En los albores del llamado período
helenístico o alejandrino, más o menos entre los años 323 y 331 de la vieja
era, parece haberse roto una ampolla que protegía a esos griegos que se sintieron
librados a su suerte, a aquella alarmante Τύχη. Fue entonces que irrumpió el
cinismo, trayendo una fuerza de reacción, un entrenamiento feroz ante la
suerte, una τέχνη. Las guerras de los Diádocos arrasaban con las ciudades
helénicas y el buen ζῷον
πολιτικόν podía quedar expuesto como κύων,
forzado a una κυνικὸς
βίος a la que era posible afrontar con o sin
ἀρετή. La ecúmene produce ciudadanos
cósmicos, pero la condición del κοσμοπολίτης es la
vida de perro: una deshumanización –léase desterritorialización– entendida
como animalización divina o divinización bestial. Se
habla una y otra vez de la idealización
del cinismo que urdieron bajo el Imperio romano algunos estoicos como Epicteto,
algunos abanderados de la segunda sofística o algún emperador neoplatónico como
Juliano. Podrá hablarse ahora de una idealización contemporánea a contramano.
Para encontrarla basta con hojear un poco el libro de Michel Onfray: allí
también aparecen Diógenes y su pandilla empaquetados y podados a gusto del
consumidor cultural planetario, del rebelde-way
de Palermo, del anarcodeseante de librería. Un Diógenes éxito de ventas
acomodado a piacere a la perorata
simpática y dogmática del autor (soy amigo de Onfray pero más de la παρρησία). No es insignificante, ni extraña en lo
más mínimo, que los cínicos hayan vuelto al tapete desde mediados de los 70
cada vez con más fuerza. El cinismo es la primera izquierda que conoce el mundo
occidental. El individualismo, el igualitarismo y el universalismo surgen con
él. El estoicismo, el cristianismo, el liberalismo, el marxismo, el anarquismo,
son sus tempranas y tardías derivaciones históricas. No hay otro principio que
explique el élan de la izquierda: παραχαράττειν τὸ νόμισμα. Esto aplica a la modernidad y se
traduce como todo lo sólido se desvanece en el aire.
Aplica al capitalismo. El progresismo, el marxismo, el liberalismo, llevan implícita
la insignia. Pero si nos fiamos de Marx, es el capitalismo el que se articula
bajo ese principio intrínseco de invalidar la tradición, la ley y las
costumbres y de hacer que lo que existe mute, en última instancia, a como dé
lugar. Eso que Marx y Engels llamaban entonces burguesía no
puede existir, decían en el Manifiesto,
sin revolucionar permanentemente los instrumentos y relaciones de producción y
por ende todas las relaciones sociales: todo lo estable se evapora, lo
consagrado se desacraliza, y los humanos se ven obligados a contemplar con ojos
desapasionados su posición frente a la vida, sus relaciones mutuas. Ahora que vemos el último rostro a
estrenar del capitalismo, que deja de vender neoliberalismo para vender
progresismo, que se pasa en un periquete del individualismo visceral al
colectivismo idealista, cuando los chicago-boys
comienzan a convertirse en feministas, ambientalistas, indigenistas, y
vemos la transición del american way of
life al capitalismo asiático, en camino a una suerte de Estado mundial
extraestatal articulado desde las ONG, los nuevos amos de la moral universal,
la nueva cristiandad anticristiana, nos salta a la vista el cinismo, este sesentaiochismo
de la Hélade macedonizada, esos jipis, ecologistas, primitivistas, ácratas, rockers, post-punkies o la mar en coche que surgieron menos como contracara
que como reverso del nuevo imperialismo de Alejandro y sucedáneos; pero no ya
para contemplarlos de manera tan piadosa, tan juvenil, tan desinteresada y
alegre, tan fresca. Esa mirada ya es moneda corriente. A Foucault, a Sloterdijk,
a Onfray y corifeos se los lleva la corriente y se pierden en una época que
comienza a no ser esta. Es menester someter a los perros al banquillo de la
sospecha. Ponerlos a prueba una vez más. Resoplar en medio de los humos.
