La historia del
cinismo, vago pasamanos, montaje hecho de ruinas difusas, se construye con
restos de restos, básicamente de los escombros de las épocas clásica y
helenística que se despejan de los remanentes del Imperio romano. Los primeros
registros provienen de doxógrafos, biógrafos y coleccionistas de sucesiones de
los siglos helenísticos, cuya sobrevivencia actual se debe a su recepción en
fase romana hacia las primeras centurias de la era en curso. Los eruditos alejandrinos se preguntaron de dónde
venían los cínicos estos y hallaron que de Sócrates por medio de Antístenes.
Así lo entendían varios estoicos al fin y al cabo. Pero no todos querían a los
cínicos en casa. Cuestión que
entonces se planteaba, si los cínicos componían una secta o escuela filosófica (αἵρεσις) o bien un mero modo de vida o actitud (ἔνστασις βίου). Esto es, si conformaban, como
los estoicos, epicúreos, académicos, peripatéticos y otros, una especie de
institución tutelada por un escolarca y desplegada en una sucesión de
magisterio, o bien si, prescindiendo de dichos elementos, se aglutinaban apenas
detrás de un modo particular de llevar la existencia, una empresa vital, un
plan de vida. Tal era el corset clasificatorio de aquel entonces. Diógenes
Laercio escribe que hubo diez escuelas de ética, académica, cirenaica, elíaca, megárica,
erétrica, dialéctica, peripatética, estoica, epicúrea
y cínica, y así colocaba a la última,
como a las restantes, dentro de una sucesión de escolarcas. Se dirá, al calor
de las asociaciones non sanctas –de
nuestra entera preferencia– que hacía
entrar a la secta perruna en lo que en la Argentina Francisco Romero llamó normalidad filosófica, como si dijéramos
en el canon. De estas escuelas dos fueron
las de aquellos que la historiografía bautizó como socráticos mayores (la académica de Platón y la peripatética de
Aristóteles) y cuatro las empaquetadas –con precio a la baja– con el motete de socráticos menores: la elíaco-erétrica
de Fedón de Elis y Menedemo de Eretria –tomada por una sola–, la megárica
capitaneada por Euclides de Megara, la cirenaica de Aristipo de Cirene, y la
cínica con Antístenes a la vanguardia[1].
Negar que el movimiento cínico fuera una escuela filosófica no era otra cosa
que excluir al pensamiento cínico del estatus de filosofía, escribe Goulet-Cazé
quizá exagerando la nota. El registro más antiguo de esa eventual exclusión se
encuentra en Hipóboto, cuya incierta existencia se sitúa entre finales del s.
III a. C. y finales del s. I a. C., aunque este punto de vista se prolonga
hasta el siglo IV cristiano, es decir hasta el final. Y el argumento de la
sustracción, de acuerdo a Goulet, contaba con tres pilares: uno, que el cinismo
no era una escuela filosófica porque carecía de dogmas (δόγματα); dos, porque carecía de un fin en particular
(τέλος); y tres porque rechazaba a la παιδεία
tradicional. Más concretamente, de acuerdo a Goulet, la carencia de
dogmas impedía que fueran considerados una escuela y la de un fin –lo mismo que
la resistencia a la παιδεία– los
descartaba de la filosofía. Una escuela filosófica ha menester de un conjunto de dogmas
coherentes, eso defendería el tal Hipóboto, que negaba la derivación
cinismo-estoicismo y a la vez la sucesión
Diógenes-Crates-Zenón, ya que en su esquema Crates fue discípulo no de Diógenes
sino del megárico Brisón de Acaya, y Zenón del megárico Diodoro Cronos[2],
con lo que cortaba la ligadura del estoicismo con Sócrates por esa vía,
empalmándolos por medio de Euclides. Hipóboto, que estableció nueve
sectas, consideró que cínicos, elíacos y dialécticos no componían una escuela[3].
En la medida en que el concepto de escuela o secta filosófica suponía el
ejercicio de una reflexión sistematizada y un conjunto de ideas explícitamente
articulado, parece evidente que los pichones de Diógenes quedaban fuera del mazo.
