Salustio de Émesa o el último de los cínicos


Con este atardecido campeón el cinismo remata a lo grande su travesía cuasi milenaria por la historia, porque Salustio es posiblemente de todos los émulos de Diógenes que dejó el Imperio romano algo así como el más enterizo, el que mejor reprodujo el espíritu original de la secta en todas o casi todas las facetas que la definían. Pero era, bien lo dijo Dudley, un arcaísmo viviente, porque la unipersonal vuelta al origen que de alguna forma encarna cierra el círculo como quien le pone la tapa a una fosa, una resurrección que dura la vida de un solo hombre, pero que vino en realidad a anunciar la extenuación. El último eslabón de la cadena resplandecía con un dorado de pátina, con el mortecino fulgor de los anticuarios.

Al igual que Demónax, el último de los perros no era ni mucho menos un desheredado sino un niño bien que tuvo la fortuna de instruirse con buenos maestros y en escuelas de fuste. Era hijo de un sirio de nombre Basilio y de Teoclea, natural de Émesa, de donde venía el propio Salustio. Allí se formó en retórica forense asistiendo a las clases de un tal Eunoio con vistas a seguir una carrera de abogado. Pero el entusiasmo por el gris oficio de leguleyo poco le duró y decidió apuntarle a la oratoria y la sofística. Cautivado por los antiguos oradores áticos, se estudió de memoria todas las peroratas públicas de Demóstenes, lo imitó con tal fervor y virtuosismo que se lo consideró dueño de un talento par. No brillaba únicamente escribiéndolos, sino que era capaz de improvisar arengas en vivo siguiendo al modelo con rigurosa fidelidad, con un estilo por entero ajeno al de los sofistas de turno, atiborrado de pomposos arcaísmos enhebrados al calor de un desparpajo propio de su edad. Era evidentemente un alma extemporánea, un hombre un tanto traspapelado, pero dotado para las grandes proezas (un as del kitsch y el pastiche, que le dirían hoy).

El pago le quedaba chico y el profesor le resultaba algo provinciano, razones por las que decidió emigrar para perfeccionarse. El viaje hacia el saber y el prestigio, a la busca de maestros de una altura acorde, no podía vislumbrar otro destino que Atenas o Alejandría. No sabemos bien a cuál de los dos puertos navegó primero, posiblemente al egipcio. Sea en el que fuere continuó tomando clases de retórica, pero al poco tiempo dio un vuelco hacia la filosofía. Entró en contacto estrecho con el círculo de los neoplatónicos e hizo amistad con Isidoro, con el que es sabido que puso rumbo de Atenas a Alejandría en algún momento.

Pero Salustio tomó la senda del cinismo, lo que no le impidió seguir desplazándose entre los escolares susomentados, que después de todo eran por entonces parte de una misma familia en decadencia o de una misma especie en extinción. Un cínico a la antigua, de corte pagano y para colmo letrado y de buena cuna, era el socio natural para esta gente que todavía alentaba un ideal de salvataje del helenismo. Por lo demás, no había otro posible, porque como deja ver san Agustín, las restantes escuelas ya existían apenas en los borrosos ficheros de la historia. De los años salvajes de la filosofía no quedaba mucho más que un puñado de neoplatónicos organizados en torno a la escuela de Atenas y un puñado disperso y aún más exiguo de saltimbanquis cínicos. Juliano ya había pregonado la conciliación entre Platón y Diógenes bajo el lábaro común del paganismo helénico y la entente estaba todavía en pie; pero el cínico, que a diferencia de Horo era un urticante de aquellos, estaba dispuesto a dar la nota y dejar bien en alto el espíritu torvo y corrosivo del sinopense.

Todas estas noticias tienen una única procedencia, la Vida de Isidoro (o Historia filosófica)[1]de Damascio, el último rector de la escuela de Atenas, obra que sobrevive en los epítomes que contienen la Suda, enciclopedia bizantina del siglo X, y la Biblioteca de Focio, patriarca de Constantinopla y erudito bizantino del siglo IX. Allí Damascio narra la iniciación de nuestro muchacho, al que describe como tan austero cuan polifacético y ambicioso[2], respetado no menos por el talento innato del que hacía gala que por su denodada laboriosidad (πνοις), y relata a continuación pormenores de la intimidad con los neoplatónicos.

