(Investigaciones filosóficas de un perro)
El cinismo, rompecabezas para armar. En
cierta forma era demasiado simple como para pretender edificarlo sobre una
estructura sólida. William James ya había advertido de la antigüedad del
pragmatismo. El estoicismo antes de existir fue un pragmatismo llamado cinismo.
Después, mientras abjuraba de ciertas tendencias que Diógenes había marcado en
los agnados, se solidificó con la teoría. El racionalismo especulativo deja
taras que acaban en Zenón de Elea, ese que demostró que el movimiento no
existía. Pero el movimiento se demuestra andando y así lo refutó el elemental
Diógenes, por eso llamarlo movimiento
y no escuela le hace honores. El desengaño a veces no deja de ser una vuelta al
realismo ingenuo. Por esa maroma tiritaba esta gente. El cinismo no era un
cualquierismo, pero tampoco un sistema monolítico –pero no enunciado– al que
había que deducir del activismo. De vez en cuando la monserga perruna tiene la
pinta de una letanía, un machacar una y otra vez; pero a veces parece todo lo
contrario, una razón súbita y un arte de la sorpresa. Flameando entre sermoneo
y paradojismo se los verá. El buen cínico es un especialista en repentización,
un abuelo del shock art y una cruza
de maestro zen y positivista. Tiene un programa más que un sistema, pero ese
programa para colmo suele trastornarse de cínico a cínico. Así recomponer el puzzle con los pellizcos y trizas que perduran
de ese ruinoso museo del fragmento es una tarea entre imposible e inútil, porque
los perros en los apuros podían llegar a salir con lo menos previsible y porque
encima las reliquias con las que hay que trabajar son de segunda o enésima mano
y las más de las veces vienen, si no de un espectador despectivo o indiferente,
de parte del propio enemigo. La idea de Juliano, que el cinismo es la más común
y natural de las filosofías, que es más universal que la filosofía, que existió
en todas las épocas, ya en griegos o en bárbaros, no se puede descartar tan así
como así, aunque lo que se quiera estudiar es el cinismo como fenómeno histórico
de la antigüedad grecorromana a partir del siglo IV precristiano. Quizá fue un movimiento y también una actitud, o
peor, unos cuantos movimientos y un arco de actitudes. O podría ser lo que los
afrancesados del barrio llaman un
dispositivo. En cierta forma el
grado 0 de la filosofía, la filosofía sin filosofía, sin una filosofía, un θαυμάζειν rapaz sin
sutura, un darse cuenta sin maravillarse, un realismo ingenuo sin ingenuidad e
incluso sin ismo, un filosófico modo de estar pero sin caer en la filosofía, en
las trampas de la araña y en los trasnochamientos de la lechuza. Una filosofía
para no-filósofos, para el proletariado de la verdad. O para el lumpen-proletariado
de la libertad. No se trata
de interpretar el mundo sino de cambiarlo, pero el mundo que el cínico tiene a
la mano es él mismo. El conocerse a sí mismo –la conciencia de
clase de los cínicos– y el reacuñar la
moneda –su lucha de clases (píldora recetada hogaño como batalla cultural). Esta parafilosofía era más bien una
salida para los que perdieron la respetabilidad, los inhabilitados para el
prestigio, para los arruinados por fuera. Porque el cínico por lo general acarrea
un pasado infame, sea por algún delito o crimen real o presuntamente
perpetrados –Diógenes, Peregrino– o una procedencia deshonrosa –Antístenes,
Mónimo, Bión, Menipo–, ya sean la plebeyez, la esclavitud, el mestizaje, la extranjería
o la prostitución infantil. Aunque los niños de buena cuna también tienen asilo
en el movimiento, partiendo de Crates, posible llave maestra; pero suele haber
en estos casos alguna característica disonante que los propulsa hacia él: en el
mismo Crates la deformidad física, en Hiparquia una vocación filosófica que se
supone propia de los sujetos masculinos, o en su hermano Metrocles incluso un
fortuito e insignificante estigma como el de rajarse un pedo en medio de un
salón de señoritos universitarios. De todo esto resulta un combate que tiene
por blanco la vergüenza y el honor y por ideales la desvergüenza, la infamia,
la anonimia y la mala reputación, reconvertidos todos estos desvalores sociales
en virtud cardinal. En todos los casos el aspirante al convertirse en cínico
rompe de manera radical los vínculos con el origen y a la vez corta casi todos
los lazos sentimentales, económicos o ideológicos con la sociedad y sus
costumbres y tradiciones. El cínico es un tipo en lucha perpetua contra la
particularidad y contra la idiosincrasia.
Así las cosas, Diógenes vendrá a ser
definido como un fenómeno desconcertante en la historia de la filosofía[1],
o el cinismo nada menos que como una suerte
de reverso de la historia de la metafísica occidental. Entendido como un
artificio estético literario que quiere disimularse pasando por un hecho
histórico, como una invención retórica urdida a posteriori sobre una poética de la anécdota, se convierte en un
simple acontecimiento del lenguaje, puro decir y performatividad discursiva[2].
Después de todo Diógenes es una silueta literaria, aun cuando el correlato como
sujeto histórico jamás se puso en duda (el único probable registro de su
presencia facturado en vida se debe a Aristóteles cuando habla al pasar del Perro –dando por sentado que el receptor
sabía a quién mentaba). Este humilde servidor entonces no podría hacer otra
cosa que advertirle al incauto del lector que tome todo con pinzas. Queda la
impresión de que versar sobre el cinismo –lo mismo que hablar de Diógenes– se
asemeja demasiado a parlotear en el aire. Objeto vaporoso, inasible, impreciso,
que al acollararlo se esfuma. El curioso podrá ir acumulando bibliografía y
cada vez tendrá menos confianza, no sabrá probablemente bien qué es lo que está
estudiando, desde cuándo hasta cuándo, quiénes, dónde, qué. Quedará a veces la
impresión de que se trata de algo que nace y muere con Diógenes, y lo que viene
de antes y sigue después no es lo mismo –Crates, para no ir más lejos, el más
fiel o el único noto de los seguidores inmediatos, ya insume un cierto desvío.
Javier Roca Ferrer da un cuadro de situación bastante nítido. Apunta que como no
había cabeza oficial «cada cínico obraba
libremente, según su parecer, sin sujetarse a un programa estricto o a unas
directivas dadas. Cada cual realizaba en su vida la kynikòs bíos de la que habían dado ejemplo Diógenes y
Crates y trataba de ganarse a los profanos para que hicieran lo mismo. Hoy,
cuando utilizamos la palabra “cinismo” –agrega para aguar toda esperanza– estamos cometiendo una abstracción a partir
de una serie de notas que configuran la actividad de ciertas personas: de hecho
puede afirmarse que el cinismo no existió nunca. Sólo hubo cínicos»[3].
Y sin embargo se escuchará que el cinismo dura mil años casi (y que lloren los académicos
y Platón de envidia) y hasta que regresa reciclado mil años después y ya lleva
unos quinientos a la fecha operativo, e incluso que nunca desapareció sino que
el cristianismo lo infiltró de contrabando entre goces y quehaceres. Esos
anónimos, esos ágrafos a la fuerza, se salieron con la suya o triunfaron
fracasando, otra no había.
Los cínicos tal cosa o tal otra. En realidad ¿qué se sabe de los
cínicos? Más que nada lo que dijeron otros, los otros de los cínicos. Ya decir los cínicos es mear fuera del tarro.
Esos presuntos los cínicos más
parecen las sombras y fantasmas de unos presuntos no-cínicos. Tampoco basta con decir que hubo cínicos y no cinismo
porque ¿cómo podría haber cínicos si no hubiese cinismo? Tal cosa sería
cargarse a las ideas de Platón de una vez y para siempre. Y eso efectivamente
hicieron Antístenes y Diógenes: negaron que existieran una caballeidad y una mesidad
y afirmaron que sólo veían este u otro potro, tal o cual mesa. Sin embargo no
habría que otorgarles una victoria tan temprana. Y de hecho no la tienen porque
los manuales, tesinas y tomos que versan sobre el cinismo o los cínicos
continúan imprimiéndose en todas las latitudes. Habladurías, chismes, inventos
y puro palimpsesto. Habrá que seguir la corriente, qué más se puede hacer que
ver películas. La vida no es una película. La vida no es un argumento. Pero ahí
están estos otros, estos dobles malditos de los benditos filósofos y de los
literatos bendecidos. Los cosos de al lado del saber y las letras.
Juliano aseguraba que el cinismo podría haber existido antes de los
cínicos por ser más bien una filosofía universal y natural que no necesita de
una dedicación estricta. Para el emperador cinismo
es una entidad transhistórica, algo que como manera de ser y actuar se practicó
desde los pretéritos más insondables. De ahí que haya personajes mitológicos
como Heracles, Odiseo, Télefo, Tersites o Teseo, o literatos y filósofos
antiguos como Hesíodo, Anacarsis, Heráclito, Esopo, Arquíloco, o más cercanos
como Demócrito, Sócrates, Simón el
Zapatero o algunos de los llamados sofistas, que se perfilan como
cinicoides extemporáneos. Y algo que parece
muy claro y en realidad no: ¿cuál es la relación entre el cinismo y Diógenes?
Si hubo a partir del siglo IV precristiano o bastante después un movimiento cínico ¿cuál fue en realidad
el parentesco con esta figura básicamente legendaria más allá de haberlo levantado
como bandera? El problema es que el Diógenes que hoy sobrevive es un
espantapájaros de retazos zurcidos por manos múltiples, un personaje público
que fue manoseado por todo el mundo y que particularmente no nos llega por mano
de los cínicos. ¿Cuál es más verídico, el cómico mordaz e irredento de algunas
anécdotas o el pastor y docente de las cartas? Este árbol de una madera
demasiado imaginaria quizá esté tapando el bosque por el que se desparramaba el
cinismo como colectivo real. ¿Actuaba el eventual cínico promedio a la manera despampanante
del sinopense o en general lo usaban de ícono asusta-viejas, como un
paradigma-espantajo (mezcla de héroe y semidiós mitológico de encarnación
histórica autenticada)? Es que no es descabellado
hacerse la idea de que ni Antístenes ni Diógenes ni Crates fueron cínicos, de
que esa secta todavía no existía, de que se armó a posteriori tomando por próceres a estas tumefacciones filosóficas
brotadas sobre el inefable cutis del socratismo. De los tres, Diógenes es el
que más se parece a un personaje en toda ley: no tiene otra entidad histórica
que la de un Jesucristo en clave de juerga griega. Sin embargo hoy cualquier peatón
que invoca al cinismo piensa en Diógenes y poco más. El cinismo más
históricamente veraz era una bolsa de seres anónimos e inéditos. Salvo honrosas
excepciones, nómades marginados, menesterosos y despreciados por las castas de
los burócratas, plutócratas, artistas de la corte, castrenses, políticos y escribas.
