De un ominoso aire de familia: pequeños apuntes sobre la recepción cristiana del cinismo


Quien sea capaz de echarse una ojeada por los textos de los apologetas y padres de la Iglesia llegará a la conclusión, seguramente, de que los cristianos hicieron del legado cínico una recepción y un usufructo como mínimo ambiguos. Notará cómo algunos de ellos, incluso, cambian de enfoque de un escrito a otro sin el menor empacho, cuando no a renglón siguiente. Así como los cínicos contemporáneos eran cabezas de turco, los cínicos clásicos eran, por lo visto, chivos expiatorios, pero como modelos dobles de lo peor y lo mejor de la tradición griega. Es como si el archivo de los cínicos hubiera dejado un poco desorientados a los capitostes de la Iglesia. Y no era para menos, aquel museo de la anécdota era confuso y contradictorio de por sí y desde el vamos: Diógenes era el abanderado de la pobreza voluntaria, el ascetismo y el autocontrol, a la vez que un clarín escandaloso de la desvergüenza y la indiferencia. El cinismo, parece, juega de una manera tal en las luchas entre cristianos y paganos, que unos y otros acuerdan a menudo en las críticas y el diagnóstico; pero los cristianos llegaban a verlos como la evidencia palmaria de la degradación del helenismo y los paganos, por la inversa, como los cómplices o los antecesores de la decadencia que el cristianismo irradiaba en la sociedad. Se pasaban la pelota unos a otros. La impresión es que los cínicos eran una bisagra entre dos mundos, que el lento desangrado de la Antigüedad hacia la Edad Media es en parte el auge, expansión y decadencia del cinismo, un fenómeno de transición que dura poco menos que un milenio.

     Bajo el Imperio romano los cerebros de la Iglesia bascularon entre el desprecio y el reconocimiento de la filosofía, lo que es decir que el cristianismo podía ser una antifilosofía o bien la verdadera filosofía, la superación de la filosofía pagana: Taciano, Tertuliano y más tarde Lactancio estaban entre los primeros; Clemente, Orígenes, Basilio, entre los segundos. En ciertos textos cristianos la filosofía suele aparecer como una prueba de la caída del politeísmo en la impiedad atea más rotunda o como una falsa sabiduría, y los cínicos, rivales para colmo en la disputa por la clientela, la masa popular, entraban como anillo al dedo, una vez más como cabezas de turco, ahora de un movimiento que difícilmente podía blanquear así como así las abundantes deudas que tenían con ellos, de los que habían extraído buena parte del know-how. Del expediente griego eran, para los cristianos, a la vez lo más lejano y lo más cercano, algo tan ominoso como lo más extraño y lo más familiar, y reaccionaron al ritmo de las diástoles y sístoles de la atracción y la repulsión. La vida sexual de Antístenes, Diógenes y Crates era inadmisible hasta la horripilación. Pero incluso las banderas de la πενία y la σκησις no convencieron a algunos de ellos. Demasiado tajante ese rechazo a las riquezas para la ingeniería social de la Iglesia, urdido para la foto, para la gloria, hundido en la inmanencia. Una renuncia programática que se redoblaba en ostentación de la pobreza, haciendo alarde de los harapos como pura provocación. En cuanto al ascetismo, les pareció o demasiado duro o demasiado concesivo. Una gimnasia meramente corporal que sólo los redimía en la diaria, como inútiles copias de Sísifo, o un entrenamiento ridículamente prohibitivo y vano. Los cínicos, que habían aparecido con la decadencia de Atenas y la irrupción del Imperio macedónico, volvieron a tomar envión con el paso de la República romana al Imperio, aunque es probable que les encaje aquel sonsonete que se debe a Marx sobre una tragedia acaecida que se repite como farsa. Los cínicos del rebrote romano se tuvieron que topar con un enemigo nuevo que al final los sacó de la historia entre el combate directo, el armisticio y la asimilación. Pero ellos no podían ser más que ciudadanos del cosmos en la forma de átomos apátridas, aunque dejaron en parte de ser lumbreras individuales para prosperar más bien en manojos de tribus urbanas o endebles sectas. Los cristianos les coparon en buena medida el granero, la crítica social de la diatriba, el moralismo de la franqueza, el sacrificio ascético y la vocación por la pobreza; pero también saquearon entre otras las arcas de estoicos y platónicos como para hacer lo que nunca quisieron hacer los cínicos, un Estado paralelo, una comunidad de los sabios, la Iglesia, la Ciudad de Dios. Como ciudadanos del ultramundo lograban lo que aquellos ciudadanos del mundo no pudieron más que proponer casi como un chiste autoirónico. El cinismo fue una tecnología ética para una sociedad esclavista, el cristianismo una tecnología político-religiosa para una sociedad que se encaminaba hacia el feudalismo. Convendría parar la oreja cada vez que el cinismo regresa, no sea que con él estén regresando bajo el disfraz que fuere algunas de las condiciones que lo hicieron posible.

     Hacia el siglo II los cristianos recibieron de parte de los paganos un conjunto de imputaciones similares a las que venían siendo dirigidas a los cínicos: impiedad y ateísmo, practicar la comunidad de mujeres, canibalismo e incesto. El filósofo converso y apologista cristiano Atenágoras de Atenas, allá por los años 177 o 178, envía al emperador Marco Aurelio y su hijo, enemigos declarados y perseguidores oficiales, una defensa del cristianismo ante las acusaciones de incesto, antropofagia y ateísmo que los conducían al martirio[1]. De lo mismo da cuentas Teófilo de Antioquía, que habla de «las bocas ateas de ciertos hombres ignaros que emiten discursos vacíos calumniándonos a nosotros que somos religiosos y nos llamamos cristianos» (θεοσεβες κα χριστιανος καλουμένους): «dicen que tenemos a nuestras mujeres como propiedad común a todos, que nos unimos promiscuamente, más aún, que mantenemos uniones carnales con nuestras propias hermanas, y, lo más ateo y cruel de todo, que nos alimentamos de carnes humanas»[2]. Pero Teófilo, pagano converso de formación helenística, da vuelta la torta y argumenta que ellos, los paganos, cuando quisieron escribir sobre lo sagrado (σεμνός) no hicieron más que enseñar la práctica de la lascivia (σελγεία), la fornicación (πορνεία), el adulterio (μοιχεία) y demás indecibles abominaciones (στυγητς ρρητοποιΐας). Le basta con echar un vistazo a esas inconfesables uniones y sacrílegas comilonas que Homero o Hesíodo cuentan de los dioses griegos: Cronos devorando a su hijo, Zeus a Metis o casándose con Hera su hermana y demás aventuras de Hefestos, Afrodita, Dionisos, Atenea e tutti quanti. Y con respecto a los que «se extraviaron en el coro de la filosofía» expresa que incluso el más serio de ellos, Platón, en la República propone la colectivización de las mujeres, además de que Epicuro recomienda copular con madres y hermanas, lo mismo que Zenón, Cleantes y Diógenes, en cuyos libros enseñan que los padres deben ser cocinados y comidos por los hijos y que los que se negaran a hacerlo deberían ser parte del almuerzo a su vez (y sin contar los episodios de antropofagia filicida que describe aquí y acullá Herodoto). Teófilo se pasea a sus anchas por la cultura helénica mostrando la decadencia de lo sacro expuesta por los filósofos de todo pelaje, sofistas, atomistas, escépticos, y así remontándose hasta el propio Pitágoras, que como Platón, creía que el alma del humano podría transmigrar y terminar afincada en un burro, un lobo o un perro. La conclusión que se extrae es que la poesía, la filosofía y la mitología helénicas son el muestrario más cabal de la impiedad y el ateísmo y de aquellos pecados que los propios paganos cargan en la cuenta de los seguidores de Cristo.[3]

