El gran maestro, el ingenioso, el buen amigo, el impertinente, el de la piel de oso, el del garrote, el forzudo y el héroe desertor
(Ocho cínicos más del siglo II)
Es
curioso que de Agatobulo de Alejandría no perduren anécdotas personales sino
referencias a su carácter de maestro cínico, que parece haber sido el fuerte
del tipo. Porque, como ya quedó asentado, Eusebio indicó que era considerado,
como Enómao, un filósofo célebre hacia la Olimpiada 224, esto es alrededor de
los años 119 y 120[1]. El
resto de las noticias que corren de este perro se deben principalmente a
Luciano. Afirma el sirio que fue maestro de Demónax y que Peregrino le hizo una
visita en Egipto[2]. José
Martín García, haciendo pie en esta fuente, indica que influyó en el segundo y
no en el primero. Dudley apunta que es presumible que sea «aquel famoso sofista de Rodas» que guio en la práctica del ascetismo
a Demetrio de Sunio en Alejandría[3].
Capitaneaba, parece ser, una escuela de ascetismo allí en Egipto y se hizo fama
por la rigurosa manera en que lo profesaba. A este capital añade William
Desmond que fue asimismo maestro de Epicteto y, como lo eran en general los
alejandrinos de entonces y en particular los cínicos alejandrinos («notoriously subversives throughout the
second century and beyond») un crítico feroz del dominio romano[4].
Ciertamente Dión Crisóstomo cuenta que excitaban contra la autoridad romana a
la turbamulta, la cual produjo a la sazón disturbios varios[5].
Que Peregrino en torno al año 155 haya partido inmediatamente después de estar
con él a Roma, donde se consagró a hostigar al emperador, y participara a
continuación de la rebelión armada anti-romana en Acaya es todo un índice en
este sentido, como infiere Donald Dudley, que estima que fue el cínico
alejandrino más destacado del siglo II, pese a no ser para nosotros a la fecha
más que un nombre («is to us little more
than a name»)[6]. Un perro
de los duros que se merece de mínima este bimilenario epitafio.
Contemporáneo
de Agatobulo pero algo menor fue Páncrates, que vivió en los tiempos de Adriano
y Antonino Pío. Este cínico existe por una breve anécdota vertida por
Filóstrato. Loliano de Éfeso, el primero en regir la cátedra municipal de
retórica en Atenas, había dirigido a los hoplitas como estratego, cargo por el
cual reclutaba a la tropa para llevarla a la guerra; pero ahora se encargaba
del aprovisionamiento de trigo y demás vituallas. Hete aquí que un
día se produjo un tumulto en los puestos de venta de pan y la gente se
aprovisionó de piedras para arrojárselas al ex general. Entonces el cínico
Páncrates, que vaya a saberse qué hacía por ahí, intentando sofrenarlos se
interpuso y les dijo: «¡Pero Loliano no
es vendedor de pan (ἀρτοπώλης) sino de palabras (λογοπώλης)!». El chiste hizo estallar a la gente
de risa y que desistieran de la pedrada[7].
Y el joven Páncrates, para colmo con un nombre tan pertinente en ese escenario,
al menos para el lector hispano, pasó a la historia por un mero Witz. Añade Filóstrato que este perro
ejerció luego la filosofía en el Istmo, es decir en Corinto. En todo caso un
buen ejemplo del indispensable repentismo verbal delegado a la tribu por
Diógenes.
El
aludido Demetrio de Sunio figura sólo en el mentado texto lucianesco, Tóraxis o sobre la amistad. Allí se
informa que emprendía el ascetismo cínico bajo guarda del tal sofista rodio que
se identifica al tanteo con Agatobulo. El consenso erudito dictamina que no hay
razones para tomarlo por el amigo fiel de Séneca, Demetrius noster. Podría ser un personaje ficticio, aunque un
manuscrito de La vida de Apolonio de
Tiana, al referirse a una carta de Apolonio a Demetrio el Cínico lo sustituye por el de Sunio. De modo que habrá que
estimarlo como existente. Este Demetrio viajó hacia Egipto con un amigo que
estudiaba medicina con el propósito de contemplar las pirámides y la estatua de
Memnón, porque habían oído decir que las primeras no proyectaban sombra y la
segunda emitía un grito a la salida del sol. Pero el amigo decidió no avanzar en
el viaje, temiendo el calor y la distancia. Lo cierto es que al regresar, Demetrio lo encontró preso por un desfalco que había cometido su criado, quien de
consuno con unos maleantes había saqueado el templo de Anubis y acarreado el
botín hasta la residencia del amo. Fue a animarlo a la cárcel y le entregó la
mitad de su manto roto y desde ese día se abocó a cuidar de él, tanto así que
se declaró ante el gobernador como copartícipe para hacerle compañía en el
calabozo. Cuando se aclararon las cosas fueron liberados y recompensados por el
juez, que valoró el gesto del fidel perro con una suma de dinero que el de
Sunio le obsequió al amigo, porque él debía partir a la India a ver a los brahmanes.
