Quien
sea capaz de echarse una ojeada por los textos de los apologetas y padres de la
Iglesia llegará a la conclusión, seguramente, de que los cristianos hicieron
del legado cínico una recepción y un usufructo como mínimo ambiguos. Notará
cómo algunos de ellos, incluso, cambian de enfoque de un escrito a otro sin el
menor empacho, cuando no a renglón siguiente. Así como los cínicos
contemporáneos eran cabezas de turco, los cínicos clásicos eran, por lo visto,
chivos expiatorios, pero como modelos dobles de lo peor y lo mejor de la
tradición griega. Es como si el archivo de los cínicos hubiera dejado un poco
desorientados a los capitostes de la Iglesia. Y no era para menos, aquel museo
de la anécdota era confuso y contradictorio de por sí y desde el vamos:
Diógenes era el abanderado de la pobreza voluntaria, el ascetismo y el
autocontrol, a la vez que un clarín escandaloso de la desvergüenza y la
indiferencia. El cinismo, parece, juega de una manera tal en las luchas entre
cristianos y paganos, que unos y otros acuerdan a menudo en las críticas y el
diagnóstico; pero los cristianos llegaban a verlos como la evidencia palmaria
de la degradación del helenismo y los paganos, por la inversa, como los
cómplices o los antecesores de la decadencia que el cristianismo irradiaba en
la sociedad. Se pasaban la pelota unos a otros. La impresión es que los cínicos
eran una bisagra entre dos mundos, que el lento desangrado de la Antigüedad
hacia la Edad Media es en parte el auge, expansión y decadencia del cinismo, un
fenómeno de transición que dura poco menos que un milenio.
Bajo el Imperio romano los cerebros de la
Iglesia bascularon entre el desprecio y el reconocimiento de la filosofía, lo
que es decir que el cristianismo podía ser una antifilosofía o bien la
verdadera filosofía, la superación de la filosofía pagana: Taciano, Tertuliano
y más tarde Lactancio estaban entre los primeros; Clemente, Orígenes, Basilio,
entre los segundos. En ciertos textos cristianos la filosofía suele aparecer
como una prueba de la caída del politeísmo en la impiedad atea más rotunda o
como una falsa sabiduría, y los cínicos, rivales para colmo en la disputa por
la clientela, la masa popular, entraban como anillo al dedo, una vez más como
cabezas de turco, ahora de un movimiento que difícilmente podía blanquear así
como así las abundantes deudas que tenían con ellos, de los que habían extraído
buena parte del know-how. Del
expediente griego eran, para los cristianos, a la vez lo más lejano y lo más
cercano, algo tan ominoso como lo más extraño y lo más familiar, y reaccionaron
al ritmo de las diástoles y sístoles de la atracción y la repulsión. La vida
sexual de Antístenes, Diógenes y Crates era inadmisible hasta la horripilación.
Pero incluso las banderas de la πενία y la ἄσκησις no
convencieron a algunos de ellos. Demasiado tajante ese rechazo a las riquezas
para la ingeniería social de la Iglesia, urdido para la foto, para la gloria,
hundido en la inmanencia. Una renuncia programática que se redoblaba en
ostentación de la pobreza, haciendo alarde de los harapos como pura
provocación. En cuanto al ascetismo, les pareció o demasiado duro o demasiado
concesivo. Una gimnasia meramente corporal que sólo los redimía en la diaria,
como inútiles copias de Sísifo, o un entrenamiento ridículamente prohibitivo y
vano. Los cínicos, que habían aparecido con la decadencia de Atenas y la
irrupción del Imperio macedónico, volvieron a tomar envión con el paso de la
República romana al Imperio, aunque es probable que les encaje aquel sonsonete
que se debe a Marx sobre una tragedia acaecida que se repite como farsa. Los
cínicos del rebrote romano se tuvieron que topar con un enemigo nuevo que al
final los sacó de la historia entre el combate directo, el armisticio y la
asimilación. Pero ellos no podían ser más que ciudadanos del cosmos en la forma
de átomos apátridas, aunque dejaron en parte de ser lumbreras individuales para
prosperar más bien en manojos de tribus urbanas o endebles sectas. Los
cristianos les coparon en buena medida el granero, la crítica social de la
diatriba, el moralismo de la franqueza, el sacrificio ascético y la vocación
por la pobreza; pero también saquearon entre otras las arcas de estoicos y
platónicos como para hacer lo que nunca quisieron hacer los cínicos, un Estado
paralelo, una comunidad de los sabios, la Iglesia, la Ciudad de Dios. Como
ciudadanos del ultramundo lograban lo que aquellos ciudadanos del mundo no
pudieron más que proponer casi como un chiste autoirónico. El cinismo fue una
tecnología ética para una sociedad esclavista, el cristianismo una tecnología
político-religiosa para una sociedad que se encaminaba hacia el feudalismo.
Convendría parar la oreja cada vez que el cinismo regresa, no sea que con él estén
regresando bajo el disfraz que fuere algunas de las condiciones que lo hicieron
posible.
Hacia el siglo II los cristianos
recibieron de parte de los paganos un conjunto de imputaciones similares a las
que venían siendo dirigidas a los cínicos: impiedad y ateísmo, practicar la
comunidad de mujeres, canibalismo e incesto. El filósofo converso y apologista
cristiano Atenágoras de Atenas, allá por los años 177 o 178, envía al emperador
Marco Aurelio y su hijo, enemigos declarados y perseguidores oficiales, una
defensa del cristianismo ante las acusaciones de incesto, antropofagia y ateísmo
que los conducían al martirio[1]. De lo mismo da cuentas Teófilo
de Antioquía, que
habla de «las bocas ateas de ciertos
hombres ignaros que emiten discursos vacíos calumniándonos a nosotros que somos
religiosos y nos llamamos cristianos» (θεοσεβεῖς καὶ χριστιανοὺς καλουμένους): «dicen
que tenemos a nuestras mujeres como propiedad común a todos, que nos unimos
promiscuamente, más aún, que mantenemos uniones carnales con nuestras propias
hermanas, y, lo más ateo y cruel de todo, que nos alimentamos de carnes humanas»[2]. Pero Teófilo,
pagano converso de formación helenística, da vuelta la torta y argumenta que
ellos, los paganos, cuando quisieron escribir sobre lo sagrado (σεμνός) no hicieron más que enseñar la práctica de la
lascivia (ἀσελγεία), la fornicación (πορνεία), el adulterio (μοιχεία) y demás indecibles abominaciones
(στυγητὰς ἀρρητοποιΐας). Le basta con echar un vistazo a
esas inconfesables uniones y sacrílegas comilonas que Homero o Hesíodo cuentan de los dioses griegos: Cronos devorando a su hijo, Zeus a
Metis o casándose con Hera su hermana y demás aventuras de Hefestos, Afrodita,
Dionisos, Atenea e tutti quanti. Y
con respecto a los que «se extraviaron en
el coro de la filosofía» expresa que incluso el más serio de ellos, Platón,
en la República propone la
colectivización de las mujeres, además de que Epicuro recomienda copular con
madres y hermanas, lo mismo que Zenón, Cleantes y Diógenes, en cuyos libros
enseñan que los padres deben ser cocinados y comidos por los hijos y que los
que se negaran a hacerlo deberían ser parte del almuerzo a su vez (y sin contar
los episodios de antropofagia filicida que describe aquí y acullá Herodoto).
Teófilo se pasea a sus anchas por la cultura helénica mostrando la decadencia
de lo sacro expuesta por los filósofos de todo pelaje, sofistas, atomistas,
escépticos, y así remontándose hasta el propio Pitágoras, que como Platón, creía
que el alma del humano podría transmigrar y terminar afincada en un burro, un
lobo o un perro. La conclusión que se extrae es que la poesía, la filosofía y
la mitología helénicas son el muestrario más cabal de la impiedad y el ateísmo
y de aquellos pecados que los propios paganos cargan en la cuenta de los
seguidores de Cristo.[3]
El diagnóstico de Teófilo no desentona con
el ataque integral dirigido hacia la filosofía que llevó adelante por ese
entonces Tertuliano, quien daba un detalle de las variadas miserias de los
más famosos filósofos, rehenes de sus consabidas anécdotas. Tal era para él el
caso de aquel Diógenes que andaba con un farol, ejemplo de cómo destruían a los
dioses esos filósofos que «ladran a los
príncipes» (principes latrant).
