Caso raro de la literatura antigua el de este
polígrafo versátil y proteico, de vida ignota y obra abundante, variada e
inasible, de la que es difícil despejar alguna unicidad contundente. Un
quebradero de cabezas para los intérpretes de los últimos dos siglos, que no
saben con qué etiqueta archivarlo y en qué museo rendirle culto. De todo buen
cínico puede decirse que es antimetafísico o antiteoricista, pero a Luciano el
bonete que usualmente le sienta mejor es el de antidogmático. La imagen de él
es la de un ilustrado extemporáneo, un Voltaire sietemesino, un moderno que se
equivocó de contexto. El género de antifilosofía que aparenta traficar, por
supuesto, que no es el de los apologistas del cristianismo primitivo, ni el que
mucho después abordaría el cristianismo anti-ilustrado, ni tampoco la
antifilosofía criptocristiana moderno-contemporánea descripta por Badiou. Es, en
cierta manera y con viento a favor, el del κυνικὸς τρόπος pero liberado de la atadura sectaria, sin
las amarras de la práctica ascética y los protocolos de escuela. Luciano es el
enemigo de los dogmas escolares, que no de los fines éticos de la filosofía. En
su moral de librepensador avant la lettre
se cuelan ciertas fragancias epicúreas, escépticas y cínicas desparramadas con
ánimo de ecléctico inorgánico, de pragmático desinteresado que parece empeñado
en comunicarles a sus coetáneos que la demasía de religión, de metafísica y de
letras, ha enrarecido el aire hasta los extremos de inhibir en la cultura el
más simple sentido común. Un Diógenes de escritorio y sin la mitología del buen
salvaje, una esclava tracia civilizada y erudita, o quizá apenas el émulo
literario de Menipo y el alumno del enigmático Demónax. Pero la obra de Luciano
es, cuando no apócrifa –que un pequeño porcentaje de esos más de 80 textos que
lo sobreviven se especula que no son suyos–, al menos variopinta y polifónica.
Enemigo del cinismo popular de su época, ambiguo crítico irónico del cinismo
clásico, burlador en bloque de la impostura filosófica, tampoco cabe encajonarlo
así como así en el rol de retórico, sofista o satírico en guerra contra la
filosofía. La cosa es más compleja o incierta. Con tanta obra y con tan pocas
certezas sobre el autor salta al instante la pregunta por cuáles eran sus fines
y cuál su mensaje. ¿Buscaba hacer reír y captar público o liberar a los demás
de la cerrazón y allanarles el camino del buen vivir? ¿Es todo esto una gesta
contra los falsos filósofos o contra la filosofía? ¿Era un refinado guasón
nihilista, un frívolo cuyas muecas ocultaban una incapacidad de penetrar en las
hondonadas del pensamiento, o al contrario un moralista intransigente que
cubría una denuncia espantada con los aspavientos del cómico? Mientras algunos
conjeturan que empezó siendo retórico y terminó catequizado por la filosofía, otros
dibujan sobre esta andadura biográfica una fase sofística, una conversión a la
filosofía y un final desengaño. Pero Luciano en la marmórea historia universal de
la filosofía es aún mucho más exótico que el común de los cínicos, así como fue
en su tiempo postergado también en los catálogos de la sofística, teniendo en
cuenta cómo brilla por su ausencia en la Vida
de los sofistas de Filóstrato. Como tránsfuga bidireccional que fue, se la hicieron
pagar con creces.
Llama la atención el contraste: las nulas muescas
contemporáneas de su paso por la cultura latina y la cantidad de fervientes
seguidores que lo desvalijaron desde el humanismo del siglo XV en adelante. Su
victoria fue milenariamente póstuma. Queda la idea de un intelectual periférico, cuando no marginal, aunque probablemente temido y con cierto auditorio fiel, ya
que las fuentes antiguas aportan poco y nada, como si hubiese vivido a
contracorriente del mainstream –con
seguridad más silenciado adrede que inadvertido. Apenas Galeno deja una anécdota,
que por lo demás lo pinta como un bromista fuera de hora: dice que le hizo
llegar a un filósofo, por medio de unos amigos, un libro escrito por él lleno de
frases zafias y abstrusas que hizo rubricar por Heráclito, para que el tipo lo
comentara e interpretara; el mismo ardid aplicó a un par de gramáticos y todos
picaron como chorlitos presos de una impostada seriedad.[1]
En épocas bizantinas parece haber despertado
mayor atención, imitado por algunos, aunque condenado al Averno en la entrada que
le asigna la enciclopedia Suda, que
lo despacha como blasfemo, ateo y difamador. Focio, un siglo
antes, fue mucho más benévolo, elogió sus cualidades de escritor y aseguró que
toda su obra era una parodia cómica del mundo griego y una burla pormenorizada
de la hipocresía, errores y locuras de los paganos. Al divertirse con las
creencias de los demás sin revelar la suya propia parecía no respetar nada, salvo que su propia creencia –agrega
Focio– fuera no creer en nada (πλὴν εἴ τις αὐτοῦ δόξαν ἐρεῖ τὸ μηδὲν δοξάζειν).[2]
En los tiempos que corren cada experto dio su
veredicto a medida, acusándolo (con tontera de catedrático indignado) de ser un
tilingo que ignoraba los fosos insondables del pensamiento abstracto, o bien
ensalzado como el ensayista más brillante de la Antigüedad. Para algunos era
algo así como un fútil periodista de variedades, para otros el protoplasma sin sistema
de Carlos Marx. B. Baldwin lo retrata no sólo como un helenista crítico del
poder romano, sino como una especie de escritor social que denunciaba los
abusos contra las clases bajas, haciéndose eco de lo que cree que era el papel
político del grueso de los cínicos. Rudolf Helm sostuvo en 1902 la tesis de que
no era más que un plagiario de Menipo y que su propósito no pasaba de hacer
reír al espectador. El célebre Wilamowitz sentenció que dedicó la vida a la estúpida
tarea de denigrarlo todo.
Lo cierto es que en las bataholas de Antístenes
y Diógenes contra Platón ya estaban esparcidas las semillas de la antifilosofía
filosófica de los cínicos. ¿Siguió ese surco este hombre que ridiculizó a los
filósofos con un énfasis no superado en toda la historia? Porque hay que
apuntar que Luciano no se presentaba como un simple Aristófanes redivivo; si
hay que creerle al protagonista de Doble
acusación, su coartada no fue fustigar a la filosofía con la comedia sino
meter a la filosofía en la comedia y a la comedia en la filosofía, usar la
comedia para desenmascarar la comedia de los filósofos. ¿La de los falsos o la
de los filósofos a secas? Porque si el acérrimo detractor de dogmas y escuelas
es evidente, debajo se guarece el crítico concreto de la hipocresía filosófica
como decadencia flagrante, que señala con el dedo la incoherencia entre cómo se
luce y cómo se vive. La guasa incontrolable tapa al educador filantrópico.
A partir de Bión y Menipo se traza una línea de
cínicos que dejan de ser provocadores callejeros mendicantes, se concentran en
el discurso y la escritura e incluso se ganan el pan trabajando. Así la noticia
de que Menipo amarrocó a partir de las limosnas y se convirtió en un ávido
especulador financiero, podría no ser otra cosa que una exageración malévola del
probable hecho de que sobreviviera a base de una actividad lucrativa –lo que
comporta una falta al esquema original del cinismo con respecto a la
manutención. Luciano parece mostrarse como un defensor de la vida sencilla,
modesta y virtuosa que patrocinaban los filósofos y en particular los cínicos,
y se estima que llegó a ejercer cargos públicos menores y a sobrevivir como
orador pago; pero nada prueba que no viviera como la filosofía mandaba, aunque
es factible que no como mandaba sobrevivir la filosofía cínica clásica. Su
rechazo a la mendicidad y a las groserías performáticas
de los viejos popes y de los nuevos perros vagabundos es evidente, habida
cuenta, en particular, de lo que dice al respecto cuando trata sobre su maestro
Demónax. Este es el dechado de filósofo auténtico que Luciano promociona en lo
tocante a la forma de vida –así como Menipo lo es en el otro costado del
ejercicio filosófico, la escritura. El hipotético cinismo lucianiano hace pie
en estos dos modelos, uno para el βίος y
otro para el τρόπος. En
caso de que corresponda ubicarlo dentro del movimiento cínico, habrá que alistarlo
en esa tendencia reformista y poco reverencial ante los próceres en la que
militaba Enómao de Gadara, que parecía operar en sentido contrario a la
idealización estatuaria al estilo de Dión de Prusa o Máximo de Tiro. Por el
samosatense ronda un sigiloso evangelismo que se concentra, en todo caso, en
una especie de cinismo débil, de mínima; menos que en el tronante ideal del κατὰ φύσιν llevado
hasta el desprecio de la
παιδεία, en
un simple repudio de los humos que desvían a los hombres de la realidad y de la
modestia –fama, poder, riquezas, primores físicos, pasiones, así como
pretensiones metafísicas, supersticiones y taras religiosas. La sátira en
reemplazo del activismo, ese es el legado estratégico que recibe de Menipo.
Cuando Peter Sloterdijk escribió Crítica de la razón cínica, acomodó tajantemente la historia, la historia del cinismo, de una manera tal que hizo que con Luciano irrumpa en su seno una reversión que convirtió al Kynismus en Zynismus, lo que es algo más que cargarle haber dejado a un lado el κυνικὸς βίος para dar rienda suelta al κυνικὸς τρόπος. Hace de él un tránsfuga que atenta contra el cinismo con las armas del cinismo, que cambia de bando con la excusa de que la solemnidad y la seriedad, elevadas a patetismo, cambiaron de bando antes, y en vez de denunciar a los poderosos, denuncia a los críticos de los poderosos, haciendo que lo existencial-plebeyo se revierta en satírico-señorial. El polímata germano procede con la vindicta y da vuelta la torta de nuevo: le endosa a Luciano lo que Luciano a Peregrino y compañía, haber operado siempre con la δόξα, la fama, la gloria, como meta, a la vez que con el odio por estímulo exclusivo.
Luciano y Luciano
Para armarle la biografía no queda otra que fiarse de ciertas anécdotas
de su pluma. En un puñado de textos Luciano suelta retazos de una factible
autobiografía encubierta en los alter ego.
Pero como en boca del mentiroso lo cierto se hace dudoso, o como los géneros
literarios que aborda exigen formalidades ajenas la autoveracidad testimonial, su
obra tampoco es una fuente inequívoca (Lucianus,
incluso, un nombre latino poco probable en un semita, podría no ser más que un
seudónimo).
Se conjetura que nació entre los años 120 y 125
en una familia de clase media y que cambió un destino de escultor por uno de
retórico. Así lo hace saber él mismo en la pieza que conocemos por El sueño o la vida de Luciano. Como el
niño Luciano se entretenía en los ratos libres modelando figuras en cera con
bastante habilidad, los padres hicieron el intento de que siguiera el poco
eminente oficio de su abuelo y sus tíos, artesano escultor. En el primer día de
prueba en el taller del tío no va que rompe de un golpe la tablilla con la que
debía comenzar a trabajar y se gana una furibunda paliza. Luciano regresa a
refugiarse en casa entre gimoteos y a poco de eso tiene un sueño esclarecedor:
se le presentan dos damas, una tosca y varonil, de cabellera sucia y ropas
manchadas por el yeso, que dice ser el arte de la Escultura (Ἑρμογλυφική τέχνη), y
otra atildada y bien vestida que dice ser Παιδεία, la
Cultura. La primera le promete una fama al margen de la envidia y las
palabrerías, sin necesidad de dejar a su familia y su patria. La otra le dice
en cambio que siguiendo a Escultura no va a tener más que una reputación humilde,
que deberá trabajar toda su vida con las manos por una módica paga y que será
un obrero más entre todos los del pueblo; pero que si la sigue a ella va a
conocer las más maravillosas acciones y palabras de los hombres antiguos,
ninguna de las cosas del mundo presente, pasado y futuro le serán desconocidas,
podrá adornarse de todas las virtudes que enriquecen el alma, bondad,
inteligencia, justicia, amor por la belleza, así como relacionarse con los
mejores, vestir de púrpura como ella, obtener cargos y distinciones y llegar
incluso a alcanzar la inmortalidad como Demóstenes –ese hijo de un fabricante
de cuchillos–, Esquines –el hijo de una panderetera– o el mismo Sócrates –hijo
de una simple partera y originalmente escultor. Exultante Luciano optó por la
segunda y acto continuo se subió a su carro de caballos alados, remontándose
sobre el mundo mientras la gente lo ovacionaba desde abajo.
