Para encontrar un sistema, un dogma y una
metafísica hay que hacer el salto a los estoicos, que fueron declarados, y se
consideraron a sí mismos, herederos de la secta cínica. El estoicismo era una
escuela filosófica hecha y derecha, que mantenía la base ética del cinismo, ἀυτάρκεια, ἀπάθεια, φιλανθρωπία, aunque en versión atenuada,
pero que retomaba la preocupación por la teoría, parcelada en física y lógica,
que los cínicos dejaron de lado. Sin ellas no hay ética. Enderezan al cinismo y
lo reencausan en el brete de la filosofía escolar; pero a ese fin se desvían de
la senda del perro y arman otra corriente.
De
acuerdo a varias fuentes, cínicos y estoicos compartirían un mismo τέλος, la ἀρετή, la vida conforme a virtud,
aunque distarían en los medios, en los caminos. Ya desde el mismo Zenón, una vez emancipado de Crates, los
estoicos rechazaron la ἀναίδεια. Esta morigeración del cinismo practicada desde
un primer momento puede verse en la teoría estoica de los preferibles y
no-preferibles (προηγμένα y ἀπροηγμένα). Epifanio aseguró que Diógenes sostenía que lo propio de todo sabio es el bien y todo lo
demás no son más que mierdas (φλυαρίαι) –o para decirlo con eufemismos:
frivolidades, disparates, verborrea, tonterías[1].
Para
los cínicos todo aquello que estuviera más allá del bien (ἀγαθά) y
del mal (κακά) era
indiferente (ἀδιάφορα)[2],
todo aquello intermedio entre la virtud y el
vicio; una actitud tajante que fue
amortiguada por los comedidos estoicos,
más componedores ante el mundo, quienes encontraron que no sólo la salud era
preferible a la enfermedad sino que la riqueza lo era a la pobreza, entre otras
medias tintas, y
así cuidaron el bolsillo, incluso el del patrón. Pero desde el seno de la misma Estoa no tardaron en surgir disidentes
como Aristón de Quíos, discípulo de Zenón, que rechazó semejante doctrina y
retomó el radicalismo perruno en este campo. Los del pórtico, se diría, veían en la ἀπάθεια desapasionamiento,
pero el cínico la pensaba como insensibilidad, como una anestesia total
suministrada de urgencia crónica a las emociones. Así
mientras los estoicos volvían al cinismo algo más maleable ablandándolo a golpe
de disquisiciones, reconocían pasiones buenas (εὐπάθειαι),
moderadas, racionales. Nada de esto podía interesar al perro, que no perdía el
tiempo en menudencias e incisos, ni siquiera en grabar en piedra una rigurosa
tabla de principios guías. El atleta de la virtud no precisa de escolasticismo,
se pone a prueba ante los demás y punto. Pero
las diferencias también son grandes desde la comprensión más general de la
realidad. El estoico ve un universo ordenado por el λόγος, para él diríamos que lo real es
racional; el cínico solamente está dispuesto a resistir los embates caprichosos
de la Fortuna (Τύχη), un real puramente aleatorio y carente de toda
racionalidad. Donde el cínico señala la Τύχη, el estoico comprende o infiere el
Destino o Providencia, porque entiende que la primera no es más que un defecto remediable
del aparato cognoscitivo del humano, que la Suerte en definitiva no tiene
entidad ontológica y no es otra cosa que aquello que ocurre de forma
imprevista. Los cínicos satíricos del Imperio romano, como Enómao o Luciano,
van a consagrarse a tomar en solfa este determinismo a ultranza enteramente
ajeno desde el vamos al espíritu de la secta del Perro.
Los estoicos van a salir a buscarle una
lógica a todo, el materialismo necesita un idealismo y así el optimismo moral
–se puede ser feliz siendo virtuoso– se agiganta en optimismo
onto-gnoseológico. El universo no sólo puede conocerse sino que es imprescindible
hacerlo para ser virtuoso y feliz. Además, se diría, tiene un sentido y es
bueno. Hay λóγος y divinidad en todas partes: el cosmos es inteligible y
enunciable, incluso es inteligente y está vivo. Panteísmo mata agnosticismo. La
racionalidad del humano integra la racionalidad exterior y universal. De
arranque, y en nombre del Padre común, hacen las paces con Platón y dictaminan
que la virtud aflora del conocimiento. El racionalismo estoico digamos que era
intelectualista: la φρόνησις cobra estatuto teórico y científico y coligen que
hay emociones buenas mientras deriven de un juicio correcto. El ascetismo o
entrenamiento cínico sirve para despejar las brumas del τῦφος y con eso basta. En la cabeza del cínico hay un
cartelito y dice agítese antes de usar.
