Todo lo que se dijo es mentira: contra el bluff de Diógenes y la leyenda rosa del cinismo


(Nota sobre la hipótesis-Sayre) 


La tendencia actual, si no entre el público desprevenido sí dentro del mercado editorial y académico de Europa y América, es bastante favorable a los cínicos: tipos pintorescos, simpáticos, desfachatados, cómicos, marginados, sufridos. Se parecen demasiado al bueno del lector. Fueron vilipendiados para colmo por el cristianismo, por Platón, Aristóteles y Hegel, por cuanto escritor conservador o derechista liberal haya habido, qué más se puede pedir. Tenían bandita de rock, clamaban por la imaginación al poder, curtían la bohemia, eran okupas, hippies antes que los hippies, punks antes que los punks, inventaron el anarquismo antes de Bakunin, el dadaísmo antes que el Café Voltaire, el accion art, la performance y al happening antes que la vanguardia… Tenían tanta onda que uno empieza a sospechar. De manera que a quien se le ocurra comenzar a pensar mal sobre esta gente, darle curso al tic de la sospecha o al gusto por la deconstrucción, no le quedará otro remedio que apelar a la bibliografía perimida y sepultada por la onda dominante. Así al que quiera leerse un estudio erudito que le insufle algún ensañamiento contra esta corriente le recomendaremos bajarse de Internet The Greek Cynics de Farrand Sayre. Estas tesis sobre Diógenes y el cinismo publicadas entre fines de los años 30 y principios de los 40 en EE. UU., es decir por la misma época en que escribía el hoy canónico Donald Dudley, hacen volar por los aires todo lo que, con tanto empeño y dedicación, tenemos aprendido sobre el asunto. Gracias a él podremos caer enteramente en la cuenta de que fuimos timados y bolsiqueados por una rotunda leyenda rosa.

Aunque Sayre no escribe un libelo, sí se lo podrá acusar de recortar y pegar del acervo de reliquias apenas los testimonios en contra, o de regodearse con citar la luenga retahíla de difamadores que acumuló la secta a lo largo de estos milenios, para ofrecer a Diógenes y comitiva como muestras de un cinismo si no moderno sí vulgar, vivaracho y malicioso: la ética vueltera y falaz de unos avivados que se la pasaban a gusto de parásitos de los demás. Y lo peor es que este señor es bastante convincente. La aceptación generalizada de estas tesis dejaría sin trabajo a muchos. Diógenes no era un cínico, tampoco Antístenes ni Crates, ni Teles, Bión o Menipo. Y no sólo eso: Diógenes tampoco fue discípulo de Antístenes ni maestro de Crates.

Ignorantes, haraganes, analfabetos, mentirosos, plagiarios

Si esto es verdad surge entonces la pregunta sobre quiénes fueron realmente los cínicos, qué fue el cinismo y cuándo y cómo aconteció. Sayre da en principio por bueno el punto de vista despectivo de los estoicos romanos sobre los cínicos de aquel momento; pero desmonta la reivindicación, hipócrita o ingenua, que habían hecho de las presuntas figuras gloriosas del pasado, a las que necesitaban para despreciar a aquellos vagabundos degenerados del presente y sobre todo para mantenerse ellos en filiación socrática. Esos héroes eran de barro y el cinismo propiamente dicho estaba ahí mismo a la vista. Aquellos great men del s. IV a. C., dirá Sayre, no existieron más que como una sumatoria confusa de inventos de varia procedencia y capciosos malentendidos, o bien por la confluencia de dos tradiciones de mentiras: la oral de los perros y la erudita sobreimpuesta por los varios patronos de la casta estoica. Según Sayre los cínicos eran un grupejo que no tenía por idea rectora seguir a la naturaleza, sino el cultivo de la vía del atajo hacia la felicidad y la libertad. No eran otra cosa que unos burdos sujetos que buscaban sin más vueltas la felicidad para ellos mismos, que hacían de la virtud un medio, no un fin, y del mismo modo procedían con la apatía y la indiferencia, que a la larga desenlazaron en sus manos en simple holgazanería y en un descuido por la educación que elevó la ignorancia al rango de virtud cínica. Contra todo pronóstico Sayre nos dirá que los cínicos no eran ni socráticos ni primitivistas. No eran socráticos porque nada decían sobre el bien y el mal y al revés que Sócrates se presentaban como sabios siendo ignorantes, e incluso eran ágrafos por analfabetos, no por mayéuticos. No eran primitivistas porque no volvieron a las cuevas ni vestían pieles de animales, sino telas rústicas tejidas por artesanos. Tampoco tenían simpatía por los pobres: eran haraganes y ladrones y como indicó Filodemo no confiaban en nadie, consideraban como insinceros y desleales a los amigos y como declaró Tertuliano precisaban que nadie nace para otro y que el único negocio de ellos eran ellos mismos. La guerra al placer que organizaron, incluso, era otro de los montajes fraudulentos de que hacían gala. Eran un hato de muchachos que llevaban una vida vacía, ociosa y sin rumbo ganada por el aburrimiento y la miseria; despreciaban la riqueza, el saber, el placer, la vida, y hacían de la παρρησία no un derecho común a todos los hombres sino un privilegio especial de ellos como miembros de una clase social que se pretendía por encima de reyes y emperadores. Fueron en fin el gallardete más vivaz de la decadencia terminal de la πόλις entregada al sálvese quien pueda, y así atacaron y ridiculizaron a la religión, la filosofía, la ciencia, el arte, literatura, amor, amistad, deporte, buenos modales, lealtad a los padres y al Estado, es decir a todo lo que tendía a embellecer y enriquecer la vida humana para darle significado y hacer que valga la pena vivir.

