Chetos, imberbes, putos, putas y patas de lana
No faltaron
las burlas entre los cínicos hardcore
hacia la pederastia, la homosexualidad, el adulterio o el putañerismo; ni
faltaron –sobremanera entre los soft–
quienes los profesaron con gusto. Mientras fueran prácticas decadentes que
atentaran contra la autosuficiencia, imperturbabilidad, fortaleza y frugalidad,
allí estaban estos soplones de la divina naturalidad para censurarlas. Por eso Diógenes
no se privaba de tomar de puntos a los afeminados o a los que lucían de forma
presuntuosa. Fue así que a uno al que una vuelta vio demasiado emperifollado le
espetó muy suelto: «Si es por los hombres
te deshonras y si por las mujeres delinques»[1]; y
cuando otro que andaba por ahí excesivamente adornado le hizo una cierta
pregunta, respondió que no podía contestarle si antes no se levantaba el
vestido y mostraba si era hombre o mujer[2]. Notaremos
que no era muy amigo del amariconamiento careta, decadente y aristocrático. «Cuidarse de los cortes de pelo y de los
vestidos más de lo necesario es propio de desgraciados o delincuentes»,
decía; por eso atacaba a los imberbes, que le resultaban adúlteros si se
rasuraban para las mujeres o amariconados si para los hombres[3]. Cuando un
tal Diotimo de Caristo le retribuyó con unas pocas monedas, contestó: «¡Que los dioses te concedan cuanto en tu
mente ansías, un marido y una casa!»; y a otro de estos le arrojó lo
siguiente: «¿No te avergüenzas de
pretender ser inferior a lo que la naturaleza te hizo? Porque ella te hizo
varón, pero tú te fuerzas a ser mujer»[4]. A uno
que fanfarroneaba por el lujo de su capa dijo «¿No dejarás de pavonearte por la virtud de una oveja?»[5]. A un joven llamativo que se quejaba de
que los hombres lo seguían le tiró: «Dejá
entonces de mostrar los signos del que inspira deseos impuros»[6]…
Los vaivenes entre Diógenes y las putas
han hecho el deleite de los comentaristas, tanto de los favorables como de los insidiosos,
que nos convidan escenas variadas en las que a veces es el héroe y otras el
pecador. Lo vemos según Plutarco aconsejando a un joven entrar en un prostíbulo
para que vea que en nada difiere lo costoso de lo que cuesta dos chauchas[7]. Era
preferible la economía de las putas a los complicados embrollos con las
casadas. Diógenes afirmaba que «no hay
nada más barato que la vida de un adúltero, que la pierde por una mercancía con
precio de una dracma»[8] –que tal
era por lo visto la tarifa de las rameras comunes. Cuando un tipo que lo vio
salir tan campante a él mismo de un puticlub lo reprendió, el Perro le contestó: «¿Y
qué?... ¿Acaso debería salir de tu casa?»[9]. El
inoportuno testigo le habría preguntado según la versión del obispo Teodoreto «¿Qué haces?», a lo que Diógenes
respondió «Si hubiera tenido suerte un
hombre» (no sin privarse incluso de saludarlo diciéndole «¡Hola, sorete!»). Este Teodoreto lo
acusa de «esclavo del placer»,
putañero y ejemplo pésimo para la gente[10]; en
cambio Galeno arguye que fue el hombre más competente en materia de continencia
y fortaleza, pero que ello no le impedía hacer uso del placer sexual «porque quería liberarse de la molestia del
semen retenido».
Galeno relata a continuación la anécdota
de que había acordado con una prostituta una visita, pero como la muchacha se
demoró, el filósofo tuvo que recurrir a la mano, y así cuando ella llegó la
despidió diciéndole «la mano se ha
adelantado a cantar el himeneo»[11]. El
camino al burdel en efecto era uno de los atajos a la virtud predilectos de los
cínicos, siempre y cuando no fuera sino un medio para exonerarse de las cargas
impuestas por la naturaleza. Los que franqueaban ese límite acababan
convirtiendo a las putas en reinas, decía, ya que terminaban haciendo lo que
ellas les ordenaban, cosa que pasaba con las concubinas de los reyes y con las
putas muy hermosas (alias «dulce
envenenado»)[12].
