Una temporada con los cínicos

(Investigaciones filosóficas de un perro)

 

El cinismo, rompecabezas para armar. En cierta forma era demasiado simple como para pretender edificarlo sobre una estructura sólida. William James ya había advertido de la antigüedad del pragmatismo. El estoicismo antes de existir fue un pragmatismo llamado cinismo. Después, mientras abjuraba de ciertas tendencias que Diógenes había marcado en los agnados, se solidificó con la teoría. El racionalismo especulativo deja taras que acaban en Zenón de Elea, ese que demostró que el movimiento no existía. Pero el movimiento se demuestra andando y así lo refutó el elemental Diógenes, por eso llamarlo movimiento y no escuela le hace honores. El desengaño a veces no deja de ser una vuelta al realismo ingenuo. Por esa maroma tiritaba esta gente. El cinismo no era un cualquierismo, pero tampoco un sistema monolítico –pero no enunciado– al que había que deducir del activismo. De vez en cuando la monserga perruna tiene la pinta de una letanía, un machacar una y otra vez; pero a veces parece todo lo contrario, una razón súbita y un arte de la sorpresa. Flameando entre sermoneo y paradojismo se los verá. El buen cínico es un especialista en repentización, un abuelo del shock art y una cruza de maestro zen y positivista. Tiene un programa más que un sistema, pero ese programa para colmo suele trastornarse de cínico a cínico. Así recomponer el puzzle con los pellizcos y trizas que perduran de ese ruinoso museo del fragmento es una tarea entre imposible e inútil, porque los perros en los apuros podían llegar a salir con lo menos previsible y porque encima las reliquias con las que hay que trabajar son de segunda o enésima mano y las más de las veces vienen, si no de un espectador despectivo o indiferente, de parte del propio enemigo. La idea de Juliano, que el cinismo es la más común y natural de las filosofías, que es más universal que la filosofía, que existió en todas las épocas, ya en griegos o en bárbaros, no se puede descartar tan así como así, aunque lo que se quiera estudiar es el cinismo como fenómeno histórico de la antigüedad grecorromana a partir del siglo IV precristiano. Quizá fue un movimiento y también una actitud, o peor, unos cuantos movimientos y un arco de actitudes. O podría ser lo que los afrancesados del barrio llaman un dispositivo. En cierta forma el grado 0 de la filosofía, la filosofía sin filosofía, sin una filosofía, un θαυμάζειν rapaz sin sutura, un darse cuenta sin maravillarse, un realismo ingenuo sin ingenuidad e incluso sin ismo, un filosófico modo de estar pero sin caer en la filosofía, en las trampas de la araña y en los trasnochamientos de la lechuza. Una filosofía para no-filósofos, para el proletariado de la verdad. O para el lumpen-proletariado de la libertad. No se trata de interpretar el mundo sino de cambiarlo, pero el mundo que el cínico tiene a la mano es él mismo. El conocerse a sí mismo –la conciencia de clase de los cínicos– y el reacuñar la moneda –su lucha de clases (píldora recetada hogaño como batalla cultural). Esta parafilosofía era más bien una salida para los que perdieron la respetabilidad, los inhabilitados para el prestigio, para los arruinados por fuera. Porque el cínico por lo general acarrea un pasado infame, sea por algún delito o crimen real o presuntamente perpetrados –Diógenes, Peregrino– o una procedencia deshonrosa –Antístenes, Mónimo, Bión, Menipo–, ya sean la plebeyez, la esclavitud, el mestizaje, la extranjería o la prostitución infantil. Aunque los niños de buena cuna también tienen asilo en el movimiento, partiendo de Crates, posible llave maestra; pero suele haber en estos casos alguna característica disonante que los propulsa hacia él: en el mismo Crates la deformidad física, en Hiparquia una vocación filosófica que se supone propia de los sujetos masculinos, o en su hermano Metrocles incluso un fortuito e insignificante estigma como el de rajarse un pedo en medio de un salón de señoritos universitarios. De todo esto resulta un combate que tiene por blanco la vergüenza y el honor y por ideales la desvergüenza, la infamia, la anonimia y la mala reputación, reconvertidos todos estos desvalores sociales en virtud cardinal. En todos los casos el aspirante al convertirse en cínico rompe de manera radical los vínculos con el origen y a la vez corta casi todos los lazos sentimentales, económicos o ideológicos con la sociedad y sus costumbres y tradiciones. El cínico es un tipo en lucha perpetua contra la particularidad y contra la idiosincrasia.

Así las cosas, Diógenes vendrá a ser definido como un fenómeno desconcertante en la historia de la filosofía[1], o el cinismo nada menos que como una suerte de reverso de la historia de la metafísica occidental. Entendido como un artificio estético literario que quiere disimularse pasando por un hecho histórico, como una invención retórica urdida a posteriori sobre una poética de la anécdota, se convierte en un simple acontecimiento del lenguaje, puro decir y performatividad discursiva[2]. Después de todo Diógenes es una silueta literaria, aun cuando el correlato como sujeto histórico jamás se puso en duda (el único probable registro de su presencia facturado en vida se debe a Aristóteles cuando habla al pasar del Perro –dando por sentado que el receptor sabía a quién mentaba). Este humilde servidor entonces no podría hacer otra cosa que advertirle al incauto del lector que tome todo con pinzas. Queda la impresión de que versar sobre el cinismo –lo mismo que hablar de Diógenes– se asemeja demasiado a parlotear en el aire. Objeto vaporoso, inasible, impreciso, que al acollararlo se esfuma. El curioso podrá ir acumulando bibliografía y cada vez tendrá menos confianza, no sabrá probablemente bien qué es lo que está estudiando, desde cuándo hasta cuándo, quiénes, dónde, qué. Quedará a veces la impresión de que se trata de algo que nace y muere con Diógenes, y lo que viene de antes y sigue después no es lo mismo –Crates, para no ir más lejos, el más fiel o el único noto de los seguidores inmediatos, ya insume un cierto desvío. Javier Roca Ferrer da un cuadro de situación bastante nítido. Apunta que como no había cabeza oficial «cada cínico obraba libremente, según su parecer, sin sujetarse a un programa estricto o a unas directivas dadas. Cada cual realizaba en su vida la kynikòs bíos de la que habían dado ejemplo Diógenes y Crates y trataba de ganarse a los profanos para que hicieran lo mismo. Hoy, cuando utilizamos la palabra “cinismo” –agrega para aguar toda esperanza– estamos cometiendo una abstracción a partir de una serie de notas que configuran la actividad de ciertas personas: de hecho puede afirmarse que el cinismo no existió nunca. Sólo hubo cínicos»[3]. Y sin embargo se escuchará que el cinismo dura mil años casi (y que lloren los académicos y Platón de envidia) y hasta que regresa reciclado mil años después y ya lleva unos quinientos a la fecha operativo, e incluso que nunca desapareció sino que el cristianismo lo infiltró de contrabando entre goces y quehaceres. Esos anónimos, esos ágrafos a la fuerza, se salieron con la suya o triunfaron fracasando, otra no había.

Los cínicos tal cosa o tal otra. En realidad ¿qué se sabe de los cínicos? Más que nada lo que dijeron otros, los otros de los cínicos. Ya decir los cínicos es mear fuera del tarro. Esos presuntos los cínicos más parecen las sombras y fantasmas de unos presuntos no-cínicos. Tampoco basta con decir que hubo cínicos y no cinismo porque ¿cómo podría haber cínicos si no hubiese cinismo? Tal cosa sería cargarse a las ideas de Platón de una vez y para siempre. Y eso efectivamente hicieron Antístenes y Diógenes: negaron que existieran una caballeidad y una mesidad y afirmaron que sólo veían este u otro potro, tal o cual mesa. Sin embargo no habría que otorgarles una victoria tan temprana. Y de hecho no la tienen porque los manuales, tesinas y tomos que versan sobre el cinismo o los cínicos continúan imprimiéndose en todas las latitudes. Habladurías, chismes, inventos y puro palimpsesto. Habrá que seguir la corriente, qué más se puede hacer que ver películas. La vida no es una película. La vida no es un argumento. Pero ahí están estos otros, estos dobles malditos de los benditos filósofos y de los literatos bendecidos. Los cosos de al lado del saber y las letras.

