Menipo es algo así como enigma. Prácticamente no hay nada sobre su
vida, ninguna fecha firme y apenas un par de lugares. Le fue negado inclusive el
carácter de autor de su obra y el de auténtico filósofo cínico. No es mucho más
que un nombre de autor cuya obra desapareció, el personaje literario de la de
otros, e incluso el probable y ficticio protagonista de las improbablemente
suyas.
Habrá que ubicar a esta
incierta existencia en la primera mitad del s. III a. C., ya que se
supone que estando en Tebas fue discípulo de Crates, si no de Metrocles, y que
fue contemporáneo de Bión (seguramente más joven y con toda probabilidad muerto
antes). Se suele estimar, en fin, que fue el primero al que endilgaron el mote
de σπουδογέλοιος o escritor serioburlesco. Menipo,
o más bien su nombre, fue una celebridad, quizá menos en vida que a posteriori, uno de los literatos
helenísticos y de los cínicos de mayor impacto. En cierta forma el cinismo
llevado a sus últimas consecuencias debería suponer el eventual desenlace de la
invalidación de la moneda del propio cinismo. Esa consumación podría llamarse
Menipo.
Diógenes Laercio asegura que «no conocía la
naturaleza del perro»[1].
A su criterio no era más que un embaucador cuya vida era opuesta a su doctrina,
una suma de malignidad y macana o el ejemplo mismo del vicio y la mentira. Puestas
así las cosas se dirá que lo que fue tendencia con Bión acá se vuelve cúlmine. Sin
embargo Bión, en todo caso y más allá de lo que sugiere Laercio, habría
adaptado la doctrina a su vida y por ende actuó consecuentemente. Menipo, en
cambio, a fiarse del aludido, que lo despacha de forma rápida y despectiva, predicaba
la filosofía de los perros pero vivía en sentido contrario y murió como mueren
los desesperados. A diferencia del mixto Bión, sí figura en su lista de
cínicos, pero inaugura en ella la decadencia del movimiento convertido en
trampantojo, divertimento, ardid y falsedad.
Diógenes Laercio cuenta que era un esclavo de ascendencia fenicia cuyo amo, un tal Batón, era del Ponto Euxino. De ahí que un poco antes diga que era sinopense, aunque no hay dudas de que provenía de Gadara, una ciudad ubicada en la actual Jordania a pocos kilómetros de donde quizá nacería Jesucristo, Nazaret, quien dejó en el pago uno de sus milagros. Hoy existe allí la ciudad de Umm Qais. Gadara era parte de un territorio helénico que pasó poco tiempo después a manos de los seléucidas sirios, de los ptolomeos egipcios más tarde y finalmente de los romanos. Fue llamada la ciudad de los filósofos porque daría nacimiento a los también cínicos Meleagro y Enómao, al epicúreo Filodemo, al matemático Filón y a los oradores Teodoro y Apsinas, y le daría cobijo a una nutrida comunidad de cínicos que se extendió desde ese siglo hasta la época clásica tardía.
Lo cierto es que, de acuerdo a Diógenes
Laercio, Menipo mendigaba cegado por la avaricia (ἀτηρότερον δ᾽
αἰτῶν ὑπὸ φιλαργυρίας) y a
fuerza de amaños llegó a conseguir la ciudadanía de Tebas. Limosna tras limosna
logró juntar unos buenos pesos y se convirtió de buenas a primeras en usurero, de
esos que te cobran por día (Hemerodaneistés[2] lo
apodaron, que eso significaba), y más tarde o más temprano derivó en prestamista
de empresas marítimas y así el inescrupuloso amasó fortuna. Pero un día
víctimas y rivales le montaron un complot y perdió todo. Entonces el perro
engañoso no tuvo mejor idea que ahorcarse. Y punto, así acabó, todo contado por
Diógenes Laercio en míseros renglones y sin rastros del menor cariño. Murió en
Tebas de manera anticínica. Como un vulgar comerciante financista. Como el que
en vez de reacuñar la moneda la multiplica. Como volviendo de Diógenes a su
padre. Murió aquejado
de ἀθυμία –depresión, abatimiento–, como un cínico fallido, fracasado; pero quizá
debiéramos decir como un cínico al fin, porque no traicionó la alternativa
entre λόγος
y βρόχος, entre la razón y la cuerda, y al menos optó
por la última.
El ofuscado biógrafo agrega que Menipo no
escribió nada en serio,
que sus libros eran un precipitado de burlas y
más burlas[3]. Joda y
chocarrerías puras. Para más inri lo acusa de usurero de ghostwriters. Comenta que las malas lenguas bisbisaban que los
autores de las obras que firmaba eran un tal Dionisio y otro tal Zópiro, ambos
de Colofón, quienes se las cedieron porque él quería publicarlas y darlas a
conocer, ya que era un diestro mercachifle con buena estrella para los negocios.
Y
sobre la vida menipea no hay mucho más. Luciano
le atribuye, con poca fiabilidad histórica, un paso por Atenas y Corinto, donde
aprovechó para mofarse de los entendidos del Liceo y el Craneo (pero el Menipo
al que refiere es un personaje de sus ficciones[4]). La Suda, la
enciclopedia bizantina del s. X, relata que el gadarense se presentaba en el
ágora disfrazado de Furia, diciendo que era un enviado de los dioses infernales
para espiar a los hombres y luciendo un manto hasta los pies color gris y ceñido
por un cinto púrpura, gorro arcadio con los doce signos del zodíaco bordados,
coturnos por calzado, una barba inmensa y un bastón ceniciento en manos.