Lo vemos en otro momento burlándose de Dioxipo, un atleta vencedor de los
Juegos Olímpicos que entrando en carro victorioso por la ciudad no podía
apartar la mirada de una joven bella que lo contemplaba: «¡He aquí al belicoso atleta derribado por el cuello de una jovencita!»[13], bramó
ante la muchedumbre. Diógenes Laercio cuenta que cuando vio al hijo de una
trabajadora del ramo arrojando piedras a la multitud, le gritó: «¡Pon atención, hijo, no vayas a pegarle a tu
padre!». También se le atribuye haber escrito bajo una imagen de oro de
Afrodita, donada a Delfos por la célebre hetaira Friné, «Ofrenda de la incontinencia de los griegos»[14]. Ejemplo
del grafiti cínico. Tertuliano le imputa un romance con la misma Friné[15]; pero
todos los demás optan por Laide, la rival en belleza y cartera clientelar.[16]
El filósofo y
la puta o la covaginidad entre los sabios
Laide es
conocida también como Lais; aunque parece que hubo dos, una de Corinto,
anterior, y otra de Hícara: una terminó alcohólica y otra apedreada por las mujeres
de Tesalia. Algunos dicen que la relación surgió como pago por haberla llevado
públicamente en andas (así lo dice Clemente de Roma)[17]. En Historia verídica Luciano lo exhibe impunemente
borracho, bailando y lanzando indecencias, y asegura que se casó con ella[18]. Parece
que a Laide efectivamente le gustaban los intelectuales destacados, porque se
le inculpan romances también con Demóstenes, Aristipo y el pintor Apeles. Se
comenta que una vuelta iba a cobrarle mil dracmas al orador por una noche, pero
cuando lo vio de cuerpo presente le aumentó la tarifa a diez mil y después se
regaló a Diógenes[19]. Debemos
recordar acá que Diógenes tampoco se llevaba nada bien con Demóstenes, el
encendido orador ateniense que bramaba contra los macedonios y que por cierto
tenía una vocación política contraria a la suya. Dicen que una vez llegaron
unos extranjeros con intención de conocer a Demóstenes y preguntaron a Diógenes
por él. Diógenes lo señaló apuntándoles: «Ahí
lo tenés al demagogo de Atenas». El detalle no está en el texto sino en que
lo señaló levantando el dedo mayor, el digitus impudicus, literalmente con un fuck
you. Cuando dio con él en una de esas tabernas que no tenía empacho en
frecuentar, el célebre disertante se mandó para el fondo por pudor o temor a alguna
represalia, y en una de esas cuando lo vio distraído, se le acercó y le susurró
al oído: «Así estás aún más adentro»[20]. Dicen
que en las fiestas de Poseidón en Egina, Aristipo pasaba con Laide dos meses al
año y uno lo reprendió diciéndole que le daba tanto dinero que ella se acostaba
sin cargo con el Perro. Diógenes mismo, cuenta Ateneo, le dijo: «Aristipo, convivís con una prostituta
compartida, así que o te hacés cínico, como yo, o abandonala». Entonces
Aristipo le preguntó: «¿No te resulta
chocante, Diógenes, habitar una casa que otros han habitado antes?». «En absoluto», respondió. «¿Y una nave en la que han navegado muchos?».
«Tampoco», replicó. «Luego tampoco es tan chocante cohabitar con
una mujer que muchos han gozado»…[21]
Sobre
frotaciones y degluciones a cielo abierto
Las salidas sexuales que proponían
los cínicos, al menos mientras no tuviera lugar esa comunidad emancipada que
solían ofertar como utopía, eran más bien dos, y quizá el recurso a la
prostitución no fuera el prioritario. Eso parece ser lo que pensaba el
bizantino Agatías Escolástico, que muestra a Diógenes como un ejemplo general a
seguir. «¿Por qué camino se debe ir a la
Tierra del Amor? –escribió Agatías. Si
lo buscas por las calles, te arrepentirás de la codicia de la cortesana por el
oro y el lujo. Si te acercas al lecho de una doncella, debe terminar en
matrimonio legítimo o castigo por seducción. ¿Quién soportaría despertar el
deseo reacio por su legítima esposa, obligada a cumplir un deber? El coito
adúltero es el peor de todos y no tiene nada que ver con el amor, y el pecado
antinatural debe clasificarse con él. En cuanto a las viudas, si una de ellas
es de mala conducta y amante de cualquiera, conoce todas las artes de la
prostitución, mientras que si es casta, a duras penas consiente, la aguijonea
el remordimiento sin amor, odia lo que ha hecho, y teniendo un remanente de
vergüenza, se retrae de la unión hasta que está dispuesta a anunciar su fin. Si
te asocias con tu propia sierva, debes decidirte a cambiar de lugar y
convertirte en la suya, y si con la ajena, la ley que persigue por ultraje a
los esclavos que no son propios te marcará con la infamia. Diógenes escapó de
todo esto y cantó el himno del matrimonio en su palma, sin anhelar a Lais.»[22]
De acuerdo a Dión Crisóstomo, Diógenes sostenía que los poetas difamaban
a Afrodita al llamarla πολύχρυσος
o la rica en oro, porque él muy por el contrario tropezaba con
Afrodita everywhere y de forma enteramente
gratuita. Y cuando la gente no le creía, no dudaba en extraer el miembro
genital y sacarle provecho en pleno día y a la vista de todos. «Si todo el mundo se hubiera comportado así,
Troya no habría sido jamás conquistada», expresaba acto continuo. Imitaba,
decía, a los peses, que mucho más sensatos que los hombres, cuando tienen
necesidad de eyacular no dudan en salir de su retiro marchando a frotarse con
cualquier cosa áspera. Por eso sentía admiración por aquellos que no estaban
dispuestos a gastar ni una dracma por hacerse frotar los pies, las manos o
cualquier otra parte del cuerpo, aunque no entendía por qué ante los
imperativos de este otro órgano eran capaces de gastar un fangote de talentos,
cuando no de poner sus propias vidas en peligro. Este recurso autárquico que
Diógenes ponía en práctica con la mano, asegura Dión, era un truco que Hermes
le había enseñado a Pan, aquel dios de los pastores mitad hombre mitad animal,
cuando andaba desesperado tras los pasos de la ninfa Eco, que estaba enamorada
de un sátiro o de Narciso. Una vez que lo aprendió, Pan se lo enseñó a los
pastores[23].
