Avatares del cinismo en el Imperio romano


En la brecha entre la Grecia clásica y la alejandrina el cinismo. El cinismo, creación original de los griegos. Grecia lo parió pero Roma lo expandió. Es con el Imperio romano, según dispensan los expertos, que se convirtió paradójicamente en moneda corriente. Una pesada herencia este lado B de la filosofía: con la grandeza griega venía su escoria. Lo que griegos crearon romanos lo gastaron. El poder debió soportarlo en las calles; los estoicos, los neoplatónicos y los cristianos lidiaron entre la asimilación, la admiración y el rechazo terminante. Los satíricos se burlaron de ellos con las arterías retóricas que los mismos cínicos habían maquinado.

Dudley da suficientes pruebas de que el cinismo no desaparece y es bastante bien conocido en la República[1]. Pero como práctica de vida era demasiado para el estómago de la clase dirigente y las castas intelectuales romanas. Había otros modelos de ρετή más acordes a la virtus tradicional, otra tradición de censores de la moral que por plebeyos que fueren no dejaban de ser ciudadanos y funcionarios con la debida integridad. Los prohombres romanos, regidos por la gravitas o el decorum, no estaban dispuestos a barajar de muy buen gusto a la ναίδεια cínica. No era la República el ambiente adecuado para la expansión de los cínicos. Es menester un medio en el que el patriotismo condescienda al horizonte mundial. Para la proliferación de una ideología como esta era necesario que volvieran a emerger condiciones imperiales y con ellas el cosmopolitismo, una élite de moral disoluta, el demasiado lujo por arriba, la pobreza en demasía por abajo. He ahí el caldo de cultivo del siglo I d. C. No hay cinismo si no hay Imperio.

En los dos últimos siglos antes de Cristo –y a excepción tal vez de las primeras cartas del epistolario apócrifo– se desdibujan las huellas del cinismo como νστασις βίου. Después de Crates no destaca ningún cabecilla que haya acarreado consigo una leyenda importante: Bión, Menipo, Cércidas, Meleagro, etcétera, son cínicos parciales o contaminados o meramente campeones del κυνικὸς τρόπος. Por lo demás algunos valores del cinismo, ατάρκεια, πάθεια, prosperaban absorbidos por estoicos y epicúreos al interior de un orden escolar que garantizaba una continuidad más clara en el traspaso de mando y una espectabilidad más razonable. Pero el cinismo correría por otro lecho, por el cauce del anonimato colectivo, pequeñas y diversas tribus compuestas en muchos casos por gente analfabeta, o al menos incapaz de sostener el desparpajo retórico-performático de los maestros originarios. Desde los albores del siglo I d. C., escribe Dudley, hay un renacimiento filosófico del cinismo. Renacimiento extraordinario, adjetiva Goulet-Cazé, pero de un cinismo que se registra sobre todo como un fenómeno de masas, como una filosofía popular. Los cínicos pululan por las arterias de Roma, Atenas, Alejandría, finalmente de Constantinopla y de cuanta ciudad importante del lado oriental del Imperio hubiera. Son un elemento repetido de la fauna urbana, entre pintoresco y execrable. Vociferan en los cruces de caminos, en los pórticos de los templos. Trabajan de cara a un público de cualquier estofa. Mendigan, imprecan y calzan el atuendo distintivo, porque a los ojos del paseante y del común del pueblo el hábito hace al cínico. A esa filosofía sacada a la calle se la acusa de dejar de ser filosofía, de convertirse en una excusa para vivir de arriba apretando y apurando a la gente. Estos émulos de Diógenes, además de imitarlo aparentemente sin la misma gracia y vivacidad, hacen del impudor un uso ilegítimo o espurio y son acusados de no practicar el ascetismo que Diógenes profesaba como contrapartida sine qua non. Toman el atajo, pero no hacia la virtud. Se aprovechan de la investidura –y de las vestiduras– del filósofo para sortear las inclemencias del mundo del trabajo y se convierten así en una amenaza no solamente para el orden sino para la estructura productiva de la sociedad. Tal es el diagnóstico entre risas de Luciano en Los fugitivos y Subasta de vidas, o del epigramático Lucilio. La conversión al cinismo es descripta como una avivada y como un módico ascenso de clase o salida laboral, salida más bien del mundo del trabajo manual para gozar de la respetabilidad popular del filósofo. Diógenes dignifica. Pasarse de alfarero, curtidor, zapatero, carpintero o cardador de lana a objetor de conciencia, a ejercer de mala conciencia del poderoso y del hombre común es denunciado como un negocio. Un sacerdocio sin validación institucional, en todo caso. El self-made man filosófico se cruza con una especie de planero no estatal. La idea socrática de que la filosofía no debía restringirse a una casta cerrada y aristocrática se materializó en la realidad de forma abrumadora con el cinismo y recién en el Imperio romano. He ahí el problema de ciertas ideas, que se hacen realidad.