También Luciano lo describe disfrazado:
sombrero de Odiseo, lira de Orfeo, más la piel de león de Heracles[5]. No sabemos si lo hacía de puro cínico jodón o a los efectos de
presentar alguna de sus piezas; pero como sea estas
coincidencias no aparentan ser vanas y apuntan a un horizonte no del todo
distinto a aquel al que dirige la mira el biógrafo, para quien era en todo caso
un disfrazado de cínico o perro de falsa bandera, un usurpador de identidad.
Son a propósito trece las obras atribuidas
a él o a sus negros por Laercio, de las cuales sólo nombra siete. He aquí la
lista más generosa que fue posible armar: Nékyia (En el país de los muertos, Funerarias, o
Evocación de los muertos); Testamentos; Cartas elegantes
escritas falsamente por los dioses; Contra
los físicos, matemáticos y gramáticos;
Sobre el nacimiento de Epicuro; La
supersticiosa celebración epicúrea del día vigésimo del mes; Banquete; Arcesilao; Venta de Diógenes; Sobre los sacrificios…[6] De todo esto sobreviven escasos fragmentos. El
más célebre lo aporta Laercio y proviene de su Venta de Diógenes, donde relata, entre otros detalles, lo que el Perro contestó al amo acerca de qué
era lo que sabía hacer –gobernar a los hombres[7]. El otro relevante es una carta dirigida a los
portadores de la πήρα, el bolsito cínico, o a los
habitantes de la isla de Crates.
En este cachito, que podría ser un desprendimiento del libro de las misivas
imaginarias de los dioses, los azuza, conjuro mediante, llamándolos a seguir la
vida dura de Diógenes, lo que permite colocar un relativo manto de sospecha
sobre esta inculpación de jocoso en estado puro. «Obrad con rectitud –habría
escrito Menipo– pasando hambre, sed y
frío y durmiendo sobre el suelo, porque esto ordena la ley de Diógenes (διατάττει νόμος ὁ
Διογένειος), el cual la escribió siguiendo a Licurgo,
legislador de los lacedemonios. Mas
si alguno no hace caso a lo que formula, será entregado a la enfermedad (νόσος), la maledicencia (βασκανία) y las tribulaciones (λύπη), y de resultas de todo esto se apoderarán
de vosotros la gota y la tos y tronarán desde abajo los vientos gástricos, por haber
profanado la ley justa y divina que se originó en Sinope.»[8]
Diógenes Laercio no era el único con este
punto de vista negativo, un poco antes Marco Aurelio ya lo había señalado al
paso como un risueño (χλευαστής) que se chanceaba de la efímera y
precaria existencia humana[9]. Pero el
propósito que tenía entre manos el biógrafo es bastante evidente: trazar la
semblanza de un falso cínico ítem por ítem, un infractor punto por punto de los
valores del cinismo, que mendigó por codicia, que a contramano de Crates transitó
de la pobreza a la riqueza, que alcanzó la libertad a través del dinero y no de
la virtud y el ejercicio, que en vez de rechazar como Diógenes la ciudadanía
procuró obtenerla, que en vez de robustecerse en el anonimato buscó la fama
apropiándose de la obra de otros, y que a la inversa de Diógenes, que era un ἡμερόβιος, un tipo que vivía al día, procedía como ἡμεροδανειστής, como uno que cobraba por día, y que se
suicida al verse despojado de sus bienes materiales[10]. Este
relato, si bien armado con antiguos retazos provenientes de Acaico, Diocles,
Hermipo y otros, lejos de ser un depósito de datos históricos es la
construcción de un antihéroe de diseño: «una
aglomeración de tópicos del imaginario cínico invertidos», que dice José
Maksimczuk. Todo parece emblema o parábola, desde el amo sinopense hasta las
peripecias en Tebas, como si su vida hubiese sido la perfecta conjunción de un
Anticrates y un Antidiógenes. En cierta forma Diógenes Laercio fabrica al
primer cínico en sentido moderno, con Z y no con K. La seriedad de los búhos
filosóficos, por lo visto, se la juró a Menipo, y quienes toleraron a Diógenes
y a Crates dijeron basta con este nuevo retoño meramente libresco que entró en
el index de los proscriptos. Sin
embargo mientras los estoicos circunspectos le cerraban la tranca, se la abría el
common reader romano… y la fiesta de
los sátiros morales cundió de tal suerte que se transformó, de Roma al
Renacimiento, en el precursor por antonomasia de la sátira. Fue el influencer anonymous.
