones políticas, la amistad o la defensa de la
patria, son un fardo que debe ser arrojado. Es un Mónimo ganado por el mal;
para él todo es humo menos el poder y los lujos, las buenas mujeres, los lechos
mullidos, los buenos vinos y los manjares: excepté
cela, le reste n’est que vanité. Y así la virtud y la filosofía, que son
más bien un lujo, que no están hechas para todo el mundo sino para un selecto
grupo de fanfarrones o ingenuos con suerte. No deja de coincidir con los
cínicos principistas incluso en que la educación de los hijos –otra vanité– es asunto de los preceptores (cosa
que para el buen cínico estaba bien en claro por el relato de Eubulo si no por
las preceptivas de la República de
Diógenes). No obstante mantiene que la
sociedad sería bastante más divertida (amusante)
si cada cual se ocupara solamente de sus
cosas, una directiva que no deja de ser diogénica e incluso socrática (ese
individualismo de tipo idiótico o apolítico integra el combo de mensajes dobles
o indecisos del antiguo cinismo: la economía de atender apenas a lo que ocurre
en el hogar). Pero la máxima del sobrino es que no hay que dar tontamente la educación de Lacedemonia a un niño destinado
a vivir en París, ya que una buena educación es aquella que conduce a toda
clase de goces, sin peligros y sin inconvenientes (une bonne éducation est celle qui conduit à toutes sortes de
jouissances, sans péril, et sans inconvénient) y él quiere la felicidad de
su hijo, esto es que sea reverenciado, rico y poderoso. Como bien escolió
Nietzsche: a los niños de familias modestas hay que educarlos enseñándoles a
mandar[5].
Y ciertamente era Diógenes el que sabía gobernar a los hombres, al sobrino
apenas le gusta mandarlos (J’aime à
commander), lo que es otra cosa, y por eso decide intervenir lo menos
posible en la educación del hijo, dejándolo librado al destino, ofreciéndose
como un lejano modelo ocasional de cómo adaptarse a París y no a Esparta. No es
el Diógenes sabio (sage) del bronce y
el mármol que comparte cartel en la gloria con César, Marco Aurelio y Sócrates,
sino el insolente (effronté) que
frecuenta a la hetaira Friné. Es el otro lado, el cínico ἄδοξος, oscuro y anónimo, aunque no
se trata de la ἀδοξία
virtuosa del cinismo moral sino de la ἀδοξία como infamia, la oscilación
entre la irrelevancia y la mala reputación: el
reconocimiento es un fardo y todo fardo está hecho para ser arrojado (la reconnaissance est un fardeau ; et tout
fardeau est fait pour être secoué), dice este antihegeliano. La historia
convirtió en infames a los que condenaron a Sócrates, le dice el filósofo; pero
aun así, contesta el bufón, fue condenado y muerto (puestas las cosas de tal
modo este cinismo malo y desgraciado también puede aparecer como una forma de
respuesta a esta tragedia fundacional de la filosofía). A su manera incluso
reproduce la ἀμαθία cínica,
se refugia en la afirmación de no saber de historia ni de nada (je ne sais pas l’histoire, parce que je ne
sais rien), de no entender cuando se le
habla de filosofía y de no meterse con eso[6],
de no haber perdido nada por no haber aprendido nada (j’ai jamais rien appris). A su criterio las ciencias saben tan poco y tan
mal que daría lo mismo ignorarlo todo (en
vérité, il vaudrait autant ignorer que de savoir si peu et si mal). Según el filósofo, desconoce todo lo que es y
ni siquiera está hecho para aprenderlo (que vous ignorez ce que c’est, et que vous n’êtes pas même fait pour
l’apprendre); según el sobrino no hay nada más terco que un filósofo (je ne sache rien de si têtu qu’un philosophe).
Desde luego no encarna aquella razón a toda
costa de los Sócrates furiosos, representa como los cínicos de Nietzsche la
autoafirmación a toda costa aun en sus magras condiciones de vida: «El mejor orden de cosas, a mi ver, es aquel
en el que yo debería existir, y que se pudra el más perfecto de los mundos si
yo no debiese estar en él. Más me gusta ser, ser incluso un razonador
impertinente, que no ser[7]». El yo actoral del cínico, el yo para
los otros, estaba resguardado por el yo-muralla de Antístenes; pero el suyo es
lo opuesto al yo idéntico a sí mismo del parmenídico cínico virtuoso: lo único
que sabe es que le gustaría ser otro, ante la eventualidad de llegar a ser un
hombre de genio, un gran hombre (tout
ce que je sais, c’est que je voudrais bien être un autre, au hasard d’être un
homme de génie, un grand homme),
ya que se declara un mediocre enojado, envidioso y celoso de su tío (médiocre et fâché, envieux, jaloux de mon
oncle). Como
el buen cínico es un ἥμεροβιος, vive
al día (il vit au jour la journée),
pero como uno falso vive triste o alegre según las circunstancias (triste ou gai, selon les circonstances),
dado que los pro y los contra lo apenan por igual. Dice ser como un niño, pero
no porque aprendió a comer prescindiendo de un plato, sino porque a veces se
hace encima (es decir que encarna el contraejemplo de la niñez que presentó
Diógenes cuando lo acusaban de haber cometido un delito en la Sinope de su
juventud). A lo Menipo es el tonto
inteligente, que usa a los sots
opulents y se deja usar por ellos; es incluso más avispado y fino
que ellos, pero no deja jamás de ser un ganapán que hace la diaria con las
cabriolas del payaso (es el Menipo personaje, pero nunca el Menipo financista).
En definitiva, en este malogro moderno del cinismo, nada es más diferente a él que él mismo (rien ne dissemble plus de lui que lui-même). Por eso, si bien no es
tan pretencioso como para ser todos los nombres de la historia, encarna durante
la conversación en cada personaje aludido, y como buen cínico con
teatralizaciones, mímicas y gestos excesivos, porque no es otra cosa que un
mimo. Pero si bien desprecia el conocimiento y carece de una identidad unaria,
no deja de gozar de una certeza sobre sí. Nietzsche podía decir que Sócrates
llegó a ser dueño de sí mismo sin conocerse a sí mismo, pero el caso del alegre
bufón desgraciado es al revés y realiza el mandato délfico de manera perversa: ninguna persona me conoce mejor que yo mismo
(personne ne me connaît mieux que moi),
sabedor de que es un ignorante, tonto, loco, impertinente, perezoso, redomado
truhan, estafador, codicioso, vago y sinvergüenza[8].
Para él la dureza, el enfado y la insociabilidad de Diógenes serían, como en el
caso de los devotos (les dévots), el
resultado de haberse impuesto una tarea que no le era natural: los que sufren
hacen sufrir a los demás, dice, y él prefiere hacer reír siendo divertido y
complaciente. La virtud se hace respetar, pero el respeto es incómodo; se hace
admirar, pero la admiración no es divertida. Si no se fuera loco y ridículo
habría que aparentarlo, porque catonizar (catoniser)
lo haría un hypocrite: «Rameau tiene que ser lo que es: un alegre
bribón entre opulentos bribones, y no un fanfarrón de la virtud, o incluso un
hombre virtuoso, royendo su mendrugo de pan, solo o al lado de otros
pordioseros[9]».
Por eso el filósofo haría bien en deponer el catoniser y hacer venir a le
petit sauvage, ese que no precisa de filípica alguna para darse cuenta de
que aquello que anhela es estar bien vestido y alimentado, ser respetado por
los hombres, amado por las mujeres y acaparar en sí todos los goces de la vida.
Ante esto la respuesta que le devuelve el filósofo parece guionada por el
Filodemo de Gadara que denunció el complot anticivilizatorio maquinado por
cínicos y estoicos: «Si le petit
sauvage quedara abandonado a sí mismo, si
conservara toda su imbecilidad y combinara la escasa razón de un niño de cuna
con la violencia de un hombre de treinta años, le retorcería el cuello a su
padre y se acostaría con su madre».
El
sobrino se desenvuelve en el territorio del νόμος, les moeurs, las costumbres, donde impera el interés y no el dueto
verdadero-falso, y allí hay que ser lo que l’intérêt
exija, bon ou mauvais, sage ou fou,
décent ou ridicule, honnête ou vicieux. Cumple, en nuevos términos, con
aquello que Bión planteaba: aceptar el papel que toque según las circunstancias,
rey o mendigo, con la salvedad de que en su caso la alternativa es entre
pordiosero y bufón y vota por el segundo. No siente, como Diógenes, desprecio
por la fortuna (mépris pour la fortune):
las malditas circunstancias nos llevan, dice, y nos llevan muy mal (de maudites circonstances nous mènent ; et
nous mènent fort mal). Sin embargo todo su discurso hace base en la φύσις:
vive en el mundo ideal de los cínicos, aquel en el cual el orden social
coincide con el natural, claro que patas para arriba. La sociedad en la que se
desplaza no es παρὰ φύσιν sino καθὰ
φύσιν, y él obedece siendo un ridículo el mandato social que le toca y siendo
vicioso sigue el edicto que la naturaleza le impuso. Razonó de una vez y para siempre que su carácter de
holgazán, de tonto y de pícaro era un designio de la naturaleza y que por lo
tanto el ejercicio de bufón es una fatalidad que le permite resarcirse con un
amplio espectro de ardides y trucos, y que carece de sentido pretender
transformarse en lo que no es, darse una naturaleza ajena a la suya (pour me bistourner et me faire autre que je
ne suis ; pour me donner un caractère étranger au mien). De
manera que las gracias y desdichas de este cínico son el resultado de una
concordancia ontológica invertida: él es un Diógenes cuya φύσις es más la de
Trasímaco que la de Diógenes, por lo cual llama vertu a lo que este llamaría vice.
La virtud que Diógenes y su presunto intermediario monsieur le philosophe pretenden representar n’est pas dans la nature. «En la naturaleza todas las especies se
devoran entre sí y todas las clases se devoran unas a otras en la sociedad. Nos
hacemos justicia los unos a los otros sin que la ley se meta.[10]» La naturaleza es poderosa, no sabia, y su ley
dice simplemente que «todo lo que vive,
sin excepción, busca su bienestar a expensas de lo que sea[11]».
Esta justice natural no se restringe a la ley del más fuerte, como
postulaban los aristócratas amigos de la sofística que departían con Sócrates
envueltos en un cierto idealismo al revés; es más bien la ley del sálvese quien
pueda, bajo cuyo imperio el pícaro tiene también su justificación. Por eso él
encuentra un cierto sentido de justicia reparadora en el papel de parásito,
haciéndole la corte a los parásitos sociales a costa de los que vive, los sots opulents, banqueros, cortesanos,
hombres de negocios todos con fortunas dudosamente habidas, ya que así le roba
a un ladrón. No es la inepcia, como creen algunos, dice, aquello que lo impulsa
a la vida del bufón, sino un motif
qui excuse tout y le permite operar sans remords. «Y si la naturaleza
no me hubiera hecho como me hizo, lo más rápido y corto sería parecerlo. Por
suerte no tengo necesidad de ser hipócrita…»
Para
el filósofo, el bufón encarna a la vez el mal y el bien; pero sólo él, en tanto
que homme de bon sens, está en
condiciones de reconocer su aporte civilizatorio de veridicción y demarcación:
ante los sots opulens apenas cumple
el papel de divertir o entretener (amuser).
Nomás ante los ojos del filósofo se vuelve un relativo disolvente capaz de
revelar el verdadero orden de las cosas; pero la emancipación que sobreviene
con él de refilón es una proveeduría de atrocidades, un despertar aterrador,
una viva que desalienta. Aun así ante él también cumple su papel social, lo
divierte (amuse) sabiendo no obstante
que el filósofo en el fondo lo desprecia (méprisez):
«¡Ay desgraciado, en qué estado de
abyección naciste o caíste! » (Ah,
malheureux, dans quel état d’abjection, vous êtes né ou tombé). El
desprecio es uno de los ejes en la cuestión del cinismo antiguo, y en versión
degradada lo es también de este diálogo. Ambos coinciden en que es un être très abject, très méprisable;
pero el sobrino prefiere felicitarse por sus vicios, aun cuando sabe que el
desprecio de sí es insoportable (le
mépris de soi ; il est insupportable).
