(Vida y obra de Antístenes de Atenas)
«Son muchos pensamientos para una sola cosa»
Napolitano
«A él le debo el haberme convertido de rico en mendigo, y el haberme
mudado de una casa a un tonel.» Es Diógenes el que habla y Antístenes el
invocado. Macrobio, un incierto gramático romano del siglo IV d. C., es quien
deja el testimonio[1].
«Desde que me libertó nunca más fui
esclavo. Me hizo libre porque me enseñó lo que era mío y lo que no. No era mía
la casa, los amigos, parientes, la fama, los entretenimientos, el paisaje y los
lugares que frecuentaba. Todo eso era ajeno.» Entonces a Diógenes, ahora en
manos de Epicteto, preguntaron que si todo eso le era ajeno qué era lo suyo. Y
Diógenes respondió que la imaginación.[2]
La historia es demasiado conocida: un
hombre prófugo y oscuro llega escapando de Sinope a Atenas ávido de encontrar
un guía que le cambie la vida. Da allí con un arisco personaje de la ciudad que
había seguido a Sócrates como el más devoto émulo, al punto de haber afrontado
en solitario la reparación de una injusta muerte, mientras todos los demás del
clan abandonaban Atenas al son del sálvese quien pueda. Gracias a la
obstinación de este hombre los culpables de la muerte de Sócrates fueron
conducidos uno al exilio y otro al patíbulo. Entonces Diógenes, el deportado,
lo escuchó un día entonando una maravillosa arenga en contra del renombre y la
gloria y decidió no alejarse jamás de ese tipo. Sin embargo el viejo hacía
tiempo que se había desprendido de casi todas las cosas que han menester las
gentes comunes, y entre esas cosas de aquellos pocos que lo habían seguido, a
los que solía espantar a bastonazos, y así procedió con el forastero. Pero este
era distinto a todos, y cuantos más palos recibía más se acercaba y ofrecía la
cerviz para que le propinara otro y otro más. «Golpea que no encontrarás una madera tan dura que me aleje de tu lado»,
gritaba mientras el otro surtía los mamporros[3].
Había dado por fin, en el más crudo invierno de sus días, con el heredero.
De Gorgias a Diógenes por el atajo de Sócrates
Diógenes Laercio, el que tuvo la fortuna de hacer
llegar hasta nosotros este relato, le atribuye a Antístenes la fundación del
cinismo. Según dice, extrayendo de Sócrates la καρτερία, la firmeza de su carácter, el aguante o la resistencia, y
emulando la ἀπάθεια
de ese talante inconmovible, plantó bandera[4].
Epicteto, Dión Crisóstomo, Estobeo, Eliano, el manual bizantino conocido como
la Suda et alii confirman esta tesis. Fundador o bien precursor, eso es lo
que se destila de la tradición antigua. El maestro exclusivo de Diógenes, el
único de entre esos socráticos con los que topó al llegar al que echó el ojo y
se dignó a reconocer como tal –incluso forzándolo. Para Laercio el cinismo era
una escuela, Diógenes el alumno de Antístenes y este último el que puso en
suelo la piedra basal. Pero esta historia tan linda no cuaja a la fecha y cada
una de las aseveraciones que mantiene es rebatida –cuando no abatida– por los
especialistas contemporáneos, algunos de los cuales se solazan con derribarlas
de un saque como a fichas de un dominó. La hipótesis del fundador cayó en
desuso, aunque no así la del precursor. Los que no quieren mayores problemas
dirán que a la piedra la puso el de Sinope, aunque no faltarán quienes invoquen
a Crates como el maquinador de todo este asunto, e incluso quienes consideren
que si en efecto hubo algo así como una secta cínica, los primeros palotes
corrieron por cuenta de los secuaces de este último allá por el siglo III antes
de Cristo. Antístenes es, como todos estos hombres de los
que no quedan más que diretes muy tardíos, un montaje hecho de retazos de acá y
de allá, en el que han intervenido interesadas manos diversas. Pero son los
dedos de los estoicos los que habrían escrito tal relato victorioso y
complaciente. Las sospechas de que se construyeron un Antístenes a medida
cunden. Había que meterlo en el hueco entre Sócrates y Diógenes o entre
Sócrates y Crates. Convertirlo en el enlace entre Diógenes y Sócrates para
darse dique, para que la propia escuela tuviera estirpe socrática, ya que el
fundador Zenón de Citio fue alumno de Crates y Crates de Diógenes, según la
cadenita de oro de las sucesiones. El mismo Diógenes Laercio dirá más abajo,
como quien no quiere la cosa y haciendo uso del copy n’ paste que lo caracterizaba, que parece o se estima (δοκεῖ) que también fundó el
estoicismo. La rama más viril (ἀνδρωδεστάτης) del estoicismo, dice[5]. Pero Antístenes, como se sabe, cultivaba con empeño la
lógica y la filología y proliferaba en tratados retóricos e interpretaciones
alegóricas de Homero, tenía vivienda con camastro y algún mueble, acompañaba a
Sócrates a los banquetes de los ricachones, frecuentó las elegantes conferencias
de los sofistas y al menos en algún momento de su vida se ganó el pan
enseñando. Todo ello, indica la tradición, fue ajeno a Diógenes e incluso a
Crates. Por
eso desde el Liceo, y quizá entre muecas de risa, correrá la noticia de que el
gurú del Perro no fue el guardián de
la espiritualidad socrática sino una mísera rata de alcantarilla, o a fe de
otros la ciencia práctica de dos niños intrépidos.
Dice Laercio que Antístenes tenía el
sobrenombre Haplokyon (Ἁπλοκύων). Los traductores no se ponen de acuerdo en torno al
significado: perro simple, o genuino, o absoluto, o verdadero,
lanzan entre otras varias tentativas. Vemos que si ἁπλοΐς es simple, podría querer decir un perro no de
raza, cimarrón
o callejero, cualunque, sin pedigrí o mestizo: cruza,
cuzco, pichicho, marca-perro o Firulais. Pero ἁπλόος es sencillo y también puro o sin mezcla. Sin embargo Aristóteles y Jenofonte lo llaman por el
nombre de pila. El estagirita, que mucho no lo quería,
designa incluso a sus discípulos como antisténicos
y no como cínicos. Jamás menciona a Diógenes, cosa que hará su pichón
Teofrasto, pero en algún pasaje de la Retórica
evoca al pasar un dictamen de
«el Perro» (ὁ
Κύων), así lo nombra, sin
que sepamos muy bien a cuál de los dos, si es que era uno de los dos, estaba
mentando[6]. Para nuestro mal no quedan rastros de
Antístenes en los pocos fragmentos de los cínicos más remotos, Crates u
Onesícrito por caso. Y sobre la base de ciertos estudios numismáticos, se suele
creer al presente que Diógenes, que era unos 40 años menor que el maestro, se
instaló en Atenas siendo un cincuentón y unos pocos años después de la muerte
del viejo. Esto lleva a los desconfiados a negar que fuera un alumno, sino en
el mejor de los casos su lector o apenas un seguidor póstumo. Es verdad que
podría haber estado en la ciudad y tomado contacto antes de ser expulsado de
Sinope, aunque no es eso lo que narra la historieta. Según estos cálculos
desalentadores, Diógenes tampoco habría conocido a Platón, otro difunto por
esas fechas. Es que así son los especialistas, nos quieren aguar la fiesta.
La tradición, mucho más confiable para nuestros fines que los doxógrafos
a la moda del día, asegura que cuando Diógenes llegó rajado de su pago se
prendó de él al escucharlo proferir un discurso contra la reputación, contra la
atávica notoriedad o φιλοδοξία que desvelaba a los sociópatas griegos,
un Leitmotiv de nuestro disidente. Se
recordará que una versión de la leyenda contaba que Diógenes fue expulsado de
su tierra por falsificar la moneda, ya que eso le había indicado el Oráculo
cuando fue a preguntar qué debía hacer para volverse una celebrity. Según este albur, el venidero converso se dedicó a
impugnar los hábitos y creencias de los sonsos de a pie al solo fin de llamar
la atención y quedar en la historia (así el cinismo sería nomás una modulación del
erostratismo en clave moralista y no un adelanto dos veces milenario de la
transvaloración nietzscheana). Los antiguos cuentan que Diógenes, una vez que
el socrático cedió y lo aceptó como pupilo, lo tenía tan cortito al maestro y
lo picaba tanto que Antístenes comenzó a llamarlo la avispa. Le gustaba ponerlo a prueba, vigilaba la coherencia
entre doctrina y proceder, y si lo veía en un renuncie lo acusaba de tibio o
acomodaticio: le parecía una trompeta
que sonaba tan fuerte que no se escuchaba a sí mismo[7].
Desde el vamos lo empezó a correr por izquierda. Diógenes no había llegado para
complacerlo sino para compelerlo a ir por más.
Es que Antístenes nunca llegó a ser un Sócrates loco o furioso; como
mucho fue un Sócrates bastardo y algo gorgiano que mal que mal se mantuvo en la
docencia y omitió la performática callejera. Fue un maestro austero, parco y
sobrio, que recuerda a los viejos anarquistas de principios del siglo XX, que
se contentaba con lo mínimo: una casita y lo indispensable; pero no hay datos
firmes que indiquen que haya vivido en la calle y mendigado, cosa que lo deja
como un pequeño-burgués al lado de Diógenes. Comparado con Diógenes, un
moderado, un teórico, desprolijo quizá para el gusto de la casta señorial del
Liceo y la Academia, apenas el cabecera del ramal plebeyo de la escuela
socrática. Demasiado intelectual, formal, docente y decente y evidentemente
serio, menos propenso a la broma y al acting.
Imaginamos que Diógenes fue su jefe de trabajos prácticos, cuando no su brazo
armado. Lo radicalizó encarnando en actos públicos y propició, respecto del
maestro, una vuelta a Sócrates en dos sentidos: dejar el aula por la calle y
restablecer la gratuidad pedagógica. Diógenes no era todavía un surrealista que
proponía el acto gratuito (aunque lo parezca): actuaba con una moral detrás,
proponía un escándalo didáctico y aleccionador, pero no reembolsable. Y llevó
la gratuidad socrática a la mendicidad, quizá fiándose de aquello que
Antístenes había lanzado: que «el sabio es autosuficiente, porque le
pertenece todo lo de los demás»[8].
Y Diógenes, que es algo así como la Tesis 11 de Antístenes, el salto al acto,
lo tomó a pecho… ¿Pero quién fue este preámbulo de la perrería del que no queda
mucho más que esos requechos de las anécdotas, las χρείαι,
del todo inocentes del prurito documental del buen biógrafo contemporáneo? Todo
lo que sabemos sobre este filósofo es persistentemente puesto en duda: que haya
tratado a Diógenes, que haya sido el fundador o precursor del cinismo, que haya
sido alumno u oyente de Gorgias, y siguen las firmas. Cuando se habla de Antístenes
se temerá estar hablando de cualquier otra cosa, de un sustituto en forma de collage colectivo.
