¿A la germana o a la francesa?
En el brete de la
filosofía alemana ya se viene rumiando desde hace un buen tiempo el asunto
entre el cinismo helénico (alias Kynismus)
y el que se expande por el orbe presente (avatar: Zynismus). El celebrado esquema que Peter Sloterdijk ofertó al
mundo en 1983, misma temporada en la que Michel Foucault dictó cátedra al
respecto, tiene precisos antecedentes. En 1979 Heinrich Niehues-Pröbsting, en
un libro titulado Der Kynismus des
Diogenes und der Begriff des Zynismus, ya dibujaba al cinismo menos como
una filosofía de vida o una práctica que como un género crítico satírico. En
1964 Klaus Heinrich firmaba un artículo llamado Antiker Kyniker und Zynismus in der Gegenwart, que trazaba el
núcleo común entre los viejos y nuevos cínicos a la vez que las evidentes y
alarmantes diferencias. Aunque en la memoria argentina el término existencialista induce a añorar
aromáticas pipas, saco y corbata, una cabellera mal que mal recortada y un
gusto snob por las primicias de
Gallimard, entre los alemanes de la época en que Heinrich tomaba estos apuntes
todavía podía asociarse a un barbudo de malos modales que despreciaba el
pensamiento discursivo, equivalente a la fauna suburbana que describe Luciano
en el segundo siglo. Basculando entre Sartre y Kerouac, era un mundo virgen de hippies, punks e infinitas y variopintas ramificaciones a cual más
estrafalarias, en el que la metafísica zoologizante de los parias parisinos
estaba por escribirse. Heinrich definía al cinismo en términos genéricos como
una forma de autoafirmación (Zynismus ist
eine Form der Selbstbehauptung). El relato es el que sigue.
El antiken
Kynismus era una doctrina de salvación que proclamaba la autoafirmación (Selbstbehauptung) del individuo en medio
de tres amenazas reconocidas que veía como obstáculos para convertirla en
autorrealización (Selbstverwirklichung):
la πόλις, el Estado universal y la filosofía. Constituía una protesta
existencialista ante el pensamiento esencialista del momento, y así la pelotera
con Platón era el rechazo de la tentativa que hacía el esencialista por
resolver la cuestión de la naturaleza del hombre, concepto que fracasaba cual
Edipo en reconocer su destino concreto. Contra dichas tres fuerzas castradoras
el Kyniker, que no buscaba otra cosa
que sobrevivir, proponía una reducción de la existencia a un núcleo animal (das animalische Modell des Überlebens) y
escapaba del destino como el ratón que encuentra un hoyo en la oscuridad para
rajar. La autoafirmación sobre la que se plantaba era la autosuficiencia del
poder animal del individuo, que precedía al destino y lo rechazaba. Pero los modernen Zynikers, hijos del derrumbe de
la creencia ilustrada en una armonía universal, descubren que lo que ahora
amenaza la existencia no es la angustia ante el destino (Schicksal) sino ante el sinsentido general (allgemeinen Sinnlosigkeit). Aquella reducción al núcleo animal de
la persona (die kynische Reduktion) ya no inmuniza
al cínico moderno contra desesperación y decepción. El cinismo actual, anota
Heinrich, es la forma resignada del movimiento existencialista: la caída de la
protesta (Protest) en la resignación
(Resignation). El antiguo renunciaba
en aras de la autorrealización, pero el actual se basa en una forma de
autoafirmación que permuta firmeza por vacilación y renuncia a la
autorrealización: la decepción como traición a sí mismo.
Heinrich
se inspiró en otro alemán, el teólogo protestante Paul Tillich. Este escribió
en el año 1952 The Courage to Be,
cuya tesis rezaba así: el cinismo moderno es el coraje no creativo de ser uno mismo (noncreative courage to be as oneself). Efectivamente una noncreative Existencialist attitude que
los convierte en victims of neurotics
anxiety. En tanto que el antiguo criticaba sobre la base de la razón y la
ley natural, como follower de
Sócrates, los nuevos no siguen a nadie, no creen en la razón ni en la verdad,
socavan todas las normas y se agarran a la libertad de rechazar lo que pinte. «Para los griegos, el cínico era un crítico
de la cultura contemporánea basado en la ley de la razón y la ley natural; era
un racionalista revolucionario, un seguidor de Sócrates. Los cínicos modernos
no están dispuestos a seguir a nadie. No tienen fe en la razón, ningún criterio
de verdad, ningún conjunto de valores, ninguna respuesta al problema del
sentido. Su valentía no se expresa de forma creativa, sino a través de su forma
de vida. Rechazan con valentía cualquier solución que les prive de la libertad
de rechazar todo lo que quieren rechazar. Los cínicos no están solos, porque
necesitan un compañero para mostrar su soledad.» Más que una pasión inútil,
un coraje al ñudo. La prepotencia vacua y gregaria de un nihilismo contestatario.
El rebelde sin causa.
El perro contemporáneo es acosado por un
enemigo borroso y omnímodo, el absurdo. El viejo tenía de qué agarrarse, una
fuente dorada más allá de la neblina, y un rival poderosísimo pero localizado
con estrictez. Un Goliat no del todo invencible. Con Sloterdijk ese neocínico de
ademanes adolescentes, existencialista del resentimiento, amplía los
semblantes. Ahora está en todos lados. Plancha la camisa o se hace jipi. De una
parte burócrata y comercial, mediócrata de éxito y derrengado de lujo, empleado
del mes, colaboracionista, consejero del patrón. De otra parte vuelve a las
fuentes. Sin φύσις a la vista le queda una soberanía por hilaridad, sátiro
existencial y cómico de la náusea, intelectual de la cintura para abajo, contestatario
por nonsenses.
¿Quién habla? La interrogación ad hominem de Nietzsche viene a la
cabeza cuando el estrellato cultural se pone bajo el ala de un personaje como el Perro. Hay que hacer un poco de
sobrino acá. ¿Cómo es que ciertas vedettes
del saber que no arriendan cuba alguna, cebados por estados-satélite del
Imperio, megaeditoriales y otras corporaciones culturales, y que nutren a un
rollizo contingente de burócratas de la revolución permanente, el criticismo a
sueldo y demás oficinistas del ocio remunerado, pueden hablar en nombre de
Diógenes así como así? El viejo de la tinaja de pronto pasa del salón a la
Academia y el mundo sigue andando, que decía Le Pera. Algo huele a tufo una vez
más. Desde que los estoicos declararon que había que hacer el perro (acá se podría traducir como hacerse el perro) el cinismo fue capturado por la filosofía. Por la
filosofía, al menos, entendida como αἵρεσις, corporación y sistema, escolástica,
institución, universidad. Monsieur le
philosophe golpea la puerta de nuevo. Se temerá, más bien, que nos quieren meter el perro. Tomado el mensaje como
de quien viene, de la cultura crítica oficial, Sloterdijk y Foucault no pueden
dejar de ofertar al mercado mal que mal un cínico edificante y de izquierda, y en
eso están bastante lejos de un demente como Nietzsche, jamás forzado a ofrecer
a público alguno uno digno de caricia y expectable para el dudoso o
caradura funcionariado de la emancipación universal. Mientras el pesimista
Adorno se refugiaba en la alta cultura y el utopista Habermas en la consensual tramparencia de la razón comunicativa,
Sloterdijk y Foucault llamaron por teléfono a Diógenes para ver si les daba un
curso. Todo bien. Como Diderot y D’Alembert, el posfrankfortiano y el
posestructuralista quieren volver a poner en la misma pecera ilustración y
cinismo y ver qué pasa.
Cinismo
a la Sloterdijk
Herr Sloterdijk quiso ser leal a la
Ilustración y por eso la trató con alevosía. Quinismo mata cinismo, esa es la fórmula que lanzó a los vientos de
la historia. Se propuso reconfigurar la crítica de la razón instrumental en
crítica de la razón cínica, para lo cual debió cambiar el εἶδος por el βάκτρον,
la idea por el bastonazo, la teoría por la sátira, la conciencia por el cuerpo,
al sabio por el payaso, al silogismo por el absurdo, a la monografía por la
momografía. Como la crítica de la ideología –encarnada en el marxismo o el
psicoanálisis– siguió la estela del aburguesamiento teórico de la sátira, la sustitución
de la risa por saco y corbata, Sloterdijk propuso a cambio, parece, una crítica
menipea o un teorismo serio-cómico. Nada puede hacer la crítica de la
ideología, legataria de la Ilustración, ante un cinismo que no es
contra-ilustrado, que al contrario la absorbió y neutralizó o que es el hijo
bobo y vivo que la sobrevive. Remover la sátira, revocar el serio-burlesco,
parece decir, es instalarse en el vestíbulo del Zynismus, ya que la resistencia seria acaba mimetizándose con lo
resistido, la crítica teórica le hace el juego al amo. Se temerá que este
hombre ve al κυνισμός al revés que Laercio, para el
cual la sátira menipea era en todo caso el nacimiento del falso cinismo, sin
sostén en la práctica. Detrás de la pesadez interminablemente erudita de
Sloterdijk hay un jipi tocando un sol mayor al aire y un roquerito alcoholizado
que balbucea. Un Menipo sesentaiochista. Más que new age suena a new wave.
Pasan cuarenta años y las nuevas olas ya son parte de la oceánica calma chicha,
cuando la contracultura se parece mucho a la regla. Empezando por el tamaño, no pinta que la
caudalosa y monumental obra completa de nuestro germano tenga mucho de las
excursiones rocambolescas de Menipo por lo subterráneo y lo supralunar, aunque
quién sabe. Como broma edificante o subversiva es un poco monótona. Sloterdijk observa la falla de
monsieur le philosophe Diderot pero
no la de le bouffon Rameau, que no
deponía la sátira sino la ascética. La Ilustración hizo del cinismo antiguo el
recorte a medida y también lo hizo Sloterdijk al acordonarlo a la actitud
serio-cómica del ilustrado oprimido, del sabio de las clases dominadas. No
pretendía, al estilo de un Rorty, ablandar el corazón de los racionalistas
instrumentales, sino deschavar al cínico para que se reposicionase como
quínico, pasar de la conciencia desgraciada y la mala fe a la fröhliche Wissenschaft, la ciencia
alegre de la mala conciencia de la época; torcer a la teoría y al diálogo, a la
ciencia melancólica adorniana (traurige Wissenschaft)
y al encorsetado socratismo habermasiano, con la retórica chocarrera del
exabrupto y la sinceridad, porque cuanto mejor es el argumento más daño hace y
«todo lo que no soporta la sátira es
falso»[1].