Todo siglo necesita su
Diógenes, formuló D’Alembert. Los cínicos del siglo XX fueron varios. Los
viejos abriles trajeron nuevos cínicos de tipo más bien culto: ascético o
austero en los ácratas a la vieja usanza o marxistas de viejo corte, satírico
entre los trotskistas, hedónico-satírico en las vanguardias del arte. Las
marejadas más recientes traen más bien los de tipo hedónico-plebeyo: hippies, rockers, punks, como se
llamen. Nuevos cínicos del montón que, en
homenaje a los humos del τῦφος, en vez de comer
hierbas se las fuman. El
siglo XXI es hiparquiano y aporta un nuevo cinismo hembruno, la última ola. El anterior fabricó cínicos de pacotilla a
montones y entre ellos, a lo mejor, a unos cuantos Diógenes. La vanguardia se
convirtió en un negocio millonario y la contracultura en una industria del
entretenimiento en el malestar. Abundan los cínicos con oro en bolsa, que diría
el de Samosata –otro corte de cínico que también prolifera– y también los loros
que ladran. En realidad abunda todo ahora y hay cínicos en los museos, en los
recitales de rock, en los pubs, en la TV, en la pizzería de la esquina, en las
aulas de una facultad de provincia y algún que otro anacrónico durmiendo en la
calle. El régimen presente es un criadero de cínicos, ¡no hay otra cosa!
Cínicos más bien como los que describe Luciano, fotocopias desgastadas de Diógenes
o Diógenes patas para arriba. La cinización
se va convirtiendo en inexorable. Más bien uno va a tener que elegir qué clase
de cínico quiere ser. La contracultura se vuelve mainstream, el consumismo contestatario, el capitalismo
posindustrial predica el ecologismo cosmopolita, se vuelve libertario o
izquierdista y llama a abolir la familia, la patria, los sexos, la procreación,
el trabajo, la propiedad. Particularmente desde la pax americana el cinismo se reabsorbe en espectáculo y negocio,
entretenimiento y manipulación, y si el poder hace hablar, según la manoseada
fórmula, es que la confesión regresa a cielo abierto, la παρρησία tiende a ser
obligatoria, insolencia bipolar, la desinhibición impostada cunde. Si cada
tribu o cada francotirador en chancletas se arrogan la facultad de decir toda
la verdad a boca de jarro, todo es verdadero y nada.
La espontaneidad planificada a escala geopolítica lleva por rótulo
ingeniería social; pero el cinismo planificado se remonta a los tiempos de
Alejandro. Una sarta de extremismos morales que ahora empuña una izquierda
nueva y radical, visceral y angélica, pero a la vez cada día más oficial,
financiada aquí y allá, cantada en coro por primeros ministros del primer mundo
y magnates arcanos que remiten partidas de dinero a Estados emergentes e
instituciones privadas, no propone novedades que no hayan sido anunciadas por
Diógenes en sus escritos y anécdotas hace dos mil cuatrocientos años, en medio
de un proceso en el cual las πόλεις nacionales que enarbolaban la cultura
oficial y tradicional caían a manos de un nuevo orden universalizador. Filantropía
y cosmopolitismo, dos existenciarios básicos de la secta, se convirtieron en
preseas del izquierdismo de los poderosos, el liberalismo y el socialismo sintetizados
en progresismo socialdemócrata. Crates es relevado por $ORO$, el nuevo conciudadano de Diógenes, que rescató
del fondo de la mar, parece, el oro arrojado por el tebano. Pero no hubo nadie
más contrarrevolucionario que un cínico, una de cuyas aspiraciones –de la boca
para afuera al menos– era desmantelar las primeras revoluciones universales
trazadas por el género humano: si no la revolución cognitiva, al menos la
revolución agrícola. El paleolítico es la edad de oro cínica, la edad de
Cronos. Verdad que una cosa es romper los tabúes y otra muy distinta diluirlos
para crear otros nuevos tan insólitos como demenciales e inflexibles. Los
cínicos hacían lo primero porque es lo que se proponían, también por defecto lo
que tenían al alcance. Pero su insignia, el eslogan que los unificó desde el
origen, era ambigua: no abolir la moneda sino reacuñarla, invalidar la moneda en curso, no la moneda. ¿Era invalidarla
o hacer que permanentemente mute? ¿Era cambiar unos valores arbitrarios por
otros sempiternos o enarbolar el principio del cambio de lo que existe, una
suerte de antiplatonismo de principio, sea lo que fuere lo que existe? Apuntaba ese
señor Glucksmann que la fórmula monetaria –aquel plus o antítesis que
ofrecieron al conócete a ti mismo–, παραχαράττειν τὸ νόμισμα, no era más que el arte de gobernar los
intercambios: transvaloración, revolución cultural, radicalización de lo mismo.
