William
Desmond precisa que estos nombres que se asocian a Diógenes en carácter de
prosélitos, alumnos o admiradores, fueron junto al maestro the first undisputed Cynics o los primeros cínicos indiscutibles[1],
es decir los vestigios iniciales de una secta –o mejor una corriente– que se
prolongaría por muchas centurias y expandiría por el orbe grecorromano. La
afirmación no parece controvertible, pero abundan, o al menos no faltan, las
sospechas acerca de que estas gentes fueran en efecto discípulos de Diógenes en
algún sentido estricto; porque el problema siempre es quién fue realmente
Diógenes como sujeto histórico. Las epístolas apócrifas que dejó la secta
tardía lo muestran como un pedagogo de buen talante; pero los testimonios de
Juliano y Dión de Prusa llevan a sospechar que o bien carecía de séquito, o
bien que lo seguía un grupejo ínfimo. Al relatar el encuentro con Alejandro,
Dión de Prusa lo describe como alguien que está solo y vive en el Craneo sin
cohorte y sin esa multitud que rodea a sofistas, flautistas y maestros de danza
(Discursos, IV, 14). En la arenga Contra los cínicos incultos Juliano
refiere que aunque uno o dos lo alababan eran cien mil los que sintieron
dolores de estómago y perdieron el apetito por la náusea y el asco. Las
anécdotas del arenque o del queso de medio óbolo que relata Laercio (VI, 36)
muestran cómo huían estos candidatos a novicios al advertir la dureza de las
lecciones que debían aprender, aunque más adelante (VI, 76) dé la
lista de fieles maravillados por el encantamiento persuasivo de su palabra, en
la que incluso no faltan hombres prominentes de la ciudad. La sentencia de Luis
Navia es verosímil, si bien indemostrable: «Un
hombre como Diógenes no podría haber encontrado familiaridad y cercanía con
otros, sino una fuente de tortura mental o al menos de aburrimiento intolerable»[2].
Tal apreciación lo induce a recelar de Laercio, estimando que exageró en el
número o la nota. De manera impensada este defensor presente de Diógenes se
acopla a Farrand Sayre, acérrimo en la detracción, que niega la existencia de
un clan en derredor del Perro,
servido de aquello que cuenta Diógenes Laercio (VI, 52) y se confirma
en el Gnomologium Vaticanum: que
cuando uno le preguntó quién lo llevaría al entierro el tipo respondió «El que quiera quedarse con mi aposento»
–otro ejemplo de una autarquía de aspecto insociable. Cómo se instrumentó en la
diaria el contacto del guía con quienes se habrían presentado como deudos es
materia conjetural; pero los nombres de estos primeros cínicos están a la mano.
«Al dar inicio a tu aprendizaje avanza
con el impulso del proyectil de un dios» habría indicado el exigente
Diógenes (Excerpta Vindobonensia, 33). De ahí, como bien
escribe Martín García, «el fuerte impacto
ideológico que supuso para ellos la nueva doctrina, que les llevó a una total
ruptura emocional e ideológica con las otras enseñanzas filosóficas y con su
propio pasado y la vida social tradicional, aunque tampoco estuviera exenta de
cierta teatralidad, en parte intencional, por fines pedagógicos y de
divulgación. Da, por lo tanto, la impresión de que, al situarse estos hombres
en las antípodas de la mentalidad y sociedad humanas convencionales, surge en
sus mentes una fuerte sensación y percepción de la extrañeza, el absurdo y
hasta la ridiculez de ellas»[3]. Y así se verá a Mónimo diciendo que
todo en el mundo es sueño, teatro y locura, a Menedemo disfrazado de Furia clamando
que venía del inframundo o a Metrocles echar al fuego los libros que había
escrito, deudores de las clases de Teofrasto, bramando que eran fantasmagorías
de ultratumba. He aquí las aventuras de los hijos de Diógenes.