Diógenes, al que evoca yaciendo ardorosamente con Friné, su puta (meretricem Diogenis dice),
era del mismo modo un ejemplo de concupiscentia
y no de pudicitia, pero tampoco de probitate sino de superbia cuando lo describe hollando con los
pies embarrados los soberbios lechos de Platón con otra soberbia (Diogenes superbos Platonis toros alia
superbia deculcat). Un cristiano, remata Tertuliano, no se enorgullece de
los pobres (Christianus nec in pauperem
superbit).[4]
La respuesta de Teófilo parece poco
rebatible, una buena estocada por contragolpe. Sin embargo corría por esa época
otro tipo de cargo en común de índole bastante diferente. El sofista
Elio Aristides, apenas pasada la mitad de dicho siglo, da un sobreentendido retrato
de los cínicos al describir a los enemigos del helenismo, cuya larga suma de
males compara con aquellos «impíos de
Palestina». En un escrito que tenía el fin de componer las cosas entre
Platón y la retórica, les consagra unos largos párrafos en los cuales son
presentados no solamente como enemigos de los refinados modales del arte
retórico sino como okupas de aquello
que el divino ateniense supo edificar, la filosofía. El ninguneo es claro,
Aristides jamás los nombra; pero el cuadro que traza los deja en evidencia.
Dice de ellos que usufructúan la filosofía, el
más hermoso de los nombres (τὸ
κάλλιστον τῶν ὀνομάτων),
como quien se apropia de una butaca en el teatro; que son los usurpadores del
buen nombre de aquella creación de Platón cuyo significado desconocen por
completo porque confunden filosofar con envidiar (τῷ δὲ
φθονεῖν
φιλοσοφεῖν)
y en vez de amar la belleza y el buen uso del discurso, desprecian la παιδεία,
piedra basal de la filosofía, que de
acuerdo a Platón sólo podía
ser empuñada por unos pocos. En cambio esta
gentuza no hace más que rondar por los vestíbulos
(προθύροις) entrando en
trato menos con los amos (δεσπόταις) que con los porteros (θυρωροῖς), y se
consagran a injuriar a todo el mundo, examinar (ἐξετάζουσιν)
a los demás sin hacerlo sobre sí mismos,
disparar más solecismos que frases coherentes, ensalzar la virtud sin
practicarla e irla de filántropos sin prestar ayuda a nadie y maltratando a
todos. Elio Aristides pone el foco en el modo de manutención de esta gente y dice
con gracia que crearon una forma novedosa de concebir la μεγαλοψυχία
o magnanimidad: a saber, no realizando generosas dádivas sino entendiendo que
son merecedores de recibirlas. Por eso al robo (ἀποστερεῖν) le llaman compartir
(κοινωνεῖν)
y al estar necesitados despreciar los bienes (τῷ
δ᾽ ἀπορεῖν ὑπερορᾶν χρημάτων)[5], y creen
que la desvergüenza (τὴν
ἀναισχυντίαν) es libertad
(ἐλευθερίαν), que ser
odiosos (τὸ ἀπεχθάνεσθαι)
es hablar con franqueza (παρρησιάζεσθαι) y que ser
filántropo no es más que recibir (λαμβάνειν
φιλανθρωπεύεσθαι),
de manera tal que aceptan los donativos pero los toman entre insultos (λαμβάνοντες
δὲ λοιδορεῖν). Ejercen la
adulación pero la subsanan con la desvergüenza
(ἀναιδείᾳ
τὴν
κολακείαν ἐπανορθούμενοι),
porque engañan como aduladores pero insultan como
si fueran de un rango superior (ὡς
κρείττονες) y pese a ser doblegados por un mísero
óbolo se creen no inferiores a Zeus (Διὸς οὐδὲν χείρους) y tienen así
el tupé de presentarse como portadores de un
cetro (σκηπτοῦχος). No creen
en los dioses (τοὺς
κρείττους) y por eso escapan de todo lo que es
superior (πάντων τῶν κρειττόνων)
y de todo lo helénico. En conclusión, escribe
Aristides, padecen a la vez los dos males más extremos y contrarios, la bajeza
(ταπεινότης)
y la arrogancia (αὐθάδεια),
«siendo en sus modos semejantes a los
impíos de Palestina» (τοῖς ἐν
τῇ Παλαιστίνῃ δυσσεβέσι παραπλήσιοι
τοὺς
τρόπους).
Tales incrédulos no podían ser otros que
los cristianos, y los colegas susodichos los practicantes de la vida cínica,
que por lo visto tampoco merecían ser llamados por su nombre. Para Elio
Aristides no eran más que zorras que se escondían debajo de un león, o un
Tersites que se hacía llamar Narciso o Jacinto: débiles, cobardes y malvados,
zánganos, monos y sombras de muertos, mosquitos que zumbaban en la oscuridad,
unas fieras que en definitiva debían ser expulsadas de las ciudades.[6]
Por entonces y ante semejantes avales
comunes varios campeones de la ortodoxia cristiana se sacan el fardo y se lo encajan
a los heresiarcas. Ireneo encuentra en los valentianos, herejes de inspiración
gnóstica, una desviación cínica relativa a la indiferencia en torno a los
alimentos y demás cosas[7]. Hipólito de Roma (o Pseudo-Hipólito) ve una perversión cínica del cristianismo
en los encratitas, que bebían solamente agua, no comían alimentos de origen
animal, se prohibían casarse y se consagraban a la vida ascética más rigurosa. «Deberían –dice– ser considerados cínicos más que cristianos» (μᾶλλον Κυνικοὶ ἢ Χριστιανοὶ)[8], y algo
similar concluye de otros heterodoxos como Marción y Taciano: al segundo achaca
haber vivido un modo de vida cínico[9]y al
primero haber fundado una escuela de locura que caminaba hacia ese modo de vida[10]. Pero Taciano,
enemigo declarado de todo lo griego, no habría podido recibir tal paralelismo como
un halago, ya que fustigó a los cínicos señalando a la αὐτάρκεια como
una impostura y lanzando que se rebajan a seguir a un animal como el perro por
no conocer a Dios, entre otras apostillas a la orden.[11]
Un escenario similar al que describe
Aristides aparece a mediados del siglo III en el Contra Celsus de Orígenes, que responde a los ataques que hiciera unos
80 años antes el filósofo judío Celso a la religión cristiana. Por la
contraria, Orígenes se amparó en los cínicos para defender a los suyos de Celso,
que en tácito pendant con Elio
Aristides los acusaba de mendigar y engañar a las gentes en los mercados (ἀγοραῖς) y jamás
apuntar la prédica evangélica a los φρονίμων ἀνδρῶν, a los
juiciosos o inteligentes y demás bienaventurados, sino a una panda de
adolescentes, de esclavos y de tontos. Celso los inculpaba de ser indignos de
persuadir a otro público que la plebe más ignorante que se agolpaba en las
calles, es decir que los ubicaba allí donde otros delataron a los cínicos
haciendo de las suyas. Pintaba al público
cristiano, a fiarse de Orígenes, como «una
pandilla de muchachones, de gentuza arruinada o muchedumbre entontecida» (μειράκια καὶ οἰκοτρίβων ὄχλον καὶ ἀνοήτων ἀνθρώπων ὅμιλον). Pero
los cínicos, recuerda Orígenes, no tenían ningún empacho en conversar de igual
manera con cualquiera y tomar de interlocutor a todo el mundo, y así, agrega, deben
actuar los cristianos. «Los mismos
filósofos desearían por cierto congregar tan gran número de oyentes de
discursos que exhortan al bien; así lo han hecho señaladamente algunos cínicos,
que se ponen a conversar en público con los primeros con los que se topan. ¿Es
que también se dirá de ellos, por no reunir como auditorio a los que pasan por
instruidos, sino que convidan y juntan a gentes de la calle, que se parecen a
los charlatanes que exhiben en las públicas plazas sus artes abominables y
hacen así su agosto? Pero ni Celso ni ninguno de los que piensan como él
pondrán tacha en quienes, según lo que ellos tienen por amor a la humanidad (φιλάνθρωπον), dirigen sus discursos aun a las gentes comunes
(ἰδιωτικοὺς δήμους).[12]» Aquellos
que se hacen ver despotricando por el ágora a cambio de mendrugos y aquellos
cínicos filantrópicos con las agallas suficientes como para reunir a los ἰδιωτικοὺς δήμους en torno a un λόγος que exhorta al bien (λόγων ἐπὶ τὸ καλὸν παρακαλούντων) son dos
cosas muy diferentes.
