La breve historia de Máximo
quedará como desencajada en una colección de vidas de cínicos, porque no es otra
cosa que una trama de rencillas burocráticas entre las celosas autoridades de
la Iglesia. Sus aventuras transcurren en medio de dos grandes peloteras cristianas,
la que se libraba entre los ortodoxos nicenos y los arrianos y la que
enfrentaría entre los primeros a Oriente con Occidente o a los obispados de
Roma, Alejandría y Constantinopla en torno al momento en que Teodosio
convertía a este credo en religión oficial del Imperio –febrero de 380.
Un hecho a primera vista
curioso, todo un hito: un cínico convertido en obispo. O en todo caso, en
obispo a medias. Cuasi obispo. De este hombre, que portaba el atuendo cínico a
la vez que profesaba la fe de Cristo, se sabe o se cree que nació en Alejandría
antes del año 350, que se formó tempranamente entre los cínicos, que provenía
de una humilde familia de mártires cristianos, que lidiaba contra los arrianos
y que escribió un libro contra dicha herejía en favor de la ortodoxia[1]. Que en
362, cuando Juliano le escribe ese probable retrato velado, san Basilio de
Cesarea le envía una carta en la cual lo felicita por la inquietud que muestra
por la teología y lo invita a departir sobre la trinidad, y que nueve años más
tarde san Atanasio, a quien Máximo seguía, le remite otra en la que aplaude sus
escritos contra paganos y arrianos[2]. Que en
374 los seguidores de esta última doctrina –a la que adhería el emperador de
turno Valente– lo expatriaron de Alejandría, que luego de ser castigado a
fustazos fue enviado al desierto con otros correligionarios y que allí vivió
una vida de ascetismo. Defendiendo el dogma trinitario de entonces, que el Hijo
era de la misma sustancia que el Padre y no creado ex nihilo in tempore sino engendrado ab aeterno, el perro fue a parar a El Jariyá, el más lejano de los
oasis de Egipto –aquellos por los que se decía había deambulado Heracles. Allí
pasó unos años hasta que un edicto de revocación dictado por el emperador de
Oriente en 377 le permitió regresar a Alejandría.
Varias de estas noticias son
narradas en un clamoroso panegírico escrito para festejar el retorno por
Gregorio Nacianceno, quien acabaría en breve convertido en su archienemigo. En
esta oración, datada en 379, Gregorio conmovido ante el suplicio dilapida
elogios a dos manos: lo califica como el mejor y más completo filósofo (φιλοσόφων ἄριστε καὶ
τελεώτατε),
mártir
de la verdad (μαρτύρων
τῆς ἀληθείας)
y maestro de fortaleza (καρτερίας
διδάσκαλος)
en lucha por la piedad y el Verbo –léase εὐσεβεία y Λόγος[3]. Lo
llama filósofo, sabio y perro; aunque perro por la παρρησία y no por
la desvergüenza
(ἀναισχυντία), por
vivir al día
(ἐφήμερος) y no por
glotonería
(γαστρίμαργος);
no por el ladrido (ὑλακὴν)
–dice
jugando con las palabras–
sino por custodiar (φυλακὴν) el bien y velar por las almas, o
bien porque le mueve la cola (σαίνειν)
a la virtud y le gruñe
a lo ajeno a ella[4].