Dice que los modales de Salustio causaban extrañeza en ese entorno escolar, porque su filosofía era demasiado pesada, pero sus bromas demasiado divertidas[3], y en ambas cosas se pasaba de la raya. Salustio decía que «no es fácil para los hombres ejercer la filosofía sino más bien imposible»[4], con lo que les escupía el asado a sus amigotes. Damascio, aunque se mostraba tolerante con las verdades del perro, deja en claro la irritación que le provocaban tales bravatas escépticas («ni ciertas ni dignas de decirse»). No objetaba a los filósofos así porque sí, dice Damascio tiritando entre el indulto, el pavor y la admiración: expresaba su verdad interior y era por naturaleza enemigo de los pícaros y, como Heráclito, un despreciador de las multitudes (μισοπνηρος y χλολοίδορος). No perdía oportunidad de atacar al primero que pillara en un error y se servía de cualquier excusa para criticar y burlarse de la gente, a veces con argumentos serios y otras con chocarrerías y sarcasmos. Una inclinación por dejar en ridículo a plebeyos y señoritos que le venía de familia, asegura, ya que los sirios eran tenidos por bromistas inveterados, como lo prueba la misma historia del cinismo desde Menipo a Enómao y Luciano. Damascio, que también lo era, procedente de Damasco como el apelativo lo sugiere, hablaría con conocimiento de causa.

Salustio hacía del σπουδογέλοιον una práctica viva, encarnaba al cínico ortodoxo en sus dos haces contradictorias, gozaba de un temple lucianesco pero embutido a una gravitas en la escala de la que Séneca aplaudía en Demetrio. Practicaba el ascetismo más crudo con todos los debidos rigores, llegando incluso a límites que no solamente lo rozaban con Diógenes sino que lo ponían al borde de Peregrino. En efecto, tomándose a pecho y al pie de la letra al Can, se sometía regularmente a una dieta de alimentos crudos –lo que a esta altura podemos diagnosticar como una manera de distinguirse de la turba de colegas acristianados. Jamás se lo vio afligido o enfermo por mucho tiempo y eso que andaba en patas dando vuelta por todo el mundo, haciéndose filósofo itinerante y vagabundo como ordenaba la regla del buen cínico. Las pocas veces que se calzaba lo hacía poniéndose unas sandalias comunes, o bien las ificrátides áticas que usaban antaño los mercenarios hoplitas.

Simplicio, alumno de Damascio y sin dudas el último de los neoplatónicos –si no el último de los filósofos–, aporta la única anécdota que llega por otra fuente y que incrementa las proezas del sujeto en su faz de asceta: asegura que Salustio se aplicaba un pedazo de carbón al rojo vivo sobre el muslo y avivaba el fuego para ver cuánto tiempo podía soportar el dolor[5]. He aquí una prueba que por las características del caso llevaría a pensar menos en un rasgo de cristianismo residual que en un afán por medirse con la competencia monopólica en el nicho de la σκησις. Porque nuestro hombre, por lo que puede inferirse, yendo mucho más allá de lo que Juliano hubiese querido, había conservado intacta la irreligiosidad de los primeros maestros, de suerte tal que despreciaba a los cínicos cristianos tanto como reía de las pretensiones teológicas de los compinches académicos que lo admiraban como a un arqueológico tesoro del museo de la virtud y la sabiduría. Así como el cínico anterior había progresado desde el atletismo, este hizo lo propio a su manera, se pasó del aticismo al ascetismo, y deja la impresión de haber adoptado las tradiciones de la secta perruna con el mismo espíritu mímico que mostraba en aquel entonces con Demóstenes. Un cinismo tocado con partitura.

Salustio estaba dispuesto a cumplir con su papel como la efigie del Perro mandaba, aunque se le podrán notar ciertas hilachas que delatarían la elevada cuna del tipo o la instrucción meticulosa. Por más fidelidad que guardara con los antiguos popes, debía marcar distancia ante los cínicos vulgares y sin pedigrí, propensos entonces a derrapar hacia la llamada de la Cruz. Damascio refiere que cuando unos extraños –aludiendo con seguridad a un manojo de cínicos cristianos– lo elogiaron por sus prácticas virtuosas, reprochándole sin embargo la actitud ante los dioses, Salustio respondió «Concédanme mantener esto que debo a Némesis». Pero también cuando Pamprepio, el último de los vates paganos y un político poderoso de una conducta moral y sexual bastante dudosa, lo apuró inquiriéndolo sobre cómo se relacionaban los dioses con los hombres, Salustio se la devolvió diciéndole «Todo el mundo sabe que yo todavía no me convertí en un dios ni tú en un hombre»[6] –una respuesta que no dejaba de ser una variación o una cita erudita del maestro de la tinaja. Con gesto irónico Salustio llamaba a la creencia en los dioses la quinta virtud[7], aludiendo a las cuatro virtudes cardinales establecidas por Platón (sabiduría, valor, templanza y justicia), con la salvedad de que en general la veía presente en los más malvados de los hombres. Queda claro que la malla de contención que intentó aplicarle Juliano a la vis impiadosa del cinismo ya no estaba operativa, y que estos náufragos del pasado que acompañaban al último cínico tenían que tragarse el sapo. Diógenes redivivo hacía malabares con nuevos pollos e higos, pero que en cierta forma eran pintados. Porque el fantasma del cinismo no recorrería la Europa tardo-antigua o medieval por mucho tiempo.