El cinismo por otro lado había llegado a Roma como forma literaria a través de la Comedia Nueva con Varrón, Terencio o Plauto. Roma hereda como bienes preciados a Diógenes, su maestro socrático y su alumno tebano, en la medida en que son talismanes de la literatura, mitad héroes y antihéroes. Pero Varrón fue llamado Cynicus Romanus apenas por haber abordado o adaptado las formas literarias de Menipo. El único literato cínico griego del siglo I a. C. del que se tiene conocimiento es Meleagro, que acabó en cierta forma renegando, pasado a las huestes de Afrodita. Además de una ideología popular y un género de vida, una tradición literaria de sátira moral. Con las armas de esta última se pudo atacar a aquella primera, como se ve claramente en Luciano, un heredero cumplido y consciente de esa revolución literaria consagrado a aplicar tales recursos al desprecio risueño de la misma vida cínica desarrollada en el presente –e incluso, como se aprecia en Subasta de vidas, a ciertos aspectos generales del cinismo no solamente contemporáneo. El desprecio señorito por los cínicos vulgares a lo mejor no era más que un desprecio por una filosofía enteramente popular que por su parte, tal como había procedido Diógenes, y como contrapartida, debía consagrarse a repudiar a las filosofías institucionales de cenáculos. Que estos filósofos indigentes, de poca o nula educación y pobre retórica, fueran en bloque unos energúmenos malavenidos, ventajeros y simuladores de pacotilla no es muy creíble. Pero como era tan fácil disfrazarse de filósofo cínico y actuar ante el público de forma a primera vista similar, tenían todas las de perder allí donde todos los gatos son pardos.