El fair play de la teoría y el
diálogo se parece al de la FIFA. Pero dado que esa conversión no se puede hacer
con un pase de magia al estilo del Diógenes de Wieland, ni ocho mil millones de
personas podrán leer a Sloterdijk ni dejarse convencer, habrá que albergar las
esperanzas de los marxianos aceleracionistas y esperar que el precariado
universal creciente adopte el palo, como los pastores del monte de los que
hablaba Diderot, y se conviertan todos por la fuerza en entusiastas de la
virtud o en menipeos sin cuenta bancaria. La quinización del proletariado, en
cuando a sus condiciones materiales de subsistencia, está en curso.
Bajo
el firmamento de la Crítica de la razón
cínica existe un paisaje histórico y no mucho más que dos habitantes: der Zyniker und der Kyniker, el cínico y
el quínico. Estos dos se disputan las migajas del mundo a través de una dialéctica de la desinhibición (Dialektik der Enthemmung). Sloterdijk
pone que el cinismo moderno o contemporáneo, el Zynismus, es la cuarta figura
de la falsa conciencia (vierter Figur
des falschen Bewußtseins), que se suma al error, la mentira y la ideología.
La razón se pervierte como razón instrumental y el Kynismus como Zynismus.
El enemigo ya no hace base en la tradición, la autoridad, el prejuicio, la
teología; el cinismo no es el heredero legal de este terrífico cuarteto sino de
la propia Aufklärung, es el
Iluminismo desengañado de sí mismo. Por un lado la versión resignada y
derrotista del despertar del sueño ilustrado y por otro la militancia solapada
o descarada en unos valores descubiertos como falsos o ambiguos, el bufón si no
el amo de la razón instrumental, el apocalíptico integrado, Odiseo sin Heracles
pero triste. El cínico no pretende hacer volar el mundo construido desde la
Ilustración, es un engranaje de ese mecanismo y si no quiere seguir los ideales
es porque sabe o cree que no puede, que se liberó de los miedos a cambio de
sospechar de todo, que no cree en fantasmas pero igual le angustian. La
teutónica fórmula del Zynismus es falsa conciencia ilustrada (aufgeklärte falsche Bewußtsein) y conciencia infeliz modernizada (modernisierte unglückliche Bewußtsein).
Roba letra de Engels y Hegel. Este cínico con zeta tiene un costado asertivo y
otro enfermizo, es un felón por desilusión, el decepcionado de la modernidad,
traiciona a la Ilustración sólo porque fue timado por ella. Es un poco el
quínico de cuello duro, aburguesado, pequebú, un Dolmancé de oficina o un
sobrino Rameau que marca tarjeta, «el
integrado antisocial» dice Sloterdijk, el incluido de la razón instrumental hay que decir. Forma parte de la
masa anónima pero se cuida de la exposición pública, un desfachatado sibilino
que prospera más bien en la esfera privada, en el anverso íntimo de las
instituciones. Es algo así como el Moi
philosophe de Diderot conservando sus fueros después de la derrota asumida
ante Lui le fou, el penúltimo rostro
del malestar en la cultura, que el autor detalló como un cinismo universal y difuso (universaler
diffuser Zynismus). A unos prejuicios viejos suceden otros nuevos, con el
progreso la dominación también progresa. El juicio a las promesas de la
Ilustración y el desenmascaramiento de sus ilusiones o prejuicios no vendría a
ser otra cosa que suministrarle su propio veneno, un triunfo de la luz y el
saber sobre los límites históricos –ideológicos, geopolíticos o clasiales– del
movimiento ilustrado, la razón deschavando los monstruos de la razón. Pero el
cinismo flamante, el Zynismus, es
visto como el resultado patológico o vicioso del fiasco de los ideales de la
Ilustración: primero una toma de conciencia de que combinaba ingenuidad y mala
fe, tontería y mascarada, vaguedad idealista y simulación burguesa; en su
momento pasivo no es más que decepción y desilusión, en su momento activo un
descaro privatizado, un repliegue en el egoísmo autosatisfecho: apatía, mala
fe, desesperado autocontrol, interés propio escaldado.
El
cínico antiguo (con el que se inicia, según dice, el diálogo no-platónico) era
un materialista dialéctico. Se trata, empero, de un materialismo pantomímico, una
ilustración grosera, la refutación
del lenguaje del filósofo con el del payaso, una reflexión esencialmente plebeya desprendida de la autocertidumbre humorística propia de los
espíritus soberanos[2].
El cinismo antiguo, pone herr
Sloterdijk, al que identifica grosso modo
con el quinismo, era «un existencialismo que no pasa por la cabeza»,
que «no ve al mundo ni como trágico ni
como absurdo», encabezado por un maestro que, al modo zen, enseña no
enseñando. El filósofo-rey momo tal vez. Esta crítica de la razón cínica
incluye una historia del impulso quínico
(Geschichte des kynischen Impulses),
cuyo puntapié inicial se encuentra en aquella arena en la que la alta teoría (hohe Theorie) de Platón se enfrentaba a la teoría inferior (niederer Theorie) de Diógenes que,
contra «la insipidez esquizoide de un
pensar cerebralizado», encarnó su doctrina en pantomima grotesca. «El
proceso veritativo se divide en una falange discursiva altamente teorética y en
una tropa de guerrilleros satírico-literarios (eine diskursiv-großtheoretische Phalanx und eine satirisch-literarische
Plänklertruppe). Con Diógenes empieza
en la filosofía europea la resistencia contra el juego amañado del “discurso”.»[3]
Algunas escenas subsiguientes:
la insolencia (Frechheit) cambia de
bando con Luciano de Samósata, con el giro constantiniano el impulso quínico torna al cinismo y
arranca la cristianización del poder («el
poder imperial se postra de rodillas ante el cinismo cristiano para domarlo»),
el quinismo de Marx y Engels se desliza hacia el cinismo de tipo señorial
cuando encaran con prepotente desprecio a Stirner y quieren reemplazar al falso
único con un falso nadie. Marx, escribe Sloterdijk, tenía en sí al rebelde y al
monarca, al satírico y al amo de la ciencia verdadera. Pero con la salvedad de
que el cinismo antiguo se mantuvo constante en no cristalizar la teoría, en no
edificar sobre el conocimiento especulativo, su situación podría suponerse que
tampoco era tan distinta. ¿Fue cien por ciento quínico el cinismo antiguo?
Dejando de lado a Epicteto o Juliano, presuntos exponentes máximos del
enmascaramiento idealista del κυνισμός, en el mismo Laercio se ven un
Diógenes, un Crates y otros fundacionales que quizá rebasan en alguna que otra
vuelta las meras cotas del impulso
quínico. Como antiprometeicos, por empezar, eran más bien anti-ilustrados,
¿y no se creían sabios, como chillaba
Sayre? Se diría que el cinismo antiguo llega hasta el punto en que uno se
propone como amo y señor de sí mismo y por ende ejemplo frente a los demás y no
como patriarca de la emancipación universal articulada desde el discurso elevado
a alta teoría y episteme. Marx
es Diógenes mit Platón. Una moral
universal que alega ser deducida de la naturaleza no es más que una
circunstancia, un condicionamiento de la Antigüedad que no define al quinismo.
Lo define una actitud de resistencia con las armas del inerme –la insolencia,
la sátira–, la reacción vital del de abajo. De manera que el quínico, como
parece que pensaba Diógenes, si triunfa fracasa, si toma el poder cambia de
bando. Para alzar la voz del realismo debe mantenerse perpetuamente jovial,
para sostener el coraje de cantar las cuarenta debe no renunciar a la inmadurez
formal y estratégica. Pero el cinismo antiguo, y los testimonios pueden no ser
confiables pero abundan, ya fue acusado durante casi un milenio de existencia
en buena medida de casi todo lo que él señala en el cinismo con zeta. A lo que
Sloterdijk contesta que, aunque Diógenes es el ejemplo del que intenta vivir
según predica, este ilustrado pantomímico «no
está obligado a ocultar sus instintos perversos», ya que «desempeña el papel del moralista que pone de
manifiesto que hay que chocar con la moralidad para defenderla». De manera
que no deja de ser ambiguo como el cínico hodierno y con zeta, pero lo salva el
hecho de que no tiene nada que ocultar y de que se mantiene incólume operando
desde abajo como un plebeyo sin conato de aburguesamiento.
Cinismo a la
Foucault
Lo que sucede en
el κυνισμός, apunta por ahí Sloterdijk, es que la risa de
la esclava tracia se mete dentro de la filosofía, la burla a la filosofía
irrumpe desde la misma filosofía. Foucault adhiere, si bien no detecta una
carcajada sino una mueca (grimace)
que se hace a sí misma mirándose en un espejo roto. Pero ve otro costado o lo
plantea de otro modo. Aunque para Sloterdijk al legítimo quínico lo define la
bajeza de clase, le apunta al κυνικὸς τρόπος,
mientras que Foucault inclina la mira hacia el κυνικὸς βίος. La animalidad en los viejos cínicos, escribió
Sloterdijk, no pasaba de ser autoestilización
y manera de argumentar (Selbststilisierung y eine Form des Argumentierens); para el gusto de Foucault, habida
cuenta de que los cínicos no operaban como el resto de las escuelas a puertas
cerradas sino a cielo abierto, la animalidad hecha vida pública y expuesta equivalía al βίος φιλοσοφικός
en tanto que vida recta. Su cínico se
parece un poco más al protocristiano de Epicteto y menos al menipeo bajtiniano.
