«Nunca subí»: cínicos, dioses y religión


A los que elevaban plegarias para indemnizarse ante la fortuna, dice Laercio, Diógenes les recriminaba simplemente que pedían lo que a ellos le parecían bienes y sin embargo no eran los bienes verdaderos (γαθ τ ατος δοκοντα κα ο τ κατ' λθειαν)[1]. A Diógenes y los suyos, que batallan contra la religión de Estado y la religiosidad popular devenida en superstición, les tocó librar una cruzada iluminista contra la Τύχη, que por entonces había adquirido el estatuto de una divinidad a la que se le erigían estatuas en distintas ciudades griegas. Una diosa histérica: caprichosa, paradójica, imprevisible, celosa, ciega y perversa, contra la que había que impermeabilizarse y mandarla a pasear. La más venerable de las diosas helenísticas, como pone Armstrong y a la sazón la única omnipotente, que dice Festugière. El cínico no envuelve al universo en una teoría armónica como si fuera un útero paterno: lo real que lo apremia tiene la forma del capricho femenino (la Jantipa de estos solteros es la universal Fortuna, para qué adicionar una concreta). Más se descomponía el mundo clásico de la ciudad, más avanzaba un tipo de religiosidad popular inorgánica de irracionalidad extrema. Surge esta diosa Fortuna como una suerte de deidad de compromiso, un nuevo culto en eras de disgregación social. El cinismo originario responde a ese contexto lanza en manos de un λóγος entendido como sensatez terminal, urgente y ejecutiva. En un mundo que queda a la buena de Dios ese dios se hace llamar Fortuna y para los cínicos es poco menos que el Diablo, salvo que visto por un observador racionalista hasta los tuétanos y burlón como ninguno. Pero para ellos no es otra cosa que la adversidad, en un contexto de penuria generalizada, porque el adversario son simplemente las pasiones, es decir la necedad colectiva. Así como no convierten a la naturaleza en una deidad reverenciada, tampoco confieren a la fortuna el carácter mal absoluto, sino que es un mal contingente al que están dispuestos a reírsele en la cara. Y así como al νόμος se lo enfrenta con la φύσις y al πάθος con el λόγος, a la τύχη se la combate con el θρσος, el coraje, la intrepidez, la audacia[2]. Ante el infortunio, ante todo lo repentino e impensado, Diógenes no hacía otra cosa que felicitar a Τχη por los frutos que el entrenamiento al que lo sometía dejaban en él: «Bien por ti, oh Fortuna, porque colaboras con la virtud trayéndome lo terrible[3]» (τι με τος δεινος πρς ρετν συνασκες); «Bien, oh fortuna, que me hiciste aferrarme a la virilidad» (τι μου ρρνως προστηκας). Y una vez que le agradecía con ese aire desafiante se retiraba silbando bajito[4]. Lo que hacía, como pone Temistio, era despreciar (καταφρονέω) todo aquello que derivaba de la suerte; por eso lo llama μεγαλόψυχος, altivo, o más bien magnánimo. Un desdén y una grandeza anímica, según dice, equivalentes en el mismo terreno a la ofrecida por Sócrates.[5]

     Diógenes tiene clarísimo cuál es el recurso económico para enfrentar a la desgracia: ni más ni menos que la pobreza, entendida como el ejercicio de desprendimiento de todos los bienes superfluos. Porque, como dice Séneca, es más llevadero no adquirir que perder (tolerabilius autem est faciliusque non adquirere quam amittere), razón por la que se ve más alegres a aquellos a los que la fortuna jamás puso el ojo que a quienes abandonó. Esto es lo que había entendido Diógenes, ese vir ingentis animi, y así se aseguró de que nada le fuera quitado (et efficit, ne quid sibi eripi possit), mandando a paseo a la Fortuna, a que se ocupe de sus negocitos, porque no hay nada en Diógenes que a ella pertenezca. «Ocúpate de tus asuntos, Fortuna, porque nada de lo de Diógenes es tuyo» (age tuum negotium, fortuna, nihil apud Diogenen iam tui est)[6]. Como se ve, la fortuna se relaciona con el negotium y eso para el buen cínico es πραγμάτιον, asuntos irrelevantes, problemas y molestias que cosifican y estorban al hombre libre. El amigo de los dioses reduce los tejemanejes de la suerte a un petite affaire. Cicerón asegura que Diógenes dijo del pirata que lo esclavizó, tenido por un ladrón de buen pasar favorecido por la fortuna, que daba testimonio contra los dioses (contra deos testimonium) porque la prosperidad (prosperitates) y la fortuna de los delincuentes refutan todo el poder y autoridad de los dioses[7]. ¿Pero qué entendía el hombre del Ponto por dioses?