Se apunta que en la época romana, y a lo mejor desde bastante antes, ya había algo así como dos cinismos, uno culto, cuyos ejemplares podrían
ser Enómao o Demetrio, y otro popular, como el que compondrían los autores
anónimos de las cartas apócrifas. Salvo
por dichas esquelas el registro del cinismo no se debe en general a los cínicos
sino a los satíricos, a los estoicos, los poetas epigramáticos o los padres
cristianos, a los retóricos y a todos aquellos que estuvieron dispuestos a pronunciar
algo sobre aquellos extremistas. Pero de no haber habido tantos cínicos, la
mayoría ignotos, en épocas del helenismo y del Imperio de Roma, es probable que
las figuras ejemplares de Antístenes, Diógenes y Crates se hubiesen disipado
como vagas anécdotas vetustas; es decir, de no haber abundado los cínicos por
varias de las principales ciudades imperiales no habría habido la misma
necesidad de desenterrar una y otra vez a aquellos añejos predecesores. Goulet-Cazé
estableció un catálogo definitivo de cínicos: 83 comprobados por la historia;
14 anónimos; 10 inciertos; 13 puramente literarios; 31 que aparecen en el
epistolario; 1 por equivocación y 4 llamados perro pero que no eran cínicos. Un inventario de inspiración
borgeana. Pero a juzgar por los testimonios de Juliano y Luciano, que los
combatían con fervor, los cínicos se multiplicaban por muchísimas ciudades. «Todas las urbes están colmadas de esos
advenedizos», chilla Luciano[4].
De manera que la mayoría de los cínicos perecieron y desaparecieron de la
historia como seres indocumentados, innominados y desconocidos.
El cinismo se abastece de los suburbios de
la ecúmene, aunque su mito de origen lo coloca en el centro. Si en la época de
Luciano sobraban los cínicos en todas las localidades más o menos importantes,
en un comienzo, aunque se concentraran en el epicentro civilizatorio provenían
de los parajes más diversos. El movimiento germina en Atenas, el núcleo político-cultural
de la edad clásica, con base en un vecino de baja estofa y sin rango de
ciudadanía como Antístenes, heredero de un ciudadano ateniense de origen
proletario llamado Sócrates. Pero desde que cristaliza con Diógenes su personal
va a llegar desde la periferia, sean otras ciudades griegas (Tebas, Astipalea,
Megalópolis, Corinto, Egina), sea el Medio Oriente (Gadara, Samosata), sean la
Península de Anatolia y el Mar Negro (Sinope, Tracia, Éfeso, Lámpsaco,
Borístenes, Licia, Prusa, Hierápolis, Pario), sea de Sicilia, o bien desde las
costas africanas como en los casos de los varios egipcios del período romano. Siendo que por convención la era
helenística comienza con la muerte de Alejandro en el año 323, año que
correspondería a la muerte de Diógenes, suele afirmarse que el cinismo es una
filosofía de factura prehelenística. Su fuente, su fase original mítica o
heroica, es anterior al estoicismo y el epicureísmo quizá en un par de
generaciones. No se ve muy bien con qué utilidad, pero hay gente que se empeña
en establecer etapas en la trayectoria por el mundo de este engendro
escurridizo. De tal suerte existe una división histórica canónica del eventual
movimiento cínico que impone el consenso actual: un primer período que comienza
en el s. IV a. C. con Antístenes y Diógenes y concluye a mediados del s. III a.
C. con los presuntos deudores y alumnos de Crates, y un segundo período que
podrá iniciarse hacia el 250 a. C. y extenderse llegando hasta el 500 d. C. El
primero es griego-helenístico, el segundo abarca toda la era romana llevándole
la delantera. El primero es tan breve –150 años– como maravilloso, en él
prolifera la creatividad de los grandes nombres. El segundo sería tanto más
extenso –unos 750 años– como menos interesante y original. Para William Desmond
este enfoque mantiene una inconducente idealización de los orígenes, y por eso
formula otra segmentación menos proclive a creerse el relato heredado por la
tradición desde los romanos. Parcela entonces la cosa en cuatro fases: un período
griego precínico (capitaneado por los protocínicos Sócrates y Antístenes); un
período clásico griego dominado por las figuras tutelares de Diógenes y Crates
(más Hiparquia, Metrocles y los primeros discípulos) y enclavado en el s. IV a.
C.; un tercer período helenístico comprendido entre el s. III a. C. y el año 50
a. C. (según él de Onesícrito a Meleagro y Enómao); y un período romano o
imperial desde entonces hasta el año 500 d. C. Esta segunda tentativa, como no
podía ser de otro modo, no deja de ser igualmente bastante arbitraria.
Goulet-Cazé prefiere hablar de un cinismo antiguo y otro imperial y punto. El
primero tiene auge entre los siglos IV y III antes de Cristo y una cierta
decadencia o dilución en los dos sucesivos; el otro prolifera en la primera
centuria de nuestra era, se incrementa en la segunda, decae en la siguiente y
manifiesta unos últimos coletazos en los dos siglos sucesivos. De los últimos siglos
precristianos apenas se acredita un personaje destacado en Grecia, Meleagro de
Gadara, menipeo que al final dimite del cinismo y se consagra a la poesía amatoria.
También de la misma época podrían ser las primeras cartas pseudoepigráficas del
colectivo cínico. Si ni Antístenes
ni Diógenes ni Crates fueron propiamente cínicos, sino los próceres esgrimidos
por los cínicos auténticos (o en todo caso protocínicos, como pone Louisa Shea),
si Bión o Menipo fueron más bien disidentes o heterodoxos, Sótades y Cércidas
apenas escritores filocínicos, o Meleagro un cínico renunciante, se temerá que
no estamos contando la historia de los cínicos sino las de unos dobles, y si el
cinismo es una forma antropológica de encarar la existencia, podrá buscarse lo
mismo en la Costa Rica del siglo XX que en la India bosquejada por Herodoto.
Todavía en el siglo XIX se mantenía la hipótesis de Antístenes como
fundador o bien como maestro del fundador Diógenes. Esa fe se vino un poco abajo
con la historia del cinismo que escribió Donald Dudley por la década del 30 y
hoy prevalece la negativa. No hubo escuela ni fundador ni doctrina ni canon. Un
corolario exagerado que por lo pronto tiende a aceptarse y que más bien les
hace justicia: qué mejor para esa gente que rifar tal lastre por los aires de
los vanos. Hay que dejarlo al cínico que haga pie en las ciénagas. Después de
todo, y contra lo que decía Diderot[5],
se deviene cínico. Uno no es, se hace. O lo hacen. La fuerza de las cosas, el
rigor de la casualidad, el hambre y el amor. El exilio, la esclavitud o la
deshonra hicieron cínicos a los hombres. La excepción fue la mujer, Hiparquia,
ganada por el amor. El cinismo tiene su leyenda rosa –aunque estas versiones
edulcoradas provengan de afuera, del enemigo o de espectadores risueños. De
paso sea dicho, a fe de algunos la secta habría dado a la primera filósofa de
la historia, aunque no faltan precedentes varios entre los pitagóricos e
incluso en la Academia. La primera antiplatónica seguro. Pero después de Crates de Tebas esto que
habrá que entender por cinismo se va a volver hacia el anonimato o las letras. Un
cinismo de bases y un cinismo de autor. Influye
por una parte en la escritura literaria, por otra en la forma de vivir y pensar
de la gente común. Cunden los ascetas revoltosos y pedigüeños que no dejan
rastro en la historia. Algunos serían analfabetos, otros ágrafos o sin medios
para publicar. Pero deja traza en el texto y aparecen filósofos y poetas
híbridos que acogen los tropos del Perro
y algunos lo sacan a relucir incluso como emblema moral-filosófico.
En un punto el cinismo es una renuncia a la filosofía. En dos puntos. Por un
lado la cambia por la literatura y por el otro por la práctica. Así hubo
abandónicos literatos, abandónicos prácticos y abandónicos mixtos. En realidad,
esto tendría sentido si la filosofía griega hubiese sido moderna; pero la
filosofía griega era griega y esto significa que antes que nada implicaba un
modo de vivir, tal como reza la repetida tesis de Pierre Hadot. Con este
criterio habría que sostener todo lo contrario: que el cinismo implicaba un
regreso a las fuentes, una reafirmación del ser de la filosofía, una depuración
de sus excesos. De ahí a lo mejor que dijeran, por boca de Diógenes, que eran benefactores de la filosofía (εὐεργέταις τῆς
φιλοσοφίας)[6].
Un colectivo de individualistas insociables. Quizá tampoco fue un
movimiento, porque eso supone una relativa organicidad. A lo mejor había que
hablar de un fenómeno, un fenómeno social. Una filosofía de vida, como hoy se
entiende la cosa, no necesariamente entraña una posición ante las problemáticas
propias de la filosofía en sentido estricto o técnico, ni una formación puntual
en la tradición filosófica. Se puede tener una filosofía de vida y ser un completo idiota filosófico, idiota en
sentido etimológico, un lego total en la disciplina. Este no era el caso de los
maestros originales del cinismo, de los cínicos famosos, duchos en intervenir
en cuestiones filosóficas cortando el nudo gordiano, en combatir los postulados
y posturas de otros filósofos profesionales
u otras corrientes. Así el cinismo es, en términos actuales, una filosofía de
vida dentro del campo de la filosofía, aunque sin teoría y más bien antiteórica,
y por ende una filosofía antifilosófica. Estar al tanto de las discusiones
internas al campo filosófico en la Grecia
del siglo IV precristiano no requería tampoco una formación maratónica como
pasa ahora. Estar al día debía de ser más bien fácil, lo difícil era tener la suficiente
perspicacia como para intervenir y surtir los efectos drásticos que el cínico
debía provocar en el contorno. Volviendo a este asunto de los campos, cosa que
suena algo anacrónica ubicada en abriles tan caducos, el cínico, de Diógenes a
Menipo, aunque siendo un tipo al que le gustaba ser border o golpear del lado de afuera, pertenecía al campo intelectual y sobre él operaba.