     El diagnóstico de Teófilo no desentona con el ataque integral dirigido hacia la filosofía que llevó adelante por ese entonces Tertuliano, quien daba un detalle de las variadas miserias de los más famosos filósofos, rehenes de sus consabidas anécdotas. Tal era para él el caso de aquel Diógenes que andaba con un farol, ejemplo de cómo destruían a los dioses esos filósofos que «ladran a los príncipes» (principes latrant). Diógenes, al que evoca yaciendo ardorosamente con Friné, su puta (meretricem Diogenis dice), era del mismo modo un ejemplo de concupiscentia y no de pudicitia, pero tampoco de probitate sino de superbia cuando lo describe hollando con los pies embarrados los soberbios lechos de Platón con otra soberbia (Diogenes superbos Platonis toros alia superbia deculcat). Un cristiano, remata Tertuliano, no se enorgullece de los pobres (Christianus nec in pauperem superbit).[4]

     La respuesta de Teófilo parece poco rebatible, una buena estocada por contragolpe. Sin embargo corría por esa época otro tipo de cargo en común de índole bastante diferente. El sofista Elio Aristides, apenas pasada la mitad de dicho siglo, da un sobreentendido retrato de los cínicos al describir a los enemigos del helenismo, cuya larga suma de males compara con aquellos «impíos de Palestina». En un escrito que tenía el fin de componer las cosas entre Platón y la retórica, les consagra unos largos párrafos en los cuales son presentados no solamente como enemigos de los refinados modales del arte retórico sino como okupas de aquello que el divino ateniense supo edificar, la filosofía. El ninguneo es claro, Aristides jamás los nombra; pero el cuadro que traza los deja en evidencia. Dice de ellos que usufructúan la filosofía, el más hermoso de los nombres (τ κάλλιστον τν νομάτων), como quien se apropia de una butaca en el teatro; que son los usurpadores del buen nombre de aquella creación de Platón cuyo significado desconocen por completo porque confunden filosofar con envidiar (τ δ φθονεν φιλοσοφεν) y en vez de amar la belleza y el buen uso del discurso, desprecian la παιδεία, piedra basal de la filosofía, que de acuerdo a Platón sólo podía ser empuñada por unos pocos. En cambio esta gentuza no hace más que rondar por los vestíbulos (προθύροις) entrando en trato menos con los amos (δεσπόταις) que con los porteros (θυρωρος), y se consagran a injuriar a todo el mundo, examinar (ξετάζουσιν) a los demás sin hacerlo sobre sí mismos, disparar más solecismos que frases coherentes, ensalzar la virtud sin practicarla e irla de filántropos sin prestar ayuda a nadie y maltratando a todos. Elio Aristides pone el foco en el modo de manutención de esta gente y dice con gracia que crearon una forma novedosa de concebir la μεγαλοψυχία o magnanimidad: a saber, no realizando generosas dádivas sino entendiendo que son merecedores de recibirlas. Por eso al robo (ποστερεν) le llaman compartir (κοινωνεν) y al estar necesitados despreciar los bienes (τ δ πορεν περορν χρημάτων)[5], y creen que la desvergüenza (τν ναισχυντίαν) es libertad (λευθερίαν), que ser odiosos (τ πεχθάνεσθαι) es hablar con franqueza (παρρησιάζεσθαι) y que ser filántropo no es más que recibir (λαμβάνειν φιλανθρωπεύεσθαι), de manera tal que aceptan los donativos pero los toman entre insultos (λαμβάνοντες δ λοιδορεν). Ejercen la adulación pero la subsanan con la desvergüenza (ναιδεί τν κολακείαν πανορθούμενοι), porque engañan como aduladores pero insultan como si fueran de un rango superior (ς κρείττονες) y pese a ser doblegados por un mísero óbolo se creen no inferiores a Zeus (Δις οδν χείρους) y tienen así el tupé de presentarse como portadores de un cetro (σκηπτοχος). No creen en los dioses (τος κρείττους) y por eso escapan de todo lo que es superior (πάντων τν κρειττόνων) y de todo lo helénico. En conclusión, escribe Aristides, padecen a la vez los dos males más extremos y contrarios, la bajeza (ταπεινότης) y la arrogancia (αθάδεια), «siendo en sus modos semejantes a los impíos de Palestina» (τος ν τ Παλαιστίν δυσσεβέσι παραπλήσιοι τος τρόπους).

     Tales incrédulos no podían ser otros que los cristianos, y los colegas susodichos los practicantes de la vida cínica, que por lo visto tampoco merecían ser llamados por su nombre. Para Elio Aristides no eran más que zorras que se escondían debajo de un león, o un Tersites que se hacía llamar Narciso o Jacinto: débiles, cobardes y malvados, zánganos, monos y sombras de muertos, mosquitos que zumbaban en la oscuridad, unas fieras que en definitiva debían ser expulsadas de las ciudades.[6]

     Por entonces y ante semejantes avales comunes varios campeones de la ortodoxia cristiana se sacan el fardo y se lo encajan a los heresiarcas. Ireneo encuentra en los valentianos, herejes de inspiración gnóstica, una desviación cínica relativa a la indiferencia en torno a los alimentos y demás cosas[7]. Hipólito de Roma (o Pseudo-Hipólito) ve una perversión cínica del cristianismo en los encratitas, que bebían solamente agua, no comían alimentos de origen animal, se prohibían casarse y se consagraban a la vida ascética más rigurosa. «Deberían –dice– ser considerados cínicos más que cristianos» (μλλον Κυνικο Χριστιανο)[8], y algo similar concluye de otros heterodoxos como Marción y Taciano: al segundo achaca haber vivido un modo de vida cínico[9]y al primero haber fundado una escuela de locura que caminaba hacia ese modo de vida[10]. Pero Taciano, enemigo declarado de todo lo griego, no habría podido recibir tal paralelismo como un halago, ya que fustigó a los cínicos señalando a la ατρκεια como una impostura y lanzando que se rebajan a seguir a un animal como el perro por no conocer a Dios, entre otras apostillas a la orden.[11]

     Un escenario similar al que describe Aristides aparece a mediados del siglo III en el Contra Celsus de Orígenes, que responde a los ataques que hiciera unos 80 años antes el filósofo judío Celso a la religión cristiana. Por la contraria, Orígenes se amparó en los cínicos para defender a los suyos de Celso, que en tácito pendant con Elio Aristides los acusaba de mendigar y engañar a las gentes en los mercados (γορας) y jamás apuntar la prédica evangélica a los φρονμων νδρν, a los juiciosos o inteligentes y demás bienaventurados, sino a una panda de adolescentes, de esclavos y de tontos. Celso los inculpaba de ser indignos de persuadir a otro público que la plebe más ignorante que se agolpaba en las calles, es decir que los ubicaba allí donde otros delataron a los cínicos haciendo de las suyas. Pintaba al público cristiano, a fiarse de Orígenes, como «una pandilla de muchachones, de gentuza arruinada o muchedumbre entontecida» (μειρκια κα οκοτρβων χλον κα νοτων νθρπων μιλον). Pero los cínicos, recuerda Orígenes, no tenían ningún empacho en conversar de igual manera con cualquiera y tomar de interlocutor a todo el mundo, y así, agrega, deben actuar los cristianos. «Los mismos filósofos desearían por cierto congregar tan gran número de oyentes de discursos que exhortan al bien; así lo han hecho señaladamente algunos cínicos, que se ponen a conversar en público con los primeros con los que se topan. ¿Es que también se dirá de ellos, por no reunir como auditorio a los que pasan por instruidos, sino que convidan y juntan a gentes de la calle, que se parecen a los charlatanes que exhiben en las públicas plazas sus artes abominables y hacen así su agosto? Pero ni Celso ni ninguno de los que piensan como él pondrán tacha en quienes, según lo que ellos tienen por amor a la humanidad (φιλνθρωπον), dirigen sus discursos aun a las gentes comunes (διωτικος δμους).[12]» Aquellos que se hacen ver despotricando por el ágora a cambio de mendrugos y aquellos cínicos filantrópicos con las agallas suficientes como para reunir a los διωτικος δμους en torno a un λόγος que exhorta al bien (λγων π τ καλν παρακαλοντων) son dos cosas muy diferentes.