El Cinosargo o la escuela del desaprendizaje
Cuando a Antístenes le preguntaron qué
beneficio había obtenido de la filosofía, respondió: «La capacidad de conversar conmigo mismo» (Τὸ δύνασθαι ἑαυτῷ ὁμιλεῖν)[9]. Conversar consigo
mismo, acompañarse a sí mismo, ocuparse de sí o conectar uno consigo mismo,
como sea que se traduzca
difícil una mejor respuesta. Vemos que la filosofía sirve para algo, no para
obtener un diploma o solazarse viendo el nombre de uno en la portada de un
libro. Tampoco para hacerse dueño de una leve muchedumbre molecular que acude
por dudosos menesteres a tus conferencias. «Quien
teme a otros, no es consciente de que es un esclavo»[10].
Se le atribuye esta frase que está en la base de la campaña contra el miedo que
emprendieron los cínicos. Para entrar a su instituto no era tan imprescindible
saber geometría, sino más bien haber aprendido a sortear los ataques de pánico,
que esa es la predisposición elemental para candidatearse a una vida de
filósofo, que no a una carrera. Para cumplir el requisito platónico basta con
haber ido a la secundaria; ser apto para asistir al Cinosargo exige una meta
algo más difícil. Nietzsche decía que a los hijos de los pobres la escuela
debería enseñarles a mandar. Eso contestó Diógenes al amo que lo compró como
esclavo cuando le preguntó qué sabía hacer: «¡Mandar!» respondió antes de que lo molieran a palos.
«La riqueza está en el alma»
afirmaba este maestro cuyo mayor patrimonio, según el Banquete de Jenofonte, fue pasarse todo el día gestionando el ocio
con Sócrates, de quien heredó su peculio espiritual y su inopia vocacional.
Había nacido muy probablemente en Atenas entre el 444 y el 450 a. C. y
predicaba, dice Diógenes Laercio, que la virtud es enseñable, que el sabio es
digno de amor y amigo de sus pares y que no confía ni medio al azar. «La virtud puede decirse con pocas palabras
pero la maldad es inabarcable», sentenció[11].
Da la impresión, ergo, de que era un hombre poco afecto a la erudición
bizantina y polimorfa de los charlistas sofísticos; tampoco parecería nada
amigo de asociar la virtud al mero plano epistemológico de lo inteligible
platónico. «La virtud reside en los
hechos, sin necesitar muchísimas palabras ni conocimientos». Uno supondría
a simple vista que los largos diálogos que Platón dedica a buscar definiciones
unívocas, si es así como era este hombre, le debían de parecer un mamarracho
pedante y vacuo. «Hay que construir muros
en nuestros razonamientos para que sean inexpugnables», dijo. Enseñaba que
cuando se tiene la virtud no se la puede perder, que es un bien inalienable, lo
que parece una fuente probable de la infalibilidad del sabio de la que
presumirían después los estoicos[12].
Contra el temor, contra la codicia, contra la riqueza sin virtud, contra los
sicofantes, los envidiosos y los aduladores, las máximas y apotegmas que nos
llegan disparan contra esas cosas y esos cosos. Cuando le preguntaron qué
conocimiento o aprendizaje es el indispensable (τί ἀναγκαιότατον
εἴη μάθημα)
contestó «el desaprender los malos» (τὸ ἀπομαθεῖν
τὰ κακά)[13].
Ese era el eslogan de Antístenes, un precursor sensato no
únicamente de Diógenes sino de Rousseau, aunque no encandilado por las gangas
de las Lumières: lo suyo era acaso una
παιδεία por
la negativa para alcanzar una vida conforme a virtud. Desaprender
el mal, tal era incluso
el primero y el mejor de los
conocimientos que podía agenciarse un hombre[14].
Un precepto más bien módico, enemigo de las pretensiones de
la Academia y del Liceo de señoritos. Pero
si bien Antístenes defendía la ἀτυφία,
algo así como la modestia o la emancipación de los humos, fue acusado de
fanfarrón y arrogante, empezando por Sócrates y siguiendo por las falanges de
comentaristas cristianos.
Sucio y desprolijo
Según Laercio a él debemos la
impasibilidad (ἀπάθεια)
de Diógenes,
el autodominio (ἐγκράτεια) de
Crates y la firmeza de espíritu
(καρτερία) de Zenón[15].
Como recuerdan Estobeo y Juan Damasceno, Antístenes
proponía el ejercicio del cuerpo en los gimnasios y del alma en la παιδεία o educación[16]. Es
claro que los cínicos no eran jipis fumados que veían caretas en cualquier
cultor del deporte, claro que los gimnasios de entonces no se aturdían con
reggaetón y pantallas con T&C Sport: ascetismo y atletismo confluían en una
virtud uniforme (veamos de paso el buen físico, la eutonía, que luce el
Diógenes de Gerôme entre otros y en consonancia con lo que alega Juliano, quien
dice que «tenía un cuerpo tan varonil
como ninguno de los atletas que han competido para conquistar la corona»[17]). Áspero, Antístenes fue
un duro, un hombre de
carácter severo y de ir a lo concreto que quizá sentó algunas de las bases
doctrinarias del cinismo, pero con más evidencias las bases vestimentarias. Proponía
ir con lo puesto, no tener más bienes que aquellos que en caso de naufragio
pudieran naufragar con nosotros[18]. Andaba descalzo, lucía una túnica rotosa,
portaba bastón y morral y ostentaba melena al viento y barba abundosa[19].
Era de andar con gente penosa y de equívoca reputación,
argumentando que los médicos tratan con enfermos y no por eso montan en fiebre[20], y
tenía un alumnado bastante escaso, habida cuenta de sus hoscos modales
didácticos, ya que echaba a los inútiles a bastonazos o los reprendía acremente
porque decía que así hacían los médicos con los pacientes[21]. Cuando
uno que quería candidatearse para su escuela le preguntó qué necesitaba para ir
a clases, dijo: «Un librito nuevo, un
estilete nuevo y una tablita nueva». Como nuevo se decía καινοῦ pero sonaba igual a καὶ νοῦ, lo que le estaba diciendo era un librito e inteligencia, un estilete e inteligencia y una
tablita e inteligencia[22].
Un cerebro nuevo en fin. Y a otro que se quejaba de haber perdido los apuntes
le recriminó que debería haberlos escrito en la psique y no en papelitos[23]. E
incluso cuando algún afectado en la causa, como era previsible, lo cagó a
trompadas, el maestro Antístenes
se pintó el nombre del agresor en la frente y a modo de denuncia masiva salió a
pasear exhibiendo la pintada ante la gente[24].
Cuenta Estobeo que decía que no se debe hacer cesar al que contradice
contradiciéndolo, porque tampoco nadie cura a un loco enloqueciendo[25],
cosa de la que suponemos que tomó nota el citado zurrador.
Tajante, cortante, hombre
de moral rigurosa y frases como látigos, pedagogo poco complaciente, no se
andaba con vueltas cuando de enseñar se trataba. «Yo que soy
un hombre desprolijo / no tengo conflictos con mi ser. / Porque en la
apariencia no me fijo, / piensan que así no puedo ser. / Siguen reprochándome
morales, / todo lo que yo hago está mal. / No cambia nada estar un poco sucio /
si mi cabeza es eficaz.» Es evidente que cuando Norberto
Napolitano, alias Pappo, escribió esta letra estaba pensando en el discípulo de
Sócrates y maestro de Diógenes llamado Antístenes.
Cómo hacer equilibrismo entre filosofía y retórica
Conjeturan los estudiosos que Antístenes
cobraba las lecciones, a diferencia de Sócrates; quizá porque era un hombre
pobre y no le quedaba otra. Alguno cree que allí acusaba la impronta de los
sofistas, ya que la tradición afirmó que venía de la escuela de
los rétores y que fue discípulo de Gorgias, cosa que los entendidos actuales
ponen bastante en duda para variar, aunque resulta patente que mantenía una
línea de intereses por la retórica y el lenguaje (algunos sostienen que cuando Gorgias
llegó a Atenas, Antístenes ya era un socrático converso). No
asombra por eso el mutis por el foro de Platón, que apenas si lo menciona (una
sola vez[26]),
o lo encubre con otros nombres, ni el desprecio que destilaba el académico por
esa rama ascética y simplista del inefable socratismo. Pero al parecer, como
buen pichón de Gorgias era un hábil declarante y escritor de talento, lo que en
cierta forma contrasta con la imagen arisca y desdeñosa que irradió como
preceptor. Tanto lo era que Focio lo ubica dentro del canon del lenguaje ático
claro y puro como un ejemplar destacado –y de hecho son varios los que aludieron a las bondades de esa pluma[27]. Sin
embargo, según Diógenes Laercio, a quienes ya ejercían la φρόνησις,
prudencia, sensatez o sabiduría, Antístenes aconsejaba evitar las letras (γράμματα) para no dejarse
torcer por lo ajeno (ἀλλότριος)[28] y
afirmaba, como traduce García Gual, que «la
virtud no necesita de muchos discursos ni de larga doctrina». La virtud, decía, está en los hechos u obras
(ἔργα),
es un trabajo o un acto, y no necesita de mayores
palabras (λόγων πλείστων) ni conocimientos o estudios
científicos
(μαθημάτων)[29], y en esa máxima vemos
cómo se separaba drásticamente tanto de la tendencia gorgiana como del
teoricismo platonista.
Los sofistas enseñaban a
ser hombre orquesta, manejar ciencias y artes como salpicón para engalanar el
discurso y volverlo efectivo, algo más bien contrario a lo que proponía este as
de lo elemental, que no era otra cosa que la ética sin adornos teóricos. Basta
la ἀρετή para la εὐδαιμονία, no es necesario un μάθημα pero sí la fortaleza, καρτερία, la fuerza de voluntad socrática, ἰσχύς; de ahí que algunos consideren que
valoraba en Sócrates más el carácter que la enseñanza. Porque el camino a la ἀρετή para el Sócrates platónico se desprende del conocimiento y del
intelecto, por lo que podemos suponer que Antístenes fue un enemigo del intelectualismo extenuante –que diría
Macedonio. En él la σοφία
está vinculada a la prudencia o φρόνησις
y no parece deberle ningún gallo a las matemáticas (rasgo en el que algunos ven
una traza eleática además de sofística). Antístenes, que nunca será un favorito
de los académicos (ni siquiera de los universitarios antiplatónicos que reinan
en la actualidad), dijo que a su hijo le enseñaría a ser
filósofo si fuera a vivir en comunidad con los dioses, o en su defecto orador
si con los hombres[30].
