«La influencia de Diógenes durante su propia vida –escribe Dudley– probablemente no fue grande. Aunque Teofrasto pensó que valía la pena escribir un libro sobre él, la actitud general es posible que fuera la de una tolerancia divertida. Pero iba a tener una importancia mucho mayor en el siglo siguiente que en el suyo.[1]» Piensan algunos entendidos que la leyenda de Diógenes comenzó a prosperar entre finales del siglo IV y principios del III antes de Cristo. En la primera de dichas centurias Eubúlides de Mileto probablemente haya escrito un Sobre Diógenes (Περί Διογένους); quizás se ocuparon de él también Metrocles –que lo aludiría en sus Χρεῖαι o Anécdotas– y Teofrasto (aunque su Τῶν Διογένους συναγωγή podría haber apuntado a otro Diógenes, el de Apolonia). Menipo y un tal Eubulo escriben una Venta de Diógenes (Διογένους Πρᾶσις) hacia el siguiente siglo. Desde esas fechas hasta el siglo I a. C. –dejando de lado las escasas referencias de los propios cínicos– escriben sobre él los biógrafos y doxógrafos Sátiro de Calatis, Hermipo de Esmirna, Soción de Alejandría, Sosícrates de Rodas, Antístenes de Rodas y Diocles de Magnesia –muchos emparentados con la escuela peripatética. En esa trama, más tarde o más temprano, se van delineando dos perfiles: el Diógenes que ilumina los escritos de los cínicos y estoicos en calidad de representante del ideal del σοφός, y por otro lado el de los autores de sucesiones y coleccionistas de anécdotas, de donde sale el humorista estrafalario. Son dos tipos en uno: como pone Rivano, el asceta sentencioso y el mordaz obsceno. «Es como si el pobre Diógenes –sin dejar por eso de ser el que es– fuera desgarrado entre dos polos: el de la admiración abnegada de quienes buscan un guía de la vida recta y el de los chuscos que saben de crítica social, pero la prefieren expresada en chascarros descarnados y hasta obscenos.[2]» Pone Sartorio que Diógenes no quiso ser un pensador teórico coherente, serio, sólido y respetable. Agrega que son pocos los que consiguen poseer esas cualidades; pero que él era de los más pocos que consiguen no poseerlas, porque «debajo de esa máscara había un pensador que contemplaba la vida con la máxima seriedad a través de un sistema elaborado y profundo». El profesor catalán intenta que comulguen los dos sinopenses en uno. Finley –dice– planteó varios posibles: un lunático, un revolucionario, un santo, un iconoclasta o nomás el Sócrates en estado de furia que estableció Platón[3]. Fue «un fuera de la norma» pone Navia, «el filósofo nietzscheano que vive más allá del bien y del mal»[4]. «El buen salvaje, el bárbaro y el demon» dice López Cruces, que lo ve como un personaje de la Comedia salido a la calle y viviendo como si todo el año fuera carnaval[5]; «un loco sagrado» pone Daraki (que usara de hostería el Pórtico de Zeus y demás santuarios, lo prueba)[6]. Como escribió Hegel con ánimo despectivo: «Diógenes se hizo célebre solamente por su manera de vivir. Lo único que podemos referir de él son anécdotas».[7]
La suya, se va a percibir, es
una biografía de gags, como si
Sócrates se convirtiera en Chaplin o Buster Keaton: un Sócrates irrisorio que
vive desventuras desopilantes, un filósofo de peripecias. Son todos porrazos y
remates, es como un personaje de tira de historietas (Las aventuras de Diógenes). Con él la filosofía se vuelve un género
literario cómico y popular, aunque no deje de incluir el sermoneo y un manual
de instrucciones del buen y virtuoso vivir. Teatro filosófico-grotesco de la
vida cotidiana. Es también como Ionesco el
hombre cuestionado, no da dos pasos sin altercados y abucheos. El cínico da
golpes, más de bastón que de martillo, cachetazos y golpes de efecto, y los
recibe con creces; vive a los porrazos, no otra cosa se ve en ese fresco
disperso que queda de la tragicomedia vital de Diógenes: lo cagan a palos una y
otra vez y el tipo devuelve. Él se somete a sí mismo a una disciplina terminal,
pero cuando sale de ella –como Pascal de su cuarto– comienza no la tragedia,
sino los pasos de comedia trágica de esa vida. Una vida que en otros cínicos sí
realmente anónimos y ulteriores, los del mundo romano, se volvería propiamente
una tragedia, no freudiana sino concreta, concretada en persecuciones, azotes,
exilios, inmolaciones y palizas incluso fatales. Mal que mal Diógenes gozó de
un medio benigno, con el que algunos de sus tardíos émulos, berretas quizá, no
contaron –y por eso no la contaron. Diógenes es un emergente de la ilustración
de Atenas que pone su garita y teatrito de operaciones en el foco cultural y
económico del mundo. De haber estado en el siglo XX sería un personaje de los
cafés parisinos o un perfórmata a las
puertas de los museos de New York: situacionistas o existencialistas no
mangoneaban en Catamarca, ni Warhol exponía en el hall de un banco de Santo Tomé; así Diógenes y estos ascetas de
vanguardia acometían los happenings
didácticos en el centro neurálgico de la civilización.
