Dión
de Prusa deja a la vista tres cinismos: uno por accidente, circunstancial y
temporario, el que le tocó sobrellevar a él mismo con el destierro; otro ideal,
el que a partir de entonces construye sobre la efigie de Diógenes y al que
aspira a ajustarse durante su vida de exilado; y un tercero real, el cinismo
que ve desenvolverse en los caminos y ciudades del Imperio romano de su época,
frente al cual compone el segundo en calidad de cinismo auténtico y originario.
Se diría que Dión formatea un Diógenes a la medida de sus necesidades e
intereses, y cuando es devuelto a la vida civil y política pasa a convertir a
aquel Diógenes idealizado, sobre el que cifró su exilio, en un alter ego en virtud del cual va a
presentar ante el nuevo emperador su idea de monarquía verdadera.
Por una monarquía diogénica
En torno al
año 100 Dión de Prusa escribe su cuarto discurso sobre la realeza (Sobre la realeza IV o Περι βασιλειας δ´), tal vez dirigido al emperador
Trajano, convirtiendo a Diógenes en protagonista. Una versión más del clásico
encuentro entre el rey y el sabio. En él vemos a un Diógenes que topa con un
Alejandro descrito como φιλότιμος
y φιλόδοξος,
enamorado de τιμή y δόξα, un ἐραστής del honor y la gloria que
despreciaba a los demás monarcas, a los que tenía por rendidos al vicio.
Alejandro, escribe Dión, consideraba que los reyes de Persia, India, Escitia,
igual que cualquier otro griego, no podían compararse con él porque todos declinaban
ante la molicie o la lujuria (τρυφή),
la holgazanería
(ἀργία),
la avaricia (κέρδος) y peores placeres (ἡδονῆς ἥττονες). Pero el bueno de Diógenes se va a
encargar de demostrarle que tanto esos monarcas que desprecia, como él mismo, son
niños que juegan a ser reyes, y que lo que él tiene por un ideal noble es un
vicio aún peor que el de sus colegas. Es más: que Alejandro, a diferencia de
los otros, es un maníaco engañado por el τῦφος, que posee
el δαίμον
de un esclavo, que no se conoce a sí mismo y que por lo tanto tiene como peor
enemigo al propio Alejandro.
Diógenes pasea al joven rey a su antojo, dándole una larga lección acerca de cómo debe ser el verdadero monarca. Alejandro, conteniendo el orgullo, percibe su propia ignorancia y se inquieta por saber cómo es la realeza verdadera. El sabio Diógenes, que no duda en arrancar llamándolo bastardo (ya que la madre de Alejandro hacía correr la bola de que no era hijo de Filipo sino del dios Amón o de un dragón), le enseña que quien realmente es hijo de Zeus debe conocer la ciencia de la realeza (βασιλικῆς ἐπιστήμης). Con tal designio procede a enseñarle que existen dos clases de παιδεία: una es la humana, que no pasa de ser un juego infantil (παιδιάν) de erudición superflua y libresca, como la que imparten esos eunucos (ευνούχοι) llamados σοφισταί, gente que ignora cómo gobernar e incluso cómo vivir; la otra, que al contrario hace pie en la valentía y la grandeza de ánimo (ἀνδρεία καὶ μεγαλοφροσύνη) es la divina, una παιδεία tan grandiosa y fuerte como asequible (μεγάλη καὶ ἰσχυρὰ καὶ ῥᾳδία), una παιδεία indestructible a la que no pueden arrebatar ni los sofistas ni el καιρός y que, como los dientes de los cadáveres incinerados, no puede perecer ni por el fuego. Diógenes le señala que para quien posee esta παιδεία divina y perenne –en la que radican los δόγματα y ἀρχαί– el aprendizaje (μαθεῖν) se vuelve secundario y a la vez mucho más fácil. Para adquirirla sólo necesita del apoyo de alguien que le enseñe el camino adecuado –Diógenes mismo, evidentemente–, y una vez que la posea no habrá menester de aprendizajes, le bastara con recordarla (ὑπομνησθῆναι).
Alejandro
estaba asombrado por la plenitud de la forma de vida de Diógenes, pero a la vez
un poco celoso, porque veía que gozaba de la misma celebridad que él, viviendo sin
embargo una vida opuesta a la suya, basada en dos cualidades que él desprecia, pobreza
y frugalidad (πενία
y εὐτελεία). Pero
Diógenes, ni lerdo ni perezoso, no hace otra cosa que ridiculizar el aspecto de
Alejandro –armas, púrpura y diadema– y le espeta sin el menor empacho que
parece un gallo, que quienes llevan armas lo hacen porque tienen miedo de ser
atacados y que el verdadero rey no necesita de insignias porque debe ser como
la abeja reina, la única de las abejas que carece de aguijón. Sin embargo Alejandro,
excitado por la ambición o φιλοτιμία, lleva ese
aguijón clavado en el alma, y es así que Diógenes lo manda a vestir con una
piel de animal o una simple túnica y a vivir en soledad, asegurándole que para
ser un rey en los hechos –y no en las palabras– no debe querer mandar antes de
alcanzar la φρόνησις.
Le dice que debe renunciar al τῦφος y a los
insignificantes asuntos del momento (τῶν νῦν πραγμάτων), que debe
confiar en las buenas obras y en la práctica de la justicia (προτρέπων αὐτὸν εὐεργεσίᾳ πιστεύειν καὶ τῷ
δίκαιον
παρέχειν αὑτόν),
y a continuación le demuestra que de los aludidos tres modos de vida erróneos,
el de los voluptuosos y lascivos (ἡδυπαθὴς καὶ
τρυφερὸς)
y el de los amantes del dinero y la riqueza (φιλοχρήματος καὶ
φιλόπλουτος)
son menos malos que el suyo, porque los enamorados del honor y la gloria (φιλότιμος καὶ φιλόδοξος), como el propio Alejandro, creyendo
que siguen un ideal noble son los más engañados y locos. He aquí, en fin, un
Diógenes socrático, dialógico y de largas peroratas, que defiende la παιδεία, el mandato
del Apolo délfico, que cita a Homero y que, por lo visto, está dispuesto a
reconocer que es posible un gobierno monárquico virtuoso.
Exilio, cinismo y Τύχη
Pero este Dión, que nació en Prusa, hoy Turquía, alrededor del año 40 y de una familia adinerada y culta, que recibió el cognomen de Coceyo por los servicios prestados al emperador Marco Coceyo Nerva, y que fue llamado más tarde Crisóstomo, es decir boca de oro, no parece hacer los suficientes méritos como para entrar en una galería biográfica de cínicos así como así. De él se dijo que la fortuna lo condujo a trocar una vida de rétor y sofista para convertirse al κυνικὸς βίος; pero tal vez la verdad no sea tan drástica. Como buen intelectual de la aristocracia Dión gozaba de una formación mixta, con una impronta estoica de antigua data, siendo que la tradición lo apunta como alumno de Musonio. Fue en todo caso uno de esos híbridos bífidos que rendían culto paralelo a la retórica y la filosofía. Para decirlo mal y pronto era un intelectual del orden, de su clase y de la corte, dedicado a la oratoria y a administrar el patrimonio familiar –nada más lejos de un filósofo cínico. Así fueron las cosas hasta el día en que su protector Flavio Sabino cayó en desgracia ante el emperador y a Dión le tocó la suerte grela del común de los filósofos de la Roma de entonces. Domiciano, enemigo de los filósofos, lo condenó al destierro en virtud de un decreto imperial y entonces su vida dio un vuelco rotundo. A Dión, podrá decirse, se le subieron a la cabeza Diógenes y Odiseo, se mimetizó con ellos, y tomándose demasiado a pecho su destino, tras consultar debidamente al oráculo partió a vagar por los confines del Imperio vestido de linyera.