Como se ve, Orígenes omite que la misma
crítica sí les fue endosada a los perros pese a provenir de una secta surgida
de la Hélade. Lo cierto es que bajo el plan general de demostrar que el
cristianismo no es inferior sino superior a la filosofía, e incluso más afín al
platonismo que la propia religión pagana y tanto como para convertirlo en
popular, Orígenes sale al cruce de las invectivas de este filósofo al que señala
como epicúreo. El retruque de Orígenes deja ver cómo el cristianismo se
mostraba capaz de superar las limitaciones de Platón y Diógenes no sin
amalgamarlos y sintetizarlos. Lo curioso y que viene a cuento es que Orígenes
se desentiende de la repetida descripción que venían dejando los intelectuales
romanos sobre los cínicos del presente, rompe lanzas en favor de ellos y recoge
el guante de cara a defender a su gente. Un platonismo para el pueblo, que
diría Nietzsche, es un platonismo filtrado por Diógenes, y no es posible
implantarlo bajo las formas de la religión pagana. Por lo demás Orígenes
defiende los votos de pobreza de Crates y Diógenes entre otros filósofos[13]; sin
embargo al compararlos con los profetas de Judea, no duda en considerar que la εὐτονία o el vigor
de Antístenes, Diógenes y Crates equivalían a un simple juego infantil (παίγνιον). La inspiración divina de los profetas y su
amor por la verdad y la libertad los volvió intrépidos ante una adversidad
mucho más terrible, tal como los pinta errando por desiertos, cuevas y montes
vestidos con pieles de cabras y ovejas y siendo apedreados, mutilados o pasados
a degüello[14].
Sin embargo la empatía de Orígenes no iba a ir muy lejos; tan es así que en las
Homilías sobre el éxodo pone que los
cínicos, cuya secta compara con los tábanos, entre otras iniquidades y
engañifas predicaban el placer y la lujuria como bien supremo[15]. Hasta
ahí llegó mi amor.
Clemente de Alejandría, nacido a mediados
del siglo II y muerto alrededor del año 215, precedió a Orígenes en el
ejercicio de tomar como apoyo a los cínicos, incluso con la misma y ambigua
parcialidad. Clemente leyó a Diógenes, Antístenes y Crates –extrajo de hecho
citas que atribuyó a las tragedias de Diógenes– y lejos del espíritu radical de
Tertuliano una y otra vez ubicó como ejemplos nobles a los tres popes de la
secta. El Diógenes que le dice al futuro amo que se compre un hombre es para
Clemente un valor en la lucha contra el afeminamiento[16]. Encuentra en él a un combatiente
enfrentado a ese tipo de vida muelle que traen la lujuria y la delicadeza (ἡδυπάθεια, λιχνεία, τρυφή) propias del amante del placer (φιλήδονος) y el afeminado (ἄνανδρος). «Esos tiernos maricones sometidos al placer carecen de
voluntad para esforzarse en obra alguna por liviana que sea»,
habría escrito Diógenes en cierta tragedia[17].
También
cita la anécdota de aquel malvado (μοχθηρός) que había
puesto un cartel en la puerta de su casa que rezaba Heracles, glorioso vencedor, habita aquí, que ningún mal entre, a lo que el Perro respondió «¿Y cómo entrará el dueño de casa?». Ante aquel desdichado, Diógenes
ejemplifica al hombre
sobrio (νήφοντες)[18]. Clemente
saca a relucir a Antístenes, a quien parece estimar como piedra basal del
cinismo[19], aunque
no deja de aclarar que lo invoca como socrático y no como cínico: «¿Pertenece el siguiente dogma a Antístenes
el cínico? No, viene de boca de Antístenes criado en la escuela de Sócrates.
“Dios no se parece a nada”, dice: “por eso es imposible que una imagen lo dé a
conocer a nadie”».[20] Incluso
establece en otro lado una correspondencia con la profecía de Isaías: «Escuchemos a Antístenes, él comentará la
palabra de la Escritura: “¿A quién me compararéis, dice el Señor?”. “Dios
–exclama el discípulo de Sócrates– “no se parece a nada y ninguna imagen puede
darlo a conocer a nadie”»[21]. También
recuerda que Antístenes terciaba por la ἀτυφία,
modestia o falta de orgullo[22],
y aprueba la condena
que hizo de Afrodita como vicio de la naturaleza. «Estoy de acuerdo con Antístenes cuando dice:
“Si pudiera apoderarme de Afrodita, la atravesaría con mis flechas. Es ella
quien, entre nosotros, corrompe a un gran número de mujeres buenas y hermosas.
El amor es un vicio de la naturaleza; los desdichados a quienes apresa llaman a
Dios la enfermedad que los atormenta.” Esto nos muestra que los más inexpertos
sucumben por ignorancia a la voluptuosidad, cuyas inspiraciones no debemos
seguir, aunque se llame diosa, es decir, aunque nos la haya dado Dios para servir
a la generación.[23]»
«Antístenes prefería volverse loco ser
capturado por el placer», agrega[24].
En esa aparente gesta común contra la voluptuosidad (ἡδονή),
contra el erotismo hedonista, ofrece también tres citas de Crates de Tebas: «La rutina de fortalecer el alma os
engrandece. No os dejéis esclavizar por el oro ni degastar por el eros
anheloso, esos compañeros de viaje de la soberbia»[25];
«Los que no son siervos de los placeres
burdos aman la libertad y la realeza inmarcesible»[26];
«El hambre es el sedante para los
impulsos sexuales desenfrenados; y si no, la cuerda».[27]
Para Clemente los
que llevaban el sambenito de esclavos del placer eran los cirenaicos y
epicúreos, no los cínicos[28].
Pero el cristianismo pretendía llegar a las clases pudientes y se encontró con
el problema de que, como se decía que ningún rico llegaría a los cielos, no era
poca la gente de buen pasar que abandonaba cualquier intento de ingresar a la
Iglesia. Ante tal intríngulis Clemente debió salir al cruce de los cínicos y
fue así que argumentó que
Crates había abandonado el peculio para beneficiarse del renombre y la gloria[29]. Para
peor, en las Homilías acusó a
Antístenes de no deponer el adulterio y a Diógenes de acostarse con Laide como
recompensa por llevarla a cococho. Es decir que los reubicó al lado de
Aristipo, en este caso junto a Crisipo, Zenón y el mismo Sócrates, entre los
filósofos promiscuos.[30]
El que continúa a principios del siglo IV
con el rechazo férreo a los filósofos es Lactancio. En Instituciones divinas, un libro escrito en el año 305, denuncia a
la filosofía indicando abiertamente que los filósofos predican una cosa y hacen
otra, que son inútiles que viven sin llevar nada a cabo excepto hablar, que
para eso inventaron el arte de la filosofía: para ejercitar la lengua y
enajenar el alma. El sayo, por cierto, cabía de la misma manera en los cínicos,
que para él componían una secta que no enseñaba la virtud, porque si bien contaba
con preceptos honestos pocas veces los cumplía, y además cuando los cumplía se
encaminaba al bien no por disciplina sino por naturaleza (non disciplina eos ad rectum, sed natura producat). La naturaleza,
escribe Lactancio, también conduce a cometer buenas acciones a muchos
ignorantes y de ningún modo es la vía de la verdadera sabiduría, esto es de la religión
cristiana. «No extraña –agrega– que copularan en público si imitaban a los
perros.[31]»
Lactancio entiende que los cínicos se orientaban a la virtud, pero por el
camino equivocado del κατὰ φύσιν
que los conducía a la desvergüenza. La imitación de los perros no era la
imitación de Cristo precisamente.
Medio siglo después, alrededor del año 361,
el arriano Eunomio confrontó al pasar a Diógenes, que corregía usando el bastón
como argumento, con Pablo que lo hacía con paciente dulzura, y dejó en claro
esa filosofía de los cínicos estaba muy lejos del cristianismo[32]. Mucho más
avenido fue Basilio de Cesarea, uno de los Padres que
buscaron conciliar lo helénico y la filosofía con el cristianismo, que unos
pocos años más tarde, en torno al año 370, escribió un texto en el que
interpelaba a los jóvenes cristianos sobre cómo se debía operar con el acervo
helénico. Los convoca al desafío de atravesar el camino de la παιδεία griega y
leer los clásicos gentiles como un ejercicio que el ojo del alma realiza entre
sombras y espejos, como se ve el sol reflejado en el agua, como una propedéutica,
en definitiva, para aquellos que por razones de edad aún no están del todo
preparados para mirar directamente a la luz, la luz de las Sagradas Escrituras.