Tampoco coinciden las fechas que ofrece Sayre con las que baraja el consenso piadoso que hoy reina. Así cuando Enómao afirma que la filosofía cínica no era ni antisteniana ni diogeniana estaría en lo cierto en un sentido inesperado, porque para Sayre ni siquiera Diógenes fue un cínico, toda vez que los cínicos aparecieron como secta en el segundo siglo antes de Cristo. La prueba que ofrece de esta aparición tardía es que ni Teles ni Hipóboto dan cuenta de la existencia de la secta: las primeras menciones se encuentran recién en Cicerón y Filodemo a principios del s. I a. C., quienes los pintan por lo demás con rasgos poco favorables. Por lo tanto Crates, Teles y Bión no formaron tampoco las filas del κυνισμός. Crates, refiere Sayre, era un ciudadano respetado y conocido de Tebas, culto y religioso, que se casó y crio niños, aprobó el trabajo y la educación y no se opuso a leyes o gobiernos ni profesaba ser un hombre sabio, sólo un buen corazón que dedicó su tiempo a ayudar, aconsejar y consolar a otros hombres. Sayre encuentra en él una probable fuente principal de la corriente, dado que en su criterio era un individualista extremo que rechazaba el Estado, la opinión y el placer –enfrentado ergo a Platón, Aristóteles y Aristipo. Pero sostiene que de Plutarco y Teles no se desprende una asociación de Crates con Diógenes, y que Teles no lo consideró como un socrático sino como el director de una escuela en buena medida opuesta al Liceo y la Academia, a lo que suma que la boda canina con Hiparquia es una invención tardía que se encuentra en Apuleyo, Taciano, Clemente y la Suda. Sayre sí admite la hipótesis de que Crates fuese la inspiración fundacional de las sectas cínica y estoica. Los primeros lo habrían tomado como iniciador al mismo tiempo en que extrajeron de Bión de Borístenes anécdotas y apotegmas que atribuyeron a Diógenes, quien ciertamente no fue un socrático. Por su parte los estoicos, que habían acusado un influjo del platonismo, para inventarse el camelo de una raigambre socrática hicieron aparecer a Antístenes en la cadena como deus ex machina. Enhebraron a unos con otros a los fines de encontrar un origen plausible en Sócrates. Los cínicos adoptaron de Bión algunos tics como el amoralismo, la apatía, la indiferencia y el rechazo de la educación o el matrimonio, y extrajeron la defensa de la vida sencilla y pobre de Foción el Honesto o de Arístides el Justo. Sayre dice que no fueron ni siquiera originales en la vestimenta, ya que los espartanos usaban un manto parecido con otro nombre; no hicieron más que calzarse el traje tipo del mendigo griego basado en el disfraz de Télefo y de Ulises a su regreso a Ítaca. Adoptaron un vestido distintivo porque se consideraban una élite privilegiada que había alcanzado la sabiduría, un don más bien interdicto por el pensamiento griego anterior, y que ellos importaron de la India. Porque los cínicos, igual que Diógenes, se hacían llamar sabios, en cambio gente como Pitágoras o Sócrates asignaban la sabiduría exclusivamente a la divinidad, y a posteriori ni Crates ni Bión ni Teles se atribuyeron esa condición y ni siquiera los estoicos, según Cicerón, afirmaban ser sabios. Los cínicos no fueron otra cosa que unos analfabetos que hicieron uso de la ya antigua leyenda oral de Diógenes buscando progenitores de remoto prestigio, y como tales ignoraban cualquier escrito que presumiera de la firma de él y mucho menos de la de Antístenes, un socrático que acá ni cortaba ni pinchaba hasta la irrupción del relato estoico. Lo convirtieron a Diógenes en modelo y guía espiritual porque se había tornado un personaje popular, que con la prédica de ellos se hizo más célebre todavía y cobró un rango cuasi mítico, una suerte de nuevo Esopo que se convirtió en el centro unificador de las tradiciones orales de los cínicos, las que multiplicando el mito hicieron de él un semidiós risueño, un protagonista de fábula urbana y a la vez un imaginario maestro fundador adecuado a las entendederas de los auditorios masivos. Convirtieron a un astuto pordiosero en la encarnación de un sabio asimilable al oído plebeyo, y de tal modo los señoritos estoicos parando la oreja se sirvieron del boom para orquestar una mitología gubernamental populista estructurada sobre un sistema filosófico serio y sensato. Sayre declara que Juliano el Apóstata, el promotor de la frustrada vuelta a la religiosidad pagana, en plan de combatir al cristianismo maquinó sustituir a la nueva secta judaica por el cinismo y apoyar a Diógenes como rival de Jesucristo, y se puso manos a la obra en la reforma de la vieja corriente helénica. Sayre hace surgir el mito de Diógenes de un contacto mal entendido con el budismo, degradado por la versión griega, con el cual la defensa búdica de la inacción transmutó en holgazanería. De allí la idea de una secta que se arrogaba para sus miembros el carácter de sabios, sabios que acometían una mendicidad soberbia exigiendo, en tal presunción de componer una clase superior de hombres, retribuciones que les costearan la sobrevida. Los cínicos copiaron el sistema de financiación caritativa aprendido de la India, reversionaron el atuendo mísero y adaptaron el ideario ascético convirtiéndolo en un ardid para vivir de arriba y sin problemas: trocaron la mansedumbre servicial de los budistas en prepotencia, maltrato y griterío denuncialista. Para Farrand Sayre el cosmopolitismo de Diógenes sería una idea amasada más de un siglo después de su óbito y que acusaba esta proveniencia. Como se ve, el profesor americano nos ofrece la deconstrucción más empeñosa y sañuda de la leyenda de Diógenes, relato coral incrementado y variado por los siglos del cual apenas queda un puñado más o menos generoso y confuso de testimonios. Pero también nos ofrece una hipótesis sobre el sujeto histórico, el Diógenes concreto, que mal que mal existió.