El estoico reza que no alcanza con el atletismo moral, hay que estudiar,
instruirse, leer, meditar y reflexionar. Los ejercicios físicos quedan muy
supeditados a los espirituales. Hay que parar un poco con la dureza y entrar en
las ciencias duras. Si Platón no abre la tranca de la Academia, no hay que
contentarse con arrojarle un pollo desde el otro lado de la empalizada. Hay que
agarrarse a un dogma y construir catedrales de razonamientos. Se terminó la
improvisación, la filosofía de emergencia. El antiguo sabio estoico será pobre
pero no mendigo y se volverá algo más sociable, dejando atrás el exabrupto y el
chiste aleccionador. Esa mezcla de provocador y pastor que había en el cínico
ya no corre tanto, aunque sigue machacando con el modelo del sabio como
prodigio del rigor, como un tipo casi sobrenaturalmente perfecto. No deja de
ser un santón lumpen, pero ya comienza a aburguesarse. Ahora hay que hacer vida
social y política más o menos como apuntaba Antístenes, no tan de cerca para no
quemarse y no tan de lejos para no quedar en el frízer. El estoico puede y debe
hacer el perro (κυνίζω),
pero part time y hasta ahí. De hecho
el perro que usan como figura es un perro atado a un carro, y ese carro llámase
Hado: lo único que uno puede elegir es entre correr hacia la fatalidad
arrastrado a la fuerza o resignarse a seguirla tirado de la cuerda a gusto. Ese
es el puesto del perro en el cosmos –del hombre, digo. Zenón recibe de Crates a
Diógenes como un bien, pero es un poco un don que debe ser guardado en el
armario. El viejo tenía razón, pero lo que hacía no debe hacerse salvo en
cuentagotas. La moral cínica, para el estoico antiguo y para el del Imperio romano,
es una especie de alarma que le señala con toda evidencia y rotundidad lo malo,
pero que se va de mambo por un lado y por el otro se queda corta. En la cabeza
del estoico helenístico de las primeras camadas el cínico es un ejemplo de
virtud loable e imitable, salvo en sus ademanes hiperbólicos. Frugalidad,
pobreza y austeridad sí, pero también un poco de discreción. El tiempo de
impresionar con el exhibicionismo, dicen, pasó; hay que invertir esas fatigas
en volver a entender la intrincación del universo. Cinismo sí, pero sin
procacidad y debidamente suplementado con megáricos, platónicos y
aristotélicos, más una revisión en profundidad de Heráclito. No basta con
cachetear a los demás filósofos, hay que inventarse una escuela propia,
robarles el saber y jugarles en su cancha. Esa es la propuesta de Zenón y ahí
se dispara el estoicismo. Hay que devolverle a Sócrates su cordura y
arrebatarlo de las garras de la Academia, anche
del Liceo. Si bien hace campamento en los derredores del ágora, la filosofía
popular ahora pide un plus de claustro y biblioteca.