Deben, como Odiseo ante las Sirenas, taponarse los oídos, despejar el veneno de
la miel, quitar las abundantes espinas de los malos ejemplos que allí cunden,
para que quede despejada la rosa que es la virtud. La
cultura griega es la flor, dice Basilio, pero el joven lector cristiano debe
ser la abeja que liba en ella la miel de la ἀλήθεια y de todo aquello que concierne al cuidado del alma (ψυχῆς ἐπιμέλειαν) y a
su provecho (ὠφέλεια); los demás seres, que de la flor apenas pueden oler el perfume o regocijarse del
colorido, son aquellos que se dejan llevar por el mero placer
del texto (λόγων ἡδονῆς),
similar a los placeres del tacto y el gusto (ἁφῇ καὶ γεύσει ἡδονάς). El adolescente lector
cristiano debe hacer de la lectura una catarsis del alma (κάθαρσις δὲ ψυχῆς). Basilio baraja
un puñado de ideas ligadas a las que defendían los cínicos, aunque ciertamente contaminadas
de platonismo. El cristiano de Basilio también es un atleta hercúleo de la
virtud: la ἀρετή,
dice, es el único bien inembargable, en esta
vida y en la otra, y el cristiano debe ser un atleta cuya vida igualmente
consiste, como en aquellos que aspiran a los laureles olímpicos, en prepararse para competir y después de competir
volver a prepararse para volver a competir, aunque el fin sean las mieses de la
vida eterna, y debe como Heracles seguir el camino de los trabajos fatigosos y
de riesgo. También como el cínico, entiende que se debe repudiar el qué dirán
de la δόξα y la muchedumbre y que la filosofía que vale es la que se mide y contrasta en las obras o
actos, no en las palabras. Basilio evoca a aquel
filósofo que, no defendiéndose cuando fue golpeado a trompadas en la jeta por
un iracundo, se hizo grabar en la frente, una vez que acabó la golpiza, el
nombre del agresor. Aunque en su versión el héroe de la anécdota es Sócrates y
nos los cínicos, asocia la actitud del protagonista con aquello que predicaba Jesucristo según Mateo: el
poner la otra mejilla[33]y el rezar por el bien del enemigo, bendecir al
que nos maldice y hacer el bien a los que nos odian[34]. También
pone en boca de Pitágoras la anécdota atribuida por otros a Crates. Sería en
este caso Pitágoras el que le lanzó una reprimenda a un discípulo demasiado
hinchado por un exceso combinado de gimnasio y comida que convertía a su cuerpo
una sólida cárcel, lo que le sirve a Basilio para atacar el desmedido cuidado
del cuerpo. Los ejercicios cristianos son, como los estoicos, básicamente de
corte espiritual, no las pruebas de resistencia al frío estatuario o a las
arenas ardientes del sinopeo, ni el footing
tebano. De Diógenes cita el repudio de la coquetería aparatosa en el peinado y
las ropas (κουρὰς δὲ καὶ ἀμπεχόνας), que el Perro juzgaba propio
de desgraciados (δυστυχούντων) y delincuentes (ἀδικούντων). El emperifollarse
a lo farolero (καλλωπιστὴν),
escolia, es tan vergonzoso como el adulterio y la fornicación con putas[35]y nos
convierte en un φιλοσώματος. Lo mismo
admira en Diógenes «el uniforme desdén
hacia todas las cosas humanas» (πάντων ὁμοῦ τῶν ἀνθρωπίνων ὑπεροψίαν), en
virtud del cual se consideraba más rico que el Rey por tener menos necesidades.
Claro que Basilio aminora ese desprecio a las riquezas: el buen cristiano
simplemente no debe desear la riqueza no se posee, pero no tiene la obligación
de desprenderse de ella; lo que debe hacer, si es rico, menos que disfrutarla
es aprender a administrarla bien[36]. Ante
la pobreza material, la actitud del cristiano, se infiere, debe ser la de
taparse las orejas eludiendo los espinosos extremos practicados por Diógenes y
Crates.
Los monjes
y eremitas fueron a los padres eclesiásticos algo así como los cínicos al resto
de los filósofos paganos: «los cínicos de
la Iglesia primitiva» dice Goulet-Cazé. El monacato cristalizó en el siglo
III y se expandió por todo el Imperio, con foco en los desiertos de la Tebaida
y en los derredores Alejandría; pero los cínicos eran bichos de ciudad y los
monjes al revés marchaban al campo, el desierto o la montaña a vivir en cuevas
o tumbas. Tenían en común, según Goulet, el rechazo de las normas de la
civilización, el rechazo de los dioses paganos y abrazar la vida ascética; a lo
que habrá que añadir que muchos de ellos eran también algo así como el
proletariado del sacerdocio, hijos de las clases no letradas. Ambos cultivaban
una ascesis física, comenta Goulet-Cazé: de fin moral en los cínicos, de fin
espiritual en los monjes. Pero unos buscaban robustecer el temperamento y
endurecerse contra los avatares de la Τύχη y
los otros aniquilarse a sí mismos hasta la mortificación para hacer la voluntad
de Dios imitando a Cristo, de ahí la condena cristiana de la ascesis cínica
como arrogancia y vanagloria. Una cosa es litigar contra la civilización
tomando el rasero de la naturaleza y otra contra lo mundano en conformidad con
Dios.
En 387, con el cristianismo ya como
religión oficial, hubo en Antioquía una rebelión provocada por una suba de
impuestos que llevó a las masas a derribar las estatuas de Teodosio. El
emperador, el mismo Teodosio, organizó una persecución que, por lo que cuenta
Juan Crisóstomo, hizo que los cínicos del lugar huyeran a refugiarse en cuevas.
Los que moraban en la ciudad, dice Juan, se dispararon a los desiertos y
montañas, mientras los que vivían en los desiertos y la montaña se precipitaron
a la ciudad, porque al contrario de τὰ κυνικὰ καθάρματα, como los nombra –algo así como la mierda cínica–, los harapientos
monjes que habitaban los desiertos y montañas se presentaron a dar consuelo y
terciar, rogándole al emperador piedad para con los delincuentes, al punto de
disponerse a besar los pies de las autoridades y ofrecer sus propias cabezas
como hipoteca.
La afinidad entre monjes y cínicos,
escribe Goulet, alcanzaba a lo atinente a vestidura y dieta,
porque muchos lucían palliolum y baculus además de la melota –que era la prenda de piel de
cabra u oveja usada por Juan el Bautista–, llevaban pelo largo, andaban
descalzos o en sandalias y se alimentaban de frutas y verduras cuando no de
lentejas. Y ciertamente tales excesos no fueron del gusto de muchos padres,
como Nilo de Ancira, el que los acusó de servirse de la apariencia para obtener
riquezas como parásitos[37]. Sin
embargo Juan Crisóstomo hace más bien caso omiso de este ítem y dentro de un
ataque general a los filósofos paganos, cuyas doctrinas no eran más que locura
(ἄνοια) y vanidad
de vanidades, parece apuntar con una saña particular a los cínicos cuando
refiere que no tienen nada que ofrecer de su filosofía salvo ese teatro
infantil (μίμων
παιδιαῖς) del ropaje y el aspecto externo (σχήματος). «Otra cosa son los cristianos, que largaron
el bastón, la barba y el resto de los accesorios de vestuario (βακτηρίᾳ καὶ
πώγωνι καὶ τῇ
ἄλλῃ
σκευῇ) para adornarse (κατεκόσμησαν) la ψυχή y no el cuerpo, pero con los dogmas y actos de una filosofía verdadera».
