La
moneda y el destierro
Diógenes nació en Sinope,
actual Turquía, a orillas del Mar Negro, entonces llamado Ponto Euxino, entre
los años 413 a. C. y 400 a. C. Dicen que Sinope –o bien Sínope– era el
asentamiento más importante de los griegos por aquella zona eminentemente
comercial, una ciudad en la que pululaban jonios y milesios y que era disputada
por los persas. La madre se llamaba Olimpíade. Nada se sabe de ella salvo la
improbable noticia de que Antípatro, un general macedonio, habría arrojado
algunas calumnias epistolares que le concernían y que fueron debidamente
respondidas por el vástago[1]. El padre
tenía por nombre Hicesias (o Hiceto, Hicetas o Hicetes) y era algo así como el
presidente del banco central de la localidad, o al menos un banquero o cambista (τραπεζίτης). Nada hay,
por supuesto, de la vida de nuestro héroe allí, que debió extenderse por una
cuantas décadas, excepto el precipitado desenlace. Diógenes debió huir a toda
prisa al ser acusado de fabricar falsa moneda.
Este incidente definitivo y crucial cuenta con unas cinco versiones distintas, brindadas todas por Diógenes Laercio. La primera es la de Diocles, quien aseguraba que fue el padre el artífice del delito por el cual Diógenes debió exiliarse. La segunda la habría dado Eubúlides en el mentado Sobre Diógenes, argumentando que el propio Can fue el autor y que padre e hijo debieron fugarse juntos. La siguiente avala parcialmente esta tesis y vendría de mano del mismo Diógenes, quien en su obra Pórdalo (léase Pedorro) se habría confesado responsable, sin que se tengan más datos sobre cómo terminó la cosa. Las otras dos versiones no reportan a una fuente concreta sino que tienen el vivo aspecto de un antiguo rumor o de un direte legendario. Decían algunos, escribe Laercio, que fue tentado por unos artesanos o peones a su cargo y que entonces para saber si debía o no realizar la maniobra recurrió a la consulta del oráculo, el de Delfos o el de Delos, y finalmente recibió el OK de Apolo, resultado de lo cual según unos fue desterrado y a criterio de otros emigró por cuenta propia y por el julepe que tenía. Una última versión, también a título de habladuría, aunque con aires de provenir de manos enemigas, atribuye a Diógenes el acto y considera que el desenlace fue la condena a muerte del padre y la huida del pichón, quien recién en este trance, mientras rajaba del pago, consultó al Oráculo –el de Delfos en este caso–, pero con el curioso fin de averiguar qué debía hacer para llegar a ser muy famoso (τί ποιήσας ἐνδοξότατος ἔσται). Como redoblando la apuesta, he aquí que obtuvo por contestación, incierta pero a la vez tajante, falsificar la moneda (Παραχαράττειν τὸ νόμισμα), un mandato sobre el que iba a cifrar su destino y el de los innumerables admiradores que lo siguieron por casi mil años. Dado que νόμισμα en un sentido estricto hacía referencia a la moneda de curso legal, pero a la vez en términos más amplios a la legalidad y la moralidad en sí mismas, semejante orden divina podía entenderse sin más como cambiar las leyes, costumbres y convenciones en vigencia. De acuerdo a la penúltima de las versiones, el siempre ambiguo oráculo le habría dado el visto bueno para que altere τὸ πολιτικὸν νόμισμα, lo que querría decir ora los valores consuetudinarios o instituciones sancionadas por el uso y las costumbres, ora la moneda corriente de la ciudad. Diógenes, apunta Laercio, no comprendió el sentido de la respuesta oracular, o más bien habría que decir que la entendió de forma literal. En definitiva no queda muy en claro si la operación consistió en falsificar, alterar, reacuñar, desfigurar, invalidar o sacar de circulación, si se trató de una reimpresión del cuño, de una emisión de moneda falsa o devaluada, usando el molde legal y adulterando las piezas con aleaciones de poco valor, o incluso de una anulación. Donald Dudley da por hecho que existía un circulante de moneda falsa emitida por Datames, un general del Imperio persa y sátrapa de Capadocia que había sometido al yugo a Sinope desde el año 375, e infiere que Hicesias y el cachorro habrían querido defender el crédito, poniendo fuera de circulación esa moneda persa con cuño de Sinope, después de desfigurarla con un sello de cincel, y así fue que con el triunfo posterior de un partido pro-persa cayeron en desgracia[2]. Ciertos estudios numismáticos del reciente siglo ido, adeudados a unos tales Seltman y Bannert, comprobaron que más o menos desde el año 362 –un poco después de la muerte de Antístenes– hubo en efecto en Sinope un Hicesio responsable de la moneda y que las falsificaciones existieron: se encontraron 9 monedas acuñadas en 350, y otras más datadas después del 362, con el nombre Hikesio y con marcas que evidenciaban un daño intencional. Con esto se demostró que la leyenda está vinculada a un hecho histórico concreto, y aunque no se reveló ninguno de los pormenores, se sembró sospecha en torno a la relación discipular entre Antístenes y Diógenes, al menos tal como la contó la historia oficial, como a posteriori del exilio. En efecto fueron descubiertas monedas marcadas con una incisión y otras sin corromper, aunque también se dice que varias de las piezas invalidadas eran de curso legal. Lo cierto es que la proliferación de hipótesis dispares deja a la vista la importancia del asunto en la biografía de Diógenes y deja ver que hubo un interés generalizado por ofrecer versiones en provecho de las intenciones de cada intérprete. La intervención del Oráculo lo involucra con la divinidad y conecta el episodio con la historia de Sócrates narrada en la Apología de Platón. Allí se cuenta que Querefonte fue al oráculo de Delfos a preguntar si había alguien más sabio que Sócrates y le dijeron que no. Enterado el aludido, aquel hombre que decía no saber nada, ni lerdo ni perezoso emprendió un plan misionero basado en la metodología de preguntar a los supuestos entendidos de la πόλις, para acabar desenmascarando la ignorancia que ignoraban y afirmar la propia sabiduría socrática como conocimiento de su propia ignorancia. Conclusión: Sócrates es efectivamente el más sabio, se conoce a sí mismo, porque sabe que no sabe. Pero mientras el héroe de Atenas había transmutado el oficio de su madre partera en el don de asistir el alumbramiento de los espíritus, esa técnica conocida como mayéutica, Diógenes heredaba de la profesión del padre, convertida en mala praxis, la fórmula singular de su filosofía, παραχαράττειν τὸ νόμισμα. Para Juliano dicha consigna era coherente con el oracular conócete a ti mismo (γνῶθι σεαυτόν) mantenido por Sócrates, ya que cambiar la legalidad era alterar los valores dados y las opiniones de las mayorías para seguir el propio raciocinio, y aunque nos suene como la primera afirmación histórica de la transvaloración reciclada por Nietzsche –aquel Umwertung aller Werte– a su criterio no implicaba cambiar la verdad, e incluso hacía depender a la filosofía de Diógenes del Apolo Pitio, que para Juliano era el divino fundador de toda filosofía[3]. Sin embargo el cínico Enómao dejó en claro que los pronunciamientos de los oráculos no eran otra cosa que estupideces y argucias montadas por la gente poderosa para manipular a los inocentes[4], y sabemos por Dión de Prusa que Diógenes insultó a un sujeto que iba camino a Delfos, reprochándole que pretendiera solicitar dictámenes de pitonisas siendo incapaz de manejar sus propios asuntos: «Los dioses –le dijo– no hablan griego ni cualquier otro idioma humano[5]». Si el propio Diógenes fue el inventor de aquella historia que lo mostraba como un joven incauto y crédulo que confiaba en agüeros, probablemente no haya tenido otro propósito que el de dejar a la vista las desgracias que acarreaban este tipo de creencias pueriles. Aunque tal vez podría haber sido apenas una forma de justificar por un edicto divino la vulgar tropelía de un funcionario equívoco. La versión maliciosa de Farrand Sayre refiere que Diógenes huyó porque de lo contrario hubiera sido ejecutado, y a paso seguido se presentó en Atenas como exiliado y no como el criminal prófugo que era[6]; de suerte que la historia sobre el oráculo podría haber sido una excusa del mismísimo imputado para blanquearse y zafar. Pero en definitiva no hay que hacerse mayor problema porque, como bien sugieren los aguafiestas de los eruditos, esta peripecia pertenece enteramente a la leyenda: una historia que se iría amasando desde el siglo II d. C. con Máximo de Tiro en calidad de promotor, según nos anoticia Luis Navia[7]. Es bien sabido que Diógenes se consagraría de acá en adelante a despreciar la riqueza y el dinero y que llegaría a proponer en su República suplir la moneda por tabas, de manera que el atentado original, conjeturando la alternativa de que Diógenes por entonces ya fuera un cínico hecho y derecho, podría haber tenido un sentido radical y concreto: abolir la emisión y dar por tierra con el sistema monetario.
Una vez instalado en Atenas
ciertamente no faltaron quienes le recordaran su travesura. Hubo así algún pillo
que quiso correrlo, echándole en cara lo de la trapisonda con las monedas, y él
lo atajó de esta manera: «Alguna vez yo
fui como vos sos ahora, pero como yo soy ahora vos nunca vas a ser»; y a
otro pesado que volvió a la carga con la misma cantinela le contestó: «Sí, eso hice, y también todavía más chiquito
me meaba encima»[8]. Pelota
que tiraban, como se ve, pelota que sacaba. Diógenes tuvo que lidiar con su
pasado y hacer trocar a la desgracia y el error en virtuosismo extremo. E incluso
debió hacer del destierro (φυγή) un sino maravilloso, porque efectivamente
fue el accidente que lo catapultó a la filosofía, lo que no hubiese sucedido
jamás de haber seguido viviendo como el hijo de un importante burgués del pago.
«Precisamente por eso me hice filósofo,
imbécil», contestó a un pavo que lo apuraba, y cuando le echaban en cara
que los sinopenses lo habían condenado al destierro replicaba «Y yo los condené a quedarse»[9], porque
como dijo Musonio Rufo «al ser desterrado
se convirtió de un simple particular que era en un filósofo»[10]. Es
decir que lo que en Sócrates fue el fin, en Diógenes el comienzo. Aquel, que de
acuerdo a Máximo optaba por la ley de Solón antes que por la de Zeus [11], prefirió
la muerte al ostracismo en conformidad con la filosofía; Diógenes en cambio nació
como filósofo con la expatriación[12]. Y con
él nacería la filosofía de los apátridas. La de los ἄπολις, los κοσμοπολῖται. El exilio y la invalidación
de la moneda se convirtieron en el condicionante coyuntural de la filosofía
cínica y al mismo tiempo en la condición esencial e imprescindible. De acuerdo
a Diógenes Laercio y otras fuentes, el sinopense solía decir que todas las
maldiciones de la tragedia se habían encaramado sobre él, ya que era un ser sin
hogar (ἄοικος),
sin patria (ἄπολις)
y un mendigo y vagabundo que vivía al día (ἡμερόβιος)[13] y que aun así era capaz de
rivalizar en felicidad con el rey de los persas.[14]
Cuando Aristóteles afirmaba
que solamente un dios o un animal podían vivir fuera de la comunidad política[15],
menos que prescribir una norma aristotélica estaba describiendo un precepto
basal de la civilización griega. Sobre ello se montaba Diógenes, el can
celeste, con el fin de practicar una animalización de la vida en sociedad como
vida filosófica que se tornaba a la vez que en bestial en divina. Por eso
Diógenes dirá que los sabios son amigos de los dioses, y como todo pertenece a
los dioses y los amigos comparten sus cosas, todo pertenece también a los
sabios. Este razonamiento que está a la base del cosmopolitismo cínico, chocaba
con los ritos y costumbres religiosos, pero menos que un ejercicio de impiedad
atea comportaba un modo divino de vivir.
De Manes a Antístenes y de
Atenas a Corinto
En el transcurso del paso de Sinope
a Atenas encontramos la segunda anécdota célebre. Diógenes, fugado pero aún
señorito, llevó consigo a su esclavo Manes, que habida cuenta de la nueva vida
del amo se marchó más bien pronto. Pero él lo tomó con serenidad y cuando
escuchaba la instigación de los demás para que lo mandara a buscar, respondía:
«Sería ridículo que Manes pudiera vivir
sin Diógenes, pero Diógenes no pudiera vivir sin Manes»[16]. Se
cuenta que observando a uno que hasta se hacía vestir y calzar por el criado le
dijo «No vas a ser feliz hasta que te
suene los mocos también, y esto va a ocurrir cuando te quedes manco»[17]. La
primera muestra de autosuficiencia, autarquía, e indiferencia ante la fortuna. Con
la huida del criado –como interpretó Séneca– comenzaba a vivir como un hombre completamente
libre[18]. Así
llegó a Atenas dispuesto a afrontar una vida rayana en la indigencia. Sayre,
que no lo quiere ni un poco, sugiere que seguramente sus propiedades en Sinope
habrían sido confiscadas, por lo que no hubiese podido recibir ayuda familiar
ninguna, de manera que arribó en una situación de pobreza enteramente forzada
por las circunstancias. Por supuesto que Diógenes despreciaría el uso de
esclavos hasta el último de sus días. Siendo ya anciano uno le preguntó si contaba
con alguno, y como le contestó que no, el tipo preguntó quién entonces lo
llevaría a la tumba cuando cayera muerto, a lo que él repuso «Cualquiera que necesite mi casa»[19]. Qué
más da. Digamos de paso que el pobre Manes terminó mal, según la noticia de
Eliano, que dice que escapando para Delfos fue despedazado precisamente por
unos perros…[20]
Parece que cuando nuestro
perro sideral apareció, Antístenes ya estaba en su fase antialumnos, harto de
los ineptos o arrepentido de haber enseñado sofística a aquellos que
Aristóteles bautizó «los antisténicos». Y con Diógenes, que era
en efecto seguidor como buen perro, no procedió de otra manera, a tal punto que
llegó a darle bastonazos en la cabeza, la que era ofrecida como blanco con todo
gusto por el sinopense. «¡Tú golpéame, si
quieres, que yo pondré debajo la cabeza! Y no podrás encontrar un bastón tan
duro que me aparte de tu lado». Entonces Antístenes encontró a su alumno y
Diógenes, la excepción, lo reverenció para siempre, ya con patetismo ora con
ironía. «Este fue el que me hizo
filósofo, el que me liberó para siempre de ser esclavo», solía decir de él;
o bien «Este fue el que me convirtió de
rico en mendigo y me forzó a vivir en un tonel en vez de en una amplia mansión».