Esta historia, que se acepta como
autobiográfica, parecería más bien una especie de sátira autocrítica, si no
fuera por el sermón del párrafo final en el que Luciano convoca a los jóvenes
pobres, como había sido él, a seguir su ejemplo. No deja de llamar la atención
que esto venga de parte de quien denunciaba que la sociedad se quedaría sin
trabajadores de hacer todo el mundo lo que hacían los innumerables cínicos que
copaban los núcleos urbanos del Imperio, que usufructuaban a la filosofía como
una suerte de ascenso de clase inducido por fórceps. También es curioso que
este aviador retórico sea quien después va a concentrar todas sus fuerzas en
desenmascarar a ese otro modo de ascenso que comporta en bloque el ideal
filosófico, al que va a ver siempre más como un disimulado y pedantesco
progreso personal, satisfecho por mirar desde arriba a los demás, que como un
sacerdocio laico encaminado a bajar a asistir a los engañados y sufrientes.
La curiosidad o la ambición, la sed de hacerse
de un nombre, el deseo de ascenso de clase encubierto en el sueño de
inmortalizarse, o lo que sea que haya sido, lo propulsaron a la retórica, y así
fue que logró que lo mandaran a estudiar primero a Jonia y más tarde a Atenas. Comenzó
ejerciendo de abogado en Antioquía, con poca fortuna según la Suda, para convertirse luego en sofista
itinerante, deambulando por Grecia, Italia, la Galia, Egipto y tanto más. Lo
cierto es que este semita advenedizo y módico pequeñoburgués de provincia, cuya
lengua materna era un dialecto del arameo, el siríaco, acabaría volviéndose un
portentoso y vivaz plumín del griego ático. Frisando los 40 años se estableció
en su amada Atenas, compró una propiedad y se hizo alumno o amigo de Demónax. Debe
de haber sido por entonces que se inventó al autopersonaje Licino, se lanzó a escribir el grueso de su obra y empezó a terciar
en él la filosofía como blanco de sus chacotas, pero también como horizonte de
una conversión. La retórica había sido quizá el primer amor, a la vez que el
sustento para ganarse el pan y el extra de la gloria; pero en ese camino
Luciano topó con la filosofía, aquella ancestral antagonista que a la vez
convivía como aliada, porque retórica y filosofía eran la piedra basal de la
formación educativa y el anhelo de reconciliarlas era unos de los rasgos
característicos de la época, que decantó en la llamada segunda sofística. En él
el conflicto entre ambas es el conflicto entre el aplauso y la buena vida,
entre el dinero y la libertad, entre la fama y la virtud, entre el acomodo y la
verdadera existencia feliz. Después de unos 20 años, ya casado y con un hijo, vuelve
a las andanzas como conferencista viajero y finalmente se ubica como
funcionario romano en Egipto. Puede haber muerto entre 181 y 197. La Suda dirá que pereció atacado por una
jauría de perros, lo que no parece otra cosa que un tardío ajuste de cuentas de
los cristianos bizantinos para con el réprobo jodón que había osado cachetear a
Jesucristo mientras liquidaba a Peregrino[3].
Un final justiciero que lo hace acreedor de los laureles suficientes como para
quedar en el neblinoso panteón de los cínicos.
En Apología
de los que están a sueldo, donde se defiende de una serie de acusaciones de
incoherencia entre lo que hace y dice, mientras justifica la aceptación de su
cargo en Egipto y recuerda los buenos salarios que cobró como retórico en su
juventud por las Galias, el ya longevo Luciano se ataja argumentando que jamás fue
un sabio sino un vecino cualquiera, un hombre común del pueblo (ἐκ τοῦ πολλοῦ δήμου) discretamente
aplaudido por trabajar la palabra, el λόγος, y no
por ejercitarse en la virtud, y que por lo demás jamás en su vida dio con ningún
sabio (si es que hay alguno, dice)[4].
En una de sus obras la Filosofía lo somete a un breve interrogatorio
preguntándole qué es lo que sabe hacer, cuál es su arte, profesión o habilidad
(ἡ τέχνη δέ σοι τίς). Luciano, disfrazado de su personaje Parresíades, explicará cuál es
esa τέχνη:
-Odiar la impostura, odiar el fraude, odiar la
mentira, odiar la arrogancia, y odiar todas las formas y tipos de inmundicia
humana que, como bien sabes, proliferan aquí y acullá (μισαλαζών εἰμι καὶ μισογόης
καὶ
μισοψευδὴς καὶ μισότυφος
καὶ
μισῶ
πᾶν τὸ τοιουτῶδες εἶδος τῶν μιαρῶν ἀνθρώπων πάνυ δὲ πολλοὶ εἰσιν, ὡς οἶσθα).
-¡Por Heracles! Ese oficio te expone demasiado
al odio.
-Bien lo señalas. Y ya ves cuánto detesto y en
qué líos me meto por esto. No obstante debo decir que también conozco punto por
punto la antípoda, todo aquello cuyo principio es el amor: amante soy de la
verdad, de la belleza, de la simplicidad y de todo lo que con el amor germina (τοῦ
φιλο τὴν ἀρχὴν ἔχουσαν φιλαλήθης
τε γὰρ καὶ φιλόκαλος
καὶ
φιλαπλοϊκὸς καὶ ὅσα τῷ φιλεῖσθαι συγγενῆ). Pero como son poquísimos los merecedores
de este trabajo y los siervos del odio que batallan con la otra bandera son
como cinco mil, corro de hecho el riesgo de olvidar por desuso esto y de ser
puntilloso en lo anterior.
-No debería ser así porque, como dicen, ambos son
parte de lo mismo. No los separes, ya que hacen a una única profesión, aunque
parezcan dos.
-Tú lo sabes mejor que yo, Filosofía. De hecho
lo mío es algo así: odiar a los malvados; pero celebrar y amar a los buenos (πονηροὺς μισεῖν, ἐπαινεῖν δὲ τοὺς χρηστοὺς καὶ φιλεῖν).[5]
La tarea lucianesca, en tanto parresiasta al menos, es simplísima: amar
y odiar. El hater profesional –de
inspiración evidentemente cínica según sus objetivos (μισαλαζών,
μισογόης, μισοψευδής y μισότυφος)–,
esconde detrás un arte de amar que lo convierte en φιλαλήθης,
φιλόκαλος y φιλαπλοϊκός. En un amante de
la verdad, la belleza y la sencillez.
Luciano y Diógenes
Los retratos que Luciano deja del sinopense
presentan algunas variaciones. Evidentemente lo ensalza, mas no sin algunos
peros. El Diógenes de Necromancia y Diálogo de los muertos da el ejemplo de
cínico virtuoso en toda ley, habitando el Hades con la misma fortaleza y el
mismo espíritu cáustico y aleccionador que en vida. En el primero, mientras
Menipo lo llama el egregio Diógenes (βέλτιστος
Διογένης), se lo ve acosando burlonamente a Midas, Sardanápalo y demás ex
ricos. En el segundo toma de punto a otros antípodas, Alejandro y Mausolo, a la
vez que se burla de los entretenimientos silogísticos de los estoicos, de las
estúpidas discusiones filosóficas, y de un viejo decrépito que patéticamente se
lamenta de haber abandonado la vida. Se lo ve al mismo tiempo enviando mensajes
admonitorios a la faz de la tierra, destinados a los opulentos y los jóvenes
presuntuosos, y consuelo a los pobres, recordándoles que conquistarán la
igualdad social cuando lleguen allí abajo. Le toca incluso dialogar con la
mitad humana de Heracles, que mora sola en el infierno, y no pierde oportunidad
de tomarlo para la joda –aunque en realidad es Luciano el que aprovecha para
bajar del pedestal al semidiós venerado por los cínicos y ajustar la imagen del
cinismo a un esquema claramente poco piadoso y menos abnegado. En definitiva,
junto a Antístenes, Crates y Menipo se distingue del resto de los esqueletos
por actuar y vivir con la misma dignidad y sabiduría que en la vida terrenal,
con lo que Luciano deja claro que son los viejos cínicos los que cumplen a
cabalidad con la idea socrática de la filosofía como preparación para la
muerte. Pero la cosa cambia un poco con el Diógenes de Subasta de vidas y El
pescador. El de Subasta de vidas,
además de cargar sus atributos inconfundibles, está cortado un poco a la medida
de los cínicos del presente, dejando a la vista que aunque fueran émulos
degradados tenían a quién salir. El de El
pescador, enteramente integrado al parnaso de los filósofos, es también un
Diógenes cortado por el presente, el Diógenes refrendado por esa especie de
integrismo para el que ya era un elemento asimilado al establishment paidético grecorromano; tanto así que, lejos de las
burlas con higos y aceitunas, no tiene empacho alguno al elogiar las cualidades
sublimes de Platón. Diógenes haciendo las veces de abogado de la corporación
filosófica es una situación rayana en lo inverosímil que comporta una leve y
sigilosa afrenta.
Subasta de vidas (Βίων πράσις o Vitarum auctio) despliega una panorámica
de la filosofía, entendida como acervo tradicional y retículo de escuelas, se
diría que desde el punto de vista de su otro, de su retador. Acá la mirada
lucianesca abarca todo lo que puede a su objetivo para dejar a la vista, en su
papel de aparente relevo exquisito de la esclava tracia, o de Aristófanes de
intramuros, la imagen desfigurada y cómica de la filosofía. Hermes y Zeus ponen
en subasta pública a Pitágoras, Diógenes, Aristipo, Demócrito, Heráclito,
Sócrates, Crisipo, Epicuro, un peripatético y Pirrón; todo el arco filosófico
es exhibido en sus tópicos, estereotipos y trivia,
sacando a la luz el talón de Aquiles de cada cual o los rasgos más risibles.
Los patriarcas desfilan como en comparsa para el ojo del ayuda de cámara, los
autopercibidos como amos son vendidos como viles esclavos. Ofertaremos, dice Hermes, vidas
filosóficas de todo tipo y color a elección (ἀποκηρύξομεν
δὲ
βίους φιλοσόφους παντὸς εἴδους καὶ προαιρέσεων
ποικίλων)[6].
De esta manera expone a Sócrates como a un pederasta consumado que deletrea las
doctrinas platónicas y resulta adquirido por Dión de Siracusa, y a Aristipo,
que tampoco queda muy bien parado, como a un ebrio tarambana. Luciano, que
siempre se ceba con los estoicos, exhibe a Crisipo manteniendo una larga
conversación en la que el filósofo hace gala de una terminología teórica
pedante y embrollados juegos silogísticos, mientras que Epicuro es mostrado
rápidamente como discípulo de Aristipo y Demócrito, pero en versión más impía.