     Desde que aparecieron los presocráticos, lo que se llama filosofía no fue otra cosa que una buena nueva proyectada como alternativa a la religión griega. Lo primero que cae es el antropomorfismo y lo segundo el politeísmo. Vestida de cosmos y naturaleza la filosofía trae consigo el monoteísmo y donde lo mucho se reduce al uno el cero ya está latente. Hasta ese entonces eran los poetas los encargados de la teología –es decir de hablar sobre los dioses–; pero desde que apareció un Anaximandro la teología se convirtió en un discurso no ya sobre unos dioses con forma humana –dechado de poder, fuerza y belleza– sino sobre lo divino, sobre lo uno, lo imperecedero, lo sabio: increado, eterno, omnipresente, omnipotente y omnisciente. Al monoteísmo neutro de la filosofía de la naturaleza Parménides le aportó la fundación de la ontología en paralelo con los principios de la lógica: la teología se hace física, ontología y lógica, y desde que Tales advirtió que todo está lleno de dioses los santuarios perdieron la exclusividad de albergue; de ahí que se lo vea a Heráclito lanzar los dardos contra los rezos y purificaciones del culto tradicional. Este oscuro efesio es el que dice que si hay una ley verdadera es divina y natural («todas las leyes humanas se nutren de lo uno, de lo divino»), y ya en la era de los sofistas salta el contraste entre el orden de la φύσις y el del νόμος y queda a la vista que la religión practicada se sostiene básicamente en la tradición, apenas en el indeciso pantano del νόμος. Es entonces cuando Protágoras declara que sobre los dioses no puede saber si existen o no ni cómo son, lo que es decir que la religión ya no se sostiene desde el saber sino desde el parecer de cada quien, del hombre como medida de lo que es y no es. Al discurso de los antiguos poetas ahora hay que interpretarlo no como literalidad sino como alegoría (πόνοια), como un pensamiento oculto que esconde un significado más profundo (cuando Homero hablaba de Zeus se refería al aire, dice Diógenes de Apolonia) y el uso que los llamados sofistas le dan al mito en sus discursos se vuelve ornamental o instrumental.

     Impíos, ateos y agnósticos ya eran moneda corriente entre los intelectuales cuando los cínicos se hicieron al mundo. Que la religión es algo así como un opio es una idea precínica, no solamente premarxiana, que ya circulaba entre los allegados a Sócrates: Pródico ya había formulado que los dioses eran un producto de la imaginación humana; Demócrito que eran un efecto del temor a los poderes desconocidos de la naturaleza; Critias había explicado que no eran más que una maniobra de ingeniería social para controlar la maldad de las acciones de los hombres a través de la instalación del miedo; Aristodemo se eximió de practicar los ritos argumentando que lo divino era demasiado grandioso como para necesitar de estos servicios; Eurípides diría que es la ley la que nos hace creer en los dioses, que ante el fracaso de las leyes humanas para impartir orden y justicia hubo que inventar una policía virtual omnipresente para atemorizar al vulgo; y ya el poeta Diágoras de Melos fue declarado ateo y de armas tomar: reveló los misterios órficos y eleusinos y adoptó una mueca beligerante frente a los dioses atenienses, por todo lo cual se pidió precio por su cabeza. Según Atenágoras sostenía que no había ningún dios en absoluto. Como más tarde el cirenaico Teodoro, era tal vez un ateo óntico y ontológico, no solamente un enemigo de la religión positiva.

     Por otro lado, con la filosofía natural, que dibuja a lo divino como inteligente, como un pensamiento puro que realiza ipso facto, ya se sientan las bases de una nueva εσέβεια, una piedad depurada e intelectualizada que hace que los dioses se espiritualicen[8]. Sócrates practicaba los cultos, pero a la vez planteaba una idea subversiva o reformadora en la materia: en él y en Eurípides se macera la concepción de unos nuevos dioses que nada necesitan, paradigmas de la autosuficiencia. En este caldo enrarecido aparecen los cínicos, que tienen bastante poco que aportar, salvo que por sus inclinaciones, procedencia o forma de vida, en carácter de filósofos de la acción directa o facción violenta del saber, les va a tocar vérselas cara a cara con la gente común. El pensamiento cínico, cuya apelación a la divinidad tiene una impronta socrática, es una rama torcida y disidente de los monoteísmos y ateísmos filosóficos, de ahí salen sus recursos; pero la actitud que blanden ante lo que habrá que llamar trascendencia no parece otra que una suerte de escepticismo empirista, un pragmatismo de la indiferencia. Frente a la trascendencia propia de la religión tradicional y ante la que proponen otras escuelas filosóficas de la transición al helenismo, los cínicos originarios se mantienen más bien al margen, toman el atajo de cierto materialismo práctico orquestado en la retórica gesticular serio-burlesca. Encarnan una especie de ilustración proletaria por la vía del sarcasmo y la sátira: se burlan de los sacrificios, la adivinación, los presagios, la magia y todos esos rituales que entienden proceden del miedo a la divinidad o de la hipocresía de los cómodos y poderosos. La nueva teología filosófica dejaba a los pobres humanos sin el amparo de la χάρις, de la influencia divina; el frío dios de los filósofos ya no cuida de los hombres concretos. Sin embargo el Sócrates de Jenofonte, al que se le da más crédito histórico que al de Platón, considera que la divinidad dispone de todas las cosas, se ocupa de ellas y todo lo ve y lo comprende, y es así que llama a sus amigos a obedecer la ley estatal en materia religiosa, respetar la adivinación y realizar ofrendas –si bien aclara que a los dioses los complacen más las piadosas que las opulentas[9]. De todas las escuelas filosóficas de traza socrática quizá sean los cínicos los únicos que cortan de una manera rotunda con este tipo de actitudes. Pero en tales arenas hay que hacer unas cuantas salvedades entre lo que toca al cinismo propiamente dicho, eyectado de Diógenes o Crates, y a su formato protoplasmático encarnado por Antístenes.