Con él aprendió a distinguir lo propio de lo ajeno. Y cuando Diógenes enumeraba
lo ajeno detallaba una lista sábana, pareciendo que no quedaba nada para lo
propio salvo las representaciones de la imaginación (φαντασίαι).
Muerto el perro empezó la
rabia. Porque cuando Antístenes estiró la pata el fiel cogollo quedó algo
desprotegido, con tanta mala fama a cuestas y siendo un forastero mal reputado,
apurado por las hostilidades de los atenienses se las tomó a Corito, y fue allí
que montó su célebre vivienda en un tonel (πίθος) cerca del Craneo, un gimnasio que
estaba en un bosque de cipreses fuera de las murallas de la ciudad, frente al
puerto. El famoso πίθος,
tonel o tinaja, era un recipiente de arcilla, no de madera, usado para
almacenar vino, granos o aceite de oliva y en algunos casos –como en la Guerra
del Peloponeso, conforme cuenta Aristófanes[21]– también
como vivienda para los refugiados. Y el
Perro, es sabido, iba a vivir en estado
de guerra toda la vida. Dión Crisóstomo señalaba que Diógenes marchó a Corinto
porque en esa ciudad portuaria y prostibularia era donde había más tontos que
curar[22]; Sayre
en cambio sostiene que fue expulsado de Atenas después de un intento fallido de
hacerse pasar por un hombre sabio, y debió entonces partir hacia una ciudad con
estándares de conducta más laxos. Pero parece que volvía bastante a menudo a la
gran ciudad, ya que se dice que por razones climáticas hacía temporada de
invierno en Atenas y primavera-verano en Corinto[23], y se
comparaba así –dice Plutarco– con el rey de Persia, del que se cuenta que hacía
primavera en Susa, invierno en Babilonia y verano en la tierra de los medos[24]. Otros
testifican, de acuerdo a Laercio, que el tonel estaba establecido en Atenas, no
en Corinto, e incluso que en principio había encargado una pequeña casa; pero
como el hacedor se demoró en la construcción, tomó un tonel que había en el
Metroo, un templo dentro del santuario de Olimpia, e inspirado en la
contemplación de un caracol[25],
aquellos moluscos que Antístenes consideraba iguales en ralea a los atenienses,
decidió convertirlo en domicilio. Agrega Laercio que un día un chico se lo
rompió, y como el filósofo según él era muy querido por los atenienses, le
consiguieron otro y cascaron al niño[26]. Jerónimo
cuenta que llamaba al modesto cubil «mansión
giratoria», porque lo orientaba conforme a las estaciones: apuntaba la boca
hacia el sur con el frío y en el estío hacia el norte[27]. Máximo
de Tiro afirma que Diógenes disfrutaba con el tonel como Jerjes con Babilonia,
del sol como Sardanápalo de los atuendos de púrpura, con el bastón como
Alejandro con la lanza y con el zurrón como Creso con sus tesoros. Pero él
triunfaba sobre estos personajones del poder, cuyos placeres se mezclaban con
el pesar, ya que Jerjes se lamentaba al ser vencido, Sardanápalo al ser
quemado, Creso al ser capturado y Alejandro cuando no combatía[28]. Como
es sabido, Diógenes no era hombre de su casa, así fuera la tinaja, sino más bien
un sujeto ambulatorio; por eso se lo ubica montando campamento no solamente en
el Craneo o en el Metroo sino en baños y gimnasios públicos o en los pórticos
de templos, tal como atestiguan Laercio y Dión Crisóstomo entre otros. Tenía
por morada toda la ciudad e incluso la tierra entera, dice el último. Fue el
único hombre que habitó toda la tierra como su única casa, remacha Máximo.[29]
Look, mobiliario y bienes
inmuebles
El Perro, como todo cínico que se precie de acá en más, lucirá una cabellera y una barba luengas y desgreñadas. No desentonaba del todo, porque los varones griegos de entonces eran hombres de pelo en quijada, si bien en promedio considerablemente más pulcros. El estilo cínico se volvería más chocante desde que los macedonios impusieran la moda lampiña que siguieron los romanos. Como se ve en la imagen de la Escuela de Atenas de Rafael, Diógenes lucía túnica sin mangas, una vestidura propia de trabajadores y criados llamada τρίβων. Según algunos, dice Laercio, fue el primero en doblarlo para dormir con él, o como indica Jerónimo por el frío. Portaba además el morral a manera de despensa. Esta alforja y el palo, a saber πήρα y βάκτρον, refiere Apuleyo, eran para Antístenes y Diógenes como la diadema para los reyes, la capa roja para los generales, o la tiara para los pontífices y el báculo para los augures[30]. A los que no andaban con la πήρα al hombro, la mochilita o zurrón, el muy jodón de Diógenes los llamaba discapacitados, ἀνάπηρους, o literalmente los sin-mochila[31]. Según narra Laercio, el bastón fue un añadido posterior, lo tomó como sustentáculo estando enfermo y lo incorporó, pero para usarlo no en la ciudad sino en los caminos. Olimpiodoro, Polieucto y Lisanias, afirma Laercio, precisaron que el aludido bolso también era un adminículo de viaje[32]. «Así Pitágoras iba vestido de púrpura –dice Máximo de Tiro–, Sócrates con el manto desgastado, Jenofonte con coraza y escudo y el campeón de Sinope con bastón y zurrón, conforme a aquel Télefo. Y sus propias figuras contribuían a la representación dramática. Y por ello Pitágoras causaba estupor, Sócrates refutaba, Jenofonte persuadía y Diógenes reprendía.[33]» Diógenes disponía de cualquier lugar para lo que fuere –cuenta Laercio–, almorzar, dormir o lanzar diatribas, e incluso solía decirles a los atenienses que el Pórtico de Zeus y el Pompeo, aquellos sacrosantos reductos, habían sido edificados para que él los habitara. Según Jerónimo vivía en los vestíbulos de las puertas y en los pórticos de las ciudades[34]. Es evidente que el hombre hacía suyos los lugares especialmente emblemáticos.
Conversión, caracterización y
adquisición del kit
Veamos cómo cuenta la
conversión el propio Perro, en este
caso ventrilocuado por los autores de las Epístolas
cínicas escritas entre los siglos I y II después de ese otro cínico llamado
Cristo. «Llegué a Atenas y enterado de
que el discípulo de Sócrates enseñaba la felicidad, me fui junto a él. Se
hallaba entonces disertando sobre los dos caminos que conducen a ella, el corto
y el largo. Y él, haciéndonos levantar muy resueltamente de los asientos, nos
condujo a la ciudad y a través de ella directamente a la Acrópolis. Y cuando
estuvimos cerca nos señaló dos caminos que conducían a ella, mostrándonos uno
breve, escarpado y difícil y otro amplio, llano y fácil. Y simultáneamente nos
dijo: “Éstos son los caminos que conducen a la Acrópolis. Y semejantes a
ellos son los que conducen a la felicidad. Elegid cada uno el que queráis y yo
os guiaré”. Entonces los demás,
atemorizados ante el camino difícil y escarpado, se retrajeron y le pidieron
que los llevara por el largo y llano, pero yo para vencer las dificultades le
pedí el escarpado y difícil, porque debe uno dirigirse a la felicidad, aunque
sea oprimido por el fuego o las espadas. Una vez que elegí ese camino, me despojó
del manto y la túnica, me cubrió con un tosco manto doblado y colgó un zurrón
de mi hombro. Introdujo en él un pan, una salsa para untar, un vaso y un plato
y le colgó por fuera un lecito de aceite y un rascador y me dio también un
bastón. Y yo, ya dispuesto con esos enseres, le pregunté que por qué me cubría
con el tosco manto doblado. Y él me respondió: “Para que te adaptes por
igual a ambas circunstancias, al calor del verano y al frío del invierno”. “¿Pues qué –le dije yo–, no servía para eso el simple?” “Desde luego que no –me contestó–, porque te procura
comodidad para el verano, pero más sufrimiento del que soporta un hombre en
invierno.” “¿Por qué me has ceñido el
zurrón?” “Para que lleves contigo la casa completa.” “¿Y por qué introdujiste el vaso y el plato?” “Porque, dijo, debes
beber y comer un condimento, uno distinto si no dispones de berros.” “¿Por qué me colgaste el lecito y el
rascador?” “Uno como auxiliar de los
esfuerzos, el otro de la resina.” “¿Y
el bastón para qué?” “Para la
seguridad.” “¿Para qué seguridad?” “Para lo que lo usaron los dioses,
contra los poetas.”»[35] Queda
así expuesta la doctrina del atajo o σύντομος ὁδός,
que seguirán de acá en adelante los cínicos, y
explicitada de paso la enseñanza binorma o dual del maestro socrático.
En otra de las cartas Diógenes
se dirige desde Atenas a Olimpíade, la madre, para consolarla pidiéndole que no
sufra por la mísera forma de vida que lleva. Allí excusa a Antístenes
asegurádole que los conocimientos que obtiene de él se deben menos al maestro
que a los dioses y héroes de Homero y los trágicos, ya que fue Télefo, el hijo
de Heracles, el que como exponía Eurípides en su Helena, andaba mendicante y haraposo, y que fue Ulises el que
regresó al hogar con un manto tiznado y rotoso[36]. Esta
moraleja nos enseña que los hábitos cínicos orientados por el κατὰ φύσιν –el
paradigma de la vida según la naturaleza– no eran una novedad o un capricho de
la moda sino una práctica en conformidad con ciertas nobles tradiciones griegas,
al menos a criterio de este Diógenes. La austeridad espartana debía quedar
manifiesta desde la misma pinta; pero eso no quitaba –así era el gran can de
inefable– que él supiera amortizar regalías sin empacho, como cuando Antípatro,
el general del ejército de Alejandro, le regaló un agradable vestido y Diógenes
imprevistamente lo aceptó, provocando el desconcierto de algún indignado de
turno. Él se excusó argumentando que no se rechazan los dones preciados de los
dioses[37]. A lo
mejor lo canjeó después por lentejas u olivas verdes, o nomás renovó el τρίβων.
Los maestros naturales: dos
niños y un ratón
Lo que ni Salamanca o ni siquiera el propio Cinosargo dan lo aporta la observación de la naturaleza («el cinismo es la investigación de la naturaleza» reza sin empacho la Epístola 42[38]). La frugalidad de Sócrates y Antístenes no fue suficiente para Diógenes, que debió recurrir a otra clase de maestros que aquellos que podía aportar la filosofía. Y fueron unos críos y un mísero ratón. Cuando vio a un niño en un río tomando agua con el cuenco de sus propias manos, agarró la taza de madera que el maestro le había ubicado en el bolsito oportunamente y la arrojó por los aires. «Un niño me ha vencido en frugalidad», se dijo a continuación: «Ignoraba que la naturaleza también tuviera taza», completó. Luego al ver a otro que recogía con un trozo de pan las lentejas que se le caían de un plato roto se libró también del plato. «¡Cuánto tiempo llevé como un necio esta carga superflua!», agregó[39]. Poco más tarde, en una fiesta colectiva de los atenienses Diógenes, que comía por ahí apartado y algo afligido, sumido en un momento de debilidad después de tantos reveses con la gente (que ya estaba bastante harta de los reiterados desplantes), vio a un ratón que impávido se apropiaba de las migas de pan que se le caían a él y recobró de inmediato la fortaleza. Una nueva iluminación. Acababa de encontrar otro maestro, un simple roedor al que la bacanal de los bípedos no le importaba en lo más mínimo, viviendo con absoluta indiferencia, sin tener lecho alguno en el que cobijarse y pasando sus días en la más rotunda oscuridad[40]. La observación de la naturaleza y la inocencia de los aún no domesticados por la civilidad ampliaron el horizonte del que ya no sería, de acá en más, un simple discípulo de aquel aprendiz de Sócrates. En el candor infantil y en los brutos hallaba más por aprender. Era menester acortar aún más el más corto de los caminos.
El pobre rico y el mendigo
autárquico
Dicen que cuando Aristipo le
preguntó qué había obtenido de la filosofía el
Perro contestó «El ser rico sin tener un óbolo»[41]. Contra
la idea de Aristóteles, sabio plutócrata, Diógenes defendía a la πενία o pobreza
como la condición necesaria para la vida filosófica: la pobreza, argüía, fuerza
con los hechos lo mismo que la filosofía trata de hacer persuadiendo con las
palabras. La llamaba «la virtud
autodidacta» y el socorro de la filosofía[42]. Dice
Eliano que para él hasta Sócrates era un voluptuoso, porque no tenía por
superfluas la vivienda, el camastro y las sandalias que usaba en ciertas
ocasiones[43].