Para conversar con uno mismo en armonía con los dioses, la filosofía, Sócrates;
para litigar con los vecinos quizá no venga mal un Gorgias. Y así Jenofonte y
Teopompo se encargaron de señalar que este maestro poseía una armoniosa y
agradable conversación que cautivaba a los contertulios[31],
además de gruñir y pese a ser un hombre más bien parco y enfático. Porque una
cosa es ser un genial conversador que conmociona a la peña como era Sócrates, y
otra un rimbombante orador que persuade a la tribuna. Pero Antístenes no se contentó con manejar
bien la charla entre amigos, ni con las susodichas homilías para uno mismo, y fue como Aristóteles un auténtico
polígrafo, tic que no se aviene muy bien con las supuestas conductas de
Diógenes ni con la esporádica y jocoseria actitud literaria de Crates.
Consta que fue además un escritor prolífico hecho y derecho que hacía como Platón y Jenofonte uso
de los mitos («aunque
eso no convenga a un cínico», como advirtió Juliano[32]). Su
producción estuvo compuesta por diálogos, diatribas o sermones y tratados
retóricos, y el hombre dejó en efecto una obra escrita bastante más extensa que
la de Platón, de quien era quince o veinte años mayor, e inclusive ya había
escrito diálogos socráticos –inauguró probablemente el género sin ir más lejos–
cuando este muchacho todavía jugaba a la rayuela, textos que se perdieron
demasiado pronto en los vahos de la historia. Teopompo de Quíos, un historiador
y conferenciante de la época y que sólo respetaba a nuestro biografiado de
entre todos los socráticos, de hecho acusa al académico de Salieri de
Antístenes y demás compañeros de la cofradía. «Se puede comprobar –anota
Teopompo de acuerdo a Ateneo– que la
mayor parte de los diálogos de Platón son vacuos y mentirosos. Por otra parte,
la mayoría de ellos son plagios tomados de las charlas de Aristipo, algunos de
los de Antístenes y un gran número también de los de Brisón de Heraclea.[33]»
Antístenes escribió sobre Gorgias, aunque aparentemente en contra
(Ateneo dice que lo atacó
en el diálogo Arquelao[34]),
se vinculó también con sofistas como Hipias de Élide y Pródico
de Ceos, según deja ver Jenofonte en el Banquete,
y tuvo un interés firme por cuestiones que parecen de retórica y lenguaje,
seguramente pasadas por el filtro de la ascética socrática: decía que «el fundamento o comienzo de la educación es
la investigación o examen de las palabras» (ἐπίσκεψις τῶν
ὀνομάτων)[35],
y en ello podrán notarse tal vez las improntas sofística y socrática cruzadas. Se ha visto en él una combinación de la
retórica gorgiana con la erística protagórea, la gramática de Pródico y las
lecciones ejemplares de Sócrates. En fin, la tradición lo juzgó
como auténtico heredero de Sócrates o como una mala copia; pero Platón y sus
deudos cristianos triunfaron en la historia y así de este maestro no ha
perdurado ningún texto completo ni mucho menos, siendo que fue autor de unas 65
piezas reunidas en 10 tomos (aunque algunas de discutida autenticidad[36]),
proeza de un verdadero grafómano al que Timón acusó de «charlatán polirrubro» (παντοφυῆ φλέδονά) y La Bruyère de «vendedor de mareas» (vendeur
de marée)[37].
Acaso un erudito barrial si lo comparamos con los Aristóteles, pero un
académico de rigor si la medida de comparación es el jovial Diógenes, que fue
un desinteresado escritor de ocasión o mejor un panfletero dado a la parodia
sarcástica de los géneros elevados. Antístenes, en cambio, fue un tratadista,
al que imaginamos formal al lado del activista chúcaro, pero elemental o
escueto visto del lado de la ciencia oficial e idealista. Era más agudo que
erudito, según dictamen de Cicerón, y aunque fue el más indigente de los
socráticos, no fue inferior a ninguno de ellos, escribió Galeno[38]. No hubo otro discípulo de Gorgias que
haya despreciado tanto el discurso, y para ser tan parco como fue escribió
demasiado; y de tal suerte la historia, que la escriben los imperialistas, que
son los que la ganan o la empatan, lo mandó a callar arrancando por el propio
Platón, que como se verá se lo dijo en la cara. Así eran los niños bien, Platón
dijo de él que era un viejo que empezó a filosofar demasiado tarde y se hizo
maestro demasiado pronto, y Aristóteles lo acusó de ἀπαιδευσία, de ser burro.[39]
La historia dice (aunque hay quienes matizan) que Antístenes fue primero
sofista y retórico y después se pasó de bando[40].
Es así como suena más lindo. Algo tendrá de cierto, pero más bien salta a la
vista que al contrario supo asimilar y hacer buen uso de sendas jefaturas,
sintetizando y creando una cosa propia. Y de hecho no faltan quienes sostienen
que no fue propiamente un discípulo del rétor, ni siquiera un allegado; tal vez
apenas uno de los muchos afectados por las impactantes nuevas que el de
Leontinos llevó a los atenienses. Como sea, suele conjeturarse que cultivó el
género filosófico por un lado y el retórico por otro[41].
Un binorma, un bípedo plume. De los restos dispersos de su obra se deduce
además un mejunje de diálogo socrático con exégesis homérica, una combinación
balanceada que no se ve en Platón –que estaba ávido de sacarse de encima al
bardo ciego. Filón de Alejandría certifica que Antístenes habría dicho que «El
hombre ingenioso es insoportable, porque así como la insensatez es ligera y
llevadera, la inteligencia es fija e inamovible y tiene un peso sólido»[42]. La ἀφροσύνη de esa gente urbana y refinada
será muy portátil y cómoda, pero la φρόνησις es un yunque inalterable. Sin
embargo así como no era Oscar Wilde, tampoco era Platón ni tenía a la polisemia
por mal absoluto. Antístenes, hermeneuta con fines éticos, al contrario
defendía la πολυτροπία,
la versatilidad discursiva conforme a la variabilidad de los auditorios, rasgo
que veía en Odiseo, a quien Homero llamaba sabio dado que sabía relacionarse
con los hombres de muchas maneras (Antístenes se encargó de explicar que cuando
Homero llamaba πολυτρόπος al astuto Odiseo, no lo llamaba mentiroso sino más bien
prudente)[43].
El σοφός antisténico
es polifacético como Odiseo y sabe vérselas con la multiplicidad de los modos
discursivos haciendo un uso variado de ellos, rasgo de flexibilidad componedora
que acaso irritaría al joven Platón.
De Gorgias a Sócrates por el atajo de la virtud
«Tras
escuchar a Sócrates, Antístenes se volvió un cínico, mientras que Platón se
retiró a la Academia», escribe con suma gracia Clemente de Alejandría[44].
Se dice que al dar con él mandó a quemar toda su obra precedente, de igual
manera que hizo Platón ante el mismo hito con las tragedias que llevaba garrapateadas.
Así era el gran maestro, provocaba perplejidad; después cada cual se las tenía
que arreglar como podía –lo que causó tanto asombro en san Agustín, a quien le
costaba entender cómo cada socrático al final acabó concibiendo por bien una
cosa tan distinta[45]
(que lo diga Agustín, el maestro de Lutero, no deja de resultar simpático).
Antístenes vivía en el Pireo, la periferia portuaria, y todos los días subía 40
estadios (8 kilómetros) para ir a escuchar a Sócrates. El encuentro con
Sócrates, que ocurrió en la madurez de Antístenes, fue algo así como una
conversión (μετεβάλετο). Tanto
fue que señaló a sus discípulos gorgizados que dejaran de serlo y se
convirtieran en condiscípulos[46].
O más drásticamente les dijo según Jerónimo: «Váyanse y búsquense un maestro, que yo ya lo encontré». Acto
continuo vendió todos sus bienes y repartió públicamente el dinero, quedándose
sólo con el manto que lo cubría[47].
Otros, como Eliano, aseguran que Antístenes decidió no
tener discípulos, harto de la chatura o de la incapacidad de aquellos que lo
habían sido y no por culpa del deslumbramiento socrático[48]. Como sea, el enamoramiento de Antístenes
se deja ver sobre el final del Banquete
de Jenofonte, donde Sócrates, el primero de los histéricos, le reprocha
curiosamente que lo sigue más por su belleza que por su sabiduría y le pide que
no sea tan pegajoso ni se enfurezca y le pegue[49].
Jenofonte nos muestra también en los Recuerdos un Antístenes que nunca se apartaba del lado de Sócrates,
igual que Apolodoro el maniático, aquel
destemplado fan socrático del que se
burla Platón[50].
Ya tenía fama de rudo y cabrón, pero a la vez de pesado –Diógenes tenía a quién
salir.
Como se ve, con Sócrates compartían unas cuantas chacotas. Es sabido,
por ejemplo, que el viejo lo trataba de alcahuete, casamentero y proxeneta (προαγωγός,
μαστροπός),
ya que parece que era bueno haciendo enlaces (μαστροπεία) entre filósofos
o con allegados a la causa[51].
Pese al halo de severidad que lo envolvía era un buen relaciones públicas, al
menos en esa época y al interior de la cofradía, bastante dado a contactar
filósofos entre sí y propiciar confraternidades. Pero otra vez lo reprendió más
en serio cuando vio que hacía ostentación de llevar el susodicho manto agujereado:
«A través del buraco del manto veo tu
afán de gloria[52]. ¿No vas a dejar de darte dique ante
nosotros?»[53].
Sócrates, intelectual irónico al fin y al cabo y en alguna medida platónico avant la lettre, señalaba más bien una
desviación, la exageración ampulosa de un rasgo que ya lo caracterizaba a él
mismo, tal como probaría el gran burlador Aristófanes, que llamaba socratizarse (ἐσωκράτουν) a andar descalzo, harapiento, sin coiffeur y sin ducha[54].
Antístenes tendía a hacer del negligente desaliño socrático un cierto alarde y
esa paradójica preocupación por el look
(nada ajena al general de las corrientes filosóficas que florecerían de allí),
por dejar bien en claro y a la vista lo roñoso que se era, fue llevada al
extremo por Diógenes y cultivada sin descuido por los prosélitos sucesivos de
la escuela cánida, si bien Platón juzgaba estas extravagancias como propias de
locos (μανιακοί). Diógenes Laercio, muy atento a las
cuestiones cosméticas, se empeña en sostener que sentó las bases de la identidad
vestimentaria de la futura corriente. Cuando el recién iniciado Diógenes le
pidió que le facilitara una capa, lo sacó carpiendo. «Doblate el manto» –le dijo[55].