El Perro no hizo más que llevarlo del
campo a la ciudad, en definitiva.
De ese
utilizar cualquier lugar para cualquier propósito, una de las máximas
capitales de la estrategia cínica según informa Laercio, se decanta este reparo
eufemístico del biógrafo que agrega que
«solía hacerlo todo en público,
tanto lo de Deméter como lo de Afrodita». Una de las frases célibes del maestro es aquella que se refería
a la masturbación en el espacio público: «Ojalá
también fuera posible quitarse el hambre frotándose la panza», berreaba el Perro y le daba a la matraca. Y como
Diógenes no contaba con ese don, ni hacía brotar panes y peses de la nada, no
contento con meneársela a la vista del paseante, procedía a comer también a la
vista de todos[24].
Comer en público para los griegos de aquellos abriles parece haber sido tan
indecente como darse puñetas en la rúa. Tenemos dos contestaciones ante esta
situación: en una explicó que comía en el Pórtico porque lo mismo hacían los
pilotos de naves y otros profesionales –a saber, comían en su lugar de trabajo.
Y él ahí trabajaba de cínico, claramente. Cuando lo hallaron manducando en la
plaza se justificó con toda naturalidad: «Es
que estaba en la plaza y me entró hambre». Simple. Sin vueltas. El
silogismo pillo que se improvisó para salirse de esta fue: Si desayunar no es absurdo (ἄτοπον), no está
fuera de lugar (ἄτοπον) en el
ágora. Como desayunar no es absurdo, hacerlo en el ágora ergo tampoco.[25]
Contra el
amor y contra las mujeres o la victoria de Laide
Máximo de
Tiro observa que Diógenes evitó casarse porque había oído las funestas
historias de Jantipa, la esposa de Sócrates. Pero salvo Crates ningún cínico
acometió, que se sepa, el concubinato o la pareja estable. En una de las epístolas
se lee que «quien confía en nosotros
permanecerá soltero, y los que no, criarán hijos»[26]. Diógenes
definía al amor como «la ocupación de los
desocupados» y a los amantes como «los
desgraciados por placer»; decía que «del
amor libera el hambre y si no la cuerda». Cuando le preguntaron cuál era el
momento oportuno para casarse, dijo «Los
jóvenes todavía no, los viejos ya no»[27]. El
atajo a la virtud insume la práctica del celibato (ἀγαμία), vindica la
covaginidad pero vitupera la cohabitación.
Diógenes no perdonaba a las damas y son
célebres las arremetidas contra ellas en cuanto partenaires deificadas. Un grafiti encontrado en Herculano pone por
boca del Can que la mujer es el mal
entre los males (τὸ κακόν υπὸ κακού). Un
comentarista árabe sostiene que las denominó «una angustia inevitable»[28]. Cuando le preguntaron qué es lo malo en la vida
dijo «Una mujer hermosa»; cuando vio
a unas mujeres ahorcadas en un olivo lanzó «¡Ojala
todos los árboles produjeran tal fruto!»; viendo a una en una litera dijo «No es conforme a la fiera la comadrejera»;
viendo a dos chicas cuchicheándose al oído dijo «El áspid toma prestado el veneno de la víbora»; viendo a una joven
aprendiendo letras dijo «Veo una espada
afilándose»; viendo a una a la que se la llevaba un torrente dijo «Deja que el mal se lleve al mal»; de una
petisa que pasaba dijo «Esto es lo que se
llama medio mal» (también dicen que lo aplicó al caso de una tuerta); de
otra petisa pero hermosa expresó «Un
pequeño bien pero un gran mal»; viendo a una vieja muy engalanada le
espetó: «Si es para los vivos te has
equivocado, pero si es para los muertos no te demores»; de uno que se hacía
el enamorado de una señora de avanzada edad y rica dijo «A esta no le echó el ojo encima sino el diente»[29]. Ciertamente
Diógenes, que llamaba a las chiruzas a renunciar al gobierno de la casa y
adoptar los hábitos de cualquier barbudo con colgajo, distinguía entre las
mujeres como perdición de los machirulos y las mujeres en cuanto gallinas
implumes al margen de la sexuación; por eso Laercio recuerda que felicitó a una
que en vez de querer darse dique con presunciones culturosas filosofaba realmente,
porque hacía muy bien en desviar de esa forma a los babosos hacia la senda de
los primores de la ψυχή.