No
parece que el decreto lo forzara a semejante extremo, sino que le exigía tal
vez la salida de su patria y acaso de Roma o Italia. Filóstrato incluso niega
que haya existido la orden oficial e indica que fue un exilio motu proprio. Sea como fuere, el hombre
de Prusa dándose ánimos entendió que lo primero, como mandaba el cínico, era vencer
el miedo y la vergüenza, y de este modo, sin miedo ni vergüenza por lo que
hacía (μήτε δεδιέναι μήτε
αἰσχύνεσθαι
τὸ πρᾶγμα) lio el
petate, metió en bolsa un libro de Demóstenes y otro de Platón, se calzó los
harapos, se comprometió a no rasurarse más la barba y la melena y partió a errar
por Grecia, el Ponto, Asia, Misia y demás parajes, sobreviviendo como un
verdadero jornalero paria conchabado en las peores labores: como aguador en los
baños públicos, plantado árboles, cavando fosos en la tierra, o como mendigo
propiamente dicho. Coligió que por precaución debía borrarse por completo, difuminar
su identidad, cambiar de nombre y fachada y entrar de lleno en el anonimato,
que es una de las formas de llamar a la ἀδοξία.
A este hombre, que hasta había llegado a escribir en los años de gracia un
libelo Contra los filósofos, el
exilio como a Diógenes lo convirtió en filósofo full time, e incluso en filósofo cínico. Pero de una manera, como
se verá, bastante diferente.
«Los que se encontraban conmigo, al verme, me llamaban unos vagabundo (ἀλήτης), otros mendigo (πτωχός) y algunos hasta filósofo (φιλόσοφος). A partir de entonces me sucedió que, poco a poco, sin pretenderlo y sin que yo tuviera gran concepto de mí mismo, recibí este nombre. Por el contrario, la mayoría de los llamados filósofos se autoproclaman a sí mismos como hacen los heraldos en las Olimpíadas. Yo, por mi parte, siendo tantos los que me llamaban filósofo, no podía oponerme ni siempre ni a todos. De modo que, por fortuna (τυχὸν δέ), conseguí algún provecho de esa fama (τυχὸν δέ τι καὶ ἀπολαῦσαι τῆς φήμης συνέβη μοι). Pues muchos se presentaban ante mí y me preguntaban qué era, según mi opinión, bueno o malo. De este modo me veía obligado a reflexionar sobre estos temas para poder responder a los que me preguntaban. En una ocasión hasta me pidieron que hablara desde la tribuna pública. En consecuencia, tuve que hablar de los deberes de los hombres y de las cosas que, desde mi punto de vista, podían serles provechosas.[1]» Visto y considerando que la mayoría de los hombres eran a sus ojos unos ignorantes, perturbados e insensatos, y que vivían arrastrados por los males presentes, por el dinero, la fama y los placeres del cuerpo, aceptó el reto y empezó a reprenderlos. Pero como recordaba bien lo que había aprendido de aquellos sabios –agrega Dión sobre el final–, no olvidó aplicarse la misma vara a sí mismo.
Resulta bastante curiosa esta
forma de iniciación en el modo de vida cínico, no diríamos que por aclamación,
pero sí por imposición de los otros, por la ropa que lucía y por la forma en
que era visto. Como quien no quiere la cosa, la casualidad y los demás lo
convierten en predicador cínico. Aunque esto no debería resultar muy extraño porque,
como se va a ver y muy al contrario de Diógenes, Dión era un hombre rendido a
la Τύχη. Y así como
fue un cínico por la suerte, va a ser un cínico temporal, ya que va a retomar la
vida anterior cuando Nerva y después Trajano, una vez asesinado Domiciano, lo
convoquen a recuperar el viejo rol de consejero político después de unos 14
abriles de andar errabundo. Mientras dure la larga
temporada, el cínico fortuito va a aceptar la misión que le toca y a tal fin va
a inclinar su producción de conferencista hacia la efigie impoluta del Diógenes
sinigual. Si hay que dar por auténtico el
discurso Sobre la Fortuna II (Περί τύχης δεύτερος), porque
algunos lo juzgan apócrifo, podrán apreciarse en él los reparos que Dión en tal
sentido pone al modo, más bien opuesto, en el que aquel otro exilado se hizo a
la filosofía.
Dión cuenta acá que a diferencia de Sócrates, que se
consideraba feliz siendo un ser racional y un ateniense, Diógenes, como es
sabido, se gloriaba de que la τύχη no había
podido asestarle los dardos que le había lanzado. Diógenes osaba envalentonarse
contra ella, dirá Dión, que emplea el verbo θρασύνω, coraje en la forma de atrevimiento, audacia como osadía; un alarde que
le parece rústico y poco civil (ἀγροίκως καὶ τέλεον οὐ πολιτικῶς ηὔχει), de manera tal que le imputa una vez más el τῦφος, vanidad u
orgullo, un temple enteramente contrario a esa humildad resignada –anque refinada–
con la que él, el mismo Dión, aceptó su destino. Con los ademanes de la
diatriba se dirige al Perro con cierta
aspereza: «Diógenes el cínico, de forma grosera y
totalmente descortés, se gloriaba contra la Fortuna, de que aunque había
lanzado contra él como blanco no pocos dardos, no había podido alcanzarle. No puedo soportar a un filósofo tan insolente (οὐ φέρω θρασυνόμενον οὕτω φιλόσοφον). No mientas, pues, contra la
Fortuna; no te alcanza con sus disparos porque no quiere (μὴ καταψεύδου τῆς τύχης. οὐ τοξεύει γάρ σε, ὅτι οὐ βούλεται). Pero cuando la Fortuna quiere, le resulta fácil en cualquier parte. Y no quiero recurrir a aquellas
concisas expresiones lacónicas: esclavos de los persas, Dioniso en Corinto, la
condena de Sócrates, el destierro de Jenofonte, la muerte de Ferécides, la
felicidad de Anaxarco. Sin embargo, ¿con cuántos disparos no alcanzó este mismo
blanco tan difícil? Te envió al destierro; te llevó a Atenas; te hizo huésped
de Antístenes; te vendió para ser llevado a Creta. Pero si un bastón, unas
alforjas y una vida frugal y sencilla te hacen caer en la vanidad (τῦφος), da también por esto gracias a la Fortuna, pues por la Fortuna te
dedicas a la filosofía.»[2]
Este Dión,
así las cosas, pretende desbaratar uno de los probables pilares del esquema
filosófico cínico, que se erige denodadamente sobre la resistencia contra la
suerte, y por lo tanto en una libertad entendida como libre arbitrio o más bien
como fuerza de voluntad, que Dión niega, al menos en este caso, con el fin de
demostrar que la τύχη rige la vida de los hombres
de cabo a rabo. Si uno filosofa por impulso de la fortuna (κατὰ τύχην γὰρ φιλοσοφεῖς), poco
sentido tiene predicar ciertas virtudes cínicas como aquella ἰσχύς que
Antístenes atesoró de Sócrates y transmitió al alumno estrella. Dión defiende
la fatalidad; quien ejerce la βούλησις es la
fortuna, no
Diógenes. Y es contra
esta disposición de corte estoico que Enómao de Gadara va a retomar, poco
tiempo después y en una batalla más bien solitaria, la defensa del voluntarismo
heroico de Diógenes.
