Higos pintados: Diógenes Complete Works

   
  

La reseña espantada de las obras de Diógenes que nos deja el enemigo epicúreo Filodemo mete miedo o da risa. «Diógenes llegaba a todo para alterar las leyes», declara como indignado y pasa a enumerar[1]. Se dice que en la Politeia arengaba en favor de la inutilidad de todas las armas, proponía la sustitución de la moneda por la taba con la que jugaban los niños, la colectivización de los hijos y la comunidad de las mujeres, el anarquismo hecho y derecho, la sexualidad libre, la libertad para robar y saquear templos, comer cualquier cosa sin restricciones rituales y demás menudencias. La premisa que fundamentaba semejante descalabro era rotunda y sencilla: μόνην τε ρθν πολιτείαν εναι τν ν κόσμ, es decir que la única πολιτεία recta es la del universo. En Tiestes, en Edipo y en Filipo, tres tragedias, alentaba incluso la antropofagia (o por lo menos la consideraba natural y por consiguiente válida): «No es impuro comer trozos de carne humana, como se pone de manifiesto por los pueblos extranjeros», habría escrito en su Tiestes según cita Diógenes Laercio. En concordancia con las doctrinas de Anaxágoras y Demócrito, lo justificaba diciendo que todo está en todo y atraviesa todo: así en el pan hay carne y en la verdura hay pan, porque todos los cuerpos se comunican entre sí a escala de los átomos y se reúnen en forma de vapor a través de poros invisibles[2]. Vemos hasta dónde llevaba Diógenes la etnografía y la física de partículas, nada que ver con los tibios que las profesan hoy día. Con respecto al destino de los muertos, no sólo veía bien el dejarlos insepultos, sino que exhortaba el acto de la necrofagia. Decir que promovía el parricidio es poco, Teófilo Antioqueno sostuvo que enseñaba a los hijos a sacrificar, hervir y tragarse a los progenitores[3], pero a la vez propiciaba el incesto (su idea no era alabar a Freud sino precisamente dejar sin el curro a los psicoanalistas). Llamaba a las mujeres a seducir a los hombres y acostarse con cualquiera, incluso pagándoles si se negaban; a los casados proponía que se encamaran con las criadas y a las esposas que dejaran a los maridos y copularan con el que se les ocurriese. Sobre el incesto Dión Crisóstomo nos anoticia que dijo que Edipo debería haber resuelto el problema legalizándolo en Tebas y chau[4]. No faltarán tampoco la defensa del exhibicionismo masturbatorio, el nudismo y el travestismo, o de mínima el comunismo vestimentario del unisex: que hombres y mujeres vistiesen sin distinción y realizasen trabajos equivalentes, habilitar las carreras y los gimnasios también para las chicas y que pudieran allí ejercitarse desnudas a la vista de quien quisiera. Filodemo, horrorizado o fingiéndolo, agrega que asimismo convocaba a la gente a que se percibieran como niños pequeños o como locos o enfermos y que tomaran a los amigos por enemigos, suyos y de los dioses, para sembrar la desconfianza.

     Hasta acá no vemos nada que no pueda haber defendido, tácita o abiertamente, un progresista o un posmoderno o un liberal o populista de la segunda mitad del siglo XX en adelante. Las coincidencias con ciertos patrones y programas que ahora promueven los liberals del Partido Demócrata o esos neopuritanos ex hippies llamados Woke, un surtido de ONG engordadas por las pitanzas de filántropos plutócratas y la santa casta financiera trasnacional disfrazada de ultraizquierdismo, sin dudas son puras coincidencias. O no. Pero a tenor de lo que añade el escarnio de Filodemo debemos comenzar a sospechar que las obras de este muchacho caerían bajo el hacha urgida de la cultura de la cancelación[5], ya que según comenta no lo arredraba ninguna forma de violencia sexual, como abusar de los enamorados o forzar a los resistentes que no correspondieran a la propia voluntad de cópula. Juliano en sus Discursos, encaminado a discriminar entre cínicos orgánicos y originarios y cínicos degenerados, trata de rescatar a Diógenes de las barrabasadas que se leían en las obras –que a nadie dejan de repugnar, según dice– y le imputa las tragedias al discípulo Filisco, quien las habría registrado a nombre de Diógenes para «verter innúmeras falsedades sobre su divina cabeza».[6]