Diogénicos menores: Mónimo,
Filisco, Andróstenes, Onesícrito, Menandro, Hegesías, Trácilo, Estilpón, Foción,
Anaxímenes…
Mónimo de
Siracusa fue discípulo de Diógenes y compañero o seguidor de Crates, ya que
sería más jovencito. Había sido, de acuerdo a Laercio, esclavo de un banquero
corinto que lo liberó por loco. Una estrategia para irse con Diógenes en
realidad, a quien contactó cuando el cerúleo can se hallaba igualmente bajo
yugo, porque los dueños de ambos se frecuentaban. Tanto resaltaba Jeníades la
doble virtud de Diógenes en hechos y en verbo, que el siervo estalló de amor
por él. Brotado le desparramaba las monedas al capitalista hasta que el tipo se
cansó. Simulación de la locura, que diría Ingenieros[4].
Y Mónimo, continúa Laercio, alcanzó con el correr del tiempo cierta reputación;
tal es así que lo nombraba en una de sus piezas el comediógrafo más popular de aquel
entonces, Menandro, como a aquel «de las
tres mochilas», «un hombre sabio
aunque un poco infamado, mendicante y mugriento» que proclamaba que «es vanidad todo lo que se suponía» (ὑποληφθὲν τῦφον εἶναι πᾶν). Eso decía, escribió Menandro con ánimo de reproche, en
vez de amaestrar como Sócrates con el calmo conócete
a ti mismo. De Mónimo se conservan algunos dichos simpáticos que no son
otra cosa que variaciones de ese sonsonete reelaborado por el Eclesiastés (vanidad de vanidades). Según
Sexto Empírico enfatizó que «todo no es
más que humos de vanidad, presumir de lo que no existe como si existiera» (τῦφον
εἰπὼν
τὰ πάντα,
ὅπερ
οἴησίς
ἐστι
τῶν
οὐκ
ὄντων
ὡς
ὄντων)[5],
o «todo es suposición» (πᾶν
ὑπόληψις)
al decir de Marco Aurelio[6].
Agrega Sexto que juzgaba a la existencia como una teatral puesta en
escena cuyos acontecimientos son similares a los de los sueños y los de la
demencia (como se sabe τῦφος –de ahí tifus–
era también el delirio que provocaba la fiebre). Es así que lo enrola, no sin algún
titubeo debido acaso a la falta de datos o a la forma torcida y chusca del
enunciado cínico, en un catastro de presocráticos y sofistas que abolieron el criterio de discernimiento entre lo verdadero y lo falso, como Jenófanes,
Anacarsis, Dionisodoro, Protágoras y Gorgias, poniéndolo en línea con Metrodoro –discípulo del atomista Demócrito– y con
Anaxarco –seguidor de Metrodoro y guía de Pirrón[7].
De manera que el siracusano vendría a ser algo así como el perro escéptico –si es que lo suyo avanzaba del desvelo moral a
la inquietud epistemológica. Como también lo asocia a otro viejo filósofo que machacaba que todo es opinión y es falso, un tal
Jeníades de Corinto, curiosamente homónimo del
dueño de Diógenes, hay quien estima que la historia de haberlo conocido cuando
el maestro hacía de esclavo resulta de una confusión del apresurado Diógenes
Laercio. Mónimo
escribió un tratado Sobre los impulsos
(Περὶ ὁρμῶν)
en dos libros, un Protréptico o
exhortación a la filosofía (Προτρεπτικόν) y unos Juguetes o Bagatelas (Παίγνια) que lo colocan entre los iniciadores del
σπουδογέλοιον. Tres
cartas del falso epistolario diogénico lo tienen por destinatario, en dos de
las cuales se los ve viajando juntos por Éfeso y Olimpia[8]. Estobeo le cuelga otras buenas frases. Una, imputada por Ateneo a
Diógenes, asegura que «la riqueza es el
vómito de la Fortuna»[9].
«Es mejor ser ciego que inculto –reza
la otra–, porque el uno cae en el suelo (βάθρον), pero el otro en el abismo (βάραθρον)» (es decir uno
en el fundamento y otro en la perdición o el infierno)[10]… Este fanático del
desengaño era sin embargo, al decir de Laercio y como refutando al empírico y
al cómico, tan riguroso en el desprecio de la opinión como férvido en la busca
de la verdad, no un relativista cómodo. Afirma que en sus piezas surtía burla y
seriedad en dosis balanceada[11].