Los cínicos del Imperio siguen, como cuando arrancaron en Atenas, afluyendo de la periferia. Pero el contorno imperial se agranda y esa periferia es más remota y ahora verdaderamente extranjera, sin carta de ciudadanía posible. Asia, Siria, Atenas, Corinto, Epiro, Tracia, Ponto, Moesia, el cinismo es un fenómeno oriental y de habla griega. Entre Vespasiano y Marco Aurelio, alrededor del siglo II la presencia de los cínicos ya es notoria incluso en la misma Roma y sobre todo en Alejandría. Lo que fue sorprendente durante el siglo III a. C., fue tornando a lo largo del tiempo en familiar y al final en repetitivo y hartante. Fotocopias de fotocopias. Se diría que el cinismo como modo de vivir y práctica activa si no se esclerosa cae sí en un estereotipo, pierde frescura y espontaneidad tal como dice Goulet-Cazé. Las anónimas cartas de los cínicos son, dice Dudley, una colección de discos de pasta gastados. Las epístolas muestran la existencia de un cinismo colectivo que produce textos didácticos, amparado más que nada en las figuras aureoladas de Diógenes y Crates, y son el único documento existente para contrarrestar la abundancia de elevados e ilustres registros en su contra. Porque los grandes cerebros y espíritus del mundo romano no hacen distinción alguna entre los charlatanes disfrazados y los practicantes callejeros que viven en el cumplimiento de los preceptos tal como son enunciados en ese puñado de esquelas. Pero fuera de ellas las muescas que superviven del cinismo ordinario sólo cobran la forma del vituperio, del desprecio y la risa despectiva de los señores y de los intelectuales serios. El cínico se convierte en un ingrediente del paisaje social y por otro lado en un arquetipo literario, en una especie de espantajo y hazmerreir genérico. Pareciera que los cínicos del mundo romano dejaron de ser atletas heráclidas para convertirse en mártires del miserabilismo. En una cultura como la romana la acusación más repetida que reciben no es la de licenciosos sino la de hipócritas, falsos filósofos y falsos ascetas. Cómo distinguir a un mendigo no-filósofo de un filósofo-mendigo, he ahí el quid, la encrucijada en la que desembocan filosofía, mendicidad y mendacidad. Mientras tanto la literatura que parece ser propiamente cínica se concentra en lo parenético. Ahora es apenas sapiencial y educativa: usurpan la firma de Diógenes y Crates para hacerlos virar de género y de estrategia edificante. Dejan la parodia y la guasa por la parábola y el sermón, el chasco agresivo por los consejos de autoayuda. Una literatura de consumo interno o de iniciación, o de propaganda llana, que los verdaderos Diógenes y Crates quizá se privaron de escribir así hubiesen ejercido un equivalente magisterio oral y puertas adentro. Estas cartas mostrarían el otro lado de la cosa, al cínico no proyectado al exterior como provocador sino en la intimidad como encargado de la crianza, educación o guía del cínico aspirante. Los pseudo-epistolarios de Diógenes y Crates, entre otros documentos anónimos evidentemente cínicos, dan quizá con el tono general del cinismo bajo dominio romano. El intelectual perruno o el cabecilla cínico de entonces no escribían más que para trazar la hagiografía en primera persona de los santos fundadores. La edad de los héroes pertenecía al pasado. La práctica del cinismo no insumía novedades a título individual. Rota de manera temprana la gloriosa cadena de transmisión personal, la formación del cínico consecuente no contaba con otros recursos que estos libros de texto, una especie de escolaridad sui generis. La historia del cinismo ya estaba trazada; se seguía escribiendo, o reescribiendo mejor, pero en tanto que ya acontecida. Lo que quedaba era la enseñanza y la práctica. La vida cínica continuaba y de hecho proliferaba como nunca, pero sobre una estructura ya dada. En todo caso el botín que se disputaban, cínicos y no-cínicos, amigos, enemigos e indecisos, era el sentido o el concepto de lo que Diógenes y el cinismo significaran. En cuanto a la historia del cinismo del período romano, lo que hay es una serie de vestigios de los que emergen algunas personalidades que basculaban entre el cinismo y otra cosa, el estoicismo, el cristianismo, el misticismo neoplatónico y demás, y de otro lado el registro que dejaron los escritores conspicuos de la molesta o risible presencia de los cínicos irrelevantes y arquetípicos. Pero la traza narrativa que cuenta la presencia de ese nuevo cinismo es la misma que construye en simultáneo la historia inicial del cinismo que conocemos, porque el grueso de lo que llega de él es un destilado escrito durante el dominio romano, en especial bajo el Imperio. Esto complica las cosas. Aquellos autorizados para narrar la historia oficial del cinismo la van construyendo incluso a contrapelo del cinismo que discurre en la carne viva del presente. Los archivos del cinismo clásico-helenístico casi no existen más que dentro de los archivos de la civilización imperial romana. Copistas de copistas, intérpretes de intérpretes.

