Segundo y el segundo sexo

  (Cínico, madre, puta y silencio)


Segundo era un filósofo ateniense allá por la mitad inicial del siglo, tal vez. Y esta es la historia. De niño había sido enviado por la familia a otra ciudad para que lo educaran. Durante el curso de esos largos estudios el padre de Segundo murió y el muchacho quedó preocupado porque oía repetidamente entre quienes frecuentaba la tesis «πάσα γυνή πόρνη», esto es que toda mujer es puta, y que no hay castas sino que algunas pasan inadvertidas. Ya adulto emprendió el regreso a Atenas y lo hizo presentándose como partidario de la disciplina cínica, bastón, manto tosco, larga cabellera e hirsuta barba luciendo[1]. Y volvió con el ardiente designio de poner a prueba si esa aserción era verdadera o no. Alquiló una pieza en la casa paterna sin ser reconocido ni por las criadas ni por la madre. Usando de intermediaria a una de las doncellas de la servidumbre, a quien luego de declararle que estaba enamorado de su ama sobornó con 6 monedas de oro, le hizo llegar a su propia madre la suculenta oferta de 50 monedas de oro a cambio de yacer con él. Cuál habrá sido la consternación de Segundo al enterarse por la sierva que la madre había aceptado y lo haría ingresar en secreto por la noche a su cuarto. Cuando ello ocurrió, mirándole fijamente los pechos que lo habían amamantado, el hijo incógnito no hizo otra cosa que abrazarla como si fuera quien era, acostarse a su lado en el tálamo castamente y dormir hasta la madrugada. Con las primeras luces del alba Segundo intentó escaparse, pero ella lo frenó y le preguntó si había actuado de tal manera solamente para condenarla. Y él respondió: «No, señora madre, me contuve porque no es adecuado para mí profanar ese lugar del que salí al nacer. Dios no lo quiera». Entonces ella le preguntó quién era y él le dijo: «Soy Segundo, tu hijo». Poco más tarde la mujer, incapaz de soportar la vergüenza y condenándose a sí misma, tomó una cuerda y se ahorcó. De esta manera Segundo, entendiendo que fueron esas palabras que soltó las responsables de la tragedia, decidió no hablar nunca jamás y se consagró a llevar a cabo un voto de silencio perpetuo. De por vida.