Nietzsche como filósofo pretendía ser la mala
conciencia de su época; el sobrino lo es de la Ilustración, y aunque es un
bribón que mal que mal sobrevive, no deja de ser una conciencia desgraciada. Su
linterna tampoco encontró ningún hombre honesto, aunque es probable que le philosophe pensara que nunca lo
buscó. Este último es el alma bella de la Ilustración, promueve las belles actions que nos emancipan del
destino, que para llegar a la felicidad hay que ser honnêtes gens. Je suis un bon
homme dice el filósofo, mientras que el
sobrino se declara un bon
diable –un tipo llevadero y simpático. En el fondo un buen tipo,
socialmente inocuo, intrascendente, insustancial. Es que si en algo importa ser
sublime, confiesa, es sobre todo en el mal (s’il
importe d’être sublime en quelque genre, c’est surtout en mal), y el
ejemplo está en el grand criminel,
que estremece por su atrocidad pero asombra por su courage y así elude el desprecio. Como el hombre de genio, el
criminal seduce por l’unité de caractère,
aquello de lo que el sobrino carece, aquel principio fundamental del cinismo
antiguo, que cifraba su virtud y su eficacia no sólo en la identidad del sí
mismo amurallado, sino también su libertad al pasar al acto gracias al carácter
hercúleo, arrojado y decidido.
El filósofo cree que en el fondo el sobrino es
un alma delicada (je crois qu’au fond,
vous avez l’âme délicate) y que llevó demasiado lejos el talento de
degradarse y hacerse el loco; no entiende qué lo empuja a exponerle su vileza (pourquoi me montrer toute votre turpitude).
El tunante responde que es falso o sincero mientras tenga intérêt de ser una o la otra cosa; pero el punto es que dice las
cosas como le vienen a la cabeza (je dis
les choses comme elles me viennent), nunca piensa cuando habla, ni antes ni
después, y por eso no ofende a nadie (aussi
je n’offense personne). Sin embargo hay días en que necesita reflexionar (réfléchisse), bien que admite que pensar
es una enfermedad a la que hay que dejar seguir su curso. Por la franqueza es
excepcional, pero el pensamiento que expresa, según su propio criterio,
simplemente es le sentiment et le langage
de toute la société –si bien para
el bueno del philosophe todos estos
no son más que vauriens o sots, bribones o bobos. Así la παρρησία
del sobrino, según él mismo, es un free
speech auténticamente espontáneo, un decirlo todo en automático y no a
conciencia ni en nombre de una naturaleza investida de una verdad ligada al
bien y la belleza. Sin embargo esas verdades maquinales que conmueven y turban
al philosophe y entretienen al opulent no son más que aquello que se
calla porque está a la vista, la verdadera filosofía (o antifilosofía) natural
que rige la conducta de todo el mundo. Su palabra expone al canalla y
discrimina al bueno, desenmascara la realidad, revela la verdad y sin embargo
es inofensiva. Allí está este hombre sans
conséquence, sin consecuencias y sin importancia, que logra injuriarlos a
todos y no afligir a nadie (nous
injurions tout le monde et nous n’affligeons personne). Procede pues como
Diógenes, pero sus efectos son los que Diógenes atribuía a Platón y Nietzsche a
los académicos, a esos filósofos sans
conséquence, ergo bufones (sólo que estos últimos, al revés del autómata
hilarante, resultarían sans conséquence
nimbándose de coherencia, de consistencia, como arañas trazando ilaciones de
silogismos). Pero en algo es plus
conséquent, en que no es un hipócrita (il
n’était pas hypocrite): es tan abominable como los demás, pero es plus franc y reconoce los vicios suyos y
de los otros. Por su parte admira en el filósofo la elocuencia, la capacidad
expresiva, ya que él mismo no sabe más que parlotear una lengua sin ton ni son
a mitad de camino entre la de un verdulero y un hombre de letras: habla mal y
lo único que sabe es decir la verdad (Je
parle mal. Je ne sais que dire la vérité), pero quisiera la retórica del
otro no pour dire la vérité sino pour bien dire le mensonge, para poder
entonar mejor la mentira. Sin embargo esta inconsciencia es demasiado
consciente, ya que él mismo dice hacer sistemáticamente lo que los otros por
instinto: «Yo soy yo y seguiré siendo lo
que soy; pero actúo y hablo como me conviene (Je suis moi et je reste ce que je suis ; mais j’agis et je parle comme
il convient)». El hecho es que habiendo sido despedido, despojado de su rol
natural, se muestra ofendido, y si se
niega a implorar una reincorporación, a volver a golpear la puerta de los
ricos, es porque alienta en él una curiosa dignité,
aunque una que da risa: dice que quiere ser abyecto por voluntad propia y no
por coerción, dice que hace el ridículo cuando quiere hacerlo (claro que
entiende que de cien veces, noventa y nueve que hay que hacerlo y apenas una
evitarlo).
Lo
que inquieta al filósofo es por qué con tantos recursos no compuso nada que
valiese la pena, un bel ouvrage[12].
El planteo de monsieur le philosophe,
se dirá, es foucaldian (habría que
preguntarse: ¿es el cinismo l’absence
d’œuvre?). No por nada el sobrino afirma que el reconocimiento es un
lastre, ser un Rameau lo es para él porque el talento no se transmite como la
nobleza de cuna: para retener el renombre del padre hay que ser más hábil que
él y haber heredado su fibra, en el terreno del arte la gloria se reserva a
unos pocos nombres que en general no se repiten. Después de haber fracasado en
el empeño juvenil de suscitar l’admiration
de l’univers, cuando desesperaba por no ser un homme commun, encontró
en el oficio del bufón si no la gloria al menos el puchero, lo que explica que
mastique un odio profundo ante el genio. Su saber de ayuda de cámara proviene
de la frecuentación de otros personajes importantes, como un ministro del rey, y
del conocimiento íntimo de la miseria de
les gens de génie como el tío Rameau, que como todos los de su especie sólo sirve para una cosa y aparte de eso
para nada (ils ne sont bons qu’à une chose.
Passé cela, rien). Racine, dice, apenas fue bueno para los desconocidos y
una vez muerto. Diógenes no sólo
fue sabio sino, en términos le philosophe,
fue como Racine un homme de génie al
que se le erigieron estatuas por considerarlo bienfaiteur
du genre humain (después de todo, como dice, los genios leen
poco, practican mucho y se hacen a sí mismos[13]).
De hecho el célebre tío, según el sobrino, a su manera era un filósofo, ya que sólo pensaba en él y el resto del universo
le importaba un comino[14].
Este es el equipo en el que juega el Diógenes oficial de la Ilustración, apareciendo
como un benefactor universal cuando en realidad no era más que un misántropo o
un egocéntrico. El sobrino declara admirar a esta clase de hombres, aunque dada
su capacidad para verlos sin la máscara social los desprecia –e incluso
patológicamente los odia al envidiarlos–, y reconoce que si bien son los que
cambian la faz del mundo, no son necesarios en lo más mínimo, más bien son
agentes de calamidades y escándalos (se parece pues a aquellos viejos
primitivistas). Él admite que, inmerso en el angustioso cotilleo de esa gente
que debió frecuentar para vivir, son nulas las posibilidades de elevarse para poder
pensar y sentir en vistas a conquistar un
bel ouvrage o belles choses. Pero
por la inversa, asistir a la compañía de los malvados, allí donde el vicio se
expone sin máscaras, enseña a conocerlos[15].
«El dios está ausente, me había
persuadido de que tenía genio y al final de mi línea leo que soy un necio, un
necio, un necio[16]».
Es acá que le philosophe se embandera
en Diógenes y aconseja que lo mejor sería meterse uno en su altillo, vivir a
pan y agua y buscarse a sí mismo (boire
de l’eau, manger du pain sec, et se chercher soi-même). De hecho ambos se
encuentran en la pobreza, cada cual por las razones inversas, y ambos creen que
el otro despilfarró sus dones y perpetró un sacrificio descomunal (de acuerdo
al sobrino el filósofo ignora el precio (le
prix) de sus cualidades, si bien cree cobrar por ellas su justo valor, y por
eso viste de una forma rotosa).
El
tema no deja de ser la imbricación entre cinismo y locura, sólo que la locura
no es ya la rabia o la furia del Σωκράτης μαινόμενος. El κυνίζειν
es ahora hacer el loco en tanto que
bufón: cerca de los poderosos no hay
mejor papel que el de loco (il n’y a
point de meilleur rôle auprès des grands que celui de fou), dado que existe
el título de bufón del rey (le fou du roi),
pero no el de sabio del rey (le sage du
roi), y como el sabio no precisa de bufón, quien tiene uno no es sabio y
por lo tanto es bufón, y así incluso el rey puede ser le fou de son fou. Rameau el bufón encaja entre el Menipo de
Laercio y el genérico y vulgar cínico a la romana; pero a diferencia de
aquellos deplorados por Luciano, no proviene de las napas más bajas de la
sociedad, no es un artesano sino un artista malogrado, el sobrino de una
eminencia de la música francesa, un lumpen de la pequeña-burguesía ilustrada,
un músico del montón que tiene que oficiar de bufón de la burguesía (más se
parece a un Luciano sin obra, a uno que fracasando en la retórica hubiese
tenido que retroceder para sobrevivir como módico escultor de provincia). ¿Cómo
entraría en la división de las aguas hecha por Sloterdijk este cínico que no
encarna un Zynismus burgués ni un Kynismus proletario? No puede decirse
que represente al quinismo de abajo ni al cinismo de arriba, sino en todo caso
a la conciencia desgraciada de la Ilustración. Aunque es un nudo de contradicciones, sus razones giran
sobre ciertas certezas; sin embargo, siendo que nadie se parece menos a él que
él mismo, puede cambiar una y otra vez las posiciones y con esa táctica
ingénita logra sacar de eje al rival dialéctico. Es así que resulta ser el
filósofo quien señala que, haga lo que haga un hombre, la naturaleza se lo
tenía asignado como un destino, y es el bufón el que replica que aun así ella
comete extraños errores (elle fait
d’étranges bévues).
En
definitiva lo que se plantea es una tácita disputa acerca de quién es el que está
del lado del verdadero Diógenes. El sobrino no mira en panorámica desde las
alturas (je ne vois pas de cette hauteur
où tout se confond) como cierto cinismo clásico –esos varios que se ven en
Luciano, por ejemplo– sino, también en clara tradición cínica, terre à terre: con los pies sobre la
tierra observa el entorno y adopta posiciones de trinchera mientras ríe de las
de los otros (je vais terre à terre… je
suis excellent pantomime). Ambos parecen estar de acuerdo en que cualquiera que necesita a otro es indigente
y adopta una posición (quiconque a
besoin d’un autre, est indigent et prend une position), en que la pantomima de los pordioseros es el gran
baile de la tierra (la pantomime des
gueux, est le grand branle de la terre). ¿Quién es el único salvo que puede
marchar rectamente sin prendre une
position? El rey finalmente baila la pantomima de su amante o de Dios y de
ahí para abajo todos, desde el ministro y el abate hasta el sujeto más
minúsculo de la escala social. Sin embargo monsieur
le philosophe sostiene que hay uno que está dispensado (un être dispensé de la pantomime) y es
el filósofo, el filósofo que nada tiene y nada pide (c’est le philosophe qui n’a rien et qui ne demande rien). Pero,
retruca el sobrino, si nada tiene sufre y si nada pide nada recibirá y va a
sufrir siempre, a lo que el otro responde que Diógenes se burlaba de las necesidades (Diogène
se moquait des besoins). Claro que para hacer de él la excepción universal,
ante los incesantes cuestionamientos del sobrino, tiene que otorgar demasiadas
concesiones: admitir que andaba completamente desnudo –que no necesitaba, como
denunció Taciano, de un leñador para el bastón o un cortador para el manto–,
que se alimentaba de la naturaleza y no limosneando y finalmente, como
asentaron algunos antiguos, que se acostaba con Lais o Friné sin pagarles un
óbolo o en su defecto se masturbaba cuando las hetairas estaban ocupadas en su
faena. He ahí el no man's land para el bufón, que considera
por supuesto que Diógenes también bailaba el minué[17].