Pocas veces se muestra a Diógenes rodeado de seguidores o aprendices, y Crates, evidentemente menos insociable y con un número de discípulos probados, tampoco es un dechado en ese sentido. Salvo, eso sí, los Diógenes y Crates de las epístolas, en las que se vislumbran los escenarios de un cinismo grupal, escolar y comunitario. Pero no son suficiente prueba para arrojar algún veredicto sobre las generales de esa aparente masa de probables cínicos que los detractores representan atiborrando las ciudades y caminos. No está claro que todos los cínicos callejeros formaran parte de una suerte de conglomerado tribal. Además, que hubiera un cinismo popular no significa que fuera gregario o colectivo, o que cada uno mantuviera algún tipo de filiación por decir gremial. Afirmar que el cinismo original fue individualista y el imperial colectivista o comunitario puede ser más o menos orientativo, pero como mínimo exageradamente categórico. Lo comunitario está también presente en el primero y lo individualista en el segundo. Quizá el individualismo de base continuara de alguna manera sin jamás haber alcanzado la trascendencia de un nombre propio, no necesariamente a causa de una insolvencia intrínseca en cada caso. La misma mitificación de Diógenes y Crates, bajo el diverso usufructo simbólico que se hacía con sus figuras, conducía al agrisado general de los émulos en vida. Con tanta idealización dudosa era fácil aparecer como un impostor o una copia degradada. ¿No había reposición generacional de aquellos dos individualistas carismáticos, o no había quienes estuvieran dispuestos a solventar o tolerar nuevos y renovados Crates y Diógenes, que además de escribir divertidos panfletos vivieran y operaran con un análogo e insoportable rasero? El supuesto genio literario de estos dos –o tres si entra Antístenes, o cinco si caben Bión y Menipo– pasaría, salvo excepciones, a manos no-cínicas, corriendo las letras por un lado y la vida por otro. Una tradición viva y otra literaria. El cinismo encontró seguidores y lectores. Porque a través de la literatura y de la filosofía el cinismo era moneda circulante entre las castas intelectuales; pero afuera y por abajo corría otra trama cínica. Y de ahí un cinismo respetable y otro inaguantable. Las clases bajas analfabetas no tenían otra posibilidad que la de sobrellevar la vida cínica; en cambio aquellos que componían la clase ociosa, o aquellos que tuvieron la posibilidad de aprender a leer y disponer de libros, podían contar con algo de las viejas letras cínicas, incluso de manera directa. Antístenes fue leído por Longino, Epicteto, Dionisio de Helicarnaso y Juliano; en el siglo I a. C. Filodemo leyó la República de Diógenes; en el siglo II d. C. Teófilo de Antioquía y Clemente de Alejandría dan cuenta de haber leído a Diógenes; Juliano leyó las tragedias diogénicas y los versos de Crates, lo mismo que la biografía de Crates escrita por Plutarco; Menipo fue leído por Varrón, Petronio, Luciano, Apuleyo, Capella y Boecio. Durante el Imperio varias de las obras originales de los cínicos clásicos estuvieron disponibles, aunque no es posible precisar cuántas y de qué manera; pero es probable que el principal abrevadero del acervo cínico para los intelectuales de la época no fuera la literatura cínica sino más bien la llamada literatura secundaria: las memorias, vidas y χρεαι, como las obras de Cleómenes, Eubulo y demás. Ni los textos originales, ni los de los biógrafos y anecdotistas, deben de haber sido la fuente de la que se servía el grueso de los practicantes de la vida cínica, iletrados cuando no analfabetos. La literatura cínica que puede haber estado a la base de la formación de esta gente, de corte pedagógico y formativo, era más reciente y de autoría anónima, y da la impresión de que tenía un horizonte concreto: orientar a la práctica de la vida a imitación de Diógenes, Crates y adláteres. En cambio la circulación de un acervo cínico en la educación de las castas intelectuales tenía otro fin, instruir en retórica y gramática usando a las χρεαι cínicas como medio. Un cinismo literario y otro ético, práctico y vital, y un cinismo intelectual y otro popular. Se lo vive por un lado y se lo escribe por otro. Actuar, hablar o escribir en nombre de Diógenes, cosas diferentes. Dos clases de portavoces: los portagrama y los portasoma. Reclamar al cinismo como tradición es un poco problemático, contradictorio más bien. De ahí que la maravillosa e inaprehensible historia del cinismo sea una historia de la impostura, de la tergiversación, la malversación, el confusionismo y la usurpación de un legado, una identidad o un nombre. La estrafalaria puja por la autoridad de Diógenes, un arcaico indigente que vivía en un barril, cuya inasible vida no dejó más que cuentos pasados de mano en mano y construidos a medida del usuario de turno.

Goulet-Cazé afirma que comparado con el cinismo del medio ambiente original, el del Imperio romano se torna más variado, menos homogéneo. Dejaba quizá de ser una evidencia y debía ser interpretado, re-entendido. En principio habría habido tres maneras de encararlo: como escuela de pensamiento con δόγματα y τέλος propios, como νστασις βίου o manera de vivir al margen de δόγματα y τέλος, y como tal νστασις βίου pero con el τέλος de otras escuelas filosóficas o de la misma fe y doctrinas cristianas. A estas tres maneras de pensarlo y vivirlo Goulet suma una cuarta: el cinismo idealizado de Epicteto o Juliano. Además queda claro que Diógenes y cinismo son entidades distintas, que Diógenes no es la fuente monolítica de todo cinismo. Antes se lo encuentra a Antístenes como maestro suyo y conexión necesaria del estoicismo con Sócrates; después está Crates, cuya existencia histórica como filósofo y maestro es más firme que la de un Diógenes con demasiado de construcción coral y libresca. También son presentados como fuentes originarias Heracles, Apolo e incluso Odiseo entre los seres mitológicos, sin contar al cinismo como forma universal y hasta barbárica del que habla Juliano, que hace de Diógenes y Crates corifeos. Ya Enómao corría a Diógenes del centro y el propio Juliano da cuenta de un cínico que se jactaba de articular reproches al sinopense. Este tipo de cuestiones se discuten bajo el Imperio romano, pero no es posible saber si bajo el período alejandrino ocurría algo parecido. Una filosofía sin fundamento –sin dogmas, para el caso– y sin fundador.