     Como se ve, Orígenes omite que la misma crítica sí les fue endosada a los perros pese a provenir de una secta surgida de la Hélade. Lo cierto es que bajo el plan general de demostrar que el cristianismo no es inferior sino superior a la filosofía, e incluso más afín al platonismo que la propia religión pagana y tanto como para convertirlo en popular, Orígenes sale al cruce de las invectivas de este filósofo al que señala como epicúreo. El retruque de Orígenes deja ver cómo el cristianismo se mostraba capaz de superar las limitaciones de Platón y Diógenes no sin amalgamarlos y sintetizarlos. Lo curioso y que viene a cuento es que Orígenes se desentiende de la repetida descripción que venían dejando los intelectuales romanos sobre los cínicos del presente, rompe lanzas en favor de ellos y recoge el guante de cara a defender a su gente. Un platonismo para el pueblo, que diría Nietzsche, es un platonismo filtrado por Diógenes, y no es posible implantarlo bajo las formas de la religión pagana. Por lo demás Orígenes defiende los votos de pobreza de Crates y Diógenes entre otros filósofos[13]; sin embargo al compararlos con los profetas de Judea, no duda en considerar que la ετονα o el vigor de Antístenes, Diógenes y Crates equivalían a un simple juego infantil (παγνιον). La inspiración divina de los profetas y su amor por la verdad y la libertad los volvió intrépidos ante una adversidad mucho más terrible, tal como los pinta errando por desiertos, cuevas y montes vestidos con pieles de cabras y ovejas y siendo apedreados, mutilados o pasados a degüello[14]. Sin embargo la empatía de Orígenes no iba a ir muy lejos; tan es así que en las Homilías sobre el éxodo pone que los cínicos, cuya secta compara con los tábanos, entre otras iniquidades y engañifas predicaban el placer y la lujuria como bien supremo[15]. Hasta ahí llegó mi amor.

     Clemente de Alejandría, nacido a mediados del siglo II y muerto alrededor del año 215, precedió a Orígenes en el ejercicio de tomar como apoyo a los cínicos, incluso con la misma y ambigua parcialidad. Clemente leyó a Diógenes, Antístenes y Crates –extrajo de hecho citas que atribuyó a las tragedias de Diógenes– y lejos del espíritu radical de Tertuliano una y otra vez ubicó como ejemplos nobles a los tres popes de la secta. El Diógenes que le dice al futuro amo que se compre un hombre es para Clemente un valor en la lucha contra el afeminamiento[16]. Encuentra en él a un combatiente enfrentado a ese tipo de vida muelle que traen la lujuria y la delicadeza (δυπθεια, λιχνεα, τρυφή) propias del amante del placer (φιλδονος) y el afeminado (νανδρος). «Esos tiernos maricones sometidos al placer carecen de voluntad para esforzarse en obra alguna por liviana que sea», habría escrito Diógenes en cierta tragedia[17]. También cita la anécdota de aquel malvado (μοχθηρς) que había puesto un cartel en la puerta de su casa que rezaba Heracles, glorioso vencedor, habita aquí, que ningún mal entre, a lo que el Perro respondió «¿Y cómo entrará el dueño de casa?». Ante aquel desdichado, Diógenes ejemplifica al hombre sobrio (νφοντες)[18]. Clemente saca a relucir a Antístenes, a quien parece estimar como piedra basal del cinismo[19], aunque no deja de aclarar que lo invoca como socrático y no como cínico: «¿Pertenece el siguiente dogma a Antístenes el cínico? No, viene de boca de Antístenes criado en la escuela de Sócrates. “Dios no se parece a nada”, dice: “por eso es imposible que una imagen lo dé a conocer a nadie”».[20] Incluso establece en otro lado una correspondencia con la profecía de Isaías: «Escuchemos a Antístenes, él comentará la palabra de la Escritura: “¿A quién me compararéis, dice el Señor?”. “Dios –exclama el discípulo de Sócrates– “no se parece a nada y ninguna imagen puede darlo a conocer a nadie”»[21]. También recuerda que Antístenes terciaba por la τυφα, modestia o falta de orgullo[22], y aprueba la condena que hizo de Afrodita como vicio de la naturaleza. «Estoy de acuerdo con Antístenes cuando dice: “Si pudiera apoderarme de Afrodita, la atravesaría con mis flechas. Es ella quien, entre nosotros, corrompe a un gran número de mujeres buenas y hermosas. El amor es un vicio de la naturaleza; los desdichados a quienes apresa llaman a Dios la enfermedad que los atormenta.” Esto nos muestra que los más inexpertos sucumben por ignorancia a la voluptuosidad, cuyas inspiraciones no debemos seguir, aunque se llame diosa, es decir, aunque nos la haya dado Dios para servir a la generación.[23]» «Antístenes prefería volverse loco ser capturado por el placer», agrega[24]. En esa aparente gesta común contra la voluptuosidad (δονή), contra el erotismo hedonista, ofrece también tres citas de Crates de Tebas: «La rutina de fortalecer el alma os engrandece. No os dejéis esclavizar por el oro ni degastar por el eros anheloso, esos compañeros de viaje de la soberbia»[25]; «Los que no son siervos de los placeres burdos aman la libertad y la realeza inmarcesible»[26]; «El hambre es el sedante para los impulsos sexuales desenfrenados; y si no, la cuerda».[27]

     Para Clemente los que llevaban el sambenito de esclavos del placer eran los cirenaicos y epicúreos, no los cínicos[28]. Pero el cristianismo pretendía llegar a las clases pudientes y se encontró con el problema de que, como se decía que ningún rico llegaría a los cielos, no era poca la gente de buen pasar que abandonaba cualquier intento de ingresar a la Iglesia. Ante tal intríngulis Clemente debió salir al cruce de los cínicos y fue así que argumentó que Crates había abandonado el peculio para beneficiarse del renombre y la gloria[29]. Para peor, en las Homilías acusó a Antístenes de no deponer el adulterio y a Diógenes de acostarse con Laide como recompensa por llevarla a cococho. Es decir que los reubicó al lado de Aristipo, en este caso junto a Crisipo, Zenón y el mismo Sócrates, entre los filósofos promiscuos.[30]

     El que continúa a principios del siglo IV con el rechazo férreo a los filósofos es Lactancio. En Instituciones divinas, un libro escrito en el año 305, denuncia a la filosofía indicando abiertamente que los filósofos predican una cosa y hacen otra, que son inútiles que viven sin llevar nada a cabo excepto hablar, que para eso inventaron el arte de la filosofía: para ejercitar la lengua y enajenar el alma. El sayo, por cierto, cabía de la misma manera en los cínicos, que para él componían una secta que no enseñaba la virtud, porque si bien contaba con preceptos honestos pocas veces los cumplía, y además cuando los cumplía se encaminaba al bien no por disciplina sino por naturaleza (non disciplina eos ad rectum, sed natura producat). La naturaleza, escribe Lactancio, también conduce a cometer buenas acciones a muchos ignorantes y de ningún modo es la vía de la verdadera sabiduría, esto es de la religión cristiana. «No extraña –agrega– que copularan en público si imitaban a los perros.[31]» Lactancio entiende que los cínicos se orientaban a la virtud, pero por el camino equivocado del κατ φύσιν que los conducía a la desvergüenza. La imitación de los perros no era la imitación de Cristo precisamente.