Y eso hicieron los cínicos de ahí en más: lo empezaron a doblar en dos para
prescindir de ropa extra y darle uso en las cuatro estaciones. Notemos que en
esta escena inaugural Diógenes
le está reclamando un χιτών,
ese largo vestido que usaban griegos y griegas, y Antístenes le dice que se
doble el ἱμάτιον, una suerte de amplio chal que se calzaba arriba del otro. Pero
un poco más abajo Laercio nos confirma, usando a Diocles y Neantes de fuentes,
que fue el primero en adoptar el tosco τρίβων, el bastón o βάκτρον y el bolsito
o πήρα, es decir la vestimenta distintiva de la
secta cínica. «Antístenes fue el primero
en doblar el manto de paño tosco, según dice Diocles, y se servía únicamente de
él. Y adoptó el bastón y el zurrón. También Neantes dice que fue el primero en
doblar el manto, mientras que Sosícrates, en el tercer libro de Las
Sucesiones, dice que fue Diodoro el
Aspendio el que se dejó la barba larga y usaba zurrón y bastón.[56]»
(Ateneo igualmente confirma la anticipación de Diodoro de Aspendo, un factible
pitagórico, en la invención de tal indumentaria basada en la melena, la barba,
el bastón, la mugre y el andar sin zapatos.[57])
Esta escena nos recuerda los sets de
fotos de las páginas de sociales de revistas tipo Rolling Stones (costado alternativo de la revista Caras), allí donde los antisistema posan
luciendo peinados y bisutería crítica.
Su vida con ellas
Antístenes también tuvo qué decir sobre Sócrates, no se quedaba atrás y supo encontrar el punto débil del maestro: la bruja, su mujer. Una vez lo apuró diciendo: «Cómo con todo lo que sabés no educás también a Jantipa, que es la mujer más áspera de las que existen, existieron y existirán»[58]. Para Antístenes, cuenta Laercio, sólo el sabio sabe a quién amar y por eso elige a las mejores mujeres; de manera que el enlace conyugal del maestro con la irritable partenaire debía de hacerle algún ruido. «Debe uno relacionarse con la clase de mujeres que le estén agradecidas»[59], aconsejaba, y estimamos que no estaría aludiendo precisamente a la doña citada, ante la que más bien sentía celos porque competía con él en ese ejercicio violento y chinchudo de la demanda amorosa. Pero Sócrates le respondió que si era capaz de convivir con ella, podía ser capaz de convivir con cualquier persona, porque los que quieren ser buenos jinetes no se procuran para entrenarse los caballos más dóciles sino los más retobados (como vemos, usaba a la yegua de la mujer de obstáculo para probar su resistencia personal, vigor y fortaleza). Parece que a quienes le pedían consejos de celestino Antístenes decía rimando «Si es linda la compartirás y si es fea la padecerás», y parece que dijo que si agarrara a Afrodita la mataría por la manera en que envició a tantas buenas y bellas mujeres. Hombre arisco con las chicas era este Antístenes. Así cuentan que cuando vio a una muy pizpireta y emperifollada fue a constatar si el esposo tenía las suficientes armas en casa para defenderse de los acechadores[60]. Aunque no hay pistas de que, como Diógenes y en cierta forma Platón, haya promovido el intercambio comunitario de mujeres, Laercio atestigua que consideraba a damas y caballeros iguales en virtud, contra todas las costumbres. Quizá al contrario defendió el matrimonio, porque el doxógrafo agrega que para él el sabio debía casarse y procrear[61]. Sin embargo es sabido que a los adúlteros en apuros aconsejaba la prostitución, como vía menos problemática para sacarse el sexo de la cabeza[62], y todo indica que Antístenes fue un single empedernido. Le vendría bien lo que escribió Ignacio Anzoátegui de Alberdi: «Dijo gobernar es poblar y se quedó soltero». Porque cuando Sócrates le preguntó si era el único del banquete que no estaba enamorado de nadie, respondió que únicamente de él, del maestro[63]. Y a paso seguido se jactó de tener más que suficiente con las mujeres que tenía a mano, que no eran otras que las que desechaban todos los demás[64]. Lo que se llama la ética del bagayero. Es evidente que entre compartir y penar, como buen cultor del πόνος, que también es pena o padecimiento, eligió sufrir a las feas –pero evitándose el casorio. Y aunque no fue él sino Platón el que teorizó sobre el ἔρως como vía ascensional para conquistar el conocimiento, es de sospecharse que por esa misma conciliación entre amor y sabiduría no rechazara enfáticamente la pederastia, como sí parecen haber hecho más tarde los cínicos confesos. Pero allí no habla de efebos sino de mujeres. Y con ellas el tipo no quería mucho rollo.
Un filósofo de barrio
Antístenes pertenecía
al círculo más íntimo del maestro y la amistad que cultivaban era estrecha y
sin la distancia del ceremonial. Sin embargo Sócrates era hijo de
una partera, pero al fin y al cabo un ateniense por ambos flancos; en cambio
Antístenes, hijo de una esclava tracia o frigia, era un mestizo o νόθος,
no un ciudadano. «Tu madre es frigia»
le dijo alguien según Plutarco. «También
lo es la de los dioses»[65],
respondió aludiendo tal vez a Rea, a Gea o a Cibeles. Su homónimo padre para
colmo era vendedor de pescados y según él se sonaba los mocos con el codo por
el olor que llevaba en la mano. «De tal
linaje (γενεῆς)
y sangre por cierto me
ufano de ser»[66].
Ante la jactancia que sacaban a lucir los γηγενεῖς, los autóctonos, los nacidos
de la tierra, les contestaba que tenían la misma prosapia que los caracoles y
las langostas, porque para él los bien nacidos, los εὐγενεῖς, eran simplemente los que
alcanzaban la excelencia, la virtud[67]. Y cuando Antístenes dice que esta ἀρετή es enseñable (διδακτήν)[68]está
expresando que no se transmite por una supuesta buena cuna, sino que la puede
aprender cualquier hijo de pescador y sostener con disciplina. Claro que la
pobreza o πενία, que los
perrunos defendieron como condición indispensable para una vida filosófica, no
deberá entenderse como una referencia a la proveniencia de clase, tal como se
evidencia en el acaudalado Crates y en el propio Diógenes, hijo de un banquero.
Se trataba de una miseria voluntaria, aunque sí es cierto que la masa cínica en
general no estaba compuesta precisamente por las mejores raleas de señoritos.
La cínica era más bien una filosofía para metecos y pequeño-burgueses de
alterada procedencia. En este punto hay una distinción entre Antístenes y sus
dos émulos más notables, dado que él sí era algo así como un pobre de origen
–aunque en el momento oportuno tuvo billetera suficiente para costearse las
elitistas clases de Gorgias, si es que eso ocurrió, que dicen que eran por
demás onerosas.[69]
Jenofonte lo presenta en el Banquete a la vez como un orgulloso y
como modelo de alumno socrático, porque presumía de la riqueza que poseía, que
no era otra que la que llevaba en el alma gracias a Sócrates. Porque fuera del
alma nos lo pinta como un tipo que vive muy modestamente, una casa, una cama y
lo suficiente para no tener hambre ni sed, tan sobrio que aducía que el más
mísero de los oficios le hubiese bastado para sobrevivir. Decía que la más
excelsa de sus posesiones era el ocio que disfrutaba junto a Sócrates sin la
más mínima preocupación, departiendo sobre las cosas últimas y tomándose un
vinito de la isla de Tasos, porque el buen Sócrates mataba el tiempo con los
amigos más preciados y no con los que pagaban en moneda (como los pro-sofistas).
Tan bien la pasaba que
Calias, el millonario, dice allí que lo envidia por no ser esclavo de la ciudad
ni estar embrollado en ningún préstamo.[70]
Mal se haría en ver a Antístenes como un ἄπολις o como un ácrata desertor.
Contra lo que indica Luciano en un diálogo, que asegura que los filósofos nunca
pelean y huyen de la guerra, Antístenes –al que lista entre los cobardes–
participó en algunas batallas (la
de Tanagra en 426 y o la de Delios unos años luego)
y Sócrates, que también salió en su defensa ante quienes lo rebajaban por
descender de una esclava, elogió en él un comportamiento de soldado valeroso[71].
Decía según Estobeo que a la política hay que acercarse como al fuego, no en
exceso para no quemarse ni demasiado de lejos como para congelarse, y dedicó el
diálogo El político, según Ateneo, al
análisis crítico de todos los dirigentes democráticos de Atenas[72]. Cuentan
que alguna vez, seguramente aún bajo cierta influencia de Gorgias, quiso disertar
en los Juegos Ístmicos sobre las virtudes y vicios de espartanos, atenienses y
tebanos, pero reculó quizá asustado al ver avanzar sobre sí a las crasas
multitudes[73].
No estaba Antístenes para dorar la píldora a las masas blandiendo la encendida
oratoria, necesitaba otro tipo de maestro y apareció Sócrates. No quiso
quemarse y por tal motivo no se entrometió en esos foros como sí haría Diógenes,
el que atravesaba los aros de fuego y se presentaba donde nunca era bienvenido.
Se estima que las ideas políticas
de Antístenes distarían tanto del egoísmo utilitarista de las ramas sofistas,
cuanto del organicismo estructurado sobre el filósofo-rey platoniano; más bien barajarían
rasgos de un comunitarismo naturalista que Platón se encargó de poner en composé con los cerdos, o dicho de otro
modo con los cerdos sofistas[74].
Máximo de Tiro dijo que Sócrates pensaba que
Atenas se beneficiaría poco con la filosofía de Antístenes[75]. Murmullitos y
puteríos que dejó la historia. Lo cierto es que, como se ve en el Fedón, en la gloriosa escena del lecho
de muerte del maestro Sócrates en el año 399, allí estuvo Antístenes dándole la
despedida y no así Platón, que andaba constipado, ni Aristipo –siempre de
viaje. Los cínicos heredaron un aparente nominalismo de la escuela sofística,
que fue tematizado por Antístenes y seguido apenas de manera tácita por estos
secuaces, y cierta actitud general que vagamente podría definirse como
escéptica o agnóstica. En lo demás, en lo que hace a la vida concreta, es probable
que hayan continuado el surco del viejo sileno: ética, ascética, cuidado del
alma, menosprecio por la fortuna, desprecio del poder político, sencillez,
autarquía, modestia, rudeza,
esfuerzo, rechazo de los placeres, moderación, austeridad, aprecio por la
virtud, crítica a la demagogia.