Del cinismo satírico-carnavalesco al aletúrgico-militante. Se dirá que herr Sloterdijk atiende más a la forma
–la insolencia, la sátira– y monsieur
Foucault le pone nombre al contenido: la παρρησία como coraje de decir la verdad. Ahora el cínico
es el héroe de la verdad, y la insolencia es vista menos por su forma externa
que por su contenido y desde el lado bueno. El quid no está tanto en la sátira
menipea como la diatriba, el diálogo
provocador dice Foucault. Haciendo base en el diálogo entre Diógenes y
Alejandro de Dión Crisóstomo observa las diferencias entre «el juego parresiástico» de Sócrates y el
cínico: Diógenes no hace las preguntas sino que las responde, no se contenta
con poner en evidencia la ignorancia del otro sino que apunta a herir el
orgullo. Lo que sucede en la filosofía con el cinismo es que hace mutar al
sabio no tanto en filósofo, como hace Platón, sino en héroe. He ahí la figura
de Diógenes, el primer héroe filosófico con todas las letras. Una figura cuyo acabose terminante ocurre a
principios del siglo XIX con Hegel a la vista, cuando el filósofo se comprime
en profesor y desaparece la vida filosófica asfixiada por los músculos
hipertrofiados de la teoría, que abolla y tira al tacho definitivamente el
papel de la biografía y la anécdota. Para Foucault el cínico no es el sabio, ni
tampoco un tonto bufón, un elemento de la comedia encarnado en la vida y menos
un retórico, sino puntualmente el parresiasta. Es más bien un contrarretórico
que encarna la concordantia entre lo
que se piensa y lo que se dice, habla ante los demás como si se hablara a sí
mismo, una voluntad de no instrumentalizar al interlocutor sino contribuir a la
restitución de su soberanía. Este cínico, reducido al parresiasta, es en cierta
forma el mártir, un testigo dispuesto al sacrificio, y para eso se apoya en la
apreciación de Gregorio cuando llamó
a Máximo testigo de la verdad (μαρτύρων τῆς ἀληθείας) y en Luciano
cuando hace definirse a Diógenes como profeta
de la verdad y la franqueza (ἀληθείας καὶ παρρησίας προφήτης) –a lo que habrá que agregar la evaluación de Séneca sobre
Demetrio:
non praeceptor veri, sed testis est.
No es tanto una retórica de la supervivencia o incluso de la sinceridad o la
franqueza, es más bien el ejercicio del ἄτυφος,
del que no busca abrumar sino despejar las brumas, abrir la transparencia. El
parresiasta parece convencido de ser portaestandarte de la verdad, no se lo ve
como un cartesiano que tenga que pasar por la duda holística para llegar a
tierra firme. La piedra de toque es menos el haber despejado una idea clara y
distinta que el patentizarse como un ejemplo moral, como una prueba viviente de
coincidencia entre acción y predicación. La decisión de manifestar algo que lo
pone en peligro lo probaría como sujeto de un acto parresíaco, ya que se trata
de un tipo de crítica dirigida de abajo hacia arriba, propia del que está en
inferioridad de condiciones. El mandante podría ser insolente (como el
desinhibido Zyniker de herr Sloterdijk), pero si tal cosa no
supone un riesgo para sí, no puede ser de ninguna forma un parresiasta.
Foucault intenta despejar el costado de la filosofía que fue taponado por lo
que llama la metafísica o la historia de la ψυχή,
el de la filosofía como modo de vida, el βίος como obra bella, la estilística de la
existencia, la conjugación de existencia bella y verdadera vida, el triple fin
del cuidado de sí, la estética de la existencia y el decir veraz, la vida como aleturgia, como manifestación de la
verdad. Que Diógenes haya dicho que no hay nada más hermoso (τὸ κάλλιστον)
que la παρρησία
le deja la bola picando para ubicar allí una especie de estética de la existencia, una forma peculiar de la καλοκαγαθία.
Curiosa forma de esteticismo. En el
núcleo común de la filosofía se había amasado, comenta Foucault, una idea general
de verdad como lo no disimulado, lo no mezclado, lo recto, lo inmóvil y lo
incorruptible. El cínico se empeña en vivir a como dé lugar, según ese criterio
gremial, una vida verdadera, una vida filosófica. Lo define la literalidad.
Cínico es el que se toma demasiado en serio el mensaje de la filosofía, sin
vueltas y a pecho, sin metáforas ni metonimias. El kamikaze filosófico. El
fanático de la filosofía, y también el primer psicótico filosófico. No vive en
dos mundos como el neurótico platónico, de ahí que rebata los δόγματα (¿mata perro?) en la medida en que son pasibles
de incompatibilidad con la realidad palmaria. Esa vida no disimulada, recta, independiente y soberana, es
invertida hasta el escándalo, radicalizada hasta volverla irreductible a las
demás formas de vida filosófica. Reevalúa la moneda de la vida filosófica hasta
tornarla radicalmente autre,
convirtiéndola en una vida de fealdad, dependencia y humillación. La vida pobre
lleva a la aceptación de la esclavitud y de algo que para el griego y el romano
era aún peor, la mendicidad. Y lo peor de todo, la ἀδοξία.
El cínico asume su orgullosa soberanía por las pruebas de humillación.
Y acá viene la
idea más ingeniosa que raspa Foucault: la del cinismo a la vez como interior y exterior de la filosofía,
espejo roto (miroir brisé)
de la filosofía antigua, banalidad escandalosa y eclecticismo de efecto
invertido. El cinismo como el universel
de la philosophie y a la vez su banalidad, banalité; o para decirlo con menos galicismo, perogrullada,
trivialidad, futilidad, fruslería, tal vez lo que Nietzsche identificaba como vulgaridad y los propios perros como simplicidad. Menos que haber dado letra
a estoicos, epicúreos o cirenaicos de segundas camadas, como podría pensarse
dado que aparece antes en el tiempo (si es que ya existía con Diógenes o Crates),
habida cuenta del dato incontrastable de que carecía de sistematización
dogmática, Foucault considera, en la misma línea que Diderot –aunque no lo
menciona– que el cinismo era más bien un sincretismo orientado al fin de llevar
con creces a la práctica el mensaje vital y fundamental de la filosofía. El
cínico no construía un sistema porque no era más que un misionero de la
filosofía en general, por lo cual podía picar acá y allá tomando el mínimo
necesario del acervo de cualquier escuela (como lo probaría el Diógenes
preceptor de los hijos de Jeníades). Pero se trata, al revés de lo que
pretendía la Ilustración, de un eclecticismo
de efecto invertido (une sorte d’éclectisme à effet inverse) que en vez de propiciar una común aceptación,
un consenso, instauró una extrañeza en la práctica filosófica, una práctica
revulsiva que sin embargo dice lo que dice todo el mundo pero lo vuelve
inadmisible. O en un argot más freudiano, vuelve extraño y siniestro lo
familiar y lo común. Lo siniestro de la filosofía. Curiosamente la alteración
de la moneda, la inversión de los valores, no es más que literalidad en acto
del discurso filosófico. Lo que producía repulsión del cinismo es que
desplegaba una forma de vida en literal y descarnada coherencia con lo que la
filosofía predicaba. Cínico es entonces el que pone a prueba en sí mismo y
desde su cuerpo los valores de verdad de la filosofía, el verificador. El que
se inmola por ella, el fiel que a su nombre no repara en consecuencias. Su
monstruosidad está en que con él la filosofía se realiza, se materializa, de la
forma más completa. Más que en el filósofo-rey o guardián, o en el desenlace de
la dictadura del proletariado, la filosofía se cumple en el cinismo. El cínico cumple pero indignifica. Y no extrañaría
que los intelectuales cristianos hayan entendido algo de esto, tanto los
enemigos de la filosofía como los asimiladores. El cinismo es una mueca que la filosofía se hace a sí
misma, el espejo roto en el que el
filósofo está destinado a verse y no reconocerse[4].
El Σωκράτης
μαινόμενος en fin. Por eso el verdadero rey, más allá de
cualquier contingencia o coyuntura humana, el rey imperecedero y perpetuo no es
Alejandro, pero tampoco el imaginario filósofo-rey de Platón. El filósofo-rey
concreto, fáctico, no es otro que el cínico. Por lo tanto el filósofo-rey sólo
puede realizarse a condición de ser un rey de irrisión, un rey-momo y un rey a
la miseria.
Epicteto, refiere Foucault, argumentaba que
cualquiera puede elegir la vida filosófica, pero no cualquiera la vida
filosófica cínica, que es una misión. El cínico es un filósofo en guerra, libra
por los otros la guerra filosófica. Pretende cambiar el mundo. Dicho en la
jerga franchuta de época, combate por una
vida otra para un mundo otro (une vie
autre pour un monde autre). Esa es la fórmula foucaultiana para la vida de
verdad del cínico como vida filosófica (una existencia como escándalo vivo de la verdad, banalidad
escandalosa), la
cual se transforma con gnósticos y cristianos en una vida otra como condición para el otro mundo, receta que perdura
hasta el arribo del protestantismo, que moderniza al cristianismo al proponer
la llegada al otro mundo por una vida no otra. El cristianismo, cuenta monsieur Foucault, a un ascetismo de
origen cínico y una metafísica de origen platónico le añade la obediencia,
obediencia a la voluntad de Dios concebido como déspota, a la ley y a quienes
lo representan, y convierte a la παρρησία sobre todo en una relación con lo que los
lacanianos llaman gran Otro, se hace
confianza, transparencia y entrega en la relación con Dios, cara a cara ante
Dios, comunicación directa del alma y Dios. La humillación cínica se hace
humildad cristiana, renuncia de sí mismo, negligencia con respecto a sí y no ya
cuidado de sí. Entonces la obediencia temerosa y temblorosa a Dios es paralela
de una desconfianza de sí mismo y del mundo, y la verdadera vida toma la vía de
un auto-desciframiento en esta doble desconfianza de sí y del mundo con el fin
de despejar la verdad de la vida. Se pasa del fanático de la filosofía al fanático
de Dios. Si la filosofía culmina con el cinismo, porque la lleva a sus últimas
y paradójicas consecuencias, porque el cínico por fin la encarna sin eludir
ninguna de las formas que demandaba, con el resultado más bien de convertir la
vida filosófica en el reverso de lo que parecía, no extraña que la salida
encabezada por el cristianismo haya sido la sustitución de la filosofía por
Dios, por la teología, con la encarnación de Dios en Jesucristo, como reemplazo
de la encarnación del superhombre filosófico en Diógenes, el nacido de Zeus, o
peor en los múltiples Diógenes de bolsillo que pululaban por las extensiones
del Imperio de Roma. Podría uno preguntarse si no fue el cinismo en este
sentido, con su ambivalencia y paradoja fundamental, lo que clausuró el mundo
antiguo cuya última expresión colectiva fue el Imperio romano, que a lo mejor
no cayó precisamente por los bárbaros o el cristianismo. Foucault, igual que
Sloterdijk, en fin, se muestra también como un heredero aleve de la
Ilustración, la que según dice promueve un chantaje
al pretender forzar a ponerse a su favor o en su contra[5].
Así procedió la Ilustración en retrospectiva y en buena medida con Diógenes,
aunque no en general con el cinismo. Como se ve, estos dos campeones, el alemán
y el francés, hicieron el gesto de sentar sospechas sobre la Aufklärung o les Lumières descansando en el κυνισμός. Aunque ahora no se trata de la picaresca
posmodernizada, de un bribón de aldea post
flower power, del bullying que el
populacho que se va a marzo le hace al nerd
de Platón desde el último de los pupitres. ¡Es la verdad, estúpido! La vraie vie, la vie droite, la vie non
dissimulée, la vie sans mélange.