Hay una tonelada de anécdotas
sobre Diógenes, más de 1.000 de acuerdo al censo que procura William Desmond.
No hay casi otra cosa sobre él, es el campeón de las anécdotas; en ese campo no
tiene rival histórico entre los filósofos, de modo que habrá que recortar un
poco. Vistas en panorama se nota que hay Diógenes para todos los gustos. Es el
gran contestatario, contesta a todo, con respuestas al toque, cuando no con
gestos o con acciones imprevisibles. Pero no todas las respuestas son unívocas,
se lo observa muchas veces disparar para cualquier lado como un maestro de la
sorpresa, o como quien siempre se va a salir con la suya y va a poder
justificarse haga lo que haga. Cuando se lee el collage desprolijo y abrumador que compuso sobre él Diógenes
Laercio puede quedar una impresión equívoca o la sospecha de que se nos está
presentando a un simple bromista o chistoso del pueblo, y que el buen doxógrafo
y biógrafo es un simpático de sobremesa que se está cagando de risa del
personaje. El grueso de las historias de Diógenes Laercio «pertenecen más a una antología de humor griego que a una discusión de
filosofía», dictamina Dudley. Diógenes no es otra cosa que un baúl
comunitario en el que los intelectuales helénicos y romanos arrojaban la
primera ocurrencia que les venía a la cabeza. Una especie de Jaimito[8]. Un puro
arquetipo apenas tajeado por la historicidad, un bulo, una bola. Suponemos que
los antiguos en vez de contar chistes de Jaimito, contaban anécdotas de este
personaje que la literatura escrita y culta disputaba a la oral y popular.
Estamos al fin y al cabo en un mundo esclavista en cual entre lo popular y lo
culto no existe la distancia moderna –populares son los amos pobres. Juan
Rivano lo compara con Quevedo, otro intelectual que terminó convirtiéndose en
el actor principal de una tradición plebeya de chistes verdes y anónimos que
perduró por largas centurias entre hispanoparlantes (todavía en los años 70 u
80 escuchábamos alguna que otra trapisonda de un Quevedo que subía a los
árboles a cagar y cosas de tal índole). Pero la obra del severo y chusco don
Francisco está ahí y es abundante, en cambio Diógenes no tiene mucha más
entidad por fuera de estos cuentos para guarros.
De hecho hay un Diógenes que a
veces se aparece actuando mucho más allá de cualquier parábola filosófica, como
un gracioso en estado puro, como un mero maestro del humor y la sorna. Tal el
caso de cuando agredió a un calvo diciéndole que no lo insultaba sino que
elogiaba a sus cabellos porque habían huido de una cabeza tan mala, o cuando
viendo a un arquero pésimo se ponía delante del blanco diciendo «Para que no me dé»[9]. Dicen
que otra vez veía a un jorobado que venía de lejos y cuando lo tuvo cerca dijo
«¡Vaya, hombre, creía que transportabas
algo!»[10].
Dicen también que viendo cagar a un etíope expresó «¡Qué agujero tiene el caldero!»[11]. Parece
que incluso contaba chistes, como este de un lobo que viendo a unos pastores
comerse un corderito dijo «¡Qué quilombo
se armaría si lo hiciera yo!»[12], un
buen ejemplo de una visión cínica del lobo, distinta de la de Hobbes o la de san Francisco. Viendo que uno había quedado absorto al contemplar a una
serpiente enroscada en el pilón de un mortero, respondió: «Lo asombroso hubiera sido ver al pilón enroscado a una serpiente erecta»[13] (recuerda
a la versión despectiva de Lautréamont sobre la muerte por hilaridad de Crisipo,
en la que al revés los higos se comen al burro).