Por lo cual la cosa no es solamente una regla de vida o una actitud social,
sino un modo de intervenir en el saber. En el nicho de los filósofos y en la
trama del campo cultural. Una
política contenciosa dentro de la filosofía, una sublevación interna. Son secesionistas
de la filosofía. Otro cantar es que con el tiempo el cínico se convirtiera en poco
más que en un arquetipo masivo, en un tipo folclórico. Ahí comienza la historia
del cinismo chabón. Una filosofía
insurreccional que acaba convertida en una moda antisistema. El aluvión
zoológico no es un invento peronista, en eso de la marginación al poder esta jauría
se adelantó largamente. «Antístenes y
Diógenes –dejó escrito Hegel– eran
hombres de espíritu muy cultivado. Los cínicos que vienen después son
repugnantes mendigos a quienes produce una indecible satisfacción irritar a los
demás con sus desvergüenzas. No hay para qué tenerlos en cuenta en una historia
de la filosofía y bien se merecen el apodo de perros.»
Para ser cínico había que ser claramente identificable por afuera.
Bastaba un vistazo rápido para despejar a un cínico. Pero después empezaban los
problemas. De una filosofía sin canon escrito, reacia a las nomenclaturas, librada
un poco a la personalidad de cada líder carismático y a las soluciones al paso,
podían esperarse sorpresitas. Así cínico
y cinismo se volvieron palabras un
tanto solubles y otro tanto enigmáticas y cundió la polisemia y al final la
antonimia. Los campeones de las antinomias se volvieron las víctimas de la
antonimia, o quizá los maestros astutos de un paradojismo siniestro. El cinismo
dio para todo: para repudiar la civilización y para apoyar la gesta universal y
civilizatoria de Alejandro, para combatir la filosofía y para difundirla
llevándola a la calle y al pueblo raso, para expandir la ilustración y para
cantar loas a la barbarie, para meter la filosofía en la literatura y la
literatura en la filosofía y para repelerlas a ambas en todas sus formas, y en
un último estertor para promover el cristianismo lo mismo que para sofrenarlo.
Antonimia y falsificación nimban al cinismo. El cinismo, no el movimiento
antiguo sino el cinismo en cuanto tal, al menos hasta que el peronismo no se
universalice, seguirá siendo el hecho
maldito de esta mitad del mundo amasada entre Grecia y Roma, esa fracción que
en algún momento fue llamada Cristiandad.
Dijo Diderot que es necesario
haber nacido cínico para entender al cinismo[7].
Sin embargo habrá que decir que los cínicos no nacen cínicos, nacen en algunos
casos proletarios, plebeyos o esclavos y en otros nacen al cinismo eyectados
con los fórceps propios de otro tipo de desgracias rotundamente contingentes,
cuando no por haber topado con un maestro cínico –o protocínico–
maravillosamente ejemplar. En la ontogénesis del cínico hay, por ende, una
desgracia con suerte: primero un hecho adverso y atroz y acto continuo la buena
estrella de topar un buen día con Sócrates, con Antístenes, con Diógenes, con
Crates y siguen las firmas, aunque a partir de ese punto tiendan a diluirse en
el anonimato. A eso hay que añadirle una pizca personal. «Todo lo que necesitamos –escribe Luis Navia– para una metamorfosis cínica es la mezcla de los ingredientes
correctos: una vida que ha sido sacudida por circunstancias naturales o
sociales desafortunadas, un temperamento inclinado a la inflexibilidad y al
extremismo, una voluntad fuerte y orgullosa dispuesta a afrontar cualquier
situación, una mente dotada de una lucidez o de un excepcional punto de mira
intelectual como para reconocer el error de la existencia humana del que hemos
sido responsables, y las influencias filosóficas apropiadas.»[8]
Al eslogan de Ortega yo soy yo y mi circunstancia podrá haber
contestado Borges que uno es nomás su circunstancia. Con uñas y dientes y más
bien a muerte el filósofo cínico, que suele proclamarse sabio, combate
semejante dependencia, la sujeción a la coyuntura y la heteronomía. No es donde
está ni como está. Lo natural y lo divino, llegado el caso, son las únicas
referencias y todo el resto es ajenidad y externalidad y corresponde a la
fortuna. Tiene los puntos de referencia en lo más alto y lo más bajo, se
fundamenta por fuera de la cultura, es el enemigo acérrimo de la historia, que
no es otra cosa que τύχη, vicisitud, catástrofe, siniestro, casualidad. El plantel cínico procede en general de
los suburbios del mundo helénico y está encabezado por gente en situación de
aprietos: Antístenes un mestizo pobre y un renegado de la sofística, Diógenes
un delincuente prófugo salido de clase media de la remota periferia, Crates un
señorito contrahecho despojado por la invasión alejandrina, Mónimo, Bión y
Menipo esclavos libertos, Teles maestro de escuela, y algunos otros sí
aristócratas renunciantes (Hiparquia por amor y su hermano por el oprobio al
tirarse un pedo en el Liceo). En el origen del filosofar de los cínicos no está
el asombro sino el accidente. Hubo un accidente y por eso hay un cínico. La
caída es caída en desgracia: la guerra o la deportación, la esclavitud o la
vergüenza gaseosa de Metrocles (que en criollo se dice desgraciarse) e incluso el curioso fall in love en la versión del cinismo femenino. El θαυμάζω, de entrecasa conocido como asombro y cuya adaptación contemporánea
o pequeño-burguesa se llama angustia, es un punto de arranque que no tiene
registro en el mapa biográfico de esta tropa. En el relato cínico no existe una
crisis existencial o brote esquizo-melancólico sino un funesto episodio
concreto, demasiado material y social en algunos casos. Si bien se mira son las circunstancias
(περίστασις) las
que van llevando a Diógenes a desprenderse de las cosas, son las circunstancias
las que forjan en él su sistema moral: de la manipulación ilegal de la moneda
sale el paradigma contra los νόμοι, de
la huida de su esclavo Manes la autarquía y el despojamiento de la esclavitud. La
circunstancia hace al cínico. Y el cínico debe deshacer la circunstancia.
Pero no todas las historias acerca de la conversión de los cínicos ubican
el eje en la desgracia (ἀτυχία), en el revés o en la yeta, en una
situación externa y penosa. Algunos, a veces, optaron por hacer arrancar la
cosa en el extraordinario encuentro del candidato con el genial maestro, cuando
no en la lectura de un texto tradicional. En el caso de Crates se ofrecen las
tres posibilidades. Todos los cínicos gloriosos
arrastran una narrativa de la conversión por el contacto providencial con el maestro.
Este relato, que sólo compone una de las tantas versiones y formas de contar el
cinismo, se lleva bien con la tradición doxográfica de las sucesiones y quizá
en general apunta a anclar el origen en el adánico Sócrates, aquel que más allá
de haberse instruido con otros, como decretó Héctor Murena hablando de
Macedonio Fernández, era el único dueño
de su propio genio. Macedonio el único entre los argentinos y Sócrates
entre los griegos. Pero lo
cierto es que a estos seres ateridos, inermes en un mundo revuelto y zarandeado
por la fortuna, no les quedaba más que un último recurso: sostenerse en sí
mismos. Les fue dado un don, transmitido lejanamente por Sócrates, la virtud;
un método, el ascetismo, y algunos otros valores, principios o técnicas
relacionados con ambos. Con este equipaje ínfimo rodeaban al yo. Un yo poco y
nada cartesiano, básicamente práctico, vívido, concreto, operativo y urgente, un
insignificante y módico socucho a salvo del maremágnum de la τύχη. Un precario refugio que debía convertirse en inexpugnable. Según una fuente árabe a Diógenes, que
siempre andaba a las patadas con el entorno, le preguntaron por qué no se hacía
también la guerra a sí mismo y su respuesta fue: «Sólo me tengo a mí mismo, si me destruyo ¿de qué me voy a librar?».[9]
El yo de Antístenes como muralla, el de Crates como isla, o el de Marco
Aurelio como promontorio, tienen su reverso en el yo como actor de Bión, pone
William Desmond. Pero más bien en Diógenes se avistan a esos dos yo juntos y en plástica armonía, uno
para sí mismo y otro de cara a los demás. Por afuera el cínico vive adaptándose
a las circunstancias, o a las situaciones más bien, se amolda a los tinglados en
los que se desenvuelve como histrión; pero por adentro es una muralla china. Porque
los cínicos son héroes y actores: se representan a sí mismos. Libran una guerra
y montan una escena al mismo tiempo. Héroes del espíritu –pone Sartorio– que se
exhiben como artistas –pone Navia. Es un teatro sacado a la calle, arrojado a
la vida cotidiana, en el que no se representa a otro porque actúan de sí
mismos, como los malos actores. Pero el cínico es también explorador y mensajero,
es correo de los dioses y se gobierna a sí mismo (βασιλεία) ante los demás como corresponsal
olímpico, ejerce una potestad divina como los reyes del Ancien Règime. Bión decía que se debe tomar el papel que toque en
suerte, sea el de vagabundo o el de rey; pero Diógenes no está dispuesto a
abandonar el segundo, aunque asume que se lo interpreta a condición de que
venga anexado al otro: el vagabundo-rey. El cínico adopta entonces una plétora de roles
sociales de primer orden –gubernamentales, religiosos, policíacos y
educacionales–, aunque nunca de carácter, por así decir, oficial. De manera tal
aparece como κατάσκοπος,
espía, guía, explorador o heraldo; ἐπίσκοπος, supervisor, vigilante, guardián,
inspector; εὐεργέτης,
benefactor social; σωτήρ,
salvador; παιδαγωγός, maestro o
tutor; διδάσκαλος,
maestro o instructor; ἀρχός,
gobernante o legislador; βασιλεύς,
rey o jefe; σωφρονιστής,
preceptor o consejero; νουθετές,
censor; ἰατρός, sanador o
médico; διαλλακτής, mediador; ἐλευθερωτής, libertador; προφήτης, profeta o intercesor; ἄγγελος, mensajero…[10]
Mucho antes del viaje al espacio de esa pobre perrita rusa de nombre
Laika ya hubo en la Grecia antigua un canino cósmico sacrificado por los
hombres. Pero es curioso que el κοσμοπολίτης prístino, Diógenes, el number one de los ciudadanos del mundo,
el primero en cantar que la vecindad es el universo, obrando como si fuera el
relevo ilustrado de la esclava tracia que reía de Tales de Mileto, sea también
aquel que se jactaba de despreciar una y otra vez a los astrónomos. El cosmopolita era un refractario acérrimo
de los cosmólogos, despreciaba tanto lo que ocurría en los cielos como en la
ciudad, así en el κόσμος (o οὐρανός) como en la πόλις. La criada reía de ver caer en el pozo
al metafísico, Diógenes los vitupera con sarcasmos por no saber dónde tienen
los pies. Para no ser pedante hay que ser pedestre. Aunque no hay referencias de ello, la anécdota de Tales y
los pozos, debería estar en la base del cinismo, una filosofía antifilosófica,
una especie de vástago mestizo resultante de la cópula entre Tales y la sirvienta.