Pordiosero, egoísta, indolente y megalómano

A diferencia de los catedráticos actuales, que tienen la tendencia de tomar el encuentro con Alejandro como una mera parábola sin ancla histórica, nuestro autor da vuelta la torta y dice que el Diógenes real fue simplemente «un oscuro vagabundo de Corinto que ganó publicidad a través de un encuentro casual con Alejandro y posteriormente adquirió fama al ser identificado con un escritor ateniense llamado Diógenes y con el héroe de los romances de Menipo y Eubulo, realzado por el crecimiento de una extensa leyenda». Diógenes sería el que le paró el carro a Alejandro, el que lo mandó a freír churros, y esa píldora corrió boca a boca durante unas cuantas décadas hasta que algunos curiosos culturales comenzaron a tomar apuntes. Esto último parece haber ocurrido unos cincuenta años después de la muerte, porque hasta entonces nadie sabía demasiado del intrépido pordiosero, y el indicio está en que la mayor parte de los datos que pudieron recogerse dan cuenta de los años postreros de su vida. «El acontecimiento culminante en la vida de Diógenes» –como le llama– tuvo que haber ocurrido en la visita de Alejandro al istmo en el año 336, llevada a cabo a fin de acordar con los mandantes de allí y montar los preparativos para la invasión del Asia. Después de que el curioso rey lo visitara en el Craneo, Diógenes hizo correr la bola presentándose en Atenas como un héroe, allí donde había sido expulsado a poco de llegar de Sinope en una primera intentona por presentarse como un sabio, pero que ahora en virtud del sentimiento antimacedonio que cundía era recibido como un héroe del pueblo. Y los atenienses echaron a rodar el mito revanchista convirtiéndolo en una especie de Maradona antes los ingleses en el estadio Azteca. «Un mendigo vagabundo con antecedentes penales, comúnmente llamado “El Perro”, que no hizo nada, no enseñó nada y no escribió nada, se convirtió en un héroe, un filósofo, un gran hombre, un santo y tal vez, eventualmente, en un Dios.»[1]