Queda claro que las mujeres no se salvan
de las agresiones del Perro, aunque
la bibliografía evidencia que sus víctimas fueron casi todos varones. Así el
maestro García Gual se cuida de distinguir frases sobre las chicas que merecen
la firma del Kyon y otras que no. Es
que cuando Diógenes las enfoca desde su mirador de sujeto masculino que espanta
las tentaciones, se olvida de que es un emancipador del segundo sexo. No podrán
faltar, en una estación como esta que padecemos, los gritos en el cielo de las
sororas contra los improperios de este guarango de la ilustración. ¡Cómo osaba
hablar mal de una Gloria sin pene ni ídem! Tampoco faltan quienes lo acusan en
sentido contrario, como la especialista francesa Maria Daraki, para quien los
cínicos son pecadores por rechazar a la mujer en cuanto tal, por ser femenina y
no por portación ilegítima de vagina, dado que la reivindicaban según ella en
cuanto hombre: masculinizada y despachada como filósofo –tal el caso de la
bella y sabia Hiparquia. La mujer colectivizada, sometida al régimen del
unisex, a imagen y semejanza del hombre, no habría sido otra cosa que una
excusa para sofrenar el demoníaco poder propiamente feminal, ya que Diógenes
contestó a cuál era la mayor calamidad «Una
mujer bien hecha» (tal como traduce la citada). Pero no hay que rasgarse
las vestiduras, ni rasgárselas a Hiparquia, como hizo Teodoro. A esta gente no
le importaba si eras macho o hembra, le importaban sus ideas: el bien, la
virtud, y cómo ir a por ellas. Todo aquel que se desvía por pito o por flauta,
que se la banque porte pito, flauta o concha. Diógenes ofendía a todos los
degenerados por igual, porque como dictaminó Antístenes –en consonancia con el
Platón del Menón y la República– la virtud es la misma con
picaporte o sin él y no algo que se lleva en el bolsillo del caballero. Este y
la cartera de la dama son adminículos inadmisibles en la República del Perro.
Nota
pene. Para
descargo de quien se sienta ofendido recordaremos acá que el poeta y obispo
galorromano Sidonio Apolinar bautizó a la querida del Perro, la hermosa Laide, como «la
vencedora del filósofo»[30]. En ese
orden de cosas, un epigrama de Luxorio describe una imagen de Diógenes
retozando mientras Laide le arranca los pelos de la barba y Cupido le mea el
culo. Reza así: «A Diógenes en objeto de
burla convierte la prostituta Laide / y quebranta la velluda barba su amiga
Venus. / Ni la virtud del alma ni de la casta vida la senda / retrae al
filósofo de ser desvergonzadamente varón. / Hace eso el infeliz que a otros a
menudo censuró. / Y lo que es ya triste, por demás: ¡El archisabio es meado!»…[31]
El sol no se
mancha o el cínico de farra
Una y otra
vez vemos al héroe cínico en actitud de despreciar las fiestas y los lujos;
pero también, alguna que otra vez, haciendo uso de ellos. No era extraño
toparse con él en espectáculos, ferias, festejos, cantinas o en cuanto lugar
infecto hubiera, ya que decía que el sol mismo se metía en los retretes y sin
embargo no se manchaba[32]. Diógenes
se daba sus gustos también, combinaba frugalidad con licencias. Cuando uno se
burlaba de él porque siendo filósofo comía pasteles, le devolvió: «Los filósofos toman de todo, pero no del
mismo modo que los demás hombres» –y solía agregar que «también los asnos van por el camino recto a
la comida y la bebida». Por la inversa, otra vez que comía aceitunas uno le
quiso regalar un pastel y lo arrojó por los aires al son de «¡Extranjero, apártame de ese tirano!»[33]. Ese
día estaba inapetente y doctrinario. En un banquete veían que al abundante vino
que le servían lo tiraba: «Es que si me
lo bebo no sólo se pierde él sino que me arrastra consigo», respondió;
aunque el día en que lo interrogaron sobre qué vino bebía con más gusto no dudó
en declarar que el ajeno[34]. Sabemos
que a otra festichola se negó a ir porque, conforme explicó, habiendo sido
invitado a la anterior fue y no le dieron las gracias. Su presencia en esos
antros era más un servicio que la complicidad de una compañía. En otra jornada los
críticos lo censuraron porque lo encontraron bebiendo en una taberna: «Sí, y en la peluquería me corto el pelo»,
les devolvió y continuó empinando el codo como si nada[35]. Pero
también cuando vio sobre la fachada de la casa de un libertino un cartel que
decía Se vende expresó «Yo sabía que con tanta borrachera vomitarías
fácilmente a tu dueño». «En las casas
donde hay mucho alimento –declaró tiempo después– también abundan los ratones y comadrejas, y los cuerpos que toman
muchos alimentos arrastran también enfermedades similares.»[36]
Y es claro que esos imprudentes eran
incapaces de extraer como él aquellas nobles lecciones de austeridad que
impartían los roedores –más allá de los efectos colaterales de la peste. Como
sabemos, Diógenes solía darse cada tanto algunos paseos por las urbes griegas,
menos por afición al turismo que en cumplimiento del deber de emisario y censor
moral sarcástico. Estando en Megara declaró: «Los megarenses compran comida como si se fueran a morir al día
siguiente, pero edifican como si no se fueran a morir nunca»[37]. Porque
esta gente, además de glotones, eran propensos a fortificar por afuera y no
como le enseñó Antístenes: se preocupaban por la grandeza de sus murallones y
no por la de quienes los iban a tener que defender[38]. Ignoramos
si en esta ciudad aceptó o no libaciones y repostería.