Tampoco se salva Pirrón, del que se podría esperar un retrato más indulgente,
que pone entre paréntesis y en duda todo cuanto se nombra en la conversación
con el postor[7]. El
diálogo concluye cuando no quedan filósofos y los dioses se disponen a ofertar
vidas de ἰδιῶται, de
tenderos y artesanos.
A su turno Diógenes es descrito con el
pintoresquismo propio: está sucio (αὐχμῶντα),
lleva la alforja colgada, el garrote (ξύλον) y el
manto con el hombro descubierto (ὁ ἐξωμίας), y
con el ceño fruncido y una mirada amenazadora escudriña a
los marchantes de arriba abajo. Se declara libertador
de los hombres y sanador de las pasiones, profeta de la verdad y la franqueza
(ἐλευθερωτής
εἰμι τῶν ἀνθρώπων καὶ ἰατρὸς τῶν παθῶν: τὸ δὲ ὅλον ἀληθείας καὶ παρρησίας
προφήτης εἶναι βούλομαι).
Dice venir de todas partes –por ser cosmopolita– e
imitar a Heracles; sostiene que el τριβώνιον es su
piel de león, que como Heracles batalla
contra los placeres por libre elección, y que eligió barrer la vida de porquerías
(στρατεύομαι δὲ
ὥσπερ ἐκεῖνος ἐπὶ
τὰς ἡδονάς, οὐ κελευστός,
ἀλλὰ ἑκούσιος, ἐκκαθᾶραι τὸν βίον προαιρούμενος) –un último
detalle que sugiere que el cínico realiza como faena propia a lo largo de su
carrera un trabajo que emula la última
de las tareas de Heracles, se diría que
una especie de higienismo moral. Desde la tarima Hermes a los gritos exclama
que con él vende una vida varonil,
superior, noble y libre (βίον ἀνδρικὸν πωλῶ, βίον ἄριστον καὶ γεννικόν,
βίον ἐλεύθερον
τίς ὠνήσεται). Al
comprador, típico hombre del común, más que
sucio le resulta un sujeto asqueroso (ῥυπῶντι) y en
estado deplorable, y teme que le ladre y lo muerda; a lo que Hermes responde
que está domesticado. Mientras tanto, por supuesto, Diógenes permanece
impasible, indiferente a la situación de haber caído en esclavitud, porque aun
en esta vicisitud es libre.
-¿Bueno, profeta, y
si te compro cómo vas a operar conmigo?
-De entrada voy a
agarrarte y arrancarte la voluptuosidad (τρυφή), sometiéndote conmigo a las dificultades y necesidades
(ἀπορία); te voy a calzar el τριβώνιον
y exigirte esfuerzos y trabajos duros
(πονεῖν καὶ κάμνειν): dormir en el suelo, tomar sólo agua y
llenarte el buche únicamente con lo que la casualidad te ponga delante (ἔτυχεν). Después te voy a convencer de arrojar tu
peculio (χρήματα) al mar, si tenés alguno, y de
despojarte del matrimonio, los hijos, la patria y toda esa sarta irrelevante de
porquerías (λῆρος). Vas a rajar de la casa de tus padres e
irte a vivir a alguna tumba abandonada, a las ruinas de un edificio o a un
tonel, y vas a llenar la πήρα de
lupines (θέρμων) y de libros escritos por el
revés. De esta forma vas a poder decir que sos más feliz que el gran rey. Y si
te fajaran a palos o te metieran en un potro de tortura, vas a acabar considerando
que eso no es algo terrible en lo más mínimo.
-¿Pero cómo no voy
a sentir dolor al ser castigado si no tengo la piel como un caparazón de
tortuga?
-Cuando la cambies
vas a emular aquel verso de Eurípides.
-¿Qué verso?
-“Te dolerá el
corazón pero la lengua permanecerá en calma.” Pero sobre todo vas a tener que presentarte
como un descarado consagrado a escarnecer a todos, ya sean reyes o gente común (ταῦτά ἐστιν ἰταμὸν χρὴ εἶναι καὶ θρασὺν καὶ λοιδορεῖσθαι πᾶσιν ἑξῆς καὶ
βασιλεῦσι καὶ ἰδιώταις). De esta manera van a prestarte atención y
van a tomarte como un tipo viril y hombruno (ἀνδρεῖον ὑπολήψονται). Vas a hablar a lo bárbaro, mascullando
entre gruñidos como los de un perro (βάρβαρος δὲ ἡ
φωνὴ
ἔστω καὶ ἀπηχὲς τὸ φθέγμα καὶ ἀτεχνῶς ὅμοιον κυνί), con el rostro tenso y un andar acorde a la
jeta, todo bien animalesco como de bestia cien por ciento salvaje. Vas a dejar
de lado el recato, la condescendencia y la moderación (αἰδώς, ἐπιείκεια y μετριότης), restregándote el más mínimo
rubor de las mejillas. Vas a frecuentar todo tipo de sitio multitudinario, con
el fin no de encontrarte con amigos o acercarte a los extraños, de los que por
principio te vas a despedir, sino para estar solo y sin compañía (μόνος καὶ ἀκοινώνητος). Y a la vista de todos, con coraje, vas a
hacer lo que ni harías estando solo, tomando de la mano los placeres venéreos
más risibles (καὶ
τῶν ἀφροδισίων αἱροῦ τὰ γελοιότερα);
y al final, cuando te cuadre, te vas a
lastrar un pulpo o una sepia cruda (πολύποδα ὠμὸν ἢ σηπίαν) y a morirte. Esta será la felicidad que vas
a adquirir…
-¡Vade retro! ¡En
esas cosas que decís no veo ni un atisbo de humano!
-Pero vamos, che,
que todo esto al final es muy fácil, cómodo y al alcance de cualquiera. No se
necesita educación ni discursos ni ornamentos, que esto será para vos un atajo
en el camino hacia la fama o la gloria. Y aunque seas un tipo común y
silvestre, un curtidor, un vendedor de pescado, un carpintero o un cambista,
nada te va a impedir ser admirado con que tengas de tu parte la desvergüenza y
la audacia y aprendas debidamente a insultar…[8]
Como se ve, este Diógenes lucianesco arranca bien y se deschava sólo al final. Lo cierto es que el comprador dice que nada de eso le sirve y que estaría dispuesto a pagar apenas dos óbolos, pero para ponerlo a trabajar de marino o jardinero. Hermes no lo duda y con tal de librarse del problemático gritón que arenga y maldice a todo el mundo, se lo entrega por la módica suma.[9]
Luciano y los
filósofos
El episodio de Platón atrapado de viaje y
vendido como esclavo se da por un hecho histórico, y se tiende a creer en
cambio que el de Diógenes no pasa de un invento literario proveniente de la χρεία cínica o de la que se usaba en los
ejercicios del ciclo escolar. Por lo visto Luciano reelabora el motivo más
probablemente a partir de la Venta de
Diógenes de Menipo que de la escrita por Eubulo, aunque ampliando el espectro, porque ahora no es el único que cae en la desgracia –caen
los cabecillas de todas las filosofías. Pero
siendo que se ignora lo que Menipo pergeñó en su texto, es difícil dictaminar
si esta es o no una pieza menipea
–que no parece. Más parece que Luciano roba letra para la comedia ensanchando
el panorama de lo que Aristófanes había hecho con Sócrates. En
Subasta de vidas ya se vislumbra la
imagen que siempre da de la fauna filosófica presente: un puñado de sectas que
no hacen otra cosa que ofrecer en el mercado de valores simbólicos el artículo
que producen, una forma de vida en particular. Luciano en general quiere
mostrar que la filosofía vale en tanto que pueda dar algún pertrecho para
aprender a vivir y en la medida en que lo que se dice con la boca se sustente
con el proceder –tal lo que según él falla en estos nichos magistrales. La
lección consiste en tomar a la filosofía por fuera de esa lamentable grilla de
canales que no hacen más que esclerosarla, comercializarla y las más de las
veces desviarla de sus fines; rescatarla del secuestro de los colectivos, del
chantajismo corporativo, y extraer de ella el meollo empírico que realmente
sirve, aprender a ver las cosas con realismo y hacerse uno un poco menos malo. Luciano,
fiel socrático en esto, muestra que las sectas al vender el presunto saber
específico que trafican en la forma de un estilo de vida, hacen de la filosofía
un producto, un negocio, un compraventa, y del filósofo un tendero o un cliente
alienado. Pero es curioso que ahora no son piratas quienes enajenan a los
filósofos sino el dios jefe y el dios del intercambio –de ahí el énfasis puesto
en el carácter de προφήτης del que Diógenes hace alarde, es decir de ser alguien que se tutea con
los dioses. No queda claro si los dioses los venden como en una suerte de
castigo, o si Luciano está queriendo implicarlos en el negocio ofreciendo un
tipo de crítica impiadosa, secular, en la que cae desde luego el mismo cinismo
clásico o típico. Pero en El pescador va
a intentar excusarse a este respecto. La burla, en un primer vistazo, parece
dirigida a los antiguos popes; sin embargo Luciano va a demostrar que no.
Después de todo, si hay que fiarse del título, aquello que se está subastando
no son los viejos filósofos como tales sino los modos de vida que ellos
forjaron. La impresión es que Luciano quiere mostrar que la cansada filosofía
boquea en su época como una caricatura de sí misma.
La cosa sigue en El pescador,
que es algo así como la continuación de Subasta
de vidas. En esta pieza aquellos filósofos representados como esclavos en
venta, usando a la Filosofía y sus virtudes de jurado, llevan a juicio al autor, envuelto en el seudónimo de Parresíades y convertido por ende en
personaje. Queda claro, al menos en el principio y a fiar de dicho nombre, que
la παρρησία está del lado de Luciano y separada de los
filósofos, y que el cinismo, representado por Diógenes, forma parte de este
bando. La acción comienza con los susodichos prohombres, que impulsados por la ὀργή, algo
así como la ira, vuelven del Hades a la tierra con el firme propósito
de aniquilarlo, como olvidados de la templanza y razonabilidad que los
caracterizó en vida (es decir que Luciano, mientras Parresíades defiende su
pellejo contemporizando, sigue cacheteándolos a su antojo). Pero por fin entran
en razones ante sus súplicas y acuerdan apelar a la justicia. Es de hecho
Parresíades quien pide la mediación de Φιλοσοφία y la
asistencia de Ἀρετή, Δικαιοσύνη,
Σωφροσύνη, Παιδεία y Ἀλήθεια, a
las que se suman Ἐλευθερία,
Παρρησία, Ἔλεγχος y Ἀπόδειξις. La troupe de filósofos muertos lo acusa de
haber promovido una especie de contubernio entre el Diálogo y la Comedia y de
perpetrar usurpación de la filosofía. Parresíades argumenta que él por el
contrario, desde que se desilusionó con la corrupta retórica, opera en su favor
y en contra de los filósofos del presente, que la traicionan o la manipulan
indebidamente como charletas embaucadores (γόητας ἄνδρας) que
no tienen amor por ella sino por la δόξα, a
los que detalla como borrachones, glotones, aduladores, quisquillosos, pusilánimes
o violentos, amantes del dinero y la fama, que mientras se llenan la boca clamando
que sólo el sabio es rico, al unísono piden plata a la gente y se enfurecen
cuando no son retribuidos. Los llama
ἀλαζόνες,
fanfarrones o vende humo itinerantes, e incluso no omite señalarlos como
enemigos de los dioses (θεοῖς ἐχθροὺς). Se defiende
expresando que su burla no iba encaminada a estos nobles próceres del pasado
sino a aquellos herejes actuales que desvirtúan a la filosofía en nombre de
ellos. Porque, según él, la dama que estos pseudo-filósofos cortejan no es
Filosofía –cuyo domicilio Parresíades dice haber buscado inútilmente guiado por
las recomendaciones de esta gente– sino una pizpireta enmascarada en una
ficticia sencillez. Luciano intenta demostrar que en su obra no atacaba a los
maestros sino a estos actores, o monos amaestrados, que tergiversando a los
ancestrales fundadores venden gato por liebre, es decir una serie de bienes que
en realidad no poseen, ya que a vuelta de esquina dejan de actuar como
predican. Luciano, delectándose al borde de la autoincriminación, vuelve a
mostrarse en plena conciencia de la reputación que acarrea; tan es así que Parresíades
es descrito por los querellantes como κολακικός y πανοῦργός, algo
así como zalamero, vivo, intrigante o aventurero sin escrúpulos, e incluso
se lo acusa de impío y saqueador de templos. Pero Filosofía, no dándoles ni
cinco, responde que los divertimentos de la Comedia son licencias propias de la
fiesta (ἑορτή) y que
no entiende cómo pueden haberse irritado por ese tipo de calumnias o insultos (λοιδορέω)
inofensivos. Filosofía, que dice haberse mantenido siempre en buenos términos
con la Comedia, como corolario lo absuelve, a la vez que Diógenes revé su
postura. Se acuerda entonces para los falsarios de la actualidad la pena de
afeitarlos y grabarles entre las cejas un tatuaje con la imagen de una zorra o
un mono. Luciano, como siempre, prueba sus tesis a través de la ficción: desde
la Acrópolis Parresíades se pone a pescar a estos filósofos vivos, usando dinero
de señuelo, y los muy avariciosos e incautos se apropincuan y pican. Diógenes,
Platón y el resto de los popes comprueban de esta manera la catadura vil de los
falsos herederos y reconocen la gesta moral de Parresíades. Fin.