Muchos de los chascarrillos del
Perro eran retruécanos y se pierden
de vista al ser traducidos –condena al cabotaje de todo humorista verbal. A
este respecto Patricio Jeria Soto dice que Diógenes es «casi lacaniano»: payasea
sobre falsos silogismos para explotar el equívoco y enfatizar el vínculo entre
lenguaje y malentendido, ensambla la truculencia discursiva heredada de los
sofistas a un montaje corporal y teatral, entrelaza el decir con el mostrar y
el ver en una escenificación que implica a un interlocutor doblado en
espectador. Ese es su método filosófico articulado en juegos de palabras por
homofonías, ambigüedades semánticas, connotaciones y falsas etimologías[14]. Por la
inversa Mónica Mársico comunica que Diógenes «nunca concibe a la lengua como elemento autónomo y no pierde de vista
su función de representación de lo real», hace del mundo «la referencia primaria» y de la
percepción su «vía privilegiada de acceso»[15], es
decir que se mantiene como un fiel devoto de la probable lingüística
adecuacionista de Antístenes: al pan pan y al vino vino. Por eso opone el
coraje a la suerte, la naturaleza a la costumbre y la razón a la pasión y se
afirma en eso de que lo vergonzoso es lo vergonzoso, o corta el nudo gordiano
del argumento cornuto. Como ven, no se ponen de acuerdo. Pero las dos cosas
podrían ir en yunta con este loco Diógenes.
Laercio remarca una y otra vez las habilidades suasorias, la θαυμαστὴ πειθώ, y el ingenio repentista de Diógenes. Dice que era admirable por la capacidad de persuasión, que le ganaba fácilmente a cualquiera con los argumentos[16], que era de lo más ocurrente y oportuno en las réplicas coloquiales[17], que era mágica la sugestión de sus palabras[18]; pero también terrible para denostar a quien se pusiera enfrente[19]. La impresión es que Diógenes debe de haber sido un jeroglífico desconcertante para aquella gente; eso explicaría la melange, la ensalada agridulce de chismes que deja Laercio de regalo. Un Sócrates, un ἄτοπος disparador de perplejidades, para colmo furibundo y desquiciado. El cínico parecería sostener una ristra de valores delimitados y precisos y un modus vivendi indudable y puntual; pero el Diógenes de los innumerables sketches, al menos, no deja de ser un personaje indescifrable que sale del paso con un generoso repertorio de coartadas de lo más proteicas. Bajtín lo define como un héroe de la improvisación –no de la tradición, dice– que trabaja con una retórica del gesto, el acto y el verbo en pro de «cambiar la naturaleza de su propia imagen» y hacer de sí «objeto de experimentación y representación»[20]. Por el mismo surco Bracht Branham rechaza la tesis triunfal de un Diógenes como mero asceta naturalista y revela que Diógenes monta una filosofía que es «un proceso continuo de improvisación ad hoc», una retórica de la supervivencia por la cual más que elaborar un método o doctrina se inventa a sí mismo: vivir al día es actuar, pensar y decir al día, ser un Houdini de la réplica y del acto inusitado –lo llamaríamos un héroe del antifundacionismo en pro de la serendipia (el maestro de Diógenes podría ser más bien Perinola, el ghostwriter de Parménides refrendado por César Aira –otro genio de la invención al paso). Se dirá que se trata no únicamente de soportar los múltiples azares que depara la aterradora fortuna, sino de salir cada jornada a buscar la vicisitud y forzar el accidente. El filósofo buscavidas no está para resolver problemas matemáticos sobre una tela de cáñamo, sino para meterse en problemas y atenerse a encontrar el eureka de una salida, aunque sea de tono: funambulismo filosófico y una vida en modo random. Más o menos esa es la tesis de Bracht Branham, que dice que como el cínico se enfrenta a las sutilezas lógicas del enemigo metafísico con la pantomima grotesca, desconfía del argumento abstracto, no tiene interés en fundamentar, se agarra del entimema contra el silogismo y usa el cuerpo como