Filosofía aparente: facha filosófica y cinismo
flagrante
Fue el
destierro lo que llevó a Dión a practicar la vida cínica; en cambio la prédica
cínica, por lo visto, le fue de algún modo impuesta por la demanda de la gente
común, que lo percibían efectivamente como a un filósofo cínico, a juzgar en
principio por cómo vestía. Sin embargo el suyo parece haber sido un caso excepcional
de final feliz, habida cuenta de lo que se lee en Περί
του σχήματος, traducido
al español como Sobre la apariencia
exterior. Allí Dión para mientes en el conflicto de los actuales filósofos
con el común de los mortales. Un tema recurrente en la era imperial romana el
del vestuario filosófico, que se había vuelto de rigor entre los filósofos, por
lo cual quien lucía el atuendo era visto como tal sin más vueltas. No estaba al
alcance de los legos distinguir un buen filósofo de uno malo, pero sí a un filósofo
de un no-filósofo, aunque simplemente por el aspecto externo. Un problema
doble, porque la actividad filosófica estimulaba desde siempre la irritación en
aquellos a los que les tocaba ser presas de la censura moral –a saber, el
grueso de los no-filósofos que conocemos como οἱ
πολλοί. A este conflicto de base se añadió
el que producía esta misma y confusa facilidad por la cual alguien podía
aparecer ante todos como un filósofo. En este escrito el de Prusa comenta que
cuando la gente de su época veía a uno de esos barbones melenudos sin túnica y
con manto, se sobresaltaban ipso facto
y empezaban las agresiones, burlas o insultos, en particular si veían al
filósofo solitario o notaban que no era un sujeto de aspecto vigoroso. No
pasaba lo mismo cuando veían a un campesino vestido de campesino, a un pastor
vestido de pastor o a un persa que parecía un persa. Cuando ven a un tipo
vestido de navegante, dice Dión, saben que va a navegar, y cuando ven a uno
ataviado de campesino, que va a cultivar la tierra; pero cuando ven a uno que
parece filósofo saben a qué atenerse, saben a qué viene: a sermonearlos,
fustigarlos y reprochar lo que hacen, dicen y creen. Como estaban anoticiados
de que los filósofos, ya de forma pública o en foro privado, los tenían como
blanco de disparo, que criticaban la manera en que vivían y los despreciaban
tanto como despreciaban a quienes ellos envidiaban o admiraban, se veían
forzados a tomarlos por insensatos o dementes, porque de lo contrario hubiesen
estado dando por sentado que los dementes e insensatos eran ellos mismos, el
común de la gente. Sin embargo, dice, hay una minoría que cuando los ve pasar
se les acerca porque escucharon hablar de esos varones famosos que eran
Sócrates o Diógenes, que eran sabios y emitían sabias palabras a los hombres.
La lechuza de la fábula de Esopo, comenta Dión, se había negado a montar el
nido en los árboles, que era lo que le pedían las aves, y al contrario les
aconsejaba a las aves que salieran de ahí porque quedaban expuestas a la
cacería de los hombres. Pero las lechuzas de ahora, dice, de aquella lechuza no
tienen otra cosa que las plumas, el pico curvado y los ojos, pero no la
sensatez. «Cada uno de nosotros calzamos
el uniforme (στολὴν)
de Sócrates y Diógenes, pero carecemos de
su inteligencia (φρονεῖν), no
llevamos la vida que ellos llevaban ni proferimos similares razonamientos (ἢ
ζῆν
ὁμοίως αὐτοῖς ἢ λόγους
τοιούτους διαλέγεσθαι). Se
nos acercan estas aves simplemente porque tenemos este aspecto, porque
parecemos las lechuzas de la fábula, cuando en realidad somos unos estúpidos (ἠλίθιοι) perturbados por otros semejantes.»
Parece que Dión una vez que acabó el exilio, y ya convertido
en una especie de luminaria oficial, perseveró en vestir los harapos, conforme
deja ver en la segunda arenga que da en Tarso. Él mismo se describe allí
vistiendo como un cínico, como aquellos tipos, más bien, a los que la gente
llama Κυνικοί. Tipos, dice, a los que esas masas toman
por
locos, por desgraciados y por inútiles para los negocios, de los que se ríen a
más no poder y a los que no soportan ni siquiera cuando permanecen callados. La
gente de Tarso, apunta Dión, estaba harta de los filósofos. Pero él le va a
contestar a ese público que lo escucha que aquellos a los que detestan no son
filósofos, porque no lo son los injustos y malvados (τῶν ἀδίκων
καὶ πονηρῶν), lleven la
vestidura que fuere, así estén desnudos como estatuas, y porque no merecen el
nombre de filósofos «quienes actúan de
óbice a la patria y conspiran contra la ciudadanía» (οἱ δὲ
δὴ τὴν πατρίδα
βλάπτοντες
καὶ συνιστάμενοι κατὰ τῶν πολιτῶν).[3]
Dión, por supuesto, tiene poco y nada que ver con el cinismo popular y callejero; de hecho hace sobre ellos una referencia no muy halagüeña al presentarse en Alejandría, ya retornado del ostracismo, donde es sabido que por entonces había un nutrido colectivo perruno. El discurso llamado Al pueblo de Alejandría (Προς Αλεξανδρής) es una paternal perorata con forma de reprimenda que dedica a esta ciudad empachada por el panem et circenses, corrompida por los entretenimientos deportivos, los espectáculos y el jolgorio, por las carreras, la música y la farra. Estos alejandrinos, a fiarse de lo que cuenta, se parecían bastante a los eternos juventones de la argentinidad o de la sociedad contemporánea en general, a los que nada les entra si no es en forma de rap, trap o con los tres acordes de un rocanrol del Conurbano. Era tan así que, según Dión, los oradores, los sofistas y los filósofos ya no se distinguían de los cantantes y ponían su oficio al servicio del canto para ser oídos; de manera, dice, que si uno pasaba por un tribunal de justicia no podía reconocer si adentro se estaba celebrando un juicio o un banquete. Parece que en los gimnasios se entrenaban brincando al son de la música, e incluso los médicos practicaban la medicina entre coplas y tonadas. «La vida corre el riesgo de haberse transformado en una continua juerga, no mansa y llevadera, sino salvaje y fastidiosa, un festival de bailarines, silbadores y asesinos todos juntos.[4]» Por lo visto estas gentes poco serias y bastante disipadas, a los que compara con el homérico Tersites, vivían tomándose en solfa y gastándose bromas unos a otros. Ante semejante emporio de la inmadurez colectiva, Dión procede a aplicarles un correctivo en forma de sermón, enrostrándoles que los hombres buscan la risa (γελοίος) por desconocer lo que realmente vale, que es una cosa muy distinta llamada alegría (χαίρειν)[5]. No quiere, sin embargo, vituperar a los alejandrinos, ya que considera que es un pueblo de buena ralea, pese a que parece que llevan en sí el mal de Nerón en vez de imitar al actual gobernante inclinado al λόγος y la παιδεία.[6]