     ¿Qué buscaba Diógenes (o bien Filisco) con todo esto? Más que incitar a un desmadre orgiástico literal y permanente, es probable que pretendiera combinar el utopismo naturalista con el ejercicio sardónico e implacable del humor y el gusto inveterado pour èpater le bourgeois que lo pintaban de cuerpo entero. Espantaba a esos griegos pronto alborotados por el universalismo macedonio con la supresión de las leyes, las normas y las tradiciones. Pero no los quería asustar con la instigación a transgredir (en cuanto a la βρις venían bastante entrenados por la tragedia, cuando no por sus propios hábitos), sino con la imagen de una inminente sociedad en la cual no sería posible llevar a cabo transgresión alguna. Diógenes los violentaba con la inocencia, viva imagen del horror.

     No hay ninguna referencia antigua que lance vítores o festeje esa bravata diogénica en forma de pseudoutopía; todos los testimonios son de alarma. Juan López Cruces razona que la pavorosa República de Diógenes ejemplificaría la inversión más o menos exacta de las ciudades griegas existentes, con Atenas a la cabeza. Todas esas prácticas tremebundas que promovería en ella –comunidad de mujeres, incesto, parricidio, desarme bélico, antropofagia– eran «costumbres bárbaras codificadas por la historiografía clásica como contrapuntos extremos de las costumbres griegas y como signo de la degradación moral de quienes las practicaban, incluso después de Platón». Diógenes, entonces, aparece como el gran filósofo de la barbarie y el traductor de Herodoto al plano del deber ser, que entre manos traería menos una utopía que un ejercicio etnográfico en camino de la descripción a la prescripción. Sin embargo hay que decir que no parece verosímil que el hipotético séquito del Perro aplicara en vida y a la sazón esas impresionantes contranormas. Uno porque es improbable que fuesen tolerados, y dos porque el agresivo individualismo de la autosuficiencia del sabio, que Diógenes parece encarnar, es en cierta forma opuesto al ideal comunitario. ¿Era Stirner o era Bakunin?

     La cosa parece haber ido por otro lado, y ese lado es el chasco burlesco que tenía a Platón por piñata. Porque es tentador pensar que esta Politeia perruna fuese una parodia punto por punto de la platónica, opus magnum que por aquellas fechas ya se encontraba hartamente canonizado y consagrado. Sobran indicios de que lo quería correr por izquierda siguiéndole el paso textualmente. Fiándose de la exposición de Filodemo, Suzanne Husson y López Cruces procuran demostrar el minucioso asalto paródico. Lo exponen así: Platón compara al filósofo con el perro en el Libro II y el otro convierte al perro en filósofo; Platón regula la homosexualidad en el Libro III y el otro la libera; Platón organiza el culto a los muertos en el Libro IV y el respeto de los cadáveres de los vencidos en el Libro V, y el otro rechaza las sepulturas; en el Libro V Platón defiende la comunidad de mujeres entre los guardianes y el otro la extiende a toda la sociedad; procura disposiciones para evitar el incesto y el otro lo promociona; salvaguarda el respeto a los padres y el otro convoca a sacrificarlos y comérselos; regula los enlaces matrimoniales y el otro vindica la libertad sexual total; indica la igualdad funcional entre hombres y mujeres, no sin mantener la inferioridad femenina, y el otro defiende la identidad de ambos sexos llamando a las mujeres a tomar la iniciativa amorosa; en los Libros VIII y IX Platón reflexiona sobre otros modelos constitucionales, mientras Filodemo concluye la referencia comparando a Diógenes y Zenón con ejemplos de los mitos y las sociedades bárbaras.[7]

     ¿Pero escribía Diógenes?