     Medio siglo después, alrededor del año 361, el arriano Eunomio confrontó al pasar a Diógenes, que corregía usando el bastón como argumento, con Pablo que lo hacía con paciente dulzura, y dejó en claro esa filosofía de los cínicos estaba muy lejos del cristianismo[32]. Mucho más avenido fue Basilio de Cesarea, uno de los Padres que buscaron conciliar lo helénico y la filosofía con el cristianismo, que unos pocos años más tarde, en torno al año 370, escribió un texto en el que interpelaba a los jóvenes cristianos sobre cómo se debía operar con el acervo helénico. Los convoca al desafío de atravesar el camino de la παιδεία griega y leer los clásicos gentiles como un ejercicio que el ojo del alma realiza entre sombras y espejos, como se ve el sol reflejado en el agua, como una propedéutica, en definitiva, para aquellos que por razones de edad aún no están del todo preparados para mirar directamente a la luz, la luz de las Sagradas Escrituras. Deben, como Odiseo ante las Sirenas, taponarse los oídos, despejar el veneno de la miel, quitar las abundantes espinas de los malos ejemplos que allí cunden, para que quede despejada la rosa que es la virtud. La cultura griega es la flor, dice Basilio, pero el joven lector cristiano debe ser la abeja que liba en ella la miel de la ἀλήθεια y de todo aquello que concierne al cuidado del alma (ψυχς πιμέλειαν) y a su provecho (φλεια); los demás seres, que de la flor apenas pueden oler el perfume o regocijarse del colorido, son aquellos que se dejan llevar por el mero placer del texto (λόγων δονς), similar a los placeres del tacto y el gusto (ἁφ κα γεύσει δονάς). El adolescente lector cristiano debe hacer de la lectura una catarsis del alma (κάθαρσις δ ψυχς). Basilio baraja un puñado de ideas ligadas a las que defendían los cínicos, aunque ciertamente contaminadas de platonismo. El cristiano de Basilio también es un atleta hercúleo de la virtud: la ρετή, dice, es el único bien inembargable, en esta vida y en la otra, y el cristiano debe ser un atleta cuya vida igualmente consiste, como en aquellos que aspiran a los laureles olímpicos, en prepararse para competir y después de competir volver a prepararse para volver a competir, aunque el fin sean las mieses de la vida eterna, y debe como Heracles seguir el camino de los trabajos fatigosos y de riesgo. También como el cínico, entiende que se debe repudiar el qué dirán de la δόξα y la muchedumbre y que la filosofía que vale es la que se mide y contrasta en las obras o actos, no en las palabras. Basilio evoca a aquel filósofo que, no defendiéndose cuando fue golpeado a trompadas en la jeta por un iracundo, se hizo grabar en la frente, una vez que acabó la golpiza, el nombre del agresor. Aunque en su versión el héroe de la anécdota es Sócrates y nos los cínicos, asocia la actitud del protagonista con aquello que predicaba Jesucristo según Mateo: el poner la otra mejilla[33]y el rezar por el bien del enemigo, bendecir al que nos maldice y hacer el bien a los que nos odian[34]. También pone en boca de Pitágoras la anécdota atribuida por otros a Crates. Sería en este caso Pitágoras el que le lanzó una reprimenda a un discípulo demasiado hinchado por un exceso combinado de gimnasio y comida que convertía a su cuerpo una sólida cárcel, lo que le sirve a Basilio para atacar el desmedido cuidado del cuerpo. Los ejercicios cristianos son, como los estoicos, básicamente de corte espiritual, no las pruebas de resistencia al frío estatuario o a las arenas ardientes del sinopeo, ni el footing tebano. De Diógenes cita el repudio de la coquetería aparatosa en el peinado y las ropas (κουρς δ κα μπεχόνας), que el Perro juzgaba propio de desgraciados (δυστυχούντων) y delincuentes (δικούντων). El emperifollarse a lo farolero (καλλωπιστν), escolia, es tan vergonzoso como el adulterio y la fornicación con putas[35]y nos convierte en un φιλοσματος. Lo mismo admira en Diógenes «el uniforme desdén hacia todas las cosas humanas» (πάντων μο τν νθρωπίνων περοψίαν), en virtud del cual se consideraba más rico que el Rey por tener menos necesidades. Claro que Basilio aminora ese desprecio a las riquezas: el buen cristiano simplemente no debe desear la riqueza no se posee, pero no tiene la obligación de desprenderse de ella; lo que debe hacer, si es rico, menos que disfrutarla es aprender a administrarla bien[36]. Ante la pobreza material, la actitud del cristiano, se infiere, debe ser la de taparse las orejas eludiendo los espinosos extremos practicados por Diógenes y Crates.

     Los monjes y eremitas fueron a los padres eclesiásticos algo así como los cínicos al resto de los filósofos paganos: «los cínicos de la Iglesia primitiva» dice Goulet-Cazé. El monacato cristalizó en el siglo III y se expandió por todo el Imperio, con foco en los desiertos de la Tebaida y en los derredores Alejandría; pero los cínicos eran bichos de ciudad y los monjes al revés marchaban al campo, el desierto o la montaña a vivir en cuevas o tumbas. Tenían en común, según Goulet, el rechazo de las normas de la civilización, el rechazo de los dioses paganos y abrazar la vida ascética; a lo que habrá que añadir que muchos de ellos eran también algo así como el proletariado del sacerdocio, hijos de las clases no letradas. Ambos cultivaban una ascesis física, comenta Goulet-Cazé: de fin moral en los cínicos, de fin espiritual en los monjes. Pero unos buscaban robustecer el temperamento y endurecerse contra los avatares de la Τύχη y los otros aniquilarse a sí mismos hasta la mortificación para hacer la voluntad de Dios imitando a Cristo, de ahí la condena cristiana de la ascesis cínica como arrogancia y vanagloria. Una cosa es litigar contra la civilización tomando el rasero de la naturaleza y otra contra lo mundano en conformidad con Dios.

     En 387, con el cristianismo ya como religión oficial, hubo en Antioquía una rebelión provocada por una suba de impuestos que llevó a las masas a derribar las estatuas de Teodosio. El emperador, el mismo Teodosio, organizó una persecución que, por lo que cuenta Juan Crisóstomo, hizo que los cínicos del lugar huyeran a refugiarse en cuevas. Los que moraban en la ciudad, dice Juan, se dispararon a los desiertos y montañas, mientras los que vivían en los desiertos y la montaña se precipitaron a la ciudad, porque al contrario de τ κυνικ καθάρματα, como los nombra –algo así como la mierda cínica–, los harapientos monjes que habitaban los desiertos y montañas se presentaron a dar consuelo y terciar, rogándole al emperador piedad para con los delincuentes, al punto de disponerse a besar los pies de las autoridades y ofrecer sus propias cabezas como hipoteca.

     La afinidad entre monjes y cínicos, escribe Goulet, alcanzaba a lo atinente a vestidura y dieta, porque muchos lucían palliolum y baculus además de la melota –que era la prenda de piel de cabra u oveja usada por Juan el Bautista–, llevaban pelo largo, andaban descalzos o en sandalias y se alimentaban de frutas y verduras cuando no de lentejas. Y ciertamente tales excesos no fueron del gusto de muchos padres, como Nilo de Ancira, el que los acusó de servirse de la apariencia para obtener riquezas como parásitos[37]. Sin embargo Juan Crisóstomo hace más bien caso omiso de este ítem y dentro de un ataque general a los filósofos paganos, cuyas doctrinas no eran más que locura (νοια) y vanidad de vanidades, parece apuntar con una saña particular a los cínicos cuando refiere que no tienen nada que ofrecer de su filosofía salvo ese teatro infantil (μμων παιδιας) del ropaje y el aspecto externo (σχματος). «Otra cosa son los cristianos, que largaron el bastón, la barba y el resto de los accesorios de vestuario (βακτηρίᾳ κα πγωνι κα τ λλ σκευ) para adornarse (κατεκσμησαν) la ψυχ y no el cuerpo, pero con los dogmas y actos de una filosofía verdadera». Los filósofos helénicos son pintados como parafernalia pura, teatralidad, cosmética y entretenimiento deportivo. Los filósofos del cuerpo se convierten por ende en los consecuentes filósofos de las pasarelas de la apariencia y los tapujos, los top models del ascetismo. Crisóstomo pretende demostrar que la magnanimidad, la fortaleza, la franqueza, la intrepidez y los restantes pendones del bando cínico eran enarbolados en realidad por los monjes cristianos, ya que todo lo propio de los viejos filósofos griegos era frivolidad (λρος) y cobardía (μικροψυχα), puestas en escena y fábula (μθος κα σκην κα πκρισις): «De nada sirve el aspecto cuando es el alma la que viste como mendigo. Si se desnuda el alma de los monjes se verá su belleza».[38]