Convengamos que Escohotado no hubiese tenido ningún problema en incorporar a Diógenes y adherentes a
la larga compañía universal de los enemigos del comercio: el dinero y la
codicia (φιλαργυρία) son «la metrópoli de todos los
vicios», decía el gran Can[44]. A
la riqueza le llamaba «el vómito de la
fortuna» (τύχης ἔμετον),
los acaparadores
de muchas cosas eran para él los «megapobres» (μεγαλοπτώχους) y al rico ineducado lo llamaba «borrego de doradas lanas» o «una mierda envuelta en plata»[45]; argumentaba
que jamás había visto a nadie convertirse en tirano por efecto de la pobreza
sino de la riqueza y la maldad, por eso la ἀρετή jamás podía habitar en las
mansiones y urbes de los ricos[46] (vemos
de dónde venía aquello del camello y el ojo de una aguja). Así cuando una vez
un acaudalado petulante, pero bastante poco agraciado, lo invitó a su domicilio,
donde proliferaban los ornamentos en oro y piedra muy relumbrantes y
pulcramente cuidados, como a Diógenes le vinieron ganas de escupir le chantó el
gargajo en la cara al tipo excusándose de la siguiente manera: «No hallé un lugar peor»[47]. No
faltó uno que quisiera invitarlo a su corte, el diádoco Crátero, al que escupió
«Prefiero lamer sal en Atenas a disfrutar
de la espléndida mesa del palacio de Crátero»[48] (la sal
era uno de los bienes predilectos de los perros filosóficos, condimento que preferían
sin sazonar y que era un emblema del modo cínico de encarar el mundo). El
hombre verdaderamente rico es el αὔτάρκες decía
Diógenes, el autosuficiente[49];
pero el cínico, siendo pobre y estando fuera del mundo del trabajo, no tenía
otro remedio que el de practicar la mendicidad, aunque Diógenes consideraba,
como refiere el tocayo Laercio, que no pedía el dinero a los amigos sino que
les reclamaba aquello que le pertenecía[50]. Una
cosa era pedir como mendigar, αἰτῶν, que es lo que probablemente
hicieran los pordioseros no filosóficos, y otra muy distinta pedir como reclamar,
ἀπαιτῶν,
lo que realizaban los indigentes filosóficos (recordemos que al que le dijo «Soy un inepto para la filosofía», Diógenes respondió «¿Entonces para qué
vivís si no te preocupás de vivir bien?»[51]). Y el ciudadano griego era por
lo visto más reticente a dar limosna al filósofo que al menesteroso común, un
asunto que aparece reflejado en fuentes varias. Diógenes explicaba que era así
porque temían convertirse en ciegos o cojos algún día, pero jamás de los
jamases en filósofos[52]; y por eso, a sabiendas
de que no iba a encontrar muy buena recepción entre tantos inmunes a la
filosofía que pululaban por aquellas arterias helénicas, practicaba
con las estatuas. Cuando un desprevenido, allá en el barrio del Cerámico, lo
vio pidiéndole una contribución a una, le preguntó por qué perpetraba tal dislate,
y Diógenes replicó: «Me ejercito en fracasar»[53]. Una vez uno bastante
tacaño lo desafió cuando él lo mangueaba: «A
ver si me convencés», le dijo. «Si te
pudiera convencer ya te hubiera convencido de que te ahorques», le retrucó[54]. Y a otro que se demoraba
en darle lo apuró diciendo «Te pido para
la comida no para la sepultura»[55]. Lo que se llama reclamar
y no pedir.
El fitness y Diógenes u otra confusa relación con las estatuas
El cínico enseña a ser feliz
contra todo pronóstico y en las peores circunstancias: al mal tiempo buena
vida. Contra la desgracia el entrenamiento. Esos tipos que salen a correr todos
los días tras una zanahoria imaginaria por los bulevares son como la versión
del cínico en carne de buey o porcino. Pero es difícil para el gil de hoy
despejar de la testa el concepto idiota o comercial de la felicidad (ser tonto
y tener trabajo, auto, plasma y iPhone o ser un degenerado con renta básica
universal). La εὐδαιμονία tiene menos que ver con eso que con
una soberanía sin súbdito, ser amo de sí mismo pero no tirano. El buen gobierno
de uno mismo como un comando que pone entrenamiento y obtiene serenidad,
firmeza, alegría y entereza. Filosofía deportiva, pero no por el record y la medalla (como hacen los jazzmen del Word Processor con sueldo
del CONICET): son tan importantes las sentadillas y flexiones como el deporte
extremo de ser difamado, un fardo del alma que debe cargarse a diario y
tonifica el músculo impalpable de la ψυχή. Buena vida y no buen nombre. El
cínico hace del filósofo un atleta, pero el atleta filosófico se diferencia del
puramente físico como hoy puede diferenciarse un atleta olímpico de un jugador
de fútbol profesional: el oficio del primero es amateur y por deporte, el otro responde a un simple espectáculo de
masas. Para los cínicos los atletas olímpicos de la Hélade eran más bien como
los futbolistas o como una suerte de gladiadores de circo romano en estado
protoplasmático. Fortalecer la voluntad y no triunfar en un estadio. Ninguna
otra corriente fue tan corpórea como la cínica, la filosofía del πόνος.
Diógenes le pone el cuero a todo, es una presencia viva y material, concreta,
una filosofía sin aula, sin papeles, sin discursos, en carne propia y en carne
viva. El cínico era un atleta espiritual y un asceta físico, y al revés
también. Diógenes lucía un torso vigoroso con extremidades haciendo juego y de
esa manera mostraba que la forma de vida cínica podía sobrellevarse con plena
salud. El cuerpo sano, firme y bien formado, constituía una evidencia a ojos
del mundo de las ventajas de esta ética del atajo. El lomo hercúleo del Perro era la propaganda más patente para
su escuela. Como observó Epicteto, un Diógenes escuálido, tísico y pálido
habría sido el estandarte del fracaso del cinismo. En cambio se lo veía siempre
brillante, ya que además se ungía con aceite o ungüentos, según confiesa
Laercio, esos que se usaban para frotarse en los gimnasios antes de practicar
la palestra, y la gente, sigue Epicteto, se daba vuelta para ver y admirar el
tenor físico del filósofo linyera. Él
mientras tanto señalaba que estar desnudo era mejor que lucir vestidos de
púrpura y que el suelo era el lecho más blando para dormir; y en verano se echaba
a rodar en la arena ardiente, y en invierno caminaba descalzo en la nieve, y en
los días más gélidos se abrazaba a las escarchadas estatuas como si tal cosa[56]. «¿Está fría?»,
inquirió uno al verlo aferrado a una. «No»,
replicó. «¿Y entonces cuál es la hazaña?»[57].
Algunas anécdotas, queda a la vista, también lo dan por perdedor. Sayre llegó a
considerar que esta equívoca situación con las efigies alimentó las sospechas
de exhibicionismo. Epicteto aconsejaba a los alumnos, sin ir más lejos, que no
se llamaran filósofos y que se mantuvieran a distancia de las estatuas por las
dudas.
Preferiría
no hacerlo:
Diógenes y el uso de los placeres
Luis Navia, en el ancho estudio
biográfico que le dedica, se pregunta si era lindo o feo el sinopense: ¿se
empardaba con Sócrates o con Alcibíades? Los retratos de todas las épocas que
hay al alcance nos muestran en general a un sujeto entre anciano y maduro,
desgreñado y semicalvo, a veces algo flácido y a veces fornido. Como es patente,
y como sucedió con Jesucristo o el mismo Sócrates, conocemos de él las últimas
décadas de andanza, en especial los años finales, un ejemplo incluso exagerado
de lo que sucede mayormente con los filósofos, de quienes se registran los años
de madurez y maestría y no la anterior vidurria de tarambanas. Diógenes habría
entrado en escena con la llegada a Atenas, cosa que parece haber acaecido
siendo cuarentón o más bien cincuentón. La vida de bancario o no-filósofo (si
es que efectivamente no había sido entrenado de joven por Antístenes antes de
la fuga), de tipo común y silvestre de buena posición, no forma parte de la
historia (podemos decir de él –como Platón habría dicho del Haplokyon– que entró tarde en la
filosofía). Los árabes medievales hicieron correr la bola de que era feo: uno
de ellos cuenta que Diógenes rechazó una túnica que le regaló Alejandro
arguyendo que cuando alguien feo se calza una vestidura hermosa realza la
propia fealdad; otro relata que ante el asombro que le provocó a un hombre
apuesto su perjudicada apariencia física, Diógenes le contestó que eso no le
concernía ni era culpa de él porque no estaba en sus medios cambiarlo.[58]
Le llamaba la atención al Can que la gente cerrara sus propiedades con candados, sellos o llaves, a la vez que abrían el cuerpo por cuanta puerta o ventana tenga, llámense boca, oreja, esfínter o cloaca vaginal[59]. Diógenes no sólo enseñaba a desdeñar el placer sino a encontrar el placer de desdeñar el placer, porque los que se quedan en ese placer de primera vuelta la pasan mal cuando lo pierden. Decía que las pasiones se acrecientan más cuando se consigue lo deseado[60]. «Tú llamas esfuerzos a sus placeres porque mides lo de Diógenes con una mala medida –escribe Máximo de Tiro–, que es la de tu propia naturaleza, porque tú sufrirías haciendo esas cosas, mientras que Diógenes disfrutaba. Yo, en cambio, incluso me atrevería a decir que no hubo un amante del placer más perfecto: no habitó un hogar porque la administración de una casa es un asunto penoso, no tomó decisiones en política porque es un asunto enojoso, no intentó casarse porque había oído hablar de Jantipa, no intentó tener niños porque había visto a los del vecino. Exento, por el contrario, de todo lo terrible, libre, despreocupado, sin miedo y sin pesares, fue el único hombre que habitó la tierra entera como su única casa, viviendo entre placeres que no requieren guardianes ni administradores y son además abundantes.[61]» Escribe Diógenes Laercio: «Daba su aprobación a los que se iban a casar y no se casaban, a los que iban a navegar y no navegaban, a los que iban a participar en el gobierno y no participaban, a los que iban a tener niños y no los tenían, a los que estaban preparados para hacer vida común con los poderosos y no se les acercaban»[62]. Como queda a la vista, Diógenes fue el patrono de todos los Bartleby de la antigua Grecia. Se le adelantó a Melville por dos mil trescientos abriles. No sólo aconsejaba a los suyos no engendrar, decía que la desaparición de la especie humana no debería ser objeto de un lamento superior al de la extinción de la especie de las moscas o la de las avispas.[63]
Filosofía aparente, arte de
caer en desgracia y lógica de lo peor
Al que le dijo «No pretendas ser un filósofo sin serlo»[64] dijo «Justamente soy superior a vos al menos por
pretenderlo»[65]. «No sabés nada y te dedicás a filosofar»[66],
insistió otro terco. Y Diógenes devolvió: «Aunque
sólo aparente sabiduría, eso es ya filosofar» (εἰ καὶ προσποιοῦμαι σοφίαν, καὶ τοῦτο
φιλοσοφεῖν ἐστι)[67]. La
respuesta para la foto al que le preguntó qué había conseguido con la filosofía
fue «Aunque no hubiera conseguido ninguna
otra cosa, al menos el estar listo contra toda desgracia» (Καὶ εἰ μηδὲν ἄλλο, τὸ γοῦν πρὸς πᾶσαν τύχην παρεσκευάσθαι)[68].
He allí el quid de la filosofía de los perros: una ejercitación permanente para
estar dispuesto a sobrellevar lo peor. Un estado de perpetua emergencia. «En la vida es preciso tener dispuesta la
razón o la cuerda»[69], la
vieja enseñanza de Antístenes para los del camino cortito, un racionalismo puro
y descarnado que espantará a cualquier moderno, a cualquier Sarmientito que
crea que civilización, progreso y razón son la santa trinidad. La única
felicidad es estar verdaderamente contento y no afligirse jamás, donde sea y en
el momento que sea. Serenidad, alegría y vigor, un vigor que en última
instancia debe ser de la ψυχή,
no únicamente somático[70].
Diógenes solía afirmar, consigna Plutarco, que él oponía a la fortuna el θάρσος,
intrepidez, audacia o coraje, de la misma manera que a la ley oponía la
naturaleza y a la pasión la razón[71]. Dice
Dión que el Perro se jactaba ante la
Fortuna diciendo que «pese a lanzarle muchas
flechas como blanco, no pudo acertarle».