La pérdida de la inocencia queda
compensada por la de los prejuicios, esta es la máxima ilustrada hace eje
en la conversación: ¿pero cuál de los dos la representa? El sobrino, que al
final prorrumpe en llantos, aparece como un alma desconsolada (je ne m’en consolerai jamais) y sin
embargo está lejos de haber perdido la partida. Más bien da la impresión de
haberle cortado todas las retiradas al otro, de haber dejado a monsieur le philosophe y su perro
ilustrado de cara ante un patente cul de sac.
Él acepta impunemente haber bailado, bailar y seguir bailando la vile pantomime; pero logró no dejar
ningún espacio abierto para que Diógenes pudiese haber sido un être dispensé. El don de este
fracasado que pretende triunfar reconociendo su propia desgracia (malheur), como se había dicho al
principio, era revelar a cada quien en su naturaleza individual y hacer que
emerja la verdad. Del cinismo se sale por el cinismo, ese es el mensaje de
Sloterdijk. Pero también el cinismo podría ser el atolladero insalvable de la
condición humana, o como se le llame, la lengua franca que hablamos todos, el
mal francés de tout
le monde, de la miseria universal. El sobrino de Rameau deja más bien esta impresión.
***
Mientras el sobrino
descubre la verdad del mundo de primera mano, entreverándose con los miserables
poderosos, el filósofo llega con retardo y precisa de él para caer en la cuenta
y demoler los últimos prejuicios. Había nomás una linterna en la diestra del
bufón y con ella hizo foco en la Ilustración para descubrir su opacidad. De
manera que los ideales de la Ilustración, cuando efectivamente se trizan los
últimos escombros del prejuicio, dejan de ser ingenuidad para tornarse cinismo
vulgar, Zynismus. Al retirarse el
sobrino, semblanteado de entrada como alguien siempre distinto de sí, como una
contradicción en carne viva, se va diciendo ¿No
es cierto que siempre soy el mismo? El otro contesta que por desgracia sí;
pero el que no parece haber quedado indemne después de la charla es él, Moi le
philosophe. El cinismo es el fracaso de la filosofía (léase
de la Ilustración) o quizá el irrevocable desenlace. Como el Sócrates de
Nietzsche, monsieur le philosophe
engaña engañándose, es un ingenuo, un inocente. Su alternativa es Rameau le fou, el desengañado corrompido. Otra
salida no hay. La denuncia implícita de la
novela de Diderot parece ser que desbaratar los prejuicios no produjo
ilustrados sino falsos cínicos, no resultó en eclécticos sino en travestis de
la filosofía y parásitos sociales.[18]
En 1751, unos
diez años antes de que escribiera El
sobrino de Rameau, se publica L’Encyclopédie
en la que Diderot se hace cargo de escribir la entrada Cynique. En los puntos sobre las íes que allí le pone a Antístenes
puede verse bastante de la impronta del sobrino. Le atribuye algo de
ostentación en el ejercicio del desprecio, exceso de severidad, y un tipo de
virtud pesarosa, molesta, malhumorada o entristecedora (la vertu d’Antisthene étoit chagrine), propia de quien pretende
formar un carácter artificial y unos modales ficticios, una falsa moral (un caractere artificiel & des mœurs
factices). Era en efecto un catonizador que entendía que la virtud es
suficiente para engalanar el alma, tanto como para descuidar los falsos adornos
de la ciencia, las artes y la elocuencia, oropeles que este Diderot no está
dispuesto a desechar. Su reproche parece escrito por el sobrino: «Bien podría yo ser Catón, pero creo que el
convertirme en uno nos costaría demasiado a mí y a los demás. Los frecuentes
sacrificios que me vería obligado a hacerle al sublime personaje que habría
tomado de modelo me llenarían de una bilis acre y cáustica que se derramaría
afuera a cada momento. Esta puede ser la razón por la cual algunos sabios y
ciertos devotos son tan propensos al malhumor. Experimentan constantemente la
constricción de un papel que se han impuesto y para el cual la naturaleza no
los hizo, y culpan a otros por el tormento que se infligen a sí mismos.» Ya
con el cinismo en masa, pasados los tiempos gloriosos de Antístenes, Diógenes y
Crates, lo que era descuido se convierte en un desconocimiento anexado a la
indecencia, porque si era muy difícil ser tan virtuoso como un cínico, escribe
Diderot, nada era más fácil que ser tan ignorante y tan grosero. «La ignorancia de las Bellas Artes y el
desprecio por la decencia fueron el origen del descrédito en el que cayó la
secta en los siglos siguientes. Todo lo que había en las ciudades de Grecia e
Italia de bufones, insolentes, mendigos, parásitos, glotones y holgazanes (y
había mucha de esta gente bajo los emperadores) tomó descaradamente el nombre
de cínicos. Los magistrados, los
sacerdotes, los sofistas, los poetas, los oradores, todos los que antes habían
sido víctimas de esta especie de filosofía, creyeron llegado el momento de
vengarse; todos sintieron el momento; todos alzaron sus gritos a la vez; no se
hizo distinción en las invectivas, y el nombre de cínico fue aborrecido
universalmente.» A paso seguido Diderot se propone analizar si la condena
fue justa o no.
Con Diógenes tiene otra consideración. Los
cínicos, dice, desconocían esa especie de abstracción, propia de la caridad
cristiana, que consiste en discriminar el vicio de la persona, y si bien el
endurecimiento filosófico de Diógenes no era menos extraordinario que la
mortificación de los primeros cenobitas, siendo agradable y elocuente,
ingenioso y vivaz, poseía un entusiasmo natural (enjoüement naturel) que contrapesaba la austeridad de su vida. «No hubo otra persona
que haya dicho tan buenas palabras, hacía llover la sal y la ironía sobre los
viciosos… Nadie tenía
más orgullo en el alma, ni coraje en el espíritu, que este filósofo. Se
elevó por encima de todos los acontecimientos, puso todos los terrores bajo sus
pies y jugó indiscriminadamente con todas las locuras.[19]» Aunque con un
carácter inclinado al juego, había más de temperamento que de filosofía en esta
tranquila y jovial insensibilidad que tenía y que forzó la naturaleza humana
hasta el máximo posible[20]. Acuerda con Montaigne en
que era una especie de Timón el
Misántropo, pero por indiferencia y no por aversión, bien que con metas
edificantes. Sin embargo pagó el precio de
sus perpetuas ironías con la calumnia generalizada, se lo acusó de obscenidad
por la licencia de sus principios, cuando en realidad llevaba una vida frugal y
laboriosa y podía pasar de las mujeres sin utilizar ningún recurso vergonzoso (Diogene mena une vie si frugale & si laborieuse, qu’il put aisément
se passer de femmes, sans user d’aucune ressource honteuse), ya que las escandalosas historias con Lais, dice, fueron
desmentidas por mil circunstancias. Como se ve, acá Diderot ya parece hablar
por boca de monsieur le philosophe,
con la salvedad de que ahora amaga exonerar al prócer de la mácula del vicio
solitario. Propone,
de acuerdo al honor de la filosofía y la humanidad, restituir tanto la verdad
cuanto su memoria, empañadas por la superstición, recuperar el reconocimiento y
la veneración, aunque semejante limpieza de
prontuario no le impide definirlo bajo la paradójica fórmula de un indécent mais très-vertueux philosophe.
Considera también parte de la
calumnia histórica la leyenda del coito callejero entre Hiparquia y Crates, y
aunque sostiene que con Menedemo el cinismo degeneró en frenesí, es algo
benévolo con le cynique usurier
Menipo, más recomendable por su literatura que por sus costumbres y filosofía,
y al que en cierta forma parece perdonar al argumentar que fue asaltado por los
mercaderes en los que confiaba. Valora a
Demetrio, pero señala que conservaba toute
l’aigreur cynique, lo cual es menos traducible por la acidez
o la acritud de los cínicos que por la amargura de
Antístenes, ya que de los cínicos distinguidos de la era romana su pope
es Demónax, quien practicaba la virtud sin ostentación y reprimía el vicio sans aigreur, por lo cual fue escuchado,
respetado y querido durante toda su vida y puede servir de modele à tous les philosophes. Como contramodelos ofrece
a Crescente y Peregrino –cínico, cristiano, apóstata y loco. «Concluyamos
de este resumen histórico que ninguna secta de filósofos tuvo, si se me permite
expresarme así, una fisonomía más decidida que el cinismo. La gente se
volvió académica, ecléctica, cirenaica, pirroniana, escéptica; pero había
que nacer cínico. Los
falsos cínicos eran
una turbamulta de bandidos travestidos de filósofos; y los cínicos antiguos, gente muy
honesta que sólo merecía un reproche en el que no se incurre comúnmente: el de
haber sido entusiastas de la
virtud. Poned un palo en la mano de ciertos cenobitas del Monte Athos,
que ya tienen la ignorancia, la indecencia, la pobreza, la barba, el burdo
vestido, la alforja y la sandalia de Antistenes; suponed en ellos una
elevación del alma, una violenta pasión por la virtud y un vigoroso odio por el
vicio, y tendreís una secta de cínicos.»
Acá Diderot distingue entre
los cínicos de l’école ancienne y los de l’école moderne que emergieron pocos
años antes de la era cristiana, volcados al libertinaje y al desprecio. Como se ve, mantiene la perspectiva de que el cinismo fue
intrusado en tiempos tardíos por una banda de indeseables entristas y distingue
por lo tanto entre un cinismo falso y otro original y verdadero. Aunque se
temerá que el parteaguas demasiado optimista no puede resistir en pie después
del desplante de El sobrino de Rameau.
Condillac en 1775 notificó que
los cínicos transitaron del desprecio de los vicios al desprecio de la moral y
el decoro, y que se volvieron viciosos impúdicos al encontrar que la sabiduría residía
en no avergonzarse de nada. Las virtudes llevadas al exceso, arguye, producen
degeneración (tout dégénère, & surtout
les vertus portées à l’excès)[21].
A diferencia de Diderot, ve este desenlace no como una intrusión, sino más bien
como un mal intrínseco.
Otro enciclopedista detractor del cinismo,
en tono incluso alarmante, pero a la vez explotador de Diógenes, fue el
acaudalado barón de Holbach, colega y mecenas de Diderot. Holbach se apoya en
varias máximas de Diógenes para vindicar la independencia del intelectual ante
los grandes de Francia, y sin embargo su visión del cinismo es desalentadora: «el cinismo, la misantropía, el temperamento,
la singularidad, de ninguna manera sirven para desengañar a los hombres» (le cynisme, la misanthropie, l'humeur, la
singularité, ne sont aucunement propres à détromper les hommes)[22]. No
tiene la misma valoración que Diderot mostró acerca de estos entusiastas de la
virtud y reproduce la crítica de Cicerón y Séneca. Ve en la virtud cínica un
sacrificio penoso que contradice a la naturaleza, un prejuicio absurdo que
juzga con apatía e indiferencia los bienes agenciados por la naturaleza, un
desprecio afectado que destruye los lazos sociales, un desprecio del dolor y una
renuncia a los placeres más honestos (plaisirs
les plus honnêtes) equivalente al de los capuchinos o monjes de la Trapa,
un tour de force al que define como
un entusiasmo sostenido por la vanidad
que le hace creer al hombre que puede elevarse por encima de su propia
naturaleza (l’enthousiasme soutenu
par la vanité qui puisse faire croire à l’homme qu’il doive s’élever au-dessus
de sa propre nature)[23]. Esta
conducta descarada y repulsiva, que pretendía hacer valer por un mérito el
desafío de toda decencia moral (décence
dans les mœurs), que se deleitaba en contrariar con amargura las usanzas
más inocentes (cette philosophie qui ne
se plait qu’à contrarier avec chagrin les usages les plus innocents), es
condenada por la raison y acusada de singularité, una de las
palabras-talismán con que la Ilustración atacó al costado infame del cinismo.