Los filósofos helénicos son pintados como parafernalia pura, teatralidad,
cosmética y entretenimiento deportivo. Los filósofos del cuerpo se convierten
por ende en los consecuentes filósofos de las pasarelas de la apariencia y los
tapujos, los top models del
ascetismo. Crisóstomo pretende demostrar que la magnanimidad, la fortaleza, la
franqueza, la intrepidez y los restantes pendones del bando cínico eran
enarbolados en realidad por los monjes cristianos, ya que todo lo propio de los
viejos filósofos griegos era frivolidad (λῆρος) y cobardía
(μικροψυχία),
puestas en escena y fábula (μῦθος καὶ
σκηνὴ καὶ ὑπόκρισις): «De nada sirve el aspecto cuando es el alma la que viste como mendigo. Si
se desnuda el alma de los monjes se verá su belleza».[38]
La cosa no se queda en los especímenes que
pululaban en el presente. Con la misma intransigencia juzga al propio Diógenes,
en el que encuentra una suma de actitudes pueriles guiadas por la vanagloria y
la imprudencia (κενοδοξίαν
καὶ θρασύτητα καὶ παιδικῆς ἔργα
διανοίας),
como vivir en un tonel y lucir harapos (ῥακίων) en medio
del ágora, y lo compara con algunos que, siguiendo esa misma estela de proezas
exhibicionistas, a la fecha lo aventajaban en el despropósito comiéndose el
cuero de las sandalias o tragando clavos. Juan Crisóstomo, en torno al año 378,
presenta a Diógenes como contraejemplo de san Babilas, del que se decía que
enfrentó al emperador Filipo el Árabe y acabó en prisión y decapitado. Al compararlo
con él la παρρησία
de Diógenes ante Alejandro menos que
admirable (θαυμαστή) le resulta
monstruosa (τερατωδέστερον),
más bien un inútil portento excéntrico, por lo que reduce al Perro a la estatura de un mocoso (παιδίων) que
necesitaba de niñera (τίτθαι) y lo manda a vestirse con un ἱμάτιον
como la gente. «Cuánto mejor hubiera sido
que este filósofo, cubierto con una decente vestidura, se mostrara como un
trabajador adulto (ἁδρὸν ἐνεργὸν) y pidiera al rey algo útil (χρησίμων), que no el estarse sentado al rayo del sol
cubierto de un manto raído a la manera de los niños de pecho, a los cuales la
nodriza así coloca, con el mismo objeto de calentarlos, una vez que los ha
bañado y ungido con el óleo, exactamente como el filósofo estaba sentado a la
manera de un infeliz y demandaba una gracia propia de cualquier viejecita.»
Ese desplante le parece un acto inocuo e inútil, surrealista que diríamos, sin
beneficio comunitario (κοινωφελές) ni enmienda posible para la vida de
los demás (ἄλλων βίον κατορθοῦν): «¿a qué ciudad, a qué casa, a qué hombre o a
qué mujer salvó? ¡Indícame el fruto (κέρδος)
que se siguió de esa libertad de hablar!»[39] Para
más inri lo juzga como un ser obsceno, absurdo e inepto (αἰσχρὸς καὶ
ἄτοπος καὶ
περιττὸς);
no rescata ni siquiera su celibato, porque dice que estaba basado en unas σωφροσύνη y ἐγκρατεία teñidas de infamia y deshonra (αἰσχρός, αἰσχύνης), como lo prueba que Diógenes
juzgara a la antropofagia como ἀδιάφορα,
aberración que coloca en un mismo plano junto al incesto promovido por los de
la Estoa y la ingestión de semen humano que vindicaba el Estagirita. El
cinismo, desde los comienzos, parece ser para Juan Crisóstomo la forma más
palmaria de la insustancial y decadente filosofía helénica.
Pero Juan, sin mayores pruritos, cambia
rotundamente de parecer y en Adversus
oppugnatores vitae monasticae alaba las virtudes ascéticas de Platón,
Sócrates y Diógenes, recordando sobre el último cuánto dinero podría haberle
ofrecido Alejandro si él no lo hubiera rechazado, y cómo el macedonio advirtió
en ese gesto que Diógenes era más rico que él y se esforzó de ahí en más en
emularlo. Y en efecto, dice Juan, era más rico que ese y muchos más reyes[40]. Si un
pagano fue capaz de llevar tal tipo de vida, cuánto más debería un cristiano.
Diógenes le venía bien a Juan Cristóstomo, en este caso, como argumento para la
defensa del monacato.
Por aquellos años Joviano había sido
condenado como heresiarca por negar que el ascetismo monástico fuese la mejor
vía de santidad (entre otras cosas negó que el bautismo alcanzara para ser
salvado, que la virginidad fuese preferible al matrimonio, y sostuvo entre
otros menesteres que María no fue virgen después de dar a luz a Jesús). Cuando
Jerónimo cargó contra Joviano, tuvo que abundar en los ejemplos de los
filósofos paganos que practicaron distintas formas de ascetismo: «aquellos que no conocen o desprecian la
pobreza apostólica y la dureza de la Cruz –escribió Jerónimo– pueden, en su defecto, imitar el ejemplo de
la parquedad de los gentiles» (qui
paupertatem Apostolorum et crucis duritiam, aut nesciunt, aut contemnunt,
imitentur saltem gentilium parcitatem). Crates arrojando el oro al fondo
del mar, el fondo de las malae
cupiditates, hundiéndolo para no hundirse él, es uno de ellos[41].
También Antístenes, que al dar con Sócrates vendió y entregó al pueblo todo lo
que tenía y se quedó apenas con un pallium,
es ejemplo de frugalitas y paupertas[42].
Pero entre ellos es Diógenes el abanderado, el que siendo más fuerte que
Alejandro se elevó a la estatura de
naturae victor humanae: «el
conquistador de la naturaleza humana». Sobre él aporta detalles varios de
entre los conocidos: cómo soportó los palazos de Antístenes, aguantó el frío
doblando el manto, hizo de la mochila una despensa y se desprendió incluso del
plato de madera, se contentó con vivir en los pórticos y vestíbulos o en una
tinaja a la que movía según daba el sol, y así murió en camino a los Juegos
Olímpicos como un completo dechado de virtus
et continentia: vencido por la fiebre aunque venciendo a la naturaleza
humana[43]. Pero
como Jerónimo estaba entre aquellos que predicaban un rigor ascético extremo
que incluía una doble abstinencia de la carne, sexual y alimentaria, usó al Perro incluso de modelo de
vegetarianismo: «Diógenes sostenía que
los tiranos destruyen las ciudades y provocan las guerras excitados no por una
dieta de verduritas y manzanas sino por las panzadas de manjares cárnicos»
(non pro simplici victu olerum
pomorumque, sed pro carnibus et epularum deliciis asserit excitari). El pan
y el agua, dice Jerónimo, cubren la vitae
necessitatem y el resto es vitium
voluptatis[44].
Incluso Epicuro, el campeón del placer
(voluptatis assertor) promovía una
frugal dieta vegetariana, dice. «Porque
si alguno piensa –expresa Jerónimo– disfrutar intensamente de la carne y de la bebida en exceso, y al mismo
tiempo dedicarse a la filosofía, es decir, vivir en el lujo y, sin embargo, no
ser obstaculizado por los vicios que acompañan al lujo, se engaña a sí mismo.»[45]
Claro que
la ortodoxia cristiana en general no vio con muy buenos ojos la dieta
extremista de aquellos filósofos como los cínicos. Paladio, por ejemplo,
rondando el año 420, en
el prólogo de la Historia lausiaca
que narra la vida de los anacoretas de la Tebaida, acusa de vanidad, pavoneo e
intemperancia (κουφοδοξία y ἀκολασία) a Pitágoras, Platón y
Diógenes por ser ὑδροπόται, esto es,
bebedores exclusivos de agua. «Es mejor
beber vino con razón que agua con orgullo», expresa Paladio, y cede gustoso
el incoloro elixir a esos adoradores de ídolos que ignoran a Dios[46]. Una
vez más el τύφος rebotaba contra los cínicos como un mensaje devuelto al
remitente.
Llegado el
siglo V, con el cristianismo como religión del Imperio, las referencias
cristianas al cinismo no habían cambiado mucho. Teodoreto de Ciro, en la Graecarum affectionum
curatio,
indica que los cínicos originales declaraban una lucha contra el placer que
heredaban de Antístenes, pero que no practicaban. Antístenes, escribe, había
señalado que no había que mover un dedo por el placer y que era preferible
estar loco a enamorado; pero Diógenes se convirtió en un voluptatis servus, un esclavo del placer (ἡδονῆς
δὲ δοῦλος γενόμενος)
consagrado a la fornicación con hetairas, y tampoco le iba muy en zaga el
Crates dado a consumar la unión conyugal en el Pórtico con Hiparquia[47].
Consiente un poco antes que Antístenes,
Diógenes y Crates son ἀρετῆς ἀθληταῖς, atletas de la virtud; pero a diferencia de los athletis nostris, lo son por inanis gloriae, por vanagloria (παραπλήσιως κενῆς ἕνεκα δοχῆς)[48].
En los Discursos sobre la provindecia
sin embargo incluye de buen grado a Diógenes entre aquellos paganos que se
despojaron de las riquezas[49].