Sucede que Dión llega, tal vez en son de enviado imperial, adelantándose al arribo de Trajano –el susodicho gobernante. Dirige la palabra al pueblo, así dice, para cumplir con aquello que el resto de los filósofos que pululan por la ciudad eluden: hablarles de sus males con valentía y franqueza, trayendo en manos la medicina que precisan: παιδεία y λόγος[7]. El diagnóstico sobre el estado de la filosofía en Alejandría y la actividad de su fauna filosófica es un tanto desolador. Unos, cuenta, preferían ocultarse y esquivar todo contacto con la muchedumbre, otros disertaban en auditorios por dinero y para un público restringido, otros se consagraban a la declamación vacua (pareciéndose, dice, a un médico que visita al enfermo no para proporcionarle la cura sino provisto de flores, perfumes y cortesanas), y otros, aunque intentando el ejercicio de la παρρησία, en vez de instruir en algo se contentaban con el vituperio y salían rajando a la primera de cambio por temor a las represalias. He aquí la nula labor social en Alejandría de los filósofos que pasaban por instruidos; porque los había otros que ni siquiera. Entre tantos filósofos presuntos (τοὺς καλουμένους φιλοσόφους), cuya infausta experticia denuncia, se encontraban en número por demás considerable los llamados cínicos (Κυνικῶν λεγομένων), a los que pinta parados en las encrucijadas, umbrales de los templos o callejuelas, y concentrando en derredor de ellos a adolescentes y marineros o gente de baja calaña para engañarlos con chapucerías, palabrería balbuceada en la jerigonza de los mercachifles y bromas de todo tipo[8]. «No logran nada bueno –apunta Dión–, sino el mayor daño; no hacen más que acostumbrar a los insensatos a reírse de los filósofos, a los niños a despreciar a sus maestros, y en vez de apaciguar la insolencia (ἀγερωχία) de quienes los escuchan, la estimulan.[9]» Dión, un espíritu compasivo, de algún modo los exculpa, porque dice que tienen que ganarse la vida con algo y que en sí mismos no tienen nada espurio o innoble. El retrato es menos vehemente que el que ofrecieron otros intelectuales del momento, pero no mucho menos negativo. Esa Alejandría era una urbe ideal para el cínico ideal, aquejada por la suficiente cantidad de vicios como para que realice su trabajo de socio-terapeuta. Tan ideal como la Corinto de Diógenes; pero allí no estaba Diógenes sino este relevo tan inútil como lamentable, aunque por lo visto perdonable. Le tocará al propio Crisóstomo, en este caso, hacer las veces de ἀγαθὸν ἰατρόν, de buen médico.
Diógenes y la vida fácil o contra el miedo a la
muerte
En el
destierro Dión va a escribir cuatro discursos que hacen eje en la figura de
Diógenes. Son anteriores al comentado al principio, el del encuentro con
Alejandro, escrito cuando ya había restablecido su vida normal y su papel de
filósofo ligado al poder. En estos discursos, dirigidos no a los interesados en
cómo gobernar sino al común de los hombres, no se encuentra aquel Diógenes que receta
un orden político legítimo, sino el puro y duro cinismo ético por el cual el
maestro cínico prescribe la vida según la naturaleza, la emulación de la vida
animal y la vida del sabio más bien como extra-política. Acá no hay ningún
reproche para él, es el modelo ético en toda cabalidad. En Diógenes o de la tiranía (Διογένης ή
Περί τυραννίδος) el cínico ya
no indica cómo debe ser el rey auténtico, sino cómo es el tirano existente. La
mira parece estar puesta en esos a los cuales el orgulloso Alejandro había
despreciado. El tirano y Prometeo son los enemigos que el sabio cínico baja en
este discurso disparado contra la sociedad de la saciedad –por decirlo a la
posmoderna. Visto por Diógenes, el tirano concentra en sí el summum de la desgracia humana que
resulta de la civilización tecnológica.
Dión
presenta dos oposiciones, Diógenes versus
el tirano y Zeus versus Prometeo.
Oposiciones que se diría están entrelazadas, porque el cínico vive como Zeus
manda y el tirano según el régimen de vida prometeico; uno según la naturaleza
y el otro según el artificio. La tecnología, el don aberrante que Prometeo
hurtó para la humanidad, la eyectó de la naturaleza y la alejó de los dioses
condenándola a la misma vida de tormento a la que Zeus condenó a Prometeo como
castigo por el latrocinio. Según Diógenes, Zeus obraba en favor de los hombres cuando
castigó a Prometeo por haberles entregado el πυρός, el fuego, ofrenda
que resultó siendo el principio y el
origen de la debilidad y molicie de la humanidad (ὡς ἀρχὴν τοῦτο καὶ ἀφορμὴν τοῖς ἀνθρώποις
μαλακίας καὶ
τρυφῆς).
Dión deja en claro que Diógenes no toma de referencia a los animales sino a
través del modelo de la vida de los dioses (καὶ
μάλιστα ἐμιμεῖτο τῶν θεῶν τὸν βίον),
los únicos, según
decía Homero, que llevan una vida fácil (ῥᾳδίως
ζῆν).
Es imitando a la divinidad que Diógenes sigue a las bestias, porque la vida de
los hombres, merced al obsequio prometeico, es al contrario una vida penosa y difícil (τῶν ἀνθρώπων ἐπιπόνως καὶ χαλεπῶς βιούντων).
La enseñanza de Diógenes, por lo tanto, comporta una inversión de los valores
que dice que lo fácil es difícil y lo difícil fácil, que esa vida fácil que
propone se basa en los sacrificios hercúleos, en el impenitente atletismo de la
virtud, y que la vida difícil es aquella otra consagrada a prever y progresar a
la busca del confort y la saciedad. La vida fácil, natural y divina, va del πόνος a la ἡδονή tanto como la difícil, la prometeica, de la ἡδονή al πόνος. Y la clave de la desgracia que introduce Prometeo se encuentra en el
temor a la muerte que hace del tirano un ser más sufrido que aquellos
desventurados que preferirían, con buenas razones, morir a vivir. Ese miedo
vuelve a los hombres seres pávidos y melindrosos, avaros y lúbricos a la vez,
demasiado precavidos, enfermos de bienestar y precaución. Dión introduce el
verbo clave por el cual Prometeo recibió su nombre, προμηθεῖσθαι, precaverse,
cuidar de antemano. Por eso dice Diógenes que los hombres con tal de asegurar
su vida soportan todo tipo de sufrimientos.