Juliano aseguraba que el cinismo podría haber existido antes de los cínicos por ser más bien una filosofía universal y natural que no necesita de una dedicación estricta. Para el emperador cinismo es una entidad transhistórica, algo que como manera de ser y actuar se practicó desde los pretéritos más insondables. De ahí que haya personajes mitológicos como Heracles, Odiseo, Télefo, Tersites o Teseo, o literatos y filósofos antiguos como Hesíodo, Anacarsis, Heráclito, Esopo, Arquíloco, o más cercanos como Demócrito, Sócrates, Simón el Zapatero o algunos de los llamados sofistas, que se perfilan como cinicoides extemporáneos. Y algo que parece muy claro y en realidad no: ¿cuál es la relación entre el cinismo y Diógenes? Si hubo a partir del siglo IV precristiano o bastante después un movimiento cínico ¿cuál fue en realidad el parentesco con esta figura básicamente legendaria más allá de haberlo levantado como bandera? El problema es que el Diógenes que hoy sobrevive es un espantapájaros de retazos zurcidos por manos múltiples, un personaje público que fue manoseado por todo el mundo y que particularmente no nos llega por mano de los cínicos. ¿Cuál es más verídico, el cómico mordaz e irredento de algunas anécdotas o el pastor y docente de las cartas? Este árbol de una madera demasiado imaginaria quizá esté tapando el bosque por el que se desparramaba el cinismo como colectivo real. ¿Actuaba el eventual cínico promedio a la manera despampanante del sinopense o en general lo usaban de ícono asusta-viejas, como un paradigma-espantajo (mezcla de héroe y semidiós mitológico de encarnación histórica autenticada)? Es que no es descabellado hacerse la idea de que ni Antístenes ni Diógenes ni Crates fueron cínicos, de que esa secta todavía no existía, de que se armó a posteriori tomando por próceres a estas tumefacciones filosóficas brotadas sobre el inefable cutis del socratismo. De los tres Diógenes es el que más se parece a un personaje en toda ley: no tiene otra entidad histórica que la de un Jesucristo en clave de juerga griega. Sin embargo hoy cualquier peatón que invoca al cinismo piensa en Diógenes y poco más. El cinismo más históricamente veraz era una bolsa de seres anónimos e inéditos. Salvo honrosas excepciones, nómades marginados, menesterosos y despreciados por las castas de los burócratas, plutócratas, artistas de la corte, castrenses, políticos y escribas.

Se apunta que en la época romana, y a lo mejor desde bastante antes, ya había algo así como dos cinismos, uno culto, cuyos ejemplares podrían ser Enómao o Demetrio, y otro popular, como el que compondrían los autores anónimos de las cartas apócrifas. Salvo por dichas esquelas el registro del cinismo no se debe en general a los cínicos sino a los satíricos, a los estoicos, los poetas epigramáticos o los padres cristianos, a los retóricos y a todos aquellos que estuvieron dispuestos a pronunciar algo sobre aquellos extremistas. Pero de no haber habido tantos cínicos, la mayoría ignotos, en épocas del helenismo y del Imperio de Roma, es probable que las figuras ejemplares de Antístenes, Diógenes y Crates se hubiesen disipado como vagas anécdotas vetustas; es decir, de no haber abundado los cínicos por varias de las principales ciudades imperiales no habría habido la misma necesidad de desenterrar una y otra vez a aquellos añejos predecesores. Goulet-Cazé estableció un catálogo definitivo de cínicos: 83 comprobados por la historia; 14 anónimos; 10 inciertos; 13 puramente literarios; 31 que aparecen en el epistolario; 1 por equivocación y 4 llamados perro pero que no eran cínicos. Un inventario de inspiración borgeana. Pero a juzgar por los testimonios de Juliano y Luciano, que los combatían con fervor, los cínicos se multiplicaban por muchísimas ciudades. «Todas las urbes están colmadas de esos advenedizos», chilla Luciano[4]. De manera que la mayoría de los cínicos perecieron y desaparecieron de la historia como seres indocumentados, innominados y desconocidos.

El cinismo se abastece de los suburbios de la ecúmene, aunque su mito de origen lo coloca en el centro. Si en la época de Luciano sobraban los cínicos en todas las localidades más o menos importantes, en un comienzo, aunque se concentraran en el epicentro civilizatorio provenían de los parajes más diversos. El movimiento germina en Atenas, el núcleo político-cultural de la edad clásica, con base en un vecino de baja estofa y sin rango de ciudadanía como Antístenes, heredero de un ciudadano ateniense de origen proletario llamado Sócrates. Pero desde que cristaliza con Diógenes su personal va a llegar desde la periferia, sean otras ciudades griegas (Tebas, Astipalea, Megalópolis, Corinto, Egina), sea el Medio Oriente (Gadara, Samosata), sean la Península de Anatolia y el Mar Negro (Sinope, Tracia, Éfeso, Lámpsaco, Borístenes, Licia, Prusa, Hierápolis, Pario), sea de Sicilia, o bien desde las costas africanas como en los casos de los varios egipcios del período romano. Siendo que por convención la era helenística comienza con la muerte de Alejandro en el año 323, año que correspondería a la muerte de Diógenes, suele afirmarse que el cinismo es una filosofía de factura prehelenística. Su fuente, su fase original mítica o heroica, es anterior al estoicismo y el epicureísmo quizá en un par de generaciones. No se ve muy bien con qué utilidad, pero hay gente que se empeña en establecer etapas en la trayectoria por el mundo de este engendro escurridizo. De tal suerte existe una división histórica canónica del eventual movimiento cínico que impone el consenso actual: un primer período que comienza en el s. IV a. C. con Antístenes y Diógenes y concluye a mediados del s. III a. C. con los presuntos deudores y alumnos de Crates, y un segundo período que podrá iniciarse hacia el 250 a. C. y extenderse llegando al año 500 d. C. El primero es griego-helenístico, el segundo abarca toda la era romana llevándole la delantera. El primero es tan breve –150 años– como maravilloso, en él prolifera la creatividad de los grandes nombres. El segundo sería tanto más extenso –unos 750 años– como menos interesante y original. Para William Desmond este enfoque mantiene una inconducente idealización de los orígenes, y por eso formula otra segmentación menos proclive a creerse el relato heredado por la tradición desde los romanos. Parcela entonces la cosa en cuatro fases: un período griego precínico (capitaneado por los protocínicos Sócrates y Antístenes); un período clásico griego dominado por las figuras tutelares de Diógenes y Crates (más Hiparquia, Metrocles y los primeros discípulos) y enclavado en el s. IV a. C.; un tercer período helenístico comprendido entre el s. III a. C. y el año 50 a. C. (según él de Onesícrito a Meleagro y Enómao); y un período romano o imperial desde entonces hasta el año 500 d. C. Esta segunda tentativa, como no podía ser de otro modo, no deja de ser igualmente bastante arbitraria. Goulet-Cazé prefiere hablar de un cinismo antiguo y otro imperial y punto. El primero tiene auge entre los siglos IV y III antes de Cristo y una cierta decadencia o dilución en los dos sucesivos; el otro prolifera en la primera centuria de nuestra era, se incrementa en la segunda, decae en la siguiente y manifiesta unos últimos coletazos en los dos siglos sucesivos. De los últimos siglos precristianos apenas se acredita un personaje destacado en Grecia, Meleagro de Gadara, menipeo que al final dimite del cinismo y se consagra a la poesía amatoria. También de la misma época podrían ser las primeras cartas pseudoepigráficas del colectivo cínico. Si ni Antístenes ni Diógenes ni Crates fueron propiamente cínicos, sino los próceres esgrimidos por los cínicos auténticos (o en todo caso protocínicos, como pone Louisa Shea), si Bión o Menipo fueron más bien disidentes o heterodoxos, Sótades y Cércidas apenas escritores filocínicos, o Meleagro un cínico renunciante, se temerá que no estamos contando la historia de los cínicos sino las de unos dobles, y si el cinismo es una forma antropológica de encarar la existencia podrá buscarse lo mismo en la Costa Rica del siglo XX que en la India bosquejada por Herodoto.

Todavía en el siglo XIX se mantenía la hipótesis de Antístenes como fundador o bien como maestro del fundador Diógenes. Esa fe se vino un poco abajo con la historia del cinismo que escribió Donald Dudley por la década del 30 y hoy prevalece la negativa. No hubo escuela ni fundador ni doctrina ni canon. Un corolario exagerado que por lo pronto tiende a aceptarse y que más bien les hace justicia: qué mejor para esa gente que rifar tal lastre por los aires de los vanos. Hay que dejarlo al cínico que haga pie en las ciénagas. Después de todo, y contra lo que decía Diderot[5], se deviene cínico. Uno no es, se hace. O lo hacen. La fuerza de las cosas, el rigor de la casualidad, el hambre y el amor. El exilio, la esclavitud o la deshonra hicieron cínicos a los hombres. La excepción fue la mujer, Hiparquia, ganada por el amor. El cinismo tiene su leyenda rosa –aunque estas versiones edulcoradas provengan de afuera, del enemigo o de espectadores risueños. De paso sea dicho, a fe de algunos la secta habría dado la primera filósofa de la historia, aunque no faltan precedentes entre los pitagóricos e incluso en la Academia. La primera antiplatónica seguro. Pero después de Crates de Tebas esto que habrá que entender por cinismo se va a volver hacia el anonimato o las letras. Influye por una parte en la escritura literaria, por otra en la forma de vivir y pensar de la gente común. Cunden los ascetas revoltosos y pedigüeños que no dejan rastro en la historia. Algunos serían analfabetos, otros ágrafos o sin medios para publicar. Pero el cinismo deja traza en el texto y aparecen filósofos y poetas híbridos que acogen los tropos del Perro y algunos lo sacan a relucir incluso como emblema moral-filosófico.