Prudencio,
poeta cristiano, burlándose de los filósofos habla de los desvaríos barbados de
Platón, los laberintos silogísticos de Aristóteles y del aspecto cabruno de los
cínicos (hircosus Cynicus), en
referencia a la pelambre y probable mal olor[50], lo
mismo que de «la canina cháchara ladradora
que copa el foro y disfrazada con el garrote de Hércules suelta en las calles
la sabiduría vil de los gimnosofistas» (canina
foro latrat facundia toto, hinc gerit Herculeam uilis sapientia clauam
ostentatque suos uicatim gymnosofistas)[51]. Lactancio
ya se había despachado contra ciertos filósofos que escribían contra los
cristianos y usaban el manto y el pelo largo para ocultar los vicios (tamen uitia sua capillis et pallio)[52]; también
Juan Crisóstomo, que se refirió a algunos filósofos que al tiempo que lucían
orgullosamente cabellera y bastón y soltaban una abstrusa charlatanería, no
veían las piedras que tenían delante de los ojos y las confundían con dioses[53]. La
vestimenta y el aspecto característicos de los cínicos con el tiempo parecen
haber ido envolviendo a los demás, convirtiéndose en un rasgo distintivo o más
bien caricaturesco de todos los viejos filósofos helénicos, sobremanera cuando
eran blanco de tiro de la inteligencia cristiana. Sin
embargo unos siglos atrás Tertuliano había cambiado la toga romana por el manto
filosófico –al que le rindió una alabanza llamada De pallio– y Justino el Mártir también lo usaba inclusive luego de
ser bautizado.
Pero ahora la cabellera, el palio y el bastón no son más que «las pedantescas insignias de los sofistas»,
ya que por esos míseros ajuares traspasa la vanidad. Así al menos se
pronunciaba el poeta cristiano Sidonio Apolinar en una epístola remitida al
papa Fausto: «Tú que no das fardo a tus
pelos, que no pones tu gloria en llevar el manto o el bastón, esas insignias de
los sofistas, que no buscas el orgullo bajo un vestido afectado, que no buscas
brillo bajo ropas pomposas, que no permites que una vanidad despreciable
traspase bajo ropas descuidadas» (Tum
præterea non cæsariem pascere, neque pallio aut clava, velut sophisticis
insignibus, gloriari, aut affectare de vestium discretione superbiam, nitore
pompam, squalore jactantiam). Unos renglones después pronostica la derrota
definitiva de los filósofos: «quien
quiera medirse con vosotros, verá que los estoicos, los cínicos, los
peripatéticos, los heresiarcas son vencidos por sus propios razonamientos,
vencidos por sus propias armas (Stoicos,
Cynicos, Peripateticos, haeresiarchas propriis armis, propriis quoque concuti
machinamentis). Porque si sus seguidores
se rebelan contra el dogma y el sentimiento cristianos, pronto atados por ti
serán envueltos en sus corrientes; la lengua móvil de estos hombres
inconstantes morderá el anzuelo de tus agudos silogismos, rodearás estas
escurridizas preguntas con las espirales de tu lógica, como esos hábiles
médicos que saben sacar de la propia serpiente, cuando se presenta la ocasión,
una cura para el veneno»[54]. Sidonio,
que había pintado a Diógenes dejándose cortar la apestosa greña por la hetaira
Laide, su querida[55], acusa
en otro carmen a la Cynicorum turba
de imitar a los discípulos de Epicuro[56]. Queda
clara la tendencia: no son nomás jactanciosos y vanos sino disolutos inclinados
al placer. Tampoco olvida a dicha barba en la citada carta al papa, graficada
como una cresta (Diogenes barba comante)
y como su rasgo más irrisoriamente distintivo.
El discípulo de Juan Crisóstomo, Nilo de
Ancira, alias el Solitario, que dejó
una vida de abogado y padre de familia para hacerse monje, también dejó escrito
que el ascetismo sin esperanza cristiana no era sino ostentación y amor a la
gloria (χάριν ἐπιδείξεως
καὶ φιλοδοξίας),
una gimnasia vana que no produce más que sudor. Aunque en
otro texto que se le atribuye, De
voluntaria paupertate, expresa admiración por los filósofos gentiles que se
consagraron a la pobreza viviendo como los perros (y alude a Diógenes sin
nombrarlo)[57], en el llamado Discurso
ascético Nilo describe el fracaso especulativo de los filósofos
griegos con la misma franqueza y los mismos argumentos usados por la secta de
Diógenes, pero los aplica de igual forma para desbaratar las inútiles coartadas
pragmáticas que emprendieron tanto los cínicos como los demás terapeutas del
paganismo. «Algunos de
los griegos se imaginaban a sí mismos dedicados a la metafísica, pero
descuidaron por completo la práctica de las virtudes. Algunos eran observadores
de estrellas, explicando lo inexplicable y afirmando conocer el tamaño de los
cielos, las dimensiones del sol y el movimiento de las estrellas. A veces
incluso trataron de teologizar, aunque aquí la verdad está más allá del alcance
del hombre sin ayuda, y la especulación es peligrosa; sin embargo, en su forma
de vida estaban más degradados que los cerdos que se revuelcan en el lodo. Y
cuando algunos de ellos trataron de aplicar sus principios en la práctica, se
volvieron peores que aquellos que sólo teorizaban, porque vendían sus trabajos
por gloria y alabanza. Por lo general, su único objetivo era presumir, y
soportaban dificultades simplemente para obtener un aplauso barato. Además,
¿qué puede ser más estúpido que callar continuamente, vivir de verduras,
cubrirse de pelo con ropas andrajosas y pasar los días en un tonel, si no se espera
recompensa después de la muerte? Si las recompensas de la virtud están
restringidas a esta vida presente, entonces uno está involucrado en una
competencia en la que nunca se ofrecen premios, luchando toda la vida por el
único retorno del trabajo y el sudor.»[58]
En torno al primer
cuarto del siglo V san Agustín dedica a los canini
philosophi, que así los llama, uno de los breves capítulos de La ciudad de Dios, «De vanissima turpitudine Cynicorum». Allí comenta que el famoso acto sexual público de
Diógenes, lo mismo que el de Crates, tenían un simple fin promocional, que
hacían esas cosas para impactar en la gente y para que las ideas de la secta
calaran fijadas en la memoria de los hombres. Deja escrito que los cínicos
ulteriores, vencidos por el pudor
naturalis, no continuaron esa errónea práctica. Es bastante factible que
así haya sido –sobremanera bajo el orden romano–, aunque la noticia transmitida
unas centurias atrás por Luciano acerca de los procederes de Peregrino en
Alejandría, cuando estaba bajo la égida de Agatobulo, aporte un ejemplo en
sentido contrario. Para Agustín, incluso, lo que Diógenes realizó no era sino
un truco: un simulacro de masturbación. Un como
sí. Entiende que los espectadores que lo rodeaban no podían saber qué era
lo que verdaderamente estaba aconteciendo sub
pallio –o sea que el hombre no estaba operando, digamos, con el miembro
sexual a la vista. Que en definitiva estaba haciendo lo que Jim Morrison iba a
reponer en los escenarios unos milenios más tarde para el amplio y renovado
público ecuménico de la pax americana.
Si los cínicos que todavía andaban dando vueltas por ahí hubiesen tenido la
osadía de llevar a cabo lo propio (y Agustín da fe de que por entonces aún se los
veía portando pallio y clava) sin dudas hubieran sucumbido
lapidados o por lo menos atacados a escupitajos, escribe. Para él la empresa
cínica contra humanam uerecundiam,
contra la vergüenza humana, merece ser calificada de canina, lo que es decir de impúdica
e inmunda (inmundam inpudentemque).
Se trata para Agustín de un acto infame; sin embargo da la impresión de que,
aunque acusa a Diógenes de gloriarse con ese tipo de cosas –ergo de ir a por la
δόξα– está siendo de alguna manera condescendiente, primero al negar que
realmente cometiera el acto, segundo al considerar que esa representación tenía
un propósito que se diría ético o doctrinario, aunque a todas luces aberrante:
probar que los hombres son semejantes a los perros –o en definitiva a los
animales. Diógenes a través de la inpudentia
pretendía saltearse la inoboedientia
cometida en aquel primo et magno peccato
adánico; pero del pecado original no hay liberación sino por la gracia de Dios.
Jerónimo había dicho, en otro orden, que era el vencedor de la naturaleza humana; pero Agustín más bien
demuestra el entero despropósito de esa gesta en lo que llamaríamos el campo de
la libido. Inhumano, demasiado inhumano.[59]
Esta vanissima
turpitudine Cynicorum, de toda suerte,
puede ser redimida por la Iglesia sin que el buen canino renuncie
enteramente al cinismo. Unas cuantas páginas después Agustín les abrirá las
puertas del Cielo. Cuando los filósofos se hacen cristianos
no tienen por qué cambiar de vestuario ni costumbres (habitum uel
consuetudinem), dice, porque mientras no se obre contra diuina
praecepta,
la fe cristiana se puede practicar bajo cualquier traje o modo de vida (habitu uel
more uiuendi) y esto rige para los cínicos en
tanto no comentan nada deshonroso e inmoderado (turpiter atque intemperante)[60]. Lo que es decir, en la medida en que depongan las armas y acaben
con esa guerra declarada contra humanam uerecundiam. O en su defecto, a atenerse a las escupidas y pedradas.