Laercio, por la contraria, mantenía la versión
que se tornó más bien oficial y hacía derivar al estoicismo del cinismo y al
cinismo de los socráticos, afirmando que estoicos y cínicos compartían un mismo
fin, la vida de acuerdo a la virtud, pero divergiendo en los medios, ya que los
cínicos seguían la senda abreviada o atajo a la virtud, prescindiendo de lógica
y física[4].
Esa habría sido la tesis formulada por el estoico del siglo II a. C. Apolodoro
de Seleucia en su Ética (Ἠθική)[5],
quien defendía la sucesión desde Sócrates por los cínicos hacia los estoicos,
probablemente establecida con antelación por Soción de Alejandría hacia
principios del siglo anterior, seguido tal vez por Antístenes de Rodas,
Sosícrates de Rodas y Heráclides Lembos, y más tarde por Diocles y Favorino
entre otros. Diógenes Laercio sí les asigna a los cínicos el estatuto de
escuela[6],
de lo que se destila en principio que para él había αἵρεσις mientras hubiera un τέλος, aunque
faltaran los δόγματα.
Las
escuelas formales, desde luego, admitían reformas; pero el cinismo más bien
debía ser interpretado, y en ese sentido menos que magistral era una filosofía
histérica. Si bien es probable que ni
Diógenes ni Crates, ni incluso Antístenes, hayan prescrito ningún τέλος específico o unitario, sí es cierto que les
fueron endosados unos cuantos. Primaba la idea, tal vez bajo el influjo de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, de que
una escuela filosófica para ser tal debía orientarse hacia un τέλος particular, determinado y distintivo. De
manera que si las mismas lumbreras de cada una no se habían encargado de
asignarlo, o se desconocía un pronunciamiento de ellos al respecto,
correspondería a la doxografía atribuirlo. Es así que ubicar el τέλος de los
caninos fue un deporte de obsesivos emprendido hasta muy avanzada la era
imperial romana, sin que se impusiera un acuerdo. Por eso Clemente de Alejandría le cuelga a Antístenes el fin de la ἀτυφία[7],
Laercio le imputa el de la ἀρετή –basándose según dice en el Heracles escrito por Antístenes–, y a
los cínicos en bloque Justino el de la ἀδιαφορία[8] y
Juliano el de la ἀπάθεια (lo que según él
equivale a convertirse en un dios)[9]
o bien el de la εὐδαιμονία de acuerdo a la naturaleza y en contra
de las opiniones[10], o en
una tercera tentativa el γνώθι σεαυτόν
o conocerse a sí mismo[11].
Ni él se ponía de acuerdo. Por otro lado uno de los Diógenes que muestra
Laercio declara anteponer la ἐλευθερία o libertad a cualquier otra cosa, siguiendo la
misma forma de vida que Heracles, así como dice en otro momento que la παρρησία es lo más hermoso de los hombres (τό
καλλίστον ἐν ἀνθρώποις)
–aunque para el Diógenes del epistolario lo más
hermoso de la vida era la εὐδαιμονία (τὸ
κάλλιστον
τῶν
ἐν
τῷ
βίῳ)[12].
De esta forma parece que o el cinismo perseguía un plexo de fines o que la
persecución de un fin puntual o de varios no lo definía en su esencia.
Otro criterio que registra
Goulet era el de considerar a una corriente como escuela de pensamiento si se
avenía a seguir, más que un sistema coherente de dogmas, un mero principio
fundado en la razón que sirviera de guía para vivir de forma
correcta.