Diógenes
demuestra que el tirano (τύραννος) menos que esclavizar a todo el mundo
es esclavo de todos, un paranoico atormentado por la desconfianza, la sospecha
y el miedo al resto de los hombres, empezando por los hijos, mujer y hermanos,
siervos, allegados y subalternos, todos potenciales conspiradores que podrían
asesinarlo. El tirano es un hombre que no puede esperar la buena voluntad o la
amistad de nadie (εὐνοίας
καὶ φιλίας
ἐλπίσαι οὐδὲν),
que teme a los ricos y al populacho, que si da demasiado confort a las masas
teme a su ὕβρις y si las
somete a la pobreza a su ira (ὀργή),
que considera un insulto cuando lo tratan como un igual y un engaño cuando lo
alaban, que se irrita cuando hablan mal de él y desconfía cuando lo halagan,
que teme a la muerte, a la enfermedad, a la pobreza, que escapa de la sobriedad
por la borrachera y viceversa, y de la vigilia por el sueño y viceversa. Un
hombre sin paz que no logra disfrutar de ninguno de los placeres que tiene al
alcance y sin embargo no está dispuesto a renunciar a las prerrogativas, y así
vive peor que aquellos esclavos o hambrientos que desean morir, porque lo
sobresalta un desesperado temor a la muerte. Los tiranos viven de peor manera, pero
le temen a la muerte como si disfrutaran de la vida, porque como el grueso de
los hombres creen que la vida es lo mejor (βίος ἀμείνων) y la muerte lo más
angustioso (λυπηρότερος).
Bastaría con vencer el miedo a la muerte para dejar atrás el desasosiego (τοῦ θανάτου δὲ εἴ
τις ἀφέλοι
τὸ δέος,
οὐδὲν ὑπολείπεται δυσχερές),
dirá Diógenes. Como se ve, acá la contrafigura del tirano no es el rey ideal
sino el sabio, es decir el cínico, es decir Diógenes; es decir, en todo caso,
el rey real, cuya vida es el exacto opuesto a la del tirano. Por eso el
discurso versa sobre la δίαιτα de Diógenes, del sabio cínico
digamos, un término que remite a la vez al estilo de vida, sustento y
dieta o régimen de salud, pero también a la guarida o morada.
Una dieta contra la delicadeza
y la fragilidad
Dión repara en los aspectos
sexuales y alimentarios de la dieta diogénica, cifrada en este sentido en la
ubicuidad de Afrodita –la masturbación sin pudores públicos– y en una
frugalidad de tipo vegetariano. Diógenes consideraba que los ricos
eran como niños recién nacidos, siempre necesitados de pañales, a los que más tarde
remplazaban por túnicas, calzados o grandes casas. En cambio él había logrado
tal resistencia al frío y al calor que podía sobrellevar todas las estaciones
con un solo manto. Sin embargo, cuenta Dión, la gente al verlo a Diógenes con
sed o tiritando por la noche, creía que se despreocupaba de la salud, incapaces como
eran de percibir que a través de esos rigores estaba procurando robustecerla.
La virtud equivale a la felicidad y no es contraria a los placeres; por eso Diógenes,
que vive con lo mínimo, es quien más disfruta de las cosas, el único que goza
realmente de los placeres, porque son placeres sometidos al régimen del πόνος: come
solamente cuanto tiene hambre y bebe apenas cuando tiene sed, y así encuentra
mucho más regocijo en un pedazo de pan que los otros en un manjar, en un poco
de agua que los demás en el vino de Tasos, o goza de los templos y los
gimnasios como si tuviera abiertas las puertas de las más fastuosas mansiones
de todas las ciudades.
Diógenes
explicaba, dice Dión, que la cara y los ojos de las personas soportan el frío
sin que sea necesario cubrirlos con ropa, no por características innatas sino
porque los hombres no podrían caminar con la cara y los ojos tapados, por lo
cual dichos órganos se adaptan al frío. Bajo ese razonamiento justificaba andar
descalzo: «Mis pies no son más delicados
que mis ojos y mi cara», decía. Cuando le objetaban que el hombre por la
delicadeza (ἁπαλότης) de su cuerpo no podía vivir
como los animales, Diógenes les recordaba que las ranas, los βάτραχοι,
entre otros irracionales, carecían igualmente de pelos y eran aún más
indefensos. La tesis diogénica dice que el humano no crea la cultura o la
civilización porque es ἁπαλός, un ser frágil que carece de los recursos físicos innatos para afrontar
al entorno, sino que se vuelve frágil y delicado por su régimen de vida (ἁπαλοὺς εἶναι διὰ τὴν δίαιταν). Esa σοφία heredada de Prometeo fue convirtiéndose en una posta perversa transmitida
de generación en generación, que acaba perjudicándolo cuando no la usa en pro
de la virilidad y la rectitud (πρὸς ἀνδρείαν οὐδὲ δικαιοσύνην) sino πρὸς ἡδονήν, en pro del placer. Así los hombres
caen en el terreno pantanoso de la comodidad, la dejadez, la lascivia. «Ningún
animal –reza Diógenes– nace donde no
pueda sobrevivir» (μηδενὶ τόπῳ γίγνεσθαι ζῷον, ὃ μὴ δύναται ζῆν ἐν αὐτῷ); de lo contrario los humanos no habrían podido perpetuarse cuando no
contaban con el fuego, ni con construcciones edilicias, ni con otros alimentos
que los facilitados por la naturaleza. Diógenes notaba que por más que
recurrieran a mil ardides e inventos por retardar la muerte, los hombres vivían
aquejados por la enfermedad, y de nada les servían ni Quirón ni Asclepio, ni
los ritos sacerdotales, ni los presagios de los adivinos, porque muchos de
ellos no llegaban a la vejez. Así denuncia la ἁπαλότης, la fragilidad o
delicadeza, como el resultado de la δίαιτα
prometeica, articulada contra naturam y contra divinitatem.
Los hombres «persiguen la satisfacción o
el bienestar a como dé lugar y así la vida se les torna cada vez más
desagradable y penosa, y tratando de precaverse de todo o proveer para sí
mismos se destruyen de la peor forma por los demasiados cuidados y precauciones»[10]. Es esa
μαλακία, esa delicadeza o afeminamiento, lo
que hace a la vida de los hombres más miserable que la de las bestias (διὰ τὴν μαλακίαν τοὺς ἀνδρώπους
ἀθλιώτερον ζῆν τῶν θηρίων).
Dión comenzó el relato refiriéndose a un episodio –probablemente original de
Diógenes o de los primeros biógrafos y comentaristas y en consonancia con la
idea del atajo cínico– que contaba cómo Diógenes imitaba y a la vez
perfeccionaba la δίαιτα, régimen de vida o forma de residencia
del rey de Persia, que en invierno se mudaba a las regiones cálidas como
Babilonia, Susa o Bactria y en verano a las más frescas como Ecbatana o Media, pero
perdía demasiado tiempo al atravesar tan largas distancias, cuando Diógenes,
que se desplazaba en los acotados límites de Grecia, encontraba la felicidad
por un camino abreviado. Dión, una vez expuesta la teoría del tirano, concluye
el relato agregando que el Perro ya
no quería compararse más con el rey persa. Diógenes, dice, era el μόνος ἐλεύθερός entre todos
los hombres, el único hombre libre, y le resultaba asombroso (ἐθαύμαζεν) que ninguno lo acompañara en
semejante y tan inmensa dicha (μάλιστα εὐδαιμονίας).