Artistas, sofistas,
brujos, matemáticos y demás gentuza
Sabemos que
la música, la astronomía y la geometría eran objeto de repudio de parte de los
cínicos, y a esta gente también le dio para que tengan. Decía que los que
arguyen cosas sabias pero no las ponen en práctica son como las liras, que
emiten sonidos hermosos pero no los perciben[39]. Un
encordado sordo es el falso sabio. Una tarde estaba Diógenes despachando algún
sermón un tanto solemne y nadie le daba ni cinco; entonces cambió el enfoque y decidió
ponerse a canturrear. Viendo que la gente empezaba a amucharse en derredor de
él, procedió a putearlos entre aspavientos reprochándoles que acudían a los
charlatanes de feria y obviaban los asuntos verdaderos[40]. En
otros casos cargó directamente contra los músicos. «Las ciudades y las casas se administran con los juicios de los hombres
de bien, no con plañidos y tarareos», le arrojó a uno que quiso impresionarlo
con una exhibición melódica. A un arpista medio tarambana lo injurió porque no
se avergonzaba de armonizar los sones con el madero en vez de encontrar la
armonía entre el alma y la vida. Con evidente doble sentido y ningún prurito
por la finura lo veremos alguna vez burlándose de los soplos de una alegre
flautista (el chiste de la flauta con un agujero solo por lo visto ya existía
en la antigua Grecia). También supo aplaudir a un citarista musculoso que
prefería tocar el instrumento a dedicarse, con semejante cuerpo, a trabajar de
salteador de caminos[41]. El
grandote había elegido un mal menor. En materia de tecnología y ciencias
también se expresó en la misma tonalidad. Decía por ejemplo, como el más
rotundo de los antikantianos, que el reloj es un objeto absolutamente inútil que
apenas sirve para no llegar tarde a cenar. «¿Cuánto
hace que llegaste del cielo?» preguntó a un experto que disertaba sobre los
fenómenos celestes. De los gramáticos le llamaba la atención que investigaran
los males de Ulises mientras ignoraban los propios y de los matemáticos que observaran
minuciosamente el sol y la luna sin percatarse de los asuntos que tenían ante
los pies[42].
Para los sofistas también había: cuando un joven adepto a ellos intentó unirse
a su séquito, le paró el carro tirándole: «No
te me vengas a sentar al lado a llorisquear, veleidoso».[43]
Diógenes era un entusiasta de los Juegos
Olímpicos, constituían por lo demás una extraordinaria oportunidad para operar
ante un público numeroso. No tenía en este ítem los pruritos de Antístenes. Se
dice que al que le dijo «Yo he vencido a
los hombres en los Juegos Píticos», contestó «Yo soy el que vence a los hombres, tú a un esclavo». Demetrio dice
que en una carrera de hoplitas en Olimpia corrió proclamándose vencedor de
todos en hombría de bien, ya que muchos competían en lucha y carrera, pero no
en esta prueba. Regresando de los Juegos Olímpicos uno le preguntó si había
habido una gran multitud de hombres: «Gran
multitud sí –dijo– pero hombres pocos»[44]. Según
refiere Diógenes Laercio, el Perro
decía que los atletas no eran perspicaces porque estaban construidos con trozos
de carne de cerdo y buey[45]. Un día
se encontró con el campeón de pancracio Cicermo, que ostentaba vanidosamente la
corona y se jactaba de haber vencido a todos.
-¿Pero has vencido también a
Cicermo?
-Por supuesto que no.
-¿Y entonces por qué dices que
venciste a todos? ¿Qué rivales tuviste?
-Luchadores famosos de Asia y
Grecia.
-¿Superiores a ti, iguales o
inferiores?
-Superiores.
-¿Y cómo llamas superiores a
aquellos derrotados por ti?
-Iguales.
-¿Y cómo pudiste derrotarlos si
no eran inferiores?
-Inferiores.
-¿Y tienes el tupé de sentirte
orgulloso de haber derrotado a luchadores inferiores? Todo el mundo es capaz de
vencer a los que son inferiores a uno: ¿cuál es el mérito? Manda mejor a la
mierda la lucha, porque en breve, cuando seas viejo, serás inferior tú también,
y dirígete a lo que es noble: no a los golpes de los hombrecitos sino a los del
alma, no a los puñetazos sino a la pobreza, la infamia, la humildad de cuna y
el destierro, porque menospreciándolos vivirás feliz y morirás sin sufrimiento.[46]
Ni hablar de que despreciaba también a los
supersticiosos, brujos o intérpretes de sueños: «Como no prestan atención a lo que hacen en la vigilia, se embrollan con
lo que fantasean mientras duermen», decía de los últimos. Cuando veía
pilotos, médicos o filósofos, pensaba que el hombre era el animal más
inteligente; pero cuando veía intérpretes de sueños y adivinos, pensaba que
nada había más necio que el hombre[47]. La refutación diogénica de los
adivinos (μάντεις) era sencilla: se acercó a uno de ellos con un bastón
y le preguntó «¿voy a pegarte o no?».