Para los cínicos los pies no son menos importantes que la cabeza, por algo eran
cuadrúpedos. Al platónico le basta con operar sobre su coco, ir directo al
cerebro. Tiene el cuerpo bien al resguardo y con garantías. El cínico, philosophe à quatre pattes, debe pararse
de manos ante la suerte –que es grela. No puede darse el lujo de las soluciones
puramente discursivas y mentales. Vive de pies a cabeza, como demuestra
Diógenes cuando se echa perfume en las patas: «El perfume de la cabeza va al aire, pero el de los pies al olfato»[11].
Opera siempre por abajo. El σῶμα para
él no es la cárcel del alma, como postulaba Platón, sino más bien su materia
prima. Para llegar a esos fines del espíritu se debe trabajar con el cuerpo, a
partir de él. Se entiende así la frase clásica de Goettling, que llamaba al
cinismo «la filosofía del proletariado
griego». En ese sentido el cínico trabaja con el cuerpo como el operario
fabril y se embarca en un ascetismo estajanovista. Un ejercicio simplemente
espiritual no lograría el endurecimiento que ha menester para sobrellevar su
suerte. Son los atletas del psiquismo, los gimnastas del ánimo. Se trata de
esculpir la voluntad (porque hablar de espíritu
o alma para mentar a esta gente no
deja de sonar a la idealización perdonavidas de la tardía mano estoica). A la εὐδαιμονία se debe llegar sí o sí en las malas y
en las buenas. Pero el cinismo es un método para el que está en las malas, sin
fe y sin yerba de ayer. Un método orientado a lograr la εὐδαιμονία
sin la aquiescencia de
la τύχη, a
prueba de balas, un radicalismo que el Aristóteles de la Ética a Nicómaco veía como imposible. Para el cínico, que era un κακοτυχής,
un tipo caído en desgracia, basta con la ἀρετή, excelencia o virtud, para encontrar la
bienaventuranza o felicidad (εὐδαιμονία).
El bueno de Aristóteles consideraba que sin un poco de buena suerte o εὐτυχία no iba a ser posible. Pero a la εὐτυχία hay que darle con la indiferencia,
porque de contar con las mercedes de la buena fortuna –bendición poco probable
en estos seres a la intemperie– los cínicos se abocarían a espantarla a base de
emprendimiento hercúleo, de ascesis in
extremis.
Brama el Diógenes de Séneca: «Preocúpate
de tus negocios, fortuna, que nada hay en Diógenes que te pertenezca» (nihil apud Diogenem iam tuum est)[12].
La cuestión es ser invulnerable ante la timba de la vida, lograr una técnica de
defensa personal contra el azar. Estobeo asegura que Diógenes así como resistía
al νόμος con la φύσις y al πάθος con el λόγος, a la τύχη la ajusticiaba
con el arrojo o θάρσος. La audacia.
Casi un temerario de la virtud. Como se ve, la σωφροσύνη socrática –léase moderación– queda en el arcón de los
trastos viejos. Robustecer el ánimo y el cuerpo de tal manera que uno quede
amurallado ante la suerte. El término ἀναγκαῖος se
ajusta al esquema vital y moral perruno: lo mínimo, lo indispensable, lo
necesario o esencial. Ese es el rango para la vida cínica: bastarse apenas con
lo imprescindible, vivir con lo mínimo, andar con lo puesto. Si no se tiene nada, nada puede
perderse. Todo lo contingente, lo ajeno. Lo único que tiene Diógenes, salvo el
bastón, el morral y el manto raído, es la virtud, que aprendió del maestro y
que no es un bien aleatorio: una vez conseguida, punteaba Antístenes, queda
para siempre. Este hombre argumentaba que la virtud es enseñable y no se puede
perder, un inescrutable optimismo difícil de tragar por nosotros, las víctimas
del idiotismo de la modernidad. El que conoce el bien no puede querer el mal,
dice Platón. En cambio para el cínico, el que logró la virtud se inmunizó
contra la mala fortuna acariciando algo así como una eternidad activa que lo
reserva de toda calamidad y decadencia, al menos en la medida en que pueda
mantenerla tonificada a fuerza de un training
perpetuo. La εὐδαιμονία no es un
jardín donde se riegan los placeres, es el estado de beatitud que resulta de la
realización de la ἀρετή.
A ella no se llega por el confort
sino por el despojamiento, nada que ver con un enlazamiento de satisfacciones
sino con la puesta en acto y ejercicio del temple de excelencia de la vida del
sabio (los griegos nada sabían de liberalismo protestante ni les interesaba
leer a Bentham). Es bueno que sufras para
no sufrir, le tira Diógenes a un amigo que andaba pidiendo auxilio por sus
dolores[13].
Sufrir es la causa del no sufrir, le dice Crates a la Hiparquia
parturienta[14].
La receta paradójica –como lo es casi toda fórmula cínica– encubre una
sapiencia en extremo simple si no obvia. El πόνος es un sufrimiento
auto-inducido llamado esfuerzo cuyo
objeto es sortear el imprevisto πόνος o sufrimiento
impuesto por la suerte o por la propia naturaleza. Sufrir para no sufrir y
disfrutar del rechazo del placer. Estos perros no hacen otra cosa que blanquear
la sublimación, paradójico propósito
para un primitivista, para un personero del κατὰ
φύσιν, para una corriente que según Plutarco tenía por única meta bestializar o
asilvestrar la vida (ἵνα
τὸν βίον
ἀποθηριώσῃ)[15].
Pero lo hacen con el método del atajo, que expurga de la παιδεία los
entretenimientos de mentirita o παιδιά, los jueguitos infantiles del pelotero
lectivo, las peroratas de gramáticos y matemáticos, los luengos discursos, la παιδεία
humana, porque a la bestialización se llega por los dioses. El atajo ha
menester de un loser vocacional o vigoréxico
de la frustración: por eso Diógenes sale a diario a manguearle a las impávidas
estatuas, porque debe ejercitarse en el fracaso, y así las inviste con el
carácter de otro, las reconoce como alter ego, como interlocutor válido o
como coéquipier. Tiene el lema de Beckett, fail better, quiere fracasar cada vez
mejor. La ascesis presupone la denodada práctica del malogro y el convertir al
desprecio de los placeres en el gran placer de los dioses («hedonismo paradójico» al decir de Claudia Mársico). Fracase usted mismo, do it yourself. No lo deje a su suerte,
que lo que no mata fortalece[16].
Y cuanto peor, mejor. Filosofía de lo efímero y filosofía de emergencia.
SOSfía. Contra la furia del oro y la furia de loros, las gracias del perro, del
Sócrates furioso: adiestramiento en la frustración, desprecio de la suerte y entrenamiento
en el desprecio del placer hasta hacer de tal gimnasia y tal desdén un soberano
e incomparable placer. Endulzar el sufrimiento, ponerle miel al remedio, gozar
de las fatigas hasta invertir los términos, que de eso va esta empresa. No hay
un goce cínico, el goce es cínico.
A criterio de William Desmond, el perruno es un ascetismo no negador del
mundo, alegre y hedonista, cuyos dos pilares, πόνος y ἆθλος, el
esfuerzo y la lucha, fungen
incluso como medios de maximización del placer. He aquí un
ascetismo tan radical como mundano, privado de recompensas póstumas. Pero esto no quita que otros vean semejante hombrada como
una completa e irreversible ruptura con el mundo. Así lo dictamina Luis Navia en un
libro al que precisamente llama Diogenes
the Cynic, The War against the World. Sin embargo ese mundo sin redención es the
social and political world, no el mundo tal como lo pintaría un renunciante
cristiano, ni tampoco el mundo o la vida despachados por el nihilismo y cinismo
modernos. La vida no es un error, como opinaba Schopenhauer, o en todo caso es
remediable. El cínico suele barajar un cándido optimismo de reformador
impenitente, de lo contrario esa certera actitud de estar siempre escorchando
al transeúnte, que lo pinta de cuerpo entero, carecería de excusa. Acá el no future no admite la desazón.
Macedonio Fernández había definido al atrabiliario peruano Alberto
Hidalgo como genio del desprecio.
Siempre amable como era, pero también indirectamente punzante, haciendo fintas
por la ambigüedad le recomendaba alcanzar como un consecuente paliativo el desprecio del desprecio. Ese fue un
poco el espíritu que Crates de Tebas inyectó en el legado de Diógenes. La
palabra καταφρόνησις,
permutable por desprecio, tiene un relieve formidable en el
tesauro de esta filosofía.
El cinismo, según los registros que quedan, es una filosofía del desprecio al
menos en dos ítems: desprecio de la fortuna –de las circunstancias– y desprecio
de los placeres. El cínico es un maestro del desdén, desdeña la especulación
científico-filosófica, desacredita la religión positiva, cultiva la grosería. En
la hipótesis de Navia, Diógenes se sirve del vulgar y grotesco language of the body para hablar el
mismo idioma de las masas y poder ser escuchado, porque detrás de las tonterías
berretas de su comportamiento había una seriedad incomparable. Era consciente
de que emprendía actos ampulosos, de que debía exagerar la nota, como los
directores de coro –decía– que cantan por arriba del tono para que los demás no
lo abemolen, porque el cínico debe ser un modelo hiperbólico. Pero la táctica
del desprecio debe conducir a la alegría (ἱλαρότης), a la tranquilidad (ἡσυχία),
al buen humor (εὐφροσύνη). El enemigo no es tanto el placer sino
la λύπη,
amargura, angustia, tristeza.