     El antecesor de Diógenes parece haber mantenido una idea de piedad de inspiración socrática, aunque sus maneras de proceder ante la religión fueron bastante más tajantes y agresivas que las del maestro. Ante los ceremoniales litúrgicos era de mostrar los dientes tanto como para decir que si la iniciación en los misterios garantizara una plétora de bienes a disfrutar en el Hades, entonces no habría que perder tiempo y suicidarse, o como para afirmar que él no alimentaba a Cibeles porque ya lo hacían los dioses[10]. Sabemos por Laercio que escribió un tratado sobre la injusticia y la impiedad (Περ δικίας κα σεβείας)[11]y que protagonizó un conato de iniciación en los misterios órficos que él mismo parece haber desbaratado o tomado en solfa[12], ya que consideraba que a la inmortalidad (θανασία) se llegaba por una vida piadosa y justa (εσεβς κα δικαίως ζν)[13]y no por mediación de los rituales, y que lo que se necesita para coexistir (συμβιόω) entre los dioses es la filosofía[14]. La retórica sirve para vivir con los hombres, dijo, y la filosofía para hacerlo con los dioses, y sin embargo, cosa extraña, estos dioses en plural vendrían a ser los de la convención y la ley. Antístenes afirmaba, según Filodemo, que de acuerdo a las convenciones hay muchos dioses, pero según la naturaleza uno solo (κατ νμον εναι πολλος θεος κατ δ φσιν να), o como apunta Cicerón, que los dioses populares son múltiples pero el de la naturaleza es uno (popularis deos multos, naturalem unum)[15]. Decía además que esta deidad física no se parece a nada o a nadie (Θεν οδεν οικναι)[16], con lo que se tiraba contra el antropomorfismo de la religión positiva e incluso, si es que no se parecía tampoco a nada, avanzaba hasta cierto monoteísmo nominalista, ya que habría añadido que era imposible conocerla por la vista y por imágenes (οδες κμαθεν ξ εκνος δναται). Queda claro que Antístenes, por lo pronto, traza el parteaguas entre φύσις y νόμος que va a ser una de las antinomias preferidas de los perros, aunque apenas era uno más del coro del momento. Su precedente más remoto fue Anaximandro, para el cual aquello que rige todo es indefinido –lo indefinido o ilimitado mismo–, y el más cercano Jenófanes, cuyo dios no se parece en nada a los mortales: los etíopes –dice Jenófanes– pintan dioses con forma de etíope, los tracios los pintan con aspecto de tracio y si los caballos y las vacas tuvieran manos los dibujarían como caballos o vacas. Antes que Antístenes, y también desde un análisis de los nombres, Pródico explica a los dioses como útiles humanos: los hombres les dieron nombre de dioses a ciertos entes de los que se aprovechaban y en un siguiente paso se endiosaron ciertos hombres sabios que aportaron progresos técnicos, como Démeter o Dioniso. Lo cierto es que Antístenes, que llegó a ser caratulado como el primer monoteísta, para otros entendidos apenas arañó el henoteísmo (la creencia en muchos dioses, pero el culto o preferencia de uno).[17]

     Como él, que parecería haber tolerado ser iniciado, Diógenes también tiene su anécdota con los misterios. Cuenta Laercio que cuando los atenienses le pidieron que se iniciara, recordándole los beneficios que obtendría en el Hades, Diógenes replicó: «Sería ridículo que Agesilao y Epaminondas quedaran en el lodo, mientras que unos baratos iniciados estén en las islas de los Bienaventurados»[18]. Acá Diógenes toma partido por dos líderes militares griegos contemporáneos, el espartano Agesilao II y el tebano Epaminondas, que por cierto eran enemigos que defendían a sendas ciudades en pugna. Es sabido que Epaminondas se resistió a enriquecerse y, aunque practicaba la pederastia, se mantuvo soltero, y algo parecido puede decirse de Agesilao, también valeroso y frugal y enemigo de la vanagloria. Tebas y Esparta quedaron en tablas y pronto, como el resto de las ciudades, perdieron su poder a manos de Filipo II. Diógenes reivindica a dos guerreros y gobernantes locales no por defender el nacionalismo, sino por tirar a la cara de los atenienses que los valores valen por sí mismos, que los valientes y virtuosos lo son sean de la ciudad que fuere, lo que de una manera más o menos oblicua es una forma de dar sustento moral al ecumenismo imperial capitaneado por los macedonios. (Plutarco y Arsenio lo ubican en situación similar, tomando de ejemplo a Epaminondas contra el ladrón Pateción y refutando unos versos de Sófocles.[19]) Juliano reproduce la misma anécdota que Laercio, dando fe de que se resistió a iniciarse; pero se encarga de aclarar con lujo de detalles que no fue impío (δυσσεβής) sino reverente y servidor de los dioses. Asegura que Diógenes, si bien reacuñó todo lo demás, por respeto a los dioses no violó las leyes (τ τε νμιμον ο παρβη αδο τν θεν, κατοι τλλα πατν κα παραχαρττων), ya que al ser ciudadano del mundo (κσμου πολτην) consideraba que no debía esclavizarse a las leyes de una sola ciudad[20]. Los dioses, dice Juliano, no gobiernan en una ciudad sino en todas partes, y lo que hizo Diógenes, que quería ser como un dios y por ello era ciudadano universal, fue no tanto abjurar de la religión sino rechazar la ciudadanía de Atenas, ya que para iniciarse debía primero convertirse en ciudadano. El piadoso Diógenes de Juliano iba a los distintos juegos panhelénicos al solo fin de hacer un servicio al dios (θεν θεραπεαν), era consejero de Alejandro y obedecía a rajatablas los dos mandatos que le fueron dados por Apolo: conocerse a sí mismo y alterar la moneda. Y si no frecuentaba altares y templos, agrega, era porque no tenía dinero para el incienso y las libaciones[21]. Y aunque todo esto es diametralmente opuesto a lo que rezaba la despampanante República firmada a su nombre, Juliano se encarga de explicar que Diógenes no fue su autor, sino un oscuro discípulo suyo, el bromista Filisco[22]. Desde luego esta biografía intelectual que presenta el emperador no cuaja con las anécdotas que Diógenes Laercio pone una y otra vez, en las que se ve al de Sinope burlándose de las ofrendas (ναθματα), de los sacrificios (θυσίαι), de las purificaciones (καθάρσεις), de las plegarias (ατεσθαι), y en general de la superstición (δεισιδαιμονα).[23]