     La cosa no se queda en los especímenes que pululaban en el presente. Con la misma intransigencia juzga al propio Diógenes, en el que encuentra una suma de actitudes pueriles guiadas por la vanagloria y la imprudencia (κενοδοξαν κα θραστητα κα παιδικς ργα διανοας), como vivir en un tonel y lucir harapos (ακων) en medio del ágora, y lo compara con algunos que, siguiendo esa misma estela de proezas exhibicionistas, a la fecha lo aventajaban en el despropósito comiéndose el cuero de las sandalias o tragando clavos. Juan Crisóstomo, en torno al año 378, presenta a Diógenes como contraejemplo de san Babilas, del que se decía que enfrentó al emperador Filipo el Árabe y acabó en prisión y decapitado. Al compararlo con él la παρρησα de Diógenes ante Alejandro menos que admirable (θαυμαστ) le resulta monstruosa (τερατωδστερον), más bien un inútil portento excéntrico, por lo que reduce al Perro a la estatura de un mocoso (παιδων) que necesitaba de niñera (ττθαι) y lo manda a vestirse con un μτιον como la gente. «Cuánto mejor hubiera sido que este filósofo, cubierto con una decente vestidura, se mostrara como un trabajador adulto (δρν νεργν) y pidiera al rey algo útil (χρησμων), que no el estarse sentado al rayo del sol cubierto de un manto raído a la manera de los niños de pecho, a los cuales la nodriza así coloca, con el mismo objeto de calentarlos, una vez que los ha bañado y ungido con el óleo, exactamente como el filósofo estaba sentado a la manera de un infeliz y demandaba una gracia propia de cualquier viejecita.» Ese desplante le parece un acto inocuo e inútil, surrealista que diríamos, sin beneficio comunitario (κοινωφελές) ni enmienda posible para la vida de los demás (λλων βον κατορθον): «¿a qué ciudad, a qué casa, a qué hombre o a qué mujer salvó? ¡Indícame el fruto (κρδος) que se siguió de esa libertad de hablar!»[39] Para más inri lo juzga como un ser obsceno, absurdo e inepto (ασχρς κα τοπος κα περιττς); no rescata ni siquiera su celibato, porque dice que estaba basado en unas σωφροσνη y γκρατεα teñidas de infamia y deshonra (ασχρός, ασχνης), como lo prueba que Diógenes juzgara a la antropofagia como διάφορα, aberración que coloca en un mismo plano junto al incesto promovido por los de la Estoa y la ingestión de semen humano que vindicaba el Estagirita. El cinismo, desde los comienzos, parece ser para Juan Crisóstomo la forma más palmaria de la insustancial y decadente filosofía helénica.

     Pero Juan, sin mayores pruritos, cambia rotundamente de parecer y en Adversus oppugnatores vitae monasticae alaba las virtudes ascéticas de Platón, Sócrates y Diógenes, recordando sobre el último cuánto dinero podría haberle ofrecido Alejandro si él no lo hubiera rechazado, y cómo el macedonio advirtió en ese gesto que Diógenes era más rico que él y se esforzó de ahí en más en emularlo. Y en efecto, dice Juan, era más rico que ese y muchos más reyes[40]. Si un pagano fue capaz de llevar tal tipo de vida, cuánto más debería un cristiano. Diógenes le venía bien a Juan Cristóstomo, en este caso, como argumento para la defensa del monacato.

     Por aquellos años Joviano había sido condenado como heresiarca por negar que el ascetismo monástico fuese la mejor vía de santidad (entre otras cosas negó que el bautismo alcanzara para ser salvado, que la virginidad fuese preferible al matrimonio, y sostuvo entre otros menesteres que María no fue virgen después de dar a luz a Jesús). Cuando Jerónimo cargó contra Joviano, tuvo que abundar en los ejemplos de los filósofos paganos que practicaron distintas formas de ascetismo: «aquellos que no conocen o desprecian la pobreza apostólica y la dureza de la Cruz –escribió Jerónimo– pueden, en su defecto, imitar el ejemplo de la parquedad de los gentiles» (qui paupertatem Apostolorum et crucis duritiam, aut nesciunt, aut contemnunt, imitentur saltem gentilium parcitatem). Crates arrojando el oro al fondo del mar, el fondo de las malae cupiditates, hundiéndolo para no hundirse él, es uno de ellos[41]. También Antístenes, que al dar con Sócrates vendió y entregó al pueblo todo lo que tenía y se quedó apenas con un pallium, es ejemplo de frugalitas y paupertas[42]. Pero entre ellos es Diógenes el abanderado, el que siendo más fuerte que Alejandro se elevó a la estatura de naturae victor humanae: «el conquistador de la naturaleza humana». Sobre él aporta detalles varios de entre los conocidos: cómo soportó los palazos de Antístenes, aguantó el frío doblando el manto, hizo de la mochila una despensa y se desprendió incluso del plato de madera, se contentó con vivir en los pórticos y vestíbulos o en una tinaja a la que movía según daba el sol, y así murió en camino a los Juegos Olímpicos como un completo dechado de virtus et continentia: vencido por la fiebre aunque venciendo a la naturaleza humana[43]. Pero como Jerónimo estaba entre aquellos que predicaban un rigor ascético extremo que incluía una doble abstinencia de la carne, sexual y alimentaria, usó al Perro incluso de modelo de vegetarianismo: «Diógenes sostenía que los tiranos destruyen las ciudades y provocan las guerras excitados no por una dieta de verduritas y manzanas sino por las panzadas de manjares cárnicos» (non pro simplici victu olerum pomorumque, sed pro carnibus et epularum deliciis asserit excitari). El pan y el agua, dice Jerónimo, cubren la vitae necessitatem y el resto es vitium voluptatis[44]. Incluso Epicuro, el campeón del placer (voluptatis assertor) promovía una frugal dieta vegetariana, dice. «Porque si alguno piensa –expresa Jerónimo– disfrutar intensamente de la carne y de la bebida en exceso, y al mismo tiempo dedicarse a la filosofía, es decir, vivir en el lujo y, sin embargo, no ser obstaculizado por los vicios que acompañan al lujo, se engaña a sí mismo.»[45]

     Claro que la ortodoxia cristiana en general no vio con muy buenos ojos la dieta extremista de aquellos filósofos como los cínicos. Paladio, por ejemplo, rondando el año 420, en el prólogo de la Historia lausiaca que narra la vida de los anacoretas de la Tebaida, acusa de vanidad, pavoneo e intemperancia (κουφοδοξία y κολασα) a Pitágoras, Platón y Diógenes por ser δροπται, esto es, bebedores exclusivos de agua. «Es mejor beber vino con razón que agua con orgullo», expresa Paladio, y cede gustoso el incoloro elixir a esos adoradores de ídolos que ignoran a Dios[46]. Una vez más el τύφος rebotaba contra los cínicos como un mensaje devuelto al remitente.

     Llegado el siglo V, con el cristianismo como religión del Imperio, las referencias cristianas al cinismo no habían cambiado mucho. Teodoreto de Ciro, en la Graecarum affectionum curatio, indica que los cínicos originales declaraban una lucha contra el placer que heredaban de Antístenes, pero que no practicaban. Antístenes, escribe, había señalado que no había que mover un dedo por el placer y que era preferible estar loco a enamorado; pero Diógenes se convirtió en un voluptatis servus, un esclavo del placer (δονς δ δολος γενόμενος) consagrado a la fornicación con hetairas, y tampoco le iba muy en zaga el Crates dado a consumar la unión conyugal en el Pórtico con Hiparquia[47]. Consiente un poco antes que Antístenes, Diógenes y Crates son ρετς θλητας, atletas de la virtud; pero a diferencia de los athletis nostris, lo son por inanis gloriae, por vanagloria (παραπλσιως κενς νεκα δοχς)[48]. En los Discursos sobre la provindecia sin embargo incluye de buen grado a Diógenes entre aquellos paganos que se despojaron de las riquezas[49].