Escribe en 1770: «no prostituyamos el
nombre de la sabiduría en pro del humor amargo y el orgullo (à l’humeur chagrine, à l’orgueil); muchas veces bajo el manto del cínico y
del estoico, bajo la apariencia del desinterés, el desprecio por la grandeza,
las alabanzas, los placeres, sólo encontraremos almas biliosas, carcomidas por
la envidia, devoradas por la ambición, inflamadas por el vano deseo de una
gloria usurpada toda vez que no la debamos a los beneficios reales que procuramos
a la sociedad»[24]. «No creáis en las máximas escandalosas de una
filosofía salvaje que prohibiría al hombre de letras pensar en su fortuna. No
escuchemos las declamaciones de los cínicos que imponen a los sabios el deber
de renunciar a las riquezas con el pretexto de que son bienes engañosos y
perecederos. Las comodidades conquistadas por la ciencia y los talentos no
pueden ser culpadas. El hombre sensato (l’homme
sensé) debe evitar la pobreza que,
poniéndolo en una dependencia demasiado grande, lo expondría a menudo a ser
deshonrado por la bajeza.»[25]
Hume había escrito muy al paso en el Treatise, hacia 1738, que los cínicos
comportaban un extraordinario ejemplo de filósofos que a partir de
razonamientos puramente filosóficos caían en enormes extravagancias
conductuales (great extravagancies of
conduct), al estilo de las de los monjes o derviches, con la salvedad de
que los errors filosóficos no son dangerous como los religiosos sino
apenas ridiculous. La correcta
filosofía al contrario sólo tiene para ofrecer, dice, sentimientos mansos y
moderados (mild and moderate sentiment).
La falsa y extravagante –el cinismo por lo visto entre ellas– arroja opiniones
que apenas son objeto de una especulación fría y general (cold and general speculation) y rara vez llegan tan lejos como para
interrumpir el curso de nuestras propensiones naturales (our natural propensities). Con la pertinente flema inglesa Hume los
minimiza como extravagantes ridículos, que no como locos peligrosos, aunque sí
como antagonistas de la naturaleza humana.
Pierre Bayle, precursor de los
enciclopedistas, en la entrada sobre Diógenes de su Dictionnaire historique et critique, que empezó a publicar a fines
del siglo XVII, escribió: «Diógenes el Cínico fue uno de esos hombres
extraordinarios que van más allá de todo, incluso de la Razón, y que verifican
la máxima de que no hay gran Espíritu en cuyo carácter no entre un poco de
locura… No lo juzgaron mal cuando lo
llamaron Sócrates loco»[26]. La imputación de vanidad y orgullo no
falta, aunque atenuada. Bayle escribe que por llevar bastón y alforja y vivir
en un barril no era más humilde que los otros: «miraba la tierra entera de arriba abajo y ejerció sobre el género
humano una magistral censura, y se creyó sin dudas muy superior al resto de los
filósofos» (il regardoit toute la terre de haut en bas, & il exerçoit sur le
genre humain une censure magistrale, & se croioit sans doute fort supérieur
au reste des Philosophes). Pero reconoce que en algunas cosas sus preceptos
morales, tal como lo entendieron los Padres de la Iglesia, eran muy buenos, y
que se puede encontrar grandeza en sus maneras cuando se las considera desde
cierto punto de vista. Valora la sal picante de sus bons mots y sus réplicas y la presencia de ánimo de un filósofo que
despreciaba las comodidades de la vida como no se vio ningún otro jamás.
El cinismo,
escribe Diderot en la susodicha entrada de la Enciclopedia, más temperamento y entusiasmo por la virtud que
filosofía, es una espece de philosophie que se diferencia de las filosofías propiamente dichas en
que requiere de una condición innata (il
falloit naître cynique), ya que las otras exigen una conversión (on se faisoit).
Por lo demás, el
procedimiento del cinismo de Diógenes en el campo de la filosofía es presentado
a imagen y semejanza del eclecticismo de los ilustrados: «Diógenes no formó ningún sistema
moral, siguió el método de los filósofos de su tiempo. Toda su
doctrina consistía en recalcar un número reducido de principios fundamentales
que siempre tenían presentes en el espíritu, que dictaban sus respuestas y que
dirigían su conducta.[27]» Esta idea es curiosa porque va algo más allá de
la original dicotomía entre escuela y modo de vida y deja de lado que Diógenes,
si bien fue adelantado por las sectas socráticas, precedió en general a las
escuelas helenísticas más importantes.
Las
semejanzas entre el cinismo y el eclecticismo se pueden hacer ostensibles en la
definición que da en la entrada Eclectisme:
«El ecléctico es un filósofo que pisotea
el prejuicio, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad,
en una palabra, todo lo que subyuga a la multitud de las mentes, se atreve a
pensar por sí mismo, a remontarse a los principios generales más claros, a
examinarlos, discutirlos, no admitir nada sino sobre el testimonio de su
experiencia y de su razón; y de todas las filosofías, que ha analizado sin
consideración y sin parcialidad, para hacerse una filosofía particular y
doméstica que le pertenece: digo una filosofía particular y doméstica, porque
la ambición del ecléctico es menos la de ser el preceptor de la raza humana que
su discípulo; reformar a otros, que reformarse a sí mismo; enseñar la verdad
que conocerla. No es un hombre quien planta o siembra; es un hombre quien
recoge y criba. Gozaría tranquilamente de la cosecha que hubiera hecho, viviría
feliz y moriría desconocido, si el entusiasmo, la vanidad, o tal vez un
sentimiento más noble, no lo sacara de su carácter. El sectario es un hombre
que ha abrazado la doctrina de un filósofo; el ecléctico, por el contrario, es
un hombre que no reconoce a un maestro: así cuando decimos de los eclécticos
que fue una secta de filósofos, ensamblamos dos ideas contradictorias, a menos
que queramos entender también por el término secta, la colección de un cierto
número de hombres que no tienen más que un principio común, el de no someter
sus luces a nadie, el de ver con sus propios ojos y el de dudar de una cosa
verdadera antes que exponerse, por falta de examen, a admitir una cosa falsa».
Escribió D’Alembert en 1753: «Nunca comprendí por qué admiramos la
respuesta de Aristipo a Diógenes: si supieras vivir con los hombres, no
vivirías de legumbres. Diógenes no le reprochó vivir con los hombres sino
cortejar a un tirano. Este Diógenes que desafió con su indigencia al conquistador
del Asia, y al que sólo le faltó la decencia para ser el modelo de los sabios,
fue el filósofo más vilipendiado de la antigüedad, porque su intrépida
veracidad lo convirtió incluso en el azote de los filósofos; él es en efecto
uno de los que mostró un mayor conocimiento de los hombres y del verdadero
valor de las cosas. Cada siglo y el nuestro sobretodo necesitaría de un
Diógenes; pero la dificultad es encontrar hombres que tengan el coraje de serlo
y hombres que tengan el coraje de sufrirlo.» [28]
El
héroe de D’Alembert es el de la escena con Alejandro y el que se bate con
Aristipo acusándolo de hacerle la corte al tirano (faire sa cour à un tyran) y no de vivir entre los hombres. Diógenes
es el ejemplo clásico de la independencia frente a los poderes. Fue a la vez el
flagelo de los filósofos y el más denigrado entre ellos en toda la Antigüedad;
pero para alcanzar el verdadero modelo del sabio le faltó decencia (il n’a manqué que la décence pour être le
modèle des sages). Toda época necesita un Diógenes, pero la dificultad es
mayor y atañe a ambas partes: el potencial Diógenes ha menester de un courage extremo para serlo y el resto de
un parejo courage para sufrirlo. La indigence de Diógenes, en este caso y a
distancia de Holbach, es un valor positivo tanto como sa véracité intrépide. La ética de la pobreza, la valentía y la
franqueza van asociadas al verdadero conocimiento de la realidad; con él es
posible conocer en profundidad a los hombres y encontrar el verdadero valor de
las cosas (il est en effet un de ceux qui
ont montré le plus de connaissance des hommes, et de la vraie valeur des choses).
Diógenes es la antítesis del cínico tal como lo definió más tarde Oscar Wilde,
aquel que conoce el precio de todo y el valor de nada. Bastaría pues con extirparle
la indécence y todo solucionado. Pero
es evidente que acá se saltean unos cuantos ítems. Por empezar da por
descontado que Diógenes no era un misántropo. D’Alembert no lo presenta como un antisocial y menos
como la antítesis del afable y contemporizador Aristipo que como un testimonial
enemigo de la tiranía, y sólo por ende enfrentado al común de los filósofos y
de la sociedad. Parece que detrás de su indecencia no hay otra cosa que el
decreto terminante de enfrentar a una cultura y una época sobre los sacrosantos
y firmes valores políticos de una emancipación a una escala iluminista. Es el
héroe que necesita el siglo, pero un titán más bien inasequible, habida cuenta
de que ser un Diógenes requiere un extremo de coraje y de capacidad para
soportar el sufrimiento. Da la sensanción de que Kant nunca hubiera llegado tan
lejos como para plantar a Diógenes en semejante pedestal; sin embargo la
minoría de edad auto-inducida que perfiló en Was ist Aufklärung?, la tara atávica contra la
que pugnaba la Ilustración, no se basaba en una falta de inteligencia sino
precisamente de coraje (Entschließung und
Mutes), es decir en una carencia de ese temple que era uno de los
distintivos rutilantes del cinismo: «¡Sapere
aude! ¡Ten el coraje (Habe Mut) de usar tu propio raciocinio! es el lema de la Ilustración». El
propio D’Alembert, hay que decirlo, se bajó a mitad del viaje del espinoso
proyecto de la Enciclopedia.
En la París del siglo XVIII
no estaban las cosas dadas para que un perruno a la antigua en todas las de la
ley tuviera posibilidad alguna de desempeñarse en el oficio propio. No obstante
parece que hubo alguno que tuvo efectivamente el courage de serlo, si no con indecencia al menos con plena
insolencia. En Tableau de Paris
Louis-Sébastien Mercier relata el caso de un nouveau Diogène que circuló por la ciudad en 1742, un mendigo audaz
con genio y agudeza en las ideas y expresión, que lanzaba invectivas
chispeantes contra señoritos, sacerdotes, rameras y vulgo, primero en la calle
y más tarde y fatalmente internándose en la morada de un fermier-général –un recaudador de impuestos– para aleccionarlo con
desparpajo y con la pretensión de recuperar parte de lo que decía se le había
quitado. Como inmediato colofón fue el arrestado y preso, ya que, dice Mercier,
lo que en Atenas era adminable en París era señalado como folie. «Entre nosotros
sufrimos al más vil, al más bajo, al más cobarde sinvergüenza; pero todo se
estremece y se subleva ante el menor acercamiento a lo que llamamos un cínico,
o a cualquiera que se le parezca: esta clase de personaje ni siquiera existe en
París, porque es el más diametralmente opuesto a la forma de nuestro gobierno y
a nuestro espíritu de sociedad. Tenemos discursos morales y políticos por todas
partes, sermones por miles: tal vez, para corregirnos, necesitemos chistes
sanguinolentos, sátiras vivaces, chascos a quemarropa. Pero ¿quién se encargará
de reprender todo lo vicioso, despreciar todo lo vil, proclamar la verdad y
aterrorizar a sus enemigos? Quien tenga el coraje de desafiar la enemistad de
los malvados, será llamado fanático, fiera salvaje, perro rabioso; mientras que
los lisonjeros, los aduladores y los mentirosos serán los hombres educados, los
hombres de bien.» Mercier, que pretende trazar un distingo entre sagesse et cynisme y entre l'écrit instructif et la satyre impudente,
confiesa aborrecer a los cínicos más que a los pedantes, pero a la vez dice que
le gustaría ver en París a un Diógenes en su barril apostrofando los vicios de
los conciudadanos, claro que eximido de l’indécence.