     En lo que respecta a Diógenes y los dioses quizá la anécdota más gráfica, y a la par graciosa, sea la que transmite Tertuliano: «Al consultar a Diógenes sobre qué pasaba en los cielos, dijo: “Nunca subí. Ignoro, además, si los dioses existen, salvo que conviene que existan”» (Diogenes consultus, quid in caelis agatur, numquam, inquit, ascendi. item, an dei essent, nescio, inquit, nisi ut sint expedire).[24]

     Hay que decir que la Antigüedad en general llamaba ateo (θεος) a aquel que no respetaba o tergiversaba los protocolos de la religión popular y oficial, no solamente a aquel que declarara la no existencia de los dioses. La primera clasificación cabría en el sayo de Diógenes. Goulet lo define como un agnóstico perfecto, que sobrelleva un ateísmo no militante sino latente, ya que ni la experiencia ni el entendimiento pueden dar un veredicto al respecto: nunca subí (numquam ascendi). Pasa del tema. Pero no se priva de cargar contra necios e hipócritas. Mientras Antístenes define a la divinidad argumentando que no se parece a nada ni nadie ni puede ser representada en imágenes, Diógenes simplemente se desembaraza de la cuestión respondiendo que nunca escaló a los cielos[25]. Una vez muerto y acabada la rabia algunos lo elevarán a tales alturas, pero quien viajará allí arriba en vida será Menipo, aunque sea a través de los artilugios de la literatura. Volverá a bajar para censurar a los humanos y comunicarles que sólo tiene sentido preocuparse por lo que se tiene a mano, el presente. Amén de Antístenes, dado por lo tanto a cierta teología monista, negativa o natural, cercana a Jenófanes y retomada más tarde y de algún modo por el estoico relapso Aristón de Quíos, a los cínicos propiamente dichos no parece interesarles la trascendencia, ni de las ideas, ni del Λόγος como destino y providencia, ni del primer motor inmóvil. Panteístas, deístas, ilustrados, ateos, agnósticos, estos epítetos les fueron colgados por los historiadores modernos. Con alguna verosimilitud Diógenes Laercio describe a Antístenes como un defensor de las ideas de justicia o δικαιοσύνη y de piedad o ευσέβεια; pero gozan de una menor credibilidad Epicteto y Juliano al convertir a Diógenes en piadoso y decir, como hace el último, que era un protegido de los dioses, quienes lo habían enviado a Corinto para curar a la ciudad, o según el primero que era un enviado y espía de la divinidad[26]. Diógenes y secuaces parecen más bien haber sido afectados por el influjo de Protágoras (cuya suspicacia ante los dioses le valió la quema de su obra y una ulterior y fatal huida de Atenas), tanto como de Pródico, Critias, Aristodemo, Eurípides y otras tantas lumbreras intelectuales que estaban cada vez más ganadas por alguna forma de escepticismo, ateísmo o monoteísmo, esto es por distintas formas de impiedad (σέβεια), manifiesta o solapada, según el punto de vista de la religión oficial y popular. Por la inversa, las supersticiones en esos años confusos e inestables que sobrevendrían poco después, animadas por el miedo a lo sobrenatural cundían entre el común de la gente. Los cínicos no traen nada muy nuevo en esto. Ante los intelectuales se concentran en molestarlos denunciando sus mistificaciones sustitutivas y de cara al pueblo se consagran a batallar contra el temor a lo divino y el usufructo de ese temor que perpetran las clases mandantes. El μ εναι θεούς o no existen los dioses fue una divisa atribuida a Diágoras de Melos y un siglo después a Teodoro, un allegado a Bión de Borístenes. Laercio se la cuelga al mismo Bión, un transigente ante la fortuna que inició la rama del cinismo acolchonado y ganó fama de cínico hedonista y si no de ateo sí de impío[27]. Ciertas anécdotas ilustrativas de Diágoras y Teodoro son también inculpadas a Diógenes, aunque Goulet-Cazé prefiere creer que la asociación de los cínicos con el ateísmo se debió menos a Bión que a la mala prensa de los enemigos. En realidad a lo largo de toda la Antigüedad no hay ningún testimonio directo de alguien que se haya identificado a sí mismo abiertamente como ateo, los conocidos como tales acarreaban el calificativo como un sambenito resultante de una maniobra de difamación: existían catálogos de ateos que fungían como una suerte de listas negras y en ellos quedaron fichados –según el momento– sofistas, socráticos, epicúreos, judíos o cristianos. La Antigüedad solamente permitía ser acusado de ateo, lo que comportaba el prototipo clásico de llamamiento a la cancelación social –y entre las corporaciones filosóficas hubo chivatazos mutuos[28]. Pero la actitud de los cínicos hacia los dialelos dogmáticos de físicos y lógicos da la pauta para barajar cómo se paraban frente lo teológico: eran más escépticos –en este caso agnósticos– que ateos principistas que dieran por probado lo imposible de probar. Oscilaban entre el principio de la indiferencia y el ejercicio de la burla. Ya sabemos cómo respondía Diógenes a las peticiones de principio, se cagaba en ellas, sea por la vía del Witz o del accion art antifilosófico. Pero eran gente que vivía en la calle, plazas y cruces de caminos, de cara al populacho, y teniendo que vérselas con ellos encontraron una forma de maniobrar brusca pero sutil: evocar a los dioses como un rasero puramente ético.