Dudley conjeturaba, fiado del título del tratado de marras, que Mónimo encontró
en los impulsos o instintos (ὁρμῶν) –y en la línea de Antifón– la fuente
de la verdad por fin liberada de los poderes omnímodos de la ilusión, lo que
desmonta la hipótesis del prematuro escepticismo puro y duro. Su breve
historia, además, rehabilita el tema de la locura (μανία), que para Platón y el
común de la gente estaba del lado de los cínicos, mientras que para Mónimo y
Diógenes del de los demás. Cuando el ex amo lo veía junto a Crates viviendo a
la perruna –pone Laercio– se convencía de que había acertado el diagnóstico. Si
para el ex banquero de Sinope fingir ser filósofo ya es serlo, para el
perseverante banquero de Corinto el simulacro de locura cínico ya era estar
loco.
Filisco de Egina, su hermano menor
Andróstenes y el padre de ambos Onesícrito se formaron con el sinopense. El
primero en engancharse fue Andróstenes, que luego llevó al hermano y al final
cayó el padre, acabando los tres radicados en Atenas[12].
A Filisco se le atribuyeron las escabrosas siete tragedias de Diógenes, si es
que no la no menos apabullante República.
Por la inversa, uno de los diálogos de Diógenes lleva su nombre como título,
que a juzgar por Filodemo estaba en sintonía con las susodichas[13].
También él escribió diálogos filosóficos (como un tal Codro), ya sin la firma del Perro,
y se dice que fue quien le enseñó lengua griega a Alejandro, nada menos.
Algunos le atribuyen la autoría de una de las inscripciones poéticas que
engalanaban el sepulcro de Diógenes, imputada a Antífilo de Bizancio en la Antología Palatina. Estobeo conservó una
frase contra los perezosos y en favor del esfuerzo o πόνος que podría ser suya[14].
Semejantes aportes, de ser ciertos los rumores, lo revisten de una importancia
tan considerable como solapada. Ejecutó por lo visto tres rasgos marcados de la
filosofía de los cínicos: la adulteración, el anonimato y el escándalo. No llama la atención que Laercio lo considere una vez como
alumno (μαθητής), junto a Menandro y Hegesías; pero otras dos veces como íntimo
o amigo (γνώριμος).
Dentro del rubro de los prosélitos stricto sensu, cínicos tiempo completo,
ejemplares de la ortodoxia apolítica,
contracultural e indigente y rayanos en el anonimato, estaban los dos aludidos:
Menandro, al que apodaban Drymós (Δρυμός) –el Bosque, el Matorral, Robledal o Madera de Roble–, tal vez por el aspecto desalineado o por conjugar
dureza y rudeza (aunque pone Larcio que era «gran admirador de Homero»), y el paisano Hegesías de Sinope, por
apodo Kloiós (Κλοιός), que significaba Dogal –es decir la cuerda con que se
ahorca a los reos– o bien Collar de perro
(lo que hace pensar en un carácter tajante o fatal o en que debía de estar muy
agarrado de Diógenes). A este se lo recuerda porque el maestro le dijo estúpido cuando inocentemente le pidió
uno de sus escritos para leer: «Tú no
preferirías unos higos pintados a otros reales», contestole (debía aprender
con el ejemplo ascético, no leyendo en los rincones como un nerd)[15].
Y finalmente encontramos entre los ignotos a un tal Trácilo, que no figura en
la lista de Laercio, sino que está arrancado de una χρεία referida por Plutarco
y Séneca –calcada de la de Diógenes pero con final infeliz– que lo ubica de
cara a Antígono Monoftálimico o Cíclope, un ex general de Alejandro y
sátrapa al que pidió una dracma y el que le contestó que era un monto indigno
de un monarca; entonces este perro le pidió un talento y recibió por respuesta
que esa suma era indigna de un cínico[16].
No han quedado muy bien parados estos muchachos.
Uno
podría imaginarse que esos perros de poca trascendencia fueron quienes
siguieron al maestro en plan sectario, y los otros, los más señoritos, quienes
más bien lo escucharon, le dieron oreja o acusaron una cierta influencia y
mantuvieron alguna relación como espectadores de paso o curiosos que se dejaron
impresionar o asimilaron alguna que otra lección. Se puede ser un diógenico menor –tengamos una tesis– por
el poco lustre o por no ser muy diogénico que digamos. Bastante más célebre
pero mucho menos fiel fue Estilpón de Megara, filósofo de cronología bastante
confusa, probable pichón del socrático Euclides –o mejor de sus estudiantes–
que dirigió la escuela megárica. Siguió al Can
en algún momento, si hay que creerle a Laercio[17],
pero a la postre resultó un contrincante que les substraía el personal. Se dijo
que fue maestro Filisco[18]y
del mismísimo Crates, dos secuaces de Diógenes, lo mismo que de personajes
próximos al cinismo como Timón el
Silógrafo, Zenón el estoico y Menedemo de Eretria (no cínico pero sí llamado
Perro). Otra versión lo da como
alumno del hermano de Crates, Pasicles[19].