Así Sexto Empírico mantenía una segunda acepción
de αἵρεσις
como inclinación, orientación o propósito, que más bien se acercaba a la de ἔνστασις βίου: era posible establecer la existencia de una secta
filosófica (αἵρεσις) si se detectaba en ella una conducta y un modo
de vivir particulares dependientes de un determinado principio filosófico[13]. Bajo
este esquema más benigno, Sexto permite a escépticos y cínicos ser devueltos a
la filosofía como escuelas aun careciendo de sistema o dogmas, esto es sin
necesidad de haber revestido de evidencia algo que no es otra cosa que una creencia
o principio. También Laercio apunta que, contra cierta opinión mayoritaria,
había buenas razones para considerar a los escépticos como una escuela, si se
entiende por tal cosa no el orientarse a un dogma sino la persecución de un
principio racional o el operar según razón. Desde un primer momento Laercio
separa a los filósofos en dos tipos, los dogmáticos y los efécticos, y en este
segundo grupo entrarían los de Pirrón, que reemplazaban los dogmas por la ἀσάφεια o
incertidumbre[14]. Esta división
que hace en el proemio de su obra dejaría a los cínicos, ni dogmáticos ni
efécticos, fuera de la filosofía o en un curioso limbo, cosa que resuelve de
manera implícita en el Libro VI, del que se destila que los cínicos conformaban
una escuela porque aún sin dogmas tenían por τέλος el vivir conforme a virtud. En
cambio Varrón
y san Agustín, que negaban que los cínicos compusieran una escuela, sostenían
que constituían una forma de vivir (es decir una ἔνστασις βίου) compatible con otras filosofías
de magisterio; de modo que podrían haber pululado por aquel orbe románico no solamente
estoicos-cínicos, sino epicúreos-cínicos, platónicos-cínicos,
aristotélicos-cínicos y tantos más[15]. Uno podía llevar la ἔνστασις βίου cínica y pertenecer a la vez a una αἵρεσις
hecha y derecha. Las
peculiaridades del cinismo habilitaban la existencia de estos híbridos de vario
pelaje. Como dice Agustín, había filósofos que buscaban bienes supremos
distintos e incluso opuestos y sin embargo adoptaban el estilo de vida, el
vestido y el aspecto propios de los cínicos. Aquí ἔνστασις βίου se convierte en habitus y consuetudo,
vestimenta, actitud y modo de vida, que ciertamente podían adosarse a cualquier
escuela filosófica, porque a criterio de Varrón, que clasificó nada menos que
288 escuelas en función del τέλος, los cínicos carecían de un
fin propio. Es sabido que el polígrafo itálico arrancaba
distinguiendo 4 tipos: las que buscaban el placer, la ausencia de dolor, la
combinación de ambos o los bienes primeros de la naturaleza; ampliaba la gama a
12 si dichos bienes servían a la virtud, si la virtud los servía o si eran
independientes de ella, y a 24 según si referían al interés propio o al
comunitario, lo que se multiplicaba por 2 si las opiniones eran ciertas o
dudosas, y de 48 pasaba a 96 si el modo de vivir era o no el cínico,
multiplicando la cosa por 3 si atendían a la contemplación, al compromiso
político o la asociación de ambos (de
modo que alguien que viviera y luciera como un cínico podía haber optado entre
una tonelada de fines distintos). Con este esquema casi se
podría hablar de una condición cínica,
dentro de la cual cabían una postura comportamental y una compostura aspectual,
unas maneras que no afectaban al eje doctrinario. Este punto de vista, macerado
entre el siglo I antes de Cristo y el siglo V, o sea entre Varrón y Agustín, quizá
trasluzca un intento de vaciar de contenido a la grey perruna, a la vez que una
voluntad de diluirla en el resto de las filosofías propiamente dichas. Sin
embargo en la época de Agustín todavía quedaban cínicos, pero del resto de los
filósofos apenas sobrevivían los neoplatónicos.
Las
escuelas tenían algo de monarquías: un jefe y un sucesor, un palacio o sede, y
un programa. Hubo una Academia, hubo un Liceo, y para hacer entrar a los
perros por el orificio de una aguja parece que se inventó un Cinosargo, cuya
existencia histórica como ateneo de los cínicos resulta bastante improbable. Es
que todo es incierto en esta historia: la
sucesión Antístenes-Diógenes es dudosa, la de Diógenes-Crates lo mismo, e
incierta también la derivada de Crates, en principio porque no existieron
jamás, por lo que parece, ni una institución ni un corpus concreto de obra escrita, tal como no hubo de manera
evidente una especie local o sede fundacional. El filósofo cínico, a la manera
socrática, era más un modelo de vida que un haz doctrinal: una suerte de
parroquiano genial y enigmático convertido en mito viviente y en inminente
peligro social, ídolo disolvente. Nada de programas educativos o
materias y clases escolares, sino mimesis
vital, fidelidad a una figura descollante que predicaba con el ejemplo. Haz lo que yo hago. Ni había un cuerpo
de doctrina organizado, consistente y formulado en textos teóricos, ni hay
certeza de que hayan existido un establecimiento ni sucesiones, e incluso
proliferan las sospechas en torno a la transmisión maestro-alumno. Hay en
cambio una trama de leyendas, a veces compatibles y a veces inconexas, y un
puñado rimbombante de anécdotas y pintorescos antihéroes. Personajón del
pueblo, cruza de agitador y predicador, de maestro zen y figurón de vanguardia,
un Jesucristo de la Ilustración encarnado en personal trainer, algo
así era el buen cínico. No es un coach
de claustro sino un obrero del escándalo, una personalidad, un carismático y un
activista. Menos que un maestrito con su librito, se parecía más al gurú, al
filósofo-artista y al militante: atraía admiradores y curiosos, producía
conversos e inducía a la confusión generalizada. El cinismo podría haber sido más bien una ἀγωγή, un movimiento, cuando no el común denominador de una
actitud personal o impronta individual[16].