Un colectivo de individualistas insociables. Quizá tampoco fue un movimiento, porque eso supone una relativa organicidad. A lo mejor había que hablar de un fenómeno, un fenómeno social. Una filosofía de vida, como hoy se entiende la cosa, no necesariamente entraña una posición ante las problemáticas propias de la filosofía en sentido estricto o técnico, ni una formación puntual en la tradición filosófica. Se puede tener una filosofía de vida y ser un completo idiota filosófico, idiota en sentido etimológico, un lego total en la disciplina. Este no era el caso de los maestros originales del cinismo, de los cínicos famosos, duchos en intervenir en cuestiones filosóficas cortando el nudo gordiano, en combatir los postulados y posturas de otros filósofos profesionales u otras corrientes. Así el cinismo es, en términos actuales, una filosofía de vida dentro del campo de la filosofía, aunque sin teoría y más bien antiteórica, y por ende una filosofía antifilosófica. Estar al tanto de las discusiones internas al campo filosófico en la Grecia del siglo IV precristiano no requería tampoco una formación maratónica como pasa ahora. Estar al día debía de ser más bien fácil, lo difícil era tener la suficiente perspicacia como para intervenir y surtir los efectos drásticos que el cínico debía provocar en el contorno. Volviendo a este asunto de los campos, cosa que suena algo anacrónica ubicada en abriles tan caducos, el cínico, de Diógenes a Menipo, aunque siendo un tipo al que le gustaba ser border o golpear del lado de afuera, pertenecía al campo intelectual y sobre él operaba. Por lo cual la cosa no es solamente una regla de vida o una actitud social sino un modo de intervenir en el saber. En el nicho de los filósofos y en la trama del campo cultural. Una política contenciosa dentro de la filosofía, una sublevación interna. Son secesionistas de la filosofía. Otro cantar es que con el tiempo el cínico se convirtiera en poco más que un arquetipo masivo, en un tipo folclórico. Ahí comienza la historia del cinismo chabón. Una filosofía insurreccional que acaba convertida en una moda antisistema. El aluvión zoológico no es un invento peronista, en eso de la marginación al poder la jauría cínica se adelantó largamente. «Antístenes y Diógenes –dejó escrito Hegel– eran hombres de espíritu muy cultivado. Los cínicos que vienen después son repugnantes mendigos a quienes produce una indecible satisfacción irritar a los demás con sus desvergüenzas. No hay para qué tenerlos en cuenta en una historia de la filosofía y bien se merecen el apodo de perros.»

Para ser cínico había que ser claramente identificable por afuera. Bastaba un vistazo rápido para despejar a un cínico. Pero después empezaban los problemas. De una filosofía sin canon escrito, reacia a las nomenclaturas, librada un poco a la personalidad de cada líder carismático y a las soluciones al paso, podían esperarse sorpresitas. Así cínico y cinismo se volvieron palabras un tanto solubles y otro tanto enigmáticas y cundió la polisemia y al final la antonimia. Los campeones de las antinomias se volvieron las víctimas de la antonimia, o quizá los maestros astutos de un paradojismo siniestro. El cinismo dio para todo: para repudiar la civilización y para apoyar la gesta universal y civilizatoria de Alejandro, para combatir la filosofía y para difundirla llevándola a la calle y al pueblo raso, para expandir la ilustración y para cantar loas a la barbarie, para meter la filosofía en la literatura y la literatura en la filosofía y para repelerlas a ambas en todas sus formas, y en un último estertor para promover el cristianismo lo mismo que para sofrenarlo. Antonimia y falsificación nimban al cinismo. El cinismo, no el movimiento antiguo sino el cinismo en cuanto tal, al menos hasta que el peronismo no se universalice, seguirá siendo el hecho maldito de esta mitad del mundo amasada entre Grecia y Roma, esa fracción que en algún momento fue llamada Cristiandad.

Dijo Diderot que es necesario haber nacido cínico para entender al cinismo[6]. Sin embargo habrá que decir que los cínicos no nacen cínicos, nacen en algunos casos proletarios, plebeyos o esclavos y en otros nacen al cinismo eyectados con los fórceps propios de otro tipo de desgracias rotundamente contingentes, cuando no por haber topado con un maestro cínico –o protocínico– maravillosamente ejemplar. En la ontogénesis del cínico hay, por ende, una desgracia con suerte: primero un hecho adverso y atroz y acto continuo la buena estrella de topar un buen día con Sócrates, con Antístenes, con Diógenes, con Crates y siguen las firmas aunque a partir de ese punto tiendan a diluirse en el anonimato. A eso hay que añadirle una pizca personal. «Todo lo que necesitamos –escribe Luis Navia– para una metamorfosis cínica es la mezcla de los ingredientes correctos: una vida que ha sido sacudida por circunstancias naturales o sociales desafortunadas, un temperamento inclinado a la inflexibilidad y al extremismo, una voluntad fuerte y orgullosa dispuesta a afrontar cualquier situación, una mente dotada de una lucidez o de un excepcional punto de mira intelectual como para reconocer el error de la existencia humana del que hemos sido responsables, y las influencias filosóficas apropiadas.»[7]

 Al eslogan de Ortega yo soy yo y mi circunstancia podrá haber contestado Borges que uno es nomás su circunstancia. Con uñas y dientes y más bien a muerte el filósofo cínico, que suele proclamarse sabio, combate semejante dependencia, la sujeción a la coyuntura y la heteronomía. No es donde está ni como está. Lo natural y lo divino, llegado el caso, son las únicas referencias y todo el resto es ajenidad y externalidad y corresponde a la fortuna. Tiene los puntos de referencia en lo más alto y lo más bajo, se fundamenta por fuera de la cultura, es el enemigo acérrimo de la historia, que no es otra cosa que τύχη, vicisitud, catástrofe, siniestro, casualidad. El plantel cínico procede en general de los suburbios del mundo helénico y está encabezado por gente en situación de aprietos: Antístenes un mestizo pobre y un renegado de la sofística, Diógenes un delincuente prófugo salido de clase media de la remota periferia, Crates un señorito contrahecho despojado por la invasión alejandrina, Mónimo, Bión y Menipo esclavos libertos, Teles maestro de escuela, y algunos otros sí aristócratas renunciantes (Hiparquia por amor y su hermano por el oprobio al tirarse un pedo en el Liceo). En el origen del filosofar de los cínicos no está el asombro sino el accidente. Hubo un accidente y por eso hay un cínico. La caída es caída en desgracia: la guerra o la deportación, la esclavitud o la vergüenza gaseosa de Metrocles (que en criollo se dice desgraciarse) e incluso el curioso fall in love en la versión del cinismo femenino. El θαυμάζω, de entrecasa conocido como asombro y cuya adaptación contemporánea o pequeño-burguesa se llama angustia, es un punto de arranque que no tiene registro en el mapa biográfico de los cínicos. En el relato cínico no existe una crisis existencial o brote esquizo-melancólico sino un funesto episodio concreto, demasiado material y social en algunos casos. Si bien se mira son las circunstancias (περίστασις) las que van llevando a Diógenes a desprenderse de las cosas, son las circunstancias las que forjan en él su sistema moral: de la manipulación ilegal de la moneda sale el paradigma contra los νόμοι, de la huida de su esclavo Manes la autarquía y el despojamiento de la esclavitud. La circunstancia hace al cínico. Y el cínico debe deshacer la circunstancia.

Pero no todas las historias acerca de la conversión de los cínicos ubican el eje en la desgracia (ἀτυχία), en el revés o en la yeta, en una situación externa y penosa. Algunos, a veces, optaron por hacer arrancar la cosa en el extraordinario encuentro del candidato con el genial maestro, cuando no en la lectura de un texto tradicional. En el caso de Crates se ofrecen las tres posibilidades. Todos los cínicos gloriosos arrastran una narrativa de la conversión por el contacto providencial con el maestro. Este relato, que sólo compone una de las tantas versiones y formas de contar el cinismo, se lleva bien con la tradición doxográfica de las sucesiones y quizá en general apunta a anclar el origen en el adánico Sócrates, aquel que más allá de haberse instruido con otros, como decretó Héctor Murena hablando de Macedonio Fernández, era el único dueño de su propio genio. Macedonio el único entre los argentinos, y Sócrates entre los griegos. Pero lo cierto es que a estos seres ateridos, inermes en un mundo revuelto y zarandeado por la fortuna, no les quedaba más que un último recurso: sostenerse en sí mismos. Les fue dado un don, transmitido lejanamente por Sócrates, la virtud; un método, el ascetismo, y algunos otros valores, principios o técnicas relacionados con ambos. Con este equipaje ínfimo rodeaban al yo. Un yo poco y nada cartesiano, básicamente práctico, vívido, concreto, operativo y urgente, un insignificante y módico socucho a salvo del maremágnum de la τύχη. Un precario refugio que debía convertirse en inexpugnable. Según una fuente árabe a Diógenes, que siempre andaba a las patadas con el entorno, le preguntaron por qué no se hacía también la guerra a sí mismo y su respuesta fue: «Sólo me tengo a mí mismo, si me destruyo ¿de qué me voy a librar?».[8]