El tipo dudó y arriesgó que no y por supuesto Diógenes lo desmintió golpeándolo.[48]
Tipología de
las mordidas y amistad por el olfato
Halagadores,
delatores, calumniadores, toda esa panda fue víctima del Perro, que consideraba a los elogios, alabanzas y a todo parloteo
con vistas a agradar como «una horca de
miel» (μελιτίνην ἀγχόνην). Los aduladores (κόλακας) son peores que los
cuervos (κόρακας), repetía, porque
los últimos se comen a los buenos cuando están muertos, pero los primeros
cuando todavía están vivos[49]. Como
se ve Diógenes, y con él sus incondicionales, eran muy propensos a los juegos
de palabras burlescos (las anécdotas ejemplares al respecto cunden). La
eficacia del chiste malo en filosofía es terminal. Pruébenla en sus casas. Cuando
un bocón le murmuró que un amigo andaba hablando macanas sobre él dijo «Es dudoso que un amigo haya dicho eso que en
mi opinión es muy cierto de vos»[50]. Interrogado
sobre cuál de las bestias muerde más dañinamente, dijo «De las salvajes el sicofanta, de las mansas el adulador», y otra
vez agregó: «En los montes los osos y los
leones, en las ciudades los recaudadores y los sicofantas».[51]
El filósofo-perro ciertamente contaba con
una teoría soteriológica del morder virtuoso, que fue refrendada por Juan
Estobeo: «Los demás perros –decía– muerden a los enemigos; pero yo muerdo a los
amigos para salvarlos»[52]. La
salvación requiere o de un amigo sabio o de un enemigo feroz; ambos
contribuyen, por el consejo o por la refutación, a eludir vicios y errores[53]. Por
eso para transitar por la vida hay que saber elegir a los amigos adecuados con
la misma certeza que tenemos para subirnos a un barco si está conducido por un
timonel y no por un ebrio o un ciego[54].
Diógenes decía que la mejor manera de castigar al enemigo era convertirse uno
en καλὸς κἀγαθὸς, en bello y bueno, en
hombre de bien, en noble[55]. El
amigo del filósofo-perro no puede ser un mero cómplice o una casualidad fruto
del apego; mejor que sea un amigo de la filosofía, uno capaz de discriminar la ἀρετή y vivir en la εὐδαιμονία. Por
eso Diógenes ponía a prueba a los recién iniciados, y así se cuenta que a uno
que pretendía unírsele le dio un arenque (o medio óbolo de queso) y le indicó
que lo siguiera, y como el tipo se espantó avergonzado dijo «Hay que ver que un arenque (o medio óbolo de
queso) rompiera tu amistad y la mía».[56]
Las características comunes del perro y
del filósofo eran las de distinguir, uno por el olfato otro por la
inteligencia, al amigo del enemigo o a lo propio de lo ajeno o extraño[57].
Diógenes, según Estobeo, suscribía la clásica hipótesis del doble o del alter ego, es decir de que «un amigo es un alma puesta en dos cuerpos»[58], de
manera tal que la φιλία no dejaba de ser al
fin y al cabo una forma duplicada de la φιλαυτία,
del amor a sí mismo. «Cuando te preocupás
de algún otro es que te despreocupás de vos mismo», lanzaba a la gilada[59]. Esta frase
tajante citada por Estobeo acredita al cínico como una antítesis de Levinas, de
cualquier cultor de la otredad o la différence. Απάθεια pura y entrega
incondicional a aquello que es común, a los dioses, a los sabios, a los
animales, el orden natural y divino. El perro era amigo y custodio de quienes
vivían en conformidad con él. Una frase como la aristotélica (Amigo de Platón pero más amigo de la verdad)
era demasiado poco implacable para un cínico. No hay peros donde hay perros. El
cínico era amigo de los dioses, no de Platón; o en su defecto de la naturaleza.
La impasibilidad y la autarquía no propiciaban ni mucho menos andar
contemporizando con los pelmazos que se desviaban de la virtud y del ejercicio
impenitente. El cínico es sobre todo un solitario rodeado de gente, cuyas
referencias o están muy en lo alto o muy en lo bajo. Para un cínico no hay nada
mejor que otro cínico, sin peros en la lengua, dos αὐτάρκεις en cuatro patas.
Los avatares
del profanador sacrosanto
La burla y el
vituperio a la religiosidad popular, tanto a las supersticiones y cultos como al
miedo a los dioses o δεισιδαιμονία, lo mismo
que a la presunción de inmortalidad por trascendencia, era una gimnasia consuetudinaria
entre los cínicos, cuyo buque insignia por supuesto fue Diógenes. Los perros van
a conceder que hay dioses, pero van a exigir de la gente que la relación con esos
dioses se desprenda de una buena vez de las taras de la irracionalidad. En vez
de ofrendarles estúpidos sacrificios, hay que asemejarse a ellos por la vía regia
de la virtud. Los dioses no necesitan
nada y los amigos de los dioses lo menos posible[60]. He ahí
el lema cínico. Es que esta gente para hacerse escuchar se va a adjudicar una
relación tête-à-tête con lo divino
que los colocará a la vista de los incautos en una posición de superioridad
temible. Diremos que el cínico era un hombre tan divinizado como el moderno,
con la gran diferencia de que no pretendía hacer de relevo entrando desde el
banco como suplente o sustituto ontológico, como fundamento que ordena el mundo
y las cosas; aspiraba a imitar a los dioses, a hacerse a imagen y semejanza mimesis en manos, pero dentro de un
rango que era el de la ética o el de la praxis. No era un asunto metafísico ni
religioso. Los dioses a los que se referían eran más bien unas entidades
heurísticas que ejemplificaban la excelencia consumada, como si fueran hombres
realizados en la ἀρετή, unos modelos
tomados en préstamo de la ideología, de la tradición y el sentido común griego,
y en calidad de insumos retóricos dentro de un plan pedagógico. Dicho de otro
modo, que utilizaban los mitos para inducir a una vida al pie del λόγος. Es probable que a ningún cínico hecho y derecho
le interesara la existencia de esas entelequias, ni siquiera la inexistencia.