Así como hay un dolor baladí e inservible (πόνος
ἄχρηστος), hay un placer verdadero que se conquista
a través del sufrimiento salido del esfuerzo, que es el propio de la naturaleza
(πόνος
κατὰ φύσιν). En el cinismo el valor –en cualquier
sentido del término– surge del trabajo (πόνος), no desde luego del asalariado o
esclavo, sino del libre, voluntario y ocioso (la ἄσκησις). Los esfuerzos naturales dan placeres
naturales, es decir simples –comer cuando hay hambre, dormir cuando hay sueño–,
que son los más difíciles de arrebatar por la garra arpía de la fortuna. No hay
que caer en la tristeza ni en el enamoramiento. La fórmula está en la dureza y
el mal en la μαλακία, lo
suave, lo débil, lo blando. Ahí sí que el tipo no tiene nada de hippie y recubre toda su retórica de
terminología militar, guerrera, espartana. Hay que dar batalla a la τρυφή, molicie, suavidad,
delicadeza, vida licenciosa. La vida cínica es un combate (ἀγών),
una lucha (βιάζω), un servicio militar (στρατεύω)
para sí mismo. No extraña que Luciano los represente como el ejército del Perro[17].
Los transgresores por antonomasia de
la Hélade lejos estaban de alentar el camino de la ὕβρις: la fórmula es la reacuñación de la
moneda y va en sentido contrario, en la virtuosa dirección de la vida dictada
según naturaleza. La dictadura de la naturaleza abre las puertas del reino de
la libertad. Lo que la φύσις murmura en el oído de un griego es nada en exceso, ella da la medida de las
necesidades, el μέτρον. Al cínico lo que le impone no es otra cosa que la
verdadera ley de la manumisión. No se trata de liberar los impulsos y las
emociones espontáneas y dejarse llevar por el deseo o lo que pinte en el
momento porque sí. Al posmoderno ni se le ocurre que de la naturaleza se pueda
extraer una norma de continencia: o bien ninguna o bien una en sentido
contrario, ya que la naturaleza intervenida por el capitalismo y la
tecno-ciencia, finiquitos del judeocristianismo protestante, es el nicho más
bien de lo profano. La vida hippie y
la moral anarcodeseante en un punto heredan más de los sofistas esos que
muestra Platón que de esta rama caída de la minoridad
socrática. Los cínicos originarios operan manu militari y con vocabulario castrense adjunto. Se trata primero
de forjar el carácter, esta filosofía no va mucho más lejos. Después, de obrar
en consecuencia y salir al ataque: prédica y burla. Así cuando en alguna
reciente historia de la filosofía los cínicos son despachados a las apuradas
como «los perroflautas de la Antigüedad»[18],
se está salteando este costado poco y nada californiano, aunque la panorámica
le haga justicia a la vulgata del fenómeno gregario. De los siglos IV y III de
la Hélade conocemos las fantásticas peripecias y sentencias de los célebres
fundadores, del tiempo de Roma las mofas e insultos descerrajados por los
capitostes de la cultura sobre una masa informe y depravada –más algún que otro
nombre casual de algún frontman de
parroquia numerado por inciertos menesteres. Lo que fue un panteón de
superhombres de la sabiduría, mutantes de Heracles y Sócrates, la Esparta del
pensamiento, termina en los anales de una tribu urbana de lúmpenes estetizados.
Cualquier oxímoron puede hacerse carne bajo bandera del cinismo.
También incurren en una cierta filosofía de la barbarie. Aunque no
deberían entusiasmarse mucho algunos, porque esa barbarie no es una llamada a
la pasión ni al telurismo. A estas gentes no interesan ni Sarmiento ni Quiroga,
punto en el que forman fila en la
generación niní (de hecho ni estudian ni trabajan). Para Sarmiento bárbaro era
su propio pueblo, las Españas eran bárbaras; para los griegos los otros
pueblos. Diógenes procede al revés: trae para sí esa alteridad. Barbarie rima
con moralismo y rigor ascético y con razón y cordura. Dice García Gual que el cínico
no ve al mundo como trágico sino como absurdo. Para ellos, no obstante, la vida
no es un error como para un Schopenhauer; pero en todo caso la civilización sí.
De ahí un optimismo moral montado sobre el pesimismo político. El nihilismo del
profesor germano es también soteriológico pero no catequístico –aunque se tomó
el trabajo de explicar en varios miles de páginas un sistema redentor por la
emancipación de ese τῦφος conocido como voluntad. Pero la vuelta a
la naturaleza es un pregón que no viene sin megáfono, ya que este pastor
por prepotencia demanda un rebaño al que apalear, de modo que la singularidad
de esta escuela de ermitaños fuerza al cínico a existir como tal jamás fuera de
la mirada de su otro. No es sólo un reglamento disciplinario de pobreza y
autodependencia, es siempre ostensivo y exige volverse un extravagante. Por eso
beberá su propia cicuta cada vez, los tufos; será visto como un fanfa, un atajo
a la fama, la sinceridad como el camouflage
de la impostura. Se trabaja con eso para ser cínico, porque el cinismo sólo
puede estar operativo en un mundo en el que pueda conquistarse el renombre a
condición de despreciarlo organizadamente. Cuando ese tipo de sociedad no existe
no tiene cabida alguna. Como Sócrates, el primitivista cínico ladra en
un desierto urbanizado, en la metrópoli y entre los hombres, pero a cuatro
patas y por chasco. No salirse del mundo sino estar en medio del mundo sin ser
parte de él. Los tipos son agorafóbicos, pero eligen vivir en el centro las 365
jornadas a sol y luna, sin solución de continuidad durmiendo a los pies de los
edificios estatales. Así pareciera que lo público se convierte en el público,
sus vidas cotidianas en representación teatral. El drama con ellos sale de
escena, la Comedia y la Tragedia se aparecen ante los transeúntes entre los
cajones de verduras y las tarimas asamblearias del mercado, se convierten en
escándalo filosófico. A estos héroes del espíritu no les queda otro camino,
como pone Sartorio, que la propaganda por la acción («su vida es el mensaje», dice). Vistos como estetas de la
existencia, estetas feístas, se convendrá que además de denunciar el lujo como
vulgaridad, hacen de la vulgaridad un lujo y del mal gusto el placer
aristocrático de desagradar (Baudelaire dixit).
«Humor barato», que dice Finley. La
verdad es una broma de mal gusto, la bajeza y la estupidez pueden ser las vías
del desenmascaramiento orquestado por este teatro del abuso que lleva adelante
el payaso irrefutable.
Volviendo a lo de la barbarie, un texto
firmado por James Romm asegura que el cinismo se puede definir como el
ejercicio de un extrañamiento voluntario de la propia cultura, llevado a cabo
tomando en préstamo la mirada extranjera y primitiva: un examen de la cultura
griega adoptando la perspectiva bárbara. La antropofagia, por ejemplo, era una
costumbre entre los indios, que se sobresaltaban ante la cremación practicada
por los griegos, y efectivamente se ve en los cínicos un coqueteo con la
primera y algunas imprecaciones burlonas sobre la segunda. Este autor llega a
decir que el cinismo era más la amplificación de una tradición literaria
preclásica que un movimiento filosófico del siglo IV. Entre esas enrarecidas
historias que llegaban del Oriente se hallaba la de los Cinocéfalos, contada
por el médico e historiador de la segunda mitad del siglo V Ctesias de Cnido,
que fue prisionero de los persas y sirvió en la corte de Artajerjes II. Estos Cabeza de Perro vivían en las montañas,
vestían pieles de animales, poseían enormes colmillos y uñas cuasi caninas, y
si bien entendían el idioma de los indios, no podían hablarlo y se comunicaban
con ladridos o señalado los objetos[19].
En la cultura griega esa mirada extranjera está representada por la figura de
Anacarsis. No hay registros indicando que Antístenes, Diógenes y Crates lo
invocaran, pero algunos cínicos anónimos lo convirtieron en patrono y antecesor
y escribieron un epistolario a su nombre. Considerado uno de los Siete Sabios,
distintas fuentes antiguas no cínicas de la era romana lo dejan ver como todo
un cínico ante litteram, no por
cierto a un inasible Anacarsis histórico sino a uno configurado por tradiciones
griegas previas a la irrupción del movimiento surgido de Diógenes. Aunque es
imposible saber cuánto de intervención cínica concreta hay en el ensamble de
este personaje, los planteos que dirige a la cultura griega son en buena medida
los que terminan empuñando los cínicos originarios. De ahí la hipótesis de una
especie de atmósfera cínica existente antes de los cínicos propiamente dichos,
de un cinismo previo a los cínicos. Que ciertos cofrades de la secta perruna
usufructuaran de testaferros a personalidades remotas como Anacarsis y
Heráclito, poniendo en boca de ellos un credo de corte cínico, indica que
pretendían hacer del ideario cínico un pensamiento y una forma de vivir que no
debían limitarse a guardar fidelidad aural y personal a Diógenes, ni a su
maestro Antístenes o a su alumno estrella Crates, que el cinismo no tenía
dueños o rúbrica, ni fechas de gestación y caducidad, sino inspiradores de
varia procedencia, dentro y fuera de la civilización griega. Esto avala la
imagen del cinismo no como doctrina sino como forma de vivir y de proceder en
el mundo.