El yo de Antístenes como muralla, el de Crates como isla, o el de Marco Aurelio como promontorio, tienen su reverso en el yo como actor de Bión, pone William Desmond. Pero más bien en Diógenes se avistan a esos dos yo juntos y en plástica armonía, uno para sí mismo y otro de cara a los demás. Por afuera el cínico vive adaptándose a las circunstancias, o a las situaciones más bien, se amolda a los tinglados en los que se desenvuelve como histrión; pero por adentro es una muralla china. Porque los cínicos son héroes y actores: se representan a sí mismos. Libran una guerra y montan una escena al mismo tiempo. Héroes del espíritu –pone Sartorio– que se exhiben como artistas –pone Navia. Es un teatro sacado a la calle, arrojado a la vida cotidiana, en el que no se representa a otro porque actúan de sí mismos, como los malos actores. Pero el cínico es también explorador y mensajero, es correo de los dioses y se gobierna a sí mismo (βασιλεία) ante los demás como corresponsal de ellos y en su nombre, ejerce una potestad divina como los reyes del Ancien Règime. Bión decía que se debe tomar el papel que toque en suerte, sea el de vagabundo o el de rey; pero Diógenes no está dispuesto a abandonar el segundo, aunque asume que se lo interpreta a condición de que venga anexado al otro: el vagabundo-rey. El cínico adopta entonces una plétora de roles sociales de primer orden –gubernamentales, religiosos, policíacos y educacionales–, aunque nunca de carácter, por así decir, oficial. De manera tal aparece como κατάσκοπος, espía, guía, explorador o heraldo; ἐπίσκοπος, supervisor, vigilante, guardián, inspector; εὐεργέτης, benefactor social; σωτήρ, salvador; παιδαγωγός, maestro o tutor; διδάσκαλος, maestro o instructor; ἀρχός, gobernante o legislador; βασιλεύς, rey o jefe; σωφρονιστής, preceptor o consejero; νουθετές, censor; ἰατρός, sanador o médico; διαλλακτής, mediador; ἐλευθερωτής, libertador; προφήτης, profeta o intercesor; ἄγγελος, mensajero…[9]

Mucho antes del viaje al espacio de esa pobre perrita rusa de nombre Laika ya hubo en la Grecia antigua un canino cósmico sacrificado por los hombres. Pero es curioso que el κοσμοπολίτης prístino, Diógenes, el number one de los ciudadanos del mundo, el primero en cantar que la vecindad es el universo, obrando como si fuera el relevo ilustrado de la esclava tracia que reía de Tales de Mileto, sea también aquel que se jactaba de despreciar una y otra vez a los astrónomos. El cosmopolita era un refractario acérrimo de los cosmólogos, despreciaba tanto lo que ocurría en los cielos como en la ciudad, así en el κόσμος (o ορανός) como en la πόλις. La criada reía de ver caer en el pozo al metafísico, Diógenes los vitupera con sarcasmos por no saber dónde tienen los pies. Para no ser pedante hay que ser pedestre. Aunque no hay referencias de ello, la anécdota de Tales y los pozos, debería estar en la base del cinismo, una filosofía antifilosófica, una especie de vástago mestizo resultante de la cópula entre Tales y la sirvienta. Para los cínicos los pies no son menos importantes que la cabeza, por algo eran cuadrúpedos. Al platónico le basta con operar sobre su coco, ir directo al cerebro. Tiene el cuerpo bien al resguardo y con garantías. El cínico, philosophe à quatre pattes, debe pararse de manos ante la suerte –que es grela. No puede darse el lujo de las soluciones puramente discursivas y mentales. Vive de pies a cabeza, como demuestra Diógenes cuando se echa perfume en las patas: «El perfume de la cabeza va al aire, pero el de los pies al olfato»[10]. Opera siempre por abajo. El σμα para él no es la cárcel del alma, como postulaba Platón, sino más bien su materia prima. Para llegar a esos fines del espíritu se debe trabajar con el cuerpo, a partir de él. Se entiende así la frase clásica de Goettling, que llamaba al cinismo «la filosofía del proletariado griego». En ese sentido el cínico trabaja con el cuerpo como el operario fabril y se embarca en un ascetismo estajanovista. Un ejercicio simplemente espiritual no lograría el endurecimiento que ha menester para sobrellevar su suerte. Son los atletas del psiquismo, los gimnastas del ánimo. Se trata de esculpir la voluntad (porque hablar de espíritu o alma para mentar a esta gente no deja de sonar a la idealización perdonavidas de la tardía mano estoica). A la εδαιμονία se debe llegar sí o sí en las malas y en las buenas. Pero el cinismo es un método para el que está en las malas, sin fe y sin yerba de ayer. Un método orientado a lograr la εδαιμονία sin la aquiescencia de la τύχη, a prueba de balas, un radicalismo que el Aristóteles de la Ética a Nicómaco veía como imposible. Para el cínico, que era un κακοτυχής, un tipo caído en desgracia, basta con la ρετή, excelencia o virtud, para encontrar la bienaventuranza o felicidad (εδαιμονία). El bueno de Aristóteles consideraba que sin un poco de buena suerte o ετυχία no iba a ser posible. Pero a la ετυχία hay que darle con la indiferencia, porque de contar con las mercedes de la buena fortuna –bendición poco probable en estos seres a la intemperie– los cínicos se abocarían a espantarla a base de emprendimiento hercúleo, de ascesis in extremis.

Brama el Diógenes de Séneca: «Preocúpate de tus negocios, fortuna, que nada hay en Diógenes que te pertenezca» (nihil apud Diogenem iam tuum est)[11]. La cuestión es ser invulnerable ante la timba de la vida, lograr una técnica de defensa personal contra el azar. Estobeo asegura que Diógenes así como resistía al νόμος con la φύσις y al πάθος con el λόγος, a la τύχη la ajusticiaba con el arrojo o θάρσος. La audacia. Casi un temerario de la virtud. Como se ve, la σωφροσύνη socrática –léase moderación– queda en el arcón de los trastos viejos. Robustecer el ánimo y el cuerpo de tal manera que uno quede amurallado ante la suerte. El término ἀναγκαῖος se ajusta al esquema vital y moral perruno: lo mínimo, lo indispensable, lo necesario o esencial. Ese es el rango para la vida cínica: bastarse apenas con lo imprescindible, vivir con lo mínimo, andar con lo puesto. Si no se tiene nada, nada puede perderse. Todo lo contingente, lo ajeno. Lo único que tiene Diógenes, salvo el bastón, el morral y el manto raído, es la virtud, que aprendió del maestro y que no es un bien aleatorio: una vez conseguida, punteaba Antístenes, queda para siempre. Este hombre argumentaba que la virtud es enseñable y no se puede perder, un inescrutable optimismo difícil de tragar por nosotros, las víctimas del idiotismo de la modernidad. El que conoce el bien no puede querer el mal, dice Platón. En cambio para el cínico el que logró la virtud se inmunizó contra la mala fortuna acariciando algo así como una eternidad activa que lo reserva de toda calamidad y decadencia, al menos en la medida en que pueda mantenerla tonificada a fuerza de un training perpetuo. La εὐδαιμονία no es un jardín donde se riegan los placeres, es el estado de beatitud que resulta de la realización de la ἀρετή. A ella no se llega por el confort sino por el despojamiento, nada que ver con un enlazamiento de satisfacciones sino con la puesta en acto y ejercicio del temple de excelencia de la vida del sabio (los griegos nada sabían de liberalismo protestante ni les interesaba leer a Bentham). Es bueno que sufras para no sufrir, le tira Diógenes a un amigo que andaba pidiendo auxilio por sus dolores[12]. Sufrir es la causa del no sufrir le dice Crates a la Hiparquia parturienta[13]. La receta paradójica –como lo es casi toda fórmula cínica– encubre una sapiencia en extremo simple si no obvia. El πόνος es un sufrimiento auto-inducido llamado esfuerzo cuyo objeto es sortear el imprevisto πόνος o sufrimiento impuesto por la suerte o por la propia naturaleza. Sufrir para no sufrir y disfrutar del rechazo del placer. Estos perros no hacen otra cosa que blanquear la sublimación, paradójico propósito para un primitivista, para un personero del κατὰ φύσιν, para una corriente que según Plutarco tenía por única meta bestializar o asilvestrar la vida (ιvα τòν βίον αποθηριωση)[14]. Pero lo hacen con el método del atajo, que expurga de la παιδεία los entretenimientos de mentirita o παιδιά, los jueguitos infantiles del pelotero lectivo, las peroratas de gramáticos y matemáticos, los luengos discursos, la παιδεία humana, porque a la bestialización se llega por los dioses. El atajo ha menester de un loser vocacional o vigoréxico de la frustración: por eso Diógenes sale a diario a manguearle a las impávidas estatuas, porque debe ejercitarse en el fracaso, y así las inviste con el carácter de otro, las reconoce como alter ego, como interlocutor válido o como coéquipier. Tiene el lema de Beckett, fail better, quiere fracasar cada vez mejor. La ascesis presupone la denodada práctica del malogro y el convertir al desprecio de los placeres en el gran placer de los dioses («hedonismo paradójico» al decir de Claudia Mársico). Fracase usted mismo, do it yourself. No lo deje a su suerte, que lo que no mata fortalece[15]. Y cuanto peor, mejor. Filosofía de lo efímero y filosofía de emergencia. SOSfía. Contra la furia del oro y la furia de loros, las gracias del perro, del Sócrates furioso: adiestramiento en la frustración, desprecio de la suerte y entrenamiento en el desprecio del placer hasta hacer de tal gimnasia y tal desdén un soberano e incomparable placer. Endulzar el sufrimiento, ponerle miel al remedio, gozar de las fatigas hasta invertir los términos, que de eso va esta empresa. No hay un goce cínico, el goce es cínico.