Cínico como era no había menester de esa plata y consideró que el amigo, ahora
en buena situación, podía prescindir de su presencia. Un curioso ejemplo de cinismo
bueno, de esos que no abundan en el de Samosata.[8]
Dídimo
Planetíades, nacido tal vez a mediados del primer siglo, existe para nos porque
es mencionado por su contemporáneo Plutarco en el diálogo Sobre la desaparición de los oráculos, publicado hacia los años 101
y 102. Planetíades, con cursivas en
realidad, ya que es un sobrenombre, traducible como vagabundo, adjetivo que portaba el propio Diógenes. Dídimo es un
personaje secundario y fugaz en este largo diálogo acerca de la declinación
presente de los oráculos. Lo suyo no es más que un bolo, que mete un toque de humor en la pieza y no lo deja muy bien
parado. Dando unos golpes en el suelo con el bastón, interviene vehementemente en
la conversación sobre los oráculos denunciando el ámbito vicioso en el que
prosperaban y atacando de refilón al Apolo Pitio, al cual según dice «unos lo ponen a prueba como sofista y otros
lo consultan sobre tesoros, herencias o desposorios ilegítimos», revelando descaradamente
ante el dios las más innobles pasiones y enfermedades del alma. Para él los
oráculos estaban en declive porque la Providencia había emprendido el retiro como
resultado del predominio de tales consultas impías. Un argumento quizá irónico,
habida cuenta de que los cínicos no eran propensos a creer en ella. Pero acá es
presentado como una suerte de indignado terco. Mientras otro lo tironea del
manto, el narrador lo interrumpe casi de inmediato pidiéndole que cierre la
boca, tome asiento y deje de provocar al dios. Arguye que no sería lógico
pedirle a la deidad que calle ante los hombres corrompidos, ni a la Providencia
que arrebate las adivinaciones, y que esa lamentable clase de personas hubieron
existido siempre –incluso durante el auge de los oráculos. Le reclama que
declare una tregua pítica con el vicio (es decir aquel armisticio que
emprendían las ciudades griegas durante los juegos panhelénicos), con ese vicio
al que se la pasa atacando de palabra una y otra vez, y que busque de conjunto
con los demás otra explicación sobre el asunto a través del diálogo. Un
contertulio, el platónico Amonio, le señala que baraja un concepto discordante
del dios, como si fuera favorable y contrario al vicio a la vez. Con todo esto logran
que Dídimo se retire en silencio, acaso ofuscado[9].
Escena más bien típica que pinta al intelectual cínico como un contrera molesto y sufrido con relativa
indiferencia por el resto de los intelectuales. Como buen cínico, no estaba
para deleitarse con ese tipo de discusiones sino más bien para estropearlas.
Aunque este se fue como con el rabo entre las patas.