Las
relaciones del propio Jesús de Nazaret con los cínicos vienen generando cola de
hace algún rato, sobre todo en ciertos círculos intelectuales norteamericanos.
Son unos cuantos los que han llegado al colmo de mantener que era así nomás un
filósofo cínico, lo cual requeriría el gesto de encajonar como ficticios más
del 80 % de los dichos que se le atribuyen. Ya que se estima que la hipotética
fuente Q reconstruida desde los Evangelios de Mateo y Lucas, una probable
colección de dichos y hazañas de Jesús reunidos después de su muerte, podría
haber sido montada sobre los raseros griegos de dos géneros literarios como la χρεία y el βίος (claro que sin ninguna pizca del humor cáustico y el ingenio chusco
adherido a los perrunos), no faltan quienes se aferran a la hipótesis de un
verdadero Jesús histórico que, inocente de todo halo profético-apocalíptico, no
fue otro que un filósofo popular a la manera cínica o directamente cínico. De
esta forma se lo empaqueta presentado como un itinerante judío cínico al que le
fue endosada a posteriori la
escatología, pero que en realidad, como Hijo del Hombre e Hijo de Dios, estaba
mucho menos interesado en lidiar contra Roma o reformar la religión judía que
en predicar un reino de Dios vivido enteramente en el presente. Que ni Jesús ni
su grupo eran cristianos es algo bastante aceptado. La investidura de Jesús
como Cristo o Mesías si no fue una construcción de los Evangelios podría haber
sido al menos un añadido póstumo presente en una segunda tanda dentro del protoevangelio
Q. Aunque la lengua materna de Jesús parece que fue el arameo, es factible que
predicara a veces usando la lingua franca
del griego, como también es probable que hubiese tenido relaciones con
predicadores ambulantes cínicos en Galilea o Séforis. Que el mensaje de esta
gente, Jesús y los suyos, estuviera impregnado de un cierto cinismo, que
conocían y les era familiar, y que encarnaran de manera colateral una especie
de interpretación y adaptación del patrimonio cínico al universo judío, es
verosímil por demás, aunque otro cantar es que fueran de cuerpo entero
filósofos cínicos. Una cosa es que la prédica original de Jesús estuviera empapada
de cinismo y otra distinta es que fuera el producto de algún tipo de iniciación
o de incorporación doctrinal explícita a través del estudio o la lectura de la
literatura de la secta. A diferencia de Jesús, que actuaba en un medio más
judío y rural que grecorromano y urbano, Pablo se desempeñó como un itinerante
de largo aliento en el mismo entorno que los cínicos, las ciudades
helenísticas, y es evidente que sacó algún provecho de los métodos de la
filosofía popular y de la llamada diatriba cínico-estoica. Pero los contactos
entre judíos y cínicos podrían remontarse incluso al siglo III a. C., cuando se
estima que comenzó la relativa helenización del pueblo judío. La circulación de
la χρεία griega puede deducirse de la propia literatura judía que la absorbió a
sus propios fines. En Gadara, que
parece haber sido un centro de irradiación del cinismo, convivían paganos y
judíos y habría evidencias de que Meleagro estuvo en contacto con las
comunidades judías que habitaban allí y en Tiro, como probaría un epigrama que
narra la disputa amorosa por una chica que habría sostenido con un judío.
Enómao, otro cínico gadareno, ya mucho después en el siglo II, podría haber
tenido estrechos contactos con esas comunidades, si se da fe a la hipótesis de
que fue la inspiración del personaje Abnimos ha-Gardi,
amigo del rabino Mein del Midrash Rabbah
(si ese Abnimos no
era Enómao era al menos un filósofo griego famoso entonces en Gadara, de
ciertos rasgos cínicos y con pleno conocimiento de las tradiciones judías, o en
su defecto un personaje que representaba a un filósofo griego con esos
atributos). En la traducción al griego de Septuaginta se habla de un tal Nabal,
hombre rico y malvado al que se le llama κυνικός[61](que para
Flavio Josefo era menos un sujeto con un rasgo perruno que alguien que actuaba
como un cínico[62])
y unos cuantos cínicos ya aparecen en los Midrashim y los Talmudes,
como aquel loco que pasaba las noches en los cementerios, se rasgaba las ropas
y destruía todo lo que se le daba, una especie de caricatura malpensada de los
actos de Crates y Diógenes. Un judío del siglo primero con evidente influencia
de ciertos conceptos del estoicismo y el cinismo fue Filón de Alejandría, judío romano educado
en la filosofía griega, probable conocedor de las
χρείαι y de las obras de los cínicos fundadores. Filón menciona a un tal Quereas que en
Alejandría imitaba la παρρησία del Can[63],
comenta las anécdotas diogénicas de la linterna y el secuestro de los piratas y
compara a Antístenes con Moisés. No
faltaron tampoco las asociaciones imaginadas entre cínicos y esenios, con base
en Filón, y cínicos y zelotes con base en Josefo. Si
el mismo Jesús podría haber sido un cínico, tampoco extrañará que aquel que
cierre la historia del cinismo sea otro cristiano. Simeón el Loco, un monje que, un siglo después de desaparecida la secta
perruna, parece haberse mimetizado con ellos al punto de alcanzar por la vía del
ascetismo la desvergüenza y la inmodestia. Desde luego con él aquello que en
los cínicos era un acto de razón, para los cristianos trocó en actos de locura.
Simeón puede haber sido una construcción literaria del siglo VII más que una
vida histórica del siglo VI. En tal caso, así como las χρείαι podían estar a la base de la fuente Q, seguramente
también inspiraron a Leoncio, autor de la Vida
de Simeón.
[1] Atenágoras de
Atenas, Súplica en favor de los
cristianos.
[2] «φασκόντων ὡς κοινὰς ἁπάντων οὔσας τὰς γυναῖκας ἡμῶν καὶ ἀδιαφόρῳ μίξει ζῶντας, ἔτι μὴν καὶ ταῖς ἰδίαις ἀδελφαῖς συμμίγνυσθαι, καί, τὸ ἀθεώτατον καὶ ὠμότατον πάντων, σαρκῶν ἀνθρωπίνων ἐφάπτεσθαι ἡμᾶς» (Teófilo de Antioquía, A Autólico III, 4)
[3] Ibid. III, 3 a 6. Teófilo se monta en la
teoría de Evémero, que afirmaba que los dioses eran el resultado de la
deificación de antiguos hombres notables, aunque la convierte en válida apenas
para la religión pagana, no para la cristiana (Cf., ibid. I, 9).
[4] Tertuliano, Apologético XLVI 3-4.
[5] «οἳ τῷ
μὲν
ἀποστερεῖν κοινωνεῖν ὄνομα
τέθεινται, τῷ
δὲ φθονεῖν φιλοσοφεῖν, τῷ δ᾽ἀπορεῖν ὑπερορᾶν χρημάτων»
[6] Elio
Aristides, Oración III, A Platón: En defensa de los Cuatro,
663-694.
[7] Ireneo, Contra los herejes II 14, 5.
[8]
Pseudo-Hipólito, Refutación de todas las
herejías VIII 20, 1.
[9] «κυνικωτέρῳ δὲ
βίῳ ἀσκεῖται» (Ibid. X 18, 1)
[10] «σχολὴν ἐσκεύασεν ἀπονοίας
γέμουσαν καὶ
κυνικοῦ βίου» (Ibid. VII 29, 2); «κυνικωτέρῳ δὲ
βίῳ προσάγων
τοὺς
μαθητάς»
(Ibid. X 9, 4)
[11] Taciano, Contra los griegos XIX 1 y XXV 1.
[12] «Καὶ οἱ φιλόσοφοί γ' ἂν εὔξαιντο ἀγείρειν τοσούτους ἀκροατὰς λόγων ἐπὶ τὸ καλὸν παρακαλούντων· ὅπερ πεποιήκασι μάλιστα τῶν Κυνικῶν τινες, δημοσίᾳ πρὸς τοὺς παρατυγχάνοντας διαλεγόμενοι. Ἆρ' οὖν καὶ τούτους, μὴ συναθροίζοντας μὲν τοὺς νομιζομένους πεπαιδεῦσθαι καλοῦντας δ' ἀπὸ τῆς τριόδου καὶ συνάγοντας ἀκροατάς, φήσουσι παραπλησίους εἶναι τοῖς ἐν ταῖς ἀγοραῖς τὰ ἐπιρρητότατα ἐπιδεικνυμένοις καὶ ἀγείρουσιν; Ἀλλ' οὔτε Κέλσος οὔτε τις τῶν ταὐτὰ φρονούντων ἐγκαλοῦσι τοῖς κατὰ τὸ φαινόμενον αὐτοῖς φιλάνθρωπον κινοῦσι λόγους καὶ πρὸς τοὺς ἰδιωτικοὺς δήμους» (Orígenes, Contra Celso III 50.)