«Yo no soporto a un filósofo tan
osado –agrega el de Prusa con ánimo crítico–: no calumnies a la fortuna, porque si no te alcanza es porque no
quiere, puesto que le es fácil conseguirlo, siempre que quiera… ¿Porque cuántos
flechazos le alcanzó a él mismo, pese a ser un blanco tan difícil? Te convirtió
en un desterrado, te hizo huésped de Antístenes y te vendió en Creta»…[72]
El rey sol: de Filipo a
Alejandro
Siendo ya más bien anciano,
cuando se esperaba la venida inminente de Filipo de Macedonia a someter a
Corinto, las gentes comenzaron a alborotarse y a preparar la defensa. Mientras
unos armaban parapetos y otros restauraban murallas o juntaban piedras o
cargaban armas, Diógenes viendo que no tenía nada que hacer ni nadie le
solicitaba nada, se puso a hacer girar la tinaja (literalmente una casa
rodante), y cuando uno le preguntó por qué lo hacía contestó: «Para no quedar como el único ocioso entre
tanto hombre en actividad»[73]. «Esta
historia –explica el aguafiestas de Farrand Sayre– puede ser una burla cínica a la inutilidad de la guerra, pero también
muestra la inutilidad del cínico.» Sin
embargo después de la batalla de Queronea, hacia el año 338, parece que el
veterano decidió infiltrarse en el campamento macedonio y fue capturado y
conducido ante el citado rey, quien pidió saber quién era. Entonces Diógenes se
lo dijo: «Soy el espía de tu
insaciabilidad e insensatez, por cuya causa, sin obligarte nadie, vienes a
jugarte a los dados en tan sólo un breve momento el reino y tu vida». Filipo
admirado le perdonó la misma y lo dejó en libertad[74]. Según
refiere Juan Crisóstomo, poco tiempo después, cuando ya el nuevo líder de los
griegos organizaba los preparativos con vistas a invadir a los persas, se hizo
un break para ir a verlo y averiguar
si necesitaba algo y tenía algún encargo[75]. El
cínico en efecto era un enviado (ἄγγελος)
de Zeus y un espía (κατάσκοπος), como enseñó Epicteto: es «el espía de lo que es amigo y enemigo de los
hombres» y «ha sido enviado como
mensajero por Zeus a los hombres, para indicarles lo que es bueno y malo para
ellos que yerran buscando la esencia del bien y del mal en otro lugar en el que
no está, mientras que donde está no lo tienen en cuenta»[76]. Fue
por esas fechas que el Perro despidió
una de sus maravillosas frases gremiales, en este caso dedicada al filósofo
preferido del poderoso de turno: «Aristóteles
almuerza cuando le parece bien a Filipo, Diógenes cuando le parece bien a
Diógenes»[77].
Y el de Sinope volvió al barril y el Estagirita a Alejandro. Muerto Filipo en
el año 336, le tocará el turno por supuesto a su hijo Alejandro, que se hizo
cargo de las cosas y avanzó sobre los persas. La escena entre el príncipe y el
mendigo, entre el rey y el sabio, es ciertamente la más popular y célebre de
todas. Alejandro le preguntaría si tiene necesidad de algo, o bien dirá que le
pidiese lo que quisiera, y Diógenes responderá sin más vueltas que se aparte
del sol.
Las circunstancias de este
encuentro varían levemente según el relator. Un anónimo bizantino pone a un
Alejandro regresando de una batalla, que topa con un Diógenes examinando
ofrendas de conmemoración; entonces el joven general pregunta quién es. Como le
dicen que es el filósofo que muchas veces aconsejó a los atenienses no luchar
contra su poder, le pregunta «¿Qué favor
debo concederte, Diógenes?»[78]. Plutarco,
que ubica la acción en Corinto, muestra a un Alejandro que ya lo conocía,
aunque por lo visto no lo suficiente, porque esperaba que él se le acercara como
los demás políticos y filósofos adulones. Entonces se dirige con la comitiva al
Craneo, donde el Perro sin tener la menor noticia de él se esparcía filosofando, y
encontrándolo tumbado al sol bajó del caballo y procedió a saludarlo con un
abrazo[79]. Laercio
también los ubica en el Craneo corinto[80], pero
ofrece diferentes recortes, pegados acá y allá, narrando también la escena originaria
en que se conocen. Juntados los pedazos de Laercio la cosa quedaría así:
-Yo soy Alejandro, el gran rey.
-Y yo Diógenes, el Perro.[81]
-¿No me tenés miedo?
-¿Pero cómo sos, bueno o malo?
-Bueno.
-¿Y quién teme lo bueno?[82]
-…¿Por qué te llaman Perro?
-Porque muevo el rabo ante los que me dan algo,
ladro a los que no me dan, y muerdo a los malvados[83]… ¿No tenés una dracma para
darme?
-Esa donación no es digna de un rey.
-Dame entonces un talento, pero esta petición ya no
es digna de un cínico.[84]
-Pedime todo lo que quieras.
-Lo que quisiera es que te corras, que me estás
haciendo sombra.[85]
Laercio
los ofrece como momentos distintos: en uno Diógenes sólo respondería que se
aparte del sol y en otra oportunidad le pediría la moneda. Lo cierto es que al
retirarse Alejandro, con sus guardias de corps y la escolta de infantes, vertería
la afamada frase: «Si no fuera Alejandro,
sería Diógenes».[86]
Uno no necesitaba nada y al otro nada le bastaba, dice Cicerón[87]. Valerio Máximo agrega que Alejandro, que había conseguido el sobrenombre de Invicto, no pudo vencer la continencia de Diógenes el Cínico: el que con sus riquezas intentó echar a Diógenes de su peldaño, más rápido conseguiría echar del suyo a Darío con las armas[88]. «¿O es que no lo venció –vierte Séneca– aquel día en que un hombre envanecido por encima de la medida de la soberbia humana vio a alguien al que no podía dar ni quitar nada? Diógenes fue mucho más poderoso y rico porque podía rechazar mucho más de lo que aquél podía ofrecerle.[89]» «Diógenes el Cínico –sigue Apuleyo–, disputando, por cierto, con Alejandro Magno sobre la auténtica realeza, se jactaba de su báculo anteponiéndolo al cetro.[90]» «¿Pues cuántas riquezas –continúa Juan Crisóstomo– crees que le habría dado Alejandro a Diógenes, si este las hubiera querido aceptar? Pero no quiso, mientras que aquel porfiaba y llegaba a todo para poder alcanzar algún día la riqueza de él.[91]» «Aquel Alejandro Magno –aporta Nicéforo Grégora–, que llevó las tropas de Europa hasta la India, confesaba que deseaba más el parco tonel de Diógenes y ponerse su vestido roto que poseer el gobierno de toda Asia y Europa y estar cubierto con aquella riqueza babilónica.»[92]
Laercio registra un par de anécdotas más de la pareja despareja. Dice que cuando los atenienses decretaron Dioniso al nuevo mandamás, Diógenes pidió que entonces a él lo declararan Serapis[93] (un dios egipcio con bastante éxito en Sinope gracias al sincretismo que estaba en auge en aquellas fechas y al que relacionaban con Zeus). «Alejandro no quiere ser un hombre, pero por su insensatez (ἄνοια) no puede ser un dios», añadió el Perro[94]. En ocasión de que el macedonio enviara a Antípatro una misiva por medio de un tal Atlio dijo «Un miserable (ἄθλιος) hijo de miserable a través de un miserable a otro miserable»[95]. Parece que Alejandro, en plan de cachondeo, un día le remitió una bandeja con huesos, a lo que el otro retrucó otra vez «Es cínico el alimento pero no regio el regalo»[96]. Se cuenta que en otra ocasión Alejandro lo solicitó, pero el sabio se negó arguyendo que el jerarca era demasiado poderoso para necesitarlo a él y él demasiado autosuficiente para necesitar del otro[97]. Cuando Pérdicas, general y primer ministro, amenazó con matarlo si no se presentaba ante él (se nota que este tenía menos humor o bien licencia para apurarlo), Diógenes contestó que esa era una hazaña menor que cualquier tarántula o escorpión podía llevar a cabo[98]. Juliano sostiene que el Can le escribió a Alejandro cartas con recomendaciones y citando a Dión de Prusa asegura que lo invitó a ir juntos a Olimpia porque «pensaba que le convenía frecuentar los templos de los dioses y que el mayor de los reyes de su tiempo tuviera relación con él»[99]. Cada jefe intelectual acomodaba la parábola según la idea que quería esparcir en torno a cómo debían ser las relaciones entre el poder y el saber, o entre un tipo de mandatario y la corriente de saber más refractaria de la época –entre el poder gubernamental imperial y la izquierda moral, en fin. Es imposible tomar conocimiento de cómo fueron las cosas, pero no hay sobradas razones para negar que Alejandro supiera quién era Diógenes e incluso qué representaba, ni para desestimar que se haya hecho un tiempito para darse una vuelta y ver por propios ojos –como dice Navia– a la mayor atracción turística de Corinto. Hay una coimplicación de base entre el imperialismo panhelénico macedonio y la ideología cínica y pruebas suficientes de personal común en ambos bandos (varios de los formados con el Perro trabajaron para Filipo y/o Alejandro). Anverso y reverso de una nueva ciudadanía concebida a escala universal. Plutarco abona esta sospecha y nos pinta a Alejandro no sólo como filósofo, sino como uno más pragmático que el ya pragmático Diógenes. A su criterio lo que el mandamás quiso decirle con aquella frase era «Me hubiera ocupado de los razonamientos filosóficos si no hubiera filosofado mediante los hechos». «“Si no fuera Alejandro, sería Diógenes”; es decir, “Si yo no proyectara fusionar lo bárbaro con lo helénico, civilizar toda la tierra firme con mi expedición, hacer limitar a Macedonia con el Océano, descubriendo los confines de la tierra y el mar, sembrar la semilla de Grecia y expandir la recta justicia y la paz sobre todas las naciones, no me quedaría quieto, disfrutando voluptuosamente con un poder ocioso, sino que emularía la parquedad de vida de Diógenes”.[100]» No era la riqueza aquello que lo alejaba de la sabiduría, sino la filosofía en armas como empresa civilizatoria aquello que lo forzaba a no vivir como un cínico. Ambos dialogantes volverán a encontrarse en el Hades del Diálogo de los muertos de Luciano, donde aparece un Diógenes sermoneando entre risas a quien se creía Osiris o Anubis y que ahora se ahoga en lloriqueos.
-¿Por qué lloras, necio? ¿Es
que tampoco el sabio Aristóteles te enseñó a no considerar seguros los dones
procedentes de la fortuna?
-¿Él, sabio? Cuando fue el más
falso de todos mis aduladores. Deja que yo solo sepa lo de Aristóteles.
¡Cuántas cosas me pidió, cuáles me recomendó, cómo me utilizó por mi afán de
educarme, halagándome y elogiándome unas veces mi belleza, como si también ella
fuera una porción del Bien, otras mis hazañas y mi riqueza, porque consideraba
a esta un bien para no avergonzarse de recibirla él también! Era un mago
impostor, Diógenes, un truhan. Hasta este único goce he obtenido de su
sabiduría, afligirme por aquellos bienes que has enumerado un poco antes, como
si fueran los más grandes.
Diógenes le advierte que
Clito, Calístenes y otras víctimas del rey en la tierra vienen por él allí a
tomar venganza y le ofrece beber agua del Lete. No le quedaba otra que olvidar
y aprender a desaprender lo aprendido, siquiera de manera póstuma.[101]
Vida de perro y pasaje a la
inmortalidad
La πολυτροπία de
Antístenes parece transferirse a Diógenes cuando recuenta los diferentes tipos
de perro que es: laconio cuando tiene hambre, maltés cuando come y moloso
cuando está saciado[102]. Pero
en definitiva siempre un can. Diógenes llevaba el
sobrenombre con orgullo e hidalguía, tanto así que lo tomaba por el verdadero
nombre propio y a Diógenes por el
apodo[103].
Decía que no se bañaba porque quería no parecer un perro sino serlo y que era
uno de esos perros que la gente elogiaba, pero que no quería llevar de cacería consigo[104]. A
unos pibitos que se burlaban diciendo «¡Cuidado
no vaya a mordernos!», respondió
«Quédense tranquilos que un perro no come
remolachas». Cuando unos pícaros le tiraron un par de huesos en un
banquete, se les puso al lado y los meó levantando la pata. Cuando lo rodearon
unos cuantos mientras almorzaba en una plaza gritándole «¡Perro!», dijo «Los perros son
ustedes que me rodean cuando como»[105]. Así
vivía este atleta de la vida dura. Un ejemplo de resistencia y de confrontación
perpetuas. Las golpizas eran moneda corriente en la vida del reacuñador serial.
En una festichola unos efebos tilingos le dan zurra y él escribe los nombres de
los agresores en una tablilla blanca, se la cuelga y sale a pasear con ella. En
otra aciaga jornada otro tipo le pega un coscorrón en la cabeza y declara que
se le había olvidado pasear con casco. Hay otra trifulca con el acaudalado
Midias, que mientras le da una paliza le canta que tiene tres mil de depósito
para él en el banco (es lo que este Midias había tenido que pagarle a
Demóstenes después de un pleito judicial); al día siguiente Diógenes va por
unas correas de púgil y le devuelve la paliza repitiendo el speech del otro, que tenía los tres mil
ahora para él… y así se relatan unas cuantas más[106]. De
hecho también peleaba por deporte. Se cuenta que haciendo pugilato con un muchachito
de buen lucir, en una de esas se le elevó el miembro y el imberbe se pegó un
susto: «Ánimo, jovencito –lo
tranquilizó– que este es este y yo soy yo»
(otro agrega que para sacarse el problema de encima se fue a los vestuarios a
meneársela)[107]. Diógenes
iba contra la corriente incluso en un sentido literal. Dicen que entraba a los
teatros justo cuando los demás salían. Cuando uno le preguntó por qué dijo: «Es lo que he hecho toda la vida». La
gente se reía de él en el Pórtico porque lo veían caminar al revés: «No se avergüenzan de transitar al revés el
camino de la vida y se ríen porque yo lo hago cuando paseo»[108]. Πόνος, πενία y ἀδοξία, el esfuerzo, la pobreza y
la mala reputación, esos valores ya aquilatados por Antístenes,
son llevados por Diógenes al grado máximo. Llamaba a la ἀδοξία
«el ruido de los enloquecidos» (ψόφος μαινομένων
ἀνθρώπων)[109]:
«Cuando la mayoría te elogie piensa que
no vales nada, cuando al contrario todos te censuren es que entonces vales
mucho», le tiró a uno[110].
