(Noticias sobre los otros cínicos del s. I d. C.)
Entre
los otros cínicos rajados de Roma en la centuria inicial de la era cristiana, del
primero que hay noticia es de un tal Isidoro, que fue expulsado por Nerón de
Roma e Italia en el año 62, en simultáneo con Demetrio, por haberse burlado de
él: Isidoro se lo encontró a Nerón paseando y le echó en cara, a viva voz y a la
vista del público, que cantara bien los males de Nauplio mientras administraba
mal los bienes.[1]
En
el año 75, bajo gobierno de Tito y Vespasiano, les llegaría el turno a
Diógenes, alias el Sofista, y a
Heras. La boda de Tito con la princesa judía Berenice fue muy mal recibida por
el pueblo y estos cínicos, que habían ingresado a la ciudad de manera
subrepticia, aprovecharon para hacer de las suyas. Este Diógenes se introdujo
en la ciudad y se mandó de prepo al teatro y cuando estaba lleno de público
volcó imprecaciones y fue azotado. Unos días después hizo lo mismo un colega de
nombre Heras, pensando que no le iba a pasar nada peor que al otro, pero como
resultado le cortaron la cabeza[2].
Uno sí, dos no.
A
los infamados Hermodoto y Menestrato, el pedigüeño y el roba migas que
mencionan los epigramas de Lucilio, hay que ubicarlos en este siglo; pero no
hay ningún índice que los exima de su calidad de simples nombres de ficción. De
aquellos entonces, en cambio, se sabe de la existencia de otro cínico llamado Carnéades,
al que Eunapio describe como contemporáneo de Apolonio de Tiana y como cínico
destacado a la par de Musonio, Demetrio y Menipo de Licia[3].
Este último merece un párrafo aparte por razones ajenas al cinismo y a la
razón. También estuvo a punto de perder la cabeza, pero no por Nerón sino por
una empusa. Vemos cuál era el arco de peligros que afrontaban los cínicos del
siglo primero. No todos eran políticos.
Menipo
de Licia, de acuerdo a la historia que narra Filóstrato, parece la contracara
fisonómica del Menipo de Gadara que boceta Luciano en el Diálogo de los muertos y que más tarde pinta Velázquez: un viejo
feo, calvo y harapiento. Nuestro Menipo era en cambio un agraciado joven de 25
años de edad, inteligente y de buen parecer, con el aspecto menos de un cínico
que de un reluciente atleta. Contaba con el vigor suficiente como para
entregarse a la filosofía, refiere Filóstrato, pero era esclavo de lo amoroso. Caminando
hacia el puerto de Corinto dio de sopetón con una joven muchacha que tomándolo
de la mano le reveló que hacía tiempo que lo amaba. La dama decía ser rica y
venir de Fenicia. El portentoso pichón correspondió a la bella y se hicieron
novios y la novedad circuló entre las gentes. Tal fue el flechazo mutuo que se
comprometieron en matrimonio. Como se dijo, el efebo candidato a cínico seguía
como maestro a Demetrio, quien se lo encomendó a Apolonio como había hecho
Antístenes otrora, cediendo su alumnado a Sócrates. El hierático Apolonio,
haciendo uso de los sobrenaturales dones de presciencia con que contaba,
examinó el caso y advirtió de inmediato la situación. Escudriñó a Menipo como
si fuese una escultura y le expresó lo siguiente: «Tú, sin dudas un joven hermoso, eres acechado por las bellas, pero
acaricias a una serpiente y la serpiente a ti». Y ante el asombro del otro
agregó: «No es una mujer con quien te vas
a casar». La boda se celebraba al día siguiente o al venidero y el
taumaturgo se presentó. Al advertir que en el salón relucían los ornamentos en
oro y plata, preguntó a Menipo a quién pertenecía tanto boato. «A mi esposa –le dijo– porque yo sólo poseo esto» –señalándole
el manto burdo que llevaba calzado. «¿Habéis
oído decir –siguió Apolonio dirigiéndose a los presentes– que los jardines de Tántalo no existen
aunque parece que existen?» Y estos contestaron: «Sí, en Homero, puesto que no bajamos al Hades». «Pues pensad –continuó– que todo este ornamento no es tal sino
apariencia de materia y que esta bonita novia no es más que una empusa, aquello
que la gente llama lamias o mormolicias. Estas pueden amar y aman el placer sexual, pero sobre todo la carne
humana y seducen con esto a quienes desean devorar.» Dicho esto la aludida
se irritó, y sabido que se burlaba habitualmente de la charlatanería de los
filósofos, exigió que Apolonio se retirara. Pero en un abrir y cerrar de ojos las
copas de oro y la vajilla de plata se convirtieron en aire y el servicio, los
escanciadores y los cocineros, se desvanecieron al instante como humo que eran.