[13] Ibid. II 40 y VI 28.
[14] Ibid. VII 7.
[15] Id. Homilías
sobre el éxodo IV, 6 (PG 12: 322 b).
[16] «Diógenes,
mientras era vendido, queriendo reprender, como maestro, a uno de esos
degenerados, dijo virilmente: “Ven aquí, jovenzuelo, cómprate otro hombre”,
corrigiendo con expresión ambigua la deshonesta conducta de aquél.» (Clemente
de Alejandría, Pedagógico III 16, 1)
[17] «Ὸἱ τῆς ἀνάνδρου καὶ διεσκατωμένης τρυφῆς ὑφ´ ἡδοναῖσι σαχθέντες κέαρ πονεῖν θέλοντες οὐδὲ βαιά.»
(Id., Misceláneas I 14) (Cf., ibid.
II 20, 186)
[18] Ibid.
VII 4, 601. También
evoca el diálogo que Diógenes tiene con aquel que se asombraba de ver una
serpiente enroscada en un mortero, al que increpa diciéndole ¡Deja de preguntarte! (μὴ θαύμαζε)
(Ibid. VII 4, 600).
[19] «Después de haber
escuchado a Sócrates, Antístenes se hizo cínico y Platón se retiró a la
Academia» (Σωκράτους δὲ ἀκούσας Ἀντισθένης μὲν ἐκύνισε, Πλάτων δὲ εἰς τὴν Ἀκαδημίαν ἀνεχώρησε). (Misceláneas I
14)
[20] «Ἀντισθένης
μὲν
γὰρ
οὐ Κυνικὸν δὴ τοῦτο ἐνενόησεν, Σωκράτους δὲ ἅτε
γνώριμος
“θεὸν οὐδενὶ ἐοικέναι” φησίν· “διόπερ αὐτὸν οὐδεὶς
ἐκμαθεῖν ἐξ
εἰκόνος δύναται”».
(Protréptico a los griegos VI 71)
[21] «Ὁ τε Σωκρατικὸς Ἀντισθένης, παραφράζων τὴν προφητικὴν ἐκείνην φωνὴν “Τίνι με ὡμοιώσατε; λέγει κύριος”, “[Θεὸν] οὐδενὶ ἐοικέναι” φησί· “διόπερ αὐτὸν οὐδεὶς ἐκμαθεῖν ἐξ εἰκόνος δύναται.”» (Misceláneas VI 14, 108) (Cf. Libro
de Isaías 40, 18) También aparece
en Clemente aquella contestación de Antístenes a los cultores de Cibeles: «Yo no alimento a la madre de los dioses, a
la que los propios dioses alimentan» (Protréptico
a los griegos VII 141; Misceláneas
VII 75, 3).
[22] «Πάλιν Ἀντισθένης μὲν τὴν ἀτυφίαν.» (Ibid.
II 20, 187)
[23] «Ἐγὼ δὲ ἀποδέχομαι τὸν Ἀντισθένη, “Τὴν Ἀφροδίτην” λέγοντα “κἂν κατατοξεύσαιμι, εἰ λάβοιμι, ὅτι πολλὰς ἡμῶν καλὰς καὶ ἀγαθὰς γυναῖκας διέφθειρεν.” Τόν τε ἔρωτα κακίαν φησὶ φύσεως· ἧς ἥττους ὄντες οἱ κακοδαίμονες θεὸν τὴν νόσον καλοῦσιν. Δείκνυται γὰρ διὰ τούτων ἡττᾶσθαι τοὺς ἀμαθεστέρους δι´ ἄγνοιαν ἡδονῆς, ἣν οὐ χρὴ προσίεσθαι, κἂν θεὸς λέγηται, τουτέστι κἂν θεόθεν ἐπὶ τὴν τῆς παιδοποιίας χρείαν δεδομένη τυγχάνῃ.»
(Ibid. II 20, 179)
[24] «Καὶ Ἀντισθένης δὲ μανῆναι μᾶλλον ἢ ἡσθῆναι αἱρεῖται.» (Ibid. II 20, 187)
[25] «Τῶν δὲ (φησὶ) κράτει ψυχῆς ἤθει ἀγαλλομένη· οὔθ´ ὑπὸ χρυσείων δουλουμένη οὔθ´ ὑπ´
ἐρώτων τηξιπόθων, οὐδ´ εἴ τι συνέμπορόν ἐστι φίλυβρι.» (Ibid.)
[26] «Ἡδονῇ ἀνδραποδώδει ἀδούλωτοι καὶ ἄκναπτοι ἀθάνατον βασιλείαν ἐλευθερίαν τ´ ἀγαπῶσιν.» (Ibid.)
[27] «Οὗτος ἐν ἄλλοις εὐθυρρημόνως γράφει τῆς εἰς τὰ ἀφροδίσια ἀκατασχέτου ὁρμῆς κατάπλασμα εἶναι λιμόν, εἰ δὲ μή, βρόχον.» (Ibid.)
[28] Ibid. II 21, 190.
[29] Id., ¿Qué
rico se salvará? 11, 3-4.
[30] Id., Homilías
V 18.
[31] Lactancio, Instituciones divinas III 15, 21.
[32] Eunomio, Apología primera 19.
[33] Mateo 5:39.
[34] Mateo 5:44.
[35] A los jóvenes: Cómo sacar provecho de la
literatura griega IX, 3.
[36] Ibid. IX, 21-22.
[37] Nilo de
Ancira, Discurso ascético
8-9.
[38] Juan
Crisóstomo, Homilías sobre las estatuas
al pueblo de Antioquía XVII y XIX.
[39] Id., Homilía
sobre el bienaventurado Babilas 45-49.
[40] Id., Contra
los enemigos de la vida monástica 2, 4 y 2, 5 (PG 47:337 y 339).
[41] «Crates el tebano arrojó al
mar una no pequeña cantidad de oro: ¡Húndete, dijo, donde las nefandas
salacidades! ¡Voy a ahogaros para no ahogarme yo!» (Crates ille Thebanus, projecto in mari non parvo
auri pondere, Abite, inquit, pessum malae cupiditates: ego vos mergam, ne ipse
mergar a vobis.)
(Jerónimo, Contra Joviano II 9, 338)
[42] Ibid. II 14, 344.
[43] Ibid. II 14, 345-346.
[44] Ibid. II 11, 340.
[45] «Quod si quis existimat et
abundantia ciborum potionumque se perfrui, et vacare posse sapientiae, hoc est,
et versari in deliciis, et deliciarum vitiis non teneri, seipsum decipit.» (Ibid. II 9, 338).
[46] «Ἄμεινον γὰρ ἡ μετὰ λόγου οἰνοποσία τῆς μετὰ τύφου ὑδροποσίας.» ( Paladio, Historia lausiaca, Prólogo)
[47] Teodoreto, Curas a las enfermedades de los griegos
12, 47-50.
[48] Ibid. 12, 32.
[49] Id. Discursos
sobre la providencia 6.
[50] Prudencio, Apoteosis 200.
[51] Id., Hamartigenia
400-405.
[52] Lactancio, Instituciones divinas V 2, 3.
[53] Juan Crisóstomo, Homilía en reprensión de quienes no habían asistido a la Iglesia; Homilía acerca de las palabras del apóstol: Teniendo un mismo espíritu de fe.
[54] Sidonio
Apolinar, Cartas IX, 14-15.
[55] Id. Poemas
XV, 181.
[56] Id., ibid.
II, 170.
[57] Id. Sobre
la pobreza voluntaria 39.
[58] Nilo de
Ancira, Discurso ascético 2.
[59] San Agustín, La ciudad de Dios XIV 20. En 386 ya
habría apuntado que a los cínicos «les place de la vida cierta libertad y
licencia» (uitae quaedam delectat libertas atque licentia) (Contra los académicos III
19, 42).
[60]
La ciudad de Dios XIX
19.
[61] 1 Samuel 25:2-4.
[62] Antigüedades de los judíos VI 296.
[63] Filón, Todo hombre bueno es libre 125.
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