Marco Favonio, un símil-perro en el senado romano


Este hombre que atraviesa la época de Pompeyo, el primer triunvirato, la dictadura cesariana, la guerra civil, el segundo triunvirato y la llegada de Octavio, había estudiado en Rodas bajo la férula del rétor Apolonio Molón, donde adquirió todo el bagaje helenístico que por esas fechas comenzó a recibir buena parte del patriciado de Roma. En el cronológico who is who de los cínicos es quien sigue a Meleagro de Gadara; pertenece a la generación sucesiva, pero en un medio completamente diferente y por razones tan distantes como distintas. Los escritores satíricos ya venían acusando el recibo de hacía un rato; pero Favonio, que no dejó nada escrito, no era ni mucho menos un emulador literario sino en todo caso moral. Nació cerca del año 90 antes de Cristo en Terracina, región del Lacio, ciudad que atravesaba la Vía Apia y donde ya se lo recordaba en vida con una estatua levantada por el pueblo de Agrigento. Era una suerte de mano derecha, lugarteniente o apadrinado de Catón el Joven, y en tanto que pichón de la aristocracia acometió el cursus honorum: fue primero tribuno de la plebe y edil, luego cuestor y más tarde senador si no pretor, y de la mano del jefe combatió la corrupción de la clase política haciendo foco en César entre otros. Llamarle cínico parece demasiado; sin embargo no hay nada más parecido a un adicto a la escuela del sinopense en toda la República que este varón impar, un cabal romano que parece haber sido tomado por los modales de los cínicos de una forma tan considerable como inédita y al final de cuentas irrepetible. Una rara avis cuyas maneras y conducta pública despertaban la extrañeza entre el pueblo y los próceres de la política romana. En tal contexto, es de temer, un afectado por el cinismo tenía que quedar un poco afuera de la foto. Al menos es lo que se desprende de las observaciones de Plutarco, que es quien con alguna curiosidad repara en la psicología del caso.

Favonio aparece siempre bajo el ala de Catón como un personaje ancilar: tanto Dion Casio como Plutarco lo describen como un ζηλωτής, un seguidor ferviente o incondicional [1]; el último vacila incluso entre considerarlo un amigo íntimo [2] o concretamente su ἐραστής (que para la ocasión se traduciría menos por amante que por admirador)[3]. El mismo Catón, hay que decir, ya era un émulo de su propio bisabuelo, Catón el Viejo, ilustre adalid de la censura, la honradez severa y la austeridad. Entre otros elementos más o menos diogénicos el Joven era conocido por andar en patas, no rasurarse las barbas y ser poco afecto al boato y los pruritos de la higiene. Más en detalle, lo que dice Plutarco es que Favonio lo imitaba en el ejercicio de la franqueza, pero exagerándolo hasta la chifladura, la osadía y la insolencia [4]. Los discursos de Catón, comenta, eran un vino sin rebajar que se le subía a la cabeza convirtiéndolo en un filósofo pasional y maniático (πθει μανικ φιλοσοφν) al mejor estilo de Apolodoro de Falero, aquel desbordado entusiasta de Sócrates [5]. Un ebrio de virtud, diría Baudelaire.

Como Pompeyo el Grande, con esas ínfulas de ser el Alejandro Magno de Roma que tenía, se había jactado en cierta oportunidad de que bastaría con que diera un puntapié en el suelo para que brotaran las legiones de toda Italia, Favonio, ante las avanzadas de un Julio César victorioso en las Galias, no hesitó en chantarle en la jeta que ya era hora de que zapateara de buena una vez. Como se ve, era capaz de soltar impertinencias de cualquier jaez sin preocuparse por la investidura que tuviera enfrente [6]. Dichos arrebatos no eran otra cosa que una exuberante puesta en escena de la tradicional παρρησα griega, el rasgo más patentemente cínico que lucía y que encajaba en tales funciones y actividades de político y hombre de acción. Pero este sujeto tenía de tozudo y desquiciado lo que de recto y bonachón, como lo prueba el intento que hizo por amigar a Bruto y Casio antes de la batalla de Filipos, en un ríspido conciliábulo en el que fue el único que tuvo el coraje de tomar la palabra ante sendos mandatarios. Se cuenta por ejemplo que cuando Quinto Pompeyo Rufo, un destacado militar y político, fue a dar al calabozo por una dudosa imputación menor, lo acompañó en la desgracia metiéndose motu proprio adentro él también [7]; viendo que estaba sin criados y se iba sacando los zapatos sin asistencia, corrió a su lado para descalzarlo él y ungirlo en aceite, y de ahí en adelante ofició de siervo haciéndole la comida y lavándole los pies[8] un gesto insólito viniendo de un patricio. Plutarco indica, en ese orden, que no tenía la menor consideración por los rangos políticos que detentaba, cosa que asocia con ese perfil de cínico amateur. Tomado por la gente como tal, refiere, esa παρρησία en trance hacia la βρις y la μανία que practicaba solía ser recibida medio a la broma; al verlo como una suerte de acting cínico los contertulios y el público convertían semejante reguero de verdades ofensivas y en calor en una especie de chapuza velada[9]. Por lo demás, Plutarco da cuentas de la parquedad y el desprecio a los fastos profesados por el tipo, relatando cómo junto a Catón dejó de entregar a los coros teatrales el oro que recibían como paga, cambiándolo por aceitunas (dice que a los griegos en vez de obsequios suntuosos comenzaron a darles acelga, nabos o lechuga, y a los romanos carne, vino, leña y pepinos). Mientras Catón procedía de tal suerte, Favonio se mezclaba en la multitud para vitorearlo a grito pelado.[10]