Cinismo
e institución son palabras que no cuajan y de por sí el cínico, que aborrecía las propiedades, mal podría haberse
consagrado a izar una escuela y doctrina propias atiborradas de consignas,
tomos y volúmenes –que de todos modos no faltaron en varios casos. Cuesta
imaginar un aula de cínicos, un seminario de cinismo. Por eso es también muy
probable que hayan sido bolsiqueados disimuladamente y a mansalva, no únicamente
por los estoicos, sino incluso por los enemigos epicúreos y cuanta corriente de
filosofía helenística hubo. De ser consecuentes nada tenían que reclamar: todo es de los dioses decían. Sin
embargo el cinismo, que duró casi mil años, podría haber sido muchas cosas
distintas, multitud de cinismos, y cada cínico haberse propuesto reinventar el
cinismo, reversionarlo, reacuñarlo. El cínico podía quedar librado a la
interpretación libre, forzado a improvisar en medio de la contingencia de esa
azarosa vida sobre una escala de valores y principios que no precisaban del
estudio sino de la práctica. Por los
actos los juzgaréis. A la felicidad se llega de manera perentoria por los
hechos y los actos virtuosos, no por el pensamiento y el discurso, que dice la Epístola 21 de Crates. No hay escuela,
no hay fundador, no hay doctrina escrita en textos canónicos; hubo maestros,
figuras tutelares y pase, y ciertas reglas transmitidas en el mejor de los
casos como una suerte de ἄγραφα δόγματα
de corte puramente operativo. Hubo escucha y hubo enseñanza, transmisión más
que traspaso de mando o regencia a partir del estudio y la asistencia a clases.
Eran filósofos orejeros, como los músicos populares. Aunque, a distancia de los
psicoanalistas, quizá emprendían una transferencia con maestro, pero en la que
predominaba el acto, las obras más que la fe. No extraña que se les haya
asignado la entidad de cuasi-religión[17](quizá
una orden religiosa sin religión y sin reglas). Otra vida filosófica es
posible, fuera de las aulas y de las escuelas, sin cartapacios ni papiros. A
los saltos por un bizcocho y con la lengua a flor de piel. Sin reputación, sin
alumnos, sin nada: solo contra todos y sólo
contra todos. Una vida filosófica experimental sujeta a la inventiva al paso.
En las cartas Diógenes es
definido bien como un profeta de la ἀπαθεία, bien
como un general que guerrea contra las pasiones humanas o bien como un
libertador de todos los males[18].