Con Menipo la intrusión de la literatura
en el medio cínico es ya definitiva, Bión es un poroto. Como escribe
García Gual, la filosofía con él «se
disuelve en literatura». Si bien la deliciosa retahíla
de títulos sugiere una melange de
temas y géneros que incluiría diálogos, discursos diatríbicos, parodias
judiciales, descensos al Hades y cartas, podrá especularse que lo que malamente
llamaríamos ficción se impone y no ya ese género border que era la diatriba –fronterizo de la filosofía y las letras,
pero más bien del lado de afuera de ambas. Dudley observa que la importancia
literaria de Menipo radica en que tomó dos géneros monopolizados por la
filosofía, el diálogo y las cartas, y desvió su fin hacia lo cómico. El impacto
póstumo de Menipo en las letras fue rotundo y por ello no se entiende que no se
sepa casi nada acerca de esa vida, salvo lo que ventila con dudosa malquerencia
Diógenes Laercio. Porque Menipo no es mucho más que el referente de un subgénero
literario que se expandió con éxito por largo tiempo, la mentada sátira menipea, un formato urdido en prosímetro, conjugación de prosa y verso
con estrofas de diversa métrica y dado a parodiar y vapulear a los famosos y
poderosos, a los mitos, los dioses del Olimpo y a la filosofía. Y aunque es
bastante probable que el propio inventor no haya escrito más que una única sátira menipea, la Nékyia, se le imputa influencia en las Sátiras de Horacio, en el Encalabazamiento
del emperador Claudio atribuido a Séneca, en el Satiricón de Petronio, en Boecio, en Capella y siguen las firmas…
Parece que fue imitado hasta el apasionado y devoto plagio; pero sobre todo
fueron dos los que lo emularon al nivel de un fan: uno Terencio Varrón, militar y erudito del siglo I antes de
Cristo, y el otro Luciano, dos centurias más tarde. El primero dentro de una
innúmera obra narrativa y científico-técnica escribió 4 libros de sátiras y
¡150! de sátiras menipeas, como él mismo las bautizó (Saturae Menippeae), mientras que a él lo llamaron por tanto
insistir el Diógenes de pluma romana
(Romani stili Diogenes), Romanus Cynicus, o directamente el menipeo; pero el grueso de la
producción del polígrafo itálico desapareció quedando apenas una larga suma de
fragmentos dispersos[11]. Varrón
fue el antifilósofo de su época, ridiculizaba a todas las escuelas por igual, y
erigido sobre un equidistante médano de indiferencia contemplaba a los
filósofos como cangrejos de orilla que litigaban por minucias entre sí. Cicerón
decía que imitó a Menipo sin leerlo, sin entender bien de qué iba, copiándole
los trucos y recursos sin haber asimilado el mensaje.
Nuestro autor fantasma, este texto ausente
que devino meros nombre y cita, género discursivo del porvenir y precursor sin
existencia, se convirtió además en personaje ficcional. Varrón escribió un Entierro de Menipo; pero quien le dio
papel protagónico en muchas piezas fue el otro wanabí y apropiador, el corrosivo de Samosata. Menipo es el protagonista
principal de dos obras de Luciano, la anábasis Icaromenipo y la catábasis Necromancia;
es además uno de los varios personajes del infernal Diálogo de los muertos, y sin ser parte de la acción aparece
mencionado en El pescador, Doble acusación y Los fugitivos. Para
redondear un diagnóstico, a falta de más biógrafos, convendrá examinar a este
ficticio Menipo samosatense.
Los retratos que deja Luciano presentan
algunas variaciones. En El pescador o los
resucitados el personaje de Diógenes dice de Menipo que traicionó la causa
común ocultándose en la filosofía y el diálogo para hacerles muecas de cómico a
todos los filósofos, no-cínicos y cínicos. En cambio en Necromancia e Icaromenipo, inspirados quizá en la Nékyia (donde
el de Gadara podría haber sido su propio personaje y en clave autoparódica),
resulta ser más bien un neófito, ni cínico auténtico ni falso. En el Diálogo de los muertos Diógenes lo describe como un viejo calvo con
un manto con remiendos y agujeros, que siempre se está riendo y la mayoría de
las veces de los filósofos jactanciosos. Allí Menipo, empero, además de vestir
como la secta mandaba, actúa más bien como un principista cínico y de ningún
modo como un cínico sin principios. Se ríe de ver a los héroes de Homero, puro
polvo y charlatanería, tirados por el suelo deformes e irreconocibles, y del
chamuscado Empédocles, al que encuentra en el Hades después de su zambullida en
el Etna –por mera vanagloria según Menipo. Caen en su volteada Aristipo, apestando
a perfume, y Platón, denominado el experto en servir dictadores sicilianos. Diógenes y Menipo se pasean por el subsuelo infernal cumpliendo la
misión que realizaban en tierra, amonestar a los hombres y reírse de ellos. El
Cancerbero, el perro aduanero entre los dos mundos, testimonia que ellos dos
son los únicos que arribaron al Infierno decididos y a carcajadas, que hasta el
propio Sócrates entró entre quejidos. Porque
en este posmundo nuestros cánidos son los únicos ricos, dado que conservan las
virtudes que los encarecieron siempre; en cambio los que acarreaban bienes
mundanos agonizan entre lamentaciones por haber sido despojados. La franqueza,
la despreocupación y la risa son ligeras y fáciles de llevar en la barca de la
muerte, dice Hermes, que semblantea a nuestro cínico como «un hombre libre a pleno al que
no le importa nada de nada»[12]. Vemos allí al propio Menipo enseñándonos que hay que estar satisfecho
con lo que se tiene y punto (τὸ
παρόν).[13]
En Necromancia Menipo vuelve del Infierno.