Las diatribas de Teles lo invocan un par de veces[20].
El magnetismo del tipo era tal que sacó clientes a casi todas las escuelas y
así atrapó un día al famoso cínico de Tebas, quien de todos modos parece haber
vuelto rápidamente a la senda. Tanto así que al final terminaron siendo rivales
y modelos contrapuestos: Laercio acopia un puñado de anécdotas que confirman un
forcejeo duradero y emblemático. Zenón dejó a Crates
por él y Jenócrates y al final se cortó solo. Crates lo arrastraba del
manto para apartarlo de Estilpón, pero no tuvo éxito porque según Zenón a un
filósofo hay que arrastrarlo por las orejas, o sea convencerlo con palabras y
no a los tirones. Peleaba otrosí con el perro Metrocles, al que le dedicó un
diálogo homónimo, aunque se baraja asimismo que nunca haya escrito libro alguno[21].
Si bien siguió el sofisticado camino de la erística y la dialéctica y no el del
ejercicio, parece que en materia ética era partidario de una impasibilidad
extrema más rayana a Diógenes que al estoicismo, criticada por Séneca[22].
Algunas de sus anécdotas, además, se aproximan a la de la linterna: como
llamaba la atención de los atenienses, que salían de sus trabajos para observarlo,
y uno le dijo que lo admiraban como se admira a un animal, replicó «No, como al verdadero hombre» (ἄνθρωπον
ἀληθινόν);
pero a la vez negaba las Ideas platónicas, ya que el que habla de Hombre,
argüía, no se refiere ni a este ni a aquel otro, ni la lechuga es esta que
señalo con la mano sino que existe desde hace mil años…[23]
Podrá seccionarse
el aleatorio grupo en tres: entre los cínicos propiamente dichos, los de fama
menor o mayor de un lado y los desconocidos de otro, y después algunos actores
sociales importantes que no eran filósofos, cuyas vidas poco y nada se
parecieron al consabido βίος κυνικός y corrieron por carriles plausibles (el megárico
integraría una cuarta clase solo, ya que era filósofo y no cínico). En efecto, Laercio
indica que Diógenes tuvo por seguidores a numerosos
hombres públicos (πλείους ἄνδρες πολιτικοί).
Cita junto a Estilpón a Foción, alias Chrestos
(Χρηστός) –el Honesto o el Bueno–, un general y estadista de
Atenas muy respetado y de hábitos frugales, que había estudiado con Platón y
cuya vida fue narrada por Plutarco. A diferencia de los otros pertenecía a la
generación de Diógenes, dado que nació en el 402. Parece que era un hombre
ecuánime, íntegro y severo, que vivía en una moderada pobreza, enguantado en
una túnica simple y caminando descalzo. En la Asamblea este Foción votaba
siempre contra las mayorías, convencido de que si llamaban a algo bueno y justo
era por lo tanto injusto y perverso. Murió como Sócrates y como muere esta
gente, condenado a cicuta por un demagogo un día del año 318 a. C.[24]
Anaxímenes
de Lámpsaco, nato en 380 y muerto en 320, historiador y retórico, fue de los de
mayor reputación pública entre los supuestos deudos del Perro, uno de esos eventuales aprendices que se fue por la suya.
Había sido también alumno de Zoilo, un retórico, así que picaba un poco acá y
allá. Nuestro hombre puso una escuela en Pella, Macedonia, y allí fue preceptor
de Alejandro, con el que marchó a la postre en expedición. Se estima que fue el
autor de la Retórica a Alejandro imputada
tradicionalmente a Aristóteles (razón por la que el texto permanece hasta la
fecha), pero con evidentes signos de filosofía cínica. Parece que también
borroneó una Historia de Grecia en doce
libros y una Historia de Filipo y
otra de Alejandro –estas tres sí extraviadas. Su otro dómine, el virulento
Zoilo de Anfípolis, enemigo de Isócrates y Platón, fue llamado el Azote de Homero (Homeromastix) y fue asociado con el cinismo más bien de forma póstuma y
tardía (se lo apodó Kyón rhetorikós kai
psogerós, perro retórico y satírico)[25].