Cinismo a la Žižek
Un retruque entre
filigranas a la salvación por Diógenes y Menipo pregonada por Sloterdijk deberá
buscarse en algunos rincones de los infinitos libros del lituano más famoso en
las facultades. Este teórico sin saco y corbata, más cercano al vestuario que
legó Antístenes, pone en duda ante el gran público las gracias del sátiro menipeo
tanto como las del mártir parresiástico reacuñado por Foucault. Kant había
dejado en claro que la madurez y autonomía del sujeto de la Ilustración operaban
en el foro público, pero no en el privado: razonad
todo lo que queráis sobre todo lo que queráis, dejó dicho, pero obedeced. El ilustrado kantiano,
algo así como el ilustrado realmente
existente, era maestro y pupilo a la vez tal como Diógenes había sido en
simultáneo filósofo y esclavo. Como se sabe, no hay testimonios que indiquen
que el cinismo haya alentado ninguna insurrección colectiva organizada contra
el esclavismo, fuera de rechazar que se tratase de una condición por naturaleza
o de tomar en solfa todos los fundamentos de las jerarquías sociales y
políticas existentes. Sloterdijk escribió que Diógenes era visto en su época
como la negación de la superestructura.
Que el cínico deja intactas las bases es algo que pregonan los operarios de la
antifilosofía à la manière lacaniana y
al interior de la coterie de los
filósofos. Žižek, voz cantante, reza que el
enemigo actual es el cínico y no el fundamentalista y que la distancia cínica es nula y está vacía.
Tal distancia no es otra que la susodicha fórmula kantiana, a la que bautiza
como «la actitud ideológica del cinismo»,
«la distancia cínica que corresponde a la
noción misma de la Ilustración». El orden soviético, escribe, estaba regido
por un ritual público de obediencia y una distania cínica privada, mientras
Occidente redobla el cinismo bajo la fórmula de simular públicamente ser libres
en tanto que en privado se obedece. Así el deconstruccionismo, blanco al que
dispara Žižek, sería la apoteosis de
este cinismo universal bajo el siguiente imperativo tácito: en la práctica
académica de la escritura deconstruye como quieras todo lo que quieras, pero en
tu vida cotidiana participa del juego social predominante[6].
Unos años antes este otro top de la
filosofía presente había escrito que tanto como la ideología es una mentira que
se vive como verdad (la fórmula ellos no
lo saben pero lo hacen de Marx), el quinismo es la negación de la ideología
oficial y el cinismo es la negación de la negación. Tal esquema, que vendría a
ser el de la Crítica de la razón cínica,
plantea para Žižek un mundo posideológico
ante el cual traza una enmienda lacanoide: revela que lo que sucede es que la
ideología en realidad deja de funcionar apenas en el campo del conocimiento
pero se desplaza al acto. No es tanto que los nuevos cínicos lo sepan y aun así
lo hagan, sino que no creen en el nivel de la conciencia pero sí en la
práctica, en los hechos: lo saben cuando lo piensan pero no cuando lo hacen. O,
para decirlo con el fetichismo de la mercancía al hombro, ya no creen pero las
cosas creen por ellos[7].
Así las cosas, el Zynismus existe en
la cabeza, en la abstracción del entendimiento, como teoría; pero como práctica
se persevera en el prejuicio, se sigue viviendo la mentira ideológica. Mientras
los otros eran existencialistas no cerebrales –que dijo Sloterdijk– estos son
cínicos nomás del bocho. La conciencia cínica encubre al ingenuo autómata
ideologizado. El cínico menos que cambiar de bando o traicionar al quínico
–cosa que cree que hace– en realidad no termina de alcanzarlo, no logra romper
el hechizo cosificador del τῦϕος. Pero acá comienzan los problemas para el nuevo
quínico que quiera mantenerse fiel al remoto Κυνικός, porque según este enfoque
de tipo posmarxista el τῦϕος, para el caso la ideología, es un telón de fondo
que nunca puede dejar de correrse porque está en la trama misma de las cosas.
Como buen psicoanalista y hegeliano Žižek inclina la balanza en favor de
Sócrates frente a Diógenes, del irónico sobre el cínico, a los efectos de
distinguir y encarecer al verdadero ateo del gran Otro. El cínico, tanto con Z o con Q, mantiene «una creencia ingenua en la realidad última
fuera de la telaraña de las ficciones simbólicas»[8].
En la denuncia, el desdén o la indiferencia que lo caracterizan –y acá parece
que da lo mismo que sea el de arriba o el de abajo– el hábil irónico discierne
un verdadero apego guarecido entre aspavientos que deja ver al cínico como un
prisionero de aquello de lo que se desternilla y desprecia, como esclavo pero
del lazo simbólico (otra vez cinismo
y esclavitud). Por los buracos de tu
manto veo tu vanidad, le espetó el maestro al pupilo Antístenes. El lema de
esta viveza es afamado: les non-dupen
errent, los no incautos yerran, o sea los desengañados se engañan. El
cínico en definitiva, ora en formato lumpen o aburguesado, bajo o cimero, es el
chasqueado supremo o tal vez el cándido máximo. Claro que esto es como seguir
sin captar que Diógenes no encendía el farol para iluminar las tinieblas sino a
plena luz del día. En realidad el antiguo cinismo principista, el quinismo, más
bien aspiraba a conjugar desengaño e inocencia, adelantando, en tanto que parte
del ganado humano, aquello de la serpiente y la paloma, prudente o astuto a la
vez que naíf (ἀκέραιος)[9].
Pero los mismos gimnosofistas, cuenta la tradición, advirtieron que Diógenes,
lo más emparentado a ellos que venía de la Hélade con Alejandro, no era sin
embargo un sabio desnudo. Difícil poner al cínico, el insubordinado a las
filosofías dogmáticas y el gimnasta de la Fortuna, como un simplón encubierto
que confunde la realidad con lo real. La sátira y la insolencia no resisten
análisis ni entran en trance transferencial. Si el cínico como conciencia
desgraciada moderna alienta alguna expectativa de bendición dentro de los
consultorios, el quínico no candidatea muy bien como cliente de la pastoral
lacaniana, habida cuenta de que su métier
es la asociación libre al aire libre, el decirlo todo pero en la esfera
pública, y habida cuenta también de que es él el que exige honorarios de
redentor y además carece de peculio. Convertirlo en un perro de paja exige
antes manosearlo como un hombre de paja. Después de todo Lacan era platonista y
por ende interpretaba al cínico como un socrático furibundo y vesánico, aunque
no deja de ser curioso que el propio Žižek, cotejado con el clero regular del
lacanismo, dé más bien fenotipo perruno y frente a los obispos lacanistas
gesticula, huele y aspecta más a lo monje diogénico.
Cinismo a la Glucksmann
Una célebre boutade de
Chesterton parece estar aportando al molino anticínico del platonismo
inmemorial: el loco, dice, no es el hombre que perdió la razón sino el
que perdió todo menos la razón[10].
¿No es esa la situación y a la par la jactancia de Diógenes o del cínico
emblemático? Tal involuntaria definición del viejo cínico, como mínimo tan
incisiva como la platoniana, podría haber sido festejada por uno y otro, Platón
y el mismo Diógenes. La otra, la originaria, Sócrates enloquecido, está demasiado abierta a conjeturas e
interpretaciones: Diógenes podría haber sido una especie de loco mimético, un
falso Sócrates, un filósofo aparente y aspiracional, lo que coincide con una de
las precisiones que se atribuyen a Diógenes sobre su propio uso de la
filosofía. La de Chesterton no lo excluye del campo racional ni lo relega a las
últimas filas, al contrario lo convierte en el racionalista tout court y sólo por ese motivo en un
paradojal desquiciado. Sin embargo en su libro Cynisme et passion André Glucksmann usa la frase de Chesterton en
principio contra Platón y en pro de Diógenes, y mantiene que cuando este último
se burla del hombre gallináceo está disparando contra la ardorosa folie de toda doctrina, contra la
paranoia que pretende capturar al hombre al final de su definición (la paranoïa qui prétend saisir l'homme au
bout de sa définition), delirio persecutorio de todos los sumos sacerdotes
del discurso que registra la historia de la filosofía, una manía catalogadora,
un racionalismo logicista montado como una machine
paranoïaque que conquista por encima de la vida y la experiencia, una razón
que perdió todo lo demás (sólo se define
por desesperación rubricó Ciorán un día de esos[11]).
En definitiva, que para el Perro no
es otro que Platón el Sócrates enloquecido. Sin embargo la paranoia de uno
redobla la esquizofrenia del otro, pone Glucksmann: según esta anécdota del
bípedo implume Platón y Diógenes no son inmiscibles. Uno acepta la crítica y
corrige la tesis, mientras el otro menos que oponerse muestra sobre la
materialidad real lo que el primero enuncia, con lo cual lo fuerza a
precisarse, lo obliga a seguir definiendo, a refinar y ampliar el proceso
lógico. Este dúo de antípodas, endosado por la tradición antigua del cotilleo
filosófico, el que puede definirlo todo junto al que puede decirlo todo,
compone para Glucksmann una pareja perversa –soldada por un goce común– en la
que ambas partes comprueban en la otra la imagen invertida de su propia perversión:
«Soy Platón, el pensamiento que corta. Soy Diógenes, el cuchillo
pensante. Soy la gallina, la herida y el cuchillo. Soy los tres juntos, soy la
definición». Platón
y Diógenes como anverso y reverso de una locura propagada por Sócrates o al
menos recolectada de su vergel. Parece que detrás de la realización de la
filosofía, del triunfo universal de la razón, hay una conjura –voluntaria o no–
urdida entre ambos. En este sketch el
amo y el pensador (maître et penseur)
todavía son discernibles; pero el triunfo del cinismo acaece cuando se
identifican y reúnen en uno. El segundo es el que hace de su vida una
preparación para la muerte, el primero el que hace de su muerte la prueba de un
dominio total sobre la vida, y ese no es otro que aquel que fue capaz de controlar
su propio aliento hasta el final: Diógenes.
«El
pensador quiere definir, el amo ultima, el bípedo sin plumas no puede escapar
sin engaños; dividiéndose para sobrevivir, invita a los dos poderes a pensar lo
indefinible y a dominar lo que no se puede dominar: filosofar es practicar la
muerte.» Con brocha gorda y ágil
muñeca Glucksmann convierte a la muerte en la única verdad del cinismo y en la
métrica universal con la que mide todas las cosas. El paso del suicidio de
Diógenes al homicidio sadiano ya estaba dado.