Allá
por el siglo segundo precristiano, cuando llegan los cerebros de la Estoa
Media, ya queda poco y nada del lastre cínico, hasta el nuevo empujón que
vuelve con el Imperio. No basta con la virtud para la felicidad, dicen Panecio
y Posidonio, los nuevos rectores; hacen falta no sólo un poco de la fuerza de
la que hablaba Antístenes, sino también salud y bienestar económico, un cachito
de bienes externos. No hay que arrasar con las emociones, hay que aminorar las
irracionales. Panecio se instala en Roma y con él la escuela adopta una forma
más propicia a las exigencias de la élite dirigente y el gusto del varón
romano. Sin embargo, a la par que dicho estoicismo
eminente, comenzaba a correr otro de los bajos fondos encabezado por
predicadores callejeros que en los hechos, en las apariencias físicas y en los
rasgos actitudinales se confundían con la montonera cínica. Para los primeros
siglos del Imperio los herederos de la Estoa fueron regresando a las fuentes, a
la primacía de la ética y de la filosofía práctica, y así aparecen exponentes
como Musonio Rufo, Dión Crisóstomo o Epicteto, a quienes les sienta bien el
rótulo de estoico-cínicos. Esta gente trabajó para volver a poner al cinismo en
el tapete, a condición de distinguirlo del cinismo más pedestre que peregrinaba
sin lustre por los umbrales de los templos y los cruces de caminos. Como apunta
Roca Ferrer, con Panecio (s. II a. C.) los mohines cínicos que conservaban los
estoicos se terminan de licuar, y con Epicteto (s. I d. C.) vuelven pero
idealizados. El estoicismo romano, encabezado ora por ex esclavos o por
flagrantes emperadores y concentrado en la autoayuda o el arte de vivir, se ve
inducido a echar mano de vuelta en los toscos progenitores. Ya como filosofía
de los poderosos al mando, con Marco Aurelio y los Antoninos, se reavivaron las
alianzas con los cínicos con invocar ese origen mítico común y esa descendencia
compartida y a los fines de contrarrestar al nuevo rival del cinismo en el
campo popular, los cristianos. Finley refiere que los aristócratas romanos
ostentaban en los jardines de sus villas estatuas de mármol que representaban a
los antiguos sabios cínicos y agrega que mientras los cínicos de aquel entonces
«seguían siendo beatniks y chiflados, groseros predicadores y
embaucadores taumaturgos», la doctrina cínica panteón mediante ingresaba en
la respetabilidad[3].
El estoicismo se fue por las ramas de la filosofía especulativa de Estado e
infiltró al cinismo con platonismo –una coyunda que también montó el
cristianismo patrístico, pero de forma muy distinta, combinando en todo caso un
costado de la impronta ascética y pedagógica cínica con un desprecio idealista
del mundo. Habiendo llegado a la cima del poder, después de más de 500 años de
vigencia en la cultura mediterránea, la Estoa comienza a caer en desgracia con
el auge de neoplatónicos y cristianos. Pasan de moda. Los cínicos dispersos,
mientras tanto, siguen adelante con nuevos aliades
por unas cuantas temporadas.
Como corolario en el ocaso del mundo, el
siglo XXI trae un fenómeno bastante extraño: el cinismo se volvió académico y
el estoicismo popular. El primero interesa cada vez con mayor frecuencia a los
hacedores de tesis de grado y posgrado, es fardo de currículos y apenas sale a
ver si llueve fuera de los claustros eruditos; el segundo se hizo pop o
posmoderno e inunda el mercado editorial de la autoayuda mientras prolifera en
YouTube mostrando notables engendros de la fotogenia: mezclas de grises estatuas
de barbones grecorromanos y fisicoculturistas recontra-anabolizados, o señores
de la tercera edad que visten como millonarios parisinos, luciendo trajes de
alta costura y última moda con exuberantes y cuadriculadas chivas de minuciosa
pulcritud.
Pasado el tiempo de sus cabezas célebres,
convertidas en maravillosas anécdotas de propagación milenaria, el clan cínico
no encontraría jamás relevos de similar calibre y parece haber quedado flotando
inciertamente en medio del estoicismo y el epicureísmo preponderantes a lo
largo de toda la etapa alejandrina. De ahí que no extrañe que fuera llevado un
poco para un lado y para otro y las figuraciones de Diógenes oscilaran entre el
rigorismo de la virtud y la despreocupación de tendencia hedónica. Repasando anécdotas
y testimonios a veces da la sensación de que Diógenes y cínicos empatizarían
mejor con los del Jardín. Sin embargo
los cínicos no hicieron buenas migas con los epicúreos. Habrá
que esperar hasta el siglo V para que Sidonio Apolinar y Claudiano Mamerto,
cristianos galorromanos, pongan a sendas corrientes en una misma bolsa de gatos
materialistas como partes de un improbable bando maléfico unificado[4]. El materialismo racionalista cínico no pasa de un
empirismo heurístico restringido al fanatismo de la felicidad virtuosa y al
ascetismo radical y parece estar más cerca del concreto materialismo sin
λόγος de Epicuro, una física cuasi moderna. Como buena filosofía de barrio
cerrado el epicureísmo no fue muy amigo de reconocer procedencias: eran más de
hacer rancho aparte. No venían de Sócrates, eran los rivales de los estoicos y
a diferencia de esta gente no reconocían a los cínicos como parientes pobres.