El emperador Adriano, que había recalado en Atenas, fue enterado del caso y se empeñó en ponerlo a prueba. Mandó a llamarlo y teniéndolo enfrente le espetó: «Habla, filósofo, para que podamos llegar a conocerte. No es posible observar la sabiduría que hay en ti cuando no dices nada». Mas como Segundo se mantuviera sepulcral continuó: «Segundo, antes de que yo viniera a ti, fue bueno que mantuvieras silencio, ya que no tenías un oyente más distinguido que tú, ni nadie que pudiera conversar contigo en términos de igualdad. Pero ahora estoy aquí ante ustedes y lo exijo: habla, lleva tu elocuencia al más alto nivel». Perseveraba el hombre inmutable y entonces el emperador ordenó a un tribuno que lo hiciera proferir vocablo, quien le respondió que era más fácil persuadir de hablar con voces humanas a un león, a una pantera o a cualquier bestia salvaje que a un filósofo contra su propia voluntad. Segundo no dice ni mu ni da el brazo a torcer. Convocó entonces a un verdugo griego y le dijo ante los presentes: «No quiero que viva ningún hombre que se niegue a hablar con el emperador Adriano. Llévatelo al Pireo y castígalo». Adriano, sin embargo, llamó al verdugo a un lado en privado y le susurró: «Cuando te lleves al filósofo, háblale por el camino y anímalo a que se pronuncie. Si lo persuades para que responda, córtale la cabeza; pero si no responde, tráelo ileso». Así procedió el verdugo y mientras lo conducía al puerto, donde se castigaba a los reos, insistió: «Segundo, ¿por qué mueres persistiendo en el silencio? Habla y vivirás. Concédete el regalo de la vida con una palabra. He aquí que el cisne canta cerca del final de su vida, y todas las demás criaturas aladas emiten sonido con la voz que la naturaleza les ha dado. No hay ser vivo que no tenga voz. Así que reconsidera y cambia tu propósito». Con estas y otras palabras lo trató de animar pero no hubo caso, ya que Segundo despreciaba la vida y esperaba la muerte con absoluta indiferencia. Ya en el cadalso continuó el verdugo: «Segundo, extiende tu cuello y recibe la espada a través de él». Segundo extendió el cuello y se despidió en silencio. Entonces el verdugo le mostró la espada desnuda y dijo: «Segundo, compra tu muerte con un discurso». Pero Segundo no habló. Acto seguido, el verdugo lo tomó y regresó a Adriano y le dijo: «Mi señor César, le he traído a Segundo tal como estaba cuando me lo entregó, en silencio hasta la muerte». El emperador quedó impresionado por el coraje que revelaba y poniéndose de pie le dijo: «Segundo, al observar el silencio te has impuesto una especie de ley, y esa ley tuya no pude romper. Ahora, pues, toma esta tablilla, escribe en ella y conversa conmigo con tus manos». Segundo tomó la tabla y escribió lo siguiente: «Por mi parte, Adriano, no te temeré a causa de la muerte. Tienes el poder de matarme, porque eres el gobernante de hoy. Pero eso es todo. Sobre mi expresión y las palabras que decido pronunciar, no tienes poder». Adriano leyó esto y dijo: «Tu posición en defensa propia es buena; pero ven, respóndeme sobre varios otros asuntos. Tengo veinte preguntas que plantearte y la primera de ellas es esta: ¿Qué es el universo?». Y Segundo anotó de nuevo una contestación: «El universo, Adriano, es el sistema de los cielos y la tierra y todas las cosas en ellos, y de esto hablaré un poco más adelante, si prestan atención a lo que ahora se dice. Tú también, Adriano, eres un ser humano como el resto de nosotros, sujeto a todo tipo de accidentes, puro polvo y corrupción. La vida de las bestias brutas es incluso tal. Algunos están vestidos con escamas, otros con el pelo enmarañado; algunos son ciegos, otros están adornados con belleza; todos tienen la ropa y los medios de protección con los que nacieron y que la naturaleza les ha dado. Pero tú, Adriano, resulta que estás lleno de miedos y aprensiones. En el viento rugiente del invierno, el frío y los escalofríos te perturban demasiado, y en el verano estás demasiado oprimido por el calor. Estás hinchado y lleno de agujeros como una esponja, porque tienes termitas en tu cuerpo y manadas de piojos que surcan tus entrañas, y se te han grabado ranuras, por así decirlo, como líneas hechas por el fuego de los pintores encáusticos. Siendo una criatura efímera y llena de enfermedades, se prevé que serás cortado y despedazado, asado por el sol y enfriado por el viento invernal. Tu risa es sólo el prefacio del dolor, porque se torna y se convierte en lágrimas. ¿Qué pasa con la necesidad que controla nuestras vidas? ¿Es el destino decretado por el Cielo o el capricho de la suerte personal? No sabemos de dónde viene. El hoy ya nos pasa, y lo que será mañana no lo sabemos. Por lo tanto, no pienses a la ligera, oh Adriano, en lo que estoy diciendo. No te jactes de que sólo tú has rodeado el mundo en tus viajes, porque son sólo el sol, la luna y las estrellas los que realmente hacen el viaje a su alrededor. Además, no te consideres hermoso, grande, rico y el gobernante del mundo habitado. ¿No sabías que, siendo hombre, naciste para ser el juguete de la Vida, indefenso en manos de la Fortuna y el Destino, a veces exaltado, a veces humillado más abajo que la tumba? ¿No podrás aprender qué es la vida, Adriano, a la luz de muchos ejemplos? Considera cuán rico con sus uñas de oro era el rey de los lidios. Grande como comandante de ejércitos era el rey de los dánaos, Agamenón; audaz y valiente era Alejandro, rey de los macedonios. Heracles era intrépido, el cíclope salvaje e indómito, Ulises astuto y sutil, y Aquiles hermoso a la vista. Si la fortuna les quitó a estos hombres las distinciones que eran peculiarmente suyas, ¿cuánto más probable es que te las quite a ti? Porque no eres hermoso como Aquiles, ni astuto como Odiseo, ni indomable como el cíclope, ni intrépido como Heracles, ni valiente y atrevido como Alejandro, ni comandante de ejércitos como Agamenón, ni rico como Giges, rey de los lidios. Estas cosas, Adriano, las he escrito a modo de prefacio. Ahora procedamos de acuerdo con tus preguntas». Y fue así que Adriano le alcanzó un cuestionario con 20 preguntas que Segundo respondió[2]. ¿Qué es el universo? ¿Qué es el océano? ¿Qué es Dios? ¿Qué es el día? ¿Qué es el sol? ¿Qué es la luna? ¿Qué es la tierra? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la mujer? ¿Qué es un amigo? Y así con otras materias: un granjero, un gladiador, un barco, un marino, la riqueza, la pobreza, la vejez, el sueño y la muerte.