Efectivamente Salustio podía ser un Diógenes de conservatorio, pero del mismo modo que su inspirador era un ente autárquico, un aislado en compañía, aunque frecuentara menos la calle que el claustro y tuviera por lo tanto que combatir con más asiduidad al gregarismo elitista y áulico que al popular. Proclo, a la sazón el diádoco o líder de la hetería, tuvo que reñir duramente con este tipo que le soplaba los alumnos y le arruinaba el negocio. Su excepcionalidad en las severidades del πόνος, como maestro de virtud, le otorgaba carta blanca para propasarse con las mofas y darle rienda suelta al ingenio satírico. La tarea del último de los perros parece haber sido alejar a los jóvenes de las cátedras y el magisterio, sabotear desde los márgenes de la filosofía el orden escolar y divertirse suscitando la discordia en el lazo. Salustio decía que el hombre era como el fuego, que enciende todo lo que tiene enfrente, y a paso seguido sometía a la prueba de fuego a lo mejor del alumnado neoplatónico como se verifica el oro ante la llama. Vemos que la contrahistoria de la antifilosofía deberá asignarle algo más que un pie de página a este hombre que entre chanzas y gritos pelados se esforzó por liberar del yugo metafísico a unos cuantos iniciados, cosa que logró con Atenodoro, al que rapiñó de las garras de Proclo e hizo que abandone la filosofía, y no consiguió con el narrador de esta leyenda, el propio Damascio, que logró salir ileso. Tenía entre manos dos estrategias para alejar a los jóvenes de la filosofía: una la pelea franca y directa con los escolarcas, y otra, barajando la magnitud inabarcable de toda empresa filosófica, expresarles a los alumnos que ningún hombre era capaz de sobrellevarla. El camino largo del que hablaba el viejo Antístenes, la filosofía teórica y sistemática, era a sus ojos intransitable, demasiado difícil, o peor un inconducente atolladero. Así era este hombre, un provocador nato, tan chispeante como severo, al que gustaba hacer reír a la tertulia tanto como desafiar a los entendidos.[8]

Pero la historia es irónica y puede hacer que el más jovial de los hombres de una época sea a la vez el más anticuado. Se ignora qué escribió Salustio; de sus escritos, si es que llegó a publicarlos, no se registran ni los nombres. Tiene el aspecto de haber sido un talento del serio-burlesco, un género que, como reflexiona José Martín García, no sólo no podía ser aceptado en aquel entonces, sino que ni siquiera podía ser comprendido, porque la diatriba moral había tomado otros rumbos menos mordaces y ya pertenecía enteramente al canon patrístico de la cristiandad. Pasta tenía para ser un inestimable plumín del gremio, aunque condenado a escritor sin público.

Los trasnochados académicos estaban mucho más dispuestos a cepillar la estatua de Diógenes que Salustio a rendirle tributos a la de Platón. Difícil situación para esta gente, hostigada desde afuera por un Estado y unas masas tomados por la religión del pez, y corroída por dentro a manos de un bromista pesado de esta laya. La filosofía entre la espada y la pared y Platón acorralado por Cristo y Diógenes. La mala junta no iba a durar, la dupla de oro perduraría pero absorbida por la Iglesia, supeditada al triunfo del Galileo, que ya a esta altura tenía menos de judío que de cínico y platónico. Salustio era un OOPART al revés y la nostalgia de la estudiantina platonista acogió al vehemente fósil como a un monumento vivaz, como a un Cid difunto que condujera la batalla cultural. Nada mejor de cara al enemigo que esta presencia testimonial de la inmarcesibilidad de Atenas escorchando a todos.

Un último detalle sugiere otra coincidencia que también justifica el padrinazgo: se le atribuyen a Salustio algunos dones sobrenaturales o al menos un aura de hombre divino que mellan un poco esta imagen demasiado racional de escéptico ilustrado. En una de esas peregrinaciones descalzas el hombre fue a derivar a Dalmacia. Allí, como el Perro con Alejandro, o quizá mejor como Bión con Antígono Gonatas, hizo migas con Marcelino, mandante autónomo pagano y de formación romana que lo hospedó en la corte. Un buen soberano, dice Damascio, justo y cultivado, pero además experto en adivinación. Viendo con qué bueyes araba, a Salustio no se le ocurrió otra cosa al llegar a la corte que pronosticar la muerte del príncipe mirándolo a los ojos. Algo que de acuerdo a Damascio hacía habitualmente: «Mirando a los ojos de las personas con las que se encontraba, Salustio podía predecir para cada uno la muerte violenta que le sobrevendría».