Uno los imagina como ateos más bien agnósticos. Pero hay que agarrarse de algo
para predicar la cordura entre los necios y que entren en razón, o al menos
para poder darle cuerda al gusto por la denuncia. Y así la tribu del Perro pasará, cuando queden a expensas
de la beatificación de Epicteto, Juliano, Dión y esos muchachos, por espías,
exploradores y mensajeros de Dios.
Juliano, que declaraba tomar en serio la
anécdota del Apolo Pitio, decía que Diógenes no era impío y que iba a Olimpia
motivado por los dioses[61]; pero
esa es la tardía visión idealizada de un emperador erudito que, recortándole
las aristas más urticantes, hacía de Diógenes un santón para aprovecharlo como
contraejemplo de los cínicos del momento, a los que deploraba. Porque cuando le
preguntaron a nuestro can qué sucedía en los cielos, simplemente dijo «Nunca subí». Y parece que después agregó
sobre los dioses: «No sé si existen, pero
convendría que existan»[62]. Nadie
se imaginaría a Nietzsche jactándose de esa conveniencia,
sino más bien burlándose; pero nadie puede imaginarse que esos habitantes de
los cielos a los que refiere Diógenes tuvieran un pelo de judeocristianismo.
Tenemos algunas anécdotas livianas para el
rubro. Una cuenta que cuando vio a dos sacerdotes de un templo llevarse
detenido a un asistente que había robado una copa dijo «Los grandes ladrones se llevan al pequeño». Otra lo ubica en un
templo inspeccionando a una mujer que se inclinaba ante los dioses dejando el
pompis demasiado ostensible. Diógenes aprovechó la ocasión y acercándose a ella
le dijo: «¿No te precaves, mujer, de
faltar al decoro del dios si está situado detrás de ti, puesto que todo está
lleno de él?»[63]. Como
observó Dión, para el Perro los
santuarios no fungían más que como dormitorios de hotel, y hasta solía decir
que los habían construido para que él los ocupara[64]. No por
casualidad los convertía en su hábitat, cocina y baño inclusive: lograba así
ser tan irreverente e iconoclasta como hierático y sacro. Habrá que conjeturar
que no se ponía ahí solamente para invalidar la moneda sino para reacuñarla. Cuando
el farmacéutico Lisias le preguntó si creía en los dioses, le retrucó: «Cómo no voy a creer si considero que vos sos
su enemigo». A uno que se admiraba por la cantidad de ofrendas que había en
Samotracia dijo que muchas más hubiera habido si las hubiesen depositado los
que no se salvaron[65].
Notamos en Diógenes Laercio, el que refiere estas dos anécdotas, ciertas dudas
en torno a la actitud del sinopense al respecto, ya que asegura que la primera
réplica podría haber pertenecido a Teodoro el
Ateo y la siguiente observación a Diágoras de Melos, un poeta decididamente
impío.
Se dirá que la actitud del buen cínico
ante la religión –como ante la esclavitud– es sobre todo la de un crítico
sarcástico, que no pierde la imperturbabilidad y la alegría con las que
mancilla y ríe de las cosas del mundo; aplomo, jovialidad y desinterés que al
idealista moderno o actual, religioso o ateo, pueden resultar algo extraños,
como maneras resignadas o escépticas. Saltan a la vista en Diógenes un repudio
hacia la irracionalidad e hipocresía de los ritos y creencias y una suerte de
desentendimiento despreciativo con respecto a las cuestiones teológicas, lo
mismo que ante la especulación metafísica. Más que algún principismo ateo o
monoteísta, lo que se destila de él es una afirmación incluso radicalizada de
la mitología del σοφός, del sabio o del
filósofo como seres tendientes a la imperfectibilidad de los dioses («Todo es de los dioses, los sabios son amigos
de los dioses, común es lo de los amigos, luego todo es de los sabios»[66]). He
aquí una idea filosófica, no religiosa, de la divinidad, un concepto
difícilmente llevadero para un eventual cínico moderno, al que no le quedaría
otra que o acogerse a la santificación del científico (y esa no parece una idea
muy sustentable desde una posición quínica
contemporánea, ya que el cínico desde el origen permanece bastante ajeno a la
mistificación de la ἐπιστήμη, porque es alguien que sólo se ajusta
al bien y a la felicidad) o meramente replegarse en una παρρησία al descampado, escudada apenas en la mera
posición del débil, del bajo, del pobre o del hombre sin poder alguno. El
sujeto moderno, por eso que se llama la inversión teológica, también se cree un
dios; pero no precisamente por sabio, sino por solipsista. Porque se autopercibe –como los copitos de nieve.
[1]
Teón el Rétor, Ejercicios retóricos
5, p. 97, 11-101, 2; Laercio, VI 54.
[2]
Laercio, VI 46.
[3]
Basilio, Sobre si se deben leer los
libros de los gentiles 7; Clemente de Alejandría, Pedagogo III, III 19, 3.
[4]
Eliano, Historia varia IV 27;
Laercio, VI 65; Ateneo, XIII 565 c.
[7]
Sobre la educación de los hijos 7, p.
5 c.
[8]
Estobeo, III 6, 39.
[9]
Códice Bodleiano Bar. 50, fol. 108 r,
n. 6.