Sin embargo, enfocando un poco, se ve que en algunos costados se parecían más a
los cínicos que los propios estoicos. Epicuro decía poder ser feliz aún hasta
en el potro de tortura[5];
Diógenes se lanzaba a la felicidad entre el fuego y las espadas. Grosso modo, el Tetrafármaco que
prescribe el epicureísmo podría ser rubricado por un cínico: no temer a los
dioses, no preocuparse por la muerte, lo bueno se consigue con facilidad, lo
terrible se puede soportar. Pero son personalidades, caracteres más bien, muy
distintos. Ya desde el vamos se sabe
que Epicuro
decretó que el sabio no debía hacer el papel de cínico o actuar a lo perro (οὐδὲ κυνιεῖν), ni debía
mendigar (οὐδὲ πτωχεύσειν)[6],
de lo que suele inferirse que se resistía a ceder la investidura de σοφοί a los
partidarios de esta secta rival. De hecho Metrodoro, un
discípulo directo de Epicuro, rechazaba la idea antisteniana de πόνος ἀγαθόν
–del dolor o esfuerzo como un bien– y parece haber afirmado que la pobreza (πενία)
era un bien pero la mendicidad (πτωχεία) un mal. Los alfilerazos entre ambos
bandos nunca faltaron: Menipo dedicó en forma de libro algunas befas risueñas a
ciertas solemnidades rituales de los del Jardín y se dice incluso que aquel
sambenito transmitido por Horacio, eso de cerdos
de la piara de Epicuro (Epicuri de
grege porcus) podría tener origen en alguna diatriba cínica. Menedemo de
Lámpsaco, que antes de unirse a la secta cínica de los discípulos de Crates
parece haber sido alumno del epicúreo Colotes, polemizó con él sobre poesía y a
su debido momento recibió del ex tutor algunas represalias vinculadas a la
culinaria cínico-estoica. Polístrato fue otro porcino hedónico que podría haber
enfrentado a los cínicos, en este caso en materia de la actitud ante los ritos
de la religión popular, y finalmente contamos con las querellas de Filodemo de Gadara,
quien despotricó contra las utopías políticas de Diógenes y Zenón y se despachó
sobre Bión.
Cínicos
y epicúreos tenían sus zonas de contacto: ponderaban la λιτότης y la αὐτάρκεια,
sencillez e independencia, y tendían por igual a la philosophia medicans, concebían a la filosofía en buena medida como
salud, cura y salvación y al sabio como un ser de rasgos divinos. Lo que más
llama la atención es el argumento que da Diógenes acerca de por qué la muerte
no es un mal: ¿Cómo va a ser un mal si
cuando se presenta no la percibimos? (πῶς κακός,
οὗ
παρόντος οὐκ αἰσθανόμεθα)[7].
Se trata de un razonamiento notablemente similar a la famosa tesis de Epicuro: la muerte es nula para nosotros porque siempre
que estamos la muerte no está presente y siempre que se presenta nosotros ya no
estamos allí (ὁ
θάνατος οὐθὲν πρὸς ἡμᾶς, ἐπειδή
περ ὅταν μὲν ἡμεῖς ὦμεν, ὁ
θάνατος οὐ πάρεστιν: ὅταν δ᾽ ὁ
θάνατος παρῇ, τόθ᾽ ἡμεῖς οὐκ ἐσμέν).[8]
El
alma del sabio estoico sobrevive a la muerte hasta el momento de la
conflagración final; cuando Nietzsche redescubrió el eterno retorno afinó y
ajustó a la fecha este consuelo ante la finitud. Pero son hipótesis muy ajenas al espíritu campechano del cínico.
La muerte epicúrea, en cambio, no tiene vuelta atrás porque más bien no existe.
Es imposible, aunque apenas sea imposible de constatar. La idea, quién sabe si
robada a Diógenes o más probablemente anónima y atávica, encaja mejor con el
temple perruno, que en esto siempre apela a las soluciones más simples y
directas, un poco a lo navaja de Ockham. Aunque nunca aparatoso y
tremebundo, también Epicuro llamaba a despreocuparse por las cuestiones
atinentes a la sepultura (οὐδὲ ταφῆς
φροντιεῖν), si
bien no pedía ser entregado en vianda a los animales salvajes –como sí sugirió
Diógenes. Tampoco desentonaban en las preceptivas sexuales: el sabio epicúreo
no debía enamorarse (ἐρασθήσεσθαι τὸν σοφὸν οὐ δοκεῖ αὐτοῖς) ni
conferirle al amor un rango divino (οὐδὲ θεόπεμπτον
εἶναι τὸν ἔρωτα)
y aceptaba las relaciones sexuales mientras no fueran dañosas[9].
