Peregrino Proteo o el bonzo olímpico


Peregrino nació en Pario, región de Misia, actual Turquía, en las postrimerías del primer siglo, acaso entre los años 85 y 100, y vivió en efecto, haciendo honor al nombre, una vida de extraordinarias peripecias. Aventuras que fueron narradas por Luciano de Samosata, aunque al narrador le parecían de lo más chabacanas; o por lo menos, dignas de un repudio articulado a través de la risa. No se duda de que, a grandes rasgos, las andanzas contadas por él hayan sido históricas, salvo en los detalles irrisorios y escabrosos de ciertas escenas. Luciano, que era contemporáneo, lo aborrecía, y para hacer creíble el relato biográfico de este personaje entonces bastante popular, no podría haberse inventado los itinerarios que describe trazados por este Peregrinus –es decir, en latín, extranjero, no romano, viajero. Y como buen cínico este hombre vivió la extranjería urbi et orbi, hasta en su propio pago. Según Luciano, como una suerte de prófugo permanente.

De su tierra partió siendo poco más que adolescente a Armenia, quizá con los ejércitos de Trajano, donde fue acusado de adulterio y recibió azotes. Antes de que lograra escapar saltando un tejado, cuenta Luciano, le introdujeron un rábano en el culo como castigo. No contento con ello se enredó en una relación carnal con un efebo y debió sobornar a los padres con 3000 dracmas para no ser denunciado al gobernador de Asia. Regresó por breve período al hogar, de donde se volvió a marchar después de la muerte de su padre, un hombre al parecer bastante próspero. Con un detalle: una vez que lo hubo estrangulado, porque siendo un anciano de más de sesenta años le resultaba ya un estorbo.

Podemos suponer que haya sido cierta, al menos, la acusación que recibió, dado que Luciano indica que la historia del parricidio era vox populi. Como sea, por propia decisión al parecer, Peregrino se fue de Pario para esquivar el asunto y luego de deambular por distintas latitudes se ubicó en Palestina, donde se convirtió en cristiano y llegó a constituirse, como nene de papá bien educado que era y hombre avispado, en una autoridad entre los fieles, quienes según Luciano lo elevaron a la estatura de un profeta, sacerdote, conductor, legislador y jefe. Como una especie de dios, sin ir más lejos. Apenas medio escalón por debajo, dirá Luciano, de aquel sofista crucificado al que rendían culto[1]. Es que el astuto timador los dejó tan pasmados, dizque, que parecían niños, y fue así que la morralla lo consagró como exegeta de los libros sagrados e incluso como autor de unos cuantos. Dudley refiere que sus obras como apologeta figuran en un catálogo de Menfis del siglo III y es sabido que se lo llegó a considerar el verdadero hacedor de las seis Epístolas de Asia atribuidas a Ignacio de Antioquía, padre apostólico.

Como líder cristiano que era, un buen día fue a dar al calabozo por obra de las autoridades romanas[2]. La grey se alarmó y mientras reclamaban la liberación lo llenaron de atenciones: desde el amanecer había procesiones de ancianos, viudas y huérfanos, llegaron delegaciones desde varias ciudades de Asia, jugosas donaciones de dinero, e incluso los jerarcas sobornaron a los guardias para hacerle compañía en el presidio mientras se pronunciaban sacros discursos. Esta desgracia incrementó su fama, dice Luciano, al punto tal de que lo comenzaron a proclamar como el nuevo Sócrates.