Los litigios sin embargo continúan en Doble acusación, que escenifica por un lado la imputación que el
Diálogo hace a Luciano (ahora el Sirio)
de desvirtuarlo a través de la Comedia, despojarlo de la máscara trágica y
someterlo al aplauso masivo[10],
al mismo tiempo que la acusación de la Retórica, quien se declara traicionada
por haberla abandonado para irse a vivir a casa del Diálogo, tachándolo de
ingrato por no valorar que fue por ella que obtuvo fama y dinero. El proceso se
lleva a cabo en medio de otros juicios filosóficos: Τρυφή y Ἀρετή, la
Molicie y la Virtud, dirimen la posesión de
Aristipo, la Pintura acusa a Pirrón de deserción y Diógenes es acusado de huir
de la Banca (Ἀργυραμοιβική)
–su caso no se resuelve porque la echa a bastonazos. Luciano justifica
haber roto el matrimonio con la Retórica cuando
advirtió que ella se entregaba a los placeres de la carne con amantes ebrios
–lo que ocurre, no inocentemente, en paralelo con los juicios que la Estoa
emprende contra el Placer (Ἡδονή) y la Academia contra la Borrachera (Μέθη). El
Sirio responde que desertó de esos vicios, lo mismo que de la voluntad de ser
aplaudido propia del retórico, para entablar amistad con el Diálogo, y que
contaminó a este último con los recursos de la Comedia para librarlo de su
carácter huraño (σκυθρωπός) y
sobre todo para forzarlo a poner los pies sobre la tierra. Con este reproche
final le endosa la típica reprensión cínica: que al estar siempre apuntando
hacia arriba ignora dónde tiene los pies. Pero también, al exonerarlo de la
interminable y abrumadora seguidilla de preguntas a la que estaba habituado, tenía
como propósito colateral hacer que dejase de ser aburrido para el público (ἡδὺν οὐδὲ τοῖς πλήθεσι). Retórica,
por su parte, lo acusa de tomarle el pelo a ambos. Sin embargo y desde luego el
Sirio gana el pleito una vez más.
Mientras tanto el ataque a los filósofos
contemporáneos sigue su curso, ahora pintados como barbones gárrulos (λάλους) y
cabizbajos (κατηφεῖς) que entran en
peloteras y riñas entre ellos, en las que el más cabrón gana
siempre la discusión. El foco sin embargo apunta hacia los cínicos y
Luciano pone en boca de Zeus la queja. El dios dice que en épocas de Sócrates
la filosofía era una práctica extraña ejercida por unos pocos, pero ahora los
llamados filósofos proliferan cual plagas y donde se mire hay uno con una densa
barba, τρίβων, βακτηρία, πήρα y un
libro en la mano izquierda, todos queriendo figurar agarrados de la teta de la
virtud. Muchos, dice, abandonan sus trabajos de curtidores o carpinteros, se
calzan el mantillo y el bolso, se untan el cuerpo y salen a copar los paseos en
bandas y hordas (ἴλας καὶ φάλαγγας).[11]
Luciano entre el
diálogo y la comedia
Luciano muestra a Menipo como único precedente
en el que se apoyó para articular la maniobra de combinar filosofía y comedia[12].
Y dado que expone a Diógenes como un refractario que se opone a dicha amalgama,
no queda más que colegir que para él los cínicos anteriores eran ajenos a esa
empresa, porque el Diógenes que aparece en Luciano nunca es el autor de una
pieza escrita sino el agente de una serie de actos, el estandarte de unos
cuantos valores y el protagonista de una ristra de anécdotas consabidas; es
decir apenas el abanderado del κυνικὸς βíος –ya que
de sus actividades literarias jamás hay mención alguna (ni tampoco de las del
resto de los viejos cínicos). La leyenda del Menipo disfrazado de Furia, que
registra la enciclopedia bizantina, da la impresión de que apunta a señalar
que, como los comediógrafos, Menipo se dedicaba a representar sus propias
obras. He ahí la clave, tal vez, ya que Diógenes, y en todo caso Crates, eran
más bien ellos en cuanto tales, en el escenario de la vida pública, su propia
obra en acto y los actores de sí mismos, cuyos libros no eran más que una
apoyatura de los actos o su extensión promocional. Pero Luciano va a defender
que tanto él como Menipo actuaron como seriocómicos y no simplemente como
cómicos.
Este asunto es tratado en un texto llamado Al que dijo “Eres un Prometeo en tus
discursos”. En él se argumenta que el diálogo y la comedia son los dos
géneros más hermosos[13],
aunque su combinación podría resultar tan estrafalaria o monstruosa (ἀλλόκοτον) como el hipocentauro, al que se
define como un animal ὕβριστος. Esta mezcla, escribe Luciano,
puede ser buena como cuando se combinan la miel y el vino, o no serlo y
arruinarlos a ambos. Los dos géneros, cuenta, en un principio no eran
compatibles ni amigos[14]: «El primero se realizaba en casa
consigo mismo y en largos paseos en compañía de pocas personas; la segunda,
entregándose a Dioniso, le acompañaba en el teatro, jugaba con él, hacía reír y
compartía sus burlas (ἐγελωτοποίει καὶ ἐπέσκωπτε) y se acomodaba al ritmo de la flauta en
ocasiones y cabalgaba generalmente a lomos de anapestos, y en muchas ocasiones
se burlaba de los compañeros del diálogo llamándolos “pensadores” y
“charlatanes que se van por las ramas” (φροντιστὰς καὶ μετεωρολέσχας) y cosas por el estilo. Se
habría realizado precisamente con esa única intención, a saber la de burlarse (ἐπισκώπτω) de esas gentes e impregnarlos de la
“libertad dionisíaca”; y así los presentaba unas veces bamboleándose por los
aires en compañía de las nubes y otras midiendo saltos de pulgas, ¡vamos,
“sutilezas celestes” (λεπτολογέω)!». Luciano admite haber tenido el atrevimiento
de juntarlos y armonizarlos (ξυναγαγεῖν καὶ ξυναρμόσαι),
pero escribe que teme ser castigado como Prometeo por combinar lo femenino con
lo masculino y engañar a la gente dándoles huesos cubiertos de grasa, risas de cómico
debajo de la solemnidad de un filósofo (γέλωτα κωμικὸν ὑπὸ
σεμνότητι φιλοσόφῳ).
Sin embargo, declara mantenerse fiel a la singular decisión: «Y... ¿qué podría sucederme? Pues no tengo
más remedio que permanecer en los términos que elegí de una vez por todas (ἐμμενετέον γὰρ οἷς ἅπαξ προειλόμην). Porque... el cambiar de planes es obra de
Epimeteo, no de Prometeo»…
Luciano y las
escuelas
Luciano pone al tesoro que Sócrates delegó a los filósofos, el diálogo,
en contra ya no de los sofistas y el resto de los no-filósofos que colman el
mundo, sino de la filosofía. En realidad más que la filosofía o los filósofos, el blanco de Luciano son las sectas, que ejercían el monopolio en ese nicho. Ve
en ellas mistificación, engañifas, necedad, autoritarismo y pedantería, un
comercio y un modo de manipulación de los jóvenes e incautos. Como botón de
muestra está el largo diálogo Hermótimo,
en el que se consagra a aplicar dicha técnica socrática usando de púchimbol a
un candidato a sabio. Cuenta allí que Licino se encuentra por la calle a este
estudiante de estoicismo que le da nombre a la pieza, que marcha apurado a
tomar la clase con su maestro, memorizando a viva voz y con el ceño fruncido la
lección del día de ayer. Dos décadas hacía que Licino lo venía viendo atareado,
reconcentrado y preocupado, pálido y tísico, siempre entre libros y tomando
apuntes escolares, porque el diligente alumno era ya un veterano de sesenta
abriles en el lomo, con veinte de ellos entregados a seguir los cursos de su διδάσκαλος.
El vetusto colegial acariciaba los auténticos ideales del filósofo con el
debido sesgo estoico, despreciaba riquezas, honores, placeres y las cosas del
cuerpo y aspiraba a la sabiduría y la bondad, el valor, la justicia y el
conocimiento cierto de todas las cosas. Pone Luciano que Hermótimo, a la manera
de Heracles antes de incinerarse en el Eta para convertirse en dios, pretendía
ascender desnudo (ἀποδυσάμενος ἀνέρχεται),
libre de los bienes mundanos, y llegar a la cúspide para dar con la ciudad de
los sabios. Pero el autor se encarga de mostrar, además de la ingenuidad, el
revés despectivo y pedantesco de semejante ideario; por eso remarca que buscaba
alcanzar para el resto de sus días una existencia feliz y admirable (θαυμάσιόν),
evitar la rastrera y mísera subsistencia del vulgo y la masa y contemplar desde tal
promontorio a los demás hombres como si fueran hormigas o pigmeos. Dicho esto
Hermótimo declara que para lograrlo aún le restaban otras pasmosas veinte
temporadas más de esfuerzos y estudios.
Una vez que le deja la pelota picando, Licino se
lanza a la carga. Le pregunta cómo sabe que allí se encuentra la felicidad si
nunca subió, a lo que responde que porque se fía (πιστεύω) del
maestro que ya está en la cima (ἄκρος).