Según Galeno el arisco Zoilo le propinaba latigazos a una estatua de Aquiles.
Cervantes le llamo el «maldiciente».
Anaxímenes, erudito de gustos gorgianos, estaba sin embargo formado en una
escuela de rudeza con maestros así, con el suficiente desapego a las
tradiciones nacionales como para bien educar a un general macedonio
imperialista con pasión por extender el mundo. Dionisio de Halicarnaso, quien
refiere que Anaxímenes cultivaba los discursos y debates políticos y
judiciales, asegura que fue más bien débil y poco convincente en sus múltiples
faenas de intelectual todoterreno. Estobeo guarda algunas citas de él, relativas
a la envidia y la pobreza, que lo pintan como aceptable perruno. Dice en ellas que
los que juzgan con envidia no conceden el primer premio a los mejores sino a
los peores. «La pobreza hace a los
hombres más hábiles en las profesiones y mejores profesionales de la vida»[26],
afirmó con espíritu poco aristotélico. Cuando Alejandro le preguntó qué es lo
que no es posible compartir, respondió «la
tiranía»[27].
Como su maestro, rápido para el chiste.
Parece que Diógenes, no obstante, por un tiempo
lo tuvo de punto al pobre Anaxímenes, que era un joven rollizo. Apuntándole a
la panza le tiró una vez: «Dejanos un
poco de eso para los pobres, así te aligerás del peso y de paso nos beneficiás»[28].
Otra vez vio que llevaba un montón de bártulos y preguntó a uno si eran de él.
Como le dijeron que sí contestó: «¿Y no
se avergüenza de poseerlos sin ser dueño de sí mismo?». Estando en una
disertación brindada por el propio Anaxímenes, armó un revuelo alzando por los
aires un arenque. Como el agraviado se puso cabrón, Diógenes acabó diciendo: «Un arenque de un óbolo ha puesto fin a la
disertación de Anaxímenes»[29]…
En realidad, hay que decir, únicamente la tardía enciclopedia Suda notifica fue discípulo del Perro, ya que si es por estos episodios
se tendería a pensar que ni medio.
Hay cierta duda,
finalmente, en torno a si Onesícrito de Astipalea, quien sigue ahora, es el aludido
padre de los eginetas, que se habría unido al clan persuadido por el entusiasmo
de los vástagos y al que de ser otro habría que llamar Onesícrito de Egina. Laercio
no sabe si eran dos o uno, pero en aquella anécdota lo fulanea –un tal, dice– y después al biografiarlo lo
llama alumno ilustre.
A Onesícrito de Astipalea, nacido entre los
años 380 y 375 y muerto en el 300, hay que colocarlo entre esos mentados hombres
públicos, ya que actuó como piloto de la flota de Alejandro en Asia, viajando
con él durante cinco meses por los mares de la India, y ofició de biógrafo e
historiador de sus hazañas (escribió un Cómo
fue educado Alejandro –Πῶς Ἀλέξανδρος ἤχθη– a imitación de la Ciropedia
de Jenofonte).
Fue un hombre cubierto de honores al que el Magno
le había entregado una corona de oro; pero también de cierto oprobio postremo,
toda vez que como historiador se lo acusó de bolacero, mistificador e impreciso
y de falto de juicio como piloto, e incluso de querer hacerse pasar en la
posteridad por comandante de la flota. Aunque aportó innumerable y variada
información sobre aquellos países visitados y sometidos, era dado a las
historias fabulosas, como por ejemplo el encuentro del gran macedonio con las
Amazonas. «Pues todos los historiadores
de Alejandro –vierte Estrabón–
acogían antes lo maravilloso que lo verdadero, pero él parece superar a muchos
de ellos en portentosidad, aunque relata también algunos hechos convincentes y
dignos de mención.[30]»
Plinio reveló que contaba que en ciertos lugares de la India había hombres con
cinco codos y doble palma en cada mano que vivían 130 años sin envejecer[31].