Lo hace con la autoridad del que vuelve de la muerte, de ese lugar donde las
cosas son nombradas por sus propias palabras, donde reinan los hechos desnudos
y no las sagaces y vanidosas interpretaciones. Y vuelve para desenmascarar a todos
los bribones de este mundo, en especial a aquellos que creen tener una relación
íntima y excluyente con la verdad, los filósofos. Le cuenta a un amigo su
aventura por el Hades, a donde viajó llevado por un mago oriental después de
años de desilusión buscando la verdad entre filósofos de todos los gustos, que
resultaron ser al contrario la viva contradicción de lo que predicaban y la
encarnación más plena de la incapacidad y la ignorancia –por encima en miseria
incluso de la modesta gente de a pie. El mago lo hace ataviarse de una mezcla
de Odiseo, Heracles y Orfeo, para entrar así sin revelar su verdadera
identidad. Ya instalado allí ve una procesión de esqueletos emperifollados por
las autoridades, encargadas de juzgarlos, reprenderlos, y de paso burlarse de
estos ex vivos viciosos. Ve a Sócrates junto a Ulises, Néstor y Palamedes (la
imagen de Sócrates es más bien ambigua) y al «excelso Diógenes» haciendo burla de Sardanápalo y Midas y demás
ricos afligidos. El Concejo ha decretado que los ricos se conviertan en burros
arreados por los pobres por 250.000 años. Tiresias le aconseja a Menipo
abandonar a los charlatanes de los filósofos, siempre sumidos en conversas
rimbombantes y escudriñando en vano los confines del universo; le sugiere quedarse
con la gente común –los simples o idiotas–,
vivir el presente de buena manera y reírse de la mayoría de las cosas sin tomar
nada en serio[14]
–lo que parece haber aprendido, porque en el Diálogo de los muertos lo vemos aconsejando al centauro Quirón, repitiéndole
que lo que debe hacer el hombre, en efecto, es estar contento con las cosas del
presente.[15]
En Icaromenipo vuelve ahora de los Cielos,
donde entró en contacto con la Luna y con Zeus. Aturdido de nuevo por el surtido
de doctrinas filosóficas que le explicaban las cosas de los astros de mil
maneras distintas, perplejo por eso que esta gente denominaba cosmos, decide una vez más contrastar
con los hechos. Debe viajar él en persona, para lo cual corta el ala derecha de
un águila y la izquierda de un buitre. Luciano presenta a Menipo en principio
como un inocente: es un desorientado que busca encontrar las respuestas en los
filósofos, pero sólo logra incrementar la confusión con esos macaneadores
siempre barbudos y muy atentos a exhibir aspecto de sabios (a los que dice que
seleccionaba por la palidez del rostro, el gesto de gravedad y el espesor de la
greña). Encuentra siempre en ellos el summum
de la vanagloria y la ridiculez, unos tipos a quienes el árbol del jactancioso
sistema no les deja ver el bosque de la realidad, unos expertos en el
firmamento –y en trazar triángulos dentro de cuadrados– que resultan los seres
más rastreros de la tierra (Demócrito, Heráclito, Pitágoras y Sócrates caen en
la volteada). En la luna se topa nuevamente con Empédocles, todo tiznado y
ceniciento por los efectos del Etna, que lo arrojó hasta allí, donde vive alimentándose
de rocío. Selene le pide un recado: que le envíe a Zeus una queja contra esos
filósofos que se entrometen en su intimidad discutiendo sobre quién es, qué
tamaño tiene o sobre las razones por las que se vuelve cada tanto semicircular.
Ella ha sido testigo de las repugnantes andanzas nocturnas, en lupanares y
ajenos tálamos, de esos engreídos que adoptan durante el día un aire solemne y
severo, y no le queda otra que envolverse entre nubes para no exponer ante el
público a esos ancianos en deshonra flagrante de la espesa y venerable barba.
Es tajante: le solicita al jefe del Olimpo que aniquile a los físicos, amordace
a los dialécticos, derribe el Pórtico, queme la Academia y silencie el chirrido
continuo de los peripatéticos. Al dar Menipo con Zeus, este le relata que tiene
los altares «más fríos que las Leyes de
Platón o los silogismos de Crisipo» y se lo ve confundido por las
contradictorias plegarias que le llegan de la tierra; Menipo asegura que Zeus
se hallaba como Pirrón: incapaz de pronunciarse y absteniéndose (de ahí que no
se ocupara de las cosas de los hombres, como afirmaban esos insolentes
epicúreos). Anoticiado del mensaje de Selene, Zeus convoca a una asamblea, ya
que también está harto de tamaños impostores y disfrazados, inútiles y
presuntuosos. Los convocados braman en común acuerdo contra la gentuza
intelectual de allá abajo y se decide aniquilarlos el año entrante. Zeus lo
manda de vuelta a la faz de la tierra, no sin cortarle las alas para que no
regrese, y a fin de que lleve el anuncio a los condenados.
En todo momento Luciano va a encargarse de
dejar a la vista la rotunda diferencia entre Menipo y los cínicos del montón,
como se percibe en el final de Icaromenipo,
donde describe a unos altaneros, indolentes y roñosos, consagrados a la
denuncia de todo el mundo, que no pueden ser otros que esta gente. En
Los fugitivos, que es un feroz ataque
contra los cínicos de la época, es la propia Filosofía quien toma la palabra y
parece salvar no sin cierto desdén a Antístenes, Diógenes, Crates y el propio
Menipo –que integra esa cadena– de estos degenerados del presente que los usan
de baluartes para cometer sus inmundicias contrarias a doctrina. Luciano
arremete contra los cínicos, los viejos sofistas, y en cierta medida contra los
filósofos clásicos, tomando la representación de la misma filosofía. El
Pescador y Doble acusación, en cambio, ponen en
escena el conflicto entre Luciano y el discurso filosófico. En ambos diálogos
Menipo es aludido como una suerte de predecesor y cómplice del autor.