     Laercio pone a un farmacéutico preguntándole a Diógenes si cree en los dioses; Epicteto a un anónimo que lo afirma con tono imperioso: «Tú eres Diógenes, el que no cree que existan los dioses» (σ ε Διογνης μ οἰόμενος εναι θεος). «Cómo voy a serlo si te creo un enemigo de los dioses» (θεος χθρν), es la respuesta del Perro para ambos[29]. Diógenes invierte la carga, da vuelta las cosas, convierte a los cultores de la religión convencional en enemigos de los dioses, es decir en ateos verdaderos.

     Tenemos en Antístenes la idea de la filosofía como una simbiosis (συμβίωσις) con los dioses; pero Diógenes más bien transforma este legado en una ética activa basada en una μίμησις hecha y derecha: no se vive con los dioses sino como. De ahí que haya dicho, según Laercio, que «los hombres buenos son imágenes (εκνας) de los dioses»[30]. Curiosa forma de avanzar por sobre la iconoclastia gnoseológica de su maestro: hay que contentarse con la representación concreta y presente del filósofo cínico, o del hombre recto en general, como sustituto de esa divinidad ontológicamente irrepresentable. Diógenes no dirá a lo Antístenes que los dioses no se parecen a nada, sino que no necesitan nada[31], transfigurándolos en ejemplos ideales de autarquía. En ambos casos se trata de una idea de evidente cuño socrático a fiar de Jenofonte, cuyo Sócrates dispara que «no necesitar nada es algo divino y necesitar lo menos posible es estar muy cerca de la divinidad, y como la divinidad es la perfección, lo que está más cerca de la divinidad está también más cerca de la perfección» (μηδενς δεσθαι θεον εναι, τ δ ς λαχίστων γγυτάτω το θείου, κα τ μν θεον κράτιστον, τ δ γγυτάτω το θείου γγυτάτω το κρατίστου).[32] De acá, por un lado, el acento antisténico en la vecindad (γγυτάτω το θείου) y el acento diogénico en la no-carencia (μηδενς δεσθαι).[33]

     Los cínicos, o Diógenes al menos, habrá que concluir, son ateos agnósticos amigos de los dioses λοι τος θεος). Esto último queda a la vista en el silogismo que le atribuyen Laercio y Plutarco: «Todo es de los dioses. Los sabios son amigos de los dioses. Común es lo de los amigos. Luego todo es de los sabios»[34]. Aunque Plutarco no habla de ο σοφοsino de ο γαθο, queda claro que los cínicos componen o forman parte de ese conjunto, sea el de los sabios o el de los buenos. Estos principios no prueban ni mucho menos el teísmo ontológico del cinismo, sino que funcionan para dar sustento a su modo de manutención, la mendicidad, y en todo caso dejan en claro el desprecio cínico por la propiedad, individual e incluso estatal, montado sobre una especie de comunismo teológico-filosófico. Son esos humanos infranaturales los que no tienen derecho alguno a la propiedad que detentan y que el hombre sabio y bueno reclama en su condición de amigo de la divinidad. Se trata de un dogma paródico, picaresco, sostenido en principios que no eran cínicos sino convenciones propias de la tradición o tópicos del acervo filosófico que el cínico buscaba usar en su favor para que le dieran la vianda graciable, para justificar su rapiña y para desmantelar el orden social.

     Goulet asegura que, a diferencia de lo que pasaba con estoicos, epicúreos, peripatéticos o platónicos, los cínicos no hicieron concesiones a la religión tradicional. Estoicos y epicúreos, más allá de sus teorías, contemporizaron con la religiosidad imperante y aprendieron a guardar las formas; no así los cínicos, que iban más al choque aunque usaran al humor de guardabarros. Unas maneras en cierto modo compasivas, un modo de salvaguardarse, un truco pedagógico, o una reticencia a adoptar la pedantería dogmática o elitista de los intelectuales escolares, que negar a los dioses les debía de resultar una tontera petulante pareja a la de afirmarlos y honrarlos. Pero como sea, la religión es un óbice para las virtudes cínicas, por no decir para la felicidad humana de acuerdo al criterio cínico. Todo apunta en Diógenes y cínicos a un repudio intrépido hacia lo hierático, hacia lo esotérico, ya que la naturaleza lo pone todo a la luz. Sobre esa presa se arroja la παρρησία.