He aquí el santo de la espada griego, el Libertador General, un San Martín que ladra. Si el cinismo –como el
peronismo– es un movimiento o una ἀγωγή (un perronismo
digamos), el General Diógenes más que un maestro, ejemplo o modelo, sería un
conductor, un ἀγωγός, un guía (el primer
trabajador o ἐργάτης, la luminaria del ἔργον y el πόνος, el gran esforzador para quien la única
verdad es la realidad, τὰ ἔργα –y así la
diferencia entre cinismo y diogenismo podría remitir a la de peronismo y
justicialismo). Y de hecho se conocen dos cínicos –ficticios o históricos–
llamados κυνουλκός o conductor de perros:
Carneo de Mégara y Teodoro alias Κύνουλκος –Perrero según la traducción de Gredos y que
es quien menciona al anterior en la obra de Ateneo El banquete de los eruditos. Diógenes tranquilamente puede enrostrarles a sus víctimas ustedes son un mal porque no aprenden de mí
(κακόν καθ'
ὑμᾶς, καὶ μὴ παρ' ἐμοῦ μανθάνειν). Está claro que el cinismo llama a la imitación
(μιμέομαι) o la emulación (ζηλόω)[19]y
podría ser que el discípulo canino lejos
de un sucesor fuera apenas un ζηλωτής, un emulador, admirador o seguidor,
siendo que el maestro menos que dogmas y principios propios de una doctrina,
vendría a entregar en todo caso un χαρακτήρ: una personalidad, un estilo, un
carácter. Pero si el asunto era la μίμησις ¿a quién había que imitar? ¿A
Diógenes, al perro, a la naturaleza, a Heracles, al cínico de cercanía? Salta a
la vista que los Zenón, los Cleantes o los Crisipo, dentro del estoicismo
romano, ya no tenían ni remotamente un peso equiparable al que tuvo, dentro del
coto cínico a lo largo de su historia, el proverbial Diógenes, y que la vida a
imitación de él cundía como ejercicio de iniciación. Y dado que lo que se
conoce de la sucesión entre los cínicos se agota en las dos generaciones que
heredaron a Crates en torno al primer siglo III, la pregunta es después de ahí
cómo se convertía alguien en filósofo perruno, cómo se transmitía el cinismo.
Si el nuevo candidato debía basarse mucho más en los textos, contaba además con
el problema extra de que el corpus
escritural circulante sobre el cinismo y sus fundadores en buena medida, o en
mayor medida, no había sido producido por filósofos del paño y menos por los
primeros. Las epístolas apócrifas atribuidas a Crates y Diógenes, que
comprenden varias centurias a partir de los dos últimos siglos de la vieja era,
dejan ver que la referencia magistral seguía en manos de aquellas figuras
antiguas y que el enseñante cínico concreto no tenía otra función que la de un
pálido instructor o guía de autoridad bibliográfica que transmitía la
ejemplaridad de las personalidades tutelares legendarias. Pero la forja del
carácter, a base de entrenamiento –renuncia, fortaleza, independencia, pobreza
y tales–, podía no implicar la aspiración a convertirse en un clon de Diógenes,
y es ahí donde despunta el imperativo del παραχαράττειν –falsificación, remarcación o
sobreimpresión del χαρακτήρ– vinculado en principio al cuño de
la moneda, que podía implicar también alterar la marca o incisión ya no del
circulante monetario o de los valores sociales, sino de los rasgos peculiares
que el precursor fijaba. Por lo demás una flamante tesis rubricada por Julien Decker revela que no hay ninguna prueba contundente
de que Antístenes, Diógenes y Crates se presentaran como ejemplo o modelo a
imitar, ya que los registros del cínico bajo el papel de παράδειγμα aparecen explícitamente recién en Epicteto, en el
Demonacte de Luciano y en el Heracles aducido por Juliano[20], lo que
prueba que el generalato diogénico era una charretera póstuma. En este orden el cinismo bascula
entre el wannabe y el traditore y así la afirmación de Enómao
de Gadara, que el cinismo no es ni
antistenismo ni diogenismo (ὁ Κυνισμὸς οὔτε Ἀντισθενισμός ἐστιν οὔτε Διογενισμός) se
ofrece, allá por la segunda centuria cristiana, como alternativa polémica al
cinismo de los hacedores de las presuntas cartas de los popes fundacionales. Lejos de este espíritu
evangélico que se empeña en congregar según la remota autoridad de Diógenes o
Crates, el cinismo como tal resiste a los intentos de normalización
filosófica, dice Decker, porque es ejemplaridad y escándalo, la norma universal e
inalcanzable y el estado de perpetua excepción. Si los cínicos del futuro toman
a Diógenes de modelo, él podía en cambio delegar el paradigma en los médicos o
los pilotos. Sócrates era un incordio porque problematizaba a través del
análisis y las preguntas, y Diógenes por el escándalo de sus acciones; pero
ambos cristalizaron en vidas ejemplares. Sin embargo el Sócrates platoniano
buscaba subvertir la cultura del ejemplo y en vez de colmar de conocimiento o
llevar a emular a los grandes hombres o personajes mitológicos, buscaba hacer
confrontar al educando con el vacío de su deseo[21],
como si fuera un lacaniano prematuro.