[10]
Curación de las afecciones de los griegos
XII 48-49.
[11]
Sobre los lugares afectados VI 15.
[12]
Laercio, VI 63; id., VI 61.
[13]
Plutarco, Sobre el ansia de saber 12,
p. 521 b.
[14]
Laercio, VI 62; id., VI 60.
[15] Apologético
46, 10. Otro dice que fue para Laide (Escolio a Aristófanes, Pluto 179).
[16] Ateneo,
XIII 588 c; Clemente de Roma, V 18, 147; Teofilacto, Epístolas LX.
[17]
V 18, 147.
[20]
Laercio, VI 34-35.
[21]
Ateneo, XIII 588 c, e-f.
[22]
«πάντ᾽ ἄρα
Διογένης ἔφυγεν
τάδε, τὸν δ᾽
ὑμέναιον ἤειδεν παλάμῃ, Λαΐδος οὐ χατέων» (Agatías
Escolástico, Antología griega V,
302.)
[23] Dión
Crisóstomo, Discursos VI, 17-20.
[24]
Laercio, VI 69.
[25]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 196;
Laercio, VI 58; id., VI 68.
[26]
Máximo de Tiro, Discursos filosóficos
XXXII 9; Epístola 47.
[27]
Laercio, VI 51; id., VI 67; Juliano, Discursos IX 16, p. 198 c, d-199 a;
Laercio, VI 54.
[28] Inscripción Herculanense 264 Della Corte;
Navia, Diogenes of Sinope p. 25.
[29] Arsenio, p.
197, 6-7; Laercio, VI 52; id., VI 51; Arsenio, ibid. 15-16 y Papiro
Sorbonense 826, n. 3; id., ibid., n. 2 y Gnomologium Parisinum, n. 4; Inscripción
Herculanense, n. 264 Della Corte; Gnomologium
Parisinum, n. 2; Códice Vaticano
Griego 96, fol. 88 v, n. 7; id., ibid., fol. 88 v, n. 6; Arsenio, ibid., 19-21; Estobeo, III10, 60.
[30]
Poemas XV, 181-184.
[31]
«Diogenem meretrix derisum Laida monstrat
/ barbatamque comam frangit amica Venus. / Nec virtus animi nec castae semita
vitae / philosophum revocata, turpiter esse virum. / hoc agit infelix, alios
quo saepe notavit. / quodque nimis miserum est: mingitur archisophus!» (Epigramas, n. 374) Versión en español de
José A. Martín García.
[32]
Laercio, VI 63.
[33] Gnomologium Vaticanum 743, n. 188; Simplicio a Aristóteles, Sobre el cielo, p. 148, 19-20; Laercio, VI 55.
[34] Arsenio, p. 210, 1-4; Laercio, VI 54.
[35]
Laercio, VI 34; id., VI 66.
[36]
Id., VI 47; Estobeo, III 6, 37.
[37] Tertuliano, Apologético 39, 14.
[38] Estobeo, III
7, 46.
[39]
Estobeo, III 23, 10.
[40]
Laercio, VI 27.
[41]
Id., VI 104; id., VI 65; Gnomologium Vaticanum 743, n. 173; Laercio,
VI 47.
[42]
Laercio, VI 104; id., VI 39; id., VI 27-28.
[43]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 193.
[44]
Laercio, VI 33; Demetrio,
Sobre la elocuencia 260; Laercio, VI
60.
[45]
VI 49.
[46]
Epístola 31.
[47]
Laercio, VI 43; id., VI 24.
[48]
Epístola
38.
[49]
Laercio, VI 51; Ateneo, VI 254 c.
[50]
Gnomologium Monacense Latinum XXIV 3.
[51]
Laercio, VI 51; Arsenio, p. 209, 6.8.
[52]
«ὅτι οἱ
μὲν ἄλλοι κύνες τοὺς ἐχθροὺς δάκνουσιν, ἐγὼ
δὲ
τοὺς φίλους, ἵνα σώσω» (Estobeo, III 13, 44)
[53]
Plutarco, Cómo percibir los propios
progresos en la virtud 11, p. 82 a; id.,
De cómo distinguir al adulador del amigo
36, p. 54 c; Gnomologium Monacense
Latinum V 2.
[54]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 197.
[55]
Plutarco, Cómo debe el joven oír a los
poetas 4, p. 21 e.
[56]
Laercio, VI 36.
[57]
Ateneo, XIII 611b; Temistio, Sobre la
virtud p. 44 Sachau.
[58]
«μία ψυχή
ἐν δυσὶ
σώμασι κειμένη»
(Estobeo, II 33, 10)
[59]
«ὅταν ἄλλου τινὸς φροντίζῃς, τότε ἀμελεῖς σαυτοῦ» (Id., II 31, 61)
[60] «θεῶν μὲν ἴδιον εἶναι μηδενὸς δεῖσθαι, τῶν δὲ θεοῖς ὁμοίων τὸ ὀλίγων χρῄζειν»
(Laercio, VI 105)
[61]
Discursos VII 8, p. 212 c.
[62]
Tertuliano, Contra las naciones (o
gentiles) II 2.
[63]
Laercio, VI 45, id., VI 37.
[64]
Id., VI 22.
[65]
Id., VI 42; id., VI 59.
[66]
Id., VI 37; id., VI 72.
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