Cuando le dijeron que otro bobeta hablaba mal de él, dijo «Que me golpee tranquilo mientras yo no esté presente»[111]. La
mayoría se burla de ti, le dijo otro: «Y
los asnos se burlan de ellos, pero ni ellos se preocupan de los asnos ni yo de
ellos»[112].
Nicéforo Grégora reproduce una escena similar a aquella fundacional del Perro ante el Oráculo, pero con Diógenes
en el papel contrario. Afirma que cuando uno le preguntó qué era lo que había
que hacer para lograr fama (δόξα)
de la manera más rápida, despachó como habiendo aprendido la lección: «Lo vas a conseguir cuando seas capaz de
despreciar la fama»[113]. He
allí la ambivalencia del anonimato cínico. Diógenes se alimentaba de la mala
fama, del revés permanente, del roce continuo y del desprecio de notos e
ignotos, y dos milenios y medio después sigue siendo objeto de tesinas de
posgrado por el mundo e inspiración de youtubers
y artistas de cualquier latitud.
Diógenes contra los higos y
pollos de Platón
Un curioso de esos que quieren
saber qué opina un importante de cualquier cosa, preguntó al Divino qué le parecía ese tal Diógenes que
andaba haciendo piruetas filosóficas por todas partes, irritando a unos y otros,
y como es sabido el hombre orquesta de la metafísica universal dictaminó que no
era más que «un Sócrates enloquecido»
(Σωκράτης μαινόμενος)[114]. No
faltaba tampoco quien para meter más leña al fuego recriminara a nuestro héroe
que mientras él se dedicaba a mendigar, Platón estaba concentrado en lo suyo, la
pura teoría. Pero el Perro le retrucó que no era cierto, que
el artero y dudoso portavoz de Sócrates también mendigaba, pero que lo hacía
astutamente acercando su cabeza al donante para que los demás no se enterasen[115]. La
mendicidad del amigo de los poderosos. Se enfrentarán en esta lid, como bien reza
Bracht Branham, el campeón de la Θεωρία y el filósofo al azar, el espectador
del tiempo y la eternidad versus el
filósofo de la improvisación y lo contingente. Como pone Rivano, Diógenes «desde el más llano de los niveles» se nos
aparece como el denunciante de «la más
sublime de las filosofías». «De toda
filosofía, si es cierto que la filosofía es, sin más y de cabo a rabo,
platónica.»
Diógenes y Platón se cruzan
muchas veces comiendo en estas anécdotas filocínicas siempre organizadas con
intenciones de acusar al Divino de
una glotonería vinculada con los servicios prestados a los tiranos de Siracusa.
Aceitunas, higos, verduras lavadas, reyertas filosóficas de sobremesa que sacan
al metafísico del hábitat que es suyo, menesteres domésticos que nos dejan ver
a Platón teniendo que sortear minucias poco dignas del Topos Uranos. En estos
encuentros Diógenes está en su salsa y en su cancha y Platón debe jugar de
alguna manera de visitante. En un opulento banquete en Atenas el Perro
vio que comía aceitunas y le preguntó cuál fue su necesidad de ir a Siracusa si
en el Ática también podía darse estas mismas panzadas. Cuando otra vez el Perro
comía unos higos, se los señaló y le dijo «Puedes
participar», y cuando Platón iba a agarrarlos, aclaró: «Dije participar no comerlos»[116]. Evidentemente
la doctrina platoniana de la participación (μέθεξις) podía prescindir tan
campante de un acto tan bajo y concreto. Como dice Rivano, si eran higos de
acuerdo a la doctrina de Platón no podía comerse los higos de Diógenes, salvo a
escondidas y a espaldas de sus propias doctrinas. La cosa con los higos siguió.
Parece que Platón tenía un huerto con higuera en los finos jardines de la
Academia y Diógenes mandó a pedirle una mínima ración de tres, muy acorde a sus
hábitos frugales, y como Platón le envió un montón, le dijo que así también
respondía cuando se le preguntaba algo: con diez mil palabras[117]. Se
recordará que Diógenes decía que las conferencias de Platón eran «una pérdida de tiempo» (llamaba a sus διατριβήν o enseñanzas
κατατριβήν,
es decir pamplinas)[118]. Otros
arrojan que la respuesta fue más bien la que sigue: «Si te preguntan cuánto es dos más dos, ¿respondes veinte? De ese modo
ni das lo que se te pide ni respondes a lo que se te pregunta».[119]
A Diógenes le gustaba presentarse
de sopetón en las clases académicas y montar algún acting. Iba a cancha adversaria pero ponía la pelota él. Como en
una de esas andaba paveando infiltrado en el aula, el expositor se encrespó y
bramó: «¡Presta atención a mis palabras,
perro!»; a lo que el nunca lerdo repuso: «No soy yo el que como los perros volvió a donde lo vendieron»[120]. Desde
luego estaba haciendo referencia al hecho de que Platón, yendo de Siracusa a
Sicilia durante el gobierno de Dionisio I, había sido vendido en Egina –donde
él mismo iba a correr igual suerte un tiempito después– y aun así decidió
regresar bajo la tiranía de Dionisio II. Plutarco entre otros llega incluso a presentar
a Diógenes amonestando al mismo Dionisio II en un diálogo cara a cara en
Corinto, con quien se topó en una plaza después de que este huyera a tal puerto
en el 343 a. C. Fingiendo una inicial preocupación por él, acaba diciéndole que
en vez de estar paseando divertidamente, debería haber muerto en su palacio de
tirano igual que el padre, por haber cometido tantas vilezas por tierra y por mar[121].
Según Laercio, Diógenes decía que este Dionisio el Joven trataba a sus amigos como a las bolsas, que se guardan
cuando están llenas y se tiran cuando están vacías[122]. Diógenes
también se aparece, cuenta Laercio, en una fiesta que ofreció el metafísico en
sus instalaciones a allegados del tirano y pisándole unos ostentosos tapices
dijo «Piso los humos de la sabiduría de
Platón». «Ciertamente con otros humos»,
replicó el afectado, que también era hábil para el retruque. Tal era el
fastidio que ya lo invadía a Platón que, según comenta san Jerónimo, tuvo que
poner la Academia en una quinta alejada de la ciudad para que el Perro no se le apareciera tan seguido.[123]
La escena de las verduras tiene protagonistas alternos, sean del lado cínico Antístenes o Diógenes y del otro Platón o Aristipo. Sea quien fuere el Maquiavelo de turno, se topa con el adversario cínico asumiendo las innobles tareas de criada. «Si sirvieras a Dionisio no andarías lavando verduras», le dirían a uno u otro perro. «Si lavaras verduras no andarías sirviendo a Dionisio», contestarían[124]. Cuando el que hace de interlocutor es Aristipo lo que se argumenta es que el cínico no estaría enjuagando hojas de saber tratar o hablar con los hombres (ᾔδεις ἀνθρώποις ὁμιλεῖν), cosa que suena adecuada en boca del mundano hedonista. Uno de los retruques tipificados del cirenaico reza: «Si tú supieras hablar convenientemente con un rey, no te contentarías con esas lechugas»[125]. Vemos que a veces se hace referencia a un tirano y otras a un mero rey, pero como quedó expuesto no todos los comentaristas antiguos acordaban que el Perro no tratara con reyes, estableciendo una diferencia entre un tirano extranjero y los monarcas de la Hélade macedónica. También se repite la anécdota de la caballeidad de Antístenes, pero ahora con tazas y mesas, taceidad y meseidad (κυαθότης καὶ τραπεζότης). Diógenes veía taza y mesa (κύαθος καὶ τράπεζα) solamente, y a fiarse de Platón por un faltante de νοῦς, de inteligencia o del ojo del pensamiento[126]. Pero la más conocida es aquella que más bien expone la diferencia en la escala de procederes entre un Antístenes y un Diógenes, a saber la del pollo pelado. Las anécdotas que vinculan a Diógenes con el asunto del ser humano, del ἄνθρωπος, son célebres. Una lo muestra paseando por las calles a la luz del día con un farol en manos: «Busco un hombre» (ἄνθρωπον ζητῶ) respondió ante la pregunta de los peatones desconcertados; otra lo ubica en el mismo escenario pegando de pronto un grito: «¡Eh, hombres!», y como todo el mundo se dio vuelta agregó: «¡Llamé hombres y no basuras!»[127]. Enterado de que un Platón colmado de orgullo había establecido la definición del hombre como un animal bípedo sin plumas (ἀνθρωπός ἐστι ζῷον δίπουν ἄπτερον) pasó por un gallinero, agarró un gallo y lo desplumó mientras marchaba decidido hacia la Academia. Una vez que logró introducirse en el recinto, lo soltó en plena clase y para escándalo del alumnado tronó: «¡He aquí el hombre de Platón!» (Οὗτός ἐστιν ὁ Πλάτωνος ἄνθρωπος)[128]. Por fin, largando la linterna en el corral, dio con el Hombre, al menos con el hombre platónico: un gallo calvo o ἀλεκτρυών depilado. El parco Antístenes, que maniobraba dentro del segmento del clan socrático, no hubiese llegado nunca a tanto; lo suyo eran burlas verbales y parodias literarias, lo del discípulo un montaje in action. Laercio remata el sketch asegurando que en consecuencia el profesor Platón corrigió la definición: «Bípedo sin plumas y de uñas anchas»… Uñas anchas (πλατυώνυχο) puede leerse como uñas platónicas, lo que quizá tenga que ver con aquella contestación que vertió el de Sinope cuando le preguntaron por qué los esclavos se llamaban así, ἀνδράποδα, y dijo que era porque tienen pies de hombres (πόδας ἀνδρῶν)[129]. Como sea, el maestro de las ideas tomaría venganza y de tal suerte otro día en que Diógenes andaba haciendo alguno de sus chascos, parece que salpicándose con agua, Platón que pasaba por ahí comentó a los espectadores: «Si quieren sentir compasión por él déjenlo solo»...[130]
Se nota a la legua que estos
números escénicos son parábolas que rayan la cachetada circense, pero buscan
exponer el behind the scene de la
filosofía, donde el cínico oficia de ilustrado bruto que toma la posición de la
criada y se la devuelven, un tipo de crítica que escapa a la logomaquia, al
chisporroteo entre argumentos o filosofemas o al duelo de sistemas y apunta a
la máscara, a lo que subyace como trasfondo debajo de las ideas, conceptos y
arquitecturas: el ego y el afán. El reto debía jugarse en una palestra exterior
a la filosofía, porque era nomás entre vanidades. De hecho para Platón la
prédica de Diógenes en favor de lo natural o lo simple estaba revestida de
falsedad; por eso le chantó en la cara «¡Qué
gracioso sería lo simple (ἄπλαστον) tuyo si no fuera ficticio (πλαστὸν)!»[131].
Efectivamente τὸ
ἄπλαστον,
lo no-ficticio, remitía a aquellos
elementos que se encuentran en su estado bruto o natural, a todo lo que no
puede ser moldeado o no es susceptible de Forma. Pero Diógenes, marcando la
cancha, se las devolvió con creces y se despachó con una impugnación
contundente: «¿Qué provecho podemos sacar
de un hombre que después de llevar tantos años filosofando no ha logrado
disgustar a nadie?»[132]. He ahí
las diferencias políticas de sendas filosofías. La filosofía del caído en
desgracia demandaba caer en desgracia a todos los demás. Estobeo y Plutarco, quienes transmitieron este
último dicho perruno, ponen en su boca el verbo λυπέω, disgustar, molestar –pero también apenar o entristecer.
No es otro el curioso beneficio (ὄφελος) que Diógenes encontró en el filosofar, un paradójico ejercicio
para un cínico que como tal siempre fue un atleta en lucha denodada contra la
λύπη o tristeza. Vemos que cuando aquel partisano
que militaba contra las pasiones tristes, conocido como Deleuze, entonaba aquello
de que «una
filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es filosofía», robaba libreto de
esta arcaica fuente. La filosofía sirve para entristecer (la philosophie sert à attrister)[133]. Si bien el Perro haría una modesta corrección: entristecer a los demás. Pero es fuerza conceder a
los platonistas que su maestro provocó algunos disgustos –a los demás y a sí
mismo–, como prueban sus pullas con otros inteligentes o las desavenencias con
el tirano susodicho. Por otra parte ya se tomó noticia de cómo la filosofía
cínica hizo un gran servicio –involuntario o no– al imperialismo alejandrino. Ahora,
si Diógenes era efectivamente el Sócrates
loco ¿qué Sócrates o qué no-Sócrates era Platón?
Se sisea por ahí que el
académico, como haría más tarde ese Platón bis llamado Hegel, no se tomaba muy
en serio a Diógenes. Pero es igual de evidente que Diógenes no se tomó muy en
serio a Platón, cosa que la metafísica oficial dejó de lado. Del Hegel alemán reía
Bataille y del Hegel griego se carcajearon Diógenes y Antístenes. En fin, que
no haya el menor atisbo de historicidad en este permanente juego de paradigmas,
figuras, arquetipos, imágenes o modelos, como lamentan algunos empleados del
mes, que sean «confrontaciones
imaginarias» es tan poco relevante como en última instancia indemostrable.
