La
sucesión de Sócrates a Diógenes –aunque mediada por Antístenes– puede
comprenderse de la siguiente manera: a Sócrates el ejercicio de la filosofía lo
condenó al exilio, pero a Diógenes el exilio –como él mismo se encargó de
dejarlo en claro– lo conminó a hacerse filósofo. Uno arranca donde el otro
concluyó. No sabemos si
Diógenes era un deportado o un prófugo, pero como sea a partir de su ejemplo el
cinismo va a hacer de la extranjería una condición de la filosofía. La ἀτιμία
(desprecio o deshonor, caída
en desgracia, desafuero, infamia y estigma social) era un castigo aplicado a los ciudadanos que les impedía ejercer
derechos cívicos de toda índole: comerciar, defenderse en los tribunales, hacer
sacrificios en los templos o participar en las asambleas: una suerte de exilio
en casa. Los cínicos vivían como los ἄτιμοι, pero
en ellos la desgracia era condición para ir por la virtud. Ciertamente el
residente extranjero, y ellos lo eran por lo general, no tenía derecho a poseer
tierras, ni a ejercer el sacerdocio, participar de la asamblea, ejercer
magistratura ni de jurado. Se supone incluso que Diógenes, o algún otro cínico
elevado a figura icónica o bienhechor de la comunidad, habrían rechazado la
ciudadanía –lo sugiere Juliano–, y es evidente que de habérselas ofrecido no la
hubieran aceptado por razones de principio. Como sea, los cínicos se las
ingeniaban para entrometerse por los recovecos y hacer cierto acto de presencia
por esos foros, siempre bajo la idea de que cualquier institución podía ser
intervenida para cualquier propósito.
En semejantes circunstancias los perros
debieron ingeniárselas también para inventarse una metodología de sustentación
económica. El cinismo se
financiaba con recursos externos: exigía una velada renta social a través de
donativos; porque inflexiblemente sostenía ese adagio situacionista de no
trabajar jamás, sólo entrenar todo el día y darle murra a los tarados.
Convertían a los donantes en amigos de la filosofía. Si los cínicos eran los
sabios se podría conjeturar que los amigos-contribuyentes eran los filósofos, y
si los cínicos eran los filósofos los otros serían los friendly de la filosofía. Quizá hubiera algo de cinismo como Zynismus o cinismo vulgar en esto: ¿eran amigos de la filosofía por el aporte
o cooperaban porque eran pro-filosofía? No hay noticias de que la mendicación
de los perros fuera una suerte de Caritas, o que hubiese en ella algún tipo de
organización al modo del bono policial (no olvidar que eran guardianes también); más bien el cínico
era como el croto un pordiosero privado y solitario –aunque vital y elocuente,
apolíneo y dionisíaco al unísono–, que estiraba la mano o pasaba la gorra
haciendo la diaria. Quizá se parecían más a los malabaristas de semáforo, bien
que esa acrobacia era un service
bufonesco de mala conciencia aplicada al ciudadano. Y si había quien la
sufragara sería a lo mejor porque la sufría con gusto. Ese rol que Nietzsche
encomendaba a la filosofía, el de ser la mala conciencia de la época, era
emprendido por esta gente de tal curiosa y estrafalaria manera. Y no les faltaron
por cierto ofendidos que intentaron desenmascararlos. Séneca en De Beneficiis y Luciano en El Pescador se quejaron del truco del
mendicante: «es insoportable que un
hombre que desprecia el dinero lo pida», chilló el primero; «proclaman que la sabiduría es la única
riqueza y después arman un escándalo si no logran sacarte un peso», quejose
el otro. Taciano en el Discurso a los
griegos aportó a la denuncia: «gritan
en público con una supuesta autoridad y si no reciben nada se entregan al abuso
y hacen de la filosofía el arte de sacar plata». Y agregó: «necesitan un curtidor para