Pero habiendo tantas escuelas, sigue Licino, cómo
podría establecerse cuál de ellas tiene la verdad; a lo que Hermótimo
contesta que porque vio que a la mayoría de la gente (τοὺς πλείστους) así le
parecía. Vale decir, devuelve Licino, que sigue al estoico fiándose
de los hombres de la calle a los que sin embargo no quiere parecerse. Pero hete
aquí que cada uno de estos maestros, académicos y peripatéticos o estoicos y
epicúreos, así como dicen estar en el camino (ὁδός)
adecuado, desprecian la senda que toman los de las escuelas contrarias y sin
embargo cada uno, que sólo siguió un camino e ignora por ende los otros, señala que el propio es
el único que lleva a la ciudad. Ergo, concluye Licino, hasta tanto no se
encuentre la verdad, o hay que dar crédito (πιστεύω) a
todos o, lo más sensato, a ninguno. Y a paso seguido le espeta que su maestro, al no
conocer los otros caminos no es más que un osado (θρασύς), y
que lo pertinente sería encontrar uno que haya recorrido todas las sendas filosóficas
y pueda dar un veredicto por experiencia propia (τε δοκιμάσας
καὶ
πείρᾳ
μαθὼν). Pero
conviniendo que el estudio de cada escuela insuma de mínimo unos veinte años, llevaría
unos dos siglos concluir la proeza. Y la cosa se complicaría porque dentro de
cada escuela habría que ponerse a determinar cuál maestro es el mejor, ya que,
por lo demás y para rematarle la ilusión, Licino comenta haber visto al
susodicho maestro actuar de una forma enteramente ajena a la filosofía,
tratando muy mal a uno que no le pagaba sus clases, irritándose,
emborrachándose y empachándose en una fiesta al punto de vomitar, y ganando una
discusión con otro filósofo simplemente a los golpes. Y además, insiste, con
haber seguido todos los caminos no bastaría sin una actitud crítica, una predisposición analítica, agudeza mental y una
inteligencia precisa e imparcial (κριτικῆς τινος καὶ ἐξεταστικῆς παρασκευῆς καὶ νοῦ ὀξέος καὶ διανοίας
ἀκριβοῦς καὶ ἀδεκάστου).
Hermótimo entonces vira y arguye que no sólo se
fiaba de los demás sino de sí mismo, porque había notado que los estoicos marchaban con mirada
varonil y actitud pensativa, decorosamente vestidos y con el pelo al rape, sin
delicadeza (alusión a los epicúreos) ni tampoco con la exagerada indiferencia propia de la rudeza apabullante del cínico
(τὸ
ἀδιάφορον
ὑπερεκπῖπτον, ὡς ἔκπληκτον εἶναι καὶ κυνικὸν ἀτεχνῶς). Ciertamente
Licino le reprocha que eso es elegirlos por la apariencia (ἀπὸ
σχημάτων) y que con tal criterio un ciego no podría
dedicarse jamás a la filosofía. Podría pasar, además, continúa Licino, que ninguno de los filósofos
tuviera la verdad, ya que suele suceder que uno se engaña muchas veces creyendo
haber dado con algo firme, como cuando se tira una red al río y se siente algo
pesado y resulta ser una piedra y no peses. La conclusión a la que arriba el
doble lucianesco es que esa elección (προαίρεσις),
llevada a cabo por Hermótimo o por cualquier otro alumno de una de las sectas,
es una especie de adivinación (μαντεία) que no tiene otro fundamento que el azar (τύχη). Una
decisión equivalente a leer que un escritor describe una mujer más
bella que Afrodita y las Gracias, y sin saber si miente o no y si la dama
existe en algún paraje del mundo, enamorarse de ella; o bien equiparable a
pasarse meses organizándose el mejor de los banquetes y terminar muriendo de
hambre por no haber tenido tiempo de comer en medio de los permanentes
preparativos.
Acorralado, el pichón de estoico arroja contra
el interlocutor unas cuantas falacias al hombre –por lo demás bastante
parecidas a las imputaciones que aún cuelgan sobre el autor. Lo acusa de ser un
escandaloso arrogante (ὕβριστος), de
odiar a la filosofía y reírse de los filósofos (μισεῖς φιλοσοφίαν
καὶ
ἐς τοὺς φιλοσοφοῦντας ἀποσκώπτεις), de
envidiarlo (φθόνος) y de creerse el único que no es tonto (ἀνόητοι) y el
único que dio con la verdad. En este punto Licino saca a la luz sus
buenas intenciones respondiéndole que él también anhelaría encontrar la ciudad
de los sabios y que jamás dijo que había que renunciar al ejercicio de
filosofar y rendirse a la ociosidad de los ἰδιῶται, ni dijo que tuviera un conocimiento superior a los demás (εἰδέναι τἀληθὲς ὑπὲρ τοὺς ἄλλους) sino
la misma ignorancia (ἀγνοέω).
Licino agrega que es su amigo y que no se resigna a verlo pasar la vida de esa
manera, sumergido en una quimera y un sueño (ὄνειρος),
desenterrando tesoros, volando a oscuras por cogitaciones monstruosas y
expectativas inverosímiles. Lo que desea es que Hermótimo vuelva a alguna de las
tareas imprescindibles de cada día y a las actividades corrientes[15],
a vivir con los demás y compartir los problemas ciudadanos con la mayoría[16],
en vez de pasarse la vida ensayando discursos, silogismos y aporías, porque
la virtud radica en los actos (ἀρετὴ ἐν ἔργοις δήπου ἐστίν), en el hecho de llevar a cabo acciones justas,
sabias y valientes (δίκαια πράττειν καὶ σοφὰ καὶ ἀνδρεῖα). De esta manera, debería
dejar de admirar a un viejo cuyo único arte es poner en apuros a
los interlocutores con camelos al solo fin ganar discusiones. Convencido,
Hermótimo promete afeitarse, cambiar de ropa y de forma de vida y darse media
vuelta cuando se encuentre en el camino (ὁδός) con
estos filósofos, como si de perros rabiosos
(τοὺς λυττῶντας τῶν κυνῶν) se tratase.[17]
Queda a la vista que acá Luciano denuncia la soberbia de los filósofos
sectarios como voluntad de distinción, acompañada de viveza de parte de los
maestros y de tontería de parte de los novatos. La petulancia del filósofo de
querer ser como un dios, la idea de que la filosofía persigue una ascensión que
lo separa del antro en el que moran las personas comunes. Los hombres dormidos
de los que hablara alguna vez Heráclito, ahora resultan ser el grueso de los
filósofos. Aunque llena de humor, esta pieza es una obra seria y filantrópica,
ajena a esa cierta malicia que caracteriza a otras. Un diálogo filosófico hecho
y derecho, con ligeras pinceladas de comedia no mucho más intensas que las que
podría haber puesto un Platón. Licino, como deber de amigo, intenta curar y
despertar al enfermo de escolaridad y teoría. «Todos los que se dedican a la filosofía luchan por la sombra de un
burro» (περὶ
ὄνου σκιᾶς μάχονται
οἱ
φιλοσοφοῦντες),
dice el doble lucianesco. La moraleja, no obstante, no es desertar de la
filosofía qua filosofía, sino
someterla a un continuo examen de alerta y no dejarse arrastrar fuera de la
vida cotidiana y en comunidad. Sin embargo en el Nigrino Luciano va a encontrar a un ejemplar de filósofo íntegro de
vida retirada y contemplativa.
Para unos cuantos estudiosos el diálogo Filosofía de Nigrino escondería detrás una conversión de Luciano no sólo a la filosofía sino, lo que resulta menos creíble, a la platónica. El presunto Luciano, en realidad el personaje anónimo que cuenta su historia a otro, viaja a Roma por una dolencia en los ojos y da con el filósofo platónico Nigrino (factible pendant paródico de un platónico contemporáneo llamado Albino). Este filósofo vivía retirado en las afueras de la urbe, encerrado en su casa, rodeado de libros y de bustos de filósofos célebres, conversando con Platón y la verdad y columbrando desde lo alto del saber la ἄνοια los hombres como si de un espectáculo teatral, de un δρᾶμα se tratara. Hasta acá tenemos a uno de esos personajes que usualmente Luciano acomoda para el cachetazo. Sin embargo Nigrino, aun siendo un filósofo serio y libresco y un modelo de vida contemplativa, no desentona con los ideales cínicos; es un despreciador de las riquezas, la gloria, el honor y los placeres, que defiende el ensamble de φιλοσοφία καὶ πενία típico de los prohombres helénicos, y es contrario a la vida fútil e hipócrita de los romanos del presente. Desprecia a los filósofos asalariados que trafican con la virtud en el mercado (los sofistas tal como Platón los representaba), pero también a aquellos que someten a sus alumnos a ejercicios durísimos como azotes, baños de agua helada u otras mortificaciones peores (prácticas que podrían caber en el sayo de ese cinismo muy a lo Heracles, o bien orientalizado o acristianado, que Luciano deplora). Teniendo en cuenta la fama de soberbios y amantes de los honores que se cernía sobre los émulos de Platón –tal como el propio Luciano lo apunta en el Hermótimo[18]–, la moraleja es clara: Nigrino, en vez de querer lucir como un platónico al pie de la letra, con ánimo selectivo y genuina prudencia hacía acopio de las mejores virtudes aquilatadas por el conjunto de la rancia filosofía. Es así que la forma de vida de este filósofo en sus cabales conmueve al alter ego lucianesco y lo colma de elogios. He ahí el quid: mostrar a un filósofo auténtico verificado en sus prácticas. Luciano parece dar con un platónico menos preocupado por la fidelidad a su escuela que por vivir conforme a las virtudes filosóficas que Grecia delegó –con poca fortuna por lo visto– al presente orbe romano.
Que el verdadero filósofo debe ser despejado a partir de su forma de
vida puede presentar ciertos problemas, como el que muestra Luciano en El eunuco. Marco Aurelio había
establecido cátedras oficiales de filosofía, altamente remuneradas, que se
repartían a partes iguales entre académicos, peripatéticos, estoicos y
epicúreos. He aquí el nacimiento de lo que llamaríamos la filosofía de Estado o
universitaria. Ante semejante hecho Luciano ciertamente no faltó a la cita y
con toda probidad merece el título de primer saboteador de clases y patrono de
la gesta contra el llamado discurso
académico. Esta pieza, en cierta forma y ya que estamos, discurre sobre el
valor del miembro para ser miembro de una cátedra docente –cuando no sobre
aquello que se dio en llamar falogocentrismo[19].
La anécdota es la que sigue. Licino había sido testigo presencial de una pulla
profesoral acaecida el claustro ateniense y librada a los gritos y entre
insultos, no ciertamente por diferencias doctrinarias sino por una silla que
había quedado vacante ante el deceso de una de las eminencias. Una rastrera
discusión que, estando en tablas en materia intelectual, derivó de pronto en un
mutuo ataque frontal a la vida íntima de los candidatos, ya que se decía que
uno de los aspirantes estaba castrado y debía debatirse si alguien con tales
características podía asumir las responsabilidades de tutelar a los jóvenes
educandos. Fue así que uno largó un encendido discurso pretendiendo demostrar
que tales monstruos de la naturaleza debían ser exonerados de dichos cargos, e
incluso excluidos de los templos y actos públicos; mientras otro, recordando el
caso de un célebre filósofo hermafrodita (alusión velada a Favorino[20])
y la existencia de unas cuantas filósofas –como Aspasia, Targelia y Diotima–,
sostenía que con ese criterio había que cederle la silla a un macho cabrío y
punto. Unos argüían que la presencia y el estado físico del educador filosófico
eran condiciones imprescindibles (ya que, por ejemplo, una larga barba inspira
la debida confianza entre los aprendices), mientras otros oponían que sólo
había que atenerse a la faz del intelecto y el conocimiento sistemático, en
tanto que un tercero sostuvo la moción de que, como jamás un eunuco podría ser
víctima de una acusación al estilo de la que sufrió Sócrates, pervertir a la
juventud, resultaba ideal para tomar el puesto. En eso estaban cuando irrumpe
desde el estrado un sujeto anónimo (se entendería que Luciano mismo, si hay que
confiar en el guiño usual del autor) declarando que se llevarían una sorpresa
de desnudar a ese capón presunto del que efectivamente también colgaban imputaciones
de adulterio. El pillo, de acuerdo a nuestro soplón, aprovechándose cierta vez
de la aflautada voz y los imberbes mofletes que la naturaleza le había otorgado
como curiosos rasgos personales, se había hecho pasar por impotente o capado
para salir absuelto de dicha pretérita y deshonrosa imputación. Luego de
escuchar la noticia, fue tal el despelote que el tribunal universitario, al
borde de hacer traer a una comitiva de prostitutas para poner al acusado a
prueba, no logró un acuerdo y decidió remitir la causa a Italia para ser
dirimida por las autoridades imperiales. He aquí el asunto de esta piecita en
la que Luciano encuentra un nuevo giro para volver a tomar de puntos a los
filósofos y sus instituciones, ahora vistos como burócratas pavotes sumidos en
peloteras nimias e interesadas y una vez más insensibles a los verdaderos
propósitos existenciales de la filosofía. Licino, fuera de programa, remata con
una conclusión más bien chistosa: asegura que el filósofo no debe ser inferior
en capacidades a los burros que se montan a las yeguas. He allí «el mejor criterio y la demostración
incontrovertible en el campo filosófico»[21]:
el funcionamiento del falo (αἰδοῖον) por
sobre el del pensamiento (γνώμη) y el
lenguaje (γλῶττα).