Esta historia es narrada en la Vida de Segundo el filósofo (βίος Σεκούνδου Φιλοσόφου), una anónima biografía originalmente escrita en griego acaso a finales del siglo II, célebre en toda la Edad Media y traducida al latín en el siglo XII como Vita Secundi philosophi. La obra, como pieza popular que era, fue objeto de versiones varias en muchas lenguas, occidentales y orientales, con las interpolaciones, podaduras y reescrituras pertinentes, y la única versión entera es la latina. Como tal, no reporta al canon de ninguna escuela filosófica y las respuestas que a continuación vierte Segundo al interrogatorio son las de un filósofo de construcción literaria. No hay otras fuentes que atestigüen la existencia del novelesco Segundo. Algunos intentaron afiliarlo al único sujeto homónimo conocido de aquel entonces, un rétor ateniense maestro de Herodes Ático[3]. Y las definiciones con las que responde, pobladas de oxímoron, no son ajenas a la retórica, aunque con aires gnósticos. El mutismo del filósofo hizo que fuera visto más como un pitagórico que como un cínico, y efectivamente así lo describe el probable autor, quien dice que se consagró silencio mediante a la vida pitagórica. Si fuese por la indumentaria, es sabido que el pitagórico Diodoro de Aspendo en el siglo IV precristiano ya lucía a la manera de los perros –al punto de que Sosícrates dijo que fue el primero en doblar el manto. El Segundo histórico podría haber sido un pitagórico montado sobre un βίος cínico, de acuerdo al esquema de Varrón. Pero el Segundo de esta historia, el mero personaje, circuló más bien como un santo mártir pagano, como un embrión de cristiano. La primera parte del relato no es una moraleja cínica y evoca al mito de Edipo, del que es sabido que Diógenes se burlaba, al que le suma un contenido de tipo misógino no ajeno al cuento de Menipo y la empusa, pero sí a la ecualización aretaica que defendía el cinismo antiguo –que despreciaba a las mujeres por los mismos vicios que a los hombres. La historia, más aún que al mito de Edipo, reelabora al de Céfalo y Procris, en el que Procris rompe el juramento de eterna fidelidad con su esposo Céfalo al aceptar acostarse a cambio de riquezas con un forastero que no era otro que Céfalo disfrazado. La segunda parte, la relación del encuentro entre el sabio y el rey, envía a los de Alejandro con Diógenes y con los gimnosofistas; pero Adriano queda demasiado bien parado, como el Alejandro de Onesícrito, pero no como el Alejandro de los cínicos anónimos. El sermón que le infiere Segundo al monarca, aun con ciertos girones de estoicismo, es evidentemente una diatriba al mejor estilo perruno. Pero vista en general la parábola completa no parece favorable a la secta, alimenta más bien la leyenda negra emparentada con la estafa monetaria de Diógenes (fatal para su padre), el parricidio de Peregrino o la prostitución infantil del también hijo de puta de Borístenes: el cinismo como ligado a un origen turbio que debe ser transmutado de alguna manera. Y la salida que encontró este filósofo parece anunciar más bien la disolución del cinismo en un vuelco expiatorio más propio de pitagóricos o de cristianos. La trama y la respuesta del protagonista pintan más como una confutación de la salida de Diógenes, que había optado por cualquier cosa menos por cerrar la boca para siempre. El cínico habla por los hechos, pero también tiene una boca de oro. A ley de la παρρησία se prohíbe callar y asume la burla impiadosa. Si Segundo, improbablemente real, siguió el camino del gran performer de Sinope, el de los actos y las obras, pero eximido del órgano oral, es cosa que no se sabe. Siendo un cínico, o disfrazado de tal, el filósofo (que en la mochila llevaba oro como los falsos perros de Luciano) provocó un desenlace catastrófico, que expió adoptando como pena una forma de vida no muy propia de la tradición cínica. Aunque el objetivo que lo llevó a tal situación igualmente no era propio de un cínico sino de un joven lego (bien que tampoco Diógenes era cínico cuando aplicó el cincel a la moneda). Diógenes hacía flamear las banderas del cinismo contra la barrera del incesto y hacía uso de prostitutas sin empacho, un mal menor frente al matrimonio y el adulterio. Los de Segundo no son los temas del cinismo sino más bien de la clausura histórica del cinismo. El estatuto de la mujer, madre y puta, ya no es el típicamente griego. Es ya el monstruo, la incógnita y el mal. Y el cínico ya no es un efecto de una desgracia sino el agente de un desastre. Un cínico, ora disfrazado o genuino, que pregunta por la cosa y que pasa al acto por trasgresión.