     Sabemos por Laercio que cuando el fidel alumno Hegesías le pidió al maestro sinopense un escrito suyo para instruirse, lo reprendió con brío: «Eres un necio, Hegesías –le contestó–, porque prefieres los higos pintados a los verdaderos, desprecias la práctica verdadera y te lanzas sobre la escrita»[8]. La anécdota evoca aquello que Platón cuenta que expresó Sócrates a Fedro, al decirle que lo extraño de la escritura es análogo a lo de la pintura: el pintor muestra seres que parecen vivos, pero que cuando se los cuestiona se mantienen en sepulcral silencio. «Lo mismo ocurre con las palabras escritas, que parecen hablarte como si fueran inteligentes, pero si les preguntás algo sobre lo que dicen, por el deseo de ser instruido, siguen contando lo mismo para siempre.[9]» El Diógenes de la Epístola 17, en ese orden de cosas, reprende a un fulano de nombre Antálcides que andaba deseoso de sorprender a los amigos cínicos escribiendo un suculento tratado sobre la virtud, mientras había fracasado al intentar convencerlos cuando estuvo entre ellos de cuerpo presente. Quería reivindicarse ahora por medio de cartas, «objetos inermes que podrían ser recuerdos de cosas inexistentes» a los que este Diógenes compara con un calmante embebido no en agua sino en vino. Higos pintados y analgésicos excitantes. Que de eso va la escritura. Tales parábolas, lo mismo que cuando diría, de acuerdo al biógrafo, que hay que desprenderse de música, astronomía y geometría, entre otros datos, hacen de Diógenes –como advierte Sayre– un refractario feroz de la escritura. Pero, como es sabido, la Carta VII de Platón también lo ubica a este otro quía en esa senda y sin embargo consta que escribió duro y parejo.

     El epistolario de Diógenes con el que todavía se cuenta es una invención anónima imputada a sectarios cínicos más bien de la era romana. Vemos allí a un Diógenes aleccionador con un carácter más calmo –más parecido a Crates– que morigera si no la doctrina al menos los modales: son escenas no rematadas con un sarcasmo ingenioso o una actitud disruptiva sino con una lección exitosa que avergüenza y convierte al interlocutor[10]. Pero como sea no salieron de las manos del verdadero de Sinope. Diógenes Laercio, como es sabido, le atribuye al Perro diálogos, tragedias, χρείαι y epístolas originales. Pero es evidente que para tomar la imagen de un Diógenes escritor hay que reenfocar, no es la idea que uno se suele hacer prima facie del personaje. Dónde escribiría se preguntará el curioso, quién proveía a este hombre cuyos bienes eran un bolso, un bastón y una tinaja, de pluma, cálamo o estilete y de tinta, papiros o tabletas de cera. El Diógenes indigente y el autor múltiple parecerían no cuajar en un solo ser. Pero hay que decir que si tuvo discípulos, prestigiosos escuchas de ocasión y cultos financistas de su vida y causa, no hay mayor motivo para no creer que este vástago de un banquero y docto conocedor de las tradiciones librescas contara con agallas y medios para la empresa escritural. Todo indica por lo demás que las suyas serían piezas ligeras y breves destinadas a surtir efectos más bien inmediatos, sueltos de batalla. A este respecto coinciden los doxógrafos de hoy en que las tragedias probablemente no fueran piezas escénicas sino parodias con oblicuo fin didáctico, pseudotragedias, hilarotragedias. De hecho él supo describir a las Grandes Dionisias, los festivales en los que eran presentadas las obras dramáticas, como maravillas para ñoños, espectáculos de malabares administrados al zonzaje[11], así que nadie lo imagina representando las escenas en la Acrópolis, porque además él se representaba a sí mismo en el día a día, como buen μερβιος. Su obra era el propio Diógenes y de ella no sobreviven sino los registros ajenos como citas de citas. Salvo que estas mil anécdotas que componen la fantástica biografía coral de Diógenes, en caso de no ser puras invenciones libres, derivaran menos de los hechos cotidianos de su vida que del repertorio de sus obras completas. ¿Fue Diógenes –como suele presumirse de Menipo– más que nada el héroe ficticio inventado por un secundón y decolorado Diógenes autor? Se nos caería un ídolo.