su bolso, un tejedor para su manto, un leñador para su palo, el rico a quien
pedir limosna y también un cocinero para su glotonería y todavía dicen que no
quieren nada»… No por nada se dice que mendigar (πτωχεία) provendría de πτήσσω, susto o espantar, y de πτόα, terror[1]. El cinismo, ergo, no
deja de ser una forma de terrorismo cultural. Por otro lado para referirse al mendigar en el sentido de pedir los griegos usaban el verbo αἰτῶν; pero los perros, siempre dados a las carambolas
del lenguaje, preferían hablar de ἀπαιτῶν, que más bien era reclamar
–las presuntas obras
diogénicas Sobre la riqueza (Περὶ πλούτου) y
el Mendigo (Πτωχόν) o Sobre la mendicidad (Περὶ πτωχείας) podrían
haber abordado el asunto. Por lo tanto se trataba de un pordioseo en forma de
demanda, porque en realidad lo que exigían no era otra cosa que los honorarios
del cínico. Como los psicoanalistas, los cínicos tenían su propia teoría para
explicar las razones del aporte pecuniario: ellos no pedían limosna sino que
reclamaban lo que les pertenecía como amigos de los dioses, ya que según el
simpático principio todo era de los dioses y por extensión de sus amigos los
sabios. Diógenes impondrá esta suerte de silogismo que reza que los sabios son amigos de los dioses, y como
todo pertenece a los dioses, y los amigos comparten sus cosas, todo pertenece
también a los sabios[2].
Dicho argumento, se desprende, no solamente habilitaba la dádiva sino la rapiña. En la edad dorada de Cronos, anterior al νόμος, hombres y dioses lo compartían
todo en perfecta armonía, y por eso para un cínico saquear un templo nada tenía
de impropio: como todo era de los dioses, la propiedad privada carecía de
legitimidad; como los sabios eran amigos de los propietarios legítimos –Zeus y
allegados–, no robaban a los apropiadores humanos sino que tomaban en confianza
lo que era de los amigos. De este modo podían justificar los latrocinios, como
el que tuvo que perpetrar Diógenes para hacerse del pollo de exhibición que
haría pasear en la Academia. Cien años de perdón para el que roba a un ladrón.
Pero al Perro también se lo ve una y
otra vez regañando a pillos, rateros y embaucadores, no para hacer precisamente
de pastor alemán de los burgueses, sino para señalarles el estúpido afán de
riquezas que los guiaba (porque el cínico no era un paternalista que perdonaba
la degeneración mientras viniera de los pobres diablos, ya que ellos mismos
eran el ejemplo de una indigencia sobrellevada en el virtuosismo filosófico). Sin
ir más lejos, y si es que hay que dar crédito a la hipótesis primitivista, para un Κυνικός que se
precie la civilización es un robo, la cultura es un robo, perpetrado por
Prometeo a los dioses. Esta frase que mecha a Proudhon con Rousseau podría
haber sido del gusto de los cínicos en cuanto enemigos del titán filántropo. En
cierto sentido lo que querían era devolver a los dioses lo que los humanos, por
interpósito titán, les habían afanado. Pero si ese fuego divino hurtado no
solamente es el punto de arranque de la técnica sino un símbolo de la razón,
que es en efecto lo que heredó el bípedo implume, a saber el raciocinio por el
cual comprende el mecanismo de reproducción del fuego, entonces Prometeo no
sería tan enemigo de Diógenes y séquito, que creen que es la razón, aplicada
ahora en sentido inverso, el único medio que le queda al pobre y débil primate
rosado, sin garras ni colmillos ni nada, para emprender la vuelta a lo natural
contemplando con ella la conducta de las demás bestias. El cínico, que deplora
las pasiones, debe servirse en exclusiva de la razón, pero para regresar a
aquel eventual origen en el que era innecesaria. Casi que se diría que en este
racionalismo contraprometeico hay algo de expiatorio.