Otro capirotazo al estoicismo, a la
vez que la relativa entente cínico-epicúrea, se dejan ver, para concluir, en Zeus trágico. Esta obra parece una
tomadura de pelo a ciertos elementos de la religión grecorromana no menos
rotunda que la de Enómao, con similares argumentos, aunque con la desinteresada
elegancia y el radiante humor que tocan al autor. Muestra a Zeus, otra vez
bastante aturdido y poco lúcido, convocando a una reunión de dioses, todos
preocupados por cómo pierden preeminencia entre los hombres. El motivo es una
disputa verbal librada en el Pórtico entre un epicúreo y un estoico de escasas
luces que pierde la discusión. El estoico, por supuesto, defiende la
providencia de los dioses (πρόνοιαν τῶν θεῶν) y afirma que las cosas son obra
de la misma (προνοίας ἔργα εἶναί). El epicúreo, desde luego, sostiene que los
dioses no aportan ni se preocupan por los hombres (θεοὺς μὴ εἶναι μηδὲ προνοεῖν τῶν ἀνθρώπων) y que no hay un dios que comande
el cuidado de todo lo que existe (οὐδ᾽ ὑπό τινι οὖν θεῷ τάττεται ἡ τῶν ὅλων ἐπιμέλεια)[22].
Dioses y estoico entienden que el epicúreo afirma que los dioses no existen (οὐδ᾽ εἶναι θεοὺς), porque ni vigilan ni disponen
sobre los acontecimientos (οὐχ ὅπως τὰ γινόμενα ἐπισκοπεῖν ἢ διατάττειν). El epicúreo acusa al estoico de creer que
es τάξις, orden, organización, lo que apenas es fuerza o
necesidad, ἀνάγκη, y ridiculiza su confianza en
Homero, del que dice que no es testigo de la verdad (μάρτυρα δὲ ἀληθῆ) sino uno que operaba a placer (τερπνοῦ μηχανῶνται) y, como todo poeta, para cautivar
al espectador. Si hubiese un timonel que guía la nave, le retruca, habría elegido una tripulación correcta y no condenado a la
pobreza a Sócrates, Arístides o Foción ni favorecido la abundancia de Calias,
Midias y Sardanápalo. Zeus, nervioso básicamente porque a los dioses se les van a terminar
el negocio y las prerrogativas –en particular el financiamiento basado en los
sacrificios–, teme que en breve los hombres creerán que ellos, los dioses, no
son más que nombres (ὀνόματα μόνον εἶναι δόξαντας). También caen en la picota lucianiana los
ambivalentes y toscos oráculos de Apolo (la gente no pierde
tiempo en descifrarlos, según se quejan en el Olimpo). Con
ingenuidad Zeus le cede la palabra a Momo, el único de los dioses que es ἄτιμος, es decir que no recibe honras,
pensando que aplicará la παρρησία en favor de los dioses; pero Momo
les pega un rapapolvo de aquellos, siendo comprensivo con la posición de los epicúreos, porque
responden razonablemente a un mundo de confusión (ταραχή) e injusticia, y le recuerda a
Zeus el descrédito popular en que cayeron los rapsodas que narran la disipada,
tumultuosa y demasiado humana vida del staff
divino. Momo le hace ver que, en efecto, dejó a los hombres a la buena de
dios, que no se preocupó (ἐμέλησεν) por los asuntos terrestres ni por
discriminar a los buenos de los malos, y el impotente Zeus otra vez se ve
forzado a admitir que son las Moiras quienes controlan el destino de los
hombres. Heracles, al caer en la cuenta de que él tampoco obró jamás por propia
iniciativa, se desilusiona y como un buenazo despechado marcha al Hades a
probar suerte. Desbaratado el estoico, igual que Hermótimo, monta en cólera y
larga una metralla de improperios contra el rival. Hermes, mientras tanto,
calma a Zeus porque después de todo, aunque el epicúreo haya convencido a un
puñado de los presentes, la mayor parte de los griegos y todos los bárbaros
siguen creyendo lo contrario. Luciano deja un cuadro en el que la religión
pagana parece estar zozobrando, pero por lo visto apenas entre las élites
intelectuales. Su víctima más visible, por lo pronto, es el mediocre ejemplar
de estoico, mostrado en el vacuo empeño por sostener filosóficamente los
fundamentos de la religiosidad clásica.[23]
Luciano autor
cínico
El sueño o el gallo, El tirano o la travesía o Zeus confundido son piezas dignas de
integrar el catálogo universal de la literatura cínica, aun con más razones que
la anterior o que las menipeas Necromancia,
Icaromenipo y Diálogo de los muertos.
En ellas no hay nada que se salga del moralismo perruno consabido. Sobre el luto también deja ver las ideas
cínicas sobre la muerte como fin de las desgracias y sobre los rituales
funerarios de la religión como tonterías o circo. Una crítica del mismo paño a
los rituales religiosos se halla en Sobre
los sacrificios, donde acusa a ese tipo de creencias de ἄγνοια y ἄνοια,
ignorancia y estupidez[24],
y se burla de la mitología (de la griega e incluso de la egipcia). Los que practican
estos ceremoniales son vistos menos como piadosos que como desgraciados o
enemigos de los dioses (εὐσεβεῖς αὐτοὺς χρὴ καλεῖν ἢ
τοὐναντίον θεοῖς ἐχθροὺς καὶ κακοδαίμονας).
Los dioses, apunta con cierta impronta también epicúrea,
no necesitan de los hombres, no se alegran cuando los adulan ni se enojan
cuando no.[25]
Un evidente panorama de la humanidad desde un
mirador cínico es el diálogo Caronte,
en el cual el barquero del Hades es guiado por Hermes en un paseo por la tierra
desde los cielos para contemplar la miserable realidad humana, de la que sólo
tenía noticias por los lamentos de los muertos a los que conduce en la barca.
Desde lo alto Caronte nota que los hombres son como efímeras burbujas y sin
embargo riñen entre ellos como si el trofeo en disputa fuera eterno –cuando una
vez muertos no podrán llevar ningún bien terrenal consigo. Esta pieza muestra,
como el Icaromenipo, que hay una
ascensión y una visual desde lo alto no pretenciosas, emprendida en ambos casos
por dos legos en trance de un despabilarse que los llevará a hacerse cínicos.[26]
El barco o los deseos es
una de esas obritas de clara moraleja cínica en la que se critican las
ridículas aspiraciones de la gente del montón. Sobre el final, sin embargo,
Luciano suelta un nuevo ajuste de cuentas con la filosofía en uso. Licino
dialoga en el puerto de Atenas con tres camaradas que al ver amarrar a un
formidable navío se vuelcan a imaginar sus vidas ideales: uno sueña con la
riqueza, otro divaga con ser rey, y otro, con parejo propósito, aspira a gozar
de dones sobrenaturales. Licino le da a cada uno una lección al mejor estilo
cínico, aunque no sin el gracejo entre picaresco y flemático del doble
lucianesco. El tema es la εὐχή, el
deseo o los anhelos, ridiculizados (ἐπισκώπτω) todos
por Licino. Es así que los ricos sufren una vida desgraciada –afeminamiento,
envidia, robos– y los reyes viven como paranoicos, y aquejados de temores y
preocupaciones padecen las conspiraciones y batallas y el odio y la adulación. Al
que aspiraba a ser rey, Licino le dice que de concretar su deseo no conocería más
que la fachada de los placeres y sería considerado feliz por todos menos por sí
mismo, que no podría eludir la muerte ni las enfermedades del resto de los
hombres, y que una vez muerto tampoco podría disfrutar de todos los monumentos
que se construyeran para adorarlo, que además más tarde o más temprano caerían abatidos.
Después de desbaratar las divagaciones de los otros, llegado el turno de
formular la suya Licino expresa: «A mí en
cambio no me hace falta ningún deseo (ἀλλ᾽ οὐ δέομαι εὐχῆς ἐγώ)... y frente a tal cantidad de tesoros y la
entera Babilonia me alcanza con reírme a carcajadas de todo lo que pidieron, y
eso que ustedes son de los que se la pasan aplaudiendo a la filosofía» (φιλοσοφίαν
ἐπαινοῦντες). Con
esta frase se cierra el diálogo. La subordinada final, que Luciano saca
repentinamente de la galera, mete de prepo a su blanco predilecto, la filosofía, de
la que no se había hecho hasta el momento ninguna referencia ni la más mínima
alusión. El broche deja ver que en este caso el objetivo de la crítica, en vez
de estar puesto en los que se proclaman filósofos, lo está en aquellos
desinteresados que viviendo una vida profana guardan ante la filosofía un vacío
respeto de compromiso.
Semejante ristra de textos de corte cínico, en
fin, induce a pensar que el diálogo llamado El
cínico podría llegar a ser de puño y letra del propio Luciano, sobre lo
cual no hay un acuerdo definitivo; aunque, al margen de un estilo elemental que
no parece suyo, es poco probable que entregara a su doble Licino a caer en el
papel contrario al habitual, el de un interlocutor deslucido y vulgar.
Si el tipo de actividad escritural de los cínicos
desde un principio, sea con Diógenes o Crates y su camada, se caracterizó por
la mixtura de lo serio y lo gracioso, si el σπουδαιογέλοιον ya era algo así como un género desde Bión o Menipo al menos, surge la pregunta de cuál sería la
alarmante novedad o la polémica trasgresión que
Luciano, según exhibe, habría perpetrado, más allá de una explícita y rotulada combinación de
comedia y diálogo. Parecerá que su empresa consistía en apuntalar decididamente
algo así como la autonomía del cinismo literario, que por lo visto hasta
entonces no había ido más allá de un par de casos pretéritos laterales y
aislados. Es que al volverse hacia la literatura cínica, Luciano ya era una
especie de profesional de la literatura, que por lo tanto debía atenerse a la
demanda de un público culto y de élite que exigía un tipo de producto propio de
la retórica. Eso parece diferenciarlo de Enómao, que no era un retórico sino un
escritor-filósofo serio-cómico más cercano a la diatriba. Podría entenderse que se lo acusó
de convertir a la filosofía –cínica– en mera literatura, en un subproducto
retórico, y que su propósito era hacerle digerir cierto horizonte de moralidad
cínica a un auditorio elegante por definición no receptivo al eventual mensaje
antisistema de las tradiciones perrunas.