Por lo demás reacuñar a Diógenes, por no
decir falsificarlo, puede haber sido una tarea inherente a todo cínico, más
bien un deber. Y en tal empresa no les fueron en zaga los profanos o
no-cínicos. La imagen de Diógenes es insólitamente múltiple, inextricable, de
aristas que parecen incompatibles. Debajo del polvillo de dos milenios y medio
no hay cómo dar un Diógenes histórico
–acá comillas. Poco inquietaba ese prejuicioso noúmeno a los incontables
portagrama que escribieron en vida la Antigüedad, que apenas tenían tiempo para
hacer libre uso del elemento según los intereses de turno. ¿Cuál de todos los
cinismos le fue fiel? ¿El de tipo hedonista, el de corte ascético, el letrado,
el vulgar? ¿Era un mendigo errabundo que pernoctaba en una tinaja o un filósofo
con todas las letras? ¿Un predicador callejero, un vago que hacía bromas
procaces, o un intelectual que cultivaba la dramaturgia, tomaba alumnos y
escribía tratados y diálogos a dos manos? ¿O era nomás el pack completo? Cada especialista de los tiempos que corren da una versión
con mayores o menores pruebas, pero nunca terminan de convencer. El cinismo
transcurre por unos 900 años, es algo más o algo menos que una filosofía. Se desborda, no tiene confines precisos, por cínico pueden entenderse demasiadas
cosas. Vistos como una
secta multitudinaria, a la larga acaban dando la imagen de un nuevo
folclorismo, anti-tradicional, globalista, del nuevo régimen, como hippies, rockers, punks y la mar
en coche lo fueron y lo son de la pax
americana. Individualistas tribales, paradójicos fanáticos de las nuevas
costumbres, fundamentalistas del tradicionalismo efímero condenados a un
comunitarismo autofágico guiado por la ley de la anomia, del παραχάραξις. Vistos de a uno no se sabe
si eran rock stars, egocéntricos
autorreferenciales inscriptos en un movimiento sectario, o por otro lado cenobitas
urbanos con pluma satírica adjunta, populistas ilustrados que medraban como
francotiradores de la cultura letrada. Si la alteración de la moneda fue la
máxima superior del cinismo, se dirá que eran antiplatónicos furibundos y
principistas: fundamentalistas del cambio (antieleáticos más bien). Un
movimiento pro movimiento, devotos de la buena nueva que harán conectar a los
sofistas con los cristianos y dispararán la modernidad consumada. Recién
Nietzsche los termina de comprender cuando reinventa la transvaloración (que al
fin y al cabo no era más que un new name
for some old ways of thinking, que diría William James) y anuncia por medio
de un Diógenes apenas disfrazado una muerte de Dios que no dejaba de ser un
viejo invento acuñado por los discípulos de Jesucristo, el Dios asesinado por
los hombres. Si el cinismo tiene fecha de fundación es la misma que la fecha de
defunción de la era clásica: la muerte de Diógenes. Tal sería la tesis de
Sayre. Óbito incierto adeudado a un perro, un pulpo, el tifus, o bien
suicidándose de una manera que solamente podía ser llevada a cabo por un hombre
divino, por un cuasi-dios: conteniendo la respiración. Esa idea de un dios
miserable y zarandeado por la desgracia nos suena. Si Jesús no fue cínico, pegó
en el palo. Diógenes, el hijo de Dios. Sin embargo los cínicos pretendían ser
como los dioses –imperturbables y autosuficientes–, en cambio los cristianos
hicieron que Dios se hiciera como los hombres: mortal, de carne y hueso, pobre
y apaleado como un cínico ante la Τύχη. Habrá que pensar que a la larga las
soluciones político-religiosas de los romanos no dejaron de comportar una
combinación o síntesis superadora de platonismo y cinismo, ya por la herencia
griega del estoicismo o por la judaica del cristianismo.
Todo el que tenga buen trato con los perros sabe que esta gente a cuatro
patas responde –si no tienen un nombre doméstico– a un silbido (para llamar la
atención de un gato se requiere en cambio, como para molestar a una bella por
la vereda, de un chistido). A estos perros sin correa, que no se dejaban
atrapar por el lazo social, también les encantaba que los silben, porque el
abucheo los vigorizaba. Héroes del desapego y campeones de la autoayuda –si
bien preferían la ilustración del ejemplo performático, y si tenían que ceder a
la escritura, usufructuaban la sátira como doble desplante a la literatura y la
filosofía. Dureza y escándalo. La ἀπάθεια
que prometen trabaja contra la sensiblería y el apego, contra los estragos de
los afectos. Porque a las pasiones se las contrarresta con las acciones, he
allí el fin de los ejercicios psicosomáticos y de las performances, escraches, piquetes. Es ἔργα contra πάθη. Al espíritu se llega por el cuerpo, no hay ejercicios
espirituales sin la rudeza de la gimnasia, no hay dos mundos. A
diferencia de la ascesis platónica, racional-intelectual, que busca liberar el
alma, la mente, el intelecto y la psique de la cadena que las ata al cuerpo, la
ascesis cínica, con un fin no tan distinto como parece a primera vista, opera
sobre el cuerpo y con el cuerpo: se convierte principalmente en entrenamiento,
en ejercicio físico, aunque el propósito sea liberarse del yugo y las cargas
del cuerpo, otra vez el dolor como analgésico. E incluso, como yendo más allá
de la meta y los pregones de los epicúreos, el dolor, el sacrificio y la
abnegación hasta el punto tal en que se hacen placer, pero el genuino placer. No obstante la historia les juega malas
pasadas, aunque no dejaron de ser una de las corrientes más exitosas jamás
habidas, en cierta forma un núcleo indestructible como la virtud de acuerdo a
Antístenes. El antónimo aflora no sólo en la palabra cinismo, la ἀπάθεια
se vuelve apatía, flojera, desidia;
por indolencia –que es lo que
buscaban, la vía del dolor para ya no sentirlo– se entiende dejadez, abandono.
Por eso no extraña que estos moralistas renunciantes fueran vistos por propios
y extraños curiosamente como el summum
del hedonismo. Antístenes y Diógenes arrebataron a Heracles de las tradiciones
hasta convertirlo en un guía, a la postre el patrono de las huestes cínicas (aunque,
como apuntaba Höistad, las camadas subsiguientes, unos
implicados con los cirenaicos, otros recostados en el ascetismo oriental,
parecen haber ido perdiéndolo un poco de vista). Con semejante modelo Diógenes
puso alta la vara: en el campo cínico la vida filosófica se realiza a través de
las proezas. Pero no hazañas intelectuales, sino proezas y porrazos. Este
aventurerismo filosófico se vuelve cinematográfico mientras quiere darle al
público una lección, ya que el otro del cinismo es al mismo tiempo espectador,
alumno, paciente, enemigo general y clientela. Dar una lección se entiende de
dos maneras. ¿El cínico se vuelca a evangelizar o a recriminar? ¿Es catequista
o censor? ¿Predicador o satírico? ¿Su misión es la denuncia o la pastoral?
Ambas, probablemente, dependiendo de a quién apunten. Autodidacta,
autosuficiente, soberano, todo eso sí, pero no un solipsista ni un idiota. Adopta,
en teoría al menos, una especie de compromiso comunitario y político, aunque no
sea con la comunidad y la ciudad presentes cuyas monedas procede a troquelar.
Increpa y reprende –verduguea y bardea, dicho para la sucursal
argentina– a los necios y locos irredimibles y a los rescatables puede querer
curarlos y sacarlos buenos. Diógenes, da la impresión, fue especialista en el
rubro primero; Crates más inclinado al otro. El policía malo y el policía bueno.
Diógenes, cuyo personaje tuvo infinitos guionistas, en general se muestra
pesimista y escéptico en cuanto a convertir; pero así como el estoicismo
antiguo estaba tocado por su agresividad impasible y el romano se vuelve
edificante y consolador, así también el cinismo, que tanta letra parece haberle
dado al cristianismo, cuando no al mismo Yeshúa, puede haber adoptado en
algunos de sus caciques y feligreses esa tendencia servicial y mansamente
redentora. ¿El cristianismo primitivo fue una herejía del judaísmo o de la
hetería del Perro? El moralismo
implacable de Diógenes y el ligeramente atenuado de Crates –en línea con el
carácter de Antístenes, si bien matizado en ambos por el humor y la mordacidad–
podían resultar contrastantes, en épocas de Epicteto, con la actitud de ciertos
cínicos que ya habían pasado por el filtro del demasiado riente Menipo o del
más acomodaticio Bión. Ante cínicos menos dados a la seriedad y otros menos
dados al rigor moral, sino a la decadente imitación exterior, es probable que
algunos como Dión o Epicteto se hayan sentido forzados a recuperar y reciclar a
los antiguos maestros y a esos fines les hayan agregado unos cuantos
aditamentos demasiado sublimes y extemporáneos. Cuando el emperador Juliano se encuentra con los cínicos de
su momento concluye que los ríos fluyen
al revés, es decir que van a contracorriente de Diógenes y los cínicos
fundacionales[20].
La frase, una cita de Eurípides, ya aparecía expresada por boca del que compró
como esclavo al mismo Diógenes, quien dando vuelta la torta procedió a darle
órdenes. Hacer correr las aguas en sentido inverso es más bien un principio del
cinismo. No son las aguas físicas sino las rías de la cultura como artificio
contra-natura. Sin embargo la inversión de los valores puede dispararse más
allá de los límites que impone la naturaleza y convertirse en el absoluto
cínico: alterar el curso de la moneda sea cual fuere la moneda en curso. Según
esta lectura no se trataría de vivir conforme a la naturaleza sino de ir a
contracorriente: no la naturaleza sino la contracultura. Lo que se enseña
es cómo llegar por la vía más corta a ser señor. Se puede ser el amo con un
método rápido. Vista así la cosa, es fácil darse cuenta de por qué cinismo significa desde tiempos bastante
inmemoriales lo que hoy significa. Dicho de un modo menos comprometido, el
cinismo no es otra cosa que un atajo a la excelencia, una cortada en diagonal
cuyo destino es la perfección. Así fue definido en especial dentro de ciertos
sectores del estoicismo helenístico. Este objetivo tiene un nombre preciso en
griego, ἀρετή, un término demasiado escurridizo a la hora de querer traducirlo.
Se lo traslada desde antiguo como virtus
y virtud, aunque esta palabra a fecha
de hoy dice cada vez menos y se presta a confusiones. La moral cristiana heredó
el término de la tradición de la filosofía griega levantada sobre la efigie
revolucionaria de Sócrates. En manos de este señor lo que era rango, distinción,
masculinidad, superioridad, proeza y valía, estandarte de un halo aristocrático,
cobró de pronto otro sentido. Ups ¡la transvaloración! Lo que era insignia de preponderancia
nobiliaria, heráldica de clase dominante, pendón de un vitalismo oligárquico,
se revistió de ascética intelectual y moralista. Sócrates fue el primero en falsificar
este capital, un adelantado en reacuñar la moneda en curso, el primero de los
cínicos ergo. Al menos con respecto al metálico antedicho, la ἀρετή. Desde
que apareció ese hombre esta palabra siguió significando lo mismo, pero empezó
a tener otro sentido. Ese sentido fue incluso exagerado por los cínicos; pero
como estos tipos llevaban todo a los extremos, y los extremos se tocan, en
cierta forma también le devolvieron a la virtud algo de su arcaica aureola.
Desde que esta palabra quedó a tiro de la grey perruna, la vida virtuosa como
voluntad de señorío y la narrativa moralista como discurso del amo quedaron
mucho más a la vista. El cínico persigue la virtud, la excelencia, la
perfección olímpica, convertirse en un hombre divino, en un dios encarnado.
Claro, un dios mendicante, paupérrimo y paria, marginado, maldito y humillado.
A la larga tal audacia encontró un giro imprevisible: convertir, al revés, a
dios en un hombre, en el más humilde y humillado de los hombres, e incluso en
el hijo del hombre. Pero esta ya es otra historia.