Siendo el más intransigente de los hombres de Catón, fue el último al que Cicerón logró convencer de que había que deponer la negativa en una disputa en torno a cierta ley sobre la distribución de la tierra, en la que se jugaban el exilio o el pellejo. Pero así como no desentona demasiado que fuera republicano y enemigo de las tiranías, ni que menospreciara la condición de patricio y la jerarquía senatorial, deberá constar que Favonio pertenecía al partido aristocrático y conservador de los optimates, rival de los plebeyos. Lo concreto es que se negó a ser parte del complot para liquidar a Julio César advirtiéndole a Bruto que una guerra civil era peor que una monarquía ilegal [11]; se opuso también a los triunviratos y lo pagó con la proscripción y el encierro carcelario. Guardado en el cepo no amainó ante a las palizas que le encajaron y disparó un arsenal de injurias sobre Octavio. Como no podía ser de otro modo murió ajusticiado por orden del susodicho, a la postre Imperator Caesar Augustus, el primer emperador romano. Corría el año 42 de la vieja era.

Es Plutarco el que efectivamente lo confirma como una especie de cínico [12]; pero también lo que sale de la boca de Bruto, que da por sobreentendido que era conocido como tal. Casio y Bruto, custodiados por los lacayos, discutían encerrados a solas en un habitáculo y en un tono violento de desenlace imprevisible que alborotaba a todos los amigos que esperaban afuera. Entonces Favonio, con ese corazón hinchado de benévola impaciencia, a los empujones entre los criados se mandó de prepo interrumpiendo la reyerta con una cita de Homero a flor de labios: «Escúchenme, ambos jóvenes, porque soy mayor en años». Mientras Casio estallaba en carcajadas por semejante impertinencia, Bruto intentó sacarlo del cuarto llamándolo algo así como «simple perro y falso cínico» (πλκυνα κα ψευδκυνα). La inesperada escena puso fin al altercado y Casio, a continuación, organizó una comilona para todos. Cuando volvió Favonio, Bruto le echó en cara que no estaba invitado y lo mandó a los sillones más alejados; pero él se abrió paso a la fuerza otra vez para repantigarse en los principales, desatando de nuevo las risas [13]. Propenso a las salidas de tono y a las invectivas, tenía también cierto espíritu burlesco y juguetón.[14]

Es difícil precisar el sentido de los adjetivos de Bruto, pero la asociación con Antístenes (alias πλοκύων) podría sugerir que esa fidelidad a Catón tenía visos comunes con la que el predecesor de los perros profesara a Sócrates, que de acuerdo a Jenofonte también rimaba con el fanatismo descabezado de Apolodoro. Si bien más parece que Bruto le estaba endilgando que no era un filósofo cínico sino un perro vulgar –la misma disyuntiva que usaría Horacio, salvo que a título más o menos amistoso. Uno diría que nuestro Favonio recibió el probable motete de κυνικός un poco a la liviana, como un sambenito de cotillón. No obstante él hacía el papel bastante en serio, claro que por la procedencia estamental y el medio en el que obraba, era tan cínico como podía serlo Varrón firmando sátiras menipeas. Un Catón de segundas líneas, usado como fuerza de choque, podía parecer un Diógenes de la casta dirigente, y lo era de hecho. Pero no pasaba de eso. Operaba por abajo pero desde lo alto. Sabía hacer el perro, aunque desde los solemnes escaños de la curia. Abrevaba en aquellas viejas fuentes de la pantomima insolente y moralizadora, pero era un defensor de la antiqua virtus romana que hacía uso de una παρρησία que, como es sabido, no nació con los perros sino en el nicho de las élites políticas de Atenas. También es una prueba de que el ácido cínico, derramado junto a las otras filosofías del helenismo, ya estaba lentamente corroyendo en el alma y las instituciones de los romanos.

 

 


[1] «ζηλωτὴς ἐς τὰ μάλιστα αὐτοῦ ὤν» (Dion Casio, Historia de Roma XXXVIII) y «ζηλωτὴς Κάτωνος» (Plutarco, César, 21)

[2] «φίλων καὶ συνήθων» (Plutarco, Catón el Joven, 32)

[3] «ἐραστὴν Κάτωνος», «ἐραστὴς γεγονὼς Κάτωνος» o «ἑταῖρος» (Id., Bruto 12 y 34; id., Catón el Joven 46)

[4] «Φαώνιος δὲ τὴν Κάτωνος παρρησίαν ὑποποιούμενος μανικῶς» (Id., César 41, 1-4) «Φαώνιος δέ τις, ἀνὴρ τἆλλα μὲν οὐ πονηρός, αὐθαδείᾳ δὲ καὶ ὕβρει πολλάκις τὴν Κάτωνος οἰόμενος ἀπομιμεῖσθαι παρρησίαν» (Id., Pompeyo 60, 6)

[5] Id., Catón el Joven 46; id., Bruto 34.

[6] Id., Pompeyo 60, 6; id., César 33, 5; Apiano, Guerra civil II 37.

[7] Dion Casio, Historia de Roma XL 45.

[8] Plutarco, Pompeyo 73, 8-11.

[9] Cf., Plutarco, Bruto 34.

[10] Plutarco, Catón el Joven 46, 7.

[11] Plutarco, Bruto 12, 3.

[12] «τῷ κυνικῷ τῆς παρρησίας» (Plutarco, Bruto 34)

[13] Plutarco, Bruto 34.

[14] Cf., Apiano, Guerra civil II 37; Plutarco, Pompeyo 67 y 84.

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