Luciano, como se ve, muestra a los cristianos como unos διται, gente simple y tonta, κακοδαίμονες o pobres desgraciados que creen que todo es de todos, que desprecian la muerte tanto como para entregarse a ella (dado que suponen que vivirán eternamente) y que podrían haber sido estafados de igual manera por el primer hechicero de pacotilla que se hubiese presentado. Lo cierto es que el gobernador de Siria, hombre este sí versado en filosofía, lo dejó libre, porque no era digno ni siquiera de castigo y contempló que estaba tan rayado como para someterse a la muerte a cambio de un puñado de gloria póstuma. Liberado, Peregrino emprendió el regreso a casa; pero al arribar cayó en la cuenta de que el ambiente estaba caldeado aún por lo del padre. La operación retorno implicó, a fiar del narrador, una teatralización truculenta muy parecida a la del regreso al hogar que protagonizaría Segundo, ya que el hombre se presentó ante la asamblea que dirimiría el caso ataviado dentro de los zaparrastrosos cánones de la ortodoxia vestimentaria cínica: larga melena, sucio manto, bastón y alforja. Y así disfrazado expresó que donaría todos los bienes paternos al pueblo pario. Se trataba de una nueva avivada del rufián populista, que haciendo la gran Crates, trocando esa antigua tragedia en parodia –que diría Marx– se metió a todos los parroquianos en el bolsillo. Y a tal punto esto fue así que ahora lo bautizaron ya no como el nuevo Sócrates palestino sino como el único discípulo legítimo de Diógenes y Crates, único filósofo y patriota señero.[3]

Pario debe de haber sido una localidad más bien pobre, porque de la fortuna del viejo, unos 30 talentos, apenas quedaba la mitad y se dieron más que por hechos –aunque el fiel edecán de Peregrino, Teágenes, tiempo después hizo correr la bola de que eran 5000 los talentos, lo que de acuerdo a Luciano equivalía al patrimonio completo de la ciudad sumado al de los cinco pueblos vecinos. Peregrino, todavía financiado por la pánfila comunidad cristiana, se marchó como un héroe y siguió de caravana hasta regresar a Palestina, donde el connubio duró esta vez un pestañeo, pues lo pescaron comiendo alimentos sagrados y lo excomulgaron[4]. Viéndose con las arcas vacías hizo redactar un documento apócrifo reclamando a Pario la devolución de los bienes familiares en nombre del emperador; pero el nuevo ardid no prosperó –pese a que se envió una delegación consultiva a las autoridades imperiales– y Peregrino cambió de rumbo: marchó a Egipto a estudiar con el riguroso Agatobulo. Se convertiría en cínico de veras.

Claro que el adiestramiento que recibió allí, siempre según Luciano, la práctica del acto indiferente o ἀδιάφορον, no consistió en otra cosa que en afeitarse la mitad de la cabeza, cubrirse el rostro con barro, masturbarse ante la multitud y azotarse y hacerse azotar las nalgas con una férula, entre otras extravagancias. Ya formado en su nuevo rol de cínico, acto seguido fue a ponerse a prueba a la gran metrópoli, Roma, allí donde los pingos perrunos se hacían lucir y adquirían notoriedad y consagración como espamentosos críticos del poder político. Y a ello se brindó una vez ubicado, a putear a todo el mundo, poniendo especial énfasis en el emperador, Antonino Pío en este caso, a quien como era norma ya en ese entonces le resbalaban estos personajes que hacían del despotricar una profesión. Pero más tarde o más temprano, pongamos entre los años 150 y 155, el ahora cínico verídico se salió con la suya y logró que un prefecto lo expulsara, para así alcanzar una celebridad pareja a la de Musonio, Dión y Epicteto, aquellos popes de la filosofía de protesta inmortalizados en tal gesto. El emperador había ordenado que no se castigara a nadie que luciera como un filósofo; pero el prefecto redactó que «Roma no necesitaba de un filósofo como él».