     Diógenes y Crates y sus círculos trabajan con una suerte de teología de bolsillo que en todo caso cumple una cierta función de mito luminoso, articulado en su gesta pedagógica, que es heurística y opera con suministros humorísticos y paradojales, porque reman en un plano ético-práctico que además no está circunscrito al sectarismo endógeno de los cenáculos filosóficos, sino que maniobra por igual de cara ante el plebeyo o el ilustrado, el poderoso o el esclavo, la mujer o el extranjero. Eso los lleva a elaborar estrategias retóricas exotéricas, plano sobre el que desenvuelven su idea de lo divino. Esa cierta teología no es más que parte de un montaje operativo que parcela a lo real en tres rangos: el divino, el animal, el humano –los dioses, la naturaleza, los hombres–, en el cual (de acuerdo a Goulet[35]) lo superior son los dioses y lo inferior los hombres, y los animales por tanto la escala intermedia. Una idea quizá original y novedosa, un batido ingenioso entre Sócrates y sofistas. Frente al esquema tradicional mantienen la misma cima, pero hacen que el hombre baje un peldaño. Para el cínico los animales no están alienados en las pasiones sino sujetos a la necesidad –a las necesidades naturales–, de ahí que constituyan el modelo práctico-empírico a imitar. Los dioses –lejos de aquellos dioses de la mitología cuya conducta está sujeta a la escala humana de las pasiones– son un modelo de libertad entendida como no-necesidad, una especie de patrón ético y no una entidad ontológico-metafísica, al que el humano por la vía filosófica cínica debe tender, pero a sabiendas de que parte desde abajo, ya que no es más que un animal supeditado a las necesidades y para colmo enajenado en las pasiones y vicios doxásticos o en las leyes positivas y las costumbres impuestas. Que Diógenes creyera factible un retorno a las condiciones de la vida animal parece un chiste, la bandera de los cínicos era más bien un ideario que aspiraba a sacar al humano de ese fondo viciado e infranatural. En tal punto el cinismo no es una filosofía antiplatónica: propone la ascensión –poco y nada de rizomáticos. Los animales tienen la ventaja sobre los hombres de carecer de una idea de la divinidad, que cuando es errónea condena al bípedo implume a convertirse en escorias (καθάρματα), en basura civilizatoria. Por eso los que padecen el síndrome de Diógenes son, a escala planetaria, universal, los anti-cínicos, los empecinados en repoblar el mundo con mierda tecnológica. El humano se vuelve un subanimal melindroso que teme a fantasmas en vez de prevenirse ante los predadores, traga relatos engañosos en vez de apuntarle al desnudo real de la fortuna. Esos dioses populares eran una especie de star system –Hollywood como una reposición del Olimpo– que comportaba un antropomorfismo que iba un tanto más allá de presentar a una divinidad con barba blanca y túnica. El cinismo revierte las cosas y exhibe unos dioses que, teniendo resuelta su vida básica, como si fueran una élite de mando perpetua, viven por encima del reino de la necesidad, aunque en este caso no sólo de la necesidad material sino de los deseos pasionales. Al antropomorfismo así entendido, en el que los dioses se comportaban como hombres, se responde, por la inversa más bien, reconvirtiendo a los dioses en sabios –a la manera socrática y en línea con la censura urdida por Jenócrates o Heráclito[36]–, aunque lo que importa de ellos no es que sepan sino que sepan comportarse, que son autárquicos (claro que la autarquía de los perrunos se basa en un néctar y una ambrosía de segundas marcas sufragados por el peculio de los particulares, a base de limosnas). Estos dioses reciclados por la pragmática del Perro forman parte del evangelismo materialista-satírico y da lo mismo que existan o no –es incomprobable. Lo importante es imitarlos, no que existan. Este realismo crudo no construía un sistema y menos iba a forjar una teología. Según escribe Goulet, se trata nomás de un paradigma moral para ilustrar el criterio de autarquía.

     Si bien Diógenes mantiene arriba a la divinidad al ponerla como medida de perfección anímica, y en eso no innova más que como un tibio reformista, obra como revolucionario al quitar a las bestias del fondo y mandarlas al medio –si es que hay que dar crédito al esquema de Goulet. Semejante corrimiento subalterno en el orden de las jerarquías, tal descenso de clase administrado a los hombres, es una parcial vuelta del revés al esquema conservador trazado por Sócrates. Es acá cuando Diógenes hace de Marx y Sócrates de Hegel. Con el propósito de refutar el argumento de Aristodemo referido supra, Sócrates declaró que la divinidad implantó en el hombre un alma superior (ψυχν κρατίστην), que le permite, a diferencia de cualquier otro animal, reconocer la existencia de los dioses (ψυχ θεν σθηται τι εσί), merced a lo cual no sólo puede conocer y aprender, sino tener más agallas para afrontar enfermedades e inclemencias naturales. «En efecto, ¿qué alma de otro ser vivo es en primer lugar capaz de captar la existencia de los dioses que ordenaron las más grandes y más bellas creaciones? ¿Qué otra especie que no sea el hombre consulta a los dioses? ¿Qué alma es más capaz que la humana de precaverse (κανωτέρα προφυλάττεσθαι) del hambre, de la sed, del frío o del calor, o de poner remedio a las enfermedades, de ejercitar su fuerza, esforzarse por aprender, o más capaz de recordar cuanto ha aprendido o visto? ¿No es algo totalmente obvio que al lado de los otros seres vivos los hombres viven como dioses (σπερ θεο νθρωποι βιοτεύουσι), preponderando sobre todos por su naturaleza, su cuerpo y su alma? Porque ni aunque tuviera el cuerpo de un buey y la inteligencia de un hombre podría hacer lo que quisiera, ni un animal provisto de manos pero sin inteligencia tiene más valor.[37]» Sócrates quería hacerle entender a Aristodemo que los dioses sí se preocupaban (πιμελέομαι) y se ocupaban (φροντίζω) de él; pero Diógenes junto a los epicúreos parece que operan en un mundo en el que ya no consideran ni cuidan a los hombres y ante el cual la alternativa es despreocuparse de rendirles pleitesía o de elucubrar su existencia o inexistencia y ocuparse de salir airoso de las catástrofes. Esa intuición (ασθάνομαι) de la divinidad exclusiva del humano puede ser un déficit y tal montaje socrático a Diógenes no le resulta en lo más mínimo obvio (κατάδηλος), porque contempla impávido con un farol encendido al mediodía que la gente no vive como dioses sino como la mierda. No ve un hombre divino sino κάθαρμα, un bastardo de cuello duro, un paria con brevet de ciudadano. Hijos de puta, bah. De ahí que el cinismo pueda llegar a sostener, ya bien lejos de ese Sócrates, que los animales son felices porque carecen de clarividencia teológica o conciencia de la muerte y se acercan más a la impavidez de los dioses que el humano precisamente porque los desconocen. El λόγων ζον, el animal irracional, sortea la turbación de la turba bípeda, el miedo a la divinidad insuflado en los humanos promedio que viven subsumiendo al λόγος al nivel del κατ νόμον.