Diógenes el banquero.
Por un lado el cinismo, entendido como guerra sin
cuartel al νόμος, definido por el παραχαράττειν τὸ νόμισμα, se parece demasiado a la
modernidad, por no decir al capitalismo; en tanto que contracultura, revolución
permanente en el exclusivo plano de la superestructura, a lo que se parece es a
la tipificada nueva izquierda o marxismo cultural, indefinida,
extravagante, divagante. ¿Hay algo más candente que el cinismo? Los cínicos mantienen a la vez un
individualismo extremo y una utopía comunitaria, igualitarista. El epicúreo
Filodemo, que podría ser traducido a la fecha por un liberal de izquierda a la
vieja usanza, los mira con azoramiento y espanto, afirma que promueven el
travestismo, que hombres y mujeres vistan y actúen de manera indiferenciada,
que maten y se coman a sus padres, que cojan madres e hijos y cualquiera con
quien sea y que todo el mundo actúe como locos, como niños o como enfermos.
Pero los cínicos no salían del épater la
bourgeoisie, mucho más no podían hacer, era poco lo que concretaban,
sembraban una especie de terror intrascendente que era contemplado con sorna,
moderado asombro e indiferente desprecio por los hombres de a pie no descalzos.
Ellos elevaban el tono, daban la nota por encima para llamar la atención y
amonestar al incauto, pero en cierta forma tenían en su momento la venia: de un
lado la del ciudadano clásico, al que atacaban con la conformidad a los dioses
o la fidelidad a la filosofía socrática sacada de quicio y llevada a un cierto
exceso, mientras recibían de él las limosnas que les daban de comer; pero por
el otro del nuevo poder, de los nuevos amos, mitad extranjeros mitad griegos,
como prueban al menos la mitad del puñado de los discípulos registrados del Perro pasados al servicio de Filipo,
Alejandro y sus generales. Con el imperialismo alejandrino entran a saco en el campo
del saber los libertadores del individuo sin arraigo ni ataduras políticas; pero
la impolítica se impregna de Imperio: los ácratas acompañan a los generales y
le escriben historias al rey. Extrañas circunstancias, enrarecidas, las de los
cínicos. Muerto el héroe, muerto Diógenes, el cinismo se dispara para muchos
lados a la vez. Onesícrito deja el escándalo y saca una balanza en la que
oscilan el Can Celeste y el Dios Alejandro. Y esa era de los metecos –según el eslogan acuñado por Daraki–, en la que
proliferan y se contagian las herencias de los socráticos menores, se parece
demasiado a esta de las llamadas minorías,
que vienen a reemplazar, reclamando un papel protagónico de víctimas o rol
histórico de oprimidos estelares, a las viejas mayorías –pueblo, proletariado,
pobres, masa, clase obrera–, o más bien a enmascarar a la verdadera minoría
dominante, nombrada otrora burguesía. Diógenes, debidamente trajeado y rasurado,
apoya el farol en el escritorio y perora a las 12 del mediodía por boca del
Foro de Davos: No tendrás nada y serás
feliz, revela otra vez al mundo impávido. Y a continuación establece una
Agenda para la próxima e inminente República Universal. Son estos los nuevos
pobristas, ecologistas, animalistas, antifamiliaristas, antiprocreacionistas,