Alejado de la superstición
(δεισιδαιμονία)
pagana, reza Gregorio, Máximo
toma de los cínicos
la vocación
por la pobreza (πενία) y la
falta de pretensiones (ἀπέριττον ἐπαινέσας),
desprecia el lujo, el poder y la riqueza (τρυφή, δυνάστεια y περιουσία) tanto como las sutilezas retóricas, las
matemáticas,
la astronomía
y los silogismos, y prefiriendo aquello que atañe a mejorar
la vida de la gente se entrega a la reprimenda pública y privada de
funcionarios y ciudadanos comunes.[5]
Gregorio conoce los clisés
sobre los cínicos y de ellos recoge las virtudes asimilables por la Iglesia que
encarna el destinatario: defiende al ciudadano del mundo (οἰκουμένης ἁπάσης)[6], al
modesto, al sensato, continente, amable, sociable y filántropo (τὸ
σῶφρον, τὸ
ἐγκρατὲς,
τὸ ἄτυφον, τὸ
ἐπίχαρι, τὸ
κοινωνικόν, τὸ
φιλάνθρωπον)[7], dignidades
por las cuales Máximo
se elevó
sobre la arrogancia (ἀλαζονεία) de los
filósofos
en camino a la verdad excelsa. Mete en el brete a los peripatéticos, académicos,
estoicos, atomistas y epicúreos como campeones de la vanagloria griega (τὸν Ἑλληνικὸν τῦφον) que se
pavonean con la barba y el manto. Máximo, en cambio, dechado de cínica
simplicidad, los vence vestido con la misma indumentaria del enemigo ateo, como
un perro contra los verdaderos perros, como un filósofo contra los ignorantes y
por sobre todo como un cristiano (κύων κατὰ
τῶν ὄντως
κυνῶν, καὶ
φιλόσοφος
κατὰ τῶν ἀσόφων, καὶ
Χριστιανὸς ὑπὲρ πάντων).[8]
Habida
cuenta de que la piedad según Gregorio no reside en la ropa o el semblante, ni
en la yunta que nos acompaña[9],
dice que Máximo al calzarse los atavíos de unos, pero profesar la verdad y la
grandeza de los otros, cultiva la filosofía adoptando una vía intermedia entre la fanfarronería de los helénicos y la
verdad cimera de los nuestros[10].
El cinismo, así expuesto, parece ser la única y solitaria corriente filosófica
capaz de sobrevivir al embate del cristianismo, la minúscula especie dotada de
las agallas suficientes para adaptarse al medio después del cataclismo. Para
ello, dice Gregorio, Máximo debió eludir los vicios de base de los añejos
fundadores: a Antístenes le imputa la citada ἀλαζονεία o jactancia, a Crates uno de orden amoroso (la κοινογαμία,
matrimonio grupal, por no decir poliamor) y a Diógenes, siguiendo en la línea temática de Juliano, uno de orden
alimentario, la ὀψοφαγία, cuyo sentido puede variar de la
costumbre de comer pescados al acto de embuchar manjares o platos sofisticados,
o en sentido más lato simplemente gula.[11]
Se
notará que o bien Gregorio no estaba tan informado sobre las menudencias de los
viejos perros o que dejó volar su imaginación, o bien que hubo algún error en
las transcripciones, como κοινογαμία por κυνογαμία. En cuanto al mal diogénico, Goulet-Cazé sugiere que debió de haber escrito ὠμοφαγία[12],
es decir el acto o hábito de consumir carne cruda, una práctica pagana por lo demás –característica del orfismo y los rituales dionisíacos. Como sea, el discurso de Gregorio podría leerse como una respuesta punto por punto a las citadas diatribas de
Juliano, la segunda de las cuales parece haber tenido al propio Máximo como
blanco. Él también distingue un cinismo bueno de uno malo, pero el veredicto es
rotundamente el contrario: menoscaba a los clásicos y le perdona la vida al ejemplar
acristianado, una versión perfeccionada de aquellos enclenques originales.
Poco
iba a durar el romance sin embargo porque Máximo, dicho esto, no tardaría en
implicarse en una brutal intriga contra el mentor. El patriarca local Pedro II
decide remitirlo a Constantinopla –que dependía de la sede de Alejandría–, allí
donde ejercía funciones Gregorio encaramado en el trono obispal, aunque sin
todos los debidos avales. El propio Pedro lo había nombrado, pero el tipo se
había vuelto demasiado popular en esa ciudad que anhelaba emanciparse de la
tutela alejandrina. Las intenciones de Pedro, que recelaba de los orientales
por haber perseguido a su hermano Atanasio, no eran las mejores: Máximo debía
ir a oficiar de colaborador y dorarle la píldora; pero por debajo había otros
planes.
Un
buen día del año 380, con Máximo ya instalado, llegó a Constantinopla desde
Taso un barco cargado con oro a la par que un contingente de sacerdotes venidos
de Alejandría, a los que se sumó una pandilla de marineros y mercenarios
egipcios reclutados en el puerto al llegar y pagados para la ocasión[13].