Este otro intérprete, anterior a Sloterdijk y
Foucault en un par de abriles, también se enrola entre los enemigos del
cinismo, al que enfoca igualmente como el universal de la filosofía, pero de
una manera más drástica y fatal. La
fórmula le cynisme comme banalité
scandaleuse de la philosophie sugiere que el cinismo no es una escandalosa
banalización de la filosofía sino la puesta en ejecución de la escandalosa
banalidad de la filosofía. Por ese surco marcha Glucksmann, hombre afortunado,
aunque no ve ninguna puerilidad sino la maligna lucidez ultra-racional de la
voluntad de poder más absoluta. La
banalidad del bien es la banalidad del mal o más bien del más allá del bien y
del mal. A
contrapelo de los susodichos, no hace fintas de perdonarle la vida a la antigua
cofradía: le cynisme de
grand seigneur viene de le cynisme
des petits, de le cynisme de la place
publique sin cortes ni quebradas. No hay dos bandos sino la misma banda del
Diógenes de Moebius de siempre. Acá no hay buenos y malos y el formato moderno es
continuidad o consecuencia directa del helénico: básicamente hay un cinismo
transhistórico y señero que recorre como fantasma la peripecia global de
Occidente desde Grecia. Nunca fue marginal, dice, ni en la historia, la filosofía, la política o la
cultura, y de hecho habría que examinar si el no-cinismo es posible (reste à expérimenter si le non-cynisme est
posible).
La inocencia del quínico no ha lugar. Hay continuidad entre el viejo y el nuevo
cinismo y también entre el cinismo y la filosofía, a la que radicaliza,
exoteriza, realiza. Lo que suena simpático en manos de parias y desheredados,
se vuelve aterrador cuando se hace programa efectivo en las de los elegidos,
poderosos y pudientes: los cínicos de Foucault tienen la pinta de oficiar como
los grotescos aguafiestas del poder filosófico, pero los de Glucksmann son más
bien los creadores de las condiciones de posibilidad del grotesco poder
filosófico que desuela al mundo. El cínico es algo más que un divulgador
ecléctico, la vulgata de la filosofía agremiada; los efectos del cinismo sobre
la filosofía, que describe Foucault, se realizan en la modernidad con Sade,
deschava Glucksmann: el todo está en todo de Diógenes ya es la
indiferencia de la naturaleza ante el bien y el mal decretada por el vil marqués.
El cinismo, dice en un sentido algo más amplio que el de Enómao, no es
diogenismo, ya que hay en él, aunque dado vuelta, lo de Maquiavelo, que enseñó
al príncipe a engañar al pueblo y a la vez reveló al pueblo que el príncipe lo
engaña.
En los términos apocalípticos de Glucksmann el cinismo no es algo que esté
atado ni a Diógenes ni a la vieja secta del báculo y la bolsa, toma al
contrario una forma universal y omnímoda que ni el propio emperador Juliano
podría haber imaginado. Es la auto-transparencia como práctica de un dominio
absoluto sobre la mismidad, la materialización de una
voluntad de poder filosófica sin medida que
hace coincidir afirmación y destrucción, esotérico y exotérico, y convierte
bien y mal en indiscernibles, un dominio a pleno que arrasa con todo resto de secreto y misterio, la
soberanía total sobre la vida y la muerte. Así se entiende el combo explosivo
compuesto por ἀλήθεια, ἀπάθεια, ἄσκησις,
ἀδιαφορία, ἐγκράτεια y tales. El autoconocimiento cínico es el conocimiento
que un poder tiene de sí mismo (la
connaissance de soi cynique est la connaissance qu'un pouvoir a de lui-même)
y todo poder moderno es autorreflexivo: el cinismo occidental es sádico y
napoleónico. Un
pequeño paso para un hombre puede ser un gran paso para la humanidad. Pero el
salto es abismal: Diógenes aplica el control total a Diógenes y reina sobre sí; pero menos que el enemigo de
Alejandro es el alter ego que conoce
las verdades del rey mejor que el rey. Este otro tándem clásico es el modelo
del que salen las duplas Maquiavelo-Borgia, Hegel-Napoleón, Falstaff-Enrique o
Voltaire-Federico. Se trata del imperio absoluto: el único monarca verdadero es
el que gobierna sobre el género humano completo, porque sólo el emperador
universal puede ya no tener ambiciones ni codicias. El platonismo es la promesa al
filósofo del trono del rey, pero el cinismo prefigura el momento en que los
reyes se iluminan en la noche oscura y empiezan a actuar como filósofos (il préfigure l'énigme, encore plus moderne
et bouffonne, des rois qui se mettent à faire les philosophes en s'illuminant
de nuit noire). La ignorancia socrática no era más que un psicoanálisis
interminable, el curso sin principio ni fin, sin últimas palabras, de la
conversación (l'inscience socratique est
le cours de la conversation); pero el cinismo se convierte en sistema al
afirmarse como único discurso inteligente (le
cynisme devient système en s'affirmant seul discours intelligent). El
cínico, que considera a la muerte como su única verdad, ve todo bajo un cierto aspecto
de eternidad (le cynique, qui pèse en la
mort sa seule vérité, voit toute chose sous un certain aspect d'éternité). El cinismo
–como lo describe Foucault, como lo colorearon con pavor los testigos
literarios de Roma– es el resultado expuesto de la filosofía. Sade no hace más
que repetir la escena: hace lo propio con esa vuelta de la Razón tildada
Ilustración. La denuncia de Filodemo –que los ilustrados desconocían, publicada
recién a partir del siglo XIX– parece no estar hablando de Diógenes sino de él,
de Sade: la apatía, el placer como despreciar el placer, la indiferencia, el
crimen no pasional. Habida cuenta de los resultados que el mismo Foucault deja a la vista,
menos que misioneros los cínicos tienen la pinta de ser los mercenarios de la
filosofía. El libro de
Glucksmann inspiró a Foucault y a pesar de eso Foucault se las arregló tanto
como para exculpar a los perros, a esos Diógenes de cabotaje que sofocaron
urbes y campiñas de la Antigüedad, y ver en ellos la prefiguración de las
variopintas militancias plebeyas de los últimos siglos y no al rey de la risa
permutado por la risa del rey.
La tara y la utopía en común de Ilustración y cinismo están en la
voluntad de transparentarlo todo, de someter todo a la luz, de revelar a las
cosas en su ser puro, de desenmascarar el complot que encubre la realidad. Esto
es lo que al menos tendrían en la cabeza o en los labios los ilustrados. Lo que es cinismo en el texto de Glucksmann es permutable por lo que es Aufklärung en la Dialéctica de la Ilustración lanzada bajo rúbrica de Adorno y
Horkheimer. Se trata de un desencantamiento
del mundo (Entzauberung der Welt) que tiene como objetivo liberar al hombre del
miedo y convertirlo en señor, revelando a viva voz que la verdad de los
universales es apenas una superstición; pero detrás de esta novedosa polvareda
esconde mitología y dominio (Herrschaft).
No era otra la meta del cinismo antiguo, pero además de ir contra el miedo
suele decirse que iba contra la esperanza, como suele decirse que por
instrumento no tenía a la ciencia, μάθησις o ἐπιστήμη, sino a la ignorancia,
la ἀμαθία, y en estos dos ítems
corría a contrapelo de la Ilustración. ¿Buscaba dominar la naturaleza? ¿La
concebía como desencantada? Que saber es poder es una fórmula moderna de la que
el cínico tomó conciencia más que ningún otro filósofo, tanto como para reducir
el saber a un puro poder sin revestimientos. De ahí por un lado el
primitivismo, lo antiprometeico, la antimatemática. El saber vacío del cinismo
no tiene más contenido que la potencia, no es otra cosa que inmediato poder
sobre sí, ascesis y práctica; pura filosofía del dominio, pero de un dominio
que se revierte sobre el yo; puros método, operatividad, técnica sobre sí. No
obstante este poder absoluto aplicado sobre sí mismo convierte al cínico en un
experto en mando ignorante de cualquier otra minucia. Se lo puso en boca de
Diógenes: no sabe hacer otra cosa que gobernar a los hombres. Diógenes gobierna
a Diógenes; Diógenes es hombre; Diógenes gobierna al hombre. La Ilustración es totalitaria, tal el
rezo de Adorno y Horkheirmer; la totalidad del cinismo –solipsismo práctico– es
el propio cínico. Ni para el ilustrado ni para el cínico hay cualidades
ocultas. ¿Su λόγος era cálculo y utilidad? No puede
ser ilustrado el que no estudie geometría, y así la Ilustración, aunque de otra
manera, repite al cristianismo: pide a Diógenes con Platón, matemáticas y
experiencia, aristotelismo descualificado, positivismo. Con esta alianza la
naturaleza se hace objetividad. Automanipulación alienada, extroyectada. La
ideología de la filosofía es la anti-ideología, sueño común de Platón y
Diógenes, el brazo armado de Sócrates por derecha y por izquierda. ¿Quién mejor
para minar un mundo platónico-aristotélico de las esencias que el cuadrúpedo
sinopense? Pero el traidor de la filosofía, el primero en denunciar a la
metafísica como ideología, debe ser traicionado. Dicen, no obstante, que esa
ley de la alevosía ya era la cadena de transmisión más propia del cinismo. El
cinismo no es diogenismo, dice Enómao, y así parece que lo entendieron un par
de siglos después otros cínicos que ya eran cristianos. La Ilustración lo
invierte: Diógenes no es cínico, es ilustrado. O en su defecto: la Ilustración
es diogenismo. Como resultado, dicen, la Ilustración se hace cinismo y no
quinismo. Someterse a la naturaleza o someter la naturaleza al sí mismo: ¿de
qué lado se acostaban los arcaicos ladradores? ¿El autodominio que defendían era
un dominio sobre la naturaleza o sobre aquello que traspasaba a la φύσις? Si la razón es enfermedad, que
dice Adorno, el cinismo y Diógenes son agentes patógenos. Esa denuncia de los
atropellos y barbaridades de la Ilustración que maniobran Adorno y Horkheimer,
réquiem soteriológico en tono de letanía o reproche entre pucheritos, no se
contenta al estilo del marxismo clásico con disparar contra el modo de
producción capitalista, sino que hunde el espolón hasta Grecia, lo hinca en la
llamada razón occidental. El mal no se restringe al burgués sino que se remonta
hasta Odiseo, el héroe discutido en el seno mismo de la antigua secta del
Perro, que le disputaba cartel a Heracles según una tendencia interna. Con la
enumeración narrativa del cúmulo de sus pecados Adorno y Horkheimer querían
salvar el alma de la Ilustración. Amores que matan y médicos que son matasanos.