El Silencioso (también conocido como el Taciturno) responde al cuestionario imperial con una ristra de encantadores lugares comunes propios del acervo retórico y sapiencial antiguo, imágenes poéticas con metáforas y oxímoron varios. Adriano, una vez que leyó las réplicas, y después de conocer las razones por las que guardaba silencio, «ordenó que sus libros fueran depositados en la biblioteca sagrada bajo el nombre de Segundo el Filósofo». Así concluye la historia, con un emperador que consagra como filósofo canonizado a quien lo enfrentó arriesgando la vida en ejercicio cabal de la παρρησία. De estas respuestas la que se grabó a fuego en la historia fue la más atinente a la parábola que encierra la biografía, la cuestión medular del cuento. En el medioevo Segundo se convirtió en el filósofo misógino por excelencia. Sus expresiones sobre la mujer se volvieron proverbiales. Aquel que respondió a la pregunta fundamental: Quid est mulier? (Τί ἐστι Γυνή).

Las versiones sobre esa respuesta son muchas y variadas. He aquí un epítome indiscriminado de ese cúmulo: el deseo de un hombre (ἀνδρός ἐπιθεμία)[4], una bestia salvaje que come contigo (συνεσθιόμενον θηρίον), la ansiedad con la que uno se levanta por la mañana (συνεγειπομένη μέριμνα), la lascivia con la que estamos comprometidos (συμπλεκομένη ἀσέλγεια), la leona con la que se duerme (συγκοιμωμένη λέαινα), la víbora con polleras (ἱματισμένη ἔχιδνα), batalla auto-inducida (αὐθαίρετος μάχη), incontinencia en forma de coéquipier de catre (συγκοιμωμένη ἀκρασία), la pérdida a diario o la pena cotidiana (καθημερινή ζημία), la tormenta dentro de casa (οἰκίας χειμών), el óbice de la serenidad (ἀμεριμνίας ἐμπόδιον), el naufragio del tarambana (ἀνδρός ἀκράτους ναυάγιων), el instrumento del adulterio (μοιχών κατασκευή), la buena vida secuestradaίου ἅλωσις), la guerra más cara (πολυτελής πόλεμος), criatura malvada (ζώον πονηρόν), una carga excesiva (ἱκανών φορτίον), una tempestad que bate los vientos (ἐννεαπνεύμον ζάλη), áspid ponzoñoso (ἰοβόλος ἀσπίς), acicalado monstruo marino antropófago (κεκοσμημένη Σκύλλα), un servicio prestado a la procreación de los hombres (ἀνθρωποποιον ὑπούργημα), mal necesario (ἀναγκαίον κακόν).

Y a modo de posdata, un surtido en latín: viri desiderium, bellua conviva, leaena lecti consors, dracaena custodita, vipera vestita, pugna voluntaria, bellum sumptuosum, damnum cuotidianum, huminum procreandurum adjumentum, animal malitiosum, malum necessarium, viri naufragium, domus tempestas, securitatis impedimentos, vitae captivitas, socia sollitudo, leaena concubans, exornata Scylla, hominis confusio, insaturabilis bestia, continua sollicitudo, indesinens pugna, viri incontinentis naufragium, humanum mancipium, adulterii vas, periculosum prelium, animal pessimum, pondus gravissimum, aspis insababilis, quietis impedimentum, animal nequam, preciosum prelium, contubernalis bestia, assidens sollicitudo, calamitas desiderata, insatiabilis bestia, indefienciens pugna, et sic porro[5]




[1] «κυνὸς προφρον ἄσκησιν, βάκλoν και πήραν περιφέρων, την κεφαλήν και τον πώγωνα ναθρέψας»

[2] Una versión árabe las extiende a 50.

[3] Filóstrato, Vida de sofistas 1 26.

[4] En otros manuscritos griegos figura «ἀνδρός ἀθυμία», el desaliento del hombre, o bien «ἀνδρός παραμυθία», que podría ser el consuelo del hombre, pero también la disminución del hombre. De estas salió la traducción que en el siglo XII hizo Willelmus Medicus: «hominis confusio», la confusión del hombre. O como se propuso después: la ruina del hombre.

[5] Deseo del hombre, monstruo comensal, leona de la cama, dragón protegido, víbora vestida, batalla voluntaria, guerra costosa, pérdida diaria, medio de procrear al humano, animal malicioso, mal necesario, naufragio del hombre, tempestad de la casa, estorbo del sosiego, cautiverio de su vida, socia de la soledad, león del lecho, Escila adornada, confusión del hombre, la lucha incesante, naufragio del varón incontinente, derecho de propiedad del humano, el recipiente del adulterio, la batalla más peligrosa, el peor animal, el peso más doloroso, áspid incurable, un obstáculo para la tranquilidad, un animal sin valor, una batalla preciosa, bestia de compañía, molestia suasoria, calamidad anhelada, fiera insaciable, la lucha incansable



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