El derrotero siguió en Grecia, lo que parece de rutina en este tipo de oficio. Se instaló en Elis y Olimpia, soltando soflamas contra los eleos y llamando al pueblo a izarse en armas contra el orden romano, siendo probable instigador –infiere Dudley– de la rebelión de Acaya. Hacia la Olimpíada del año 153 o la de 157 combatió a Herodes Ático, una especie de Soros de entonces, filántropo millonario que había hecho conducir agua hasta Olimpia para que la gente no muriera de sed durante los Juegos, y lo atacó porque consideraba que no hacía otra cosa que afeminar a los griegos, que a criterio del mudable can debían soportar la sed y el conjunto de enfermedades que la carencia de hidratación provocara. Pero todo esto lo decía, cuenta Luciano, mientras escanciaba de esa agua y se la embuchaba, por lo que la gente se le retobó y tuvo que refugiarse en el templo de Zeus para que no lo finiquitaran las pedradas[5]. Viendo que había perdido el favor de las multitudes se consagró en los cuatro años sucesivos (se tomó su tiempo) a redactar un discurso para la próxima Olimpíada, en el que elogiaba a Herodes y pedía disculpas a los griegos. Sin embargo ya había cansado a la gente y se percató de que esta vez no podría embaucarlos salvo con un acto magnánimo y superlativo, ya que lo único que perseguía era maravillar al público y ser blanco de atención permanente. Entonces anunció que en la siguiente Olimpíada, correspondiente al año 165, se incineraría en una pira.

La preconcebida inmolación, a la vista de Luciano, no fue la decisión de un loco solitario y unipersonal sino más bien un programa sectario con extensiones burocráticas y un cierto fasto. Peregrino hizo girar misivas testamentarias a casi todas las grandes ciudades, con disposiciones, consejos y leyes, nombrando para ello emisarios entre su grupo cercano en carácter de «mensajeros de la muerte y correos del infierno»[6] (un rol muy propiamente cínico, si ha de tomarse en cuenta a Epicteto o Menipo). Nótese que Peregrino seguía siendo el líder de una prolífera red organizada de tipo religioso, tal como cuando era una eminencia cristiana. Y la eventual corporación que capitaneaba, durante estos otros cuatro años de vigilia olímpica, se ocupó bajo su tutela con firme empeño de cranear los preparativos y trámites del acontecimiento. Desde luego logró el cometido y se volvió trending topic: todo el mundo volvió a hablar de él, fuera a favor o en contra. El anuncio produjo un revuelo y una histeria generalizados: el bonzo se daría muerte en el escenario más concurrido del mundo antiguo, para colmo en un lugar sacro. Peregrino ya albergaba esperanzas de que se le consagraran altares y estatuas, e incluso Luciano dice haber oído que había abandonado el apelativo de Proteo para hacerse llamar Fénix, porque ya no le concernía seguir cambiando de identidad sino renacer de las cenizas. Cuenta el samosatense cómo al arribar a Olimpia se lo encontró escoltado por innúmero séquito, profiriendo un discurso auto-hagiográfico –su propio discurso fúnebre, que dice el malicioso narrador– en el que relataba las calamidades que debió soportar en nombre de la filosofía y declaraba que así como había vivido a la manera de Heracles, así moriría a la manera de Heracles y siendo útil a la humanidad por enseñar el desprecio a la muerte. Pálido estaba y tembloroso al contemplar que no todos quisieron sofrenarlo, sino que muchos partidarios lo incitaban a inmolarse de una buena vez, sabidos de que la ceremonia mortuoria se pospuso repetidamente. Se imaginaba el hombre que sería rescatado por los fieles; pero no le quedó otra que aceptar el trágico desenlace de la comedia que alentaba. En Harpina, a 20 estadios de Olimpia (unas 30 cuadras), para evitar la contaminación sagrada, se estableció la pira. Con el anochecer de la última jornada, mientras la gente en cantidades de miles y miles encendía enormes hogueras, llegó Peregrino con los camaradas, todos con antorchas en manos. Con la debida solemnidad se quitó el atuendo cínico y se calzó un mugriento sudario blanco, pidió incienso y lo arrojó al fuego, y luego de hacer una advocación a los espíritus maternos y paternos se zambulló en la pira.