Doma y corneta: Antístenes educador
Diógenes o de la virtud (Διογένης
ή περί
αρετής) narra la llegada de Diógenes a
Atenas, y cuenta cómo de todos los socráticos con los que se encuentra en la
urbe selecciona a Antístenes, aunque menos por sus cualidades personales que
por lo que enseñaba (τοὺς
λόγους). Dicho esto, se entiende que el
primer mérito de Antístenes es haber hecho de la enseñanza socrática el recorte
y la asimilación más adecuados, sobre los que colocará el cinismo los pilares;
y que el segundo es haber aceptado a Diógenes como alumno, haber percibido las
cualidades de este pupilo estrella y haber sabido operar correctamente como
maestro oficiando como un buen jinete ante el más bravío de los potros. A eso
se limita el rol de Antístenes, que es apurado de entrada por un candidato a
discípulo con toda evidencia llamado a superarlo. Porque la relación entre
estos dos va a ser doble y cruzada: la de una trompeta (σάλπιγξ) con una
avispa (σφήξ) y la de un jinete (ἱππικός)
con un potro (ἵππος).
El
reparo de Diógenes al maestro es de corte socrático-délfico, pero en versión
otológica: Antístenes, como una trompeta, gritaba tanto que no se oía a sí
mismo –reproche que el maestro soportó porque admiraba la naturaleza de ese ser
humano (ἐθαύμαζε τοῦ ἀνθρώπου τὴν φύσιν)
que era Diógenes. La σάλπιγξ,
más bien una corneta, le llamaba σφήξ, avispa,
porque el zumbido era tenue pero el aguijón terminante. Diógenes a la
estridencia de esos sordos ruidos, sordos ante lo que saben y transmiten, le
opone una eficacia envuelta en sutileza, porque advierte que hay que ser más
avispado y picante.
Esta
crítica por lo visto alude a Sócrates, que era un tábano, y propone en todo
caso un retorno a él, pero en plan de perfeccionamiento, porque la avispa
molesta menos que el tábano, pero pica mejor y da por ende una lección más
rotunda. Para este discurso apologético del cinismo, o más bien del mito
Diógenes, hay dos Antístenes: el profesor de equitación y el clarín, el
excelente maestro y el módico filósofo. Es que el gran domador prefería a este
brioso potrillo (ἵππον θυμοειδῆ) que a los lentos y abúlicos
corceles, acicateándolo o sofrenándolo según correspondiera a la ocasión,
procediendo como quien tensa o afloja las cuerdas de un instrumento. Vemos que
Antístenes, volviendo a la metáfora musical, abandona ese papel como de tubista
de banda policial, de viento de la orquesta municipal, para afinarle el piano a
Diógenes, convertirse en poco menos que en su plomo o en su coach de canto –de zumbido en este caso.
Porque
es sabido que la σάλπιγξ
tenía un eminente uso militar, dar como el clarín la voz de aura en las
guerras, y usos similares en festividades y actos deportivos; por lo que bien
sería mejor deponer tal prestación cívica y convertirse en el personal trainer de aquel que está en
condiciones de ofrecer la cura para las nuevas enfermedades de una sociedad
distinta, cuyo eje ya no estará en la Atenas que suscribió la condena del
fundador de la filosofía.
Diógenes o el médico del Istmo
Es
así que muerto Antístenes, según Dión cuenta, como
el sinopense no tenía nada que hacer en medio de aquellos otros socráticos a
los que en nada consideraba, marchó a Corinto a cumplir el rol de ἀγαθὸν ἰατρόν, de buen médico, que le tocaba asumir como φρόνιμον ἄνδρα, como hombre sabio, porque esa ciudad portuaria, comercial
y prostibularia, ubicada como una encrucijada de caminos en medio de Grecia, se
hallaba asolada por una epidemia de ignorancia y locura, cundiendo en ella los
enfermos más variopintos, una miríada de mercaderes que vendían lo primero que
les caía en manos, de leguleyos que desacreditaban la justicia, de poetas que
recitaban versos para ser aplaudidos, de escritores leyendo sus estúpidas
obras, de adivinos interpretando signos, de prestidigitadores maniobrando falsas
maravillas y de sofistas gritones injuriándose unos a otros y entrando en
ridículas disputas rodeados de un hato de discípulos engatusados. A curar la ἄνοια, la locura de todos esos ἄφρονες
o incautos partió Diógenes.
Sin
embargo el cuadro que pinta Dión no deja de ser desolador, porque la terapia
social que Diógenes lleva consigo resulta un fracaso rutilante. Los lugareños
lo ignoran por completo y acaba convertido en una insustancial y acostumbrada
pieza del paisaje. Los únicos que le dan bola son los forasteros, pero sobre todo
porque para ellos comporta una novedad, una extraña curiosidad. El hombre
sabio, el médico social, se convierte en un perro de Laconia, de esos a los que
la gente se acercaba en las ferias para admirarlos, pero jamás para comprarlos.
Diógenes o el atleta de la virtud
Seguidamente
Dión se encarga de mostrar a Diógenes en acción en los Juegos Ístmicos que se
celebraban en Corinto. El primero que se topó con él allí se sorprendió de
verlo, y preguntándole si iba a ver el espectáculo recibió por respuesta que
iba a participar; ante lo cual y cagándose de risa le preguntó cuáles eran los
adversarios a los que debía enfrentar. Diógenes desde luego le respondió que
los más imbatibles rivales a los que ningún griego se animaba a mirar de
frente, ni los lanzadores de disco o jabalina, ni los corredores, saltadores o
luchadores. La avispa, con la delgadez que la caracterizaba, había llegado a
los Juegos para enfrentarse con todos los que llevaban una vida de puercos,
rechonchos de vivir lastrando y roncando. Diógenes, que había librado un
combate victorioso contra la πενία, la φυγή y la ἀδοξία, hasta el
punto de convertirlas en un entretenimiento –como si fueran las tabas y las
pelotitas multicolores de los críos–, venía a participar del más fiero de los
certámenes ante el rival más peligroso, la ἡδονή,
esa pupila de Cirse que vence a los hombres menos por la violencia que por el
hábil recurso del engaño y los halagos, drogándolos como hizo la hechicera con
los compañeros de Odiseo, a los que convirtió en σύες y λύκοι,
cerdos y lobos. Porque el hombre fuerte (κράτιστος ἀνήρ) es el que se empeña en ponerse a salvo
(ἀποφεύγειν) de los
placeres, el que lucha contra los φάρμακοι de Cirse, ya
que cuando la ἡδονή se apodera de la ψυχή catapulta
al hombre a los peores
πόνοι, y uno se convierte en un
achanchado o en una especie de cerdo burgués o de homo homini lupus.
Dión va a demostrar que el destino
de Diógenes era equiparable al de Heracles: la misma indiferencia de la gente
ante las hazañas, idéntico malentendido, y sobre el final el mismo dudoso
arrepentimiento general por el cual ambos fueron glorificados una vez muertos. Porque
mientras Diógenes se jugaba la vida en ese combate entre el placer y el
esfuerzo (πρὸς ἡδονὴν καὶ πόνον), los demás miraban para otro lado,
al espectáculo de las piruetas de bailarines y corredores de carreras; y lo
mismo había sucedido con Heracles, de quien se apiadaron con indiferencia
prefiriendo a los atletas apreciados por la belleza o la riqueza –como Cetes,
Calaias o Peleo. La gesta de Diógenes, dirá el de Prusa, es pareja a la lucha
de Heracles ante la Amazona, que no logró seducirlo para apartarlo de sus
propios bienes, o a la redención que Heracles trajo a Prometeo al liberarlo de
las cadenas que lo ataban a la roca, o a la final tarea de limpiar la mierda de
los establos poco antes de darse muerte por ignición.