Aprovechando que Gregorio reposaba enfermo en su catre, y luego de sobornar a
parte del séquito clerical, irrumpieron en la basílica por la madrugada y entre
gallos y medianoche ungieron a Máximo como obispo, no sin antes rasurarle las
luengas crenchas como mandaba san Pablo. En eso estaban con las primeras luces
del alba cuando una multitud de vecinos enardecidos se introdujo en la iglesia
y desbarató el ceremonial, que debió continuar en la sórdida vivienda de un
flautista del coro.
Con
el apoyo vernáculo de populacho y magistrados, Gregorio hizo rajar al intruso al
poco tiempo y desde entonces se la juró. Máximo arreó a su armada Brancaleone y
marchó a Tesalónica, donde el flamante emperador Teodosio luchaba contra los
godos; pero este no lo recibió de muy buen gusto y les encajó el paquete a las
autoridades religiosas para que resolvieran el caso. El mismo Pedro, cuando
Máximo ya de vuelta en Alejandría acudió a él, haciéndose el desentendido le soltó
la mano viendo la que se venía y lo entregó al prefecto imperial. Nuestro
usurpador no obró con colombina mansedumbre, y cínico que era, no le escatimó a
armar con la muchachada unos cuantos disturbios y motines, amenazando con que
en su defecto se quedaría con el trono de Alejandría, resultado de lo cual fue
otra expulsión, esta vez de todo Egipto. En medio de una evidente querella
territorial entre las diócesis, el Concilio de Constantinopla decretaría la
nulidad de la ordenación; pero el Concilio de Aquilea la rubricaría como
canónica. Repudiado en Oriente por la Iglesia y el emperador, el perro había
buscado el salvoconducto de Occidente, logrando hacerse con la venia de los
obispos italianos, que reclamaron un nuevo Concilio para zanjar la cuestión (tenía
momentáneamente de su lado a san Ambrosio de Milán, un obispo que también lo
había apadrinado cuando volvió del oasis). Lo cierto es que la estrategia no
progresó y en vano fue que se excusara el carácter nocturno de la maniobra por
la peligrosa abundancia de arrianos en torno de aquella catedral[14].
Su otro costado de esa doble faz, el de filósofo cínico, despertó sospechas que
hicieron que el papa Dámaso se pronunciara en contra, arguyendo que las virtudes
teologales, fe, esperanza y caridad, reñían con el afán de saber y que no podía
ser tomado por cristiano alguien que para congratularse con los gentiles anduvo
trajinando por ahí con vestiduras de ídolo (habitus
idoli) y una larga e ignominiosa
melena[15].
Ya no habría lugar para los híbridos.
Las
alabanzas del teólogo de Nacianzo, gran orador y estilista y venidero santo y
Doctor de la Iglesia, se convertirían de un día para el otro en un torrente de
desaires y denuestos con los que pintarrajearía unos cuantos carmina. Ese cínico que lo engañó con
una fe aparente, presentándose ante él como quien adoraba a Cristo y no a
Heracles, dice, no había alegado otro título a la pastoral que haberse
tonsurado los cabellos, y no era otra cosa que un tilingo presumido que se
servía de la religión para enfiestarse en Corinto con unas cuantas párvulas
adolescentes, un mixto sexual con mechas de mujer y bastón hombruno cuyos
pensamientos se concentraban en los rizos dorados que le caían por la espalda y
cuya doctrina no residía más allá de su propio cuerpo[16]. Gregorio se ceba con la pelambre de Máximo por
decenas de versos, quien por lo visto era un egiptano rubio (quizá aquel que
mencionara Juliano sin nombrarlo), pero según el santo burdamente teñido y con
los artificiosos bucles propios de una permanente, a los que sumaba unos raros
abalorios envolviéndole el pescuezo. Tal era la pinta de nuestro hombre,
amariconado aunque bello y vigoroso según ambas fuentes. Este Proteo egipcio y
Sansón esquilado, que así lo llama ahora, perro famélico y ladrador, impostor
que le aplaudía los discursos y al que brindó con toda inocencia su hogar y su
conocimiento, resulta que no había sido aporreado otrora por fidelidad al
símbolo de Nicea sino por haber perpetrado delitos vulgares que bien le
merecieron aquella flagelación[17].