El menor de los pecados en que incurre
quien departe sobre el cinismo o los cínicos es el de la sinécdoque. Entra de
todo en este combo. Los predicados que se le asignen podrán ser permutados por
otros, preferentemente por los contrarios. Se está poco menos que ante lo que
cierto vulgo pedantesco llama un significante
vacío, que en algún momento, más temprano que tarde, fue bandera de un enrarecido
hedonismo irrestricto o de un ascetismo categórico hasta lo morboso, siempre a
ley de resistirse belicosamente al pundonor tradicional e institucional, así
como a los pruritos de la chusma. En nombre de la desvergueza era viable
enfrentar al moralismo del pueblo o de las élites, lo mismo que a su
inmoralismo. Aquí las reversiones del cinismo y aquí la impostergable
ambivalencia. Que no haya habido un
cinismo –lo que es bastante evidente– tampoco indica que cada adscripto de modo
inexorable fuese en sí un cinismo, distintivo e indiviso: abundan las
relaciones sobre perros actuando en bloque, en manadas. No todos eran
solitarios inflexibles ni faltarían los grupúsculos, facciones, células y por
ende disputas y conflictos sectoriales, además de personales, entre
contemporáneos y entre épocas y generaciones. Al mismo tiempo este acervo
heterogéneo y disperso fue escamoteado por usuarios de todo pelaje y así el
comodín llamado Diógenes, que nunca dejó de ser un contradictorio fetiche
colectivo de la misma civilización grecorromana, incluso un simpático y
caricaturesco héroe infantil de los silabarios y manuales de los programas
educativos. Por otro lado, el deporte de discriminar un cinismo real de uno
falso, el bueno y el malo, viene de fábrica casi y se prolonga hasta el lunes
pasado. Si es cuestión de gusto está bien. El artículo de Diderot en la Enciclopedia separa a unos delincuentes
disfrazados de segunda ola, de unos honestos entusiastas de la virtud de
primera. Hegel aportó lo suyo, salvando de mala gana al sinopense y a Antístenes
(ya que Crates para él era apenas el exhibicionista que fornicaba en el Pórtico
con Hiparquia). El último de los centinelas es Sloterdijk, más fino. No cuesta
imaginarse la carcajada de Diógenes, allá en el Hades, al escuchar la
refutación tautológica e insidiosa de Hegel. Que el cinismo sea un producto de
su época o de su cultura… ni fu ni fa con ubicar el absoluto en otro rincón. Se
está para otra cosa, no para seguir haciendo girar el sofístico trompo de los
dialelos para lelos. O sea que Hegel en una sola finta los excluye de la
historia de la filosofía incluyéndolos en la historia a secas. Esa libertad de
que se infatuaban podía tener cabida y entidad merced a condiciones sociales
dadas, qué duda te cabe Diógenes. (Ninguna, che.) Cómo no lo iban a saber
aquellos mismos que cifraban su autonomía en la parasitaria dependencia de la
limosna del prójimo. Condenado a ser meteco, trabajador o esclavo, el cínico se
las ingenia para no ser explotado por la sociedad, por el πολίτης;
se las ingenia para explotarlos. Lo que se llama una inversión de los valores
bien materialista: convierte a estos zánganos, los amos, los aristócratas, en
tributarios que le abonan el salario del pordiosero, dándole el mendrugo que lo
retiene en vida. Ser el zángano de los zánganos.
A riesgo de propender a la metonimia o a
la entomología forense, algunos han aspirado a condensar el cinismo en un esquema portátil. Long estableció siete
proposiciones cínicas fundamentales, Navia extendió la lista a doce (aunque se
refiere al «pensamiento de Diógenes»).
La siete premisas capitales de Long: 1)
la felicidad es vivir de acuerdo a la naturaleza; 2) está a disposición de cualquiera
que sea capaz de someterse a un entrenamiento físico y mental; 3) su esencia es
el autodominio, ser feliz incluso en las circunstancias más adversas; 4) el
autodominio implica un carácter virtuoso; 5) quien es feliz es sabio, libre y
soberano; 6) lo que convencionalmente se tiene por necesario para la felicidad
–riqueza, fama, poder político, etcétera– carece de valor en la naturaleza; 7)
los óbices a la felicidad son los falsos juicios de valor, las perturbaciones
emocionales y el carácter vicioso que emerge de esos juicios. Ahora las de
Navia: 1) el objeto de la filosofía es
solamente la existencia humana; 2) la existencia humana es básicamente física;
3) hay que vivir cada momento como si fuese el último; 4) el fin es la
felicidad y para eso es menester dar con la comprensión correcta de la
felicidad; 5) la felicidad no consiste en lo que cree la gente ordinaria:
posesiones, placeres, comodidad, poder, fama, erudición, una larga vida y tales;
6) la felicidad es vivir de acuerdo con la naturaleza; 7) la razón, esto es la
claridad de espíritu, y no el deseo o la emoción, discrimina lo natural de lo
antinatural; 8) el retorno a la naturaleza es posible para todo ser humano; 9)
la mente y el cuerpo se liberan de la ofuscación y los malos hábitos por la
ascesis o disciplina; 10) imperturbabilidad y autosuficiencia, estar en el
mundo sin ser parte del mundo; 11) cosmopolitismo: el mundo pertenece por igual
a todos sus habitantes, humanos y no humanos; 12) hay que desfigurar la moneda:
una guerra total contra el mundo.[21]
La historia del cinismo es la
historia de las recepciones o más bien de las tergiversaciones de un ente
inexistente. Que no haya habido un cinismo pero sí cínicos presupone al menos
la existencia de una cualidad genérica, si no un cinismo sí una cinicidad, un criterio para lo cínico, cuya univocidad brilló
bastante por su ausencia. Cuando
la palabra κυνικός, perruno o canino, se convierte en lo que llamamos cínico, pasa a tener dos significados distintos y de esta forma un
filósofo, una persona, una conducta, manera, etcétera, podían ser o bien cínicas o bien perrunas, primera ambigüedad, y hecha la salvedad habría que definir
lo cínico de una φιλοσοφία, ἀγωγή, διαγωγή, o de un τρόπος,
βίος o λόγος.
En la antigüedad romana, para Dión Crisóstomo, Epicteto,
Juliano e incluso Luciano entre otros, se trataba de discriminar al cínico
verídico del impostor, o llegado el caso a un cinismo vero de otro falso,
mientras que a la historiografía presente parece que le toca el intento de dar
con el verdadero cinismo en el sentido de un cinismo histórico. Pero cínico y cinismo no son lo mismo y entre ellos aparecen otras expresiones. Cinismo como objeto de discurso –y sin
ir más allá de su contexto original en la Antigüedad– es un término vago que
puede mentar a un movimiento que existió, una tendencia o corriente, o bien a
un concepto que supone una forma de vivir y ver las cosas o de entender y
practicar la filosofía, ya que con esto parece que se quiere abarcar otros
módulos como Diógenes el cínico u
otros cínicos, filosofía cínica, escuela
cínica, conducta cínica, modo de vida cínico, discurso cínico, estilo
cínico, hacer el cínico, y todos
los derivados del término perro
vinculados a la filosofía, etcétera.
Pero a verdad decir la Antigüedad parece haber hablado bastante poco de cinismo, aunque los traductores tiendan
a meter la palabreja donde en realidad no estaba. De hecho el término κυνισμός no abunda en las fuentes, aparece
apenas una vez en Estobeo, una en Luciano, en dos cartas del falso Diógenes,
tres veces en Diógenes Laercio, redunda en los dos sermones que abarcan la
discusión entre Enómao y Juliano y finalmente se fija en la tardía entrada de
la Suda. Dión de Prusa y Aristocles de
Mesina lo usan una única vez y en plural y Laercio lo emplea al comentar que
Antístenes fue quien le dio origen al cinismo y al referirse a la definición
del mismo como camino abreviado hacia la
virtud, acuñada por el estoico Apolodoro[22].
El ismo –la incorporación del sufijo ισμός– parece haber proliferado por dicha
vía, la estoica, y la conceptualización que da la Suda viene claramente de ese paño. En su defecto encontramos el
verbo κυνίζειν y sintagmas
como κυνικὴ φιλοσοφία, κυνικὸν
φιλοσόφον, κυνικὸν
βίον, κυνικὴν
ἀγωγήν, Κυνικὸς
τρόπος,
κυνικῆς αἱρέσεως,
κυνικοῦ λόγου,
Κυνικοὶ διαγωγὴν
y más. Así se rescatan del acervo sólo dos definiciones para un κυνισμός o cinismo
propiamente dicho: como una exploración de la naturaleza (φύσεώς ἀναζήτησις)
–de origen aparentemente cínico y puesta en boca de Diógenes– y como atajo en el camino a la virtud (σύντομον ἐπ
ἀρετὴν ὁδόν)
–de raigambre estoica. La mención que transmite Estobeo, salida del Pórtico, circunscribe
el κυνισμός al sabio, quien
deberá vivir a lo perro o actuar a lo cínico (κυνιεῖν), lo que según se lee equivale a perseverar o mantenerse en el
cinismo (ἶσον <ὂν> τῷ ἐπιμένειν τῷ
κυνισμῷ). Esto muestra que el verbo κυνίζω –jugar al perro o hacer el cínico– es
la puesta en práctica del κυνισμός.
Pero a la vez todo indica que existió, de manera digamos transversal, un diogenismo (διογενισμός) y quienes fueron llamados diogenistas. En la segunda centuria de la
era actual Enómao vino a decir que el κυνισμός
no se reducía ni al ἀντισθενισμός ni al διογενισμός y por entonces Ateneo utiliza el
término Διογενιστῶν
cuando señala que en Atenas había numerosas reuniones de filósofos (aunque dado
que se refiere también a los partidarios de los estoicos Antípatro de Tarso y
Panecio de Rodas, cabe suponer que alude al colega Diógenes de Babilonia)[23].
En contraposición, como refutando a Enómao, el Crates apócrifo del epistolario
rubrica que la filosofía cínica es la
diogénica (ἡ μὲν κυνικὴ
φιλοσοφία ἐστὶν
ἡ Διογένειος)[24].
Lo cínico en definitiva no en todos los casos estaba atado al patrón oro del great man de Sinope.