En
la Vida de Demonacte Luciano menciona
a un par de cínicos más que son objeto de mofa del bienquerido chipriota: un
tal Honorato, que enseñaba filosofía envuelto en una piel de oso –a quien el
ingenioso biografiado renombra como Arcesilao
(Ἀρκεσίλαος),
en alusión a la palabra ἄρκτος,
es decir oso– y otro, en este caso
anónimo, del que se mofa porque en vez del clásico βάκτρον o
bastón llevaba una cachiporra.[10]
En
el comienzo de la Vida de Demonacte
Luciano refiere a Sóstrato, diciendo que su época no carecía por completo de
hombres dignos de mención y recuerdo: Demonacte lo era como filósofo de gran
valor intelectual y el otro como destacado ejemplo de perfección física. Y es
por eso que llegó a dedicarle una biografía, que en este caso se perdió. De
manera que lo que se sabe de él se debe a los dos primeros parágrafos del libro
sobre Demonacte y a la Vida de los
sofistas escrita por Filóstrato, donde se habla de un tal Agatión alias el Heracles de Herodes, al cual se suele
identificar con este Sóstrato. Luciano, que también lo conoció personalmente y
admiró, cuenta que era beocio, que los griegos lo llamaban Heracles y que incluso creían que era Heracles –es decir su
reencarnación. «Acerca de Sóstrato
–escribe– he tratado en otro libro, y he
descrito su talla y fuerza extraordinaria, su vida al aire libre en el Parnaso,
su duro lecho, sus alimentos de la montaña y sus proezas –en nada discordantes
con su nombre–, tales como exterminar bandidos, abrir caminos por lugares
inaccesibles, o construir puentes en puntos de tránsito difícil.» No sólo
se parecía al héroe sino que emulaba las proezas del mismo de una forma más
literal que el cínico estándar. Este hombre era un strongman, un dechado de fuerza y destreza físicas y un auténtico
gigante que medía 8 pies de alto (lo que equivale, de mínima, a 2,35 m). Era
cejijunto, de nariz aquilina, barba incipiente y de cuello anchísimo –con el
aspecto de un celta, dice Filóstrato– y hacía gala de un apetito proporcional al
tamaño, aunque saciado a base de cebada y de la leche que extraía de cabras,
vacas, hembras de asnos y yeguas. Vivía al aire libre en el monte Parnaso y en
los distritos rurales de Beocia y el Ática, dormía en un lecho rígido, se
vestía con pieles de lobo cosidas y luchaba contra las fieras en pie de
igualdad: lobos, chacales, toros, osos, jabalíes. Razón por la que se burlaba
de los atletas, que recibían coronas compitiendo entre hombres, en vez de
hacerlo como él que a diario corría con ciervos y caballos y peleaba contra
osos. Cuando Herodes Ático le preguntó si había concurrido alguna vez a alguna
fiesta, dijo que en Delfos observó desde lo alto del Parnaso y sin mezclarse con
la multitud a los aedas concursantes, pero que repudiaba a quienes se fiaban de
los mitos, que le parecían funestos cuando se asimilaban sin la debida
desconfianza. Herodes, de acuerdo a Filóstrato, lo describía como una persona
culta que gozaba de una dicción de pureza ática, propia de las campiñas sin
contacto con los bárbaros. Según él, el gigante decía ser hijo de Maratón, un
héroe rural, y de una campesina de fuerza descomunal; aunque otros creían que
era un hijo de la tierra brotado en algún pueblo beocio. Los campesinos de
Maratón y Beocia le proporcionaban alimento y lo tenían por un ser que
irradiaba buenos augurios. Cuando Herodes le preguntó si era inmortal dijo «Tengo la vida más larga que un mortal». Herodes
deslumbrado lo invitó a comer y Agatión
le dijo: «Mañana llegaré a mediodía al
templo de Cánobo, ten la crátera mayor del templo llena de leche que no haya
ordeñado una mujer». Al día siguiente se presentó a la hora señalada y
apenas posando la nariz en la crátera exclamó: «No está pura la leche, pues me da olor a mano de mujer» y marchose
sin beberla. Herodes envió a un sirviente al establo a averiguar si era cierto
y al comprobar que lo era llegó a la conclusión de que el tipo era dueño de una
naturaleza superior a la humana. Fue más factiblemente otro θεῖος ἀνήρ,
uno más para sumar al abundante inventario de hombres divinos del siglo II. Era como
una mezcla de atleta natural y ermitaño pagano, para algunos un filósofo
autodidacta, chúcaro, espontáneo. Pero ante la desgracia de faltar el texto
lucianesco y de no contar con mayores fuentes, se hace un poco forzado
incorporar a este personaje en el no obstante azaroso y así generoso panteón de
los cínicos. En su monumental obra castellana José Martín García prescribe que
no se lo debe incluir en una historia de la filosofía cínica. Para Dudley, que
sí lo incorpora en la suya, «la
probabilidad de que este rústico prodigio sea contado entre los cínicos del
siglo II no es más que otra indicación de lo poco que el cinismo en ese período
tenía necesariamente que ver con algo que deberíamos reconocer como filosofía»[11].