Sloterdijk buscaba salvar al cinismo –rebautizado con K o Q– de condenas
terminales como la de Glucksmann, uno que por lo que parece olfateaba en la
razón el atávico tumor canceroso. Salvar al cinismo –salvar al quinismo del
cinismo– es salvar a la Ilustración… de la Ilustración.
Cinismo a la Rosset
La anti-naturaleza de Clément Rosset, libro del 73 y regodeo en la sofística bañada de positivismo, es una oda a la modernidad y un ludibrio arrojado a la Ilustración, culpable en este caso de un regreso a la religiosidad naturalista. Es otro que, como el lituano, ve en los cínicos a ingenuos que llevan la carga y no la sienten, engañados por la sutil ideología. Por este alegato, veremos, Filodemo de Gadara vuelve a agarrar la birome, ahora en nombre de la escolástica posmodernista. Para el inventor de la lógica de lo peor no hay nada peor que el cinismo, una filosofía del πόνος, vale decir de la pena, a la que denuncia como una tentación permanente que será más duradera que el platonismo y el aristotelismo. En un ambiente en el cual el insulto de los insultos era que te llamaran platonista (peor incluso que fascista), Rosset lograba vislumbrar un enemigo aún peor e instalar un sintagma que deschava a toda la recua hippie y contracultural que infesta a la ciudad occidental: tristeza cínica. En esta gesta Rosset, era obvio, manipula a «los cínicos» como cabezas de turco una vez más, ahora de la ideología naturalista, socios vitalicios de este club junto a Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y tutti quanti hasta Rousseau y la secta de Frankfurt. ¿Pero hay que ponerlos en fila india con los catedráticos de la metafísica de la naturaleza o con los otrora nuevos cultores parisinos del devenir animal? La naturaleza, la palabra fundamental de la metafísica, que dijo Heidegger, en realidad apenas es lo que queda cuando se han tachado de todas las cosas los efectos del azar y el artificio. El artificialismo, en cambio, nombre que otorga a la tendencia filosófica que preconiza y materialismo de veras, niega que existan fuerzas y principios y los reemplaza por inercia y azar, declara que no hay principio trascendente sino factum (que es por un lado lo que existe y a la vez lo que es fabricado). El νόμος, ahora artificio, se come a la φύσις, convertido en esta vuelta científica a los sofistas en facticidad, ya que los hechos son hechuras. El naturalismo, etapa adulta de la ideología religiosa, impone un mundo que ya no es obra de Dios sino que se hace por sí solo, o sea por la naturaleza, y así rechaza lo que existe, es decir lo que es fabricado. Aristóteles, en el capítulo primero del libro B de la Física, había declarado que intentar poner de manifiesto que hay φύσις es ridículo. Pero detrás de la santidad omnímoda e inmensa de esta naturaleza que existe por obviedad, retruca Rosset, no hay más que una perpetua y confusa charlatanería, la vaguedad indefinible de una mera palabreja que recorre los milenios y que apenas sirve para culpabilizar a la gente en medio del descontento por el mundo tal como es. Y así denuncia, más bien a lo Diógenes, que nunca fue un concepto. Aunque se diría que si Diógenes cacheteaba a Platón es porque estimaba imposible atrapar la naturaleza, la humana en este caso, bajo el artificio de un concepto, bajo el ropaje de una definición que enmascara la desnudez silente y plena de la gran mamá extraviada. Pero la secta del Can, expresa el autor, perpetró la paradoja de querer refugiarse en lo concreto manteniendo el más grande de los mitos filosóficos. El artificialismo es un desliz efímero que chispea y se apaga pronto, ahogado por la milenaria policía de Platón. La primera filtración artificialista en la historia de la filosofía –que es casi la historia misma del naturalismo– acaece en un fugaz hiato abierto entre los antiguos presocráticos y los socráticos, con Empédocles y los sofistas emblemáticos a la cabeza, más algún rasgo de Heráclito y de los atomistas, hasta cristalizar en Lucrecio, el antinaturalista a todo trapo. Los cínicos, desde luego, integran la reacción conservadora, acaso como patota de la patronal, apretando y echándole la culpa a mundo y medio de vivir artificiosamente. El artificialismo vuelve a asomar el morro recién en el siglo XVI hasta principios del XVII con Maquiavelo, Bacon, Hobbes, Gracián, Montaigne, Cyrano, Gassendi, etcétera, hasta que Descartes y compañía, y trascartón la filosofía de las Luces, vuelven a instalar el imperialismo de la φύσις, ahora aggiornato en clave moderna. En realidad, dice, una nueva Edad Media. Naturalmente Rosset no repara en que sus campeones son, todos o casi, sindicados y marcados como émulos de Diógenes y Menipo. Toda filosofía, escribe, es de tendencia naturalista en la medida en que busca principios o pretende ser un sistema, olvidando de tal guisa que estas hordas de bufones empiristas fueron anatemizadas por ignorar fines y dogmas, τέλος y δόγματα –si es que no a la ἀρχή. Los cínicos son tratados como un bloque compacto, como una de las grandes escuelas antiguas del mal, y así deja de lado el tratamiento ligero y policromático que había dibujado su maestro, el bigotudo ese que no se había dejado atrapar, al igual que Schopenhauer, por la propensión a reducirlos a un simple primitivismo, a un antiguo culto ecologista. Este nietzscheano no se interesa, como el maestro, por aterrizar en los cielos para eternizar un chiste. Nietzsche, entre tanteos miles, vio en ellos mal que mal una ciencia alegre del pensamiento trágico, pero Rosset les cierra el paso: no hay elevación hacia el cinismo ya que este no es otra cosa que una suerte de fase arcaico-infantil, y por eso dichosa, del existencialismo –en lo cual coincide por lo visto con Heinrich o Tillich. Pero el hecho en sí mismo no es ni insensato ni absurdo sino agatas insignificante. La náusea existencialista es una cólera ante la contingencia, resultante de ya no percibir a la naturaleza como necesaria, nostalgia naturalista que el historicismo reemplaza con la metafísica de la Historia o Marcuse y Reich con la de Revolución. Estos dos en complot con Sartre aparecen como los grandes tergiversadores de la santísima trinidad Marx, Nietzsche y Freud. La tribu diogénica se menearía en el surco de una atávica ciencia melancólica transida por el eterno duelo por la φύσις como objeto perdido. La ideología naturalista tiene tres caras históricas: el naturalismo conservador, una mística de la falsificación que pone a la naturaleza en el pasado (ahí los viejos cínicos conjurados con Platón, Rousseau et alii); el naturalismo revolucionario, una mística de la represión que promete rehabilitarla en el porvenir, corriente dominante en aquellos abriles con Marcuse y los anti-psiquiatras a la cabeza (El Anti-Edipo hace mutis por el foro); y el naturalismo perverso, una mística de la transgresión que iza los banderines de Sade y Lautréamont (palo a Bataille y los surrealistas), dedicada a castigar a la naturaleza por no existir pero perpetrando crímenes en su nombre, por despecho ante su indiferencia frente al vicio y la virtud. Estos últimos los más rebuscados, porque deploran a la única naturaleza que creen existente, que es la artificial, y amnistían o veneran a la que entienden que no existe si bien juzgan como auténtica. La anti-naturaleza es un frondoso tratado, al fin y al cabo metafísico, de más de trescientas páginas. Sin embargo no tiene otra razón de ser que la medicinal, un remedio antes las cuitas de la vida. El orto de la antifilosofía de Rosset es la misma terapéutica de los cínicos –según una tradicional versión al menos y que es la de Nietzsche–: la alegría, la felicidad, incluso la simpleza y la inocencia; pero el camino es por el otro lado porque el naturalismo, a la inversa de lo que se cree que creían los perros, lleva a la angustia, a las filosofías del absurdo y, de mal en peor, de Schopenhauer al infumable bando existencialista que a la sazón copaba las carteleras. Al contrario: ¡la felicidad es abolir la naturaleza, disipar la ilusión naturalista! Pose curiosamente difamada por Escohotado en tanto que cínica o urbanismo parasitario –incluso desesperación urbana–, quien consagró a este libro una larga refutación apenas salido de las galeradas[12]. Ciertamente, y más o menos en los términos de Gluksmann, hay acá un cinismo reintegrado a Gorgias, sin Sócrates, una sofística cirenaico-epicúrea, aunque el verdadero héroe fundacional de esta proeza se dice que es Lucrecio. Abandonad el artificio y vuelve reforzado escribe Clément Rosset contra el Emilio, al que despacha como la parodia de la naturaleza. Vuelve reforzado porque la espontaneidad es siempre artificial y calculada, y es cuando se disfraza de naturaleza que el artificio comienza a resultar artificial (antes es verídico e inocente). Frases que, quizá, podrían haber sido rubricadas por el cinismo monetario, que quién sabe si no era, efectivamente, una parodia voluntaria de la naturaleza, un disfraz de verdura para exaltar la artificialidad de los artificios. Rosset, que por lo visto creía en el mito de lo verídico-inocente, extiende el proceso cínico. Faltaba un τῦφος por denunciar y ese es la φύσις, diagnosticada como espejismo e ilusión, sueño, sombra y fantasma.
La lucha
continúa. La vida bajo la vara naturista, o κατά φύσιν ζῆν, tiene actualidad en versión
revolucionario-feminista bajo la firma Donna Haraway, que quiere «reinventar la naturaleza» entre los cyborgs[13], y en versión
conservadora, anarco-primitivista o neoludita, en la marca Zerzan. Marcuse
había definido a la modernidad como la sistemática demolición de la naturaleza
humana[14]; Frederick
Jameson decretó el asesinato de la naturaleza a manos de la posmodernidad[15];
John Zerzan, la última encarnación de Diógenes en la selva digital, el
anti-Rosset que agita por un regreso al paleolítico, dictaminó que «la postmodernidad es lo que aparentemente
nos queda cuando se ha completado el proceso de la modernización y la
naturaleza ha huido definitivamente».[16]
Cinismo
a la Comte-Sponville
El último de los franceses en
elaborar una teoría-ficción sobre este ejido rarefecho es André Comte-Sponville,
quien ofrece un buen retruque a los argumentos de
Rosset, deponiendo al Nietzsche sofista y reinstalando a Diógenes en calidad de
becario ferviente de Antístenes (no sin dejar de reconocer como un éxito
aquella demolición del fatal naturalismo). Rosset planteaba las cosas en
términos de deseo y felicidad, razón por la cual decía que la filosofía menos
que administrar una idea de naturaleza vivió toda la vida de un deseo de naturaleza. El reciclaje de
la tradición perruna que pregona Comte-Spoinville trueca al deseo en fuerza de
voluntad (ἰσχύς) y toma
partido por el otro τέλος: no la felicidad, la εὐδαιμονία, sino la recia, rancia y añejada ἀρετή. Su
libro Valeur et vérité de mediados de
los 90, subtitulado Études cyniques,
dibuja un concepto de cynisme généralisé que,
dice, no se reduce al antiguo, al de Diógenes o Crates, pero tampoco lo
traiciona. Le llama cynisme philosophique.