Habrá que preguntarse cómo encaja la división entre νστασις βίου y αρεσις, género de vida y secta filosófica, con la división entre un cinismo popular y otro culto, y si debe suponerse que los cínicos populares y analfabetos estaban exceptos de toda aspiración a ser parte de una escuela que persigue un τλος determinado. El público al que iban destinadas las cartas cínicas no eran los happy few de la Roma imperial. Documentos tal vez de circulación interna, o exteriorizados como autodefensa ante el enemigo, quizá tenían por fin ser leídos ante gente sencilla y analfabeta y reproducidos por la modesta vanguardia con lectoescritura que transmitía el catecismo. Eran un puente entre el cinismo letrado y el callejero, pone Goulet. Hay que notar que las cartas jamás denuncian la existencia de una falsa filosofía cínica proliferando en las urbes (cosa que podrían haber hecho), apenas se limitan a recetar lo que entienden como verdaderas enseñanzas de los maestros y punto. Pero los entendidos también amagan con otra división dentro de la historia de esta corriente: la del rudo y el suave. Las cartas de los socráticos –del siglo II– y las de Heráclito –siglo I– son consideradas parte de ese mismo corpus del cinismo anónimo. Se dice de las primeras que quizá fueron escritas por gente que buscaba conciliar a cirenaicos con cínicos: Antístenes y Simón el Zapatero harían en ellas el papel de los duros y Aristipo el del suave (Hock y Malherbe creen que formaban parte de un debate interno entre cínicos, pero Goulet dice que no resuelven nada). La idea de que existieron desde el vamos y hasta el final dos cinismos, el duro y el blando, el cuasi-espartano y el semi-hedonista, resulta de las diferencias temperamentales de Diógenes y Crates, pero no parece otra cosa que una división arbitraria. Uno y otro maestros, además, parecen haber pateado para ambos equipos. Se percibe mejor en Bión, que se presentaba ante la Suerte como un actor que tomaba distintos papeles o como un marino que arreaba o izaba las velas, mientras Diógenes emprendía el denodado atletismo de la virtud y la encaraba como si de su enemiga íntima se tratara. Pero Bión, alumno de Teodoro, era un ecléctico que abrevaba en la tradición cirenaica. Demónax, tardío devoto socrático que gambeteaba entre Diógenes y Aristipo, sería el exponente romano de la línea cratésico-biónica. Demetrio, adusto como un estoico y capaz de dormir sobre el heno, o Salustio y Peregrino, que se sometieron al fuego, podrían estar en el otro supuesto bando. La Carta 19 rechaza a Odiseo como padre del cinismo, cuya politropía, defendida por Antístenes, parece haber sido del gusto de Bión.

La división entre un cinismo popular y otro culto podría ser históricamente menos arbitraria, pero no tajante. Para Juliano un «cínico inculto» podría haber sido el propio Máximo Herón, tenido por varios santos de la Iglesia contemporáneos a él como un intelectual más que valorable. Para Luciano, Peregrino era un chapucero no del todo bien formado, la antítesis de Demónax; pero no un analfabeto ni un proletario. Entre el popular y el cultivado habría una serie de escalones intermedios o una gama varia de grises. A la base de esa cierta aristocracia cínica estaba la tradición de Crates, cuyo mito de origen lo presenta como el gran renunciante, y Luciano muestra a Demónax en esa línea, como quien eligió el ascetismo sin ser forzado por la necesidad. Pero en Demónax, más cerca de Sócrates, no hay una desgracia social originaria y en Crates –como en Diógenes– sí. Se dice que el cinismo romano fue sobre todo un cinismo popular, pero curiosamente conocemos casos de cínicos alejandrinos que provenían del sector de los esclavos y no se conoce ningún cínico romano de ese origen. Tal vez la nueva sociedad no estaba dispuesta a soportar en estos estratos la pretensión de ser filósofo, o bien (ya que la existencia de Epicteto prueba lo contrario) la de ser filósofo, para colmo, cínico.