La reconstrucción de la persona histórica de Diógenes que devuelve Farrand Sayre es demoledora. Nos damos cuenta de que hemos sido estafados como pobres giles, engañados como a vírgenes doncellas. La desilusión cae sobre nuestros cansados hombros de ingenuos friquis de biblioteca. Nuestro autor concluye que Diógenes era un indolente, pero más todavía un egoísta; razones por las que se consagró a la condena, denuncia y abuso de todos los demás hombres, a los que más que odiar despreciaba, porque no era tanto un misántropo como un megalómano. Pero como no se incluyó a sí mismo entre aquellos a los que despreciaba, sus ejercicios eran más bien delirios de grandeza. Por eso según Epicteto dijo «¿Quién, cuando me ve, no cree que ve a su rey y amo» y por eso «la multitud lo despreció y lo llamó loco», de acuerdo a Dión Crisóstomo. «Diógenes –agrega Sayre– no estaba dispuesto a aceptar su inferioridad ante nadie. Como no tenía propiedades, denunció a todos los que poseían propiedades; ya que no sabía nada de filosofía, ciencia o arte, condenó la filosofía, la ciencia y el arte. La característica más marcada de Diógenes fue un egoísmo acercándose a la megalomanía.» Un hombre de tal carácter, agrega Sayre, «no se hubiera convertido en alumno o discípulo de nadie, porque no creería que nadie fuera capaz de enseñarle.» De manera que hay que descartar toda comunión con Antístenes, pero también todo legado. Sayre se sirve de Dión Crisóstomo, quien sostuvo que Diógenes no tenía alumnos porque muy pocos de aquellos que se lo cruzaban a diario le prestaban atención –sino que más bien provocaba náuseas y odio– y de ahí que, como mostró Laercio, hiciera esas contorsiones como ponerse a silbar para atraer al público. Y cita a Estobeo, que aseguró que la gente disfrutaba de verlo insultar a los demás mientras el agravio no les tocara a ellos. Más que un maestro, en definitiva, era un solitario predicador callejero; de haber sido un maestro los alumnos habrían escrito un relato de su enseñanza como hizo Platón con Sócrates, o Teles con Crates y Bión, o Perseo con Zenón o Arriano con Epicteto. Sayre declara, no sin razón, que muchas de las historias sobre Diógenes no solamente no son cínicas sino más bien anti-cínicas. La atribución de ideas cínicas a Diógenes, quien en el s. II d. C. ascendió al rango de santo, cuando no de dios, es un invento tardío; prueba de esto es que Cicerón condenó totalmente el cinismo pero mencionó favorablemente a Diógenes, lo que indica que no lo consideró como un cínico. Tampoco lo fueron Cércidas, Dión o Demónax, ni aquellos de antaño que invocaban Epicteto y Juliano. Sayre sugiere que el constructor de la leyenda, hacia el siglo I a. C., podría haber sido Diocles. Así la historia del esclavo Manes, por ejemplo, es mencionada por Teles, pero la del oráculo no aparece hasta el siglo II d. C., y la del farol es un apotegma clásico que tuvo también como protagonistas a Esopo, a Heráclito, a Demócrito o a un filósofo anónimo. La figura de Diógenes acogió una sumatoria de apotegmas, algunos de los cuales –quizá provenientes de la comedia– referían en principio a otros filósofos que fueron menguando su fama con el tiempo, tales como Aristipo, Teodoro o Diágoras. Platón y Aristipo reunidos como comensales en Sicilia –dice Sayre– es una hipótesis veraz, pero la misma escena interpretada por Platón y un vulgar predicador desquiciado es hartamente improbable. Diógenes absorbió también dichos varios de Crates y Bión. A su criterio los únicos tres elementos de la vida de Diógenes que pueden considerarse biográficos son el comentario sobre las tabernas de la Retórica aristotélica (escrita en el 330 a. C.), las referencias sobre el ratón de Teofrasto y los testimonios acerca del uso del bastón de parte del magistrado Olimpiodoro y del orador Polieucto –ya no el del gramático Lisanias, de una generación siguiente. Pero el Diógenes al que Teofrasto dedica un libro tenía que ser el homónimo físico-matemático de Apolonia, al que Aristóteles también invoca, ya que ni el maestro ni el alumno del Liceo «habrían estado interesados en la basura obscena atribuida a Diógenes de Sinope». Agrega que la única biografía real sobre Diógenes podría haber sido la de Sátiro, una probable colección de chismes escrita en Alejandría cien años después de la muerte del Perro, y agrega que las referencias de Demetrio de Magnesia, el que dijo que Diógenes y Alejandro murieron el mismo día, son recién del s. I a. C. El personaje de Menipo se llamaba Diógenes –añade– pero nada debía a aquel obscure vagrant of Corint, y la prueba de que el personaje no era un cínico se encuentra en la instrucción que aplica a los hijos del amo Jeníades. Menipo para Sayre era un escritor de historias imaginativas que probablemente nunca había oído hablar del sinopense, de quien no se sabe que haya andado jamás por Tebas. Su personaje, nombrado Diógenes, fue tomado por aquel que había ganado fama a última hora como valeroso desafiante del poder y el mito se disparó: la gente tomó los relatos de Menipo y Eubulo como biografías de aquel atrevido que había montado el famoso desplante en Corinto. Después de la vuelta triunfal a Atenas a este Diógenes encaminado a la gloria se le endosaron, seguramente postmortem, las obras de un trágico local de poca trascendencia, y esas son las obras que refiere Laercio entre otros. La clave estuvo en convertir, hacia el siglo I a. C., en cínico a Crates, y de allí se tiró del piolín hasta Sócrates. Pero en criterio de Sayre no hay información confiable para la conexión Antístenes-Diógenes ni para la conexión Diógenes-Crates. Teles, que fue nomás un precursor de los cínicos, citó a Crates y Bión, pero no mencionó jamás a Antístenes. Disfrazado el socrático fiel de cínico, se le ensamblaron historias y chismes acordes, como el consejo a los prudentes de reticencia ante el estudio de las letras (improbable en un maestro y escritor voluminoso) o la opción por la locura ante el placer, de la que Laercio no da fuente textual alguna sino que dice que era algo que el filósofo solía decir en foro privado. Sayre brinda a continuación una serie de argumentos para explicar que Antístenes no era un cínico ni se les parecía en lo más mínimo. Dice que era ciudadano, que tenía una propiedad y los suficientes recursos para costearse la subsistencia, e incluso las onerosas clases de Gorgias, y que tenía amigos ricos como Calias; que su pobreza fue impuesta por las circunstancias y la de los cínicos era opcional, que buscaba la superación personal y la ayuda de los demás y los cínicos la felicidad para sí mismos, que no ejercía la apatía y la ociosidad y valoraba la educación, que no estaba en guerra contra los placeres, que apreciaba la amistad y el amor, que sostenía la modestia, que tenía seguidores interesados en asuntos socráticos como las definiciones, que no aceptaba el incesto (como recriminó a Alcibíades), que no rechazó de cuajo la participación política, que era religioso y monoteísta. Los cínicos representarían las posiciones contrarias en todo esto. A lo que el autor agrega para cerrar el moño que los socráticos eran idealistas y los cínicos realistas y materialistas.