El fantasma, ya entre sollozos, pidió clemencia, que no lo torturaran, y se vio
forzado a reconocer que era una empusa que procuraba tragarse al incauto y
hermoso cínico Menipo.[4]
El
escoliasta de la obra Icaromenipo de
Luciano, asegura que el joven se convirtió en un inseparable acólito del mago
para el resto de su vida, «aunque se
dedicó a los prodigios y perdió su tiempo libre en asuntos de una mente insana»[5].
Y en efecto Filóstrato lo muestra acompañándolo en múltiples aventuras,
burlándose de Nerón o de los cuentos de Esopo, aunque al contrario lo pinta
como alguien hábil en la dialéctica y en el uso de la παρρησία[6], lo que sugiere que se
mantenía en la línea de Demetrio, como una especie de cínico cruzado con
neopitagórico y activo en plena Roma en el combate político-moral contra el
déspota. Extrañamente el anónimo comentarista confunde al Menipo de Licia con
el de Gadara, si bien lo detalla como un joven noble y de físico entrenado. El
mismísimo Sócrates, incluso, podría haber confundido a ambos Menipo en el
propio Hades, cuando el taimado Luciano lo sitúa en el Diálogo de los muertos rodeado de los galanes que frecuentaba en
vida y despuntando inútilmente el vicio de la pederastia allí donde todos no
son más que esqueletos indistintamente horrendos. Según José Pablo Maksimczuk
con aviesas intenciones de acostarse con él, creyendo el ingenuo que se trataba
del otro. En el Infierno somos todos iguales, el homónimo adonis y el vejete
encorvado, animadas osamentas con memoria. Pero el dudoso Sócrates no se
percataba. Tamaña y cifrada carcajada le guardó el antifilósofo de Siria.[7]
Tales fueron los cínicos que
actuaron en este siglo, o mejor dicho los hoy conocidos. En cuanto a los que
escribieron hay menos todavía: se sabe por Ateneo de un tal Esfodrias,
autor de un Arte de amar (Τέχνην Ἐρωτικήν)[8].
Dudley ubica sin mayores certezas a esta pieza junto a El banquete de los cínicos de Parmenisco, también citado por Ateneo[9],
en las postrimerías de la centuria. Esta última trata a la vista sobre unos
cínicos, pero es con poca probabilidad un producto cínico. No se sabe quién fue
el tal Parmenisco, quizá un diminutivo de Parmenón, quizá un gramático alejandrino
de los siglos II o I antes de Cristo. Fue escrito seguramente entre la muerte
de Meleagro y la de Ateneo, o sea entre los siglos segundos antes y después de
nuestra era. El incierto Parmenisco menciona a Carneo de Mégara como el líder
de ese grupo de seis perros y agrega los nombres de Diítrefes y Cebes de Cízico
–el cual no era tanto un cínico como el huésped que aporta la casa para el
banquete. Dudley razona que podría asociarse al tal Carneo con el Carnéades aludido por Eunapio.
Mientras se empachan con lentejas preparadas de mil maneras, los barbudos perros
dialogan entre citas literarias con dos putas que llegan en medio del convite, Melisa,
«la pajeadora del teatro» y Nicio, «la mosca de perro», que riéndose del
monotemático y pobre menú entablan un debate sobre dieta y filosofía
mencionando a Meleagro y Antístenes.
[1]
Suetonio, Nerón 39, 3.
[2]
Dión Casio, Historia de Roma LXV 15,
3-5.
[3]
Eunapio, Vidas de filósofos y sofistas
2, 1, 5. Eunapio afirma que de ellos no se sabe nada en claro, ya que nadie puso
sus vidas por escrito. Musonio, sin embargo, no era cínico sino estoico.
[4]
Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana
IV 25. Hay una breve referencia también en Eusebio, Contra Hierocles 399, 22.
[5] Escolio a
Luciano, Icaromenipo 1, 4.
[6] Filóstrato, ibid. V 43.
[7]
José Pablo Maksimczuk, Menipo y Sócrates
en Diálogos de los muertos 6:
pederastía en el Hades. El escoliasta de El pescador o los resucitados habla de un Menipo de la época de Augusto que
era un fiel seguidor del Perro. De ser el de Licia sumaba otro rasgo contrario
al de Gadara, que de acuerdo a Laercio «desconocía
la naturaleza del perro».
[8] Ateneo de
Náucratis, IV 162 b-c.
[9]
Id., ibid. 156 c-158 a.
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