Lo que en el siglo cuarto precristiano estaba unido, con el tiempo se
divide en un cinismo de actores y un cinismo de autores. Uno encarna entre el
cuerpo y el acto; el otro actúa a distancia, es texto. Luciano toma dos
referentes de uno y otro bando, y sin embargo ambos podrían ser tazados como
cínicos verbales: Menipo, el escritor, acusado de no vivir como cínico o de
proceder a lo cómico; Demónax, el hablador, es un Diógenes demasiado socrático
y cirenaico cuyas operaciones son también puros actos de lenguaje. Luciano
muestra que en su tiempo el cinismo del cuerpo pasó a malas manos, convertido
en una farsa decadente. Son los perros plebeyos de la calle, cínicos fallutos
que hacen del individualismo un egoísmo burdo y, paradoja, gregario.
Luciano y los cínicos
del montón
Por características propias el cinismo hace dudosa su reducción a una αἵρεσις, a una secta o escuela, cuestión que se simplifica dando cuenta de que no están claros ni su τέλος ni sus δόγματα; de ahí que en uno u otro momento los observadores externos discutan si lo era o si no era más que un estilo de vida. Así la resistencia y aversión de Luciano a las escuelas tiene por lo tanto una impronta cínica, aunque de alguna manera distorsionada: supuestamente para salvar a la filosofía, se la pasa tomando en solfa a esas taras que dejan los δόγματα, los tics de obsesivo que según él se perciben en los filósofos sectarios –entre otros males a la vista. Por ser, en la fachada, la filosofía más asequible (cuando en rigor debía ser la más ardua y por ende excluyente), la más individualista de las corrientes resultó a la vez la más multitudinaria, y acabó como un extremo individualismo gregario. Con el cinismo, por razones más bien intrínsecas, los extremos se tocan y los valores se revierten, resultas de lo cual el significado del propio término cinismo decanta, quizá desde fechas remotas, casi en lo contrario a lo que apuntaba en principio. Si en el siglo II hay un Zynismus para Luciano, mal que le pese a Sloterdijk, es en general un cinismo que viene de abajo y no de arriba.
Según la denuncia que figura en Subasta de vidas[27],
el cinismo como atajo a la δόξα es el camino más
llevadero y despejado que ofrece la filosofía, a
mano de cualquier ἰδιώτης, es
decir de cualquier individuo sin cualificación política.
Luciano pone como ejemplos, tanto en Subasta
de vidas como en Doble acusación[28],
a simples trabajadores manuales o vendedores ambulantes; pero en la primera
añade también a la profesión originaria de Diógenes y su padre, τραπεζίτης, banquero
o bancario, es decir un comerciante, un pequeño-burgués o un
funcionario de vil rango crematístico –con lo cual de alguna manera traza una
línea de continuidad que conduce hasta el origen mismo del movimiento. En Los fugitivos además de trabajadores
manuales, como zapateros o cardadores de lana, incluye esclavos y sirvientes (δουλικὸν καὶ θητικόν). Doble acusación[29]
deja en claro que la masa cínica se compone de ex trabajadores que pasan a
conformar hordas o pandillas que actúan de manera inorgánica en la vía pública.
Para Luciano estos grupúsculos son claramente distintos de las sectas escolares
–aunque unos y otros son igual de despreciables–: ambos operan como sectas o
colectivos, o al menos bajo un ideario rector de comunidad, aunque solamente los
no-cínicos se organizan de una forma, cual más cual menos, institucional.
Salvando detalles, Luciano ve a las catervas cínicas del siglo II con la
aprensión de Marx al describir al lumpen-proletariado del siglo XIX, si bien lo
que le preocupa a Zeus en Doble acusación
y a Filosofía en Los fugitivos es la
deserción laboral que el cinismo induce en artesanos y obreros, una verdadera
amenaza a la base productiva de la sociedad. Luciano parece vascular entre el
desprecio por la plebe trabajadora y el reconocimiento de su problemática,
habida cuenta de cómo describe al detalle la penuria de esas vidas que laboran
el día entero para apenas poder costearse la sobrevivencia (dice que la
esclavitud es insoportable y el trabajo agotador). Se trata, explica Filosofía,
de gente que por lo abrumador de sus oficios no podría haberse educado jamás,
al punto de ignorar que ella haya existido alguna vez; pero que tomando nota
del respeto (αἰδώς) que
la muchedumbre mantiene hacia los llamados filósofos,
el miedo (δέος)
que le tiene a sus reprensiones y cómo la sociedad tolera complaciente su παρρησία, no
dudan en dejar las herramientas y calzarse el atuendo filosófico. Filosofía
prevé el colapso social que se avecina, porque estas gentes de vida fatigosa y
pobrísima, al ver la abundancia, el ocio y el libertinaje de los ex colegas
convertidos en presuntos filósofos cínicos, van a pasarse a sus filas en un
abrir y cerrar de ojos.
Los fugitivos es un diálogo ambientado en los días
recientemente posteriores a la muerte de Peregrino. Vemos allí a Zeus y Apolo
departiendo al respecto, cuando de pronto se presenta entre sollozos Filosofía
huyendo desesperada del mundo. Sorprendido, Zeus le pregunta si otra vez ha
sido vulnerada por los ἰδιῶται, como
cuando condenaron a muerte a Sócrates. Inesperadamente Filosofía
responde que al contrario la gente común la
admira y reverencia, aunque no sepan muy bien de qué va la cosa, y que en
realidad son unos que dicen representarla y ser amigos de ella los que le
infligen malos tratos. Estos sujetos no son los filósofos ni la muchedumbre
sino unos fronterizos que están a mitad
de camino de unos y otros (ἐν μεταιχμίῳ
τῶν τε πολλῶν καὶ τῶν φιλοσοφούντων), que parecen filósofos por
el aspecto, la mirada y la forma de andar (σχῆμα καὶ βλέμμα καὶ βάδισμα), que dicen estar inscriptos como miembros, discípulos
y alumnos y sin embargo rebosan de
ignorancia, osadía y libertinaje, llevando adelante una vida abominable que
constituye un ultraje hacia ella (ὁ βίος δὲ παμμίαρος
αὐτῶν, ἀμαθίας καὶ θράσους καὶ ἀσελγείας ἀνάπλεως, ὕβρις οὐ μικρὰ καθ᾽ ἡμῶν). Estos advenedizos no son otros que los nuevos cínicos,
los de la época, el blanco exclusivo al que el autor apunta en este diálogo.
Luciano traza un breve relato mítico de la
irrupción histórica de la filosofía. Zeus, compadecido ante los hombres, que
habían forjado un mundo de ignorancia, estupidez, violencia, anarquía e
injusticia (ἄγνοια, ἀμαθία, ὕβρις, παρανομία
y ἀδικία), había
decidido enviar a Filosofía a la tierra para curarlos, porque consideraba que era la única
capaz redimirlos de esa vida animal (θηρίοις βιοῦντες) y
conducirlos a buscar la verdad y vivir en paz como buenos conciudadanos (ἀναβλέψαντες δὲ πρὸς τὴν ἀλήθειαν εἰρηνικώτερον ξυμπολιτεύοιντο).
Filosofía, estimando en vano que en Grecia iba a tener un trabajo fácil,
marchó a la India, Etiopía, Egipto, Babilonia y Escitia, regiones en las
que logró el cometido entrando en contacto con gimnosofistas, sacerdotes,
profetas, caldeos y magos. Una vez en la Hélade trató con los Siete Sabios, más
Pitágoras, Heráclito y Demócrito, no sin antes trabar relación con Eumolpo y
Orfeo en Tracia. Pero al poco tiempo comenzaron los problemas cuando irrumpió
la tribu de los sofistas (τὸ σοφιστῶν φῦλον),
unos mixtos Hipocentauros, a mitad de camino entre la filosofía y la
charlatanería, que creían verlo todo con claridad, pero sólo
contemplaban de ella el fantasma y la sombra, mientras practicaban una sabiduría
superficial y ambigua. Estas gentes complotaron contra los filósofos y los
llevaron a beber la cicuta. Fue entonces, cuando ella pensó en huir del mundo,
que aparecieron Antístenes, Diógenes, Crates y Menipo con el fin de persuadirla
de que debía quedarse un tiempo más. Lograron convencerla para su desgracia,
porque lo que vino después fue todavía peor.
Como se ve, Luciano no repara en los otros
socráticos sino en los cínicos fundadores, que por un lado parecen ser quienes
realmente tomaron la antorcha de Sócrates para retener a la filosofía, pero a
la vez resultaron ser (a excepción de Menipo) los responsables involuntarios
del desastre que se avecinaba. Es así que anticipa lo que iba a denunciar
bastante después Juliano, que los ríos corrían al revés. En épocas de Sócrates,
cuando la filosofía se iniciaba, comportaba una extrañeza, una novedad y un verdadero
peligro frente a las autoridades, a la vez que un objeto de desprecio y
desconfianza para las masas. Pero Luciano denuncia que esa circunstancia en la
actualidad está invertida, las masas reverencian a los filósofos de una manera
tan imprudente que acaban propiciando estos fenómenos. La filosofía se volvió
más bien un atajo a la impunidad y al prestigio, que horroriza a Luciano al
punto de que parece estar reclamando que las autoridades tomen cartas en el
asunto. Dice Luciano por boca de Filosofía que el problema está en que las
características exteriores de la filosofía son sencillas y fáciles de imitar,
por lo cual de buenas a primeras estos desertores del mundo laboral se calzan
el manto, el bolso y el basto, y adoptando un par de tips mal aprendidos empiezan a operar, actuando como el burro de
Cime referido por Esopo, que se calzó una piel de león y rebuznaba creyendo
rugir. Sostenidos por tres pilares, la osadía, la estupidez y la desvergüenza (τόλμαν καὶ ἀμαθίαν καὶ ἀναισχυντίαν), se
avienen a la λοιδορία, el insulto y el abuso, y salen con rotunda impunidad a apretar a todo
el mundo y a recaudar dinero de casa en casa –acto al que bautizaron esquilar ovejas (ἀποκείρουσιν
τὰ
πρόβατα)– emprendiendo un supuesto modo de vida de acuerdo a la era de Cronos (ὁ
ἐπὶ Κρόνου βίος). Es así como se llenan los bolsillos, y los que antes comían
tartas de cebada, salazones y tomillo, ahora beben vino del mejor, manducan
carnes de todo tipo, y una vez que finalmente se enriquecen, tiran las rotosas
pilchas y los magros bártulos cínicos y se compran terrenos, fincas,
muchachitos de largas cabelleras y vestidos caros. Una mezcla de respeto y
miedo, respeto a todo aquel que ande vestido de filósofo y miedo de la gente a
que si no aportan hablen mal de ellos (αἰδοῖ
τοῦ
σχήματος ἢ δέει τοῦ
μὴ
ἀκοῦσαι κακῶς), les otorga la
franquicia y les facilita el cometido, y así
convierten a la filosofía en una suerte de actividad delincuencial al borde del
terrorismo civil[30]. El
pavoroso modo de subvencionarse no lo es todo, la conducta que muestran es
lamentable y opuesta diametralmente a lo que predican: en los banquetes,
mientras censuran a todo el mundo, denunciado con virulencia el abanico de todos
los vicios, lastran y beben sin parar y no dudan en aprovecharse de cuanto
joven o dama caiga en sus manos, entregando a las mujeres de los demás al
adulterio colectivo entre sus amigotes, con la excusa de que Platón indicaba que
eran un bien comunitario, porque si bien dicen ser contrincantes de Epicuro,
actúan siempre movilizados por el placer que se jactan de odiar. Prepotentes,
desagradecidos e irritables, tienen berrinches de críos y empaques de tirano,
tanto que con ellos es imposible sobrellevar un diálogo racional, porque
responden, cuando no a palazos, con evasivas y gritos, de manera que si se les
pregunta por sus actos (τὰ
ἔργα)
salen con el λόγος, y cuando se los quiere juzgar por el λόγος,
arguyen por el βίος.