Todo era macana, incluso la historieta de que era hijo de unos mártires.
Máximo
no se amilanó y le respondió con su libro, que dedicó al entonces emperador de
Occidente Graciano, a lo que Gregorio retrucó con otro poema en el que le
enrostraba el atrevimiento de creerse digno de escribir (asno con lira que ignora los rigores de la poesía, le llama acá)[18].
De ser el mejor de los filósofos se convirtió en el peor de los perros (κύων ὁ παγκάκιστος)[19].
Gregorio, con tal de difamarlo, acabaría
enalteciendo a todos aquellos que trató de petulantes y viciosos, dándole en
definitiva la razón a su enemigo Juliano: «Así
es la filosofía de los perros de ahora (οἱ νυνί κύνες), perros apenas
porque ladran –escribe. ¿En qué
se parecen a Diógenes y Antístenes?
¿Qué tiene que ver Crates con ustedes? Escupen sobre los peripatéticos y
Platón. Convierten en nada a la Estoa»[20].
Las cualidades morales e intelectuales de este cínico volvían a foja cero, al
punto en que las había dejado Juliano, por lo que deberíamos suponer que
nuestro hombre no sólo había sido capaz de embaucar a Gregorio, sino a las
demás lumbreras como los santos Basilio, Atanasio, Ambrosio, Jerónimo y Pedro.
El
nombre de Máximo sería borrado del antiguo encomio y en adelante pasaría a
figurar como Herón (Ἥρων), nombre homófono de la palabra εἴρων –a saber,
hipócrita. Finalmente el Concilio de Roma de 382 dio por
concluida la disputa retirándole el apoyo y desde entonces no hay más
noticias sobre él, a excepción de un tardío anatema despachado por el Concilio
del año 861. La incursión de un cínico en el clero fue pábulo de polémicas y
resultó en bochorno, y queda claro que tardó caer en el olvido. La pretérita
mala fama de esta gente se impuso en el seno de la misma Iglesia: un perro
subido a la silla de la Nueva Roma
era como mucho.
Este
cuento, montado sobre los testimonios de Gregorio, parece seguir un cierto
patrón que devuelve a los casos de Segundo, Peregrino, Bión y tutti quanti: un viaje, un oscuro
forastero, el oro escondido, la paga a unos marineros, un simulacro
vestimentario, una identidad simulada, un plan oculto y vil. El cinismo una vez
más como una cosmética y un arte del disfraz llegaba al límite de parir un
cuasi-travesti. Al menos desde el siglo II al militante cínico se le había
colgado la misión de ser κατάσκοπος y ἐπίσκοπος, supervisor enviado por los dioses a inspeccionar a los transeúntes; pero alcanzar la investidura episcopal dentro del reluciente
monoteísmo oficial derivado de una otrora facción judía
cismática era ir demasiado lejos. Máximo encaja en la historia como el
sepulturero de la alianza visible entre el cinismo y el cristianismo. Los
escarceos con el oficialismo político-religioso hacían agua una vez más. Al
inmediato y anterior fracaso en sentido contrario junto a Juliano se suma este,
que anticipa los días contados de la secta del Can.
[1]
Conocido como Περὶ τῆς πίστεως o De Fide y perdido (Cf.
Jerónimo,
Sobre los hombres ilustres 127). Se
estima que podría
haber sido atribuido más
tarde al aludido Atanasio de Alejandría.
[2]
Basilio, conocido admirador de Diógenes, cuenta que Máximo le pidió escritos de
Dionisio de Alejandría, un pagano converso del siglo III. Atanasio, que lo
felicita por la εὐλάβεια que manifiesta y por el entusiasmo
por la verdad (ἀληθείας
ζῆλον), declara haberse
valido de sus argumentos para el combate contra los sectarios. (Basilio, Epístolas 9; Atanasio, Epistola ad Maximum philosophum)
[3]
Gregorio Nacianceno, Discursos 25, 2
y 13.