Había que aportar data para los entendidos y a la vez construir el relato para
la gilada, así que el perro del Imperio se avino a ello. Pero el gran aporte
que hizo a la filosofía, al movimiento y al porvenir de la cultura y la ética, no
fue ese sino la relación del encuentro con los gimnosofistas, yoguis hindúes, una
verdadera irrupción, un auténtico acontecimiento en el plano de la conducta de
los sabios del venidero Occidente. Corría el año 326 a. C.[32]
[1] William Desmond, Cynics.
[2] Luis E. Navia, Diogenes
of Sinope: The Man in the Tub.
[3] José A. Martín García, Los filósofos cínicos y la literatura moral serioburlesca, v. I.
[4] «μανίαν προσποιηθεὶς» (Laercio, VI 82)
[5] Contra
los profesores VIII 5.
[6] Marco
Aurelio, II, 15.
[7]
Contra los profesores VII 87-88.
[8]
Epístola 37, 38 y 39.
[9] «τὸν πλοῦτον
εἶπε
Τύχης
ἔμετον εἶναι» (Estobeo,
IV, 31, 89)
[10] Inculto,
o sea ἀπαίδευτος (Id., II, 13, 88).
[11]
Laercio, VI 82-83.
[12]
Id., VI 75-76 y 84.
[13]
Id., VI 73 y 80 (Sátiro le atribuye las tragedias y Soción
dice que Diógenes escribió un Filisco). Cf., Juliano, Discursos VII 6 y 8; IX [VI] 7; Filodemo, Sobre los estoicos: Papiro Herculanense n.° 339, col. XIII.
[14] La Suda, s. v. Filisco, n. 359-362; Estobeo,
III 29, 40; cf., Antología Palatina XVI 334; Laercio, VI
79.
[15]
Laercio, VI 48 y 84.
[16]
Plutarco, Apotegmas de reyes y
emperadores 15, p. 182 e; Séneca, Sobre
los beneficios II 17, 1.
[17]
VI 76.
[18]
Ibid., s. v. Filisco, n. 359 (lo afirmaba Hermipo de Esmirna).
[19]
La Suda, s. v. Estilpón.
[20]
Laercio, II 113, 120, 126 y 134; IX 109; Séneca, Epístolas a Lucilio I, 10. Cf., Teles, Sobre el exilio y Sobre las
circunstancias.
[21] Laercio, I 16; II 113, 117 a 120; VII 2 y 24; Plutarco,
Sobre la tranquilidad del alma VI; Léxico Patmense s. v. Amonestó (Enebrímei).
[22] Epístolas a Lucilio I, 9.
[23]
Laercio, II 119.
[24]
Id., VI 76; La Suda n. 362.
[25]
La Suda s. v. Anaxímenes; Laercio, I
40; id., II 3; Pseudo-Calístenes, I
13; Diodoro, XV 76, 4; id., ibid. 89, 3; Ateneo, XII 41, p. 531 d-e;
id., XIII 60, p. 591 e; Lista de los escritores profanos griegos,
tab. MC; Eusebio de Cesarea, Crónica de
Jerónimo 277,22 Kedren; Pausanias, VI 18, 2; Harpocración, s. v. Eutías;
Argumento de Isócrates, Elogio de Helena
p. 8 b-s.
[26]
III 38, 44; IV 33, 22.
[27]
Estobeo, IV 8, 17.
[28]
Laercio, VI 57.
[29]
Arsenio, p. 197, 8-11.
[30]
XV 1, 28.
[31]
Historia Natural VII 28.
[32]
Laercio, VI 84; Estrabón,
XV 1, 65; id., ibid. 2, 4.; id., II 1,
9; Plutarco, Vida de Alejandro 66, 3;
id. ibid. 46, 1-4; id., De la fortuna o virtud de Alejandro Magno
I 10, p. 331 e; id., ibid. I 10, p. 327 c-d; Arriano, Índicas 18, 9; id., Anábasis de Alejandro
VII 5, 6; [Luciano], Los longevos 14;
Luciano, Cómo debe escribirse la historia
40; Aulo Gelio, Noches áticas IX 4, 1-3. Estrabón y
Plutarco rubrican que fue discípulo de Diógenes.
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