En definitiva la leyenda de Diógenes no cristalizó hasta el siglo tercero antes de Cristo, la secta cínica no tuvo existencia sino desde el siglo segundo precristiano, y es más bien en el siguiente siglo que comenzó a prosperar el montaje general que unió a ambos y elaboró esa cadena cuyos otros eslabones fueron Crates, Antístenes y Sócrates. Se desacoplan todas las piezas, se cae la estantería, los que parecía que eran no eran, todo podría haber sido distinto, se guarece detrás el cuento chino. Mónimo tenía razón: todo no era más que suposición y humos de vanidad, presumir de lo que no existe como si existiera. La reconstrucción de la historia, siquiera por paranoica, es perfecta, encaja. Todo aquel cuento que escuchábamos podría ser un camelo, una engañapichanga, otra sanata más colgada de la historia y montada en aquel entonces por unos poderosos que debían mandar y armaban rompecabezas recortados por ellos mismos. Por incautos, por tilingos, por justificar una beca, una clase o una traducción, se pliegan a ella los nuevos candidatos del funcionariado del saber, cabalgando sobre renovados relatos para alegría de las ideologías al alcance del usuario.

A fiarse de las noticias que transmite Luis Navia, el mentado Farrand Sayre fue un hombre que hizo carrera militar y a paso seguido se formó en criminología y derecho penal en Harvard. Como Platón hablando de Antístenes, Navia refiere que llegó muy tarde al estudio de la filosofía griega: a los 77 años presentó su libro sobre Diógenes como tesis doctoral en la universidad Johns Hopkins. «Obviamente, su formación militar y su orgullo patriótico le impedían comprender lo que Diógenes y los demás cínicos tenían que decir sobre el mundo» –concluye Navia como hablando en nombre de Dios. No es de extrañar que los EE. UU. de la década del 40 hicieran circular estas buenas por el mundo. Tampoco es de extrañar que ahora hagan circular las contrarias. In Dog we trust.




[1] «A vagrant beggar with a criminal record, commonly called “The Dog”, who did nothing, taught nothing and wrote nothing, became a hero, a philosopher, a great man, a saint and perhaps, eventually, a god.»



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