En El pescador vemos que Parresíades, el alter ego de Luciano, es
llevado a juicio por los grandes filósofos –Crisipo, Epicuro, Platón, Aristóteles
y Pitágoras– a través de Filosofía, Verdad, Prudencia, Justicia y otras
personificaciones. Al principio es hostigado, pretenden golpearlo; pero pactan
el juicio y la mediación de Filosofía, quien se muestra más bien asombrada del
alboroto de estos hombres graves, ya que dice haber sido siempre
condescendiente con las mojigangas de la Comedia, a la que considera su amiga.
En esta pieza se nos aparece Diógenes integrando con gusto la cohorte de
filósofos agraviados, a tal punto que es asignado por ellos como portavoz
(Platón le cede el puesto, bien que pidiéndole que no meta sus problemas
personales y hable en nombre de todos –haciendo ostensible el carácter de
relativa disidencia interna). Diógenes acusa a Parresíades de usurpar a la
filosofía y desnaturalizar el diálogo convirtiéndolo en compañero de escena y
actor en contra de ellos, le imputa haber convencido así al camarada Menipo de
traicionar la causa y escoltarlo en las burlas. Luciano –Parresíades– se
defiende sosteniendo que alababa a Filosofía, porque sus ataques iban dirigidos
solamente a los embaucadores, fanfarrones y enemigos de los dioses que hablan
en representación de ella sin ser otra cosa que descabezados monos imitadores.
Las diosas dan con entera convicción veredicto favorable para él y así Diógenes
retira los cargos afirmando ahora que es un tipo fenomenal.
En Doble acusación se desarrollan tres procesos judiciales: la Academia
acusa a la Borrachera, la Estoa al Placer, y Luciano, disfrazado en este caso como
el Sirio, es sometido a juicio por la
Retórica y el Diálogo (también Diógenes es enjuiciado por tomar dinero sin
devolverlo y responde a los palazos, como siempre sucede con los cínicos
lucianescos). La Retórica arguye que cobijó al Sirio de joven, cuando era pobre
y desconocido y, dejando de lado pretendientes ricos, se abocó a favorecerlo y
lo hizo ciudadano y respetable; pero una vez que el muy desgraciado alcanzó la
fama la abandonó para irse con el Diálogo, ese hijo barbón de Filosofía que
habla por frases cortas. Luciano –el Sirio– argumenta haber roto el matrimonio
con ella por verla actuar como puta rebosante en colorete y con los ojos
pintados: «Cada noche nuestra callejuela
se llenaba de amantes embriagados que venían a rondarla», forzaban la
tranca en tropel y ella acababa amancebada con ellos a gusto y piacere. El Sirio decide no denunciarla
y acercarse a un vecino, el Diálogo, que no necesitaba de elogios ni aplausos.
El Diálogo por su parte lo acusa de haberlo puesto a la misma altura que las
mayorías y haberlo desposeído de su máscara trágica, colocándole encima una
cómica y satírica, mandándolo al mismo cajón que la burla, el yambo y el
cinismo. Allí el Diálogo menciona a Menipo como un perro que asusta y nunca se
sabe cuándo te va a morder, porque lo hace riendo[16]. Luciano –que gana ambos
juicios– se defiende sosteniendo que despabiló al Diálogo poniéndole los pies
sobre la tierra y convirtiendo a quien era farragoso y enojoso para las masas
en alguien sonriente, atractivo y despojado de los vestidos patrios griegos. En
esta pieza Menipo es el aliado más íntimo que tiene Luciano para llevar a cabo esa
finta consistente en convertir al serio y comedido diálogo filosófico a las
formas populares y burlescas, es decir al redil de la comedia, como resultado
de su desilusión ante la emputecida retórica. En El pescador la tesis es similar y pretende probar que el fin que
baraja es siempre servir a la filosofía.