Lejos de componer un elogio del satirismo en millares de folios, más inclinado
al afónico Segundo que al prestamista de Tebas, este comentarista opta por ver
en el cinismo apenas une philosophie sans
paroles. Acá Diógenes no es el amo, ¡debe serlo! No es Platón el enemigo,
pero tampoco el aliado subrepticio. Nietzsche no es el neocínico sino el rey a desnudar. El perro no es el peor amigo del
analizante, el que muerde los calcañares del turista de los consultorios, sino
el lacaniano cósmico o extra-clínico. Maquiavelo y el loco de Sinope pueden ir
de la mano, pero para bien del mundo. Y aunque coincide con Glucksmann en que
el cinismo no fue jamás marginal, no lo ve hasta en la sopa, ni de manera
nítida ni de forma difusa. Lo echa en falta. El cinismo filosófico generalizado
se opone por un lado al idealismo –tomar la norma o el valor como realidad– y
por otro al cinismo trivial –tomar la realidad como norma. El idealismo sueña
–dice– y el cinismo trivial se acuesta; pero el filosófico, que rechaza la
ilusión y la cobardía, lucha por mantenerse despierto y erguido, tiene como
horizonte hacer de la lucidez virtud (fait
de lucidité vertu). Es un materialismo en acción (un matérialisme en acte) que se resiste a tomar a sus deseos como
realidad, pero a la vez a ceder en la realidad de sus deseos (mais aussi de céder sur la réalité de ses
désirs). En eso, cuenta, Lacan vio la ética del psicoanálisis, pero en
realidad es la ética misma. Este cinismo extendido es la salida para un
contexto bochornoso en el cual, sobre las ruinas del dogmatismo marxista y de
la sofística moderna o posmoderna, el regreso del arcaico dogmatismo religioso
es inminente. Mientras tanto reina Nietzsche, pone André Comte-Sponville, el
sofista que es nuestro amo.
Lo
que hay en juego de momento es la disputa por quién es la medida de todas las
cosas, si Dios o si el hombre, esto es si el valor es una verdad o la verdad es
un valor, si el valor es una verdad objetiva o la verdad es un valor subjetivo.
Desde el punto de vista de Dios (reino de la verdad) el deseo debe someterse
por derecho a la verdad; desde el punto de vista del hombre (el evaluador) la
verdad está sujeta de hecho al deseo. En ambos contendientes, ergo, valor y verdad
van juntos. De este modo el cinismo es propuesto como una tercera vía (une troisième voie) que escapa al
dogmatismo práctico y a la sofística porque separa las aguas, desjunta realidad
y bien, ser y deber ser, lo descriptivo y lo prescriptivo y se planta clamando
que el valor no es verdadero ni la verdad es un valor (la valeur n'est pas vraie, la vérité n'est pas une valeur). Si la
buena nueva pregonada a gritos por el antiguo cinismo rezaba que los valores no son verdaderos y que la verdad no tiene valor (la vérité n'a pas de valeur) no extraña
que haya espantado a los señoritos y hombres correctos de su tiempo. Formulada
así la cosa no llama la atención la mala fama que acompañó desde el arranque a
personajes como Antístenes y Diógenes, ni extraña que circularan denuncias
espavoridas como la que dejó asentada aquel epicúreo gadareno. Ante una
proclama de esa naturaleza cualquier ciudadano promedio se agarraría las
crenchas, máxime si estos profetas revoltosos procedían y vestían de la forma
por todos conocida. Así enunciada, la fórmula es escandalosa en sí misma, sin
necesidad de enfatizar masturbándose en la vía pública u hospedándose en
barriles de arcilla. Se diría que Diógenes no fue más que un JTP y un
propagandista mediático del taciturno y parco Antístenes. Pero lo que a primera
vista parece una llamada a poner fuego al mundo, no era más que una filosofía
que pretendía reordenarlo librándolo de dos taras antitéticas que tenían
atrapado al pensamiento griego: el platonismo y la sofística. El cinismo es
simplemente una virtud sin fe ni ley, orgullosa e intransigente, altiva y
salvaje, ocupada sólo en querer (occupée
seulement à vouloir) y libre de toda convención y dogma. Su contraseña es: más vale la virtud sin poder que el poder
sin virtud (mieux vaut vertu sans pouvoir que pouvoir sans vertu).
El cinismo filosófico generalizado separa de forma radical moral y política,
por eso sus dos pilares históricos y opuestos son Diógenes y Maquiavelo. El
primero es la cabeza del cinismo moral,
para el cual la virtud lo es todo y el poder nada (la vertu est tout, la puissance n'est rien); el segundo es el
capitán del cinismo político, para el
cual el poder es todo y la virtud nada (la
puissance est tout, la vertu n'est rien) –salvo como instrumento del poder.
Pero Maquiavelo no es Sade ni Nietzsche, no cultiva el inmoralismo, nomás
señala que la moralidad es un valor cuya ineficacia en política es una verdad
de la experiencia. No es nihilista, no dice que ni bien ni mal existan: la
verdad dice lo que es y no lo que debe ser y la política debe someterse a la
verdad y no al bien. En el cinismo político el error no es la mentira.
Monsieur Comte-Sponville conceptúa a la
secta perruna bajo la luz de Goulet-Cazé y de acuerdo a la hipótesis clásica
que instala en los rudimentos filosóficos de Antístenes su núcleo duro. No le
interesa como a Foucault la vida de los cínicos datada en eras romanas sino el
socratismo antiplatónico elaborado por Antístenes que les habría dado base
teórica. Si el primus inter canes no
veía a la justicia sino al hombre justo es porque profesaba un nominalismo
absoluto para el cual sólo hay individuos. He aquí lo que llama l'anomie cynique. Tanto el derecho
positivo como el natural, universal u objetivo, son para los antiguos cínicos
irrelevantes. La virtud no es ciencia sino acción (acte), y si se puede enseñar no es como conocimiento (savoir) sino como voluntad (volonté), esto es no por el estudio sino
por el ejercicio, no con la palabra (le
discours) sino con el ejemplo. Nada puede gobernar desde afuera la
voluntad. Nominalismo y anomia, doble negación de todo universal, ya teórico
ora práctico, y afirmación de la buena voluntad singular. Seule la volonté bonne est bonne, no hay reglas ni leyes sino acto
solitario y libre. A diferencia de todo intelectualismo, dogmatismo o
idealismo, se hace de la voluntad y no del conocimiento el principio de todo
valor. La verdad es objeto del conocimiento; el valor es objeto de la voluntad,
y en este nicho c'est le bien, non le
vrai, qui importe. El único bien es la
volonté bonne, no hay más bien que en l'action
de la volonté en acte. Se trata de
una filosofía que, dicho en la verba de Clement Rosset –al que el autor
invoca–, le apunta al objeto singular, a la perpetua idiotez de lo real. No hay
que aprender el bien, sino desaprender el mal, liberar a la voluntad de lo que
la oprime o corrompe; no hay platónica ciencia del bien, ciencia legítima y
legislativa. Si existe una verdad en el plano moral es el comportamiento
concreto de las personas, que por lo general es malo, y de ahí que el cínico no
respete ni lo que se hace ni lo que se dice, ni las costumbres y convenciones,
ni la ley o las doctrinas, sino que inventa sobre la marcha los valores
libremente sin un universal que lo ampare. No vale por lo que sabe –como el
socrático-platónico– sino por lo que quiere. La verdad no juzga, ningún juicio
–como juicio de valor– es verdadero, la realidad no es Dios, no hay ciencia o
saber o verdad que pueda imponer lo que hay que hacer, lo que de acuerdo al
autor constituye el ateísmo llevado al límite (l'athéisme poussé jusqu'au bout). Basta ponerse a andar para
refutar a Zenón, porque la verdad no es discursiva: es objetiva, presente y
silenciosa.
Al
día de la fecha el némesis de Diógenes no es Platón. Contra todo pronóstico y
mal que le hubiese caído al jefe del martillo, es el mismísimo Nietzsche.