 A criterio de William Desmond, el perruno es un ascetismo no negador del mundo, alegre y hedonista, cuyos dos pilares, πόνος y ἆθλος, el esfuerzo y la lucha, fungen incluso como medios de maximización del placer. He aquí un ascetismo tan radical como mundano, privado de recompensas póstumas. Pero esto no quita que otros vean semejante hombrada como una completa e irreversible ruptura con el mundo. Así lo dictamina Luis Navia en un libro al que precisamente llama Diogenes the Cynic, The War against the World. Sin embargo ese mundo sin redención es the social and political world, no el mundo tal como lo pintaría un renunciante cristiano, ni tampoco el mundo o la vida despachados por el nihilismo y cinismo modernos. La vida no es un error, como opinaba Schopenhauer, o en todo caso es remediable. El cínico suele barajar un cándido optimismo de reformador impenitente, de lo contrario esa certera actitud de estar siempre escorchando al transeúnte, que lo pinta de cuerpo entero, carecería de excusa. Acá el no future no admite la desazón.

Macedonio Fernández había definido al atrabiliario peruano Alberto Hidalgo como genio del desprecio. Siempre amable como era, pero también indirectamente punzante, haciendo fintas por la ambigüedad le recomendaba alcanzar como un consecuente paliativo el desprecio del desprecio. Ese fue un poco el espíritu que Crates de Tebas inyectó en el legado de Diógenes. La palabra καταφρόνησις, permutable por desprecio, tiene un relieve formidable en el tesauro de esta filosofía. El cinismo, según los registros que quedan, es una filosofía del desprecio al menos en dos ítems: desprecio de la fortuna –de las circunstancias– y desprecio de los placeres. El cínico es un maestro del desdén, desdeña la especulación científico-filosófica, desacredita la religión positiva, cultiva la grosería. En la hipótesis de Navia, Diógenes se sirve del vulgar y grotesco language of the body para hablar el mismo idioma de las masas y poder ser escuchado, porque detrás de las tonterías berretas de su comportamiento había una seriedad incomparable. Era consciente de que emprendía actos ampulosos, de que debía exagerar la nota, como los directores de coro –decía– que cantan por arriba del tono para que los demás no lo abemolen, porque el cínico debe ser un modelo hiperbólico. Pero la táctica del desprecio debe conducir a la alegría (λαρότης), a la tranquilidad (συχία), al buen humor (εφροσύνη). El enemigo no es tanto el placer sino la λύπη, amargura, angustia, tristeza. Así como hay un dolor baladí e inservible (πνος ἄχρηστος), hay un placer verdadero que se conquista a través del sufrimiento salido del esfuerzo, que es el propio de la naturaleza (πνος κατ φύσιν). En el cinismo el valor –en cualquier sentido del término– surge del trabajo (πνος), no desde luego del asalariado o esclavo, sino del libre, voluntario y ocioso (la σκησις). Los esfuerzos naturales dan placeres naturales, es decir simples –comer cuando hay hambre, dormir cuando hay sueño–, que son los más difíciles de arrebatar por la garra arpía de la fortuna. No hay que caer en la tristeza ni en el enamoramiento. La fórmula está en la dureza. Ahí sí que no tiene nada de hippie el cínico y recubre toda su retórica de terminología militar, guerrera, espartana. Hay que dar batalla a la τρυφή, molicie, suavidad, delicadeza, vida licenciosa. La vida cínica es un combate (ἀγών), una lucha (βιάζω), un servicio militar (στρατεύω) para sí mismo. No extraña que Luciano los represente como el ejército del Perro[16]. Los transgresores por antonomasia de la Hélade lejos estaban de alentar el camino de la ὕβρις: la fórmula es la reacuñación de la moneda y va en sentido contrario, en la virtuosa dirección de la vida dictada según naturaleza. La dictadura de la naturaleza abre las puertas del reino de la libertad. Lo que la φύσις murmura en el oído de un griego es nada en exceso, ella da la medida de las necesidades, el μέτρον. Al cínico lo que le impone no es otra cosa que la verdadera ley de la manumisión. No se trata de liberar los impulsos y las emociones espontáneas y dejarse llevar por el deseo o lo que pinte en el momento porque sí. Al posmoderno ni se le ocurre que de la naturaleza se pueda extraer una norma de continencia: o bien ninguna o bien una en sentido contrario, ya que la naturaleza intervenida por el capitalismo y la tecno-ciencia, finiquitos del judeocristianismo protestante, es el nicho más bien de lo profano. La vida hippie y la moral anarcodeseante en un punto heredan más de los sofistas esos que muestra Platón que de esta rama caída de la minoridad socrática. Los cínicos originarios operan manu militari y con vocabulario castrense adjunto. Se trata primero de forjar el carácter, esta filosofía no va mucho más lejos. Después, de obrar en consecuencia y salir al ataque: prédica y burla. Así cuando en alguna reciente historia de la filosofía los cínicos son despachados a las apuradas como «los perroflautas de la Antigüedad»[17]se está salteando este costado poco y nada californiano, aunque la panorámica le haga justicia a la vulgata del fenómeno gregario. De los siglos IV y III de la Hélade conocemos las fantásticas peripecias y sentencias de los célebres fundadores, del tiempo de Roma las mofas e insultos descerrajados por los capitostes de la cultura sobre una masa informe y depravada –más algún que otro nombre casual de algún frontman de parroquia numerado por inciertos menesteres. Lo que fue un panteón de superhombres de la sabiduría, mutantes de Heracles y Sócrates, la Esparta del pensamiento, termina en los anales de una tribu urbana de lúmpenes estetizados. Cualquier oxímoron puede hacerse carne bajo bandera del cinismo.

También incurren en una cierta filosofía de la barbarie. Aunque no deberían entusiasmarse mucho algunos, porque esa barbarie no es una llamada a la pasión ni al telurismo. A esta gente no les interesan ni Sarmiento ni Quiroga, punto en el que forman fila en la generación niní (de hecho ni estudian ni trabajan). Para Sarmiento bárbaro era su propio pueblo, las Españas eran bárbaras; para los griegos los otros pueblos. Diógenes procede al revés: trae para sí esa alteridad. Barbarie rima con moralismo y rigor ascético y con razón y cordura. Dice García Gual que el cínico no ve al mundo como trágico sino como absurdo. Para ellos, no obstante, la vida no es un error como para un Schopenhauer; pero en todo caso la civilización sí. De ahí un optimismo moral montado sobre el pesimismo político. El nihilismo del profesor germano es también soteriológico pero no catequístico –aunque se tomó el trabajo de explicar en varios miles de páginas un sistema redentor por la emancipación de ese τύφος conocido como voluntad. Pero la vuelta a la naturaleza es un pregón que no viene sin audífono, ya que este pastor por prepotencia demanda un rebaño al que apalear, de modo que la singularidad de esta escuela de ermitaños fuerza al cínico a existir como tal jamás fuera de la mirada de su otro. No es sólo un reglamento disciplinario de pobreza y autodependencia, es siempre ostensivo y exige volverse un extravagante. Por eso beberá su propia cicuta cada vez, los tufos; será visto como un fanfa, un atajo a la fama, la sinceridad como el camouflage de la impostura. Se trabaja con eso para ser cínico, porque el cinismo sólo puede estar operativo en un mundo en el que pueda conquistarse el renombre a condición de despreciarlo organizadamente. Cuando ese tipo de sociedad no existe no tiene cabida alguna. Como Sócrates, el primitivista cínico ladra en un desierto urbanizado, en la metrópoli y entre los hombres, pero a cuatro patas y por chasco. No salirse del mundo sino estar en medio del mundo sin ser parte de él. Los tipos son agorafóbicos, pero eligen vivir en el centro las 365 jornadas a sol y luna, sin solución de continuidad durmiendo a los pies de los edificios estatales. Así pareciera que lo público se convierte en el público, sus vidas cotidianas en representación teatral. El drama con ellos sale de escena, la Comedia y la Tragedia se aparecen ante los transeúntes entre los cajones de verduras y las tarimas asamblearias del mercado, se convierten en escándalo filosófico. A estos héroes del espíritu no les queda otro camino, como pone Sartorio, que la propaganda por la acción («su vida es el mensaje», dice). Vistos como estetas de la existencia, estetas feístas, se convendrá que además de denunciar el lujo como vulgaridad hacen de la vulgaridad un lujo y del mal gusto el placer aristocrático de desagradar (Baudelaire dixit). «Humor barato», que dice Finley. La verdad es una broma de mal gusto, la bajeza y la estupidez pueden ser las vías del desenmascaramiento orquestado por este teatro del abuso que lleva adelante el payaso irrefutable.