La relación del
Menipo lucianesco con los
popes de la secta cínica, en conclusión, no es del todo unívoca. Lo que resulta
claro es que siempre lo presenta como a un empecinado burlador de todo lo que
rodea a las escuelas filosóficas, que enfoca en ese punto con la idea fija,
perdiendo un poco de vista a los demás objetivos típicos de la denuncia moral
cínica. Es un viajero del Hades y del Olimpo, a donde va a contemplar las cosas
como son y no como las mientan esos barbudos tolondros e ignaros propensos a la
insufrible λογομαχία sin salida, a los que refuta con una verdad
superior a cualquier epistemología: la experiencia de venir de los cielos e
infiernos, como poniendo en práctica la pretensión cínica de embanderarse en
los hechos contra los discursos y opiniones (con la evidente salvedad de que
son hechos puramente fantasiosos inventados por la pluma del sirio). Como sea,
Luciano en sentido contrario a Diógenes Laercio, querrá probar que las
bufonadas de Menipo y la distorsión jodona que hace del discurso filosófico son
el resultado de la más alta gravedad moral y de una soterrada fidelidad a la
causa filosófica, aunque esta excusa no parezca convencer a nadie y resulte un
rulo más de la charada. Este Menipo de Luciano es una especie de ejemplar
cínico que se corta en solitario y se especializa en apalear a los filósofos en
bloque, a riesgo de ensuciar a sus mismos maestros, y así ha decidido adulterar
los géneros filosóficos a fuerza de parodia; pero a la vez con el dudoso colofón
de llegar al público craso, al que parece que debe rendir cuentas. Sin embargo
la traición a la causa filosófica –y en particular a la cínica– que señala el
Diógenes lucianesco va dirigida a Luciano, no a Menipo. Que diga que Luciano lo
convenció de desertar, indica que Menipo abjuró de manera póstuma y ficcional,
esto es que Luciano lo usufructuó tergiversándolo, y que por ende el Menipo
histórico y concreto, contrariamente a la tesis de Diógenes Laercio, no
descarriló de los objetivos cínicos. En definitiva Luciano lo convierte en
precursor y relativo cómplice, y aunque es difícil despejar lo propio de cada
quien, dónde termina uno y dónde comienza el otro, queda claro que el luciánico
no es el laerciano. Para el de Samósata Menipo era «un perro de furtiva mordedura que a la vez que mordía reía» (γελῶν
ἅμα ἔδακεν), pero perro perro, cínico verdadero,
aunque uno demasiado entregado a fustigar la imbecilidad humana y la inutilidad
indiscriminada de los filósofos de todo pelaje. Un cínico, se diría, que si
adulteraba la naturaleza del cinismo, lo hacía de puro cínico. Porque se
trasluce por el legado de Luciano que la filiación cínica de Menipo estaba en
tela de juicio, aunque su tesis es la contraria a la de Laercio, para quien no
escribió nada serio (σπουδαῖον οὐδέν). Para Luciano, en cambio,
reía mordiendo, cosa que ratifica lo que había apuntado Estrabón a comienzos de
la era cristiana y más tarde Esteban de Bizancio, que lo describen como ὁ σπουδογέλοιος,
el serio-cómico[17],
lo que coincide con la definición que daba el retórico Demetrio del κυνικὸς λόγος como mover la cola y morder al mismo tiempo[18].
Curiosamente Menipo nos llega como el primer
autor inscripto en el σπουδογέλοιον y a la vez
como el primer cínico que, ya por la conducta ora por la escritura, habría
traicionado al cinismo.
Laercio
viene a decir que como en Menipo no hay κυνικὸς βίος, el κυνικὸς τρόπος
que detenta en realidad no es tal. Este cínico
aburguesado y fenicio, tal como lo dibuja señalando un desvalor, al ser uno por
lo tanto más mundano, es revalorado por Luciano y aprovechado a sus fines:
héroe y antihéroe en uno solo, docto indocto, Momo socratizado, plebeyo
impopular y molesto, aunque cínico cuasi populista. El Menipo
lucianesco pasa de ser un sospechoso cándido que busca inútilmente la sabiduría,
a un inminente suspicaz de vuelta de todo; pero difícilmente es, como el
Diógenes más grave, una variación asertiva del modelo existencial de σοφός recortado
del dechado socrático. Este Menipo que hereda la historia ejemplifica
al hombre despierto del común que transita de la ingenuidad a la desconfianza,
no un alumno o un sabio sino un empírico, un self made man del darse cuenta, el campechano tocado que vuelve de
las experiencias-límite, héroe pedestre y terrenal del asombro sin sutura
metafísica; el que se avivó entre risas y, lejos de la solemnidad y las
mistificaciones, retorna con la nueva del realismo al pan pan y al vino vino. El
que venció a las ilusiones, los errores y mentiras del teatro del mundo; pero
haciéndole una finta, un rodeo, a la filosofía. Un apiolado bien dispuesto,
llegado el caso, a hacerse el piola, emboscar y divertir. Es la exacerbación de
ese costado de Diógenes y del cinismo, la avanzada de ese saber entre
antifilosófico y no-filosófico que amasaron los filósofos cínicos precedentes.
Es el atajo cínico en cierta forma exagerado, al borde de ser incluso un atajo
al cinismo. La ligereza de Menipo, un rasgo cínico que detenta como ninguno –ligeros
de ropas, rápidos para las réplicas, aligerados de metafísica–, es también
funcional o ideal para este aventurero del inframundo –allí donde se llega sin
nada o con lo mínimo– y le permite desplazarse fenomenalmente entre los muertos
como en la tierra. Él encarna el ideal cínico de la ligereza, que no es un
ideal particularmente nietzscheano, sino al contrario el de estos embajadores
del trasmundo de abajo. El mensaje de la muerte es la liviandad del desengaño[19]. Si bien
Luciano, y hay varios Luciano para despejar del mismo Luciano, dispara también
varios Menipo, aun así hay que decir que tiende a convertirlo en un testaferro,
se lo apropia como precursor y se hace ventrílocuo. Joel Relihan apunta que lo
convierte «de charlatán cínico en hombre corriente y observador
universal de la estupidez».[20]
Es evidente que para ser un héroe
estrictamente luciánico, y no diogénico, debía encaminarse por esta directriz
(para cínico entre comillas ortodoxo Luciano se inventó otro al que le
llamó Cinisco). En realidad
Menipo, como personaje genérico de la cultura, atesora mucho del personaje
rocambolesco que es Diógenes (mucho más que cualquier otro integrante del