Por Diógenes Laercio sabemos que
existieron los cínicos (οἱ κυνικοί), a quienes amontona en un capítulo, y
luego de contar de uno en uno la vida e ideas de Antístenes y sus herederos,
donde Diógenes es la estrella, intenta conciliarlos bajo un manto de unidad de
acuerdo a sus inclinaciones en común (τὰ κοινῇ ἀρέσκοντα αὐτοῖς). Para él
este agrupamiento compone una κυνικὴ
φιλοσοφία,
que no es apenas una manera de vivir o ἔνστασιν βίου, sino que resulta en una escuela cínica o κυνικὴ
αἵρεσις[25].
Pero hay que esperar hasta el forcejeo que sostuvo el emperador en funciones
Juliano con el difunto teórico-práctico Enómao, y con una turbamulta cínica que
lo visitó en palacio, para encontrar una disputa por un concepto de κυνισμός. En
efecto, en Contra los cínicos incultos Juliano de entrada define al cinismo
como cierta forma de la filosofía (τὸν κυνισμὸν εἶδός
τι φιλοσοφίας εἶναι συμβέβηκεν),
forma que incluso compite con las mejores. Con esta certeza inaugural pretende
averiguar qué es y se encuentra con que no hay acuerdo en si fue Antístenes,
Diógenes u otro el fundador, ya que a criterio de Enómao no es ni antistenismo
ni diogenismo, y conforme a los cínicos más reputados el rol le cabía a
Heracles (un epigrama del latino Ausonio deja ver que por el siglo III de la
era vigente Antístenes competía con el semidiós por el puesto de Cynices primus o inventor primus Cynices, mientras que una carta imputada a Crates indica
que Diógenes era el perfeccionamiento o la culminación de lo que Antístenes
empezó)[26].
Como los cínicos y el mismo Diógenes escribían en broma, Juliano arguye que no
es posible tomarlo en serio por sus textos, sino que hay que definir al cinismo
según los actos de Diógenes, quien aspiraba a la impasibilidad y a convertirse
en un dios. En Contra el cínico Heraclio
el mandatario agrega que Enómao en sus escritos, blasfemando contra los dioses
y ladrando contra todos, dejó entender que el cinismo es una locura, una vida
no humana y una disposición salvaje del alma que atentaba contra lo bueno y lo
bello, cuando en realidad tenía que ver con conocerse a sí mismo y ser
semejante a los dioses, que es el fin de la filosofía. Juliano también rechaza
de manera tácita la definición de Apolodoro, de la que hacían uso los nuevos
cínicos cuando llamaban al cinismo el
camino más corto y rápido para alcanzar la virtud, a los fines de
justificar su ignorancia, osadía y desvergüenza. Para él, en definitiva, el κυνισμός sí es en
cierta forma un διογενισμός, aunque no verbal o textual sino práctico, ya
que la filosofía de Diógenes es la de la acción y no la de la palabra. Sin
embargo esta filosofía excedía al sinopense y lo precedía, ya que el auténtico
fundador no era otro que Apolo, aquel que le dictó las dos consignas base –conócete a ti mismo y altera la moneda–, a quien Diógenes en una esquela apenas le asigna, para descontento del
emperador, el mero rol de descubridor de
la adivinación (εὑραμένου τὴν
μαντείαν).[27]
La configuración que hace Juliano del
cinismo parece tener un solo propósito: desbaratar la coyunda entre cinismo y
cristianismo. En las dos diatribas que dedica a los cínicos que fueron a
entrevistarse con él, Juliano desarrolla una rápida conceptualización de un
cinismo originario y verdadero, pero el fin que tiene entre manos, obviamente,
no es ocuparse de hacer un estudio sobre esta corriente filosófica, sino
contrastar su idea respecto de lo que fue y debe ser el cinismo con el
programa, las proclamas y las prácticas de este nuevo cinismo cruzado con
religiosidad oriental y con cristianismo. Por eso habría que tomar todo lo que
dice sobre el tema entendiendo la intención política concreta y urgente que lo
movía. Estos nuevos contingentes que se embanderaban bajo el nombre de la secta
del Perro, por lo visto marcaban una distancia bastante ostensible con respecto
al cinismo clásico y presentaban varias críticas hacia los valores más o menos
consabidos vinculados con la figura de Diógenes, críticas sobre las
características de la ascética o la dieta o sobre la valoración del suicidio.
El modelo extrahumano de estos nuevos grupos tenía más que ver con Jesucristo
que con Heracles y por lo tanto estaban bastante lejos de guardar una rigurosa
fidelidad a Diógenes –de ahí quizá el empeño de Juliano en poner el
eje en el propio Heracles o en Apolo antes que en él. La vieja
ascética gimnástica e inflexiblemente racionalista ya no debía de cuajar en
estos grupos, lo que no era ninguna novedad si se toma nota del estilo de secta
cínica que ya rodeaba a Peregrino dos siglos atrás. Ni las proezas de Heracles,
ni el conócete a ti mismo de Sócrates y el oráculo délfico, ni la
imperturbabilidad del rancio modelo del sabio-divino sin pasiones, ni la
vivacidad satírica y jocosa de aquellos hombres que vivieron en los
preliminares y albores del Imperio macedonio tenían mucho que hacer ahora. Para
Juliano el cinismo formaba parte de la cultura grecolatina tradicional dentro
del conjunto de la filosofía y por lo tanto integraba un mundo sustentado en la
religión antigua. En cambio estas nuevas olas, según deja ver,
habían abandonado el paradigma natural (lo que no extraña si es que eran
cristianos) y aun así pretendían pasar por cínicos por la forma de vestir o por
llevar el tipo de vida itinerante de un predicador menesteroso. Este
cinismo cristiano tomaba estos hábitos del clásico, pero sin embargo
practicaba, en el mejor de los casos, un ascetismo de otro orden (de ahí que
los acuse de llevar una dieta poco frugal o de no tener hábitos de dureza como
darse baños fríos). Como cínicos imbuidos de cristianismo se supeditaban a las
nuevas virtudes y no a la vida según la naturaleza o a la pretensión de llegar
a ser impasibles como dioses. Al reflotar un cinismo anticuario y de manual
escolar, Juliano quería demostrar que los nuevos cínicos no eran cínicos. Pero
desde épocas de Varrón el cinismo ya era visto más que nada como un tipo de
vida filosófica pobre y ambulante, adaptable a cualquier dogmática filosófica.
En aquellos años abundaban los estoicos que vivían y vestían como cínicos, pero
ahora proliferaban conjuntos de personas que se llamaban cínicos y vestían como
tales, pero habían adoptado ritos y creencias de ciertas formas religiosas
extranjeras y cada vez con más fuerza del cristianismo. El cinismo entendido
como un mero modo de vida sin un soporte de valores y principios inherentes, o
de una cosmovisión propia, tenía que derivar en un cinismo entendido como un
modo de vestir y de aparecer ante la sociedad. Evidentemente tal segmentación
no formaba parte del esquema fundacional y la división de la filosofía en un
modo de vida y un sistema a la larga conducía a llenar ese modo de vivir de
cualquier contenido. Juliano remarca que el cinismo es una filosofía y no puede
limitarse a un simple modo de vida mendicante y vagabunda ni a un tipo de
vestimenta, sino que debe cumplir con una serie de preceptos y prácticas
aquilatados dentro de la tradición filosófica. Si Juliano hubiese vencido, el
cinismo cristiano habría desaparecido tarde o temprano; pero con la victoria
del Galileo estaba condenado a desaparecer como tal y a perdurar tácitamente
apenas como ascetismo cristiano en manos de monjes, cenobitas, anacoretas y
tales. El cínico para Juliano era antes que nada un filósofo y la filosofía
existía dentro de los parámetros de la cultura grecolatina y la religión
tradicional, de manera que no había forma de ser cínico-cristiano. En esto
tenía razón y por lo tanto el cinismo, en sentido estricto al menos,
desapareció con el fin de la edad antigua, con el ocaso de la religión y la
civilización grecorromanas.
[1] «a baffling phenomenon in the
history of philosophy» (Luis E. Navia, Diogenes
of Sinope, The Man in the Tub)
[2]
Jorge Lorca Leiva, Variaciones en torno a
la figura del Cinismo en filosofía.
[3] Javier Roca Ferrer, Kynikós trópos:
Cinismo y subversión en la antigüedad.
[4]
Los fugitivos 16.
[5]
Denis Diderot, “Cynique” en Encyclopedie
ou Dictionnaire Raisonne des Sciences, des Artes et des Metiers.
[6]
Ps.-Diógenes, Epístola 3.
[7] Denis Diderot, ibid.
[8] Luis E. Navia, Diogenes the
Cynic: The War against the World.
[9] Mubassir, Diógenes
51, en Luis E. Navia, Antisthenes of Athens:
Setting the World Aright.
[10] William Desmond, Cynics.
[11] Laercio, VI 39.
[12] Séneca, De la tranquilidad del alma 8, 7.
[13] «"εὖ," ἔφη "φίλος, ὅτι
πονεῖς,
ἵνα μὴ πονῇς."» (Estobeo, IV 36, 10)
[14] «ὅτι τὸ πονεῖν αἴτιόν ἐστι
τοῦ μὴ
πονεῖν» (Ps.-Crates, Epístola 33)
[15]
Plutarco, Sobre comer carne (De
esu carnium).
[16] «Was mich nicht umbringt, macht mich stärker» (Friedrich Nietzsche, Götzen-Dämmerung I 8)
[17]
Los fugitivos 16 (the army of the Dog según la traducción
de Derek Krueger).
[18] J. A. Cardona, Filosofía
helenística: estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos.
[19] James Romm, Cabezas
de Perro y nobles salvajes: ¿cinismo antes de los cínicos?, en Los cínicos, R. Bracht Branham y
Marie-Odile Goulet-Cazé (Eds.).
[20]
Contra los cínicos ignorantes 180 d.
[21] Anthony A. Long, Diogenes,
Crates, and Hellenistic Ethics; Luis E. Navia, Diogenes de Cynic: The War against the World.
[22]
Estobeo II 7, 11s; Ps.-Diógenes, Epístolas
27 y 42; Luciano, Doble acusación 33; Laercio, VI 2, VI
104 y VII 121; Juliano, Discursos IX
y VII passim; Suda s.v. cinismo; Aristocles,
Sobre la filosofía, frg. 1, III, 4-5,
p. 206; Dión
de Prusa, Discursos 32 49.
[23] V 186 a.
[24]
Ps.-Crates, Epístola 16.
[25] Laercio, VI 103-105.
[26] Ausonio, Epigramas XLVI; Ps.-Crates, Epístola 6.
[27]
Ps.-Diógenes, Epístola 38.
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