Prudencio, poeta cristiano, burlándose de los filósofos habla de los desvaríos barbados de Platón, los laberintos silogísticos de Aristóteles y del aspecto cabruno de los cínicos (hircosus Cynicus), en referencia a la pelambre y probable mal olor[50], lo mismo que de «la canina cháchara ladradora que copa el foro y disfrazada con el garrote de Hércules suelta en las calles la sabiduría vil de los gimnosofistas» (canina foro latrat facundia toto, hinc gerit Herculeam uilis sapientia clauam ostentatque suos uicatim gymnosofistas)[51]. Lactancio ya se había despachado contra ciertos filósofos que escribían contra los cristianos y usaban el manto y el pelo largo para ocultar los vicios (tamen uitia sua capillis et pallio)[52]; también Juan Crisóstomo, que se refirió a algunos filósofos que al tiempo que lucían orgullosamente cabellera y bastón y soltaban una abstrusa charlatanería, no veían las piedras que tenían delante de los ojos y las confundían con dioses[53]. La vestimenta y el aspecto característicos de los cínicos con el tiempo parecen haber ido envolviendo a los demás, convirtiéndose en un rasgo distintivo o más bien caricaturesco de todos los viejos filósofos helénicos, sobremanera cuando eran blanco de tiro de la inteligencia cristiana. Sin embargo unos siglos atrás Tertuliano había cambiado la toga romana por el manto filosófico –al que le rindió una alabanza llamada De pallio– y Justino el Mártir también lo usaba inclusive luego de ser bautizado. Pero ahora la cabellera, el palio y el bastón no son más que «las pedantescas insignias de los sofistas», ya que por esos míseros ajuares traspasa la vanidad. Así al menos se pronunciaba el poeta cristiano Sidonio Apolinar en una epístola remitida al papa Fausto: «Tú que no das fardo a tus pelos, que no pones tu gloria en llevar el manto o el bastón, esas insignias de los sofistas, que no buscas el orgullo bajo un vestido afectado, que no buscas brillo bajo ropas pomposas, que no permites que una vanidad despreciable traspase bajo ropas descuidadas» (Tum præterea non cæsariem pascere, neque pallio aut clava, velut sophisticis insignibus, gloriari, aut affectare de vestium discretione superbiam, nitore pompam, squalore jactantiam). Unos renglones después pronostica la derrota definitiva de los filósofos: «quien quiera medirse con vosotros, verá que los estoicos, los cínicos, los peripatéticos, los heresiarcas son vencidos por sus propios razonamientos, vencidos por sus propias armas (Stoicos, Cynicos, Peripateticos, haeresiarchas propriis armis, propriis quoque concuti machinamentis). Porque si sus seguidores se rebelan contra el dogma y el sentimiento cristianos, pronto atados por ti serán envueltos en sus corrientes; la lengua móvil de estos hombres inconstantes morderá el anzuelo de tus agudos silogismos, rodearás estas escurridizas preguntas con las espirales de tu lógica, como esos hábiles médicos que saben sacar de la propia serpiente, cuando se presenta la ocasión, una cura para el veneno»[54]. Sidonio, que había pintado a Diógenes dejándose cortar la apestosa greña por la hetaira Laide, su querida[55], acusa en otro carmen a la Cynicorum turba de imitar a los discípulos de Epicuro[56]. Queda clara la tendencia: no son nomás jactanciosos y vanos sino disolutos inclinados al placer. Tampoco olvida a dicha barba en la citada carta al papa, graficada como una cresta (Diogenes barba comante) y como su rasgo más irrisoriamente distintivo.

     El discípulo de Juan Crisóstomo, Nilo de Ancira, alias el Solitario, que dejó una vida de abogado y padre de familia para hacerse monje, también dejó escrito que el ascetismo sin esperanza cristiana no era sino ostentación y amor a la gloria (χάριν πιδείξεως κα φιλοδοξίας), una gimnasia vana que no produce más que sudor. Aunque en otro texto que se le atribuye, De voluntaria paupertate, expresa admiración por los filósofos gentiles que se consagraron a la pobreza viviendo como los perros (y alude a Diógenes sin nombrarlo)[57], en el llamado Discurso ascético Nilo describe el fracaso especulativo de los filósofos griegos con la misma franqueza y los mismos argumentos usados por la secta de Diógenes, pero los aplica de igual forma para desbaratar las inútiles coartadas pragmáticas que emprendieron tanto los cínicos como los demás terapeutas del paganismo. «Algunos de los griegos se imaginaban a sí mismos dedicados a la metafísica, pero descuidaron por completo la práctica de las virtudes. Algunos eran observadores de estrellas, explicando lo inexplicable y afirmando conocer el tamaño de los cielos, las dimensiones del sol y el movimiento de las estrellas. A veces incluso trataron de teologizar, aunque aquí la verdad está más allá del alcance del hombre sin ayuda, y la especulación es peligrosa; sin embargo, en su forma de vida estaban más degradados que los cerdos que se revuelcan en el lodo. Y cuando algunos de ellos trataron de aplicar sus principios en la práctica, se volvieron peores que aquellos que sólo teorizaban, porque vendían sus trabajos por gloria y alabanza. Por lo general, su único objetivo era presumir, y soportaban dificultades simplemente para obtener un aplauso barato. Además, ¿qué puede ser más estúpido que callar continuamente, vivir de verduras, cubrirse de pelo con ropas andrajosas y pasar los días en un tonel, si no se espera recompensa después de la muerte? Si las recompensas de la virtud están restringidas a esta vida presente, entonces uno está involucrado en una competencia en la que nunca se ofrecen premios, luchando toda la vida por el único retorno del trabajo y el sudor.»[58]

     En torno al primer cuarto del siglo V san Agustín dedica a los canini philosophi, que así los llama, uno de los breves capítulos de La ciudad de Dios, «De vanissima turpitudine Cynicorum». Allí comenta que el famoso acto sexual público de Diógenes, lo mismo que el de Crates, tenían un simple fin promocional, que hacían esas cosas para impactar en la gente y para que las ideas de la secta calaran fijadas en la memoria de los hombres. Deja escrito que los cínicos ulteriores, vencidos por el pudor naturalis, no continuaron esa errónea práctica. Es bastante factible que así haya sido –sobremanera bajo el orden romano–, aunque la noticia transmitida unas centurias atrás por Luciano acerca de los procederes de Peregrino en Alejandría, cuando estaba bajo la égida de Agatobulo, aporte un ejemplo en sentido contrario. Para Agustín, incluso, lo que Diógenes realizó no era sino un truco: un simulacro de masturbación. Un como sí. Entiende que los espectadores que lo rodeaban no podían saber qué era lo que verdaderamente estaba aconteciendo sub pallio –o sea que el hombre no estaba operando, digamos, con el miembro sexual a la vista. Que en definitiva estaba haciendo lo que Jim Morrison iba a reponer en los escenarios unos milenios más tarde para el amplio y renovado público ecuménico de la pax americana. Si los cínicos que todavía andaban dando vueltas por ahí hubiesen tenido la osadía de llevar a cabo lo propio (y Agustín da fe de que por entonces aún se los veía portando pallio y clava) sin dudas hubieran sucumbido lapidados o por lo menos atacados a escupitajos, escribe. Para él la empresa cínica contra humanam uerecundiam, contra la vergüenza humana, merece ser calificada de canina, lo que es decir de impúdica e inmunda (inmundam inpudentemque). Se trata para Agustín de un acto infame; sin embargo da la impresión de que, aunque acusa a Diógenes de gloriarse con ese tipo de cosas –ergo de ir a por la δόξα– está siendo de alguna manera condescendiente, primero al negar que realmente cometiera el acto, segundo al considerar que esa representación tenía un propósito que se diría ético o doctrinario, aunque a todas luces aberrante: probar que los hombres son semejantes a los perros –o en definitiva a los animales. Diógenes a través de la inpudentia pretendía saltearse la inoboedientia cometida en aquel primo et magno peccato adánico; pero del pecado original no hay liberación sino por la gracia de Dios. Jerónimo había dicho, en otro orden, que era el vencedor de la naturaleza humana; pero Agustín más bien demuestra el entero despropósito de esa gesta en lo que llamaríamos el campo de la libido. Inhumano, demasiado inhumano.[59]