Uno supondría que en Diógenes, primitivo ancestro de Marx, habría una
especie de teoría objetiva del valor,
κατὰ φύσιν, y no un mero criticismo oportunista de
francotirador y bufón. No por cierto la referencia del trabajo para con la
mercancía o producto, sino la de la natura para con la forma de ser y vivir. Se
lo imaginaría como un enemigo de la Escuela Austríaca. Diógenes propone un
valor objetivo al que, como Marx, encuentra en el trabajo, en el πόνος de la ἄσκησις, trabajo ocioso que se parece mucho al
quimérico trabajo de la sociedad comunista en el cual la necesidad y la
libertad confluyen. Se nos dice que los cínicos se interesaban más en la
conducta que en los dogmas, porque o carecían de dogmas o bien evitaban
consignarlos en tomos y volúmenes; y si es que tenían ciertas reglas y
principios, lo importante de todos modos era su ejecución en actos y estilo de
vida. Pero los perros tenían, quizá, una serie de principios evidentes como ἄσκησις, o en todo caso un puñado de metas,
libertad, veracidad, indiferencia, impasibilidad y tales; aunque del otro lado
esgrimían como bandera la falsificación de la moneda, la inquebrantable
subversión de los valores. La consigna fundacional que el de Sinope recibió del
Oráculo: παραχαράττειν τὸ νόμισμα.
Poner las costumbres fuera de circulación e ir contra lo que sea moneda corriente. Es en este punto en el
que quizá aplicaría la versión de Oscar Wilde que rezaba que el cínico es aquel
que conoce el precio de todo y el valor
de nada[3]. Como decir, la teoría
austríaca en versión ética o expandida al conjunto de la vida y las cosas. Como
si el de los cínicos fuera más bien un marxismo de Groucho y no de Carlos: estos son nuestros principios ascéticos; si
no tenemos este otro. Haciendo pie acá se dirá que el cinismo nace
adulterado. Y tenía que ser así, porque tal era su sombra, lo que se cernía
detrás de los principios, principios firmes pero mínimos y transmitidos por
formas vagas e inestables, por literatura y no por teoría, sombra que seguía a
los perros minándolos desde dentro. ¿Reacuñar la moneda o vivir κατὰ φύσιν? ¿Ἀρετή,
ἀγαθός, εὐδαιμονία,
πόνος, πενία, ἀπάθεια
y ἀυτάρκεια, o bien simple y rotundamente παραχαράττειν τὸ νόμισμα? La invalidación de la moneda en curso como
contraseña fundamental aplica a la filosofía, y en ese sentido los cínicos son
antifilósofos desde el principio: deben cargar desde ese basamento contra toda
filosofía implantada. Y lo hacen con un cierto tipo de filosofía, pero que
lleva en la simiente la autocrítica y la autodestrucción. Porque los cínicos
estarían condenados a no poder acuñar moneda. De manera que la libertad o la
franqueza, la autosuficiencia o el autogobierno, la pobreza, el esfuerzo, el
ascetismo y demás, en tanto que valores amonedados por la secta caían en franca
contradicción con aquel otro mandato amenazante. A la antropofagia que los
cínicos decían defender se debe adicionar esta autofagia de base. Porque en el
origen del cinismo está la estafa. El legado de Hicesias. Y a esa mancha no se
la iban a limpiar más, por lo que convenía convertirla en divisa. A los que se
quedan tildados al no entender su propia reputación –como dice la canción[4]–
se les aconseja una temporada en la escuela cínica. Arte de convertir en virtud
defectos y desgracias, a la mácula en pendón, de hacer que las manchas luzcan
como pintas. Porque aunque Hicesias e hijo hubiesen tenido un propósito
bienhechor –hipótesis optimista de algunos–, la desgracia y el dedo acusador de
la justicia y la sociedad cayeron sobre ellos.
[1]
Cristiana Caserta, Povertà e vita:
Mendicità e filosofia nel mondo greco.
[2]
Laercio, VI 37 y 72; Plutarco, Sobre no
poder vivir gratamente de acuerdo con Epicuro 22, p. 1102 e-f.
[3] «A man who knows the price of
everything and the value of nothing.» (Oscar Wilde, Lady Windermere’s fan, act 3)
[4] Charly García, Random,
“Lluvia”.
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