Concluido el largo speech, a través del cual expresaba
Diógenes a la vez el ascendente heroico y divino de la misión tanto como su
improcedencia, se ubicó en cuclillas y acto continuo se puso a cagar a la vista
de todos provocando gran alboroto, la risa de la muchedumbre y la imputación de
loco por parte de los sofistas indignados. De tal manera concluye Dión su
discurso. Para decirlo con el vocabulario florido de la filosofía argentina,
Diógenes termina cagándose en todos, o mejor dicho cagando ante todos los que
se cagaban en él. Un final algo melancólico y en paralelo con el escatológico y
último de los trabajos de Heracles. Evacuando las heces en plenos Juegos este
hombre, que pasaba ante la gente como un fantasma de Canterville, logra finalmente
captar la atención del público.
En el
siguiente λόγος,
Diógenes o el discurso ístmico (Διογένης
ἢ Ἰσθμικός),
continúan las peripecias del héroe en los Juegos; pero la suerte, acaso después
de semejante acto excretorio, comienza a torcer en su favor. El anterior
narraba un episodio de la llegada; este va a mostrar una anécdota sobre su
particular coronación.
Dión aclara a qué iba Diógenes: no por cierto, como todos los demás, a contemplar mientras se llenaban el buche a los atletas, sino a someter a examen a la gente y a sus estupideces (ἐπισκοπῶν οἶμαι τοὺς ἀνθρώπους καὶ τὴν ἄνοιαν αὐτῶν), porque es en las festividades cuando los síntomas están más a la vista, y por lo tanto es más factible curarlos –lo que no ocurre en las guerras, cuando el peligro y el miedo los hacen retroceder. Las autoridades lo miraban de reojo y en silencio por la atracción que constituía para los tantos visitantes foráneos que se le acercaban, unos pocos para aprender algo y otros muchos para poder contarlo a la vuelta, aunque la mayoría acababa como aquellos que querían probar la miel del Ponto y terminaban escupiéndola de inmediato por el amargor que la caracterizaba, y así una vez que se sometían al rapapolvo se daban media vuelta y salían carpiendo. Diógenes se iba constituyendo en un espectáculo colateral, ya que las gentes se regocijaban de ver cómo se mofaba de los otros, mientras fueran los otros y no ellos; pero cuando la παρρησία cobraba visos de seriedad ya no lo aguantaban, asustándose como los niños que dejan de jugar con los perros y rajan cuando empiezan a ladrar fuerte. Y ciertamente, dice Dión, provocaba la irritación y la burla de la gran mayoría, porque si bien algunos lo admiraban como al más sabio de todos, a otros les parecía un loco (ἐθαύμαζον ὡς σοφώτατον πάντων, τισὶ δὲ μαίνεσθαι ἐδόκει) y otros muchos lo rebajaban como a un πτωχός, es decir un pobre mendigo, lo insultaban con groserías, le arrojaban huesos como a los perros o le tiraban del manto. Esta circunstancia le viene al dedillo a Dión para asentar la segunda referencia mitológica sobre la que Diógenes estaría operando: no ya Heracles sino aquel Odiseo que regresó furtivamente a su palacio en Ítaca disfrazado de mendigo, dispuesto a soportar las burlas y el maltrato de sus pobres criados y domésticos, tal como Diógenes tenía que fumarse a semejantes infelices vesánicos e ignaros. También él, Odiseo, era un disfrazado envuelto en los trapos de un pordiosero (πτωχοῦ στολὴν ἔχοντι), cosa que los pelmazos no podían advertir: que debajo de esas pilchas yacía de cuerpo presente su rey y señor (βασιλεῖ καὶ δεσπότῃ).
La
escena teatral comienza cuando Diógenes, al que vimos llegar como desafiante,
ya se proclama vencedor colocándose una corona de pino ante la desaprobación de
los corintios, que querían quitársela porque según ellos no había obtenido
victoria alguna. Por supuesto Diógenes va a replicar que él, a diferencia de
esos esclavos a los que se ve corriendo o tirando el disco, ha vencido a los
más grandiosos adversarios, cuya lista ahora engrosa: a πενία,
φυγή y ἀδοξία se suman ὀργή, λύπη, ἐπιθυμία
y φόβος, como decir la ira, la tristeza, el
deseo y el miedo, y al final la bestia más indómita, traicionera y lameculos,
la ἡδονή, la que
ningún griego ni bárbaro pudo subyugar, la que doblegó en la contienda a
persas, medos, sirios, macedonios, atenienses y lacedemonios. «A todos –dice Diógenes ni más ni menos– excepto a mí. Así que id y decid al mundo todo –completará– que yo he hecho más famosos los Juegos Ístmicos al apropiarme de esta
corona, y agregad que conviene no a los hombres sino a las cabras combatir por
una corona.»
El
paso siguiente fue darle una lección a un atleta que venía contento y demasiado
orondo por haber triunfado en una carrera. Un blanco ideal para Diógenes, que
pasa a demostrarle que los animales más rápidos suelen ser los más cobardes,
que Heracles siendo más lento que varios malhechores los atrapaba usando el
arco y la flecha, que cualquier animal insignificante como una zorra es más
rápido que él, que es tan tonto como para ser feliz por una sola zancada, que
también entre las hormigas había una más ágil que las otras y no por eso la
llevaban en andas, y que contentarse con ser el más rápido de los hombres es
tan ridículo como ser el más rápido de los cojos en una carrera de cojos.
Después de semejante paliza, al mejor estilo del socratismo express de este Diógenes a la Dión, el pobre
campeón marchó cabizbajo y los presentes advirtieron el auténtico servicio que
el indiscutible vencedor estaba ofreciendo al conjunto de la humanidad. Y por
si faltaba más, después de contemplar una pelea que se dio de pronto entre dos
caballos atados a un palenque, una vez que uno de ellos logró escapar cortando
la soga, Diógenes sacándose la corona procedió a colocársela al otro equino y
lo proclamó vencedor ístmico «porque
dando coces consiguió el premio». Fue así, concluye Dión, que varios de los
presentes empezaron a burlarse de los atletas, y otros tantos, en particular
los que no tenían lugares privilegiados, se marcharon de los juegos sin ver a los
triunfadores. El boicot finalmente surtió el esperado efecto.