fuente de autoridad y sostén de la libertad de palabra, el verdadero núcleo duro del cinismo por ende radica en παρρησία y ἐλευθερία, otrora virtudes aristocráticas de los niños bien de la πόλις que el perruno adopta en calidad de extranjero y pobre y salvaguarda para ese sector social, para el cualquiera. Este autor niega que haya en los cínicos un cuerpo doctrinario preexistente –acoplado sobre un βίος conforme a natura– fuera del puro y duro ejercicio parresiástico: «cualquier mención del cinismo que ignore o minimice su dimensión literaria o retórica –su vínculo con las artes de la chanza filosófica tal como sugiere el término σπουδαιογέλοιος– prescinde de lo que hizo al cinismo diferente de cualquier otra tradición filosófica antigua. El cinismo es el único movimiento filosófico de la antigüedad que situó la libertad como valor central, y la libertad de expresión en particular»[21]. El quid del cinismo está más bien en el κυνικὸς τρόπος que en el κυνικὸς βίος, lo que explica para el citado Bracht que este grupejo de desposeídos y marginetas lograran acaparar tanta atención y admiración en el entorno y hayan dejado un legado claramente distinguible del resto de las filosofías –normales y formales, escolásticas– tanto en la línea de los activistas a lo Peregrino como en la de los sofistas burlones a lo Luciano. A tal audacia se opone John Moles, siempre dentro del plantel que exhibe el clásico en la materia The Cynics, para quien el papel misionero, didáctico y proselitista de los cínicos es cardinal y no un piadoso falseamiento endosado por un hato de estoicos ávidos de linaje socrático. Estos sujetos tan autónomos e independientes llamados Κυνικοί se preocupaban por la moral ajena porque eran, en palabras de Epicteto, amantes de toda la humanidad y queridos de dioses y hombres: filántropos en definitiva y no solamente bufones impúdicos y sátiros científicos al gusto de Nietzsche.[22]
Quizá el cínico fuese una
especie de jazzman, que improvisa
pero sobre un standard y una escala,
como si trabajara con un plan y viviera preparando el momento diario de dar el
golpe. Se trata de «usar cualquier lugar
para cualquier propósito», pero con premeditación y alevosía; un oportunismo
calculado, una cairología para la cual entrena cotidianamente y con rigor:
descoloca operando como un desubicado, haciendo cosas fuera de lugar, elige un
contexto para hacer allí algo que no se espera o no corresponde y quiebra así
los rituales y el orden de lo sagrado. El κύων es el antiperro de Pávlov.
La πόλις
ante Diógenes, entre tanto, oscila entre la hospitalidad y la hostilidad. Dión
dice que así como algunos lo trataban como al más sabio del mundo, otros lo escarnecían por loco, vago e inútil[23].
Diógenes es como un Robinson Crusoe deportado y arrojado al corazón de la
metrópoli (recuerda a esa parodia rosarina de la novela de Defoe, en forma de
historieta, cuyo héroe, Robinson Sosa, vivía como un náufrago en medio de la
islita del lago artificial del Parque Independencia, a poco más de diez cuadras
del centro). Instalado como un óbice viviente en pleno tráfico, habita no
obstante en la Isla de Pera inventada por Crates, que estaba rodeada de un mar
nebuloso, un océano de τῦφος, un mar de gente en este
caso, separado del entorno por esa pared levantada por la virtud, por esa
fortaleza hecha de fortaleza elaborada por Antístenes: aislado por dentro, pero
asediado y acechando permanentemente. Está ahí, pero no como un Dasein arrojado a la existencia, sino
como un desecho divino y natural tirado en las arterias de la ciudad. Es un
semáforo de la naturaleza y una estatua viviente de los dioses con un megáfono
incorporado. Ponía Luciano en Subasta de
vidas que Diógenes iba a los sitios más concurridos con el fin de estar
solo.[24]