Estas reglas parecen bastante en sintonía con los dictados y advertencias ya
formulados por Antístenes y continuados por Diógenes y comitiva[10]. Cínicos
y epicúreos también hacen causa común en el combate contra el miedo a los
dioses y a la muerte; en la actitud ante las supersticiones y la religiosidad
vulgar no están muy lejos, ven a la religión popular más bien como enfermedad.
Ambos creyeron en la alegría, pero los epicúreos son flemáticos como burgueses
británicos y los cínicos sarcásticos y agresivos como un viejo marxista
barrial. No son ateos estrictos, pero por razones diferentes. De hecho no se ve
bien cómo encajan los dioses en la física de átomo, vacío y clinamen. Pero no
hay ese tipo de problemas para el bueno del cínico, escéptico desinteresado en
todo aquello que no ataña al entrenamiento psicosomático y la propaganda moral
disruptiva. El cinismo es más una respuesta a la desgracia y la miseria y el
epicureísmo a la enfermedad. Es menos de clase. Epicuro, dicen, como Nietzsche,
era un hombre achacoso. La ética epicúrea es también un naturalismo, de la
sencillez más que de la simplicidad, y parece hacer eje en evitar el dolor a
toda costa; la cínica en sortear el dolor proveniente del exterior buscando
dolores voluntarios: endurecerse hasta la insensibilidad. Uno busca evitar, el
otro provoca. El epicúreo es algo melindroso, aunque precavido y discreto:
busca la serenidad en el remanso; el cínico da con ella a palazos. Los
epicúreos se cuidan de no caer en el desasosiego y las taras de la superchería,
se protegen de la enfermedad del entorno; los cínicos son de salir al ataque a
torear a los confundidos y macaneadores. Mientras uno se ubica en los cruces de caminos, el otro se
aparta al costado del camino; pero ambos son bichos de ciudad. El cínico la
necesita para sobrevivir, porque es un indigente que subsiste de la limosna, y
como contraprestación interviene como ideólogo terapéutico en la vida urbana y
civil. Los dos hablan por la naturaleza, pero el hábitat de uno es la calle y
del otro el jardín. El epicúreo, aunque escapa de la política, también se sirve
de la vida urbana y de la organización política, a cuyos resguardos vive. El
epicureísmo se autoabastece y no mendiga porque es una cooperativa de
burgueses, de modo que no son menos citadinos ni parasitarios. El epicúreo prefiere la comunidad filial a la
solitaria autarquía, sociabilidad sin socialidad versus socialidad sin
sociabilidad. Quiere pasar desapercibido, elige una vida oculta, y el cínico va
por una vida oscura. Dos formas de repeler la fama: saliendo de la luz pública
o bien viviendo a la luz de todos, no interviniendo en la ciudad o bien
interviniendo la ciudad, llevando la ἀδοξία a la κακοδοξία, la ausencia de fama a la mala
reputación auto-inducida. La vida oscura, marginal o ignota, da en el cínico el
mal paso a la vida expósita y expuesta al oprobio: la oscuridad revelada. Pero
de hecho, vistos con perspectiva histórica queda claro que rivalizan en mala
fama. En este caso un poco más tardía, porque lo que terminó de aplastar a los
epicúreos fue, pasando por la alianza del estoicismo con la clase dirigente
romana, el triunfo final del cristianismo, que logró sepultarlos por más de mil
años. La implantación oficial del cristianismo barrió con los epicúreos antes
que con el resto de las escuelas filosóficas más importantes ya en el siglo IV.