Un socrático contra la esclavitud y la religión
El siguiente
discurso es Diógenes o de los esclavos
(Διογένης ή Περί
οικετών). Andando de Corinto a Atenas
Diógenes da con un viajero que, yendo a Delfos a consultar al Dios, se había
desviado a Beocia tras los pasos de un esclavo que se le había escapado. Un doble
motivo para que el sabio le dé un vapuleo de aquellos. Este señor va a
consultar al Dios siendo incapaz de comportarse con un esclavo al que acusa de
malvado: ¿cómo es posible que siendo el esclavo malo vaya por él? Es como salir
a buscar una enfermedad de la que uno se curó, dice Diógenes: a un perro malo
cuando se escapa nadie lo va a buscar. Pero el tipo quiere tomar venganza porque
sin haberlo agraviado en nada, y dándole una buena vida, el esclavo se le
escapó. Entonces Diógenes va a hacerle reconocer que concediéndole una vida de
holgazán sí que lo agravió, que lo pervirtió de tal modo que huyó con buenas
razones. Como el tipo le contesta que no sabe qué hacer porque es pobre y no
tiene otro, Diógenes le dice que lo que uno hace cuando se le rompieron las
sandalias y no tiene repuestos es caminar descalzo, y que aquellos que basan su
economía en servirse de muchos esclavos adolecen del mismo problema que el
ciempiés (μυρίους πόδας,
literalmente el de muchas patas), que teniendo tantas patas sin embargo es más
lento que los reptiles, y agregando que los niños que se educan rodeados de
sirvientes resultan perezosos y soberbios. La naturaleza crea cada cuerpo
dotándolo de suficiencia como para curar en sí mismo y cuidar de sí mismo: «¿No sabes que la naturaleza ha dado a cada
uno un organismo capaz de servir a sus propias necesidades?» (οὐκ οἶσθα ὅτι τὸ
σῶμα
ἡ φύσις ἑκάστῳ ἐποίησεν
ἱκανὸν εἶναι πρὸς τὴν ἑαυτοῦ θεραπείαν). Para
moverse los pies, para trabajar y cuidar del resto del cuerpo las manos, los
ojos para ver, los oídos para oír
y tal. El tipo acepta acabar con la busca y dejar libre al esclavo, salvo en el
caso de que se lo encuentre de casualidad, a lo que Diógenes le responde que es
como si le dijera que no saldrá a buscar un caballo que le dé coces y
mordiscones, pero que si encuentra uno por ahí va a acercarse a ser mordido y
pateado.
Concluido
el alegato contra la esclavitud, que es siempre en realidad un vítor por la
autosuficiencia, pasa a desbaratar el segundo propósito del viajero. Así
Diógenes le demuestra acto seguido que el que desconoce al hombre no puede
hacer un buen servicio al hombre y el que se desconoce a sí mismo no puede
hacer un buen servicio a sí mismo, y el tipo termina admitiendo que esa es su
situación, que desconociendo al hombre se cree capaz de poner a su servicio al
Dios. Diógenes le da a entender que las respuestas de los dioses suelen ser
arcanas porque no hablan el lenguaje de los hombres: «¿Crees que los dioses hablan dialecto ático o dorio? –le pregunta. ¿Tú no temes, cuando el dios dice unas
cosas, entender otras?»[11]. Diógenes
concluye que los hombres son incapaces de servirse de la divinidad, que
consultan a los dioses para actuar de manera irresponsable, echándoles a ellos
la culpa de lo que hacen. «Ve y conócete
a ti mismo (γνῶμαι
σεαυτόν)
y una vez que lo hayas logrado, si se te canta consultar el oráculo, ve y
hazlo. Pero en lo que a mí respecta, si eres inteligente (νοῦν ἔχοντα) no
creo que tengas necesidad de hacerlo.»
La
cosa acaba con Diógenes burlándose con cierto aire dadaísta del mito de Edipo,
quien a su criterio tendría que haber resuelto las cosas legalizando el incesto
en Tebas. Digamos que Diógenes procede un poco como Alejandro con el nudo
gordiano, de un par de saques y a otra cosa: dice que la Esfinge era la
personificación de la estupidez y que Edipo no resolvió ningún enigma, que fue
la Esfinge quien le ordenó la respuesta, o bien que Edipo contestó cualquier
pavada o tautología y que logró escapar de la Esfinge por su propia ignorancia.
Porque Edipo, dice Diógenes, era un ignorante convencido de ser sabio; vale
decir un sofista, que son de entre todo el género humano los más miserables.
He
aquí un manifiesto contundente contra los rituales y creencias de la religión
griega, en tanto que engañosa superchería que lleva a los hombres a comportarse
contra naturam y contra divinitatem.
Un texto que podría dar en el clavo y ser veraz en la
descripción de la ideología cínica en materia religiosa y teológica. De él se
destila que en la antropología diogénica no hay un hombre sin dios sino un
hombre divino, que no hay antropología cínica sin teología cínica, y que si
bien al cínico no le interesa perder el tiempo maquinando teorías inútiles, da
por supuestos una serie de principios verdaderos. En ningún momento este Diógenes,
erguido sobre Sócrates como sobre Homero, se propone tirar abajo los cimientos
de una tradición griega que conoce con escrupulosidad, sino que hace de
semejante bagaje, como el común de los intelectuales griegos, una
interpretación propia y un discrimen de lo bueno y lo malo o lo útil e inútil. Diógenes
está del lado de un Zeus que representa el orden natural, justo, bueno y
verdadero. Pero es un Zeus en flagrante contradicción con el Zeus al que la
mitología, como construcción de la civilización, dio vida. Zeus, como diría
algún sabelotodo actual, es un constructo
y un dispositivo cultural, histórico y tecnológico. Pero así como los antiguos
construyeron una idealización del cinismo, los modernos y posmodernos podrían
estar montando una idealización invertida. Diógenes no es Fausto ni tampoco
Frankenstein, el Prometeo moderno, sino más bien su antítesis. Los dioses y la
naturaleza forman para él un mismo orden con sentido, bien, justicia y verdad.
El cínico, que es un filósofo operativo, práctico y autosocioterapéutico, no es
condescendiente con la civilización, porque ese orden divino y natural fue
profanado por la técnica.
[1] En Atenas: sobre su destierro (Εν Αθήναις περί της φυγής) 11-13.
[2]
«εἰ δέ σοι τὸν τῦφον βακτηρία καὶ πήρα περιτίθησι καὶ λεπτὸς καὶ ἀφελὴς βίος, ἴσθι καὶ τούτων τῇ τυχῆ τὴν χάριν· κατὰ τύχην γὰρ φιλοσοφεῖς.» (Sobre la Fortuna II 18)
[3]
Segundo en Tarso de Cilicia (Ταρσικος
δευτερος) 2-3.
[4]
Ibid. 61.
[5]
Ibid. 99-100.
[6]
Ibid. 29 y 60.
[7]
Ibid. 16.
[8]
Ibid. 8-11.
[9]
«τοιγαροῦν
ἀγαθὸν μὲν οὐδὲν ἐργάζονται, κακὸν δ´ ὡς οἷόν τε τὸ μέγιστον,
καταγελᾶν
ἐθίζοντες τοὺς ἀνοήτους τῶν φιλοσόφων, ὥσπερ ἂν παῖδάς τις ἐθίζοι διδασκάλων
καταφρονεῖν,
καὶ
δέον
ἐκκόπτειν τὴν ἀγερωχίαν αὐτῶν οἱ δ´ ἔτι αὔξουσιν.» (Ibid. 9)
[10]
«διώκοντας
οὖν τὸ
ἡδὺ
ἐξ ἅπαντος ἀεὶ
ζῆν ἀηδέστερον καὶ
ἐπιπονώτερον, καὶ
δοκοῦντας
προμηθεῖσθαι σφῶν αὐτῶν κάκιστα ἀπόλλυσθαι διὰ
τὴν πολλὴν ἐπιμέλειάν τε καὶ
προμήθειαν»
[11]
«Σὺ
δὲ
οὐ
δέδοικας μὴ
ἄλλα τοῦ θεοῦ λέγοντος ἄλλα διανοηθῇς.»
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