Luciano aclara que no todo este lumpenaje filosófico estaba enrolado en las filas del perro y respaldado por Antístenes, Diógenes y Crates, pero sí la gran mayoría –es decir que había un pequeño sector que iba por la propia. Como se ve, a la hora de apuntar los referentes, Luciano se cuida de hacer a un lado a su querido Menipo[31], curiosamente aquel que un tiempito después iba a ser puesto en la picota por Diógenes Laercio, acusado de afán por la riqueza y desconocimiento de la naturaleza del perro. Luciano procede al revés y atribuye esos vicios a toda esta gentuza que se reclama heredera de los otros tres, sobre la que asegura que no adopta lo provechoso de la naturaleza del perro (οἳ τὸ μὲν χρήσιμον ὁπόσον ἔνεστι τῇ φύσει τῶν κυνῶν), el ser guardianes, hogareños, amigos del amo y adiestrados (φυλακτικὸν ἢ οἰκουρικὸν ἢ φιλοδέσποτον ἢ μνημονικόν), sino que emula lo peor: el ladrido (ὑλακτέω), la voracidad (λιχνεία), la rapiña (ἁρπάγη), la lujuria (ἀφροδίσια), la adulación (κολακεία), el meneo de la cola (σαίνω) en la mesa del comedor y tales.
En Timón
el misántropo se ve otro filósofo hipócrita, llamado Trasicles, no
necesariamente cínico, barbudo con τρίβον y πήρα y «una mirada titánica» (τιτανῶδες βλέπων), que come como un cerdo y se
alcoholiza mientras predica la frugalidad y manguea oro. Es evidente que Luciano sigue incansablemente y muy de cerca a sus
presas; los conoce al detalle como ningún otro escritor de la época y parece
obsesionado por desenmascararlos, tanto como para hacer de esto su gesta y su
tema. Los mohines de severidad, que exageraban los perrunos, son unos de
los objetivos preferidos de los que hace mofa el cinismo ligero y socializado de
Luciano: Cinisco, por ejemplo, muestra una mirada
severa (δριμὺ ἐνορῶντα)[32];
Diógenes, con
el ceño fruncido (συνέσπακε τὰς ὀφρῦς) y una mueca amenazante y biliosa escudriña
de arriba abajo (καὶ
ἀπειλητικόν τι καὶ
χολῶδες ὑποβλέπει)[33].
Esa
estudiada sobreactuación, invocada por el estudiante Hermótimo cuando menta «la exagerada
indiferencia propia de la rudeza apabullante del cínico», es hipócrita en el caso de Trasicles, noble en el de Cinisco y tal
vez tolerable en el caso del propio Diógenes. Los cínicos lucianescos siempre
posan adoptando gestos amenazadores, así como los estoicos son pintados con
actitud de preocupados. Luciano ve el mundillo filosófico como una
pasarela en la que desfilan caraduras y ñoños. Mundillo porque son sectas y no
individuos con criterio propio, y menos aún excepcionales. Denuncia la
hipocresía de ese medio ambiente empezando por los cimientos, el modo en que se
costean, mendicación y mercantilización. Si bien ninguna escuela le cae peor
que la de la Estoa, la montonera cínica le resulta lo más denigratorio para la
cultura helénica y para la entereza humana. Quizá los escritores cínicos originarios –y el
ejemplo ideal sería Crates, por su procedencia de clase–, dieran por descontada
la παιδεία desde la que maniobraban y
escribieran no precisamente con el fin de regodearse en ella, sino más bien
para acribillarla desde los ideales naturalistas en todo lo que albergara de παρὰ φύσιν. Como parodistas Crates y Luciano
debían presuponer un receptor culto, capaz de comprender el código. Pero Luciano, 500 años después, hijo adoptivo de la segunda
sofística, nuevo rico del saber y la lengua, aunque crítico implacable de los
vicios sociales y culturales, no podía tener hacia la παιδεία de su momento una actitud similar.
Quedará la impresión de que incluso sus mismas piezas
cínicas podrían no ir más allá de ser ejercicios literarios. En la gente
inculta los cínicos antiguos atacaban sus vicios y la ignorancia como
distorsión del bien y la realidad. El mal que Luciano denuncia en los cínicos
plebeyos de la fecha no es simplemente la degeneración y el vicio sino su
carencia de formación paidética, la pretensión de ejercer de filósofos sin
contar con los debidos insumos culturales. Donde un Crates reprendería con un
fin instructivo, Luciano parece fustigar con desprecio o con una risa
autosuficiente. Da la sensación de que, en balance general, en
torno al cinismo rondan a su criterio a la vez lo más malo y lo más bueno de la
filosofía, o para decirlo de otro modo, de la conducta y la manera de ser de
los hombres. De ahí que vuelva sobre la cuestión una y otra vez de mil formas distintas,
dejando ver por todo lo que atañe al cinismo una inquietud o interés muy
superior al que concede a las demás ramas filosóficas.
[1] Galeno, In Hippocratis Epidemiarum II 6, 29.
[2] Biblioteca, 128.
[3] «Luciano, samosatense, llamado el
blasfemo o el calumniador, o mejor dicho el ateo, porque en sus diálogos
perseveraba en atacar y tomar a risa hasta a los dioses. Vivió en tiempos de
César Trajano y lo sobrevivió. Fue al principio abogado en Antioquía, Siria,
pero teniendo poca suerte en eso se desvió hacia la logografía y escribió a
mansalva. Al final, según se cuenta, fue devorado por perros, ajusticiado por
ir contra la verdad, porque en la Vida de Peregrino el abominable hostigó al cristianismo y blasfemó contra Cristo. Por
eso fue castigado con la suficiente pena en el presente, y en lo futuro su
herencia será el fuego eterno en compañía de Satanás.» (Suda, λ 683)
[4] Apología de los
que están a sueldo 15.
[5]
El pescador o los resucitados 20.
[6]
Subasta de vidas 1.
[7] En Icaromenipo también hay
chanzas que aluden a epicúreos y pirrónicos, aunque demasiado tenues y
contemporizadoras, máxime al compararlas con lo que toca a estoicos,
peripatéticos y demás.
[8] «ἀλλὰ ῥᾷστά γε, ὦ οὗτος, καὶ πᾶσιν εὐχερῆ μετελθεῖν οὐ γάρ σοι δεήσει παιδείας καὶ λόγων
καὶ λήρων, ἀλλ᾽ ἐπίτομος αὕτη σοι πρὸς δόξαν ἡ ὁδός: κἂν ἰδιώτης ᾖς, ἤτοι σκυτοδέψης ἢ ταριχοπώλης ἢ τέκτων ἢ τραπεζίτης, οὐδέν σε κωλύσει θαυμαστὸν εἴναι, ἢν
μόνον ἡ ἀναίδεια καὶ τὸ θράσος παρῇ καὶ λοιδορεῖσθαι καλῶς ἐκμάθῃς.»
[9] «hἔχε
λαβών καὶ γὰρ ἄσμενοι ἀπαλλαξόμεθα ἐνοχλοῦντος αὐτοῦ καὶ βοῶντος καὶ ἅπαντας ἁπαξαπλῶς ὑβρίζοντος καὶ ἀγορεύοντος κακῶς.»
[10] El Diálogo arguye que le puso una máscara cómica y satírica (κωμικὸν καὶ σατυρικὸν), colocándolo
al lado de la broma, el yambo y el cinismo (σκῶμμα καὶ
τὸν ἴαμβον καὶ κυνισμὸν) y convirtiéndolo
de tal forma en un hipocentauro.
[11] Doble acusación 6.
[12]
Cf. Doble acusación 33 y El
pescador 26.
[13] Al que dijo “Eres
un Prometeo en tus discursos” 5.
[14] «οὐ πάνυ γοῦν συνήθη καὶ φίλα ἐξ ἀρχῆς ἦν ὁ διάλογος καὶ ἡ κωμῳδία» (ibid.
6)
[15] «διαναστάντα δὲ
ἀξιῶ πράττειν τι τῶν ἀναγκαίων καὶ ὅ
σε παραπέμψει ἐς τὸ λοιπον τοῦ βίου τὰ κοινὰ ταῦτα φρονοῦντα» (Hermótimo 72)
[16] «ἐς τὸ λοιπὸν ἂν ἄμεινον ποιήσαις βίον τε κοινὸν ἅπασι βιοῦν ἀξιῶν καὶ
συμπολιτεύσῃ τοῖς πολλοῖς» (ibid.
84)
[17] También en El aficionado a la mentira nombra despectivamente a «los perros rabiosos» (οἱ λυττῶντες κύνες). Se ve que, fiel a los modelos de Demónax y
Menipo, el cinismo lucianesco repudia el ladrido furioso e iracundo. (Cf. El
aficionado a la mentira 50 y Hermótimo
86)
[18] «οἱ Πλατωνικοὶ δὲ τετύφωνται καὶ φιλόδοξοί εἰσι» (Hermótimo 16)
[19] Por un paralelismo de esta índole, pero en este caso quizá en serio, cf. Rafael Guimarães Tavares da Silva, Luciano leitor de Derrida.
[20] Licino recuerda que estoicos y cínicos se burlaban del tácito Favorino –entre los que habrá que incluir a Demonacte, como quedó visto.
[21] «φιλοσοφίας ἀρίστη κρίσις ἔοικεν εἶναι καὶ ἀπόδειξις ἀναντίλεκτος»
[22]
Zeus trágico 35 y 36.
[23] Otra obra que incluye ligeros tintes cínicos y una crítica a la
complicidad entre los filósofos del presente y, en este caso, las bagatelas
ocultistas de la época es El aficionado a la mentira o el incrédulo, que versa sobre la voluntad de mentir (ἐπιθυμίαν τοῦ ψεύδους), o más bien de fabular o contar historias
con supercherías, que afecta a reputados intelectuales, médicos o filósofos.
Tiquíades (Τυχιάδης), el representante de Luciano, que toma de ejemplo a Demócrito como
firme defensor de la racionalidad, afirma que contra semejante inclinación el
antídoto es la verdad y la recta razón (ἀλεξιφάρμακον ἔχοντες τὴν ἀλήθειαν καὶ τὸν ἐπὶ πᾶσι λόγον ὀρθόν).
[24] Sobre los
sacrificios 15.
[25]
Ibid. 1.
[26] Ciertamente Luciano no impugna la metáfora ascensional de una manera
inflexible y rotunda, tal como puede verse en el desenlace de El pescador, en el que Parresíades, en
connivencia con los clásicos de la filosofía, se dispone a pescar a los
intrusos desde la Acrópolis, o sea desde el punto más alto de la ciudad –aunque
no desde los cielos.
[27] Subasta de vidas 11.
[28]
Ibid; Doble acusación 6.
[29]
Ibid.
[30] No parece casual que utilice estos términos, αἰδώς y δέος, reverencia y miedo, que estaban en la mira
del cinismo verdadero como blanco de tiro primordial, para mostrar la reversión
interesada que hacen los falsos emuladores.
[31]
Cf. Los fugitivos 16.
[32] El tirano o la
travesía 3.
[33] Subasta de vidas 7.
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