Muerto el gurú, dicen algunos, Antístenes
puso su escuelita, el Cinosargo. Más que una escuela, dicen que se juntaba allí
con su gente, porque el Cinosargo era un gimnasio que ya existía desde tiempos
de Heródoto y que permaneció hasta los de Pausanias. Su nombre significaba algo
así como perro blanco o ligero, brillante y reluciente o ágil y raudo como es
fugaz una estrella fugaz, o como lo es el presente al que se consagró esa
filosofía de lo efímero, del día a día, que un tiempo después sería llamada
cinismo. Puede que esto no sea más que un invento que se usó para blanquear el
origen non sancto del nombre de la
secta, hijo de la mueca despectiva de los señoritos y los hombres corrientes, y
que jamás haya andado nuestro héroe arriando jovenzuelos por ahí. Como el Liceo
y la Academia, el Cinosargo estaba ubicado en las afueras de Atenas, más allá de sus murallas, del lado
oriental y cerca de la puerta de Diomea; pero era el gimnasio
de los reos, de los bastardos y metecos, como decir del hampa del pensamiento
ateniense, y allí asistía la gente como él, mestiza y sin ralea. Estaba a pocos
pasos del templo de Heracles, otro νόθος hijo de padre divino y madre
mortal, que oficiaba como patrono protector. Alguien se preguntará cómo cuajan Gorgias
y Hércules. Pues en los cínicos cuajan y el culpable fue el iniciador,
Antístenes, hombre de «temperamento heracleo», como anotó Eusebio[76].
Heracles por el lado
griego, al que dedicó tres obras, y Ciro como crédito bárbaro, al que consagró
cinco, fueron los héroes del esfuerzo (πόνος),
junto con Odiseo fueron los modelos que propuso como campeones de ἀρετή. Heracles héroe parco y rudo, solitario y sencillo; Ulises
sufrido y autárquico; y Ciro, que siendo de origen humilde, llegó a rey. Como
sea el Kynosarges menos que un
instituto fue un punto de encuentro entre el capanga y los suyos; no parece
haber sido una escuela propiamente, habida cuenta que Antístenes no era muy
dado a retener estudiantes sino más bien a echarlos, y de que no hay ningún
testimonio que indique que de Diógenes en adelante los muchachos cínicos hayan
seguido frecuentando la zona en plan de aglutinar a la secta y predicar. Quizá
el hombre montaba allí una cátedra improvisada. Ciertamente Laercio muestra que
la enseñanza de Antístenes no se daba a la manera socrática, era algo más
formal. Y es posible conjeturar que cobraba las lecciones por la anécdota que
cuenta de un muchacho que promete colmarlo de regalos cuando llegue su barco,
probablemente un alumno algo remiso a la hora de saldar los honorarios, aunque
esto no encaja bien con lo que narra Jenofonte, según el cual Antístenes no se
negaba a convidarle a nadie la riqueza de su alma y la compartía con cualquiera
–una factible prueba de primera mano en contrario.[77]
Por una filosofía contra el aplauso
«Muchos te elogian» le dijo uno y
Antístenes contestó: «¿Qué mal habré
hecho?»[78].
Le estaba dando el puntapié inicial a esta doctrina del rechazo de las
opiniones ajenas y de las mayorías. Indiferencia para lo primero, beligerancia
para lo segundo. El repudio a la δόξα que emprende el cinismo desde Antístenes
no tiene las características del que conocemos por Platón, por el cual la
ciencia asciende hacia las Ideas, el criterio de demarcación y el
discontinuismo que imparte la ἐπιστήμη.
La ἀδοξία para
Antístenes era un bien (ἀδοξίαν ἀγαθόν)[79], pero cobraba ciertas características que los académicos
habrían tomado por narcisistas si hubiesen podido adelantarse a Freud. Se trataba
mejor de un entrenamiento en la impopularidad con la paradoja (παρὰ δόξαν) como bandera, de una repulsión por la
fama que avanzaba hacia el regodeo en la mala fama, el convertir a la
difamación propia en blasón y en gimnasia ascética: desprecio de las opiniones
comunes, deserción de la notoriedad, cuando no ostentación de mala fama o
práctica de la infamia autoinducida. El cultivo de la paradoja que impulsó Antístenes
no tenía que ver con la defensa de la antilogía o la erística sino con el
enfrentamiento pertinaz en contra de las creencias de dominio público, en
contra de los hábitos opinológicos de las mayorías o de los cenáculos de
prestigio. Ganarse mala fama fortalece, las murmuraciones de los giles
endurecen al blando. Con los cínicos nace el malditismo filosófico. Son
precursores parcos del arte contra el aplauso de todo buen vanguardista, de la
voluptuosidad de ser silbado que promovía Marinetti. «Propio del rey Ciro es actuar bien pero tener mala reputación.[80]»
Antiliberales avant la lettre,
repudiaban la competencia; antihegelianos ante
litteram, aborrecían del reconocimiento. La virtud cínica se enfrentaba al νόμος, a la moral
positiva, a las leyes establecidas. «Recordemos
que la moral tradicional griega –se lee en García Gual– se basa en la aprobación que el triunfador
recibe de la colectividad. La areté
tradicional estaba
recompensada por el prestigio ante la comunidad que ensalzaba y premiaba con la
“buena fama”, la eudoxía, al que ha destacado por su valer. Se trata
de una moral basada en la competencia continua, y la idea misma de la areté va unida a la excelencia o superioridad. No se premia el ser bueno,
sino el ser mejor que los demás. Y esa “virtud”, generalmente unida a la noción
de éxito o triunfo, atrae hacia quien se destaca por ella un resplandor de
gloria, que coincide con el aplauso y la admiración y el elogio de todo un
pueblo. El “sabio”, que ahora se propone como ideal de conducta, no sólo
prescinde de esa aprobación colectiva, sino que, según Antístenes, la
desprecia. Su impopularidad puede ser un test
de su virtud, paradójicamente. Va contra corriente, desdeñoso de los
aplausos y censuras de la muchedumbre…» De eso redimió Antístenes a
Diógenes de acuerdo al citado testimonio de Epicteto: de las δόξαι,
de los cuchicheos de la fama (φήμη).
El filósofo amurallado: instrucciones para atrincherarse
El
maestro no se privó de escribir su Περί
Φύσεως
o Sobre la Naturaleza, un tratado de
física –tarea por supuesto ajena al espíritu antiteórico de los venideros
cínicos. Allí encontramos ya al llamado dios de los filósofos, cuya invención
atribuyen muchos a Aristóteles. Antístenes seguía la línea de la ἀσέβεια socrática testificando
que muchos son los dioses del pueblo pero uno el de la naturaleza[81]. Era
el ateísmo de la época, el posible por entonces, para algunos fuente primaria
de un tipo de teología natural y o negativa. El de la φύσις se opone a los del νόμος y
la πόλις. Refiere Clemente
de Alejandría que allí habría sentenciado que «Dios no se parece a nada» (Θεὸν
οὐδενὶ ἐοικέναι),
razón por la que no se lo puede conocer por imágenes ni es aprehensible por la
vista[82].
Un iconoclasta por adelantado, en verdad una crítica al politeísmo
antropomorfista –aunque estos criterios ya habían sido formulados por
Jenófanes, ese que supo decir que si los caballos pudieran dibujar
representarían a sus dioses con forma caballar. Para Antístenes había un solo
dios, un solo mundo y, como se verá, un solo nombre para cada cosa –una
nominación unívoca. Lo uno lo podía. Es difícil saber si ese no parecido de la
divinidad se queda en una impugnación de los variopintos y pasionarios dioses
de la gente o si se trata de una entidad de la que nada puede predicarse o ante
la cual no puede responderse a cómo es.
En la práctica Laercio
nos lo muestra amonestando a los que aspiraban a inmortalizarse con sacrificios
o misterios órficos. Así vemos que cuando escuchó a un sacerdote diciendo que
los iniciados participaban de las venturas en el Hades le dijo «¿Y entonces si es así por qué no te morís y
chau?»[83]. Porque la salida que
proponía este hombre no estaba en los rituales sino en la coraza interior, ser
un Hércules psíquico. Porque era el filósofo en la muralla, el hombre
empalizado por adentro. Esa fortaleza socrática, καρτερία, esa fuerza, ἰσχύς, aparecen en muchas moralejas suyas vinculadas a la palabra
τεῖχος, muralla, pared. Así el λόγος, la φρόνησις y la ψυχή
son
presentados como fortines o parapetos que superan en solidez a los edificados
con materia prima. Por eso dice que «hay
que levantar una fortaleza contra las calumnias que resistiese más que las que
son erigidas contra las pedradas», dice que «la concordia entre hermanos es más firme que cualquier muro», que «la sabiduría es
una muralla inamovible que no puede ser disuelta ni traicionada», que «hay que fabricarse tabiques inexpugnables en
nuestros razonamientos», que «esos
muros del alma son más sólidos que los de las ciudades» porque las ciudades
«caen al no distinguir al bueno y al malo»[84]. Y
si faltara algo, veamos la imagen que da de la ἀρετή como armadura o escudo inalienable (ἀναφαίρετον ὅπλον)[85]. Hay
acá un llamamiento a atrincherarse con aspecto desesperado, una exhortación a
la dureza, al amurallamiento obsesivo del sujeto, que haría el festín de los
descocados lacanianos, pero que es un muestrario pavoroso del temblequeo de los
cimientos del viejo orden de la πόλις
y el anuncio de ese hombre del nuevo régimen que vive a la intemperie y que vendrán
a personificar los inquietos cínicos.
Antístenes contra el tilingo o la locura contra el placer
Dentro de la camarilla socrática tuvo dos
enemigos acérrimos: el nerd Platón y
el tilingo Aristipo. Este último, que
parece que se regodeaba burlándose del temperamento rudo o taciturno del perro
primigenio[86],
era algo así como su antípoda en el carácter y en la ética (la secta socrática
daba pasto a todos los gustos): uno
era el campeón del πόνος y el otro el campeón de la ἡδονή. Aristipo
hacía de estas dos palabras, πόνος y ἡδονή,
un ostensible par antitético: comprendía al πόνος,
visto como sufrimiento o dolor, como «un
movimiento áspero o turbulento» (τραχεῖαν κίνησιν)
y a la ἡδονή, al placer, como «un movimiento muelle y delicado» (λείαν κίνησιν)
que se comunicaba a la sensibilidad[87]. Así
las cosas, con toda evidencia serían claros enemigos estos dos: el duro y el
blando, el rudo y el amigo del relax
y del movimiento sexy. Y
es que Antístenes no tenía en buen concepto al placer: según Aulo Gelio lo
tenía por el mal supremo, sentía una verdadera aversión dice Teodoreto. Su lema
era «preferiría la locura a sentir placer»
(Μανείην μάλλον
ή ησθείην),
y así Eusebio de Cesarea decía que llamaba a los amigos a
no mover ni un dedo por él. Era poco afecto a las fiestas, largaba soflamas cáusticas
contra los voluptuosos y tenía al amor por un vicio de la naturaleza al que sus
enfermos llamaban dios[88]. El amor para Antístenes
es más bien un lujo disoluto que produce desequilibrio emocional y altera la
estabilidad propia de la φύσις.