     Más fácil sería conjeturar que las obras diogénicas no eran otra cosa que parodias y sátiras, quizá a la orden o con puntuales destinatarios; pero no sobrevive ninguna referencia antigua que dé mayores precisiones acerca del estilo, rasgos o detalles formales. Nada. Uno pensaría que o se esfumaron demasiado pronto o cundió el escepticismo acerca de su autoría, o en fin que no existieron jamás. De Antístenes sobrevivieron el Ayax y el Odiseo, declamaciones gorgianas que fungían como material lectivo de las escuelas de retórica, conservadas en un manuscrito del siglo XII junto a obras de Antifón, de Alcidamante y del mismo Gorgias. Pero de los cínicos fundacionales propiamente dichos no quedó nada, solamente transmisiones indirectas: algunos mínimos fragmentos de eventuales tragedias de Diógenes y de elegías de Crates y el resto son las conocidas referencias de colecciones anónimas o de los escritores aludidos (Diógenes Laercio, Plutarco, Estobeo, Juliano et alii). De las tragedias que se le imputan al Perro sólo se conservan tres versos –uno incompleto– y otros 30 improbables. Si existieron los diálogos y cartas (que Dudley imagina como desprendimientos de lecciones éticas informales ilustradas por costumbres de animales y citas de Homero) habrá que imaginarse que fueron el germen de la diatriba cínica ulterior.

     Diógenes Laercio, que escribe alrededor del s. III. d. C., declara basarse en cuatro fuentes en lo relativo al opus diogénico: Soción de Alejandría, Sosícrates de Rodas, Sátiro de Calatis y Favorino de Arlés. Soción fue un doxógrafo y biógrafo peripatético con floruit entre el 200 y el 170 a. C, a quien se adeudan Sucesiones o Διαδοχαί; de la misma época era Sosícrates, otro autor de Sucesiones e historiador, con acmé circa 180 a. C; Sátiro fue un historiador y peripatético de finales del s. III a. C., autor de unas Vidas; Favorino en cambio era un hombre de la segunda sofística nacido en el año 80 de nuestra era. Laercio ofrece dos listados de obra: uno no remite a autoridad alguna y al segundo lo toma de Soción, quien desestimaba la veracidad del anterior. La primera ristra (que da impresión de gozar de un carácter oficial para el compilador) se compone de 15 diálogos (incluidas en ellos las Cartas) y 7 tragedias. Diálogos: Cefalión (Κεφαλίων), Ictias (χθύας), Grajilla (Κολοιός)[12], Pórdalo (Πόρδαλος), Pueblo de Atenas (Δμος θηναίων), República (Πολιτεία), Tratado de ética (Τέχνη θική), Sobre de la riqueza (Περ πλούτου), Erótico (ρωτικός), Teodoro (Θεόδωρος), Hipsias (ψίας), Aristarco (ρίσταρχος), Sobre la muerte (Περ θανάτου), Cartas (πιστολαί). Tragedias: Helena (λένη), Tiestes (Θυέστης), Heracles (ρακλς), Aquiles (χιλλεύς), Medea (Μήδεια), Crisipo (Χρύσιππος), Edipo (Οδίπους). De las anteriores 22 piezas, en la retahíla del «libro séptimo» de Soción descendemos a 14: se mantienen el Erótico, Pórdalo, Cefalión, Aristarco y las Epístolas; desaparecen los restantes (todas las tragedias) y se agregan los siguientes: Sobre la virtud (Περ ρετς), Sobre el bien (Περ γαθο), Mendigo (Πτωχόν)[13], Tolmeo (Τολμαον), Casandro (Κάσανδρον), Filisco (Φιλίσκον), Sísifo (Σίσυφον), Ganimedes (Γανυμήδην) y Anécdotas (Χρείας).[14]