     Este esquema aparentemente cínico, despejado por Goulet-Cazé, se desprende de unas notas del epicúreo Filodemo, quien reponiendo el esquema clásico, lo refuta con fervor y alega como Sócrates que los brutos son presas indefensas de la turbación (ταραχή) aún más que el humano por carecer de medios racionales para remediarla. «Muchos –escribió Filodemo– consideran que los animales son bendecidos debido a las condiciones miserables de toda su existencia, en particular porque ni siquiera conocen a los dioses, estos dioses que, por naturaleza, nos inspiran tanto miedo.» El epicúreo no aclara quiénes son esos muchos, pero no es muy difícil inferir que el conjunto está dominado por los cínicos[38], quienes parecen haber razonado que el bruto está exento de πάθος y ταραχή por llevar una vida dura y sufrida, por ser ταλαίπωρος, con lo cual podrían haber hecho de la ταλαιπωρα –la dificultad, el sufrimiento– un camino antiepicúreo a la ταραξία. De esta manera parece haberse dado un altercado entre ambas sectas con respecto a si los animales viven mejor o peor que los hombres y si es preferible o no ser una fiera que un necio. Lo cierto es que Epicuro afirmaba que los dioses no se ocupaban de los asuntos humanos pero oían sus plegarias y llamaba locos a quienes sostenían que no existían –estrictamente a Pródico, Diágoras y Critias[39]–, dejando a la vista una salida contemporizadora propia de un tipo de filosofía que buscaba no meterse en problemas con la chusma. En cambio el criterio de Diógenes es bien distinto: los dioses cínicos también son abstencionistas e indiferentes, pero sordos a la tontería colectiva de las plegarias y demás ceremonias. Tan locos son los que dicen que existen como los que porfían en lo contrario: es imposible establecer que existan o no, pero deberían ser de uso público e íntimo como paradigma moral. No hay nada que pedirles, hay que pedirse ser como ellos.

     En el numquam ascendi, en el nunca subí, está el empirismo de base de la ποχή diogénica: ignoro si hay dioses (an dei essent, nescio). Sin embargo ut sint expedire, dependiendo de cómo se quiera traducir esto, el matiz varía pero la idea es más o menos clara: no es un utilitarismo faccioso sino filantrópico, que redunda en un beneficio en aras de la virtud, la felicidad u otros valores cínicos –salvo que haya que pensar que esa conveniencia reporta solamente al interés corporativo de los cínicos (es útil que existan podría querer decir debería haberlos o bien usamos este truco para ejercer el edificante terrorismo del bien). Sea lo que fuere, esta posición es coherente con lo que describen Epicteto y Laercio, que muestran el conflicto de Diógenes con la religión y la imagen que de él tenían los vecinos, ya que este ateo positivo u óntico, que era más bien un positivista pragmático, por supuesto era visto como un impío y señalado como un ateo de toda índole. Diógenes ve miedo y necedad en quienes practican la religión, o bien simulación, viveza o abuso de poder; sin embargo no llama a liberarse de los dioses, sino que convierte a los dioses en otra cosa, no en otros seres sino en una especie de deber ser. Es así que no persigue amedrentar de nuevo, pero sí amonestar y escarmentar, ya que no es un terrorista religioso ni científico sino en todo caso moral. Esos dioses que invocan los cínicos son probablemente una entidad nomológica o convencional, pero tal vez un artificio ideológico ahora sí ajustado a razón bajo un intento de llevar el orden del κατ νόμον al κατ λόγον. En definitiva no se sabe si los cínicos alzan la bandera de una teología de la liberación o de una liberación de la teología, o todavía más probable y paradójico, de una teología de la liberación de la teología.