Varios de estos cuadros pintorescos podrían haber acaecido como suceden en la
vida de cualquiera, en medio de tantos otros sin ningún significado aleccionador
o representativo. Diógenes dibujaba a su adversario como gárrulo, glotón, vanidoso,
adulador y adusto, y Platón a él como exhibicionista, loco y de igual forma vanidoso.
En el carácter y en el estilo, en la doctrina y en el modo filosófico de vivir
eran opuestos, pero en los humos se encontraban ambos desnudos sin importar ya
si lucían clámide, púrpura o el manto rotoso y doblado y el bolsito jipi.
Posdata. Vemos que
Aristóteles, el mejor alumno, sacó provecho de estas situaciones. Cuando el Perro
le ofreció un higo, lo tomó raudamente entre sus manos diciéndole a paso seguido
que con el higo perdido perdía también una nueva anécdota. Y lo dejó así sin
palabras. Cuando otro día el cínico le convidó otro, lo agarró, lo elevó como
en una ofrenda y vitoreó «¡Grande es
Diógenes!»[134]... Y
se lo devolvió. Hombre tan metafísico y plutócrata, pero sin dudas más
pragmático…
Diógenes esclavo o el león
educador
Conforme a la relación del
tocayo Laercio y algunos otros corifeos, el anciano Diógenes navegaba camino a
la isla de Egina, entre el Ática y el Peloponeso, cuando fue interceptado por
un tal Escírpalo (o Escírtalo, o bien Hárpalo de acuerdo a Cicerón), un pirata
que lo tomó como esclavo, lo condujo a Creta y lo puso en venta. Una vez allí
fue ubicado en una tarima, pero Diógenes se acostó en el suelo cuan largo era y
ante la orden del apresador se negó a levantarse y le propuso que lo vendiera
como a un pescado. Cuando arrancó el remate el subastador lo inquirió sobre qué
era lo que sabía hacer, a fin de barajar la oferta, y el perro-peje contestó
para la posteridad y asombro de los presentes «¡Gobernar a los hombres!» (Ἀνθρώπων ἄρχειν). Nada de tirarse a menos. «¿Quién quiere comprarse un amo?», lanzó entonces a los gritos y entre risas
el postor. Diógenes, acto continuo, ajeno por completo al abatimiento que se
cernía sobre los otros cautivos, marcó entre el público a uno que estaba emperifollado
de púrpura (o que «tenía el mal femenino», como indica Filón de Alejandría) y dijo al pirata: «Vendeme a ese que anda necesitando un amo». Se incorporó e hizo al
cliente una seña y espetó: «¡Ea,
muchacho, cómprate un varón que veo que tienes necesidad de un marido!» (la
exageración de los dones manfloriles corresponde al judío Filón de Alejandría y
al cristiano Clemente de la misma). El aludido blandito aportaba por seña y
santo Jeníades y sin sentirse ofendidito cerró la operación en un periquete, se
lo llevó sin más vueltas a Corinto y como si fuera poco le encomendó la
educación de sus niños y lo dejó a cargo de la casa. «Un buen demon ha entrado en mi morada», revelaría de ahí en más a
quien quisiera escucharlo.[135]
De acuerdo a esta anécdota
(que alguno atribuye a los cínicos Teómbroto y Cleómenes)
salta a la vista que nuestro héroe habría arribado a Corinto no por efecto del deceso
de Antístenes sino como resultado de la enajenación que le impuso el pirata. Allá
por los siglos cuarto y tercero antes de Cristo la Venta de Diógenes (Διογένους Πρᾶσις) llegó a ser una especie de
subgénero literario: se sabe que Eubulo, Menipo y Hermipo lo practicaron y varios
siglos después Luciano amplió el espectro incluyendo en la subasta a otros
esclavos-filósofos de distintos linajes. Ante dichas evidencias ningún
historiador quiere tomarse el episodio muy en serio y darlo así nomás por
biográfico –como si con Diógenes pudiera esperarse mucho en ese orden. El
asunto del esclavo rey (δοῦλος ἄρχων)
en realidad era un viejo tópico: Eurípides en una obra extraviada ya había
representado a Heracles vendido como tal y la Vida de Esopo muestra al fabulista en análogo trance, reclamando
ser vendido para gobernar a otros y comportándose a la manera de este Diógenes[136]. Aristóteles,
que sostenía que la esclavitud es natural, debió admitir que en los pocos casos
en los cuales el esclavo es más inteligente que el amo ya no hay esclavitud por
naturaleza sino por pura contingencia. La historia del yugo de Diógenes daría
el cabal ejemplo de esta excepción y podría estar bendecida por tal moraleja. De
más está decir que los cínicos rechazaban la teoría aristotélica porque la verdadera
esclavitud está adentro y no afuera y quien necesita esclavos es un hombre que
carece de autonomía. No obstante era más fácil verlos aconsejando a los amos no
tomar esclavos, por las molestias que causa el tener que mantenerlos, que
pescarlos por ahí queriendo sublevar a los cautivos o sosteniendo pancartas abolicionistas
(la historia les iba a dar la razón allá por los fines del Imperio romano, cuando comenzara a trazarse el viraje de modo de
producción en camino al Medioevo). El susodicho Eubulo, que al parecer fue
un político ateniense coetáneo del Perro,
podría haber sido el inventor de esta leyenda. Laercio asegura que fue quien
narró cómo actuó Diógenes en su carácter de instructor infantil y administrador
del hogar –es decir de παιδαγωγός
y οἰκονόμος.
Les enseñó a cabalgar, a disparar el arco, a tirar con honda y lanzar la
jabalina, y relevó al entrenador de gimnasia a segundo plano para que no los
convirtiera en atletas exagerados en patovicas. En lo concerniente al espíritu
les hizo leer a prosistas y poetas, añadiendo una buena ración de sus propios
escritos e instruyéndolos con ejercicios varios de nemotecnia. En el hogar les
enseñaba a servirse por sí mismos, a alimentarse de forma sencilla y beber agua
nomás, y los hacía andar por las calles con el pelo cortado al rape, sin
adornos, túnica ni calzado, reconcentrados en sí mismos y gozando del silencio.
Los llevaba de cacería y ellos parece que lo amaban, cuidaban, y ante los
padres lo ponderaban como al mejor. Y así en esta primera experimentación de
cinismo aplicado a la infancia los sacó buenos y viriles, corrigiendo aquella
mala inclinación de cuna. Como vemos, el Diógenes educador no era un maestrito
progre, sino que emprendía un programa relativamente espartano; porque el cínico
tenía algo de laconio, con toda evidencia. Por eso se cuenta que cuando era hombre
libre, regresando una vez de Esparta a Atenas, le preguntaron de dónde a dónde
iba y dijo «Del cuarto de los hombres al
de las mujeres»[137]. Claro
que él mismo supo declarar también que no había visto hombres buenos en ninguna
parte, aunque sí buenos mocosos en Esparta –aludiendo al conjunto de los
varones de la ciudad sin distinción etaria[138]. Por
lo que hay que sospechar que veía bien con un solo ojo el rigorismo de los espartanos
y admiraba esa forma de vida apenas como método educativo. Una disciplina
férrea que se asemejaba a la que él impartía y practicaba, pero que sólo servía
para apartar de la molicie, de la blandura y de los artificios de la vanidad a
los jóvenes y niños. Sin embargo, como no los conducía a la libertad, a la franqueza
ni a la desvergüenza, sino a la preparación para la guerra y al servicio al
Estado, los mantenía por ende en un perpetuo estado de viril puerilidad, los
fortalecía solamente como esclavos de la ley positiva, de la ideología. Nadie
será tan audaz como para imaginar que nuestro hombre no fuera persona non grata entre los
lacedemonios; de hecho la Epístola 27
indica que Diógenes y su gente tenían prohibida la entrada a Esparta. En dicha
carta toma la palabra y asegura que fue él quien mejoró las prácticas de simplicidad
que los espartanos pretendían aplicar, ya que se jactaban de no amurallar la
ciudad, queriendo mostrarse temibles ante los pueblos vecinos, mientras que por
adentro eran combatidos por sus propias enfermedades endémicas: las pasiones. Porque
la única muralla inviolable es la que se construye por los interiores de uno,
con los planos trazados por Antístenes. La simplicidad de este pueblo no dejaba
de resultarle vana, razón por la cual estando en Olimpia, cierto día acusó a
unos laconios que andaban por ahí de ser tan vanidosos luciendo ese uniforme
sencillo que usaban, como lo eran los de Rodas ostentando un vestuario exagerado
y pomposo.[139]
Para cerrar, Laercio agrega un
detalle que dice sacar de la obra Pedagógico
de Cleómenes. Este relataba que cuando los
amigos quisieron rescatarlo del cautiverio, Diógenes se negó y los llamó εὐήθεις,
simples o bobos, porque no entendían que los leones no son esclavos de quienes
los alimentan sino al revés, dado que lo propio de los esclavos es el miedo
–Hegel adhiere– y son los hombres quienes temen a las fieras y no las fieras
quienes temen a un puñado de insignificantes bípedos lampiños[140].
Diógenes era un esclavo leonino. En resumidas
cuentas, así como el ostracismo lo hizo filósofo en la madurez, acariciando la
tercera edad la esclavitud lo volvió pedagogo y amo de casa: como extranjero
deportado filosofaba y como prisionero ordenaba y guiaba. Cuanto peor mejor. «¿Hubo alguien más libérrimo que Diógenes, que
hasta mandaba sobre su comprador?», se preguntó Musonio Rufo[141]. Como
bien observó Epicteto, vendido como esclavo se comportó como un amo, porque ya había
sido liberado por Antístenes de una vez y para siempre. Laercio nos asegura que
envejeció y crepó en casa de Jeníades y que fue enterrado por los hijos[142]. Aunque
el amo corinto ya lo había emancipado, él prefirió quedarse, porque –como
escribió Juliano– los dioses lo habían conducido hasta allí para aleccionar a
esa ciudad henchida de voluptuosos y decadentes.[143]
Con Heracles se come, se cura
y se educa
Abundan
los testimonios que indican que Diógenes era favorable a la παιδεία, llámesele
educación,
formación
o cultura, única
corona de oro legítima,
decía,
cuya magnificencia se expresa en la cordura que otorga a los jóvenes, el
consuelo que brinda a los ancianos, la riqueza que da a los pobres y el ornato
que cede a los ricos. Decía que la belleza sin ella era como una vasija de
alabastro con vinagre adentro y que la falta de formación era más pesada que el
plomo o el oro, y así cuentan que a algún un rico bruto que andaba por ahí le
llamó «el borrego del vellocino de oro»[144].
Y cuando un día que amonestaba a un vulgar malvado le preguntaron qué hacía, dijo «Froto a un etíope para volverlo
blanco». Vemos que el maestro era consciente del utopismo de los ideales
que predicaba y procedía a veces más bien por deporte, con sobreactuación o con
la resignación del que sabe que no alterará el orden del mundo; por eso
señalaba que querer corregir a un anciano era lo mismo que pretender curar a un
cadáver y que él procedía como los directores de coro, que cantan por encima
del tono para que los demás den en la nota[145].
Pero Diógenes no defendía cualquier παιδεία sino una a lo Heracles a la que
llamaba divina (θεία),
encaminada a la hombría,
la fortaleza y la grandeza del alma y repudiaba otra que le parecía puramente
humana (ἀνθρωπίνη), o más bien
infantilizadora, porque la consideraba como παιδιά,
es decir como un juego de niños:
a saber la educación
libresca y erudita o pour la galerie,
débil
y atiborrada de peligros y arterías[146].
Por eso aconsejaba tirar a la mierda los acopios de libros ya sin provecho, tal
y como se hace con los huesos, de los que se saca la médula y se los arroja a
continuación a los perros[147].
La bibliomanía para Diógenes era más bien una variante atildada del síndrome de
Diógenes. Cuenta Laercio que acercándose a uno que llevaba horas y horas
leyendo, como lo vio llegando al final del libro, bramó para los presentes: «¡Ánimo, señores, que veo tierra!»[148].
El cinismo no es para nerds
anteojudos, moraleja. Como bien dice Epifanio, su lema era que al sabio le
interesa el bien y todo lo demás le resulta sanata y charlatanería (φλυαρία)[149].
«La conciencia sobrepasa
cualquier mal que haya traspasado la lengua».[150]
Farrand Sayre declaró que los cínicos repudiaban el aprendizaje y sin embargo se hacían llamar sabios –sabios de una sabiduría «basada en criticar y denunciar a otros hombres», dice. Otros entendidos menos enojosos suelen considerar que si bien es probable que mantuvieran la unidad de conjunto entre música y gimnasia propia del orden griego, llamaban a abortar el tipo de educación tradicional. La humana, la del camino largo, era para Diógenes frágil, insignificante y engañosa, y la otra, la del abreviación, tan fácil como fuerte (ἰσχυρά) y magnífica (μεγάλη), ya que atizaba la valentía o ἀνδρεία y la magnanimidad o μεγαλοφροσύνη. Al que recibía la educación de Heracles le resultaba llevadera la otra, de la que sólo iba a tomar lo principal e importante, despreocupándose de tener a mano un repertorio farolero de citas literarias de griegos, persas o fenicios. Decía que la primera calaba en la psique de tal forma que se hacía cuerpo y sobrevivía a la incineración como sobreviven los dientes de los que son cremados. Mientras los sofistas hacían girar en círculos al incauto y lo zarandeaban de este a oeste y norte a sur, parloteando en torno a lo que no entendían (porque lo habían incorporado de esa misma manera), la formación de los auténticos hijos de Zeus marchaba al contrario en línea recta[151]. Si la filosofía es una preparación para la muerte, la escolarización de la filosofía no es otra cosa que una despreparación para la vida, un adorno redundante que se convierte en plomada cuando la suerte es grela y apremia.