La alternativa que proponía para el común de los mortales era reducirlo al
sexo, y dejaba apenas para el sabio la facultad de un enamoramiento auténtico, ya
que es el único cuyo ἔρως
escapa al alarmante encabritarse de la pasión turbadora. Para con las mujeres
Antístenes proponía más bien el touch and
go, las relaciones fugaces, y la estrategia nocturna del carroñero de
última hora: hacerse de las chicas de conquista asequible y escasas
pretensiones que los demás dejan a un lado. Y se ponía como ejemplo.
Cuando Antístenes contestó que el mayor bien que había recibido de la
filosofía era el poder tratar consigo mismo, estaba en verdad no profetizando
el solipsismo sino lanzando un cachetazo a Aristipo, quien había respondido que
lo mejor que obtuvo de la filosofía fue la facultad para hablar con todos los
hombres[89].
Vemos que la autarquía para Antístenes valía más que las relaciones públicas o
que la sociabilidad indiscriminada, y que Aristipo oficiaría acá de socrático
liberal precursor de la tolerancia. Antístenes no llegó al punto de proferir
que para el amigo todo y para el enemigo ni justicia, y por lo que se ve
tampoco entendió que para un socrático no hay nada mejor que otro socrático.
Para un socrático no hay nada mejor que Sócrates, aunque sí podemos notar su
vocación de amigar entre sí a los filósofos y de echar a patadas a los
no-filósofos con ínfulas filosóficas. Era πολυτρόπος hasta un punto, y de ahí en más la ética del bastonazo.
Aunque falsificado y bastante posterior
según consenso, la tradición conservó un breve intercambio epistolar entre
ambos socráticos opuestos: a saber el perro genuino –como llama Diógenes
Laercio a Antístenes– y «el perro de la
corte» (βασιλικὸν κύνα) como Diógenes de Sinope
apodó a Aristipo, el caniche toy[90].
Allí Antístenes, exilado en casa, le escribe desde Atenas a este remilgado
hedonista que andaba de consejero de mandamases. Condenado y muerto el maestro, los socráticos en masa
habían tenido que fugar: algunos partieron a Mégara, a casa de Euclides, y
otros como el cortesano aludido a Siracusa, a ofrendar servicios a Dionisio I.
Antístenes fue el que se quedó, «a lavar
verduras» dijeron las malas lenguas. Para Diógenes Laercio su exilio en
casa tuvo en cambio un carácter heroico, dado que habría sido el encargado de
condenar al exilio a Ánito y a la muerte a Meleto, aquellos que habían mandado
a Sócrates al tribunal y a la postre al muere[91].
En la misiva Antístenes denuesta el gusto por el poder y
los lujos, le propone que parta de Siracusa y Sicilia y vaya a Anticira, allí
donde curaron de locura a Heracles con eléboro, una planta medicinal que
aconseja que beba como alternativa al vino de Dionisio (recuérdese que Heracles había matado a
sus hijos en un ataque de locura producido por Hera y debió expiarse con los
doce trabajos)[92].
Aristipo, que se estaba dando la gran vida ahí, le responde con ironía
admitiendo lo mal que la pasaba entre banquetes opíparos, mujeres hermosas y
ricas ofrecidas por el tirano, y delicados perfumes de mil fragancias. Le
sugiere que siga usando la única túnica que usaba para toda estación y prosiga
con sus conversaciones con el pobretón de Simón el zapatero, que así procede un
hombre libre en la soporífera Atenas democrática[93]. Alguna vez le preguntaron al de Cirene
por qué los ricos no buscaban a los filósofos pero sí los filósofos a los
ricos, a lo que contestó que el sabio va hacia el rico porque sabe lo que
necesita, pero el rico no va hacia el sabio porque no lo sabe[94].
Sin embargo esta anécdota es puesta también en boca de Antístenes, no desde
luego por Laercio[95],
por lo que se podrá matizar esa intransigencia en el rechazo del poder y verlo como
menos cercano a Diógenes que a Sócrates, que no se negaba al contacto con
pudientes y encumbrados (aunque supo rechazar la propuesta del rey macedonio
Arquelao cuando lo invitó a su corte[96]).
Es verdad que estos epistolarios de manos ajenas son caricaturas escritas por
esos chistosos que toman a los filósofos de puntos, porque gente algo más seria
como Ateneo de Náucratis y Juan Estobeo nos muestran a un
Antístenes mucho más moderado que apenas decía que el placer era un bien siempre
y cuando no tuviéramos que arrepentirnos de sus efectos, y que lo único que
proponía era perseguir
aquellos placeres que resultan de los esfuerzos y no aquellos que los preceden.[97]
Sobre equitación idealista o Antístenes contra el nerd
Notifica Diógenes Laercio que Platón, Jenofonte y Antístenes fueron los principales socráticos (a los que siguieron diez entre los que destacaron Esquines, Fedón, Euclides y Aristipo)[98]. Vemos a Antístenes como habitué de las tertulias socráticas que recoge Jenofonte, no así en las versiones platonianas, donde se sospecha que el maestro aparece pero en forma velada. Ateneo asegura que Platón no era muy querido entre los socráticos, se dice que algunos lo consideraban de estilo alambicado, y por supuesto no faltaron las rencillas entre el Divino y el primero de los cánidos, que cultivaron más bien una sostenida enemistad porque representaban a bandos contrarios de la escuela. Antístenes, que comparaba sus propias virtudes pedagógicas con las de un domador de potrillos, se burlaba de la vanidad y pedantería del enemigo interno llamándolo «caballo pomposo» (ἵππος λαμπρυντής), y una vez que lo encontró vomitando en una palangana le dijo «Ahí veo tu bilis, pero no veo tus humos»[99]. Y Platón se las devolvía. Así cansado de escuchar una diatriba demasiado larga lo mandó a callar: «La mejor medida de un discurso no es el que habla, sino el que escucha», dijo dándole de beber su propia medicina, ya que Antístenes fanfarroneaba argumentando que el hablar mucho es rasgo de ignorancia (esta anécdota se cuenta también en sentido inverso, visto y considerando que estamos ante dos enemigos de la cháchara grandilocuente o μακρολογία sofística)[100]. Y los chismorreos de Platón fueron varios, a los que Antístenes respondió «Es regio que el que obra bien oiga hablar mal de sí»[101]. Estaba reclamando realeza de mérito, como harán más tarde los herederos, y sentando las bases de la ἀδοξία, porque como se ve la mala prensa de los cínicos tenía fuentes diversas, las muchedumbres desde lo bajo y los académicos desde lo alto. Con respecto a los primeros, Antístenes aconsejaba a los atenienses convertir por decreto en caballos a los burros, ya que así procedían con la gente que votaban en las elecciones (convertían asnos en políticos)[102]; con respecto a los segundos ya vimos que no hacía falta convertirlos porque ya lo eran. Platón en El Sofista, por boca del Extranjero y siguiendo el plan del ninguneo, sin jamás nombrarlo lo llama anciano de instrucción tardía (οψιμαθής o tardofilósofo) y pobre de recursos intelectuales, ya que dice que pertenecía a la cuadrilla de los que se alegraban de que no se pudiera afirmar que el hombre es bueno porque lo bueno es bueno y el hombre hombre[103]… Si entendemos bien a Platón, Antístenes era un mero vindicador de la tautología como única forma de conocimiento o de link entre las cosas y las palabras. Si fuera cierto que Antístenes sólo consideraba los juicios de identidad (que A es A) y anulaba los de atribución o de analogía, bien tenía razones Platón para recriminarle que negaba el fundamento mismo de las ciencias, la predicación lógica. «Lo vergonzoso es vergonzoso parezca o no parezca» enfatizaba el hombre del Pireo con cierto aire de terquedad[104]. Platón se estaría refiriendo a las tesis antisténicas barajadas en un tratado llamado Sobre la imposibilidad de la contradicción, al que Platón respondió, cuando el otro lo invitó al vernissage en el que lo presentaba, «¿Cómo es posible que escribas eso?»[105], pretendiendo con tal viveza demostrar desde el vamos que la tesis podía contradecirse. Ni falta que hacía leer el libro. Quería curar al loco enloqueciendo, como los psicoanalistas que describe Popper. En Eutidemo, siempre sin nombrarlo (porque entiende que esta tesis, a la que juzga remanida, venía de los secuaces de Protágoras), sostiene que le parece sorprendente «porque a la vez que rebate a los demás argumentos se rebate a sí misma»[106]. Como se ve, lo acusa no sólo de autoparadójico sino de paso de plagiario (en Cratilo y Sofista hay más datos que abonan la imputación), aunque la tesis del citado Protágoras induciría –a fe de Claudia Mársico– a un relativismo subjetivista y la de Antístenes a un «objetivismo radical» (la imposibilidad de contradecir se atribuyó no sólo a Protágoras sino a Pródico, Parménides y Heráclito: lo que más bien sostendría el primero es que sobre cualquier cuestión hay siempre dos argumentos opuestos y que no hay λόγος sin un grado de verdad). La venganza del protocanino fue un plato que dejó caliente a Platón: le devolvió la descortesía con un diálogo que llevaba por nombre Satón (aunque algunos sostienen que no fue un texto subsiguiente sino el mismo antes referido): una leve alteración del apodo del destinatario. Se recordará que Platón significaba el ancho de espaldas –o de hombros o frente o lo que sea–, ya que su nombre de pila era Aristocles, y convertido de tal modo (σάθε es pene) pasaba a llamarse algo así como el de pene pequeño (Pijita para ser más gráfico), y siendo que era una palabreja más bien empleada por las nodrizas con los niños, al llamarlo así, Pitín digamos, lo trataba de paso de inmaduro, más bien de pendejo, y le devolvía invertida la injuria de haberlo tachado de vetusto rezagado[107]. Y no fue el único al que le dedicó libros con sus nombres propios alterados, los oradores Lisias e Isócrates recibieron los suyos, ya que era un hombre propenso a ciertos chistes freudianos y no remiso a las salidas de tono sexuales. Tanto fue así que a un vivillo que en un banquete lo instó a que cantara, le contestó «Sí, y tocame vos la flauta»[108]… Se percibirá que no le escatimaba a los modales barriobajeros cuando la ocasión lo hacía menester y de irritar al alumnado nerd o al pelotudo ocasional se trataba. El Satón habría sido un diálogo en el cual presumimos que Sócrates aparecería, contrariamente a lo que estamos acostumbrados, desmantelando con la astucia irónica que lo caracterizaba los postulados de la doctrina de las Formas, señalándole a los incautos que la cosa pasa por cómo hacerse de la virtud y no por dar vueltas por el εἶδος para elevarse en la ἐπιστήμη.