Volviendo a lo de la barbarie, un texto firmado por James Romm asegura que el cinismo se puede definir como el ejercicio de un extrañamiento voluntario de la propia cultura, llevado a cabo tomando en préstamo la mirada extranjera y primitiva: un examen de la cultura griega adoptando la perspectiva bárbara. La antropofagia, por ejemplo, era una costumbre entre los indios, que se sobresaltaban ante la cremación practicada por los griegos, y efectivamente se ve en los cínicos un coqueteo con la primera y algunas imprecaciones burlonas sobre la segunda. Este autor llega a decir que el cinismo era más la amplificación de una tradición literaria preclásica que un movimiento filosófico del siglo IV. Entre esas enrarecidas historias que llegaban del Oriente se hallaba la de los Cinocéfalos, contada por el médico e historiador de la segunda mitad del siglo V Ctesias de Cnido, que fue prisionero de los persas y sirvió en la corte de Artajerjes II. Estos Cabeza de Perro vivían en las montañas, vestían pieles de animales, poseían enormes colmillos y uñas cuasi caninas, y si bien entendían el idioma de los indios, no podían hablarlo y se comunicaban con ladridos o señalado los objetos[18]. En la cultura griega esa mirada extranjera está representada por la figura de Anacarsis. No hay registros indicando que Antístenes, Diógenes y Crates lo invocaran, pero algunos cínicos anónimos lo convirtieron en patrono y antecesor y escribieron un epistolario a su nombre. Considerado uno de los Siete Sabios, distintas fuentes antiguas no cínicas de la era romana lo dejan ver como todo un cínico ante litteram, no por cierto a un inasible Anacarsis histórico sino a uno configurado por tradiciones griegas previas a la irrupción del movimiento surgido de Diógenes. Aunque es imposible saber cuánto de intervención cínica concreta hay en el ensamble de este personaje, los planteos que dirige a la cultura griega son en buena medida los que terminan empuñando los cínicos originarios. De ahí la hipótesis de una especie de atmósfera cínica existente antes de los cínicos propiamente dichos, de un cinismo previo a los cínicos. Que ciertos cofrades de la secta perruna usufructuaran de testaferros a personalidades remotas como Anacarsis y Heráclito, poniendo en boca de ellos un credo de corte cínico, indica que pretendían hacer del ideario cínico un pensamiento y una forma de vivir que no debían limitarse a guardar fidelidad aural y personal a Diógenes, ni a su maestro Antístenes o a su alumno estrella Crates, que el cinismo no tenía dueños o rúbrica, ni fechas de gestación y caducidad, sino inspiradores de varia procedencia, dentro y fuera de la civilización griega. Esto avala la imagen del cinismo no como doctrina sino como forma de vivir y de proceder en el mundo.

Por lo demás reacuñar a Diógenes, por no decir falsificarlo, puede haber sido una tarea inherente a todo cínico, más bien un deber. Y en tal empresa no les fueron en zaga los profanos o no-cínicos. La imagen de Diógenes es insólitamente múltiple, inextricable, de aristas que parecen incompatibles. Debajo del polvillo de dos milenios y medio no hay cómo dar un Diógenes histórico –acá comillas. Poco inquietaba ese prejuicioso noúmeno a los incontables portagrama que escribieron en vida la Antigüedad, que apenas tenían tiempo para hacer libre uso del elemento según los intereses de turno. ¿Cuál de todos los cinismos le fue fiel? ¿El de tipo hedonista, el de corte ascético, el letrado, el vulgar? ¿Era un mendigo errabundo que pernoctaba en una tinaja o un filósofo con todas las letras? ¿Un predicador callejero, un vago que hacía bromas procaces, o un intelectual que cultivaba la dramaturgia, tomaba alumnos y escribía tratados y diálogos a dos manos? ¿O era nomás el pack completo? Cada especialista de los tiempos que corren da una versión con mayores o menores pruebas, pero nunca terminan de convencer. El cinismo transcurre por unos 900 años, es algo más o algo menos que una filosofía. Se desborda, no tiene confines precisos, por cínico pueden entenderse demasiadas cosas. Vistos como una secta multitudinaria a la larga acaban dando la imagen de un nuevo folclorismo, anti-tradicional, globalista, del nuevo régimen, como hippies, rockers, punks y la mar en coche lo fueron y lo son de la pax americana. Individualistas tribales, paradójicos fanáticos de las nuevas costumbres, fundamentalistas del tradicionalismo efímero condenados a un comunitarismo autofágico guiado por la ley de la anomia, del παραχάραξις. Vistos de a uno no se sabe si eran rock stars, egocéntricos autorreferenciales inscriptos en un movimiento sectario, o por otro lado cenobitas urbanos con pluma satírica adjunta, populistas ilustrados que medraban como francotiradores de la cultura letrada. Si la alteración de la moneda fue la máxima superior del cinismo, se dirá que eran antiplatónicos furibundos y principistas: fundamentalistas del cambio (antieleáticos más bien). Un movimiento pro movimiento, devotos de la buena nueva que harán conectar a los sofistas con los cristianos y dispararán la modernidad consumada. Recién Nietzsche los termina de comprender cuando reinventa la transvaloración (que al fin y al cabo no era más que un new name for some old ways of thinking, que diría William James) y anuncia por medio de un Diógenes apenas disfrazado una muerte de Dios que no dejaba de ser un viejo invento acuñado por los discípulos de Jesucristo, el Dios asesinado por los hombres. Si el cinismo tiene fecha de fundación es la misma que la fecha de defunción de la era clásica: la muerte de Diógenes. Tal sería la tesis de Sayre. Óbito incierto adeudado a un perro, un pulpo, el tifus, o bien suicidándose de una manera que solamente podía ser llevada a cabo por un hombre divino, por un cuasi-dios: conteniendo la respiración. Esa idea de un dios miserable y zarandeado por la desgracia nos suena. Si Jesús no fue cínico pegó en el palo. Diógenes, el hijo de Dios. Sin embargo los cínicos pretendían ser como los dioses –imperturbables y autosuficientes–, en cambio los cristianos hicieron que Dios se hiciera como los hombres: mortal, de carne y hueso, pobre y apaleado como un cínico ante la Τύχη. Habrá que pensar que a la larga las soluciones político-religiosas de los romanos no dejaron de comportar una combinación o síntesis superadora de platonismo y cinismo, ya por la herencia griega del estoicismo o por la judaica del cristianismo.