Proteo era un apodo que reflejaba esa vida de fugas y mutaciones, haciendo honor a aquella deidad marítima de la mitología, que cambiaba de forma para no ser atrapado y tener que revelar el porvenir –esto es: decir la verdad. Un motete que, según Luciano, a Peregrino le gustaba y que probablemente se lo calzó o se lo endosaron una vez que llevó a cabo todas estas aventuras, lo que se destila incluso de las referencias de Filóstrato y Aulo Gelio[7]. Quizá Peregrino también fuera un nom de guerre, ya que el tipo no fue otra cosa que un proteico peregrino –una notable coincidencia entre el nombre y el portador. «Al desdichado Peregrino, o, como al mismo le agradaba llamarse, Proteo, le ocurrió exactamente lo mismo que al Proteo homérico; después de convertirse en todo por afán de gloria (δόξης ἕνεκα), y de adoptar innumerables formas, al final también se ha convertido en fuego; hasta tal punto le poseía la pasión por la fama (ἔρωτι τῆς δόξης εἴχετο).[8]» Así comienza el relato Luciano y tal es la tesis repetida una y otra vez: que al sujeto sólo lo movilizaba el amor por la fama o la gloria (ἔρως τῆς δόξης), por el cual vivió una vida de loco y murió como un viejo loco. Un ansia de fama o δοξοκοπα que no era más que simpleza o tontería fatua (βελτερία) y que lo arrojó hasta el último de los días a la πόνοια, a la desesperación y la locura. Luciano da más detalles sobre la patología que le imputa: afirma que Proteo vivió la vida como si estuviera representando una tragedia para una audiencia[9], es decir que exageraba el papel de héroe trágico del que se había investido Diógenes, como si se lo tomara a pecho hasta la alienación. Vivía en su película. Pero detrás de todas las maniobras de Peregrino, siempre rodeado de un numeroso coro de partidarios cínicos y de otro mucho más ingente de entrometidos ignorantes y curiosos malsanos o ingenuos, había una muchedumbre admirativa que atendía a las peripecias del tipo nomás porque era famoso. De manera que aunque Luciano lo pone en pie de igualdad con un mago charlatán (γόης κα τεχνίτης), esto es como quien manipulaba con artería a los de más baja estofa, no dejaba de observarlo desde arriba y sin la menor piedad como a un pobre tipo o un infeliz (ὁ κακοδαίμων), por el hecho de que circunscribía esa gloria que perseguía a la veneración de los ignotos, porque buscaba la fama entre el vulgo –que eso es lo que hay detrás de esta imputación clasista.

A decir de Luciano, Proteo tenía en claro quiénes eran sus referentes en materia de inmolación: Heracles y Cálano, a los que hay que agregar un predecesor mucho más próximo en tiempo –no citado por el biógrafo, pero evocado entre otros por Plutarco–: un brahmán de nombre Zarmanoquegas que en la Atenas de la época de Augusto, año 20 a. C., se prendió fuego a sí mismo[10]. Para Luciano, sin embargo, el verdadero antecesor era Eróstrato, aquel insignificante pastor que en Éfeso puso fuego al Templo de Artemisa para hacerse conocido, y en segundo término el melancólico Empédocles, quien no obstante había sido mucho más discreto al lanzase a la boca del volcán solito su alma. Pero los brahmanes, dice, se rostizaban de a poco parándose al lado de la pira, porque meterse de un saque en ella, como parece que hizo Proteo, garantizaba morir ahogado por el humo de forma casi inmediata. Lo cierto es que muerto Peregrino, comenzaron a decir que lo habían visto vestido de blanco y coronado por un ramo de oliva, y Teágenes hizo correr un supuesto oráculo que ordenaba que se debía honrarlo como al más grande de los cínicos, que llegando al Olimpo compartiría el trono con Hefesto y Heracles. Luciano indica que desde el día de su muerte se comenzó a crear un comercio de reliquias con los objetos que había dejado, como el bastón[11]. Y como pronosticaba el riente testigo, que narra los vaivenes de esa aparatosa muerte en tiempo y cuerpo presentes, Peregrino se convirtió en un santo al que se le rindió culto en diversas ciudades y se le erigieron estatuas. Atenágoras cuenta que la que fue levantada en su tierra, Pario, incluso emitía oráculos. En el sitio donde se enclavó la pira parece que se estableció un santuario que incluía rituales místicos y una cohorte de sacerdotes. El endiosamiento del tipo no se había agotado evidentemente en la fase cristiana: Teágenes, el devoto lugarteniente, además de compararlo con Asclepio, Dioniso, Empédocles y Heracles, lo proclamaba a viva voz como superior a Diógenes, Antístenes y Sócrates y decía que sólo había dos formas humanas perfectas: el Zeus de Olimpia modelado por Fidias y Proteo, el modelado por la propia naturaleza.