     No obstante que Diógenes, Crates y compañía dejaran de lado la especulación teórica no prueba por sí solo que hayan desechado la piedad filosófica socrático-antisténica, ni tampoco el monoteísmo ontológico que bocetó Antístenes. Que Diógenes se dijera ciudadano del cosmos y Crates, haciéndole la segunda, conciudadano de Diógenes, podría ser entendido como una declaración de observancia a un tipo de legalidad universal no humana y como una cierta puesta en práctica de esa teología apofática (de hecho también a Antístenes le podría caber el sayo de agnóstico). Los cínicos no siempre adoptaron, además, esa impronta mordaz y cáustica, el esguince de sátiro-bufón que suele verse en Diógenes; al contrario, como se despeja de la pseudoepigrafía o de Teles, o incluso de varias anécdotas que tienen a Crates por protagonista, adoptaron un papel de evangelistas protocristianos que poco y nada tendrían que ver con la imagen actual de un agnóstico liberal o de un ateo científico. Estos dioses cínicos a lo mejor no eran simplemente una edificante mentira piadosa y platónica o un deber ser separado de un ser reportado a la φύσις. Siempre se está al borde de convertirlos en modernos o posmodernos, como si hubiesen acogido tras bambalinas a un sujeto cartesiano o a un humano desfondado y escindido de la naturaleza, de una naturaleza que, si hay que dar fe a Maria Daraki, no solamente entre los estoicos se remontaba a lo sagrado. El cinismo, según Daraki, fue una proclama por desertar de la condición humana, un rechazo a mantenerse dentro de los límites de lo humano para abrazar un modo de vida en el que la animalidad y la divinidad se aúnan y lo divino, lo salvaje y lo bestial comulgan. El que de este modo vive de acuerdo a la naturaleza se vuelve un hombre divino toda vez que «la naturaleza es fuente de normas porque ella es el espacio de lo sagrado», una hipótesis que se opone al punto de mira de Goulet, quien argumenta que si los cínicos no adoraban a la naturaleza como si fuera la providencia o una deidad es porque apenas la concebían como una fuente de sabiduría práctica y un modelo ético. ¿Pero no es el νόμος, si es que no la civilización, la cultura o la tecnología, una desfloración del ordo de lo κατ φύσιν? ¿No será que al disparar una y otra vez contra los malos, locos, necios o viciosos los estaban acusando juntamente de profanar lo natural? ¿No santificaban todo al alterar los espacios urbanos y borrar las lindes entre lo público y lo privado extendiendo el radio de injerencia de los dioses? El cínico es misántropo porque hace bajar al hombre al subsuelo de los desechos y lo expone como lo peor; pero es filántropo porque quiere volver a elevarlo a lo divino por la vía natural. Es ateo o impío porque tiene que concretar su proeza desfigurando monedas. ¿Será que no quería otra cosa que reacuñar lo sagrado?




[1] Laercio, VI 42.

[2] Id., VI 38.

[3] Códice Patmio 263, n. 58.

[4] Estobeo, IV 44, 71.

[5] Temistio a Aristóteles, Analítica posterior, p. 56, 30-32.

[6] Séneca, Sobre la tranquilidad del espíritu 8, 3-7.

[7] Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses III 33, 82-34, 83 y III 36, 88-37, 89.

[8] Walter Burkert, Religión griega arcaica y clásica.

[9] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates I, 4, 15-18 y I 3.

[10] Clemente de Alejandría, Misceláneas VII 75, 3.

[11] Laercio, VI 17.

[12] Id., ibid. 4

[13] Id., ibid. 5

[14] Estobeo, II 31, 76.

[15] Filodemo, Sobre la piedad 7ª 3-8; Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I 13-32. Cf., Lactancio, Institución divina I 5.18; id., Sobre la ira de Dios 11-14; Minucio Félix, Octavio 19, 7.

[16] Clemente de Alejandría, Misceláneas, V XIV 108-4; Teodereto, Curación de las afecciones de los griegos I.

[17] Cf. P.A. Meijer, A New Perspective on Antisthenes.

[18] Laercio, VI 39.

[19] Plutarco, De cómo distinguir al adulador del amigo 4, p. 21 e-f; Arsenio, p. 203, 21-26.

[20] Juliano, Discursos VII 25, p. 238a-239a.

[21] Discursos IX, 199 b; ibid. VII, 211 b-213 a.

[22] Ibid. VII, 212 a; IX 186 c.

[23] Cf. Laercio, VI 37-39-42-48-50-59-61-63-64.

[24] Tertuliano, Contra las naciones (o gentiles) II 2.

[25] La anécdota y el gesto tienen una raigambre socrática, aunque con un cambio de plano: se dice que a Sócrates le preguntaron si el mundo es esférico y respondió no lo vi desde arriba (οχ περκυψα) (Gnomologium Vaticanum 743 n. 489). Un escepticismo empirista que aún no avanza hacia lo teológico-religioso.

[26] Juliano, Discursos VII 8, p. 213; Arriano, Diatribas de Epicteto, III, XXII 24-25.

[27] Laercio, IV 55-57.

[28] J. Albert Harrill, Atheist Catalogues as an Organizing Technique in Classical Literary Culture.

[29] Laercio, VI 42; Arriano, Diatribas de Epicteto III 22, 90 1. (El verbo οομαι no tiene siempre tanto peso como creer, sino como suponer, conjeturar o estimar.)

[30] «τος γαθος νδρας θεν εκνας εναι» (Laercio, VI 51)

[31] Laercio, VI 105.

[32] Recuerdos de Sócrates I 6, 10.

[33] Lo que dice Jenofonte es que el no necesitar nada (τ μηδενς προσδεσθαι) era la riqueza de Antístenes (Banquete, IV 45). Sobre la semejanza con la divinidad o asimilación a (μοίωσις θε) en el Sócrates platónico v. Teeteto 176b.

[34] Laercio, VI 37 y VI 72; Plutarco, Sobre no poder vivir gratamente de acuerdo con Epicuro 22, p. 1102 e-f.

[35] Marie-Odile Goulet-Cazé, Le cynisme, une philosophie antique.

[36] Jenófanes, fr. 12; Heráclito, fr. 42.

[37] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates I 4, 13-14.

[38] Filodemo, Sobre los dioses I, col. XV.

[39]Id., Sobre la piedad.


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