Los puntos en común con el escepticismo a
lo mejor son algo mayores, partiendo del rechazo a la especulación y los dogmas
–en particular con el pirrónico por la influencia asiática y la impronta poco
escolar y con el de Arcesilao apenas por la remisión a un Sócrates sin
metafísica. La cosa se complica en materia moral con los de Pirrón, que llevan
la ἀδιαφορία a otro
plano: los cínicos son indiferentes terminales a
todo lo que no es bueno o malo y los otros, al contrario, al no ver ningún
fundamento epistémico para decidirse en ese ítem, cortan por lo sano
agarrándose de lo que está a mano, el aborrecible νόμος. Convierten a lo bueno
y lo malo en ἀδιάφορα, en incognoscibles e indecidibles. Los
escarceos del cinismo con el hedonismo son sin embargo de larga data, pero
reportan a la procedencia socrática común con los cirenaicos, una escuela que
por lo demás, al soltarse de la mano de Aristipo, dio algunos personajes de
rasgos cínicos como Hegesías y Teodoro. Cínicos
y cirenaicos parece que comparten una vocación por resolver los problemas
inmediatos. Filosofías del día a día. La
chismografía antigua presenta desde un primer momento a Antístenes y Diógenes
como rivales lo mismo de Platón que de Aristipo; pero se dice que el propio jefe
de Cirene fue llamado por Diógenes perro
–aunque perro cortesano–, porque de
igual forma vivía de lo que encontraba a la mano y de lo que el presente le
ofrecía, claro que rodeado de reyezuelos y tiranos cuyas migajas eran lujos
para un filósofo. Ya había dicho Hegel
que Diógenes no era otra cosa que el
reverso zafio y desdeñoso de la filosofía de vagabundo de Aristipo, al que
Filón de Alejandría registró en efecto como un cínico[11]. Sin embargo ya
con Crates la jauría suaviza un poco sus estrategias pedagógicas y su ascetismo
visceral y al menos desde Bión de Borístenes florece una especie de cinismo
ligero y conciliador de rasgos hedónicos, cuya línea puede extenderse hasta
Luciano y Demonacte en el siglo II d. C. Pero este último es ya un cinismo
culto y heterodoxo, de lumbreras y escritores, que poco tiene que ver con la
tribu anónima que se imponía en número aunque no en prestigio por el orbe
romano.
Como se sabe, la Antigüedad
fabricó Diógenes a gusto del consumidor. Así como hay uno serio y otro chusco y
popular, hay también uno riguroso y otro hedónico. En el episodio de la
esclavización, por ejemplo, Eubulo pone en escena al primero y Menipo al
segundo. Existe uno que está a sus anchas tomando sol a la vera de la tinaja y no
acepta abandonar su dolce far niente
o carpe diem ni siquiera a petición
el dueño del mundo; pero hay otro que solamente se encuentra en su salsa
arrojándose a la arena ardiente en la canícula o aferrándose a una estatua
helada en el invierno. Está el Diógenes filántropo alegre y está el Diógenes
misántropo implacable –escribe Goulet. La pregunta del millón que desvela a los
especialistas es cuál fue el genuino, el histórico. Algunos apuntan que la
hedonización de la secta progresó de Crates en adelante pasando por Bión o
Fénix de Colofón (Bión sobre todo es inculpado de haber metido mano en la creación
de esta imagen del maestro); pero otros entendidos también especulan que la
impronta del ascetismo duro es igualmente póstuma, una añadidura que impregnó a
partir de las noticias que Onesícrito trajo sobre los gimnosofistas de sus
viajes con Alejandro por Oriente, donde Diógenes es corrido por izquierda por
el sabio hindú, señalado como un sabio que, igual que Sócrates y Pitágoras,
había antepuesto la ley a la naturaleza y cuyo rigor ascético quedaba
empalidecido.
Ragnar Höistad sostuvo la hipótesis de una falsificación del Diógenes histórico
bastante madrugadora, que se remontaría a las generaciones inmediatas, a los
siglos IV y III precristianos, despachada a partir de la aglomeración de
anécdotas propagandísticas, tanto las obscenas y burlescas como las serias, las
pro-hedónicas como las pro-rigoristas. Más bien una suma de adulteraciones de
diversa índole y propósitos distintos y opuestos. De manera que prosperaron por
el orbe helenístico tendencias falsas y degeneradas del cinismo. Una anécdota,
prescribe Höistad,
tendrá valor histórico en la medida en que pueda relacionarse con las
doxografías o las citas primarias, caso contrario se mantienen en el rango de
la leyenda. Fritz creía en la originalidad del Diógenes riguroso, víctima
postrema de la manipulación artera que introdujo, más bien desde afuera, el
boristenita Bión: un Diógenes intervenido desde el sector cirenaico[12].