[4]
Ibid. 2.
[5] Ibid. 15, 6, 4, 7 y 13.
[6]
Ibid. 3. En el siguiente discurso
Gregorio escribirá «Mi patria está en
todas partes y en ninguna» (Ἔστι γάρ μοι πατρὶς, ὦ οὗτοι, περιγραπτὸς, ᾧ πᾶσα πατρὶς, καὶ
οὐδεμία) (Cf., Discursos
26, 14).
[7]
Discursos 25, 7.
[8]
Ibid. 5-6.
[9]
Ibid. 6.
[10]
Ibid. 5 («Μέσην τινὰ χωρεῖ τῆς τε ἐκείνων
ἀλαζονείας, καὶ τῆς ἡμετέρας σοφίας, καὶ τῶν μὲν τὸ σχῆμα καὶ τὴν σκηνὴν, ἡμῶν
δὲ τὴν ἀλήθειαν καὶ τὸ ὕψος φιλοσοφεῖ.») Toma de los cínicos τὸ σχῆμα, el
aspecto, el look, y ἡ σκηνή, el
escenario, el contorno. Como pronosticara Varrón, viste y
vive como ellos aunque siga los dogmas y fines cristianos.
[11]
Ibid. 7. (Algunos han traducido ὀψοφαγία como vegetarianismo.)
[12] M.-O.
Goulet-Cazé, Le cynisme, une philosophie
antique; id., Cynicism and Christianity in Antiquity.
[13]
Un presbítero de la diócesis, complotado con los
forasteros, había autorizado el ingreso del oro –que fue a parar a manos de los
sicarios– con la excusa de que se destinaría a la compra de mármol de Proconeso,
con el que se edificó Constantinopla.
[14]
Ambrosio de Milán, Epístolas 13
(remitida a Teodosio).
[15]
Dámaso el Papa, Epístolas 5 y 6.
[16]
Gregorio Nacianceno, Sobre su vida (De vita sua) vv. 750-970; id., Discursos
26, 3. «Había en aquel tiempo en nuestra
ciudad un marica, un fantasma egipcio, rabioso y perverso, un perro, cachorrito,
un esbirro mordiente, trépano, miseria muda, teratológico cetáceo, blondo
azabache con rulos lacios» (Ἦν τίς ποθ’
ἡμῖν ἐν πόλει
θηλυδρίας, Αἰγύπτιον φάντασμα, λυσσῶδες
κακόν, κύων, κυνίσκος, ἀμφόδων ὑπηρέτης, ἄρις, ἄφωνον
πῆμα,
κητῶδες
τέρας, ξανθὸς
μελάνθριξ, οὖλος ἁπλοῦς τὴν τρίχα) (Sobre su vida, vv. 750-754). Nótese que
Gregorio vincula a Máximo, igual que Juliano al cínico anónimo, con una
comunidad religiosa de mujeres –aunque le imputa al final propósitos non sanctos (Sobre su vida vv. 930-940; Discursos
25, 14).
[17]
Id., Sobre su vida vv. 800-1000.
[18]
Id., Sobre sí mismo: Contra Máximo (De
se ipso: Contra Maximum). No queda claro si Gregorio atacaba al citado
libro de Máximo contra los arrianos o a otro escrito, o bien si ese libro De fide dedicado al emperador Graciano,
que ejerció como tal entre 375 y 383, fue la propia respuesta de Máximo.
Jerónimo dice que lo escribió después de ser ordenado obispo, pero otros lo
ubican en su regreso del desierto y de paso por Milán. Pese a la indignada
sorpresa que muestra el nacianceno, la carta de Atanasio, muerto en 373,
sugiere que Máximo ya había despachado obra por entonces. Es probable que haya
escrito más textos, en los que incluso se cargaría a otras doctrinas
heterodoxas.
[19]
Id., Sobre su vida v. 1004. El más inmundo de los perros (κυνῶν
τυποῦσι τὸν κάκιστον), el más vil (κυνῶν
τοὺς χείρονας) y un
largo etcétera.
(Ibid. vv. 912 y 958)
[20]
Ibid. vv. 1030-1035.
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