Todo el que tenga buen trato con los perros sabe que esta gente a cuatro patas responde –si no tienen un nombre doméstico– a un silbido (para llamar la atención de un gato se requiere en cambio, como para molestar a una bella por la vereda, de un chistido). A estos perros sin correa, que no se dejaban atrapar por el lazo social, también les encantaba que los silben, porque el abucheo los vigorizaba. Héroes del desapego y campeones de la autoayuda, si bien preferían la ilustración del ejemplo performático y si tenían que ceder a la escritura usufructuaban la sátira como desplante a la literatura y la filosofía. Dureza y escándalo. La ἀπάθεια que prometen trabaja contra la sensiblería y el apego, contra los estragos de los afectos. Porque a las pasiones se las contrarresta con las acciones, he allí el fin de los ejercicios psicosomáticos y de las performances, escraches, piquetes. Es ἔργα contra πάθη. Al espíritu se llega por el cuerpo, no hay ejercicios espirituales sin la rudeza de la gimnasia, no hay dos mundos. A diferencia de la ascesis platónica, racional-intelectual, que busca liberar el alma, la mente, el intelecto y la psique de la cadena que las ata al cuerpo, la ascesis cínica, con un fin no tan distinto como parece a primera vista, opera sobre el cuerpo y con el cuerpo: se convierte principalmente en entrenamiento, en ejercicio físico, aunque el propósito sea liberarse del yugo y las cargas del cuerpo, otra vez el dolor como analgésico. E incluso, como yendo más allá de la meta y los pregones de los epicúreos, el dolor, el sacrificio y la abnegación hasta el punto tal en que se hacen placer, pero el genuino placer. No obstante la historia les juega malas pasadas, aunque no dejaron de ser una de las corrientes más exitosas jamás habidas, en cierta forma un núcleo indestructible como la virtud de acuerdo a Antístenes. Lo antónimo aflora no sólo en la palabra cinismo, la ἀπάθεια se vuelve apatía, flojera, desidia; por indolencia –que es lo que buscaban, la vía del dolor para ya no sentirlo– se entiende dejadez, abandono. Por eso no extraña que estos moralistas renunciantes fueran vistos por propios y extraños curiosamente como el summum del hedonismo. Antístenes y Diógenes arrebataron a Heracles de las tradiciones hasta convertirlo en un guía, a la postre el patrono de las huestes cínicas (aunque, como apuntaba Höistad, las camadas subsiguientes, unos implicados con los cirenaicos, otros recostados en el ascetismo oriental, parecen haber ido perdiéndolo un poco de vista). Con semejante modelo Diógenes puso alta la vara: en el campo cínico la vida filosófica se realiza a través de las proezas. Pero no hazañas intelectuales, sino proezas y porrazos. Este aventurerismo filosófico se vuelve cinematográfico mientras quiere darle al público una lección, ya que el otro del cinismo es al mismo tiempo espectador, alumno, paciente, enemigo visceral y clientela. Dar una lección se entiende de dos maneras. ¿El cínico se vuelca a evangelizar o a recriminar? ¿Es catequista o censor? ¿Predicador o satírico? ¿Su misión es la denuncia o la pastoral? Ambas, probablemente, dependiendo de a quién apunten. Autodidacta, autosuficiente, soberano, todo eso sí pero no un solipsista ni un idiota. Adopta, en teoría al menos, una especie de compromiso comunitario y político, aunque no sea con la comunidad y la ciudad presentes cuyas monedas procede a troquelar. Increpa y reprende –verduguea y bardea, dicho para la sucursal argentina– a los necios y locos irredimibles y a los rescatables puede querer curarlos y sacarlos buenos. Diógenes, da la impresión, fue especialista en el rubro primero; Crates más inclinado al otro. El policía malo y el policía bueno. Diógenes, cuyo personaje tuvo infinitos guionistas, en general se muestra pesimista y escéptico en cuanto a convertir; pero así como el estoicismo antiguo estaba tocado por su agresividad impasible y el romano se vuelve edificante y consolador, así también el cinismo, que tanta letra parece haberle dado al cristianismo, cuando no al mismo Yeshúa, puede haber adoptado en algunos de sus caciques y feligreses esa tendencia servicial y mansamente redentora. ¿El cristianismo primitivo fue una herejía del judaísmo o de la hetería del Perro? El moralismo implacable de Diógenes y el ligeramente atenuado de Crates –en línea con el carácter de Antístenes, si bien matizado en ambos por el humor y la mordacidad– podían resultar contrastantes, en épocas de Epicteto, con la actitud de ciertos cínicos que ya habían pasado por el filtro del demasiado riente Menipo o del más acomodaticio Bión. Ante cínicos menos dados a la seriedad y otros menos dados al rigor moral, sino a la decadente imitación exterior, es probable que algunos como Dión o Epicteto se hayan sentido forzados a recuperar y reciclar a los antiguos maestros y a esos fines les hayan agregado unos cuantos aditamentos demasiado sublimes y extemporáneos. Cuando el emperador Juliano se encuentra con los cínicos de su momento concluye que los ríos fluyen al revés, es decir que van a contracorriente de Diógenes y los cínicos fundacionales[19]. La frase, una cita de Eurípides, ya aparecía expresada por boca del que compró como esclavo al mismo Diógenes, quien dando vuelta la torta procedió a darle órdenes. Hacer correr las aguas en sentido inverso es más bien un principio del cinismo. No son las aguas físicas sino las rías de la cultura como artificio contra-natura. Sin embargo la inversión de los valores puede dispararse más allá de los límites que impone la naturaleza y convertirse en el absoluto cínico: alterar el curso de la moneda sea cual fuere la moneda en curso. Según esta lectura no se trataría de vivir conforme a la naturaleza sino de ir a contracorriente: no la naturaleza sino la contracultura. Lo que se enseña es cómo llegar por la vía más corta a ser señor. Se puede ser el amo con un método rápido. Vista así la cosa es fácil darse cuenta de por qué cinismo significa desde tiempos bastante inmemoriales lo que hoy significa. Dicho de un modo menos comprometido, el cinismo no es otra cosa que un atajo a la excelencia, una cortada en diagonal cuyo destino es la perfección. Así fue definido en especial dentro de ciertos sectores del estoicismo helenístico. Este objetivo tiene un nombre preciso en griego antiguo, ἀρετή, un término demasiado escurridizo a la hora de querer traducirlo. Se lo traslada desde antiguo como virtus y virtud, aunque esta palabra a fecha de hoy dice cada vez menos y se presta a confusiones. La moral cristiana heredó el término de la tradición de la filosofía griega levantada sobre la efigie revolucionaria de Sócrates. En manos de este señor lo que era rango, distinción, masculinidad, superioridad, proeza y valía, estandarte de un halo aristocrático, cobró de pronto otro sentido. Ups ¡la transvaloración! Lo que era insignia de preponderancia nobiliaria, heráldica de clase dominante, pendón de un vitalismo oligárquico, se revistió de ascética intelectual y moralista. Sócrates fue el primero en falsificar este capital, un adelantado en reacuñar la moneda en curso, el primero de los cínicos ergo. Al menos con respecto al metálico antedicho, la ἀρετή. Desde que apareció ese hombre esta palabra siguió significando lo mismo, pero empezó a tener otro sentido. Ese sentido fue incluso exagerado por los cínicos; pero como estos tipos llevaban todo a los extremos, y los extremos se tocan, en cierta forma también le devolvieron a la virtud algo de su arcaica aureola. Desde que esta palabra quedó a tiro de la grey perruna la vida virtuosa como voluntad de señorío y la narrativa moralista como discurso del amo quedaron mucho más a la vista. El cínico persigue la virtud, la excelencia, la perfección olímpica, convertirse en un hombre divino, en un dios encarnado. Claro, un dios mendicante, paupérrimo y paria, marginado, maldito y humillado. A la larga tal audacia encontró un giro imprevisible: convertir, al revés, a dios en un hombre, en el más humilde y humillado de los hombres, e incluso en el hijo del hombre. Pero esta ya es otra historia.

El menor de los pecados en que incurre quien departe sobre el cinismo o los cínicos es el de la sinécdoque. Entra de todo en este combo. Los predicados que se le asignen podrán ser permutados por otros, preferentemente por los contrarios. Se está poco menos que ante lo que cierto vulgo pedantesco llama un significante vacío, que en algún momento, más temprano que tarde, fue bandera de un enrarecido hedonismo irrestricto o de un ascetismo categórico hasta lo morboso, siempre a ley de resistirse belicosamente al pundonor tradicional e institucional, así como a los pruritos de la chusma. En nombre de la desvergueza era viable enfrentar al moralismo del pueblo o de las élites, lo mismo que a su inmoralismo. Aquí las reversiones del cinismo y aquí la impostergable ambivalencia. Que no haya habido un cinismo –lo que es bastante evidente– tampoco indica que cada adscripto de modo inexorable fuese en sí un cinismo, distintivo e indiviso: abundan las relaciones sobre perros actuando en bloque, en manadas. No todos eran solitarios inflexibles ni faltarían los grupúsculos, facciones, células y por ende disputas y conflictos sectoriales, además de personales, entre contemporáneos y entre épocas y generaciones. Al mismo tiempo este acervo heterogéneo y disperso fue escamoteado por usuarios de todo pelaje y así el comodín llamado Diógenes, que nunca dejó de ser un contradictorio fetiche colectivo de la misma civilización grecorromana, incluso un simpático y caricaturesco héroe infantil de los silabarios y manuales de los programas educativos. Por otro lado, el deporte de discriminar un cinismo real de uno falso, el bueno y el malo, viene de fábrica casi y se prolonga hasta el lunes pasado. Si es cuestión de gusto está bien. El artículo de Diderot en la Enciclopedia separa a unos delincuentes disfrazados de segunda ola, de unos honestos entusiastas de la virtud de primera. Hegel aportó lo suyo, salvando de mala gana al sinopeo y a Antístenes (Crates para él era apenas el exhibicionista que fornicaba en el Pórtico con Hiparquia). El último de los centinelas es Sloterdijk, más fino. No cuesta imaginarse la carcajada de Diógenes, allá en el Hades, al escuchar la refutación tautológica e insidiosa de Hegel. Que el cinismo sea un producto de su época o de su cultura… ni fu ni fa con ubicar el absoluto en otro rincón. Se está para otra cosa, no para seguir haciendo girar el sofístico trompo de los dialelos para lelos. O sea que Hegel en una sola finta los excluye de la historia de la filosofía incluyéndolos en la historia a secas. Esa libertad de que se infatuaban podía tener cabida y entidad merced a condiciones sociales dadas, qué duda te cabe Diógenes. (Ninguna, che.) Cómo no lo iban a saber aquellos mismos que cifraban su autonomía en la parasitaria dependencia de la limosna del prójimo. Condenado a ser meteco, trabajador o esclavo, el cínico se las ingenia para no ser explotado por la sociedad, por el πολίτης, sino para explotarlos. Lo que se llama una inversión de los valores bien materialista: convierte a estos zánganos, los amos, los aristócratas, en tributarios que le abonan el salario del pordiosero dándole el mendrugo que lo retiene en vida. Ser el zángano de los zánganos.