     Según Laercio, Sátiro y Sosícrates negaron que Diógenes hubiera escrito absolutamente nada, y agrega que Favorino en su Historia varia rechazaba que hubiese escrito las tragedias. Para Sátiro las últimas eran del discípulo Filisco de Egina y para Favorino de «Pasifonte, hijo de Luciano», que las habría compuesto tras la muerte de Diógenes[15] (quizá Pasifonte de Eretria, elíaco alumno de Menedemo conocido por haber infiltrado diálogos suyos con el nombre del socrático Esquines). A los siete títulos de tragedias que recoge Laercio, la Suda añade una Sémele, aunque sugiere –lo mismo que Eudocia– que las obras podrían también pertenecer a un tal Enómao, un poeta trágico ateniense de escasa trascendencia. Ateneo sostiene que Sémele sería de un poeta trágico homónimo, otro Diógenes pero natural de Atenas, del cual Estobeo cita dos fragmentos[16]. Sayre indica que cuando el Perro se hizo célebre le endosaron el catálogo del tocayo. Muchos estiman, por la inversa, que para exonerarlo y librarlo del oprobio, esas gentes de bien que formaban filas en el estoicismo las atribuyeron a otro Diógenes, a Filisco o al tal Pasifonte. No sólo querían ocultar las fragosidades que disparaba el loco de Diógenes, sino en particular las de la Politeia de Zenón, obra maldita y pecado juvenil en fase cínica del pichón de Crates de Tebas, inspirada en la de Diógenes. Las escabrosidades que espantaban a Filodemo aparecerían en República, Edipo, Filisco y Tiestes: «¿Quién no las consideraría repugnantes?» se pregunta Juliano, que sostiene que los cínicos no escribieron ningún tratado con propósitos serios y teme que detrás del nombre del Perro esté efectivamente Filisco o bien el cínico Enómao. No era esa la opinión de Filodemo, el cual escribe que las bibliotecas registraban a la República como diogénica y que los estoicos Cleantes y Crisipo la consideraban auténtica (lo mismo que Dudley, que hipotiza también como genuinas las tragedias y los cuatro diálogos compartidos por sendos inventarios). Como es probable que las obras circularan atetizadas (costumbre helenística que se practicó incluso sobre pasajes de Homero) se estima que Filodemo, hombre del s. I. a. C., conoció apenas una excerta (debida tal vez al estoico de la misma centuria Atenodoro Cordilión), aunque otros conjeturan que Dión, el Enómao cínico y Juliano leyeron las tragedias enteras (si bien Dión no menciona jamás ningún escrito de Diógenes y lo mismo hay que decir de las cartas de los cínicos, que omiten toda referencia a obra alguna). Lo cierto es que al menos una buena parte del eventual opus diogeniano perduró hasta finales de la era antigua. Obras a su nombre, en todo caso, todavía eran leídas por Juliano en el siglo IV y deben de haber sobrevivido por un par de centurias más mientras siguieron existiendo sujetos que se hacían llamar cínicos. Tertuliano, por ejemplo, dice no entender lo que representa el Heracles diogénico y Plutarco cita a un tal Melantio que decía tampoco haber entendido las tragedias, eclipsadas por sus expresiones[17]. Índices que tal vez muestran, por otra parte, un probable deseo de desembarazarse de los textos o una general imposición del personaje anecdótico y del héroe en vida sobre el escritor. Contemplando los nombres de los personajes míticos que titulan las tragedias inscritas, Mónica Mársico concluye que todos remiten a «la fractura de costumbres»: «Helena rompe los votos matrimoniales y filiales; Tiestes comete variados crímenes y termina expuesto al canibalismo; Medea comete infanticidio; Crisipo es asesinado por su hermano Tiestes; y Edipo comete parricidio e incesto. Heracles, por otra parte, es reivindicado como modelo heroico, aunque cuenta en su haber con episodios que ameritan una mirada desde la disrupción de costumbres, lo mismo que Aquiles»[18]. Vemos para dónde apuntaba el pillo, o bien sus dobles de riesgo.