Höistad, al contrario, descree de la
veracidad de los relatos acerca del Diógenes mendigo que paraba en una tina,
deambulaba por el mercado y después se marchaba a rodar por areneros flamígeros
y a envolver entre los brazos monumentos congelados, para crepar atragantándose
con un pulpo crudo por prueba final. ¿Cómo se explica, apunta, que alguien que
lleva un modo de vida proletario hasta el extremo más absurdo, haya tenido a la
vez una actividad literaria exuberante? Sostiene que el originario era no el de
la desvergüenza sino el de los propósitos educacionales, el adalid de un
ascetismo eudemonista socrático en versión exagerada. Este mensaje fidedigno
fue desbaratado por la nueva oleada orientalista que trajo la incursión
macedonia: retocado a medida, Diógenes era el personaje ideal para desbancar al
ascetismo griego y reemplazarlo por el oriental. Por otra parte un complot
urdido a medias por Menipo y Bión, «hombres
de inclinaciones literarias pero sin dotes filosóficas», que dice este
autor, con recursos burlescos y obscenos lo alejaron por su lado de la trocha
ortodoxa. El resultado fue un Diógenes deliberadamente permutado e
irreconocible, que es el que recibe a través de fuentes secundarias Filodemo de
Gadara para condenar al cinismo en bloque como una gesta barbárica contraria a
toda cultura y toda sociedad reales o posibles. Höistad declara que Filodemo es menos
confiable que Juliano, Epicteto o el mismo Luciano a los fines de dar con la
veraz originalidad histórica del cinismo primordial[13].
Pero en definitiva no siempre aquellos que se enrolaron bajo la insignia del
cinismo, o fueron vistos como cínicos, consideraron que se debía guardar entera
fidelidad a la figura de Diógenes (¿a cuál de ellas, además?). Una de las
cartas ya prueba que estaba en discusión que fuera o no el padre del cinismo
(gracioso viniendo de aquellos a los que se les imputa la promoción del
parricidio literal). Sin embargo en los relatos diogénicos de Máximo de Tiro y Dión
de Prusa lo hedonístico y lo riguroso se combinan perfectamente. Una solución
es dar en general por válidos todos los imaginarios, meter en la bolsa todo y
de ahí despejar el mensaje y el ideario de Diógenes o de los cínicos, y que
aparezcan tanto como eudemonistas hedonizantes y como mártires rigoristas, como
adustos y como jodones, como amigos de la educación y como refractarios de la
civilización, todo a la vez. Ese es el combo que nos deja la Antigüedad y con
él hay que tratar o perecer en el intento.
[1] «τὸ ἀγαθὸν οἰκεῖον
παντὶ σοφῷ εἶναι,
τὰ δ'
ἄλλα
πάντα
οὐδὲν ἢ φλυαρίας
ὑπάρχειν»
(Epifanio, Contra las doctrinas heréticas
III 2, 9 (III 27))
[2]
Diocles le
atribuyó a Diógenes esta frase que de acuerdo a Laercio otros consideraban de
Sócrates: «Se debe investigar lo bueno y
lo malo que ocurre en el vestíbulo de casa» (Δεῖ
ζητεῖν ὅττι τοι ἐν μεγάροισι κακόν τ᾽ ἀγαθόν
τε
τέτυκται). (Laercio, VI 103)
[3]
M. I. Finley, Aspectos de la Antigüedad.
[4] Vid. Sidonio Apolinar, Carmen
XV 124-125; id., Carmen II 164-168; Claudiano Mamerto, Sobre el estado del alma II 9, p. 133, 15 Engelbrecht.
[5] Laercio, X 118. Cuando Luciano pone a Diógenes haciendo
un racconto de los valores cínicos,
le hace proferir que ser azotado (μαστιγοῖ)
y torturado (στρεβλοῖ) es algo no
doloroso (μὴ ἀλγεῖν)
o que no comporta un tormento (οὐδὲν
ἀνιαρὸν
ἡγήσῃ)
–de la boca para afuera, según el autor (Subasta
de vidas 9).
[6]
Laecio, X 119.
[7] Id., VI 68.
[8] Id., X 125.
[9]
Id., X 118.
[10] Marcello Gigante, Cinismo e epicureismo (Bibliopolis,
Memorie dell'Istituto italiano per gli studi filosofici, 23, 1992).
[11] Filón de Alejandría, Sobre el arte de plantar 151.
[12] K. von Fritz, Quellenuntersuchungen
zu Leben und Philosophie des Diogenes von Sinope, Leipzig, 1926.
[13] Ragnar Höistad, Cynic
Hero and Cynic King: Studies in the Cynic Conception of Man, Uppsala, 1948.
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