El término αἵρεσις, finalmente, además
de aludir a una escuela de pensamiento, secta o sistema de principios,
significaba también una elección y
sin ir más lejos derivó en una herejía.
En este sentido, y así parece que lo entendió Diderot, cabe conjeturar que el
cínico era un filósofo que gozaba de independencia de criterio y no se sujetaba
a optar por un canon recortado o una compañía facciosa, que podía cortarse solo
o servirse de fuentes múltiples como un sincretista o ecléctico que rapiñaba
acá o allá, ya que para él nada era propiedad de nadie, cualquier lugar servía
para cualquier cosa y cualquier cosa para cualquier otra. Todo está en todo. Y
sobre todo si se tiene en cuenta ese mandato de Diógenes notificado por Laercio,
que prescribe más bien no pertenecer ni participar y no embarcarse en las
empresas para las que se estaba preparado. El cínico, lo vio Luciano, sólo
estaba presto para trajinar entre multitudes, pero a condición de ser un
completo solitario, como un antecesor pordiosero, estridente y aguerrido del flâneur baudelairiano, aquel indolente
príncipe del anonimato que hacía del mundo entero su familia[22].
Si las sectas o escuelas filosóficas no
eran más que herejías, el cínico podría aparecer al contrario como el único
filósofo que peregrinaba por la senda de la rectitud –que no era otra que el atajo. El cinismo como la única vía
directa para la vida filosófica. De esta curiosa hipótesis Michel Foucault
extrajo algunas conclusiones rutilantes.
[1] Laercio, I 13-14.
[2] Id., VI 85; VII 25. Laercio no aclara si Hipóboto negó que Zenón
también fuera discípulo de Crates. Rechazó además que Menedemo fuera alumno de
Equecles y argumentó que lo era del epicúreo Colotes de Lámpsaco.
[3] Id., I 19. Hipóboto habría escrito dos obras: Sobre las sectas (Περὶ αἱρέσεων)
y Registro de filósofos (Τῶν φιλοσόφων
ἀναγράφή). Hubo otros autores de
una Περὶ αἱρέσεων:
Panecio, el académico Clitómaco, Eratóstenes
y el epicúreo Apolodoro (cf. Laercio, II 87; id., II
92; id., I 60; Suda t. II, p. 403 Adler).
[4] Laercio, VI 103-4.
[5]
Id., VII
84; VII 121.
[6]
Id., VI 103.
[7] Misceláneas II 21; ibid. 130, 7.
[8] Apología II 3, 7.
[9] Discursos XII 192 a.
[10] Ibid. XIII 193 d.
[11] Ibid. IX 8, 188 b-c.
[12] Laercio, VI 71; id., VI 69; Ps.-Diógenes, Epístola
37.
[13] Esbozos pirrónicos I, VIII 16-17.
[14] Laercio, I 16 y 19-20.
[15] Agustín de Hipona, La ciudad de Dios XIX 1, 2-3. Dice que
Varrón lo formuló en De philosophia.
[16] Diógenes Laercio
utiliza la expresión τὴν κυνικὴν ἀγωγήν –el movimiento
cínico o conducta– al comentar la adopción del vestuario y los aparejos de la
secta por Bión (cf. IV 51). Hipóboto
sin embargo al establecer sus nueve escuelas parece que no distinguía entre αἱρέσεις y ἀγωγαί, de modo que
dejaba afuera al cinismo también como movimiento.
[17] J. Ferguson, Moral values in the
Ancient World.
[18]
Ps.-Diógenes, Epístolas 5 y 21; Ps.-Crates, Epístola
7.
[19] Ps.-Diógenes, Epístolas 36 y 14; Ps.-Crates, Epístolas 19 y 35.
[20]
Julien
Decker, La normalisation du Cynisme dans
ses usages philosophiques antiques.
[21]
Id., ibid.
[22] Laercio, VI 29; Luciano, Subasta de vidas. Cf.
Baudelaire, El pintor de la vida moderna.
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