Un caso similar, probablemente el mismo, relata en 1738 Jean-Baptiste de Boyer, marqués de Argens, en su novela epistolar Lettres juives, pero con menos
contemplación. Su desgracia, dice, fue no haber nacido dos mil años atrás en
Atenas, donde se le habrían erigido estatuas, toda vez que las impertinencias
que lo condujeron al calabozo, aun cuando le
cynique moderne –como le llama– no cometió ni la cuarta parte de las folies perpetradas por Diógenes, lo
habrían propulsado otrora a la inmortalidad. «¿Cómo podrían personas tan sabias como los griegos
consagrar, bajo el nombre de sabiduría, las infamias de este cínico? Le permito
buscar en las calles a un hombre a plena luz del día con una linterna; pero no
puedo permitir que avergüence a la humanidad con sus viciosos excesos y se
gloríe en ellos. La mayoría de los filósofos han sido personas llenas de
vanidad, y cuyas acciones más brillantes sólo fueron ocasionadas por el deseo
que tenían de adquirir fama de hombres extraordinarios. Cuando pienso en
Diógenes pasando su vida en un barril, lo considero un perpetuo mártir de su
vanidad. Su supuesta mortificación y su austeridad fueron consecuencias de su
orgullo.» Diógenes y ese tipo de
filósofos, se lee, en el París presente no habrían acariciado otro destino que
morir de inanición o encerrados en un hospital de insanos.
Como apunta Louisa Shea, D’Alembert llamó
a los Diógenes de su tiempo a dirigir la República de las Letras, pero para
embanderarse en Diógenes la Ilustración tuvo que reinventar la figura del
cínico, convertirlo en un buen ciudadano empolvado; para escudarse en este
relevo del santoral teológico no les quedaba otra que someterlo a un escamoteo
garrafal y domesticarlo: hacer entrar a Diógenes en el salón
parisino, convertirlo en un hombre de letras, hacer del refractario de la ἐγκύκλιος παιδεία
un
ecléctico enciclopedista. El hombre que rechazó a los músicos, sofistas,
gramáticos y cosmólogos de pronto se presentaba fundamentando los cimientos la Enciclopedia, el espíritu científico y
el salón literario; volvía a ser cooptado como lo fue desde los tiempos de
Zenón de Citio en adelante; las letras, la filosofía, el conocimiento lo
demandan ahora para desplazarse frente al poder del trono y del altar, pero lo
demandan expurgado, negociador y pletórico de buenos modales. Se trata ya de Le Diogène de D’Alembert ou Diogène décent,
como reza el título de la obra que escribe en 1755 Pierre Le Guay de
Prémontval: «El nuevo Diógenes –el
mismo Prémontval por lo visto– no
choca con los poderes y no dice con orgullo al conquistador de Asia
retírate de mi sol. Pide noblemente, más
digno que Alejandro, el sacro refugio de su sombra y que lo castigue si abusa
de él. No habría pisoteado los fastos de Platón, ni insultado a
Aristipo, ni ridiculizado a Zenón en lugar de refutarlo. Lejos de envidiar su
reputación o su favor, sólo habría recordado los deberes del Filósofo. En fin, es religioso y se gloría de ello y
espera que las amables ideas que ofrece de la Divinidad sean la mejor
encomienda de su obra».[29]
Por entonces fueron varios los hommes de lettres que hicieron de
Diógenes un protagonista literario y del cinismo temática. Dennis de Cœtlogon, médico
francés radicado en Inglaterra y creador de una enciclopedia propia, en Diogenes’s rambles de 1743 y Diogenes at court or the modern cynic de
1748, presenta un personaje que recorre las cortes y pueblos del mundo buscando
sin éxito el hombre que buscaba Diógenes con la linterna (apenas lo encuentra
en un campesino, cuando no en una mujer: la reina de Hungría). El personaje de
Louis-Charles Fougeret de Monbron en Le
cosmopolite ou citoyen du monde, de 1750, viaja a Gran Bretaña no sólo
pensando en encontrar al homme de Diogène
sino a millones de ellos. Si en un principio los actos de los habitantes de la
isla le parecieron todos dirigidos por le
bon sens & la droite raison, la desilusión no tardó en llegarle: cuando
cayeron los velos del prejuicio descubrió que eran tan locos y extravagantes
como los franceses, salvo que en vez de felices y alegres eran tristes y
serios, aunque preferían creerse singuliers,
fantasques y bizarres con tal de
no parecerse a otros pueblos. «El
Universo es una especie de Libro, del cual solamente hemos leído la primera
página cuando sólo hemos visto nuestro País. Hojeé bastantes, que encontré casi
igualmente malos. Esta revisión no tuvo éxito. Odiaba a mi Patria. Todas las
impertinencias de los diversos Pueblos entre los que he vivido me han
reconciliado con ella. Si no hubiera sacado de mis viajes otro beneficio que
este, no me arrepentiría ni del gasto ni del cansancio.» El cosmopolita moderno se
declara finalemente indiferente a la estima humana, que se gana y se pierde con
tanta facilidad que no vale la pena perseguirla, y asegura que desprecia
demasiado a los hombres como para aspirar a su aprobación y aplauso.
Estos tres, Prémontval, Cœtlogon y Fougeret de
Monbron, parece que se postularon como derechohabientes con decencia adjunta
del sabio de la linterna. El enciclopedista Jean-Louis Castilhon en la novela
epistolar Le Diogène moderne ou le
désapprobateur, de 1770, muestra en cambio un Diógenes moderno en carácter
de misántropo desgraciado con algunos rasgos a lo Rousseau (un insociable que
repudia el nuevo arte y se inclina por la vida agreste). Sir Wolban, que así se
llama, es un cínico patológico, aquejado de melancolía, padece d’ennui, de consomption & de
misanthropie. Cree que la totalidad del conocimiento humano no es más que
locura, sueño y quimeras, odia y quiere quemar los innumerables libros que
leyó, escritos por locos, ignorantes y charlatanes astutos, y estima que todos
los hombres son necios o malvados salvo contadas excepciones de aburridos
racionales. Es apuntado como un sátiro amargo que ve corrupción en todas partes
y pretende corregirlo todo a fuerza de acritud. Sus corresponsales le aconsejan
que proceda más bien reformándose a sí mismo y suelte dicho hábito vicioso, ya
que semejante odio implacable contra el género humano no es filosofía sino vanité, orgueil e incluso stupidité, porque no es ni fort honnête ni bien agréable querer
parecer cínico. Es acusado de aspirar a la
más loca de las ambiciones, a la fulminante gloria y triste celebridad de Diógenes
(De toutes les espèces d’ambition, la
plus folle est à mon avis, celle d’aspirer à la flétrissante gloire, à la
triste célébrité du cynique Diogène). Se argumenta que se sacrificó a un désir très-insensé, querer parecer un cínico (vouloir
paroître cynique); querer parecer, se dice, todo lo que no era, una
afectación que lo llevó a volverse sombío y taciturno, a hablar sólo para
regañar o contradecir y desaprobar todo, incluso sus propias ideas. Era un être ridicule que tenía la manie de buscar filósofos por todas
partes y la desgracia de no encontrar ninguno, un passionné pour la philosophie que no creía en la modestia,
integridad o desinterés de los filósofos. La folie del sátiro amargo es tazada como un goût mal entendu de la philosophie, como una manie de paroître philosophe. Admite al final haber servido al imperio de los
prejuicios que pretendía destruir y es convencido de que los hombres son
incorregibles, de que no hay nada más estúpido que aspirar a la gloria de
reformarlos, y aun así acaba suicidado. Ciertamente Diógenes ya había
respondido a este tipo de imputaciones que lo vinculaban con una filosofía
aparente, que en este caso se viste de malentendido, despropósito y
deshonestidad, ya que al cínico moderno además se lo acusa de adoptar una fachada
contraria a su carácter verdadero, es decir que de este ejemplar no podría
afirmarse que fuera un cínico innato como los de Diderot. La crítica de todos
modos va dirigida antes que nada al cinismo atrabiliario. Este Diogène moderne se parece más a los
cínicos típicos de Luciano que al Diógenes magnánimo y dichoso que la
Antigüedad supo transmitir o al ingenioso entusiasta de la virtud diderotiano.
Queda más bien alineado en las filas de lo que Diderot llamó efectivamente l’école moderne.
Por el contrario Christoph Martin Wieland,
en Σωκράτης μαινόμενος oder die Dialogen
des Diogenes von Sinope, también de 1770, le da rienda a un Diógenes
irreconocible de tan idealizado. El narrador encuentra en una abadía una
traducción latina de una versión árabe correspondiente a un diálogo original de
Diógenes que –se lee– desmiente las absurdas historias de Laercio y Ateneo en
las que figuraba como un extravagante, obsceno, rústico y misántropo que
avergüenza al género humano. El que trae Wieland, por medio de este recurso a
la ficción, dice expresamente ratificar al Diógenes epictéteo de Arriano y al
inspirador de Demónax. Su figura fue tergiversada, es la tesis, como lo habría
sido la de Sócrates de haber pervivido hasta el presente apenas el retrato
urdido por Aristófanes en Las nubes
(una prueba de la eficacia de este tipo de calumnias generalizadas, dice, se
halla en el vigente caso de Rousseau). He aquí un Diógenes recatado y
decididamente soso; aparte de preocupado por el bien social y amigo de la
belleza e indulgente ante los placeres mundanos, es a ojos vista pudibundo,
falible, compasivo y tierno, condescendiente ante sus propias flaquezas, casi
bonachón y algo melodramático. Un Diógenes enamorado incluso, que vive una
aventura idílica y sentimental. Es independiente, profesa el ocio sin mendigar
(le basta con un día de trabajo semanal para mantenerse), es decente y
filántropo como sólo puede serlo un cosmopolita que no tiene otro Interesse que el bien del género humano
en su totalidad (das Beste des
menschlichen Geschlechts im Ganzen), ya que solamente el Weltbürger, el cosmopolita, cuenta con
la capacidad de sentir un afecto puro e imparcial por todos. Wieland muestra
cómo es tergiversado por los vecinos de Corinto, que interpretan mal los
hábitos de este bicho raro, manso y bienhechor, ajeno a la mentira y servidor
de la comunidad, poco y nada sarcástico o ácido, cero despreciativo, sin
prepotencia ni altivez, que apenas pretende que lo dejen vivir tranquilo. Trata
a Alejandro –un Alejandro civilizador y de buenas intenciones– con cortesía y
benevolencia, y aunque rechaza la oferta que le hace de llevárselo con él a la
incursión por el Asia (ya que necesita un tipo
honesto –ehrlichen Kerl– que le
cante la verdad), llega a admitir que si estuviera en su lugar actuaría como
él, que si no fuera Diógenes, digamos, podría ser Alejandro («Me gustaría que tuviera todo el mundo a su
disposición y pensara como Diógenes», dice. «El mundo necesita un solo Diógenes», le contesta Alejandro; a lo
que él responde que con dos Alejandros se haría pedazos). Diógenes emprende una
Apologie der Freude, dice que la
sabiduría (Weisheit) y la virtud (Tugend) son el camino a la alegría (Freude), cosa que congenia con lo que
llama el deber del Estado, la felicidad del pueblo (Volk glücklich). Es un hombre feliz (ein glücklicher Mann) que repudia esa virtud grave y henchida que lleva
al pueblo a la estupidez y la barbarie, porque la virtud es la madre de los
mayores gozos y la amiga de la alegría inocente (schuldlosen Freude). Como pronosticando los desenlaces de la
Revolución de 1789, llega a sostener que exiliar a las Musas y a las Gracias es
lo que desencadenaría una República a lo Esparta o a lo Platón, e incluso una
como la que él mismo propone. La bella idea de Alejandro, una monarquía
universal (allgemeinen Reiche), no
parece muy reñida, al menos en un primer vistazo, con die Republik des Diogenes. El manuscrito incluye la famosa
República, cuya primera frase dice que «habría
que ser un Alejando para tener la tremenda ocurrencia de hacer de todos los
pueblos de la tierra un único Estado». «Mi
imaginación no llega tan lejos –agrega–,
pero voy a imaginar que soy un sabio mago que con su varita hace aparecer una
isla deshabitada»… Esta Republik
que a continuación bosqueja es en principio una monarquía en la que Diógenes es
el filósofo-rey que la diseña operando como un eugenetista, aunque aspira a
dejarla en breve funcionar por sí sola según la naturaleza, para que se
convierta en una comunidad primitiva y sin autoridades, si bien estricta en
castigar las faltas. En ella el más fuerte será el protector natural del más
débil (der Stärkere ist der natürliche
Beschützer des Schwächern) y regirán la prudencia (Behutsamkeit), el interés común (gemeinschaftlichen Interesse), la sociabilidad y la general buena
voluntad (Geselligkeit und allgemeines
Wohlwollen), la sencillez y frugalidad de la naturaleza (der Einfalt und Genügsamkeit der Natur),
todo bajo un estilo de vida rural y poco sofisticado (ungekünstelten ländlichen Lebensart). Se prescindirá de las leyes (Gesetze), porque un pueblo gobernado por
las buenas costumbres (Sitten) no las
precisa, y reinará la ignorancia (Unwissenheit)
como fundamento de la felicidad del pueblo (Grundlage
seiner Glückseligkeit). Fuera de esto está muy lejos de ser la utopía que
describió Laercio y menos aun la que hoy se conoce por Filodemo: Diógenes, con
argumentos que parecen aristotélicos, descarta la comunidad de mujeres
formulada por Platón; pero en ella tampoco existirán el sexo libre, el nudismo,
el unisex, ni el insesto, la cópula forzada o el canibalismo, sino una cabal
monogamia bajo sanción del adulterio con el ridículo público. Como en la
comunidad de Zenón, las cosas se acomodarán casi por sí solas por imperio
natural del amor. Una vez expuestos los pormenores de la sociedad ideal,
Diógenes con otro toque de magia hace desaparecer su isla por los siglos de los
siglos, dejando en claro que por más que busquen todos los marineros del mundo
no la encontrarán jamás. Por lo visto Wieland quería mostrar que la República
de Diógenes no tenía las mismas pretensiones de aplicación concreta que la de Platón,
e incluso que no era más que un juego imaginario al que el propio inventor, a
diferencia de un Rousseau, miraba no sin desconfianza. Su auténtica misión,
parece decir, no era reformar la sociedad en bloque sino oficiar como ejemplo
de virtud y como un ἀγαθὸς δαίμων a la vez comunitario y privado en la línea de
Crates. Vive bajo la economía de supervivencia de un cínico, aunque encarna un
concepto más bien estoico en torno a la moral política, si bien desde un
individualismo hedónico que parece epicúreo. En definitiva este Diógenes
declama el cosmopolitismo moral, no político, que promovía Wieland, que por lo
demás poco y nada tenía de contestatario y disolvente de cara al orden civil y
político concreto y particular. Este Diógenes ideal, reciclado para la
Ilustración, benefactor colectivo como el de Epicteto, aunque con el temple del
Demonacte lucianesco, se acomoda bien con el que ofrece Castilhon, que parece
su puntual reverso.