elenco perruno), y se convierte en una figura cínica que más que nada parece un
elemento extemporáneo de la picaresca. Su identidad absorbe todo lo que es
ingenio y mofa y expulsa el componente hercúleo y espartano, protocristiano,
paraestoico y gimnosofístico. En un momento histórico en el que se imponía un
Diógenes profeta era menester la contraoferta de un cínico que se colocara a sí
mismo el sambenito de la fraudulencia. En términos borgeanos estamos ante el
falso impostor. Joel Relihan reconoce que la imagen más o menos establecida en torno a
Menipo es la de un cínico renegado o heterodoxo; pero advierte que detrás de
esa cáscara podría estar agazapado en verdad un cínico radical. En la lógica
del cinismo, si es que la invalidación de la moneda en curso funge de rasero
cardinal, según razona Relihan, la imitación fiel del modelo comportaría
deslealtad, por lo que Menipo riéndose de las convicciones cínicas asentadas
operaría como un cínico cumplido. He ahí el intríngulis del caso, como dice
este autor, que esa solapada lealtad a la causa se prestaba a la sospecha y
Menipo tenía todas consigo para caer desde el vamos en el descrédito
generalizado. Punto en el que el malentendido se vuelve inexorable. Con él se
abre en el cinismo la compuerta de la autoparodia y con ella la de la candonga
sin límites. Cuando se entiende que ser un cínico riguroso conlleva cargarse de
arranque todo lo que la corriente venía dejando aquilatado, o en última
instancia desmonetizar al mismo cinismo, empiezan los problemas. De ser así las
cosas ¿cuál sería la fidelidad de Luciano para con el antecesor? Estamos ante
lo que usualmente se denomina distancia cínica. Relihan
también dice que la verdad que trae su Menipo es siempre tan incómoda cuan
vana. Como bufón infernal esta criatura más que del Hades parece haber
regresado del futuro. Con él lo que Diógenes tiene de irremisiblemente antiguo
ha sido en buena medida expurgado. Menipo es un parresiasta inmune, no hay
dudas, pero un parresiasta tipo lacaniano, que enarbola una verdad contundente
pero viciada e incompleta, sesgada por la inconclusión.
Cómo eran los textos del propio Menipo chi lo sa. Los sobrevivientes Varrón y
Luciano, ya deudos o redivivos, lo podrían haber saqueado sin aditivos o apenas
haberlo usado de plectro estilístico o doctrinal. Es claro que a estos dos
menipeos sin Menipo los saturaba lo
mismo: el conglomerado abrumador de inservibles
discusiones y pujas escolásticas con adjunta e incontenida proliferación de
explicaciones sobre todas las cosas: académicos, estoicos, peripatéticos,
epicúreos y tutti quanti. Pero
la estricta novedad formal y la singularidad discursiva de lo menipeo de Menipo
no es más que materia especulativa en estado puro, aunque cunde la conjetura de
que allí dominaría el diálogo filosófico, quizá mechado con narrativa y con una
dosis abundante de efectismo cómico –y lo más seguro es que, como solían ser
las cínicas, fueran obritas muy breves que podían leerse en menos de una hora. Pero
la pregunta sería qué inventó Menipo al inventar la sátira menipea, o dicho sin
vueltas, qué alteración produjo en las letras cínicas precedentes como para
provocar tanto alboroto y ser puesto en duda como filósofo cínico. Las
respuestas que se leen por ahí apuntan a que emperifolló el texto cínico con
una fantasía exuberante y con recursos variados manoteados con desparpajo del
más inmediato cotidiano, una mezcla de periodismo y erudición atropellada y en
solfa, una irreverente y plebeya combinación de lo alto y lo bajo, con el
añadido de un narrador con debilidad por la autoironía –quizá una inflación exhaustiva
de unos cuantos rasgos cínicos previos, hasta el punto de dejar al diálogo y a
la filosofía pintarrajeados como una bataclana todavía peor que la de Bión. Quizá con él la literatura cínica se pueble de fantasmagorías, viajes exóticos
e historias increíbles; aunque él mismo, por su parte, representaría no a un
fabulador sino al incrédulo consumado y programático. Así a los
Menipo de Diógenes Laercio y Luciano de Samosata habría que agregar un tercero
más reciente, el de Mijaíl Bajtín,
dueño de una afamada tesis que dice que con el de Gadara arrancó en la
literatura universal el carnaval, la fantasía experimental que abandonó la
tradición trocándola por el
naturalismo de los bajos fondos, la algarabía folclórica y la ensalada
discursiva[21].
De ahí a Rabelais sólo dos pasos. La ambivalencia se impone como principium
porque el ejercicio fundamental de la invalidación numismática, vuelto sobre
los propios o sobre sí, provocaría el fenómeno curioso de un cinismo en cadena,
donde el último κυών lo infiere a sus predecesores o se lo
aplica a sí mismo, del mismo modo que sus secuaces (Luciano en este caso y de
allí los que siguieron) procederán con él. Y así sin solución de continuidad.
He aquí la carnavalización cuyo puntapié inicial sería dado por nuestro can
tunante. El luengo corso a contramano de los burladores burlados y la ley del
que ríe último.
Luciano dibuja varios Menipo
distintos sin que se sepa cuál reporta al originario, y así gracias a él
prosperó en la historia como coprotagonista literario, comodín de uso público,
ya que vida y obra de él mismo se disiparon bastante pronto. Queda la imagen
general de un perro del inframundo contrastado al celestial Diógenes, que diría
que nada había para aprender de los hombres y los dioses; el mensajero del país
de los muertos que regresa entre los suyos menos como visionario que como un
simulador bullanguero y abre así la caja de Pandora de la modernidad y la
posmodernidad. Si el idiota es el ángel sin mensaje, Menipo simbolizará al
mensajero (άγγελος) antiangélico, que transporta la misiva del escepticismo
reidero o el diabolismo del doble mensaje. La verdad de la muerte no puede ser
discursiva, lo que vuelve a la locuacidad del emisario en última instancia
charlatanería infecunda, fiasco del impostor. A los fines de hacerse de la ἀδοξία,
de la mala fama, Menipo triunfó y superó a la manada, a su tradición perruna,
al costo de que su nombre y figura se trocaran en modelo de crítica sin
ascética e impugnación sin ejemplo y sin virtud, personaje con un tinte dudoso
e impiadoso.