ilustrados y primitivistas a la vez. La alianza actual entre el cinismo antiguo
y la oligarquía financiera o imperialismo anglobalista: hacer de la pobreza
felicidad, frenar las fuerzas productivas y resignar el mejoramiento de la
sociedad por la salvación del planeta y del resto de las especies. A estos
nuevos filántropos también les da lo mismo la multiplicación de los sapiens y
la de las moscas. Mientras tanto el presente bípedo sin alas, sujeto social,
humano, ciudadano, se vuelve un cínico de hecho, además, porque renunció –a
cambio también de una cierta facilidad, de un cierto placer o beneficio– a casi
toda privacidad, siendo visto y oído, filmado, grabado y registrado por cámaras
de seguridad, por su teléfono o computadora, por toda red informática estatal o
megacorporativa. Al ojo de la plebe, al del prójimo, podrá mostrarse como una
oveja correcta y feliz o un lobito exitoso, como un artista, un ser probo o un
inteligente; pero a los ojos del amo además de un número y una serie de datos
procesados por máquinas vive solamente como un perro, como Diógenes al pie de
los edificios. Todos los masturbadores se vuelven Diógenes y todos los
tortolitos Crates e Hiparquia celebrando las nupcias caninas en el Pórtico
Multicolor.
Se lee por ahí que los cínicos creen en la razón pero no en el
conocimiento. El λόγος de los perros estos no tiene que ver con el conocimiento
sino con las entendederas, con tomar consciencia de quién se es y dónde se está
y romper con el ilusionismo: cagarse en los vendehumo y asir el bastón del
desengaño. Diógenes podría reírse tranquilamente también de ese vitalismo
demasiado idealista, demasiado protestante y subjetivista, esos detritos de
voluntarismo tarambana que deja en el mundo contemporáneo el trance de
Nietzsche como filósofo de la adolescencia incurable con claustro académico
adjunto. Demasiado cristiano, demasiado germano. Un poco más de Sócrates y
menos de Lutero. El cinismo es un revulsivo terminal contra el bovarismo,
contra el quijotismo, contra el narcisismo y el romanticismo. Tiene un lema de
base en este quid: la razón o la cuerda.
O para captarlo mejor y no prestarse al boludeo: la cordura o la cuerda. El que se ponga en esa disyuntiva puede
ingresar a la antiacademia. O estás dispuesto a afrontar la vida como es y
arrojar el lastre de la histeria y la tilinguería o pegate un balazo en la
cabeza. No pierdas más el tiempo acariciando falsas ideas mientras llevás esa
vida de mierda para quedar en la historia o fijado en la mirada de los demás
pelotudos como vos. La razón, el λόγος, es decir la forma descarnada y directa
de ver las cosas como son, o seguir por el veleidoso y ríspido camino del τῦφος, el aventurerismo de la estupidez que
emprenden los elfos, los copitos de nieve, los hebefrénicos, los ofendiditos,
las histéricas y los tilingos. El fayutismo impenitente de este circo del bien.
La alternativa es
σωϕρονέω o ἀπάγχω, entrar en razones o
estrangularse, ahorcarse, colgarse. Una vez más lo que Diógenes les gargajeó a
los griegos: ¡aprendan la prudencia o
cuélguense! (ἢ σωφρονεῖν μάθετε ἢ ἀπάγξασθε).[1]
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