***
La postura pública de Diderot ante el cinismo
estaba dentro de los términos que propuso al respecto la Ilustración, con una clandestina
salvedad llamada El sobrino de Rameau.
Ahí deja hablar al cinismo con sus propios modales para que interpele a les philosophes,
boquee lo que el burgués no puede expresar y asuma de una vez lo que apuntó
D’Alembert acerca del sinopense, que era el flagelo de los filósofos (le fléau des philosophes). Pero esta
sátira, una bomba lanzada en medio de la literatura francesa, según afirmó
Goethe, permaneció inédita en vida. Por lo que se sabe jamás la mencionó ni se la
enseñó a nadie, se publicó veinte años después de su muerte en una traducción
al alemán que hizo Goethe de una copia clandestina de un manuscrito, y llegó a
Francia en una versión mutilada y traducida del alemán década y media después.
Goethe, de paso sea dicho, había definido al sobrino como alma autoalienada y Hegel usó la novela de plataforma para amasar
el concepto de conciencia desgraciada.
Furbank, biógrafo de Diderot, escribe sin ir más lejos que la Fenomenología del espíritu se puede leer
como un comentario a El sobrino de Rameau.
Lo
cierto es que en unos cuantos textos Diderot dejó constancia de la
imposibilidad de serle fiel a Diógenes. Escribe en Mémoires sur différents sujets de mathématique: «No opondré a vuestros reproches el ejemplo
de Rabelais, Montaigne, La Motte-le-Vayer, Swift y algunos otros que podría
nombrar, que atacaron de la manera más cínica la ridiculez de su tiempo, y
conservaron el título de sabio. Quiero que termine el escándalo, y sin perder
tiempo en disculpas, abandono el bastón de bufón y los cascabeles para no
volver a retomarlos, y vuelvo a Sócrates»[30].
En 1749 Diderot fue encarcelado en
Vincennes por la publicación de varios escritos, cosa que lo obligó a hacer
virar la estrategia, abandonar la sátira por el diálogo (o ensayo dialogado),
con lo que pudo –según escribe Louisa Shea– dejar de ser peligroso para hacerse
de una vida respetable como buen ciudadano y pensador responsable. El problema estaba en los tropos de esa véracité intrépide: el descaro
diatríbico, la burla agresiva, el lenguaje impertinente, llano y soez eran
inadmisibles para las normas del salón y era imposible que fueran tolerados por
las autoridades de la Francia del siglo XVIII. Un Diógenes hecho y derecho no
podía resultar ileso, no tenía chance de sobrevivir más bien. Ahora debía
contradecir sin desagradar y someterse a las maneras elegantes de la
conversación. El diálogo de los literatos de la Ilustración, dice Shea, en la
medida en que rebasaba las cotas didácticas del antiguo diálogo socrático con
elementos lúdicos, estaba próximo al género cínico, aunque restringido a los
lindes del estilo de la conversación cortés, que eludía tanto la elocuencia
como la brutal sinceridad desfachatada. Dice en una carta: «Soy el amigo Diógenes, pero con un pequeño
retazo de lienzo bien o mal colocado. Pero el Diógenes se va todos los días.
Dentro de ocho o diez años, no quedará el más mínimo vestigio»[31].
Debe dejarlo de lado para volver a Sócrates, pero el riesgo mayor se encontraba
en la dudosa estampa de Aristipo. Lo que a fines del siglo XX Onfray puede presentar
como una alianza sin ningún inconveniente, Diderot lo vive como una tragedia y
una traición. «Mis pensamientos, esas son mis putas» (mes pensées, ce sont mes catins) dice le philosophe en El sobrino
de Rameau. Unos años después, en 1769, en Lamento por mi bata vieja (Regrets
sur ma vieille robe de chambre), obra que sí publica, escribe: «Tengo a Láis, pero Láis no me tiene. Feliz
entre sus brazos, estoy dispuesto a cederla a quien la quiera y a quien ella
haga más feliz que a mí. Y si queréis que os diga un secreto al oído, esta
Láis, que tan caro se vende a los otros, no me ha costado nada»[32]. No se
trata de una confesión escabrosa, la cortesana a la que refiere es un cuadro de
Claude Vernet. En pago por algunos servicios una dama se ofreció a renovar el
mobiliario de su departamento y vestirlo como un verdadero hombre de letras y
Diderot, que aceptó, responde con este escrito: «Ahora tengo aire de rico holgazán; no se sabe lo que soy… Yo era el amo absoluto de mi bata vieja; me he convertido
en el esclavo de la nueva… ¡Maldito sea el que inventó el arte de dar precio al paño
común tiñéndolo de escarlata! ¡Maldito sea el precioso vestido que reverencio!
¿Dónde está mi antiguo, mi humilde, mi cómodo harapo de calamanda?… La pobreza tiene sus
franquicias; la opulencia tiene sus incordios. ¡Oh, Diógenes! ¡Cómo te reirías,
si vieses a tu discípulo bajo el fastuoso abrigo de Aristipo! ¡Oh, Aristipo!, ese abrigo
fastuoso fue pagado con bien de bajezas. ¡Qué comparación entre tu vida blanda,
reptante, afeminada, y la vida libre y firme del cínico andrajoso! He dejado el
tonel en que reinaba para servir a un tirano»[33].
Diderot clama por despojarse de todos sus nuevos bienes, de todos menos del
Vernet supuestamente obsequiado por la dama o por el mismo pintor (hubo quienes
dijeron que lo pagó). Una década más tarde
vuelve sobre el asunto y deja en claro el problema. Admite que en Atenas se
habría calzado la túnica de Aristóteles o la de Platón, e incluso los hábitos
de Diógenes; sin embargo «¿Quién se
atrevería hoy a desafiar el ridículo y el desprecio? Diógenes, entre nosotros,
viviría bajo un techo, pero no en un tonel; no jugaría en ninguna parte de
Europa el papel que jugó en Atenas. El alma independiente y firme que había
recibido, tal vez la habría conservado; pero no le hubiera dicho a uno de
nuestros pequeños soberanos, como a Alejandro Magno: Retírate de mi sol»[34].
El ideal de Diderot queda
claro, es el Demónax fraguado por Luciano como una cruza fascinante y bien
proporcionada de Sócrates, Diógenes y Aristipo. En el muñeco lucianesco los
tics enojosos de cada uno son neutralizados por los aspectos encantadores de
los otros. El problema está en llevarlo a la realidad, una realidad que a
hechos vista resulta en cambio en la conjugación discorde de Moi y Lui. Escribe Furbank: «Diderot
no estaba hecho para el teatro heroico… Si le apetecía ser Sócrates, era como
persona que sabía que en la vida cotidiana era Diógenes o un discípulo de
Diógenes… Pero a veces también le gustaba interpretar el papel de bufón.»
La combinación Diógenes-Aristipo es complicada, la mala fama de Bión de
Borístenes fue la primera prueba. Si a eso se le agrega un Sócrates revertido
en ecléctico el resultado es menipeo, pero en los términos de Diógenes Laercio
(una característica de la tradición menipea, se sabe, era la aglomeración
lúdica pero también pedante de erudición). La Ilustración quería la chancha y
los veinte y miraba con nostalgia, envidia y conciencia culposa cómo se alejaba
el ídolo de barro que rescataron de la Antigüedad. Por lo demás Demónax pasó
por la historia sin pena ni gloria, apenas fue un héroe transitorio y local de
una Atenas provinciana, que de no ser por la recreación dudosamente fiel de
Luciano no sería mucho más que un nombre redondamente encajonado en los
archivos. Lejos estaban sus manes de las planetarias aspiraciones del
enciclopedismo y del desvelo por el genio que el íntimo Diderot compartía con
el sobrino de Rameau. Es evidente que el Diderot de carne y hueso no se ciñe a
ese Moi fariseo de relativas luces,
versión un tanto aplanada del honnéte
homme; el propósito de la novela no puede haber sido otro que el de
demostrar que ambos protagonistas son caricaturas de dos contendientes internos
que habitan al sujeto de la Ilustración, un Yo
sabio y un Él bufón. Rameau el
sobrino es el otro yo del ilustrado,
el indécent que esconde bajo la
alfombra. El bocón de la virtud y el especialista del parasitismo son las dos
caras del uno. El mismo Diderot confesó en una carta «es increíble el número de papeles que he interpretado a lo largo de mi
vida», y escribió en un poema: «Pero
cuando en la tapa de mi sarcófago / la gran Atenea, con ojos húmedos, / señale
con tristeza a cuantos desfilen / el esculpido lema: “Aquí yace un sabio”, / no vayáis manchando mi memoria
/ ni mintáis a la diosa arrasada de lágrimas, / no os echéis
a reír, os lo ruego, ni exclaméis: / “aquí reposa un bufón”. Guardad el secreto».[35]
Mientras los pensadores galantes de la Enciclopedia se floreaban posando junto
al retrato egregio del Perro, de una
bóveda de los mismos salones trepaba a la superficie un can involuntario y a
despecho. Toda la escoria del cinismo que la Ilustración quiso barrer de la
imagen de Diógenes fue a caer sobre la peluca mal acomodada del socialista huraño –para usar la
definición tardía del conde de Lautreàmont. Juan-Jacobo Rousseau reembolsa la imagen invertida, el lado oscuro del cinismo. Acá el cínico no es el héroe
de la luz, la razón secular o la actitud existencial positivista, sino el hosco
y sombrío primitivista, el refractario de la República de las Letras, el
enemigo del progreso y del comercio, de la ciencia, las artes y la tecnología,
a la vez que del estilo cortés. La vuelta del pez masturbador inclusive. El cancelado de la Ilustración, un
autoproscripto, cínico por la fuerza de las cosas, cínico a pesar de sí, todo
al revés de lo que chillaba el pregón ilustrado. Él, que escribió que Diógenes no había
encontrado al hombre entre sus contemporáneos porque buscaba uno de otra época[36],
fue acusado de ser el Diógenes sin
linterna, aunque por su parte se excusó de haberla soltado después de diez
años de búsqueda infructífera[37].