Antístenes veía a Platón pero no a sus Ideas. «Veo al caballo, pero no la caballeidad» fue la frase matadora del perro prístino. Ahí estaba el ἵππος, relinchando incluso, pero no rodeado de ese espectro, la ἰππότης. A lo que Platón respondió: «Tenés los ojos de ver el caballo pero no los de contemplar la equinidad», como si fuera tuerto del tercer ojo, el del intelecto, el teorético. El ancho lo notaba estrecho de sesera y él angosto de otro órgano, y aunque lo veía como un pingo, no captaba la pingueidad sino su pomposidad; pero no bastándole la hípica hipostasiada continuó con el argumento ad hominem: «Veo al hombre (ἄνθρωπος), pero no veo a la humanidad (ἀνθρωπότης)», frase que a juzgar porque lo tenía por un párvulo, trasladaríamos como veo al hombre y no su virilidad[109]. Aristóteles, otro que lo acusaba de ingenuidad e incultura, le ofrendó un abundante análisis al asunto en Metafísica y Tópicos[110], y no fueron pocos los metafísicos ofendidos, desde Alejandro de Afrodisia, Amonio, Simplicio o Porfirio. Parece que Antístenes en el ingrato opúsculo sostenía, a fiarse del estagirita, que no es posible definir (ὁρίσασθαι), ni decir una falsedad (ψεύδεσθαι), ni contradecir (οὐκ ἔστιν ἀντιλέγειν). La definición le parecía imposible por ser un μακρὸς λόγος, un «enunciado largo», y él consideraba que solamente podía decirse algo por medio de un «enunciado propio» u οἰκεῖος λόγος. Lo único que puede hacerse –habría sentenciado de acuerdo a Aristóteles– es decir cómo es una cosa, y ponía a la plata como ejemplo: que no se puede decir qué es sino que es como el estaño –y tal vez a paso seguido golpeara al alumno con aquel bastón de plata que evoca Laercio. «Si los juicios –glosa Asclepio– son concordantes no hay contradicción, puesto que concuerdan entre sí en lo mismo, y si dicen cosas no concordantes es que hablan de objetos diferentes. Si unos hablaran sobre la misma cosa, dirían lo mismo unos y otros (pues hay un único enunciado de un ser) y, al decir lo mismo, no podrían contradecirse entre sí». Proclo lo entendió así: «Todo enunciado dice la verdad pues el que habla dice algo, el que dice algo dice lo que es, y el que dice lo que es dice la verdad»[111]. La mentira (ψεῦδος) es ergo imposible.
Lejos
del tono despectivo de los dos socráticos mayores, Diógenes Laercio hace de
Antístenes más bien el padre de la lógica, diciendo que fue el primero en
definir el λόγος, que acá habrá que
entender por enunciado o proposición: «Proposición es lo que expresa lo que era o es algo» (Λόγος ἐστὶν ὁ τὸ
τί ἦν ἢ ἔστι
δηλῶν)[112]. Claro que así como se duda si fue
sofista, socrático o cínico, hay quienes dudan si fue un lógico, un cuasi
lógico o un no-lógico, ya que no faltan entre los eruditos contemporáneos
quienes lo acusaron de ser un burro que creía hacer lógica cuando no hacía más
que escribir diatribas moralistas, o quienes sospecharon que las tesis
antistenianas eran apenas una burla o sátira a Platón y no algo en serio.
Fundación del antisatonismo
Es verdad que frente a la música
celestial de Platón, hostigador de la δόξα
por la vía regia de la ἐπιστήμη, Antístenes abarajaba algo de la
impronta de los cultores de la paradoja; pero más bien parece que contra el nihilismo de Gorgias mantenía un claro
criterio de verdad como concordantia
(sólo se puede predicar un nombre de cada objeto), de manera que el llamado nominalismo antisténico sería algo
acotado (además para el Gorgias del Elogio
de Helena, era verdadero el discurso que logra convencer, cosa por entero
ajena al cánido fundacional o más bien contrastante con la mentada vindicación
de la impopularidad o ἀδοξία).
Lo de Antístenes era probablemente
una suerte de gorgianismo invertido
que rezaba que las cosas existen y son comunicadas sin margen de error. Claudia
Mársico llama a esto «optimismo
epistemológico» e infiere que es un «sistema
de adecuación automática» que rebate la doble vía parménido-platónica. El
analitismo socrático que aplicaba Antístenes no permitía el paso a la ciencia
como plano separado de la opinión, aunque salvaguardaba el criterio de verdad
adecuacionista fundado por Heráclito, y según sostienen algunos, relacionaba a
la verdad con el nombre, no con el enunciado, proposición o predicación.
Mientras que Antístenes cifraba la verdad en el nombre, para Platón y
Aristóteles era menester la combinación de nombre y verbo para formar el
enunciado (Aristóteles sostendrá que sí hay enunciados de nada, o sea falsos,
sin referencia). De haber sido así las cosas, para Antístenes nombrar equivalía
a decir lo real y la verdad, de manera que convertía al error y la equivocación
en imposibles. A cada cosa según su propiedad, por cada cosa un enunciado,
Antístenes habría propiciado así una especie de anarquismo ontológico
adecuacionista con aires de ser un Stirner lingüístico, aunque en rigor no se
sabe si sostenía que hay un λόγος
o bien un ὄνομα para cada πράγμα. Si todo lo que es pensado es, no se
puede decir ni pensar lo que no es, no se pueden admitir juicios de negación
sin caer en contradicción; si hay dos enunciados para una misma cosa, uno es el
propio y el otro o habla de otra cosa o está al margen del sentido, por lo que
los enunciados falsos son un sinsentido (y más que existir lo verdadero y lo
falso existirían lo propio, οἴκειον,
y lo extraño, ἀλλότριον). Si por
nominalismo se entiende postular la convencionalidad del lenguaje, es decir una
negación escéptica o relativista de la objetividad, una oposición a la relación
natural y objetiva entre ὄνομα
y πράγμα (como podría ser el caso de
Protágoras), Antístenes no proponía un nominalismo, sino algo así como un
objetivismo naturalista, en todo caso con un tipo de verdad onomástica.
Antístenes sí cargaba contra las Ideas en cuanto universales, a las que denunciaba
como hipóstasis de los entes en tanto cualificados, esto es como entidades
mentales, como meros conceptos, por lo que habría estado diciendo que lo que no
hay es una objetividad trascendente, sino en cambio una especie de biunivosidad
entre nombre y cosa; pero no entre el lenguaje visto como μακρὸς λόγος y la realidad, no en el enunciado largo
que implica la definición. El lenguaje objetivo como correlato de la naturaleza
de las cosas, la correlación entre lenguaje y realidad, ocurriría en el plano
de un μικρὸς λόγος o enunciado corto. Su filosofía como ἀρχή παιδεύσεως o principio de la educación se montaba
en la investigación de los nombres, a la busca de un uso concreto de las
palabras; pero no para rectificarlas en conformidad con un ser en sí atemporal
y eterno, sino para establecer o encontrar un uso adecuado y unario: una suerte
de justicia distributiva de las palabras que restablecía la relación de cada
una con cada cosa. Antístenes aplicaba este método a la exégesis homérica y de
allí pasaba a la conducta, a la ética o moral. El σοφός en cuanto φρόνιμος se convertía ergo en aquel analista que
barajaba el uso recto (ὀρθὴ χρήσης) de las palabras, las cosas y los
placeres; pero si el examen se mantenía en el nivel de los usos, la
rectificación que operaba era la reasignación de la referencia apropiada de
cada nombre con cada cosa, o bien un despeje de los usos inapropiados dentro de
un factual campo de aplicación. Si el último fuera el caso, no habría un naturalismo
objetivista en cuanto universal sino una suerte de particularismo cultural de
la lengua. Uno se preguntará si versaba sobre la referencia o sobre el sentido,
sobre el lenguaje o sobre la lengua. A criterio de Claudia Mársico lo suyo era
una lingüística ontológica o veritativa, una semántica realista-naturalista,
por lo que se nos dice que menos que un precursor de Saussure en la defensa de la
arbitrariedad del signo lingüístico, fue un antecesor naturalista-objetivo del
Heidegger de Ser y Tiempo que
proponía un λόγος que muestra
el fenómeno en el habla. Pero el desesperado buscador de la univocidad y el
defensor de la politropía parecen dos tipos en uno, el socrático y el gorgiano,
y así otros dirán que cuando Antístenes apostilla a Homero establece un segundo
plano del lenguaje, el metafórico, alegórico o doxástico, la vía B de
Parménides, el nivel de la indirecta en el cual lo que se dice no es lo que se
quiere decir: la ὑπόνοια, la sospecha.
El Satón ha sido señalado como el primer texto antiplatonista de la historia de la filosofía. Si la filosofía propiamente empieza impugnando a Platón –es la sugerencia de Foucault en Theatrum Philosophicum– he aquí el primer esquicio de «paraplatonismo descoronado» (id. ibid.). Y Antístenes, que rezaba que la παιδεία es la corona más bella (στέφανος κάλλιστός), en efecto fue acusado por Aristóteles de ser el director de tesis de una manada de ayunos o ἀπαίδευτοι. Para él las Ideas eran apenas las ideas de Platón, o sea que fuera de esa cabeza caballar no tenían entidad salvo como imágenes o nociones, por lo que no eran una vía posible de conocimiento. Tomaba a las esencias nomás como conceptos generales, porque lo real a su criterio eran las cosas cualificadas (τὸ ποιόν) –léase el caballo– en cuanto cuerpos (σώμα) y no el insondable incorporal (ἀσώματος) de la cualidad (ποιότης) –léase la caballeidad–, y esas cosas estaban representadas por su nombre (ὄνομα) y no tenían esencia sino un uso correcto (ὀρθὴ χρήσης) o no del nombre. Hay cosas y no ideas, cuerpos y no esencias. Por ende el λόγος antisténico, sujeto a la inestable temporalidad y a la materialidad concreta, no se avenía a definir sino a mostrar (τὸ ποιόν) lo que algo era o es (τὸ τί ἦν ἢ ἔστι), mas no lo que fue, es y será por siempre. Cada cosa en fin tiene un enunciado propio, su λόγος privado (οἰκεῖος λόγος). He allí lo que con Clément Rosset podríamos bautizar el idiotismo de lo real sobre el que montaron los cínicos su operatoria filosófica y antiplatónica (bien que los expeditivos perros, como buenos activistas, no se molestaron en seguir rumiando sobre el bizantinismo lingüístico y le cedieron el trabajo a los venideros estoicos, gente más de su casa). Lo que habría hecho nuestro buen Antístenes es tirar por la borda la pregunta socrática por el ser (el qué es, τί ἐστι, la exigencia de definición) para reemplazarla por un cómo es (ποιόν ἐστι). Fue un deleuziano adelantado («cómo opera» preguntaba Deleuze), o según Mársico el institutor de un «protosistema de estudios de campos semánticos», o en todo caso un filósofo restringido al materialismo corporeísta o a algo así como un descripcionismo pluralista. Con Antístenes incluso podríamos admitir que primero fue el giro lingüístico y luego el platonismo. Esta especie de Wittgenstein griego hubiese tenido más suerte en el siglo XX, pero le tocó vivir a la sombra del platonismo, bimilenario manto de sombra deslumbrante que lo encajonó entre los losers del comienzo de la odisea filosófica. Los cínicos erradicaron la lógica y la física de la filosofía y se quedaron con la ética. Uno se preguntará si a las dos primeras las desecharon sin más, o si más bien decidieron no innovar y darse por hechos con lo que Antístenes había aportado en el ramo, quien efectivamente versó sobre los tres ítems, aun cuando priorizó el último. Por lo que se ve, al academicismo antiplatónico en auge le importa este último Antístenes lingüístico que le hace sombra a Platón, lo no debería despistarnos porque fue sobre todo el filósofo de la virtud y el esfuerzo, el ético empecinado y por eso el maestro de Diógenes y secuaces. A ellos les diremos que deberán volver a meditar aquello que enseñó Leopoldo Marechal: que lo legendario es más importante que lo histórico. Desde este nicho seguimos a Diógenes Laercio, que no a los eruditos al día y a la moda.