     Esta vanissima turpitudine Cynicorum, de toda suerte, puede ser redimida por la Iglesia sin que el buen canino renuncie enteramente al cinismo. Unas cuantas páginas después Agustín les abrirá las puertas del Cielo. Cuando los filósofos se hacen cristianos no tienen por qué cambiar de vestuario ni costumbres (habitum uel consuetudinem), dice, porque mientras no se obre contra diuina praecepta, la fe cristiana se puede practicar bajo cualquier traje o modo de vida (habitu uel more uiuendi) y esto rige para los cínicos en tanto no comentan nada deshonroso e inmoderado (turpiter atque intemperante)[60]. Lo que es decir, en la medida en que depongan las armas y acaben con esa guerra declarada contra humanam uerecundiam. O en su defecto, a atenerse a las escupidas y pedradas.

 

     Las relaciones del propio Jesús de Nazaret con los cínicos vienen generando cola de hace algún rato, sobre todo en ciertos círculos intelectuales norteamericanos. Son unos cuantos los que han llegado al colmo de mantener que era así nomás un filósofo cínico, lo cual requeriría el gesto de encajonar como ficticios más del 80 % de los dichos que se le atribuyen. Ya que se estima que la hipotética fuente Q reconstruida desde los Evangelios de Mateo y Lucas, una probable colección de dichos y hazañas de Jesús reunidos después de su muerte, podría haber sido montada sobre los raseros griegos de dos géneros literarios como la χρεία y el βίος (claro que sin ninguna pizca del humor cáustico y el ingenio chusco adherido a los perrunos), no faltan quienes se aferran a la hipótesis de un verdadero Jesús histórico que, inocente de todo halo profético-apocalíptico, no fue otro que un filósofo popular a la manera cínica o directamente cínico. De esta forma se lo empaqueta presentado como un itinerante judío cínico al que le fue endosada a posteriori la escatología, pero que en realidad, como Hijo del Hombre e Hijo de Dios, estaba mucho menos interesado en lidiar contra Roma o reformar la religión judía que en predicar un reino de Dios vivido enteramente en el presente. Que ni Jesús ni su grupo eran cristianos es algo bastante aceptado. La investidura de Jesús como Cristo o Mesías si no fue una construcción de los Evangelios podría haber sido al menos un añadido póstumo presente en una segunda tanda dentro del protoevangelio Q. Aunque la lengua materna de Jesús parece que fue el arameo, es factible que predicara a veces usando la lingua franca del griego, como también es probable que hubiese tenido relaciones con predicadores ambulantes cínicos en Galilea o Séforis. Que el mensaje de esta gente, Jesús y los suyos, estuviera impregnado de un cierto cinismo, que conocían y les era familiar, y que encarnaran de manera colateral una especie de interpretación y adaptación del patrimonio cínico al universo judío, es verosímil por demás, aunque otro cantar es que fueran de cuerpo entero filósofos cínicos. Una cosa es que la prédica original de Jesús estuviera empapada de cinismo y otra distinta es que fuera el producto de algún tipo de iniciación o de incorporación doctrinal explícita a través del estudio o la lectura de la literatura de la secta. A diferencia de Jesús, que actuaba en un medio más judío y rural que grecorromano y urbano, Pablo se desempeñó como un itinerante de largo aliento en el mismo entorno que los cínicos, las ciudades helenísticas, y es evidente que sacó algún provecho de los métodos de la filosofía popular y de la llamada diatriba cínico-estoica. Pero los contactos entre judíos y cínicos podrían remontarse incluso al siglo III a. C., cuando se estima que comenzó la relativa helenización del pueblo judío. La circulación de la χρεία griega puede deducirse de la propia literatura judía que la absorbió a sus propios fines. En Gadara, que parece haber sido un centro de irradiación del cinismo, convivían paganos y judíos y habría evidencias de que Meleagro estuvo en contacto con las comunidades judías que habitaban allí y en Tiro, como probaría un epigrama que narra la disputa amorosa por una chica que habría sostenido con un judío. Enómao, otro cínico gadareno, ya mucho después en el siglo II, podría haber tenido estrechos contactos con esas comunidades, si se da fe a la hipótesis de que fue la inspiración del personaje Abnimos ha-Gardi, amigo del rabino Mein del Midrash Rabbah (si ese Abnimos no era Enómao era al menos un filósofo griego famoso entonces en Gadara, de ciertos rasgos cínicos y con pleno conocimiento de las tradiciones judías, o en su defecto un personaje que representaba a un filósofo griego con esos atributos). En la traducción al griego de Septuaginta se habla de un tal Nabal, hombre rico y malvado al que se le llama κυνικός[61](que para Flavio Josefo era menos un sujeto con un rasgo perruno que alguien que actuaba como un cínico[62]) y unos cuantos cínicos ya aparecen en los Midrashim y los Talmudes, como aquel loco que pasaba las noches en los cementerios, se rasgaba las ropas y destruía todo lo que se le daba, una especie de caricatura malpensada de los actos de Crates y Diógenes. Un judío del siglo primero con evidente influencia de ciertos conceptos del estoicismo y el cinismo fue Filón de Alejandría, judío romano educado en la filosofía griega, probable conocedor de las χρείαι y de las obras de los cínicos fundadores. Filón menciona a un tal Quereas que en Alejandría imitaba la παρρησία del Can[63], comenta las anécdotas diogénicas de la linterna y el secuestro de los piratas y compara a Antístenes con Moisés. No faltaron tampoco las asociaciones imaginadas entre cínicos y esenios, con base en Filón, y cínicos y zelotes con base en Josefo. Si el mismo Jesús podría haber sido un cínico, tampoco extrañará que aquel que cierre la historia del cinismo sea otro cristiano. Simeón el Loco, un monje que, un siglo después de desaparecida la secta perruna, parece haberse mimetizado con ellos al punto de alcanzar por la vía del ascetismo la desvergüenza y la inmodestia. Desde luego con él aquello que en los cínicos era un acto de razón, para los cristianos trocó en actos de locura. Simeón puede haber sido una construcción literaria del siglo VII más que una vida histórica del siglo VI. En tal caso, así como las χρείαι podían estar a la base de la fuente Q, seguramente también inspiraron a Leoncio, autor de la Vida de Simeón.




[1] Atenágoras de Atenas, Súplica en favor de los cristianos.

[2] «φασκόντων ς κοινς πάντων οσας τς γυνακας μν κα διαφόρ μίξει ζντας, τι μν κα τας δίαις δελφας συμμίγνυσθαι, καί, τ θεώτατον κα μότατον πάντων, σαρκν νθρωπίνων φάπτεσθαι μς» (Teófilo de Antioquía, A Autólico III, 4)

[3] Ibid. III, 3 a 6. Teófilo se monta en la teoría de Evémero, que afirmaba que los dioses eran el resultado de la deificación de antiguos hombres notables, aunque la convierte en válida apenas para la religión pagana, no para la cristiana (Cf., ibid. I, 9).

[4] Tertuliano, Apologético XLVI 3-4.

[5] «ο τ μν ποστερεν κοινωνεν νομα τέθεινται, τ δ φθονεν φιλοσοφεν, τ δ᾽ἀπορεν περορν χρημάτων»

[6] Elio Aristides, Oración III, A Platón: En defensa de los Cuatro, 663-694.

[7] Ireneo, Contra los herejes II 14, 5.