La vejez y la muerte
En una de esas pegatinas
sueltas sin aparente ton ni son que pone Diógenes Laercio en el genial
palimpsesto biográfico que montó para la posteridad, se refiere que cuando preguntaron
al cínico de los cínicos qué era lo miserable en la vida (ἄθλιον ἐν
βίῳ) devolvió
que «Un viejo sin recursos» (γέρων ἄπορος)[152].
Necesitado, perdido, sin salida. Arsenio dice en ese tren que Diógenes llamó a
la vejez «el
invierno de la vida»[153]. Varias
anécdotas, fuera de eso, relatan la indiferencia del héroe no sólo hacia la muerte
sino en torno al destino del cadáver que lo sucedería. Adelantándose a los
epicúreos, habría declarado según Laercio que la muerte no puede ser un mal
porque no la percibimos cuando está presente[154]. También
sostenía que no es un mal porque no es algo vergonzoso. «Un último recurso hay para la libertad,
estar bien dispuesto a morir», dijo otra vez no sin aires hegelianos,
aunque él proponía hacerlo de buena gana, con templanza y buen humor –ya que
era un espíritu ajeno a la afectación trágica del romanticismo germánico[155]. A
uno que se lamentaba por morir en el exilio le habría dicho «¿Por qué sufres, necio, si el camino al
Hades es el mismo desde cualquier parte?»[156]. Ya que
la vida en crudo no es lo importante sino la εὖ
ζῆν, la buena vida, al que le señaló que
vivir era un mal Diógenes le contestó que el mal no es vivir sino malvivir (κακῶς
ζῆν), que tranquilamente podríamos traducir como una vida de mierda –caquera[157]. Estando
muy doliente por una herida en el hombro, uno le dijo que por qué no se moría y
se ahorraba más males, y contestó que correspondía vivir a quienes saben lo que
debe hacerse y decirse en la vida, por lo cual él debía seguir viviendo, pero
el inoportuno de la pregunta estaba a punto caramelo para tomarse el buque[158].
Cuando le dijeron que ya siendo tan viejo era momento de aflojar y llevar una
vida menos dura, contestó: «Si estoy
corriendo una larga carrera ¿debería relajar llegando a la meta o acelerar más?».[159]
Los cínicos que habitan el
mundo de los muertos (los que se ven en los diálogos de Luciano y habría
mostrado antes Menipo) son los únicos, dentro del elenco variopinto de occisos
que se ponen ahí en escena, que siguen impertérritos operando de la misma guisa
que en vida, porque, como también mostraron los epigramáticos varios que
saludaron la partida del Perro, son
los únicos que se encuentran en el más allá en las mismas condiciones de
desposesión que en la tierra: bastón, manto doblado y morral, y el resto como
Zeus los trajo. Nada añoran de acá porque nada dejaron por llevar, mientras los
otros lloran las cuantiosas pérdidas. La moraleja popular que sirve el de Samosata
probaría que los cínicos compartían de alguna forma la idea socrática del saber
como preparación para la muerte. Moraleja popular porque no es tan viable
imaginarse a esos pragmatistas del staff
de Diógenes como alucinados del trasmundo
(como llama Nietzsche a su Sócrates platónico). Antes que nada la filosofía es una preparación para la suerte, para
sobrellevar la mala suerte, el continuo ejercicio de un endurecimiento contra
cualquier desgracia, el drástico e infalible método de estar preparado para todo.
De manera que si hubiera una vida después de la muerte y la muerte fuera algo
así como el despojamiento de todos los bienes, los cínicos arribarían a ella
sin el mayor sobresalto. Jerónimo y Epicteto refieren que Diógenes murió en
camino a los Juegos Olímpicos: atacado por la fiebre se recostó al margen de la
ruta y cuando los allegados lo quisieron cargar para seguir viaje declaró: «Os ruego que marchéis a ver el espectáculo.
Esta noche me someteré aquí a prueba de ser vencedor o vencido. Si venzo a la
fiebre llegaré a los Juegos y si la fiebre me vence descenderé a los Infiernos».
Y estando solo en plena noche se estranguló: doblegó así a la fiebre con la
muerte.[160]
Diógenes Laercio registra casi
todas las hipótesis circulantes entonces (y hasta la fecha de hoy) acerca del
deceso del Perro. La muerte debe
cerrar la parábola y así nada mejor que contar con una versión reconfortante
para los propios y otra grata al enemigo. La que lo exhibe en el pináculo del
autodominio –refrendada por Cércidas y Antístenes de Rodas– indica que pereció
conteniendo la respiración[161]; la
que quiere hacerlo pagar por casi un siglo de tormento al prójimo –avalada por
Ateneo y Censorino entre otros– observa que fue por la ingesta de un pulpo
crudo, o bien por haber querido compartirlo con unos perros que acabaron
mordiéndole el tendón de fatal modo[162]. Según
agrega alguno, el maestro se negó a ser curado[163]. A
juzgar por la primera, los amigos llegaron al gimnasio del Craneo y viéndolo
tapado con un manto comprobaron que había muerto de asfixia y de esa suerte
conjeturaron el suicidio. Los defensores de la otra versión, la de la sepia o
pulpo, nos proponen a un Diógenes que redobla la apuesta, que efectivamente no
relaja sino que acelera y se dispone a someterse a una prueba más: «¡Hasta tal punto, hombres, por vuestro bien
me expongo y arriesgo!», habría sentenciado según Plutarco ante fieles,
devotos y curiosos que lo rodeaban en corro[164]. El
tipo estaba dispuesto a probar los límites y ver qué es lo que puede un cuerpo,
el suyo propio, hasta qué punto se puede avanzar en contra de las costumbres[165]. Murió
en su salsa o en su tinta; pero para los enemigos fue simplemente por
vanagloria e insensatez, jactancia o tozudez[166] (la
autopsia póstuma de Gregorio Nacianceno y Taciano decretó gula). Así como afrontó la crudeza de la vida y no lo espantó la de
la muerte, puso fin a sus días la crudeza del molusco. El que rio de los bípedos
y vivió como los cuadrúpedos, acabó por el octópodo –o traicionado por los
pares literalmente a cuatro patas. Una buena lección para el enemigo de
Prometeo que no aceptó otra existencia que no fuera κατὰ φύσιν, conforme
a natura. Llevó la lucha contra el νόμος hasta el plus ultra del descubrimiento del fuego. Rechazó una mínima de 500.000
años de renegación humana contra el orden espontáneo de la naturaleza. La
tradición aseguró que eso ocurrió el mismo año y el mismo día en que murió Alejandro,
el civilizador y helenizador del mundo: el 10 de junio del año 323 a. C. Uno
tenía 32 y fue en Babilonia, el otro unos 90 y en Corinto.[167] Ese
día con la mortaja de ambos reyes, el real y el ideal, cayó el telón de la
época clásica, según establece el consenso. El
Perro se dio el lujo de llevarse
consigo una era. «Deberíamos
celebrarle un velatorio al que nace, dada la cantidad de males a los que viene,
y acompañar contentos y festivos el cortejo del que murió y por lo tanto dejó
de sufrir», decía.[168]
A Diógenes por supuesto los
despojos de su propio cuerpo le importaban un bledo; o en su defecto, para
hacer un poco de abogado del diablo, digamos que le importaba dejar su
despreocupación bien a la vista e incluso tenerlo todo previsto y organizado.
Mientras están vivos –observaba– la mayoría de la gente se pudre a sí misma
humedeciéndose con baños y disipándose en los placeres sexuales, y sin embargo
para su muerte pretenden que sus cuerpos sean depositados en incienso o en miel
para que no se pudran rápidamente[169].
Eliano enseña otra variante del óbito, indica que el Perro, estando muy
enfermo y arrastrándose a duras penas, se arrojó de un puente cercano a un
gimnasio, no sin antes ordenarle al guardia de la palestra que después de
comprobar que había expirado tirara el cuerpo al río Ilisos para utilidad de
los hermanos peces –un albur también aludido por Laercio que por ende
emplazaría el deceso en Atenas, por donde transcurría ese río por el que se
paseaba otrora el venturoso Sócrates. También se dice que en el lecho de muerte
pidió ser expuesto sin sepultura para alimentar a los otros animales, o que se
lo echara a un hoyo con un poco de polvo encima[170].
Correspondía no sólo repudiar los funerales sino rechazar esa conducta
–estrictamente humana desde los mismos Neandertales– que es el entierro. Pero
el resto de los bípedos sin alas no lo entendieron de la misma suerte y
faltaron a su voluntad, y al decir de Diógenes Laercio «lo enterraron cerca de la Puerta de la muralla que conduce al Istmo»,
en Corinto pues, no sin discusiones previas y golpes de puño entre los
discípulos que reñían por ver quién sería el encargado de presidir el acto –aunque
podríamos barruntar que alguno pretendiera obedecerlo al pie de la letra y
dejarlo insepulto a expensas de la φύσις[171]. La cuestión fue zanjada por
las autoridades de la ciudad y los padres de la muchachada, que acudieron
pronto a restablecer la cordura. Todavía hacia el siglo II de nuestra era
Pausanias atestiguaba la existencia de la tumba junto a la Puerta de la muralla[172]. No
sólo en Corinto, también parece que en Sinope construyeron un monumento para
conmemorarlo. Los corintios levantaron una columna con la efigie de un perro en
lujoso mármol pario, a la que luego se agregaron unas cuantas imágenes en
bronce que llevaban grabada esta inscripción: «También envejece el bronce con el tiempo, pero tu gloria, Diógenes,
jamás la destruirán los siglos sempiternos, porque fuiste el único en mostrar a
los mortales la gloria de una autárquica existencia y el sendero más ligero del
vivir»[173].
Amén.
Él hubiese preferido la faz de
la tierra, algún peñasco o el fondo de las aguas, para ser incorporado por
perros, buitres o peces; sin embargo, como decía uno de los poetas de la Antología Palatina, «el que habitaba el tonel, ahora, muerto,
posee las estrellas como casa», aludiendo a la constelación del Can, adonde
fue a parar este hijo de Zeus (Διο-γένης, como su propio nombre lo
indica), el «can celestial» (oὐράνιος κύων),
como bien lo bautizó Cércidas. Nunca será olvidado.
[3]
Juliano, Discursos IX, 8 188 b-c.
[4] Eusebio de Cesarea, Preparación
Evangélica V, 18-36; VI 7.
[5]
Dión de Prusa, Discursos X.
[8]
Laercio, VI 56; Eudocia, Violarium
332, p. 244, 19-22.
[9]
Laercio, VI 49.
[10]
Musonio Rufo, 9, p. 43, 15-44, 1.
[11]
Máximo de Tiro, Discursos filosóficos
XXXVI 5-6.
[12]
Cf. Plutarco, Cómo obtener provecho de los enemigos 2; id., Sobre la paz del
espíritu 6.
[13] «Sin ciudad, sin hogar,
despojado de patria, mendigo, vagabundo, con la vida al día» (ἄπολις, ἄοικος, πατρίδος ἐστερημένος, πτωχός, πλανήτης, βίον ἔχων τοὐφ’ ἡμέραν) (Laercio, VI
31)
[14]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 201;
Basilio, Sobre si se deben leer los
libros de los gentiles 8.
[15]
Política, 1253a29.
[16]
Laercio, VI 55; Estobeo, IV 19, 47.
[17]
Laercio, VI 44.
[18] Sobre la tranquilidad del espíritu 8, 3-7.
[19] Laercio, VI 52; Gnomologium Vaticanum 743, n. 200.
[20]
Historia varia XIII 28.
[21]
Los caballeros 792.
[22]
«Es preciso que el sabio establezca su
residencia allí donde la multitud de imbéciles y tontos es más grande»,
dice Dión (Discursos VIII).
[23]
Escolio a Luciano, Subasta de vidas
7.
[24]
Cómo percibir los propios progresos en la
virtud 6.
[25]
Laercio, VI 22-23; Epístola 16.
[26]
Laercio, VI 43.
[27]
Contra Joviniano II 14.
[28]
Discursos filosóficos XXXII 9.
[29] Laercio, VI
22-77; Dión de Prusa, Discursos IV,
13; Máximo de Tiro, ibid.
[30]
Apología 22.
[31]
Laercio, VI 33.
[32]
Laercio, VI 22-23.
[33]
Discursos filosóficos I 9-10.
[34]
Jerónimo, Contra Joviniano II 14.
[37]
Laercio, VI 66.
[38]
«κυνισμός φύσεώς ἐστιν ἀναζήτησις» Investigación, o más bien
inspección.
[39]
Laercio, VI 37; Gnomologium Vaticamum 743,
n. 185; Plutarco, Cómo percibir los
propios progresos en la virtud 8; Séneca, Epístolas a Lucilio XIV 2; Ausonio, Epigramas XXIX.
[40]
Plutarco, Cómo percibir los propios
progresos en la virtud 5; Eliano, Historia
varia XIII 26; Laercio, VI 22. Laercio atribuye la anécdota al Megárico de Teofrasto.
[41]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 182.