Aquellos prohombres demasiado cerebrales, los viejos filósofos clásicos de la secta, parecían por lo visto poca cosa para estos cínicos impresionados por los nuevos héroes emocionales que triunfaban en el segundo siglo, empoderados por dones sobrenaturales y capaces de propiciar otros milagros que no el de la razón. La proliferación ejemplar de mártires cristianos dejaba a los viejos héroes de la filosofía popular como ídolos de segunda línea, como campeones para el consumo de una clase media tibia y semi-ilustrada. Poco faltaba incluso para que un emperador, Juliano, los pusiera del lado de la oficialidad, dentro del canon grecorromano. La rebelión popular demandaba más bien otras razones del corazón, que diría Pascal. Los cínicos griegos habían buscado vivir como Heracles; pero Proteo aportaba una buena nueva: no sólo vivir sino morir como Heracles, consumido por las llamas (lo que por otra parte congeniaba con la idea de los neopitagóricos de moda, que hablaban de una purificación por el fuego para unirse por el éter). He allí una atención a la muerte, que aunque es traducida por Luciano como atención a la gloria o fama, altera el esquema profano del antiguo cinismo. Peregrino había conseguido convertir en espectáculo su propia muerte, daba un paso más allá de Diógenes, quien según un albur decidió matarse en soledad a la vera de una carretera en camino a las Olimpíadas. Los Juegos, como se sabe, eran lugar de preferencia de los cínicos para hacer de las suyas; pero Diógenes en ellos no había llegado mucho más allá de cagar en público. La actividad del último Peregrino, en cambio, parece haber estado volcada con un celo profesional a la performance que debía emprender en los Juegos cada nueva temporada[12]. El suicidio de los cínicos, que había sido continuado adustamente por los estoicos, daba un giro religioso. Este era un nuevo cinismo tan contaminado de cristianismo como del morbo y las supercherías ocultistas que impregnaban esos siglos, y que a la vez rompía de manera escandalosa con uno de los preceptos de base del cristianismo, al promover la comisión de uno de los más grandes pecados. El cinismo convertido en una secta truculenta, una mafia encabezada por magos taimados seguidos por un populacho multitudinario y cándido, que entregado a la irracionalidad se había vuelto un delirio colectivo y decadente: cínicos fanáticos sin atisbos de socratismo alguno y una chusma colosal de adherentes extraviados. Al menos esto es lo que deja ver el enfoque despectivo y mordaz del satírico de Samosata. El nuevo flanco místico de la corriente estaba mezclado con elementos no sólo cristianos sino pitagóricos y neoplatónicos, cruzado según Dudley con la religión helénica, el misticismo oriental y el neopitagorismo al estilo de Apolonio.