Voltaire no ahorró epítetos: mono de
Diógenes, petit valet del mismo o
bastardo del perro de Diógenes. «Nunca se había empleado tanto el espíritu en
querer hacernos bestias; dan ganas de caminar a cuatro patas cuando uno lee su
libro», así le respondió cuando el otro sacó de imprenta aquel folleto «contra la raza humana» conocido como Sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres. Le dice Diderot en la Refutación
de Helvecio, invocando otra vez al Demónax de Luciano y ya sin nostalgias
por la bata vieja: «sí, Monsieur Rousseau,
prefiero el vicio refinado y envuelto en seda a la estupidez brutal bajo un
manto de piel de oso». Si ante los literatos de la Ilustración pasaba por
un cínico, como teórico político Rousseau se vestía de Catón. La combinación a
ojos de Diderot era de lo más deplorable. Mas no todo fue artillería pesada y hay
que decir que en Alemania encontró un lector amigable que lo tuvo en alta
estima. El bueno de Kant ciertamente acordaba con los detractores de Rousseau
en lo sustantivo pero no en lo adjetivo y así fue que lo rotuló como el sutil Diógenes contemporáneo. Al catedrático de Königsberg poco le
importaba el Diógenes momificado con el farol en manos que hizo furor en París,
el suyo era el adalid de una ética antigua que tomaba por modelo al hombre
natural (ni al sabio de Zenón ni al mundano de Epicuro) y que vislumbraba en la
inocencia y la ingenuidad el summum bonum[38].
Pero Rousseau por las suyas nunca se llenó la boca con verborrea sobre el de
Sinope, cuyo sistema juzgó absurdo alguna vez[39]y
confesó haberse vuelto cínico y cáustico curiosamente por vergüenza (Je me fis cynique et caustique par honte)
–como los cínicos de Epicteto habría que decir[40].
Al fustigar a los griegos Diógenes hacía provecho de ciertos valores vinculados
a los lacedemonios –propiedad común, austeridad extrema, virtud guerrera–, pero
a la vez se burlaba con una impronta a todas luces proto-ilustrada del
infantilismo colectivo espartano, tanto así que se dijo que estaba prohibido en
Esparta, y de hecho no podría haber sido tolerado ni concebido en otro
perímetro que no fuera la Grecia tutelada por Atenas. La impugnación de la
sociedad moderna que Rousseau emprende en el Prefacio al Narciso, y que incluye a la filosofía de Diógenes como
antecedente remoto de la universal corrupción, tiene casi todos los
ingredientes propios de un viejo panfleto cínico y a la vez reincorpora
argumentos que en la misma Antigüedad fueron usados contra el cinismo –incluso
por ciertos cínicos desentendidos del tutelaje diogénico. Las razones del
ginebrino contra el Perro son las que
podrían haber esgrimido los propios espartanos para deportarlo.
***
El utilitarismo
hedonista que traficaban los de la Enciclopedia
mantenía una especie de libertinismo responsable, la corrección política de
aquellos abriles, que no sobrellevaba muy bien la ascética pobrista y rigurosa
de los cínicos, que era la herencia recibida de ellos por la cristiandad,
demasiado ligada además al rechazo de las ciencias que los ilustrados reprochaban
al oscurantismo. Por otro lado, en la medida en que la Ilustración quedó
acotada a la transacción entre los nuevos valores de la burguesía y los del
poder político del Antiguo Régimen, y tenía como virtual horizonte la toma del
poder, estaba lejos de llegar a hacer un uso concreto, ni tampoco legítimo o
auténtico, del estilo cínico a no ser expropiándoles la insolencia como si de
la plusvalía se tratase. Los ilustrados envidiaron la
impunidad del cínico para decir la verdad, pero esta verdad no era la de la
Ilustración. Les interesaba el Diógenes que se plantaba entre carcajeos ante
los gobernantes y los religiosos, pero vaciaron el envace original de casi todo
el contenido. Soñaban con un Diógenes del Siglo de las Luces, no con el del
siglo IV de la vieja era. El desparpajo y la irreverecia eran imposibles, pero
en realidad su filosofía era poco aceptable. No se trataba solamente de
mutilarlo extirpándole la ἀναίδεια, ahí estaba Wieland
para demostrar que el Diógenes histórico sí fue decente. Pero la ideología
filosófica de la modernidad pone en duda todos los basamentos de cinismo, la
φύσις, el λόγος, la ἀτυφία, la ἄσκησις: no actuaban en realidad conforme a natura, desbordaban los
límites de la razón, los movía la vanidad, el resentimiento o el desprecio
miserable de los bienes mundanos al peor estilo cristiano. El naturalismo de
los ilustrados, de prosapia empirista –utilitarista, sensualista, mecanicista–
choca de frente con el naturalismo a la antigua de los cínicos, del que se
deduce al contrario una virtud racional ascética e incluso antisociable; a ojos
de la modernidad ilustrada estoicos y cínicos eran más bien transgresores o infractores
del verdadero orden natural. Diderot sacó al que veía como auténtico cínico
antiguo, al virtuoso y jovial, del papel de refractario del conocimiento y de
la cultura letrada, de enemigo de la teorización y lo convirtió casi en un
erudito pragmático, enemigo no del saber sistematizado sino del dogmatismo
sectario, en un divulgador montado sobre un activista cultural o un militante
social, el gran propagandita literario de la filosofía. Decretó que el cinismo
no tenía una teoría propia sino una práctica concreta, no negaba a las
filosofías orgánicas sino que las desvalijaba ad libitum o picoteaba de ellas porque rechazaba la autoridad a
cambio de la luz propia. El cínico era un cartesiano en acción, un ecléctico de
la razón práctica, llevaba la luz, la razón, el conocimiento, la emancipación
más allá de los alambrados de las escuelas, a remolque hacia el pueblo y el
conjunto de la sociedad en declarada hostilidad frente a la ignorancia impuesta
por los poderes político-religiosos, y hasta acá todo bien. Hasta ahí la misión
admirable de la filosofía cínica. El resto de lo que venía pegado a ella era un
fardo comprometedor con el que se las tuvieron que arreglar. Como bien dijo
D’Alembert, el cínico también era el azote de los filósofos. Tenía razón en que
Diógenes, a diferencia de Rousseau, eligió vivir entre los hombres igual que
Aristipo; pero se olvidó de que lo hacía, como advirtió Luciano, para estar,
igual que Rousseau, en soledad (y acá se zanja la disputa entre Diderot y
Rousseau en una extraña síntesis: para el primero nomás el malvado está solo[41];
para el segundo sólo el bueno[42]).
Estos ilustrados se jactaban de estar del
lado de Diógenes, al que exhibían de manera presuntuosa; pero era un ícono demasiado
abstracto. D’Alembert
y Diderot procuraban sacar del cajón un Diógenes sabio, hedónico y
serio-cómico, pero no muy cínico que digamos. En
una jugada apurada lo aislaron con audacia y no sin descaro, de una manera más
bien neurótica, de la maleza ingente que arrastraba consigo; pero resultó un recurso algo
fallido, un remedio venenoso, un arma de doble filo. Se necesitaba uno no sólo
enemigo de las supersticiones y los prejuicios, sino de cuidados modales, purgado
y sujetado a las normas de sociabilidad, cosmopolita pero no antisocial, veraz
pero no guarro y directo, independiente pero no escandaloso, naturalista pero
iluminado y no primitivista: la Ilustración lo necesitó tanto como la
revolución burguesa necesitó del proletariado, de los desposeídos del Tercer
Estado. Había que extraerle el lado oscuro y bajo. Se dirá de los ilustrados enciclopedistas lo que se dice
las histéricas argentinas, que quieren al Che para afeitarle la barba. No
querían que se la rasurara Laís sino la
raison. El consuelo de la pérdida de la inocencia es la vida cínica after shave y empelucada. El cinismo higienizado de Epicteto era el
resultado de una idealización más viable, la operada por la Ilustración
comportaba un recorte y una tergiversación mayores: al fin y al cabo un
Diógenes para uso de la emancipación burguesa, reconvertido en Diógenes moderno, anacrónico y
afrancesado, puesto ya no a combatir a la Academia platónica sino a los efectos
de la Contrarreforma. La Ilustración forja su nueva configuración del τῦϕος,
su horizonte era desenmascarar las apariencias que encubren la realidad
imaginando la existencia, como escribe Sloterdijk, de verdades desnudas. Muy
difícil no es deschavarles la ingenuidad o hipocresía y volver a lanzar la
crítica de Platón a Diógenes en términos de combatir
los humos con otros humos. El fallido de la Ilustración resulta de un
cambio de máscaras o sustitución de unos prejuicios por otros. Así el Zynismus, el monstruo del pantano de la
posmodernidad decretado por Sloterdijk, es la falsa conciencia ilustrada, la
insolencia al servicio de un poder, un retorno conservador a las falsas
apariencias después de verle la cara a lo real. La Ilustración fracasa en sus fines triunfando en la
historia; el cinismo, que por lo demás proponía al fracaso como triunfo, a lo
mejor no fue más que una primera Ilustración estropeada, en la historia y en sus
fines. Los ilustrados recuperaron a Diógenes empelucándolo, un Diógenes
decente, refinado y burgués. Podría ser que la otra remota Ilustración
originaria se haya malogrado en otros términos, se haya podrido hacia abajo
multiplicándose en borbotones de Diógenes de masas y abriendo no un atajo a las
virtudes sino a la apatía, la indolencia y la vileza, un circo sin pan que se
parece mucho al Kynismus social-tribal
que prospera por estos lustros. Para la cantinela de Sloterdijk el cinismo
renace de las cenizas del fiasco ilustrado; pero Diógenes ya fracasó bifurcándose
en Peregrino y Luciano, si es que no en Máximo Herón y Juliano o en la pacotilla que denunciaban los epigramáticos
y satíricos de Roma. Y en cualquiera de los casos no se trata del fracaso
exitoso que propone la ascética del Perro
de cara a las estatuas. El Iluminismo de Diógenes tiene de inutilidad y
despropósito lo que tiene una linterna encendida a las 12 h. Nietzsche, que no
lo pensó como un sucedáneo por antelación de la República de las Luces, que lo
pensó en abismo y por jaculatorias como a una especie de acontecimiento mayor
pero abierto y difuso, nunca del todo descifrable, no se consoló fraccionándolo
en dos, uno lúcido y redentor y el otro tumefacto, corrupto y atolondrado,
hecho de pícaros y tontos. Metió todo en uno. Pero a lo mejor pifiaba cuando
decía que el cínico es apenas el que ve en sí al animal. Ve más bien al humano
como un subanimal y al bruto como el tránsito a Dios –en cualquier caso no a
los dioses de los transeúntes griegos ni al del idólatra monoteísta, sino al
dios de los filósofos, irrepresentable como apuntaba Antístenes, indemostrable
pero al menos operativo y proficuo en la práctica, llama vivificadora y estelar
soplo de salud, eje regulador de cualquier conato de orden (κόσμος). Lo que se
dice el Λóγος, de lo
que la Ilustración carecía falsificándolo como Razón. A lo mejor lo advierte cuando
le responde a Aristóteles que se puede vivir a la vez como un animal y como un
dios, no apenas como uno o el otro. Y esa es la condición del filósofo[43],
y del filósofo tal y como la practicó Diógenes, una filosofía para vivir solo,
sin abandonar la ciudad en este caso, sino internándose en ella como ninguno.
Embanderarse en Diógenes
por un lado y por el otro sacarse de encima el lastre que conllevaba la palabra
cinismo. El hombre de la linterna,
antiguo héroe de la luz, el vivaz práctico de la razón, campeón de la
autonomía, del sapere aude, del
pensar por sí mismo, del coraje ante la tiranía y el filantropismo cosmopolita,
enemigo de la autoridad, la revelación, las supersticiones y prejuicios, la
tradición, el despotismo, la metafísica… Hasta ahí el Diógenes expropiable y el
cinismo loable. Pero el Perro
perseveraba escorchando, haciendo de mala conciencia del Siglo de las Luces,
fantasma comprometedor que les señalaba, entre adusto, cáustico y risueño como
siempre, límites y faltas. Buen chiste Diógenes progresista. Diogène avec Prométhée mala junta. Λóγος
cínico y razón moderna no van muy lejos. Un buen aliado para zaherir a la
escolástica, pero no para cantar alabanzas a la racionalidad tecno-científica.