Claro que si Diógenes ya por ese entonces se había tornado celestial,
bautizado, sublime, canónico, para mantener vívida la llama cínica era menester
otro rulo, o perecer en el buenismo y la consagración. Podrá dudarse de la fe
biográfica del reguero de refractarios que dejó Menipo o no. La importancia
cultural de este perro cambió de bando: no aportó nada a un κυνικὸς βίος en camino a
desintegrarse históricamente, sino que renovó el κυνικὸς τρόπος y lo
propulsó por Roma hasta la Ilustración y hasta la fecha. A él, de quien la
tradición antigua no dejó máxima o anécdota edificante alguna, se adeuda el golpe definitivo de la corriente cínica en las letras. Es eso, una
rúbrica, un nombre propio que abrió en las letras universales como una llave
maestra, un camino siempre transitable: la guasa cínica, una risa aplicada sin
piedad al ejército universal de comediantes a dos pies y sin plumas. Menipo
vuelto un mero símbolo para la historia: el del reidor contumaz, el del perro
burlesco. Y un mordedor consuetudinario de filósofos, perro de caza
especializado en búhos y cruzado con hiena. O el cinismo propio aplicado al
propio cinismo.
[1] «οὐδ’ ἐνόει φύσιν κυνός» (Laercio, VI 100)
[2] Laercio, VI 99-100.
[3] «φέρει μὲν οὖν σπουδαῖον οὐδὲν· τὰ δὲ βιβλία αὐτοῦ πολλοῦ καταγέλωτος γέμει» (Id., VI 99)
[4]
Diálogo de los muertos I, 1.
[5]
La Suda, s. v. phaiós; Luciano, Necromancia 1.
[6] Νέκυια, Διαθῆκαι, Ἐπιστολαὶ
κεκομψευμέναι ἀπὸ τῶν θεῶν προσώπου, Πρὸς τοὺς φυσικοὺς καὶ μαθηματικοὺς καὶ
γραμματικοὺς, Γονὰς Ἐπικούρου, Τὰς θρησκευομένας ὑπ' αὐτῶν εἰκάδας, Συμπόσιον,
Αρκεσίλαος, Διογένους Πρᾶσις, Περὶ θυσιῶν. (Laercio, VI 101; id., VI 29; Ateneo, XIV 629 e-f.; id., ibid.
664 e)
[7] Laercio, VI 29-30.
[8] G. Giannantoni, Socratis
et socraticorum reliquiae V B 254; R.
Hercher, Epistolographi graeci, p.
400. Ateneo transmite tres breves fragmentos también (Ateneo, XIV 629 e-f; id., ibid.,
664 e; id., I 32 e).
[9]
Meditaciones VI, 47, 4-6.
[10] Cf., José P. Maksimczuk, La inversión de tópicos cínicos en ‘”Vida de
Menipo’’ de Diógenes Laercio (6.99-101): la construcción de un contracínico.
[11] Jerónimo (Referencia del Prefacio a Orígenes, Del
Génesis); Macrobio, Saturnales I
11, 42; Aulo Gelio, Noches áticas II 18, 7; [Probo], A Las Églogas de Virgilio 6, 31;
Tertuliano, Apologético I 4; Varrón, El entierro de Menipo frgs. 516, 517 a,
518 a y 539 Astbury; id., Sobre los testamentos frg. 542 a.
[12] «ἐλεύθερον ἀκριβῶς, κοὐδενὸς αὐτῷ μέλει» (Diálogo de los muertos II, 3)
[13] Ibid. VIII 2.
[14] «ὅπως τὸ παρὸν ευ θέμενος παραδράμῃς γελω ν τὰ πολλὰ καὶ περὶ μηδὲν ἐσπουδακώς» (Necromancia 21)
[15]
«Οπερ, οἶμαι, καὶ
χρῆν, συνετὸν
ὄντα πᾶσιν ἀρέσκεσθαι καὶ
ἀγαπᾶν τοῖς παροῦσι καὶ
μηδὲν
αὐτῶν ἀφόρητον οἴεσθαι.» (Diálogo de los muertos VIII, 2)
[16]
Doble acusación 33.
[17] Estrabón, Geografía XVI 2, 29; Esteban de Bizancio
193, 5.
[18] «Y en general se puede señalar de todo tipo
de discurso cínico que parece mover el rabo al mismo tiempo que está mordiendo»
(καὶ ὅλως, συνελόντι φράσαι,
πᾶν
τὸ εἶδος τοῦ Κυνικοῦ
λόγου σαίνοντι ἅμα ἔοικέ
τῳ καὶ δάκνοντι). (Demetrio, Sobre el estilo 261)
[19] Cf. Luciano, Diálogo de los muertos
XX, 10.
[20] Joel C.
Relihan, Menipo en la Antigüedad y en el
Renacimiento.
[21] Mijaíl Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski.
Comentarios
Publicar un comentario