La inmolación de nuestro héroe fue documentada también por Atenágoras, Tertuliano, Filóstrato, Eusebio y finalmente Amiano Marcelino, el cual consigna que estaba toda Grecia presente aquella noche[13]. En cuanto al resto de lo que pudo competerle hay poco más que lo contado por Luciano, quien también lo menciona en Contra el ignorante y en Los fugitivos. Este último texto muestra una conversa entre Zeus y Apolo en la que Zeus evoca el olor pestilente que irradió la quema y que aún le provoca náuseas[14]. Filóstrato, que parece haber escrito un libro sobre él[15], recuerda cómo Peregrino insultaba a Herodes, millonario y maestro de retórica, en una lengua semi-extranjera: «Vaya y pase que me insultes… ¿pero por qué con ese lenguaje? –le dijo el ricacho al cínico. Ya envejecimos, tú hablando mal de mí y yo escuchándote hablar mal.» No se lo tomaba muy en serio, dice Filóstrato, porque eran críticas que no pasaban del oído[16]. Y por si fuera poco, Luciano relata unas cuantas miserias más del personaje. Dice haber navegado en barco con él y haber sido testigo de la vida de desenfreno y desequilibrio que llevaba a cabo, seduciendo a un joven para que fuera su Alcibíades o poniéndose a llorar con las mujeres en una noche tormentosa cuando zozobraban en medio del Egeo. También declara haberlo pescado pasándose una pomada urticante en los ojos para provocarse lágrimas de cocodrilo. Pocos días antes de la muerte, después de un atracón con manjares, se agarró una fiebre virulenta y se revolcaba por el suelo desesperado. El médico, cuenta Luciano, intentó negarse a darle el agua fría que requería, puesto que si quería morir debía aprovechar que tenía la muerte encima; pero él en un ademán sincericida confesó que ese sería un óbito intrascendente, como el de todo el mundo, y le quitó el agua de las manos.

Sin embargo todo este largo retrato que esbozó Luciano tiene un contradictor solitario aunque rotundo. En sus Noches áticas Aulo Gelio declara haber visitado a Peregrino en Grecia varias veces, en la mísera choza que tenía el cínico en las afueras de Atenas, y lo describe muy contrariamente como «un hombre grave e inalterable» (virum graven atque constantem). Dice que lo vio reprender con severidad a un irrespetuoso adolescente de la clase ecuestre que bostezaba mientras él departía, y que escuchó de él muchas sentencias útiles y virtuosas. Una de ellas estaba formulada en una diatriba acerca de la imposibilidad de ocultar las faltas: «el sabio no debería pecar aunque los hombres y los dioses no se pudieran enterar de que hubiese pecado». Este otro Peregrino riguroso rezaba que no era el miedo al castigo o a la mala reputación la razón que debía conducir a no cometer faltas, sino el deber del hombre justo y virtuoso –una idea que, como se ve, no desmerecía a Sócrates ni a Cristo[17]. Esta imagen del pario, vertida en un par de párrafos, tira por la borda la treintena de páginas lanzadas por el de Samosata y rescata a nuestro hombre de tanto oprobio y saña. Se recordará de paso que el texto Sobre la muerte de Peregrino fue en su momento colocado en el Index librorum prohibitorum.

El público de Peregrino ya no era el público de Diógenes o el tipo de vecinos sobre los que actuaba Crates. La actitud de Luciano hacia él le hace a uno acordar al rictus escéptico de un intelectual ilustrado contemporáneo ante cualquier figurón más o menos astuto e inteligente que engatusa a algún contingente de crédulos, a la de un progre que ríe de los lectores de Osho, por ejemplo. Que sea Sloterdijk el que en estos tiempos salió en cierta forma a romper lanzas por él, un curioso ex alumno de dicho gurú (que era otro sincretista innovador de pareja vidurria agitada y dudosa), es una simpática coincidencia. Luciano se burla de Proteo tanto cuando este actúa como cínico cabal como cuando procede a lo falso cínico, ya que muchas de las actitudes que detalla son las de alguien propiamente cínico. De hecho Peregrino perpetra un suicidio urdido dentro de la ortodoxia, o sea ante los achaques de la edad anciana, con la salvedad de que lo convierte en un acontecimiento masivo y adornado de supercherías. Incluso la investidura de hombre divino (θεος νρ) que le confieren sus sobrevivientes no es nada ajena a la historia póstuma del propio Diógenes. El cinismo originario podía ser agnóstico, pero no dejaba de apelar a la religión griega en ciertos ademanes, o de usufructuarla con fines didácticos o correctivos: amigos de los dioses, mensajeros de Zeus, retornados del Hades… En realidad Peregrino podría haber sido un cínico en virtud, si se entiende al cinismo como escuela de ascetismo y no como una retórica gestual del sarcasmo y la reprensión. A lo mejor se vio forzado por las circunstancias históricas a revestirse de la ritualidad excesiva de la época y tuvo que adaptar al cinismo para que pudiera competir con las sectas que entonces estaban en auge, para lo cual podría haberse visto obligado a dar esos golpes de efecto y el final golpe maestro. El auténtico asceta perruno tenía que ir por mucho más ahora o perecer en el escepticismo hedonista y riente de Enómao y Luciano, porque en materia de enfrentamiento al poder y de ascetismo los cristianos (que abundaban en eremitas y autoflagelados o autocastrados) los corrían por izquierda dispuestos a afrontar con una entrega decidida el martirio al que eran sometidos, mientras los cínicos no recibían mucho más que azotes y deportaciones.