A riesgo de propender a la metonimia o a la entomología forense algunos han aspirado a condensar el cinismo en un esquema portátil. Long estableció siete proposiciones cínicas fundamentales, Navia extendió la lista a doce (aunque se refiere al «pensamiento de Diógenes»). La siete premisas capitales de Long: 1) la felicidad es vivir de acuerdo a la naturaleza; 2) está a disposición de cualquiera que sea capaz de someterse a un entrenamiento físico y mental; 3) su esencia es el autodominio, ser feliz incluso en las circunstancias más adversas; 4) el autodominio implica un carácter virtuoso; 5) quien es feliz es sabio, libre y soberano; 6) lo que convencionalmente se tiene por necesario para la felicidad –riqueza, fama, poder político, etcétera– carece de valor en la naturaleza; 7) los óbices a la felicidad son los falsos juicios de valor, las perturbaciones emocionales y el carácter vicioso que emerge de esos juicios. Ahora las de Navia: 1) el objeto de la filosofía es solamente la existencia humana; 2) la existencia humana es básicamente física; 3) hay que vivir cada momento como si fuese el último; 4) el fin es la felicidad y para eso es menester dar con la comprensión correcta de la felicidad; 5) la felicidad no consiste en lo que cree la gente ordinaria: posesiones, placeres, comodidad, poder, fama, erudición, una larga vida y tales; 6) la felicidad es vivir de acuerdo con la naturaleza; 7) la razón, esto es la claridad de espíritu, y no el deseo o la emoción, discrimina lo natural de lo antinatural; 8) el retorno a la naturaleza es posible para todo ser humano; 9) la mente y el cuerpo se liberan de la ofuscación y los malos hábitos por la ascesis o disciplina; 10) imperturbabilidad y autosuficiencia, estar en el mundo sin ser parte del mundo; 11) cosmopolitismo: el mundo pertenece por igual a todos sus habitantes, humanos y no humanos; 12) hay que desfigurar la moneda: una guerra total contra el mundo.[20]

La configuración que hace Juliano del cinismo parece tener un solo propósito: desbaratar la coyunda entre cinismo y cristianismo. En las dos diatribas que dedica a los cínicos que fueron a entrevistarse con él, Juliano desarrolla una rápida conceptualización de un cinismo originario y verdadero, pero el fin que tiene entre manos, obviamente, no es ocuparse de hacer un estudio sobre esta corriente filosófica, sino contrastar su idea respecto de lo que fue y debe ser el cinismo con el programa, las proclamas y las prácticas de este nuevo cinismo cruzado con religiosidad oriental y con cristianismo. Por eso habría que tomar todo lo que dice sobre el tema entendiendo la intención política concreta y urgente que lo movía. Estos nuevos contingentes que se embanderaban bajo el nombre de la secta del Perro por lo visto marcaban una distancia bastante ostensible con respecto al cinismo clásico y presentaban varias críticas hacia los valores más o menos consabidos vinculados con la figura de Diógenes. Críticas sobre las características de la ascética o la dieta o sobre la valoración del suicidio. El modelo extrahumano de estos nuevos grupos tenía más que ver con Jesucristo que con Heracles y por lo tanto estaban bastante lejos de guardar una rigurosa fidelidad a Diógenes –de ahí quizá el empeño de Juliano en poner el eje en el propio Heracles o en Apolo antes que en él. La vieja ascética gimnástica e inflexiblemente racionalista ya no debía de cuajar en estos grupos, lo que no era ninguna novedad si se toma nota del estilo de secta cínica que ya rodeaba a Peregrino dos siglos atrás. Ni las proezas de Heracles, ni el conócete a ti mismo de Sócrates y el oráculo délfico, ni la imperturbabilidad del rancio modelo del sabio-divino sin pasiones, ni la vivacidad satírica y jocosa de aquellos hombres que vivieron en los preliminares y albores del Imperio macedonio tenían mucho que hacer ahora. Para Juliano el cinismo formaba parte de la cultura grecolatina tradicional dentro del conjunto de la filosofía y por lo tanto integraba un mundo sustentado en la religión antigua. En cambio estas nuevas olas, según deja ver, habían abandonado el paradigma natural (lo que no extraña si es que eran cristianos) y aun así pretendían pasar por cínicos por la forma de vestir o por llevar el tipo de vida itinerante de un predicador menesteroso. Este cinismo cristiano tomaba estos hábitos del clásico pero sin embargo practicaba, en el mejor de los casos, un ascetismo de otro orden (de ahí que los acuse de llevar una dieta poco frugal o de no tener hábitos de dureza como darse baños fríos). Como cínicos imbuidos de cristianismo se supeditaban a las nuevas virtudes y no a la vida según la naturaleza o a la pretensión de llegar a ser impasibles como dioses. Al reflotar este cinismo anticuario y de manual escolar, Juliano quería demostrar que los nuevos cínicos no eran cínicos. Pero desde épocas de Varrón el cinismo ya era visto más que nada como un tipo de vida filosófica pobre y ambulante adaptable a cualquier dogmática filosófica. En esos años abundaban los estoicos que vivían y vestían como cínicos, pero ahora proliferaban conjuntos de personas que se llamaban cínicos y vestían como tales, pero habían adoptado ritos y creencias de ciertas formas religiosas extranjeras y cada vez con más fuerza del cristianismo. El cinismo entendido como un mero modo de vida sin un soporte de valores y principios inherentes o de una cosmovisión propia tenía que derivar en un cinismo entendido como un modo de vestir y de aparecer ante la sociedad. Evidentemente tal segmentación no formaba parte del esquema fundacional y la división de la filosofía en un modo de vida y un sistema a la larga conducía a llenar ese modo de vivir de cualquier contenido. Juliano remarca que el cinismo es una filosofía y no puede limitarse a un simple modo de vida mendicante y vagabunda ni a un tipo de vestimenta, sino que debe cumplir con una serie de preceptos y prácticas aquilatados dentro de la tradición filosófica. Si Juliano hubiese vencido el cinismo cristiano habría desaparecido tarde o temprano; pero con la victoria del Galileo estaba condenado a desaparecer como tal y a perdurar tácitamente apenas como ascetismo cristiano en manos de monjes, cenobitas, anacoretas y tales. El cínico para Juliano era antes que nada un filósofo y la filosofía existía dentro de los parámetros de la cultura grecolatina y la religión tradicional, de manera que no había forma de ser cínico-cristiano. En esto tenía razón y por lo tanto el cinismo, en sentido estricto al menos, desapareció con el fin de la edad antigua, con el ocaso de la religión y la civilización grecorromanas.




[1] «a baffling phenomenon in the history of philosophy» (Luis E. Navia, Diogenes of Sinope, The Man in the Tub)

[2] Jorge Lorca Leiva, Variaciones en torno a la figura del Cinismo en filosofía.

[3] Javier Roca Ferrer, Kynikós trópos: Cinismo y subversión en la antigüedad.

[4] Los fugitivos 16.

[5] Denis Diderot, “Cynique” en Encyclopedie ou Dictionnaire Raisonne des Sciences, des Artes et des Metiers.

[6] Denis Diderot, ibid.

[7] Luis E. Navia, Diogenes the Cynic: The War against the World.

[8] Mubassir, Diógenes 51, en Luis E. Navia, Antisthenes of Athens: Setting the World Aright.

[9] William Desmond, Cynics.

[10] Laercio, VI 39.

[11] Séneca, De la tranquilidad del alma 8, 7.

[12] «"ε," φη "φλος, τι πονες, να μ πονς."» (Estobeo, IV 36, 10)

[13] «τι τ πονεν ατιν στι το μ πονεν» (Pseudo-Crates, Epístola 33)

[14] Plutarco, Sobre comer carne (De esu carnium).

[15] «Was mich nicht umbringt, macht mich stärker» (Friedrich Nietzsche, Götzen-Dämmerung, I 8)

[16] Los fugitivos 16 (the army of the Dog según la traducción de Derek Krueger).

[17] J. A. Cardona, Filosofía helenística: estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos.

[18] James Romm, Cabezas de Perro y nobles salvajes: ¿cinismo antes de los cínicos?, en Los cínicos, R. Bracht Branham y Marie-Odile Goulet-Cazé (Eds.).

[19] Contra los cínicos ignorantes 180 d.

[20] Anthony A. Long, Diogenes, Crates, and Hellenistic Ethics; Luis E. Navia, Diogenes de Cynic: The War against the World.

 

Comentarios