Diógenes de Sinope fue el croto (πτωχός) de Corinto y Atenas y también en menor medida un vagabundo (πλανήτης), un número itinerante: Mindo, Cízico y Mileto en Asia Menor, Samotracia en el norte griego, Delfos, Eleusis y Mégara en la Grecia central, las islas de Egina, Salamina y Delos, en el Peloponeso Esparta y Olimpia, más Rodas y Creta en el sur del Egeo lo tuvieron de peregrino y paseante. Para ser ciudadano del mundo es poco, pero era un mundo chico. Y el tipo debía hacerse ver y notar porque operaba para la ecúmene. La paradoja de efecto didáctico con crítica gestual adjunta de este maestro del escándalo insume una docencia pública ejercida como espectáculo[25]. Curiosamente este antisocial par excellence es en concreto un mediático, todo lo mediático que se podía ser en un orbe sin diarios, redes virtuales, radio o televisión. Era básicamente un publicista y un operador ideológico, que estaba siempre ahí, por ahí, en el espacio de aparición, de cara al público. Sólo Omar Viñole por estos pagos llegó a tanto en esa línea, aunque tuvo que disponer de los aparatos de la prensa masiva para ubicarse en ese lugar central de extrema visibilidad (Viñole en tantos rasgos fue un cínico extemporáneo mucho más que un reciclado criollo de las vanguardias). La otra mitad de Diógenes en versión argentina que sea Higinio Maltaneres (nickname: Cachilo), croto espectacular con κυνικὸς τρόπος anexo. Este indigente, no precisamente sujeto al λόγος, prescindía incluso de tonel y también intervenía el espacio público, pero escribiendo grafitis-poemas en las paredes del centro de Rosario, y jamás deambulaba por irrelevantes zonas periféricas y marginales. Un poco de Cachilo y un poco de Viñole dan el Diógenes argentino (el resto que lo aporten Gombrowicz, Macedonio, Lamborghini y unos cuantos vanguardistas o roqueros más). Hay quien dirá que Diógenes no perseguía otro propósito que el de fracasar, y eso es lo que representaba en ese circo hebdomadario, ya que es el postulante, como pone Jeria, de una sociedad natural imposible, es decir, no ideológica. Pero es así como vence sobre la ideología de su época.[26]
[1] Donald R. Dudley, A
History of Cynicism.
[2] Juan Rivano, Diógenes: los temas del cinismo.
[3] Rafael
Sartorio, Los cínicos.
[4] Luis E.
Navia, Classical Cynicism.
[5]
Juan L. López Cruces, Diógenes y sus
tragedias a la luz de la comedia.
[6] Maria
Daraki-Gilbert Romeyer-Dherbey, El
mundo helenístico: cínicos, estoicos y epicúreos.
[7]
Lecciones sobre historia de la filosofía II
2 c 3.
[8]
O un antecedente del Punch inglés, del Polichinela de la Commedia dell'Arte italiana y del Till
Eulenspiegel alemán, como infieren otros analistas más cultos y veraces.
[9] Laercio, VI
67.
[10] Gnomologium Vaticanum 743, n. 199.
[11]
Papiro Sorbonense 826, n. 4 y 5.
[12]
Antonio Monaco, I, XXXIX 55.
[13]
Clemente de Alejandría, Misceláneas VII,
IV 25, 1.
[14] Patricio
Jeria Soto, Diógenes de Sínope: Una reflexión
sobre la problemática del lenguaje filosófico.
[15]
Mónica Mársico, Cínicos.
[16]
«Θαυμαστὴ δέ τις ἦν περὶ τὸν ἄνδρα πειθώ, ὥστε πάνθ' ὁντινοῦν ῥᾳδίως αἱρεῖν τοῖς λόγοις.» (Laercio, VI 75)
[17]
«Εὐστοχώτατος δ' ἐγένετο ἐν ταῖς ἀπαντήσεσι τῶν λόγων»… (Id., ibid. 74)
[18]
«Τοιαύτη τις προσῆν ἴυγξ τοῖς Διογένους λόγοις.» (Id., ibid. 76)
[19]
«Δεινός
τ' ἦν κατασοβαρεύσασθαι τῶν ἄλλων.» (Id., ibid. 24)
[20] M. M. Bakhtin, The
Dialogic Imagination: Four Essays.
[21] R. Bracht
Branham, Invalidar la moneda en curso: la
retórica de Diógenes y la invención del cinismo (en Bracht
Branham-Goulet-Cazé, Los cínicos).
[22]
John L. Moles, El cosmopolitismo cínico
(ibid.).
[23]
Dión de Prusa, Discursos IX 8. «¿Está el cínico Diógenes integrado en la
trama discursiva de la polis o no? En
otras palabras, y desde otro punto de vista: ¿No puede salir del club de los
filósofos o no lo dejan entrar?» (Patricio Jeria)
[24]
Subasta de vidas 6-11.
[25]
Silvia Tabachnik, Escándalo, verdad e
identidad: Notas de un archivo de la falsa infamia.
[26]
Patricio Jeria, Fábula del perro que
quería dirigir el coro.
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