Taciano dedica un vilipendio al cinismo acusándolo de falsa moral autosuficiente y naturalista. Arguye que los cínicos, por más independientes que se dijeran, necesitaban de un talabartero para cortar el cuero del bolso, del tallador del bastón, de los tejedores del manto y de los chefs que cocinaban la comida obsequiada por los pudientes. Y al decir esto alude a Peregrino, aunque no queda claro si lo cita como un ejemplo de la impostura o como una autoridad en este caso autocrítica[18]. Taciano, que había sido discípulo de Justino Mártir (un cristiano que vestía de filósofo, como en su momento Peregrino) y que más tarde lideró la secta de los encratitas, unos extremistas condenados como herejes que rechazaban la carne, el vino y el matrimonio, se encargó de denunciar una cierta tibieza en la ascética perruna, que para él era poco más que una pose y un look: «¿Qué cosa grandiosa y maravillosa hacen los cínicos –se pregunta– fuera del exhibicionismo de una melena y barba desgreñadas, llevar un manto con el hombro desnudo y las uñas como las garras de una fiera?». Su crítica no se limitaba a señalar que la ατάρκεια de la que fanfarroneaban no tenía un correlato en la práctica, más bien dejaba a la vista que los valores de esa misma virtud eran poco estimables para estos nuevos intelectuales de los bajos fondos que iban acrecentándose por todo el Imperio. Es sabido que la muerte por ignición era por aquellos tiempos una pena capital casi de rutina que se aplicó a paganos y cristianos (entre los últimos fueron pasados por la hornalla varios desde mediados de la primera centuria: Carpo, Papilo, Agatodoro, Agatónica, Policarpo, y en todos los casos parece que se enfrentaron al martirio con un fervor que erizaba o sobrecogía a los profanos). Tal vez, al contrario de lo que se viene sospechando, para salvar las papas, para defender los trapos del cinismo, Peregrino puso el cuerpo y dio la cara en una maniobra propagandística magistral, una jugada en favor de la supervivencia de su colectivo, que arrastraba la creación de un tipo de organización casi institucional o empresarial escudada en la figura de Proteo como cara visible, un know how que el frontman pudo haber asimilado en la experiencia entre los fieles de Jesucristo, habida cuenta de que el cristianismo los superaba no solamente en ardor y enjundia ascética sino en el sentido empresarial y organizacional del que ya gozaba la Iglesia. Esta es la hipótesis que baraja Joaquín De la Hoz Montoya al menos[19]. Peregrino es un personaje crepuscular. Después de él no se registran cínicos de gran calado histórico o masivo. Luis Navia pinta su autoinmolación ante la multitud como una escena de cierre histórico del cinismo. A Diógenes se lo estaba tragando a pedacitos Jesucristo: ¿qué otra salida quedaba que intentar en ese gesto turbio y audaz unirlos y a la vez superarlos? Unos cien años antes san Pablo había escrito: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve»…[20]