Habida cuenta de que fue glorificado como captor de bandidos y constructor de
caminos y puentes, más que una suerte de buen salvaje avant la lettre podría haber sido un oligarca evérgeta, un
benefactor social que cumplía ciertas funciones policíacas, según la tesis de Joaquín De la Hoz Montoya[12].
La merma poblacional y la decadencia de la agricultura en la Grecia de entonces
parecen haber conducido a una multiplicación de los animales salvajes así como
del bandolerismo, de manera que no extrañan tales proezas, incluidas las
restauraciones de puentes y rutas en desuso. Ragnar Höistad indica que con las
historias de Demónax y Sóstrato, Luciano intentó mostrar que su época había
gestado personalidades cínicas del mismo valor que las del cinismo clásico
(Demónax, dice, era su «ideal Cynic»);
Sóstrato, tal vez, como apunta Goulet, fue su representante ideal de un tipo
práctico de filosofía[13].
Este ser mostrenco y cultivado a la vez parece haber llevado a cabo una vida a
lo Heracles, que dice Dudley, «no en
alegoría sino en los hechos».
El siglo II se cierra con
Antíoco de Cilicia, alias el Renegado,
un cínico o aspirante a tal, que fue reclutado por el ejército de Septimio
Severo y Caracalla para la campaña contra los partos del año 197. Este hombre
se convirtió por breve intervalo en un guerrero ejemplar a ley de fortaleza
cínica. Estando la soldadesca desanimada por el clima inhóspito, un frío
intenso, para espolearlos se arrojó decididamente sobre la nieve revolcándose
como si nada y sin ninguna aprensión. Como se ve, emulaba a Diógenes y le daba
curso a esa antigua práctica gremial de resistencia. Viendo esto, Severo y
Antonino le rindieron honores y lo premiaron con una suma de dinero. Pero era
cínico al fin y siguió emulando al Perro,
ahora de una manera contraria a los fines romanos. Junto a Tirídates, un
príncipe armenio, resolvieron desertar y ponerse a servicio de los partos.
Severo reclamó la entrega de estos dos al rey Vologases, quien los cedió y con
ello se puso conclusión a la guerra. Y aquí termina la historia de este can
según la narra Dión Casio[14].
No podemos imaginar otro desenlace para él que la inmediata ejecución. Con esta
probable muerte concluye el siglo de los cínicos y no hay noticia de ninguno
por unos 200 años. Son tiempos propicios para el cristianismo y el misticismo
neoplatónico encabezado por Plotino, Porfirio de Tiro y Jámblico de Calcis.
Como dice Martín García, la corrosión de la cultura antigua se propaga desde el
interior y las provincias por todo el Imperio.
[1]
Eusebio de Cesarea, Crónica de Jerónimo
198, 1.
[2]
Luciano de Samosata, Vida de Demónacte 3; Id.; Sobre la muerte
de Peregrino 17.
[3]
Id., Tóxaris o sobre la amistad 27.
[4] William
Desmond, Cynics.
[5] Dión de
Prusa, Discursos 33.
[6] Donald R. Dudley, A
History of Cynicism.
[7]
Filóstrato, Vidas de sofistas 1 23.
[8] Luciano de Samosata, Tóxaris o la amistad, 27-35.
[9] De la desaparición de los oráculos 7, 412 f-413 d.
[10]
Luciano, Vida de Demonacte 19 y 49.
[11]
Luciano, Vida de Demonacte 1-2;
Filóstrato, Vidas de sofistas II 1,
552-555. También Plutarco (Cuestiones de
sobremesa IV 1, 660 e) refiere a un personaje con las características de
Sóstrato, pero con el nombre ligeramente alterado.
[12]
Cf. Joaquín De la Hoz Montoya, Sóstrato, un evérgeta beocio.
[13] R. Höistad, Cynic
Hero and cynic King; J. F. Kindstrand, Sostratus-Hercules-Agathion,
The Rice of a Legend; C. P. Jones, Culture
and Society in Lucian; D. Clay, Lucian
of Samosata: Four Philosophical Lives; M-O. Goulet-Cazé,
Le cynisme, une philosophie antique.
[14] Dión Casio, Historia de Roma LXXVIII 19. Aparece
mencionado en la Suda también.
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