     No extraña que los estoicos hayan querido erradicar esta faceta cínica contraria a la herencia socrática, su catálogo como estrambótico autor trágico. El gusto del Perro por escribir tragedias comportaría además otro rasgo antiplatónico, incluso voluntariamente antiplatónico. Es sabido que el bueno de Platón quemó después de oírlo a Sócrates las piezas trágicas que escribía[19] y se consagró a paso seguido a repudiar la truculencia de ese género al que buscaba desbancar con el diálogo esclarecedor. La sustitución de la oralidad dialéctica por la teatralidad salta la vista en este Diógenes que es un actor viviente: ¿vivía guionado? ¿Podría haber sido este indigente saltimbanqui de la existencia que vimos vivir, el personaje tragicómico de él mismo? A fiar por el íncipit de una de las epístolas escritas a su nombre, que amenaza con concluir sus obras completas antes de empezarlas, parecería que no. «Vivir –arranca Diógenes– es para mí algo tan precario (ββαιον) como para no fiarme de llegar a sobrevivir en lo que dure escribirte esta carta[20] Ante una finitud tan perentoria y tal fragilidad no se esperaría más que un Monterroso parenético y panfletario inhabilitado para escalar más allá del correo postal y las máximas al paso, un condenado al fragmento agitándose entre latentes y letales puntos suspensivos.

 



[1] Filodemo, Sobre los estoicos: Papiro Herculanense n.° 339.

[2] Laercio, VI 72-73.

[3] A Autólico 3, 5. A la práctica de la cocción del prójimo parece que la extraía de Medea (Estobeo, III 29, 92).

[4] Discursos X 29.

[5] Para suerte de algunas la historia ya se encargó de hacerlo.

[6] Discursos VII 8, p. 211 d-212 a; VII 6, p. 210 c-d; IX 7, p. 186 c.

[7] Juan Luis López Cruces, Cuerpo cínico, cuerpo cívico. La ciudad de Diógenes (allí se cita Les trois Républiques: Platon, Diogène, Zénon, de S. Husson y J. Lemaire).

[8] Laercio, VI 48.

[9] Fedro 275d-e.

[10] De acuerdo a la información que trae José Martín García, de las 51 misivas pseudodiogénicas existentes (aunque Epicteto refiere que hubo más), las primeras 29 pertenecerían al s. I a. C., de la 30 a la 40 al s. II d. C. y de ahí a la última al siguiente siglo. Navia las reporta a los siglos II y I a. C. Los receptores evocados son en muchos casos desconocidos o más bien ficticios, salvo cuando se trata de personajes célebres.

[11] «τος δ Διονυσιακος γνας μεγάλα θαύματα μωρος λεγε» (Laercio, VI 24)

[12] Podría ser también Grajo o Corneja o Chova, todos pajarracos negros y picudos de la zona.

[13] Llamado en el Violarium de Eudocia Sobre la mendicidad (332, p. 245, 10-14). La lista que se hace acá es esta: El Pueblo de los Atenienses, La República, Tratado de Ética, Sobre la Virtud, Sobre el Bien, Sobre la riqueza, Sobre la muerte, Sobre la mendicidad, más «siete tragedias» y «muchos diálogos y algunas otras obras».

[14] Laercio, VI 80. Algunos de los presuntamente aludidos en los diálogos: Ictías era un dialéctico o erístico fiel de Euclides y tal vez cercano a Diógenes; Teodoro quizá el ateo cirenaico; Filisco, el de Egina seguidor cínico; Casandro un político y militar; Aristarco podría ser el padre de Teodectes, un orador y trágico seguidor de Platón e Isócrates.

[15] Id., VI 73.

[16] La Suda, s. v. Diógenes n. 1142; Ateneo, XIV 636 a.

[17] Tertuliano, Apologético 14, 9; Plutarco, Sobre cómo se debe escuchar 7, p. 41 c-d.

[18] Mónica Mársico, Cínicos.

[19] Laercio, III 4-5.

[20] Ps.-Diógenes, Epístola 22.


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