Contra el relativismo absoluto de la sofística, que reduce la verdad a puntos
de vista o preferencias, que la pone entre comillas, el antídoto está guardado
en la alforja del mendigo. Para el sofista el λόγος no encuentra una referencia
externa, sólo hay verdad para y a través del discurso, una verdad subjetiva y
lingüística, efecto del discurso. Para el cínico sólo hay discurso para y a
través de la verdad, sólo existe una verdad objetiva y silenciosa, la verdad es
el objeto y no el efecto del discurso. Como para Hegel, para los sofistas el
lenguaje es lo más verdadero; pero para los cínicos lo es el silencio: la
verdad es una evidencia muda que no necesita sujeto. La verdad subjetiva del
sofista, además, precisa del acuerdo del mayor número, el grupo es la medida de
todas las cosas, mientras que para el cínico el sabio es su propia medida
(democracia versus soledad). Para los
sofistas todo valor es subjetivo, relativo al punto de vista, no hay bien ni
belleza ni justicia en sí mismos; para el cínico no hay absoluto universal e
inteligible, pero tampoco hay relativismo: lo absoluto es singular, concreto,
sensible. Para el cínico no hay prohibiciones absolutas ni imperativos categóricos,
no hay en última instancia un acto que el sabio no pueda autorizar. Lo
vergonzoso es lo vergonzoso lo parezca o no, sólo la buena voluntad es buena,
pero lo es absolutamente. El bien no se contempla en la perfección de su idea
sino que se aprecia en la realización singular de su acto. El cínico no busca
convertir al otro en un espectador de la idea de bien, lo lleva a contemplar el
bien que él ejecuta. La sabiduría no es una ciencia sino una acción, un
ejercicio; se enseña mostrándose y no por razonamientos lectivos. «Donde
ya no hay ley, quedan ejemplos; donde ya no hay saber, quedan los sabios. ¿Y
qué sabríamos de la virtud sin estos ejemplos virtuosos?» La sabiduría no es ciencia,
la conciliación entre Platón y Diógenes, intelectualismo y voluntarismo,
gestionada desde Zenón de Citio por los estoicos, rompe con el cinismo. El
cínico no es filósofo porque aspire a saber sino porque ama la sabiduría,
porque sabe y quiere saber, pero se mantiene ignorante como Sócrates porque
sabe que, a base de inferencias y elucubraciones, no puede más que proyectar
castillos de naipes. La voluntad, único fundamento de la moral, no da garantías
ni pone límites, no prescribe ni prohíbe. Lo que espantó a Filodemo no dista de
lo que describió Dostoievski: sin Dios todo es posible; y como nunca lo hubo,
todo lo fue: la realidad, la historia, que apilan miserias y catástrofes, dan
pruebas suficientes de que es así. De cara ante las cosas mismas, sin
lloriqueos por deicidio alguno ni bípedo implume por Ersatz teológico, lo que corre no es la fe sino los actos, el
coraje del héroe. Para el cínico, dice, no se trata de tener razón, ya que la
razón no está aliada a ningún bando, sino de ser el más fuerte. Relativismo sin
cobardía y fidelidad sin fanatismo, esa es la lección que tienen para darte. Ni
hay Dios ni el hombre es Dios. Amar y saber corren por andariveles separados. No
deseamos la justicia porque es buena, es buena porque la deseamos. La belleza,
la libertad, la verdad, sólo tienen valor para quien las ama: la justicia sólo
vale para los justos, la libertad para los espíritus libres, la verdad sólo es
válida para los veraces. Los sofistas tienen razón en cuanto al valor y se
equivocan en cuanto a la verdad; los dogmáticos tienen razón en cuanto a la
verdad y se equivocan en cuanto al valor. A Antístenes, y por ende a Diógenes,
no le interesaba el Sócrates preguntón sino el que procedía como un hombre
virtuoso el resto de la jornada, una vez que dejaba de escorchar como histérica
y psicoanalista sin cachet. La virtud
sólo es buena para el virtuoso, la moralidad se presupone a sí misma. Esta
circularidad es un círculo no vicioso, el círculo cínico. La virtud es el
esfuerzo de portarse bien, círculo del deseo, de la voluntad, del amor (sólo el
sabio es amable, que dice Antístenes). Axiología y ontología son paralelas que
no se tocan. Atomismo lógico y ético, relativismo práctico y universalismo
teórico, objetividad de la verdad (contra la sofística) y subjetividad del
valor (contra el dogmatismo práctico).
Expuesto
el asunto, queda la impresión de estar ante un cinismo humeano, demasiado
humeano. Comte-Sponville empalma a los viejos perros con Lacan, Spinoza,
Montaigne y Wittgenstein, con Pascal y Jesús incluso, aunque más bien parece
ser Hume el gran reciclador involuntario del legado de Antístenes y compañía.
La linterna de Diógenes parece haber ido demasiado lejos, tanto como para dejar
al sabio escocés como un plagiario que adquirió renombre por renombrar lo que
ya habían nombrado los refractarios del renombre: new names for some old ways of thinking. Para bajar del caballo a
Nietzsche, que dijo que todo juicio es un juicio de valor, hay que retrotraer
las cosas a Hume y codear a Kant, el deontólogo que monta a la grupa del primero
y de Platón. Del martillo a la guillotina queda por ver, empero, dónde se pone
el argumentum ad naturam que hace del
cinismo una ética deductiva basada en la inferencia empírico-normativa. Este cynisme philosophique généralisé,
escribe el señor André, es un materialismo radical que manda al carajo las
ilusiones positivistas, historicistas y naturalistas. ¿Cómo hacían los perros,
dale que dale con los ismos, para encajar nominalismo y naturalismo? ¿El κυνισμός
oscilaba entre un cynisme philosophique y
un cynisme trivial? ¿Trampeaban
incurriendo en el sesgo cognitivo de
la mentada falacia naturalista? En
este esquema el precepto de seguir la naturaleza, que viene abrochado al manto
trillado del cinismo antiguo, le presenta al autor un problema: a la vieja
tribu del Perro le quedaba un resabio
de intelectualismo o dogmatismo, dice, ya que seguirla supondría conocerla en
su normatividad inmanente, a menos que la naturaleza apenas enseñase su
amoralidad fundamental. Si la naturaleza nada prescribe, si no hay salto
abismal del ser natural al deber ser moral, si Dios es un nonato y el Hombre
brilla por su ausencia, queda apenas la voluntad para prohibir lo peor. No
queda otra, para no caer al pantano, que agarrarse de las propias mechas como
el barón Münchhausen. Por eso el materialisme
radical del cinismo generalizado, la tercera posición en filosofía, es pura
desesperación, más bien desesperanza («Cynisme
: désespoir»). Elige tu propia aventura entre la resistencia y la
resignación. Se parece mucho al cinismo
difuso visto por Sloterdijk, pero en versión heroica.
Hasta acá la reivindicación del
cynisme, con rectificación aneja,
facturada por este filósofo que, para decirlo con la debida grosería que
amerita el género en cuestión, no da en lo más mínimo con el physique du rôle para cínico. Como buen philosophe a la usanza don Comte cultiva
la filatelia y el collage retro.
Hombre serio, hasta donde lo tolera la divertida filosofía francesa, y entrado
en años, está de vuelta del corso posestructuralista de los 70. El
descoyuntamiento entre Nietzsche y Diógenes por lo visto hace que el señor
Comte desestime el mandamiento de alterar la moneda, debidamente recauchutado
por el profeta de los mostachos. Después de todo acuerda con Enómao en que el
cinismo no es diogenismo (aunque su reseña lo pinta más como un
cuasi-antistenismo), y a fin de cuentas hoy no es otra cosa que una rancia
tradición. Comte-Sponville declara que inventar nuevos valores es más bien
utópico porque ya están todos inventados y empaquetados desde hace veinticinco
siglos. Hay que consolarse con inventar una nueva lealtad a los viejos valores,
ora Atenas ora Jerusalén, ora la Ilustración ora la tradición, y el cinismo
cuaja un poco y un poco. Con Sloterdijk se diría que esta exhumación del
antiplatonismo antisofístico entraña una higienización más audaz que la de
Epicteto: quiere calzarle a los perros, si no la corbata, al menos el típico
saco sin abotonar de los filósofos gabachos. Es así que el susodicho Clément
Rosset, afectado por esta injuria al monopolio nietzscheano, tachó a nuestro
hombre de moralista de los bons
sentiments, por no vivir más allá del bien y del mal o pretender cruzar a
Spinoza con Kant, a la ética con la moral, a los consejos sobre cómo vivir con
los dictados sobre qué debo hacer. El señor
Comte sostiene que para vivir en el relativismo sin hundirse en el
nihilismo no bastan los imperativos hipotéticos del orden del deseo y menester
es rehabilitar la moralidad démodé
(aunque sin fundamentos, puesto que siempre son ilusorios). El buen
relativista, para quien cuentan apenas los deseos y no los deberes, no tiene a
mano un arma muy poderosa para oponerse a fascistas y racistas, que estos son
los cucos contra los que batalla monsieur
Comte –ya que no la vetusta burguesía. Al ama
y haz lo que quieras que ordenó aquel obispo africano (mandato que huele a
la regla de la diógenica abadía de Rabelais: fay çe que vouldras o haz tu
voluntad) urge anexarle el haz lo que
debes para cuando no se ama, habida cuenta de que es la falta de amor lo
que hace necesaria la moral. Cuando no se es capaz de ser espinosista hay que
ser kantiano. Esta penúltima vuelta de Diógenes no pasa de reclamar un cacho de
cosmopolitismo iluminista para contrarrestar los estragos de la progresía
multicultural. Ponele. André Comte-Sponville tiene como meta salvar la verdad
de la muerte de Dios, salvar los hechos del totalitarismo de las interpretaciones,
y ha encontrado en Diógenes (más bien en Antístenes) el más remoto aliado.
Propone la vuelta del racionalismo para desbancar a la sofística y la del
humanismo para atenuar el nihilismo, que bajo el lema estudiantil prohibido prohibir abolió la moral
sustituyéndola por el polirrubro de la ética a medida del portador. A
contracorriente de los otros candidatos pide más Ilustración, pero a la vez
contrarrestándola con más tradición. Y aunque parezca raro, la cosa se consigue
generalizando el cinismo. No se trata de regodearse con el Sócrates alocado
sino de retomar un poco aquello de la
cordura o la cuerda. Quiero algo de razón, no quiero un loco –que dice la
canción.[17]
[1] «Lo
que no aguanta la sátira es falso y parodiar una teoría y sus pensadores
significa realizar con ella el experimento de los experimentos.» (Was keine Satire aushält, ist falsch, und
eine Theorie samt ihrem Denker zu parodieren, heißt das Experiment der Experimente
mit ihr anstellen.)
[2] «…einen
pantomimischen Materialismus… eine
grobianische Aufklärung… widerlegt die Sprache der Philosophen mit der des
Clowns… eine essentiell plebejische Reflexion… einer humoristischen Selbstgewißheit die nur
souveränen Geistern gehört…»
[3] «Der
Wahrheitsprozeß spaltet sich in eine diskursiv-großtheoretische Phalanx und
eine satirisch-literarische Plänklertruppe. Mit Diogenes beginnt in der
europäischen Philosophie der Widerstand gegen das abgekartete Spiel des
»Diskurses«.»
[4]
«Le cynisme est donc cette espèce de
grimace que la philosophie fait à elle-même, ce miroir brisé où le philosophe
est à la fois appelé à se voir et à ne pas se reconnaître.»
[5]
Michael Foucault, Sobre la Ilustración.
[6] Goza tu síntoma.
[7] El sublime objeto de la
ideología; Porque no
saben lo que hacen.
[8] El resto indivisible.
[9] Mateo 10:16.
[10]
Ortodoxia.
[11]
Breviario de podredumbre.
[12]
De physis a polis: La evolución del
pensamiento filosófico griego desde Tales a Sócrates.
[13] Ciencia, cyborgs y mujeres: La reinvención de la naturaleza.
[14] El hombre unidimensional.
[15] Teoría de la postmodernidad.
[16] Futuro primitivo. Cf., Teresa Aguilar
García, El binomio cultura/naturaleza en
la posmodernidad.
[17] Cf., André Comte-Sponville, Impromptus: Entre la pasión y la reflexión;
id., El alma del ateísmo: Introducción a una espiritualidad sin Dios; id., Lo
inconsolable y otros impromptus; id.,
Invitación a la filosofía; Sébastien
Charles, Entre epistemologie et morale:
la philosophie d'André Comte-Sponville.
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