[1] Es decir: προφήτης, θιασάρχης, ξυναγωγεὺς, νομοθέτης, προστάτην, e incluso θεός. En suma, lo convirtieron en todo («καὶ πάντα μόνος αὐτὸς ὤν»). (Sobre la muerte de Peregrino 11)

[2] Gilbert Bagnani conjetura que esto ocurrió al inicio de la Rebelión de Bar Kojba emprendida por los judíos en el año 132. (G. Bagnani, Peregrinus Proteus and the Christians)

[3] «να φιλόσοφον, να φιλόπατριν, να Διογένους κα Κράτητος ζηλωτήν» (Ibid. 11)

[4] Bagnani estima que la congregación a la que se unió en Palestina tiene que haber sido la de los esenios ebionitas, judeocristianos reactivos a Saulo de Tarso, que veían en Jesús al Mesías pero no al Hijo de Dios, y que al observar la Ley Mosaica se prohibían la ingesta de cerdo. Según él, cuando regresó del viaje a Pario quizá se haya encontrado con una Iglesia que había pasado a manos gentiles, y de ahí el conflicto. Pero la hipótesis no se condice con la crónica lucianesca (Cf., G. Bagnani, op. cit.).

[5] La suntuosa fuente, llamada Ninfeo o Exedra, fue mandada a edificar por Herodes en 153. Estaba adornada, entre otros detalles, por estatuas en tamaño natural de los emperadores y del propio Herodes, su amada esposa y familia. No extraña en nada ver a un cínico ladrando ante esto.

[6] «νεκραγγέλους καὶ νερτεροδρόμους» (Ibid. 41)

[7] Filóstrato, Vidas de sofistas II, 1-33; Aulo Gelio XII 11.

[8] Sobre la muerte de Peregrino 1.

[9] Ibid. 3, 15 y 19. Cf., M-O. Goulet-Cazé, Cynicism and Christianity in Antiquity.

[10] Plutarco, Alejandro 69.

[11] Contra el ignorante 14.

[12] En el aludido opúsculo Bagnani sugiere que fueron cuatro las Olimpíadas en las que actuó: en la primera atacó a Herodes, en la sucesiva se retractó, en la siguiente anunció la inmolación y en la última la cometió. Otros leen que fueron tres.

[13] Eusebio, La crónica de Jerónimo 204, 24-26; Filóstrato, Vidas de sofistas II 563-564; Atenágoras, Suplicios por Cristo 26, 3-5; Tertuliano, A los mártires IV; Amiano Marcelino, XXIX 1, 39.

[14] Sobre la muerte de Peregrino 39; Los fugitivos 1-3.

[15] Llamado algo así como Proteo, perro o sofista (Πρωτεα κύνα ή σοφιστην) (La Suda s. v. Filóstrato). Existió otro libro, no de Filóstrato: un Elogio de la pobreza (Εγκώμιον Πενίας), bien sobre Proteo o bien de Proteo (Menandro el Rétor, Sobre los discursos de exhibición 2, 1).

[16] Vidas de sofistas II 563-564.

[17] Noches áticas XII 11, 1; ibid. VIII 3.

[18] Discurso a los griegos 25, 1. Entre los traductores no hay consenso en torno a si con «κατ δ τν Πρωτα» Taciano está diciendo de acuerdo a Proteo o contra Proteo; por lo que no sabemos si el cínico estaba señalando una falencia de su secta, o si componía para el cristiano –lo más probable– un vivo ejemplo de esa falla grupal. Dígase de paso que los ebionitas, la secta de la que quizá Peregrino fue parte en Palestina, eran entre los cristianos de entonces los más firmes en el ascetismo y el ejercicio de la pobreza.

[19] Joaquín De la Hoz Montoya, El suicidio de Peregrino y la religiosidad del cinismo altoimperial.

[20] «κν ψωμίσω πάντα τ πάρχοντά μου, κα ἐὰν παραδ τ σμά μου να καυχήσωμαι, γάπην δ μ χω, οδν φελομαι» (Corintios I, 13 3). Amor, γάπη; es decir caridad.


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