[8] Pseudo-Hipólito, Refutación de todas las herejías VIII 20, 1.

[9] «κυνικωτέρ δ βί σκεται» (Ibid. X 18, 1)

[10] «σχολν σκεύασεν πονοίας γέμουσαν κα κυνικο βίου» (Ibid. VII 29, 2); «κυνικωτέρ δ βί προσάγων τος μαθητάς» (Ibid. X 9, 4)

[11] Taciano, Contra los griegos XIX 1 y XXV 1.

[12] «Κα ο φιλσοφο γ' ν εξαιντο γερειν τοσοτους κροατς λγων π τ καλν παρακαλοντων· περ πεποικασι μλιστα τν Κυνικν τινες, δημοσίᾳ πρς τος παρατυγχνοντας διαλεγμενοι. ρ' ον κα τοτους, μ συναθροζοντας μν τος νομιζομνους πεπαιδεσθαι καλοντας δ' π τς τριδου κα συνγοντας κροατς, φσουσι παραπλησους εναι τος ν τας γορας τ πιρρηττατα πιδεικνυμνοις κα γερουσιν; λλ' οτε Κλσος οτε τις τν τατ φρονοντων γκαλοσι τος κατ τ φαινμενον ατος φιλνθρωπον κινοσι λγους κα πρς τος διωτικος δμους» (Orígenes, Contra Celso III 50.)

[13] Ibid. II 40 y VI 28.

[14] Ibid. VII 7.

[15] Id. Homilías sobre el éxodo IV, 6 (PG 12: 322 b).

[16] «Diógenes, mientras era vendido, queriendo reprender, como maestro, a uno de esos degenerados, dijo virilmente: “Ven aquí, jovenzuelo, cómprate otro hombre”, corrigiendo con expresión ambigua la deshonesta conducta de aquél.» (Clemente de Alejandría, Pedagógico III 16, 1)

[17] «Ὸἱ τς ννδρου κα διεσκατωμνης τρυφς φ´ δονασι σαχθντες καρ πονεν θλοντες οδ βαι.» (Id., Misceláneas I 14) (Cf., ibid. II 20, 186)

[18] Ibid. VII 4, 601. También evoca el diálogo que Diógenes tiene con aquel que se asombraba de ver una serpiente enroscada en un mortero, al que increpa diciéndole ¡Deja de preguntarte! (μ θαμαζε) (Ibid. VII 4, 600).

[19] «Después de haber escuchado a Sócrates, Antístenes se hizo cínico y Platón se retiró a la Academia» (Σωκρτους δ κοσας ντισθνης μν κνισε, Πλτων δ ες τν καδημαν νεχρησε). (Misceláneas I 14)

[20] «ντισθνης μν γρ ο Κυνικν δ τοτο νενησεν, Σωκρτους δ τε γνριμος θεν οδεν οικναι φησν· διπερ ατν οδες κμαθεν ξ εκνος δναται”». (Protréptico a los griegos VI 71)

[21] «Ὁ τε Σωκρατικς ντισθνης, παραφρζων τν προφητικν κενην φωνν Τνι με μοισατε; λγει κριος, [Θεν] οδεν οικναι φησ·διπερ ατν οδες κμαθεν ξ εκνος δναται.”» (Misceláneas VI 14, 108) (Cf. Libro de Isaías 40, 18) También aparece en Clemente aquella contestación de Antístenes a los cultores de Cibeles: «Yo no alimento a la madre de los dioses, a la que los propios dioses alimentan» (Protréptico a los griegos VII 141; Misceláneas VII 75, 3).

[22] «Πλιν ντισθνης μν τν τυφαν (Ibid. II 20, 187)

[23] «γ δ ποδχομαι τν ντισθνη, Τν φροδτην λγοντα κν κατατοξεσαιμι, ε λβοιμι, τι πολλς μν καλς κα γαθς γυνακας διφθειρεν. Τν τε ρωτα κακαν φησ φσεως· ς ττους ντες ο κακοδαμονες θεν τν νσον καλοσιν. Δεκνυται γρ δι τοτων ττσθαι τος μαθεστρους δι´ γνοιαν δονς, ν ο χρ προσεσθαι, κν θες λγηται, τουτστι κν θεθεν π τν τς παιδοποιας χρεαν δεδομνη τυγχν.» (Ibid. II 20, 179)

[24] «Κα ντισθνης δ μανναι μλλον σθναι αρεται.» (Ibid. II 20, 187)

[25] «Τν δ (φησ) κρτει ψυχς θει γαλλομνη· οθ´ π χρυσεων δουλουμνη οθ´ π´ ρτων τηξιπθων, οδ´ ε τι συνμπορν στι φλυβρι.» (Ibid.)

[26] «δον νδραποδδει δολωτοι κα κναπτοι θνατον βασιλεαν λευθεραν τ´ γαπσιν.» (Ibid.)

[27] «Οτος ν λλοις εθυρρημνως γρφει τς ες τ φροδσια κατασχτου ρμς κατπλασμα εναι λιμν, ε δ μ, βρχον.» (Ibid.)

[28] Ibid. II 21, 190.

[29] Id., ¿Qué rico se salvará? 11, 3-4.

[30] Id., Homilías V 18.

[31] Lactancio, Instituciones divinas III 15, 21.

[32] Eunomio, Apología primera 19.

[33] Mateo 5:39.

[34] Mateo 5:44.

[35] A los jóvenes: Cómo sacar provecho de la literatura griega IX, 3.

[36] Ibid. IX, 21-22.

[37] Nilo de Ancira, Discurso ascético 8-9.

[38] Juan Crisóstomo, Homilías sobre las estatuas al pueblo de Antioquía XVII y XIX.

[39] Id., Homilía sobre el bienaventurado Babilas 45-49.

[40] Id., Contra los enemigos de la vida monástica 2, 4 y 2, 5 (PG 47:337 y 339).

[41] «Crates el tebano arrojó al mar una no pequeña cantidad de oro: ¡Húndete, dijo, donde las nefandas salacidades! ¡Voy a ahogaros para no ahogarme yo!» (Crates ille Thebanus, projecto in mari non parvo auri pondere, Abite, inquit, pessum malae cupiditates: ego vos mergam, ne ipse mergar a vobis.) (Jerónimo, Contra Joviano II 9, 338)

[42] Ibid. II 14, 344.

[43] Ibid. II 14, 345-346.

[44] Ibid. II 11, 340.

[45] «Quod si quis existimat et abundantia ciborum potionumque se perfrui, et vacare posse sapientiae, hoc est, et versari in deliciis, et deliciarum vitiis non teneri, seipsum decipit.» (Ibid. II 9, 338).

[46] «μεινον γρ μετ λόγου ονοποσία τς μετ τύφου δροποσίας.» ( Paladio, Historia lausiaca, Prólogo)

[47] Teodoreto, Curas a las enfermedades de los griegos 12, 47-50.

[48] Ibid. 12, 32.

[49] Id. Discursos sobre la providencia 6.

[50] Prudencio, Apoteosis 200.

[51] Id., Hamartigenia 400-405.

[52] Lactancio, Instituciones divinas V 2, 3.

[53] Juan Crisóstomo, Homilía en reprensión de quienes no habían asistido a la Iglesia; Homilía acerca de las palabras del apóstol: Teniendo un mismo espíritu de fe.

[54] Sidonio Apolinar, Cartas IX, 14-15.

[55] Id. Poemas XV, 181.

[56] Id., ibid. II, 170.

[57] Id. Sobre la pobreza voluntaria 39.

[58] Nilo de Ancira, Discurso ascético 2.

[59] San Agustín, La ciudad de Dios XIV 20. En 386 ya habría apuntado que a los cínicos «les place de la vida cierta libertad y licencia» (uitae quaedam delectat libertas atque licentia) (Contra los académicos III 19, 42).

[60] La ciudad de Dios XIX 19.

[61] 1 Samuel 25:2-4.

[62] Antigüedades de los judíos VI 296.

[63] Filón, Todo hombre bueno es libre 125.


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