Si estos rasgos de misticismo eran una mera presunción de legos e interesados, o anidaban en la interioridad del personaje, no es posible saberlo. También Diógenes había sido nimbado de sobrenaturalidad, aunque de manera póstuma. Los registros indican que el hombre aprovechaba el investimento al menos como quien no quiere la cosa. No podía dar razones de cómo dominaba esa técnica clarividente, dice Damascio, pero cuando se le pedía una explicación la derivaba de la observación del aspecto oscuro y nebuloso de los ojos y la acuosidad que se junta en las pupilas en los momentos de gran sufrimiento. Lo cierto es que Salustio acertó y Marcelino, que posiblemente formara parte junto a él de un plan coordinado de restauración pagana, fue ajusticiado por sus ex aliados romanos en el año 468, tras lo cual el perro retornó a Alejandría acompañado de Isidoro.[9]

Si en Occidente la Antigüedad acaba en 476, habrá que considerar que nuestro anacrónico biografiado logró aletear por unos lustros ya en el Medioevo. Probablemente haya nacido alrededor del año 430, y dado que Damascio habla de él como contemporáneo, no llamaría la atención que viviera hasta avanzado el siglo VI[10]. Sea como fuere, el grupete se desperdiga con la sublevación isauria del año 488 y el proyecto político-teológico que albergaban comienza a esfumarse. En el año 529 el emperador romano de Oriente, Justiniano, hace cerrar la escuela de Atenas a través de un edicto y Damascio, Simplicio y otros más, marchan en diáspora hacia Persia. Los últimos rastros de Salustio ya se habían disipado mucho antes.[11]




[1] Ες τν σιδώρου το φιλοσόφου βίον o Φιλόσοφος στορία. (Cf. Damascius, The Philosophical History: text with translation and notes by Polymnia Athanassiadi)

[2] «εφυς δ π πολλ γεγονς και θος αστηρς κα φιλότιμος» (La Suda, s. v. Salustio)

[3] «τ μν φιλοσοφοντος π τ καρτερώτερον, τ δ παίζοντος π τ γελοιότερον» (Id., ibid.)

[4] «νθρώποις ο ῥᾴδιον εναι φιλοσοφεν, λλ κα δύνατον» (Id., ibid.)

[5] Simplicio, Comentario sobre el Manual de Epicteto XIV, 299-302.

[6] «τίς δέ, φη, οχ οδεν, ς οκ γ πώποτε θες γενόμην, οτε σ νθρωπος» (La Suda, ibid.)

[7] «πέμπτην ρετν νομάσας τν περ θεν δόξαν ληθ» (Id., ibid.)

[8] Si bien Damascio no menciona al atajo cínico como tal, refiere que Salustio tomó un camino no trillado de la filosofía (εθισμένην δν) abriéndose paso gracias a la refutación y la censura (λεγχν τε κα λοιδορίαν) y al esfuerzo por la virtud (πόνον πρ ρετς). Pero como era un tipo ingenioso (ετράπελος), aplicaba la crítica (λεγχος) a través de la comedia (διακωμωδν), a veces con recursos serios (σπουδζον), las más de las veces con el humor alegre del burlador (γελοω χαρων θε κα φιλοσκώμμονι). (Focio, Biblioteca 342 a (89); La Suda, s.v. Salustio; id., s. v. ificrátides)

[9] El viaje podría datarse entre 475 y 480.

[10] Damascio escribe su obra entre los años 517 y 526.

[11] Dicho esto, y contra todo pronóstico, no deja de haber quien ponga en tela de juicio que Salustio haya sido un cínico asumido, y conjeture incluso que Damascio sólo apuntó que actuaba de un modo similar al de aquella vieja secta («κυνικώτερον δ φιλοσόφει» y «κυνίζων»). Estas pruebas en contra se hallarían en la descolocada anécdota con Marcelino, en la ordalía autopropinada que describe Simplicio (que podría derivar de una influencia directa de los ascetas de Oriente) y en que salvo por lo de llevar desnudos los pies Damascio nunca menciona que Salustio vistiera el consabido atuendo de rigor (Cf., Andrzej Iwo Szoka, Salustios, Divine man of Cynicism in late Antiquity).


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