Una cosa es la razón que quiere domesticar a la naturaleza y otra la que quiere
desdomestizar in toto la sociedad.
Por Diógenes, llegado el caso, la naturaleza se adueñaba del humano, por la
razón moderna el humano se adueña de la naturaleza. Dos vías contrarias para
llegar al señorío. La deconstrucción
de la tradición cínica que se trama en el siglo XVIII repite los tópicos de las
inculpaciones que sufrió el cinismo a lo largo de la era antigua; pero Diógenes
también tiene las armas suficientes para desenmascarar a los desenmascaradores
del Siècle. Al desencantamiento del
mundo debe seguir el de la Ilustración. El cinismo antiguo es un instrumento
firme para desengañarse de las ilusiones y chapuzas ilustradas; el cinismo
posmoderno, la simple continuación del consecuente proceso del desencantamiento
moderno vuelto sobre sus propios pilares.
Y abundan las fórmulas. El cinismo
contemporáneo, se dice, sale a flote del desencanto ante la Ilustración, de la
desilusión de la modernidad. Un desencantamiento del mundo excesivamente
promisorio y empalagado de ilusiones da el más consecuente de sus frutos: se
acumulan los desencantados del desencantamiento. El cinismo antiguo solía hacer
pie en algunos fundamentos pétreos: λóγος, φύσις, κόσμος o la misma ἄσκησις. Era más bien un cinismo del desengaño, pero no tanto de la
decepción. La intemperie del viejo cínico era mucho más concreta y mucho menos
simbólica. El despechado de la modernidad no tiene bien de qué agarrarse, salvo
de la voluntad de cuidarse el culo –versión zynisch
del cuidado de sí. Ese viejo
vagabundo no dudaba al poner de su lado al λóγος, pero el destetado del
ilusionismo profano y secular no parece siempre convencido de que sea válido o
útil confiar en un cogito, una ratio, una Vernunf, un Bewußtsein, un Ich, un Self y demás
incontables idola. Otra cosa es que
el núcleo fundamental del cinismo grecorromano haya sido la perpetua
reacuñación monetaria, la transvaloración, una revolución permanente en el
plano del νόμος,
de la superestructura como dice Sloterdijk, la cultura. En este caso no hay
cinismo vigente más triunfante y eficaz que la propia lógica del capitalismo, si
es que esas cosas existen.
[1] «rompent cette fastidieuse uniformité que notre éducation, nos
conventions de société, nos bienséances d’usage ont introduite.»
[2]
«J’étais confondu de tant de sagacité, et de
tant de bassesse ; d’idées si justes et alternativement si fausses ; d’une
perversité si générale de sentiments, d’une turpitude si complète, et d’une
franchise si peu commune… idées si
justes, pêle-mêle, avec tant d’extravagances… Ah, malheureux, dans quel état
d’abjection, vous êtes né ou tombé.»
[3] «un garçon charbonnier parlera toujours mieux de son métier que toute
une académie»
[4] «Le grand chien que je suis ; j’ai tout perdu ! J’ai tout perdu pour
avoir eu le sens commun, une fois, une seule fois en ma vie ; ah, si cela
m’arrive jamais !»
[5]
Humano, demasiado humano I 395.
[6] «Je n’entends pas grand-chose à
tout ce que vous me débitez là. C’est apparemment de la philosophie ; je vous
préviens que je ne m’en mêle pas.»
[7] «Le meilleur ordre des choses, à
mon avis, est celui où j’en devais être ; et foin du plus parfait des mondes,
si je n’en suis pas. J’aime mieux être, et
même être impertinent raisonneur que de n’être pas.»
[8] «un ignorant, un sot, un fou, un impertinent, un paresseux, un fieffé
truand, un escroc, un gourmand, un
fainéant, un vaurien»
[9] «Il faut que Rameau soit ce qu’il est : un brigand heureux avec des
brigands opulents ; et non un fanfaron de vertu ou même un homme vertueux,
rongeant sa croûte de pain, seul, ou à côté des gueux.»
[10] «Dans la nature, toutes les espèces se dévorent ; toutes les conditions
se dévorent dans la société. Nous faisons justice les uns des autres, sans que
la loi s’en mêle.»
[11] «Tout ce qui vit, sans l’en excepter, cherche son bien-être aux dépens
de qui il appartiendra.»
[12] «Mais entre tant de ressource, pourquoi n’avoir pas tenté celle d’un bel
ouvrage ?»
[13] «les génies lisent peu,
pratiquent beaucoup, et se font d’eux-mêmes»
[14] «C’est un philosophe dans son
espèce. Il ne pense qu’à lui ;
le reste de l’univers lui est comme d’un clou à soufflet.»
[15] «On est dédommagé de la perte de son innocence, par celle de ses
préjugés. Dans la société des méchants, où le vice se montre à masque levé, on
apprend à les connaître.»
[16] «Le dieu est absent ; je m’étais persuadé que j’avais du génie ; au bout
de ma ligne, je lis que je suis un sot, un sot, un sot.»
[17] «Diogène a donc aussi dansé la pantomime ; si ce n’est devant Périclès,
du moins devant Laïs ou Phryné.»
[18] Como el sobrino no es
externo al discurso filosófico, sino un producto, el producto involuntario de
la edad de la razón, la conclusión que saca Louisa Shea es que en esta disputa
entre el cínico idealizado por la Ilustración y el reverso infame que pretendía
echar fuera, quien queda expuesto en el filósofo ilustrado como tal es el
ambiguo y bifronte cínico de Laercio, holgazán, sinvergüenza y a la vez
parresiasta. Bajo este criterio el saldo no es tan negativo, dado que se ve al
cinismo como la enfermedad de la Ilustración, pero a la vez como el potencial
remedio (The Cynic Enlightenment, Diogenes in the Salon).
[19]
«Son enjoüement naturel résista presque à
l’austérité de sa vie. Il fut plaisant, vif, ingénieux, éloquent. Personne n’a dit autant de
bons mots. Il faisoit pleuvoir
le sel & l’ironie sur les vicieux. Les Cyniques n’ont point connu cette espece d’abstraction de la
charité chrétienne, qui consiste à distinguer le vice de la personne… Personne n’eut
plus de fierté dans l’ame, ni de courage dans l’esprit, que ce philosophe. Il
s’éleva au-dessus de tout évenement, mit sous ses piés toutes les terreurs,
& se joüa indistinctement de toutes les folies.»
[20]
«Diogene avoit le caractere tourné à l’enjoüement, & qu’il y avoit
plus de tempérament encore que de philosophie dans cette insensibilité tranquille
& gaie, qu’il a poussée aussi loin qu’il est possible à la nature humaine
de la porter.»
[21] “Cyniques”, en Cours d'étude
pour l'instruction du prince de Parme, t.
VI.
[22] La Morale universelle.
[23] Système social.
[24] Essai sur les préjugés.
[25] La Morale universelle.
[26] «Diogène le Cynique a été un de
ces hommes extraordinaires qui outrent tout, sans en excepter la Raison, &
qui vérifient la Maxime, Qu’il n’y a point de grand
Esprit dans le caractere duquel il n’entre un peu de folie… On ne jugeoit pas mal de lui, quand on le appelloit un Socrate fou.»
[27] «Diogene ne forma aucun système de Morale ; il suivit la
méthode des philosophes de son tems. Elle consistoit à rappeller toute leur
doctrine à un petit nombre de principes fondamentaux qu’ils avoient toûjours
présens à l’esprit, qui dictoient leurs réponses, & qui dirigeoient leur
conduite.»
[28]
“Essai sur la société des gens de lettres
et des grands, sur la réputation, sur les mécènes, et sur les récompenses
littéraires”, en Mélanges de littérature, d’histoire et de philosophie.
[29] «Le nouveau Diogène ne heurte point les puissances, & ne dit point
fiérement au conquérant de l’Asie ; retire-toi de mon soleil. Il demande
noblement à plus digne qu’Alexandre l’azile sacré de son ombre, & de le
punir s’il en abuse. Il n’eût point foulé aux pieds le faste de Platon, ni
insulté Aristipe, ni tourné Zénon en ridicule au lieu de le réfuter. Éloigné de
porter envie à leur réputation ou à leur faveur, il ne se fût souvenu que des
devoirs du Philosophe. Enfin il est religieux, & il en fait gloire, &
il espere bien que les idées aimables qu’il done de la Divinité soient la
meilleure recomendation de son ouvrage.»
[30] «Je n’opposerai point à vos reproches l’exemple de Rabelais, de
Montaigne, de La Motte-le-Vayer, de Swift, et de quelques autres que je
pourrais nommer, qui ont attaqué de la manière la plus cynique les ridicules de
leur temps, et conservé le titre de sage. Je veux que le scandale cesse, et
sans perdre le temps en apologie, j’abandonne la marotte et les grelots pour ne
les reprendre jamais, et je reviens à Socrates.»
[31] «[Je suis] l’ami Diogène, mais avec un petit bout de draperie bien ou
mal attaché. Mais le Diogène s’en va tous les jours. Dans huit ou dix ans
d’ici, il ne rest-era pas le moindre vestige» (“Lettre à Sophie Volland” –citada por Louisa Shea).
[32] «J'ai Laïs, mais Laïs ne m'a pas. Heureux entre ses bras, je suis prêt à
la céder à celui que j'aimerai et qu'elle rendrait plus heureux que moi. Et
pour vous dire mon secret à l'oreille, cette Laïs, qui se vend si cher aux
autres, ne m'a rien coûté.»
[33] «A présent, j'ai l'air d'un riche
fainéant ; on ne sait qui je suis… J'étais le
maître absolu de ma vieille robe de chambre ; je suis devenu l'esclave de la
nouvelle… Maudit soit celui qui inventa l'art de donner du prix à l'étoffe
commune en la teignant en écarlate ! Maudit soit le précieux vêtement que je
révère ! Où est mon ancien, mon humble, mon commode lambeau de calemande ?...
La pauvreté a ses franchises ; l'opulence a sa gêne. O Diogène ! si tu voyais
ton disciple sous le fastueux manteau d'Aristippe, comme tu rirais ! O
Aristippe, ce manteau fastueux fut payé par bien des bassesses. Quelle
comparaison de ta vie molle, rampante, efféminée, et de la vie libre et ferme
du cynique déguenillé ! J'ai quitté le tonneau où je régnais, pour servir sous
un tyran.»
[34] «Dans Athènes, je ne me serais pas fait eumolpide, parce que je ne me
suis jamais senti un attrait bien puissant pour le service des autels ; mais
j’aurais pris la robe d’Aristote, celle de Platon, ou endossé le froc de
Diogène… Qui est-ce qui oserait aujourd’hui braver le ridicule et le mépris ?
Diogène, parmi nous, habiterait sous un toit, mais non dans un tonneau ; il ne
ferait dans aucune contrée de l’Europe le rôle qu’il fit dans Athènes. L’âme
indépendante et ferme qu’il avait reçue, peut-être l’eût-il conservée ; mais il
n’aurait point dit à un de nos petits souverains, comme à Alexandre le Grand :
Retire-toi de mon soleil.» (Essai sur
les règnes de Claude et de Néron et sur la vie et les écrits de Sénèque pour
servir d’introduction à la lecture de ce philosophe)
[35] P. N. Furbank, Diderot, Biografía Crítica.
[36] Discurso sobre el origen de la
desigualdad.
[37] Los ensueños de un paseante solitario.
[38]
Lecciones de ética.
[39] Prefacio al Narciso.
[40] Confesiones.
[41]
«L'homme de bien est dans la société,
il n'y a que le méchant qui soit seul»
(El hijo natural)
[42]
«moi je dis qu'il n'y a que le bon qui
soit seul» (Emilio)
[43] El ocaso de los ídolos, “Dardos y flechas” 3.
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