Siguiendo la tradición de mojarle la oreja al tirano, los cínicos afincados en la ciudad de Roma se volcaron hacia el siglo I a hacer interferencia en la política. Nerón, que como dice Filóstrato, no permitía que nadie fuera filósofo[2], mandó al destierro a Isidoro y a Demetrio. Pero peor la tenían los estoicos, de verdadero peso en las élites senatoriales: Trásea Peto fue condenado a muerte, Barea Sorano e hija condenados al suicidio, Helvidio Prisco y Paconio desterrados. Muerto Nerón, Demetrio volvió a la Roma de Galba para ser exilado de nuevo por Vespasiano. Cuando en el año 75 se levantaron los decretos de expulsión, retornaron los cínicos Heras y Diógenes, que al protestar en público por la unión de Tito –hijo de Vespasiano– con Berenice, es decir manifestándose en contra de la monarquía hereditaria, la pagaron el segundo con azotes y el primero con la vida. Domiciano continuó expulsado filósofos, Artemidoro y Epicteto entre ellos, pero ya no quedaba cínico con cabeza a la vista. Con Trajano y la dinastía de los Antoninos, gobernó en Roma una casta ligada a la filosofía estoica, pero por entonces ya contamos con cínicos que aran por otros surcos, y gracias a ello siguen ladrándole al poder. Peregrino, cínico-cristiano o algo por el estilo, sufre la expulsión y organiza acto continuo una revuelta contra Roma desde Grecia, para luego fustigar al filántropo millonario Herodes Ático en las Olimpíadas. Bajo el reinado de Cómodo, fines de la segunda centuria, Alejandría vivió alborotada, y allí cundían los cínicos en medio del revuelo.

El estoicismo del siglo I d. C. vuelve a clavar el eje en la ética, que la virtud está más en los actos que en las palabras, que la filosofía es sobre todo una práctica y basada en una forma de ascetismo. Es el propio estoicismo el que parece dividirse en un ala popular y callejera y una elevada, teórica o libresca. La performática y la prédica cínicas se confunden ante la presencia viva de estos estoicos populares cultores de la diatriba y no desligados a la ναίδεια, que articulan una vuelta a los fundadores Zenón y Cleantes. Los estoicos de entonces hacen uso de las formas literarias cínicas, cosa que se nota también en eclécticos como Favorino y Máximo de Tiro. He ahí el quid que a va a separar al cinismo vulgar del cinismo defendido por los intelectuales estoicos como Séneca, Musonio, Epicteto, Marco Aurelio o el propio Dion Crisóstomo. El estoicismo, alejado de Posidonio y Panecio, de un Estoa Media purgada de cinismo, vuelve a interesarse por su pariente pobre, dice Dudley. Pero lo hace, sin embargo, a costa de empotrarlo en la vía férrea del αδώς. Toda esta gente saldrá a la defensa de un cinismo embalsamado, propietario de cierta moral defendible y rigurosa, la contracara del que veían realmente esparcido por el mundo. Únicamente Séneca localiza una excepción contemporánea a la decadencia cínica en la personalidad de Demetrio, un Diógenes cruzado con Catón. Séneca, y en el siguiente siglo Luciano, encuentran en el presente un cínico ideal aunque solitario en Demetrio y Demónax respectivamente; Epicteto en cambio, que los trató a ambos, sólo lo halla en el pasado originario. Más tarde los cristianos encuentran al suyo en Máximo, un aliado más bien; pero el armisticio dura muy poco y prevalece el cambio de carátula que impone sobre él Gregorio Nacianceno. Finalmente el último jefe de la escuela neoplatónica Damascio rescata no sin cierta distancia crítica a Salustio como un cínico en toda ley, o al menos un símil anacrónico; pero ya con un ánimo nostálgico, como quien rescata una antigua joya familiar en medio de un feroz saqueo, ante la desintegración del antiguo mundo a manos de cristianos y bárbaros.

Los que encontraron un recoveco para entrar a la posteridad componen algo así como la élite del combo: del sector de los alfabetizados, en general los cultos y bien formados. Para bien o para mal los nombres que perduran son casos excepcionales, como decir las cabezas sobresalientes de un cinismo de capas medias y altas, los niños mimados de la secta del Perro. En otros casos los nombres llegan más bien por casualidades. Pero si esta gente era, como se deja leer en los textos, una verdadera plaga que asolaba calles y campiñas, se entiende que la enorme mayoría de los que eran considerados como cínicos es totalmente desconocida. En la siguiente galería biográfica, basada en las carambolas de la historia, unos cuantos de cínicos tienen poco y nada, si es que hay que tomar por cínicos auténticos del Imperio romano a esos innombrables seres cuya existencia delata no sin asco el parnaso de la literatura y la filosofía.




[1] «Que predicadores callejeros pululaban por las calles de Roma del siglo I a. J. C. –escribe Roca Ferrer– resulta evidente si nos atenemos a las referencias de Horacio a los Fabios, Crispinos y Estertinios, improvisadores de diatribas, que pueblan sus sátiras. Lo que ocurre es que preferían llamarse “estoicos”.»

[2] Vida de Apolonio de Tiana IV, 35.


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