[42] «Διογένης τὴν πενίαν
αὐτοδίδακτον ἔφη εἶναι ἐπικούρημα πρὸς
φιλοσοφίαν,
ἃ γὰρ ἐκείνην πείθειν
τοῖς
λόγοις
πειρᾶσθαι, ταῦτ' ἐν
ἔργοις τὴν πενίαν
ἀναγκάζειν.» (Estobeo, IV 32, 11-19)
[43]
Eliano, Historia varia IV 11.
[44]
Laercio, VI 50.
[45]
Arsenio, p. 209, 11;
Estobeo,
III 10, 62; Teón el Rétor, Ejercicios
retóricos 5, p. 97, 11-101, 2.
[46]
Estobeo, IV 33, 26; id., ibid. 31, 88.
[47]
Laercio, VI 32; Galeno, Exhortativo
8; Gnomologium Monacense Latinum XVI
1; Juan
Crisóstomo, Homilía a la Epístola a los
Romanos 12; Códice Ambrosiano Griego
409, n. 117.
[48]
Laercio, VI 57.
[49]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 180.
[50]
Laercio, VI 46.
[51]
Laercio, VI 65.
[52]
Laercio, VI 56.
[53]
Laercio, VI 49; Plutarco, Sobre la falsa
modestia 7, f.
[54]
Laercio, VI 59.
[55]
Laercio, VI 56.
[56]
Arriano, Diatribas de Epicteto III
22, 86-89; id., ibid. I 24, 6-9; Laercio, VI 81; id., ibid. 22-23.
[57]
Plutarco, Apotegmas laconios 16, a.
[58]
Luis E. Navia, Diogenes of Sinope: The
Man in the Tub, p. 31.
[59]
Estobeo, III 6, 17.
[60]
Estobeo, III 10, 45.
[61]
Discursos filosóficos XXXII 9.
[62]
Laercio, VI 29.
[63] Epístola 47.
[64] «οὐκ ὢν φιλόσοφος προσποιῇ εἶναι» (Gnomologium Vaticanum 743, n. 174.)
[65] «κατὰ τοῦτο γοῦν κρείττων σου εἰμί, τὸ γε βούλεσθαι» (Ibid.)
[66] «Οὐδὲν εἰδὼς φιλοσοφεῖς» (Laercio,
VI 64)
[67]
Id., ibid.
[68]
Laercio, VI 63.
[69]
Laercio, VI 24.
[70] Gnomologium Vaticanum 743, n. 181;
Estobeo, IV 39, 21; id., III 7, 17.
[71]
Plutarco, De la fortuna o virtud de
Alejandro Magno I 10, c
[72] Discursos LXIV.
[73] Luciano, Cómo debe escribirse la historia 3;
Laercio, VI 69.
[74]
Plutarco, Sobre el exilio 16, p. 606
b-c.; id., De cómo distinguir al adulador del amigo 30, p. 70 c; Laercio, VI
43; Eudocia, Violarium 322, p. 241,
26-242, 2; Filóstrato, Vida de Apolonio
VII 2, 3 y 3, 3. Diógenes lo acusa de ἀπληστία
(insaciabilidad, ambición),
ἀφροσύνη (insensatez, locura), ἀβουλία
(abulia o indecisión) y ἄνοια (senilidad o demencia).
[75]
Juan Crisóstomo, Contra los detractores
de quienes inducen a la vida monástica II 6. Dicho sea de paso: Diógenes
respondió que no necesitaba nada.
[76]
Arriano, Diatribas de Epicteto III
22, 23-25.
[77]
Plutarco, Sobre el exilio 12, p. 604
d.
[78]
Anónimo Bizantino, Vida de Alejandro, rey
de los macedonios 12, 7.
[79]
Plutarco, Vida de Alejandro 14, 2-5,
p. 671 d-e.
[80]
VI 38; cf. Arriano, Anábasis de Alejandro VII 2, 1-2.
[81]
Laercio, VI 60.
[82]
Laercio, VI 68; Eudocia, Violarium
332, p. 244, 16-19.
[83]
Laercio, VI 60.
[84]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 104.
[85]
Varrón, Sátiras menipeas LIII 8;
Laercio, VI 38; Juan Crisóstomo, Sobre S.
Bábilas contra Juliano y los gentiles 8; Eudocia, Violarium 332, p. 240, 24-241, 3; Anónimo Bizantino, Vida de Alejandro, rey de los macedonios
12, 7; Simplicio, Comentario al Manual de
Epicteto 15.
[86]
Plutarco, Vida de Alejandro 14, 2-5,
p. 671 d-e; id., Sobre el exilio 15, p. 605 d-e; id.,
De la fortuna o virtud de Alejandro Magno
I 10, p. 331 d-f.; Zónaras, Compendio
de historias IV 9; Gnomologium
Vaticanum 743, n. 91; Laercio, VI 32. Diógenes Laercio atribuye la frase al
primer libro de las Anécdotas de
Hecatón.
[87]
Conversaciones tusculanas V 32, 92.
[88]
Hechos y dichos memorables IV 3, ext.
4.
[89]
Sobre los beneficios V 6, 1.
[90]
Apología 22.
[91]
Contra los detractores de quienes inducen
a la vida monástica II 4.
[92]
Historias bizantinas XVI 3, 4.
[93]
Laercio, VI 63.
[94]
Códice Vaticano Griego 96, fol. 88,
n. 13.
[95]
Laercio, VI 44.
[96]
Gnomologium Vaticanum 743, n. 96;
Eustacio a Homero, Odisea VI 148, p.
1557, 2-3.
[97]
Luis E. Navia, ob. cit. p. 132.
[98]
Laercio, VI 44; Epístola 45.
[99]
Discursos VII 8, p. 212 c.
[100]
De la fortuna o virtud de Alejandro Magno
I 10, p. 331 d-f.
[101]
Diálogos de muertos 13, 1-6.
[102]
Laercio, VI 55; Papiro Vindobonense
Griego 29946.
[105]
Apostolio Paremiógrafo, XII 23.; Laercio, VI 46; id. VI 61.
[106]
Laercio, VI 33; id. VI 41-54; id. VI 42.
[107]
Demetrio, Sobre la elocuencia 261;
Gregorio de Corinto, A Hermógenes 8; Epístola 35.
[108]
Laercio, VI 64; Estobeo III 4, 83.
[109]
Arriano, Diatribas de Epicteto I 24,
6-9.
[112]
Laercio, VI 58.
[113]
«εἰ δόξης καταφρονεῖν
δυνηθείη.»
(Nicéforo Grégora, Historia bizantina
XXI 5, 7)
[114]
Laercio, VI 54; Eliano, Historia varia XIV
33.
[115]
Laercio, VI 67.
[116]
«Μετασχεῖν εἶπον, οὐ καταφαγεῖν.» (Laercio, VI
25) Compartirlos, no despilfarrarlos.
[117] Estobeo, III
36, 21.
[120]
Eliano, Historia varia XIV 33.
[121]
Vida de Timoleonte 15, 8-9, p. 243 c;
Epístola 8.
[122]
Laercio, VI 50.
[123]
Laercio, VI 26; Jerónimo,
Contra Joviniano II 9.
[124] Laercio, II
68; Eudocia, Violarium 175, p. 122,
17-22; Gnomologium Vaticanum 743, n.
192; Valerio Máximo, Hechos y dichos
memorables IV 3 ext. 4; Horacio, Epístolas
I 17, 13 ss.; Porfirio, Comentario a las
Epístolas de Horacio I 17, 13 ss.
[125]
«at tu si posses commode cum rege loqui,
non his contentus esses» (Cesio Baso, Sobre
la anécdota VI, p. 273) Horacio escribe «si sciret regibus uti» (si
supiera hacer uso de los reyes) (Epístolas
I 17, 13).
[126]
Laercio, VI 53.
[127] Laercio, VI
41; id. VI 32.
[128]
Laercio, VI 40.
[129]
Laercio, VI 67.
[130]
Laercio, VI 41.
[131]
Teón el Rétor, Ejercicios retóricos
5, p. 97, 11-101, 2.
[132] «τί δαὶ
ὄφελος ἡμῖν
ἀνδρός, ὃς
πολὺν ἤδη
χρόνον
φιλοσοφῶν
οὐδένα λελύπηκεν» (Estobeo, III
13, 68); «"τί δ'
ἐκεῖνος" εἶπεν
"ἔχει σεμνόν, ὃς τοσοῦτον χρόνον φιλοσοφῶν οὐδένα
λελύπηκεν"»
(Plutarco, Sobre la virtud moral 12,
p. 452 d)
[133] «La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene
otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve
para entristecer.» (Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía)
[134]
Laercio, V 18-19.
[135]
Laercio, VI 30-31 y 74; La Suda, s. v. Diógenes, n. 1143 y 1144;
Cicerón, Sobre la naturaleza de los
dioses III 34, 83; Plutarco, Sobre si
el vicio basta para la infelicidad 3, p. 499 b; id., Sobre la paz del
espíritu 4, p. 466 e; Filón de Alejandría, Que todo hombre virtuoso sea libre 121 y 123-124; Aulo Gelio, Noches
áticas II 18, 9-10;
Estobeo, III 3, 52; Clemente de
Alejandría, Pedagogo III, III 16, 1;
Arriano, Diatribas de Epicteto IV 1,
114-118.
[136]
Vida de Esopo 21-90.
[137]
Laercio, VI 59.
[138]
Laercio, VI 27.
[139]
Eliano, Historia varia IX 34.
[140]
Laercio, VI 75.
[141]
9, p. 49, 3-9.
[142] Laercio, VI
31. Le imputa este desenlace también a Eubulo.
[143]
Discursos VII 8, p. 212 d-213 a.
[144] Laercio, VI
68; Estobeo, II 31, 92; Códice Vaticano
Griego 633, f. 115 y 121; Máximo Confesor, XLIV 15.
[145] Antonio
Monaco, II, XXXII 60; id., XVI 12;
Laercio, VI 35.
[146] Códice Vaticano 711, fol. 82 b.
[147] Códice Napolitano II D 22, n. 49 y 51.
[148]
Laercio, VI 38.
[149]
Contra las doctrinas heréticas III 2,
9 (III 27).
[150]«Diogenes dixit: superat conscientia,
quidquid mali confixerit lingua.» (Gnomologium
Parisiense Latinum, n.17)
[151]
Dión de Prusa, Discursos IV.
[152]
Laercio, VI 51.
[153]
«τοῦ ζῆν χειμῶνα»
(Arsenio, p. 197, 17-18)
[154] Laercio, VI
68.
[155] Arriano, Diatribas de Epicteto I 24, 6-9; id. ibid.,
IV 1, 30-32.
[156] Arsenio, p.
209, 14-16; cf. Filodemo, Sobre la muerte IV, col. XXVII 13-14.
[157]
Laercio, VI 55.
[158]
Eliano, Historia varia X 11.
[159]
Laercio, VI 34; Eudocia, Violarium
332, p. 244, 28-245, 1; Gnomologium
Vaticanum 743, n. 202.
[160]
Jerónimo, Contra Joviniano II 14;
Arriano, Diatribas de Epicteto III
22, 58.
[161] Laercio, VI
76-78.
[162] Laercio, VI
34; Eudocia, Violarium 332, p. 242,
4-5; Censorino, Sobre el día del
nacimiento 15, 2; Escolio a Luciano, Subasta
de vidas 7; Sótades en Estobeo, IV 34, 8; Ateneo, VIII 341 e; Taciano, Discurso a los griegos 2, 1.
[163]
La Suda, s. v. Diógenes, n. 1143.
[164]
Plutarco, Sobre la comida de carne I
6, p. 995 c-d; id., Sobre si es más útil el agua que el fuego 2,
p. 956.
[165]
Juliano, Discursos IX 12, p. 191
c-193 c.
[166]
Juliano, Discursos IX p. 181 a-b.
Eran esos cínicos contra los que carga Juliano quienes hicieron tales
imputaciones a Diógenes.
[167]
Lo de que fue en la misma fecha lo afirman la Suda y antes Plutarco y –por referencia de Demetrio de Magnesia–
Laercio. Si tenía 90 años, como dice el último, habría nacido en 413. Censorino
en cambio escribe que murió a los 81 años. La Suda refería que nació durante el reinado de los Treinta de Atenas,
o sea en 404 a. C. La Suda, s. v.
Diógenes, n. 1143; Plutarco, Charlas de
sobremesa VIII 1, 1, p. 717 c; Laercio, VI 79; Eudocia, Violarium 332, p. 246, 1-3.
[168]
Máximo
Confesor, XXXVI 20.
[169]
Estobeo, III 6, 36.
[170]
Eliano, Historia varia VIII 14;
Laercio, VI 79; Estobeo, IV 55, 11; Cicerón, Conversaciones tusculanas I 43, 104; Luciano, Diálogos de los muertos 29 (24), 1-3.
[171]
Laercio, VI 77-78.
[172]
Pausanias, II 2, 4.
[173] De este
epitafio dan cuenta Diógenes Laercio (VI, 78) y la Antología Palatina (XVI, 334), que reproduce algunos más como los
que siguen. «Oh barquero de los muertos,
recibe a Diógenes el Perro, que puso desnuda toda la pretensión de la vida»
(VII, 63). «Dime oh perro ¿quién es el
hombre cuyo monumento estás custodiando? Él no es nadie más que el perro mismo.
¿Pero quién podría haber sido aquel hombre? Diógenes, de hecho. ¿Y de dónde
era? De Sinope. ¿El que solía vivir en una tina? Sí, el mismo. Pero ahora en su
muerte ¡tiene por casa las estrellas!»
(ἀστέρας οἶκον ἔχει)(VII,
64).
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