El inventor del logos y la posteridad
Dejamos para el postre al tercer gran
contrincante de Antístenes, Isócrates, rival de los socráticos en bloque, a los
que señalaba acaloradamente como embaucadores que vendían ilusiones vanas de
inquebrantable felicidad a los jóvenes incautos, y como discutidores superfluos
de nimiedades bizantinas y paradojas insolubles e inútiles. Antístenes, que lo rebautizó
como Isógrafes porque también
plagiaba, se habría encargado de él en algún que otro librillo del que no queda
rastro. El orador, aunque estimaba a Sócrates, metía a los socráticos en la
misma bolsa con los retóricos, la bolsa de los sofistas, y defendía una
filosofía pragmática supeditada a las coyunturas políticas. Su libelo se llamó
precisamente Contra los sofistas, y
allí estaban los socráticos para alarma de Satón o Platón. Lo llamaremos el
politiquero, el abuelo de los militantes y los periodistas. En su Encomio de Helena hace la gran Platón y
se tira contra Antístenes manteniéndolo en el anonimato y agraviándolo como un
viejo tozudo, incoherente y estrafalario, incluyendo en la bolsa a Platón y a
Euclides. Habla allí de algunos que envejecieron sosteniendo esas hipótesis
absurdas y paradójicas (ὑπόθεσιν ἄτοπον καὶ παράδοξον)[113].
A Isócrates le dan lo mismo los que quieren discutirlo todo que el que apuntaba
que es imposible discutir.
La impronta de Sócrates, el demandante de definiciones, en los
ejercicios lingüísticos o lógicos de Antístenes es evidente –y varios títulos
del largo catálogo antisteniano sugieren diálogos donde analizaba virtudes a la
sazón escudriñadas por su tutor. El
Antístenes de Jenofonte, el avanzado aprendiz que dejó la enseñanza por el
aprendizaje, tiene algo de muchachón todavía, un poco hiriente, pedante y sin
tacto; pero el Sócrates que dibuja Jenofonte, un Sócrates cínico que dijeron
algunos, que defiende el entrenamiento y la frugalidad, desprecia las
especulaciones de los cosmólogos y apunta que no necesitar nada es divino,
suele decirse que es, a la vez que más fidedigno que el platónico, un Sócrates
cortado por la tijera antisténica. Después de esta apurada visita por
el hombre del Pireo, le queda a uno la impresión de estar ante un adalid de la
austeridad, huraño con los ajenos y tontos, aunque diligente y considerado con
los propios –con los aliados de Sócrates–, enemigo de malgastar la palabra en
vacuidades y farsas, pero dotado de una verba convincente –aunque a fiarse de
Platón y Aristóteles, convincente para aquella recua aplebeyada con la que
ellos no se codeaban: un filósofo malogrado y a mitad de camino para ellos, un
rústico informado. Parece
que dichos mayoristas del socratismo lo hacen pasar, junto a los peores de esos
antistenianos, como unos bestias que
no distinguen nombre de atributo, y al coro se sumaron los especialistas
decimonónicos que lo calificaron de sofista, cuando no de idiota. Sin embargo muchos eruditos son de la idea de que este Platón de
estilete en manos que presentamos, que se burlaba sigilosamente del par, no es
más que una hipótesis sañosa hija de un antiguo runrún brotado de la envidia
del estoicismo, una leyenda negra en la disputa por un botín preciado: la
herencia de Sócrates –e incluso
hay el que enfatiza que el Satón no
existió, sino que fue la obra espuria de un estoico del segundo siglo
cristiano. Inventado el primer cínico, a adosarle anécdotas
probatorias se llamaron, y así todos creen ver detrás del telón de los diálogos
platonianos unos cuantos cacheteos y ajustes de cuentas dedicados al ex
compañerito que en realidad no existieron.
Como sea Platón triunfó y el otro perdió, Platón sobrevivió a las catástrofes,
pero los libros de Antístenes desaparecieron casi por completo. Sin embargo en
la Antigüedad, a rasgos panorámicos, se lo tomó por el socrático más fiel en el
plano doctrinal, tanto como se sospecha que fue el más cercano en vida, y a
Platón como una desviación especulativo-metafísica del practicismo moral
socrático. En el mejor de los casos se dice que cada cual se agarró de uno de
los dos costados del gurú: de la ética individual uno, el otro del misticismo
político-comunitario. El Sócrates que transmitió Platón (y prácticamente no hay
otro del que agarrarse) aparecía siempre como un optimista del lenguaje y del
conocimiento, el gran parlanchín irónico que no podía dejar de frecuentar a
propios y extraños, paseándose por el mercado a diario para dar cháchara sea al
entendido como al más bruto de los mercachifles, un extraño autosuficiente
necesitado de entrar en componendas con todo el mundo, tábano a jornada
completa y partero a domicilio. La tontería de Antístenes, de acuerdo a
Aristóteles, consistió en decir que como las definiciones predicativas son
absurdas, lo único que cabe hacer es señalar al objeto, que la definición
apenas puede ser ostensiva: puesta a examen una cosa, no se puede decir qué es
sino señalarla o compararla con otra. Semejante cierre, según la interpretación
de Luis Navia, quien no ve ningún optimismo epistemológico sino todo lo
contrario, era volver las cosas a donde las había dejado Parménides y significa
que nada se puede decir de lo que no es, una antigua revelación que, así como
pudo haber llevado a los eleáticos al silencio, a otros como Gorgias, que sabía
que nada existe y si existiera no podría conocerse y si pudiera conocerse no
podría comunicase, lo condujo por la inversa a las conferencias múltiples de la
vida retórica. Pero Antístenes, dice Navia, ex retórico y autor gárrulo, se
ensaña con la lectoescritura y se vuelve hacia el silencio y hacia el acto puro
–el garrotazo verbigracia. El optimismo intelectual, la confianza en el
lenguaje y el amor por la gente que el eterno enamorado Sócrates manifestó a lo
largo de su vida, declinan estrepitosamente en el discípulo sobre el final: si
la contradicción es imposible a qué empeñarse en convencer o refutar a la
gilada. El viejo Antístenes se hace un héroe de la decepción, se vuelve misántropo,
taciturno, desconfiado, pesimista, más bien violento y misólogo; la certeza de
la nulidad del lenguaje convierte a aquel asceta sibarita, ese intelectual de
barrio pero cuasi dandy que había
bosquejado Jenofonte, en Perro Absoluto. Iluminado por Gorgias, cayó en la
desilusión volviéndose devoto de Sócrates, y ante el destino biográfico del
maestro o ante la irresolución de su método y su ética afable, se vuelve cínico
avant la lettre. El partero al fin y
al cabo era un médico abortero, los conceptos nacen muertos. El tábano fue
aplastado. Si no se puede decir nada sobre lo que es nada, no hay diálogo ni
método socrático y esos escenarios que con tanta obstinación presentó Platón
son por lo tanto, como dirá Diógenes, una pérdida de tiempo. El lenguaje
corriente es un engarce sordo de gruñidos y ladridos y entonces de lo que no se puede hablar, hay que ladrar.
La moneda legal del lenguaje para los cínicos futuros no será otra cosa que un
intercambio de nada por nada, porque la moneda real es en realidad falsa y
falsificarla es mostrarla como lo que es: desfigurar el lenguaje para que quede
a la vista su desfiguración de las cosas.[114]
Pero quizá para Antístenes no se solucionaba todo con desaprender el mal, con el motto τὸ ἀπομαθεῖν
τὰ κακά,
desavezar los vicios. Ante la misma pregunta que transmiten Estobeo y Arsenio, cuál es el conocimiento o el aprendizaje más
necesario (μάθημα ἀναγκαιότατον), Diógenes Laercio asegura que contestó
«Τὸ περιαιρεῖν τὸ
ἀπομανθάνειν»[115]. Aunque hay quienes
traducen esto como el que despliegue el desaprender o como despojarse,
sin embargo es más probable que quiera decir el que haga innecesario el desaprender (el que lo desmantele,
lo impida o lo quite), e
incluso hay quienes lo traducen como no
olvidar lo aprendido o evitar tener
algo que ignorar. No todo era negatividad. Habrá que decir que si la
predicación fuese imposible, ni la felicidad ni el autodominio ni la
imperturbabilidad podrían corresponder a la virtud y se desplomarían los
andamiajes mínimos del esquema cínico –sólo quedaría a salvo un Pirrón, el
silencioso escéptico que apenas se comunicaba con mímicas y deícticos. Pero Diógenes Laercio recoge un puñado de proposiciones que oficiarían
de base del sistema-Antístenes y que no son tautologías propiamente dichas,
aunque suenen al día de la fecha como una letanía de obviedades: que la virtud
es enseñable e inalienable y suficiente para conseguir la felicidad (con el
agregado de una pizca del vigor socrático); que no requiere de cháchara
discursiva ni de matemas sino de hechos u obras; que el sabio es autosuficiente
porque le pertenecen todos los bienes de los demás; que vive de acuerdo a la
virtud y no a las leyes y costumbres; que nada para él es extraño e imposible o
ajeno y absurdo; que el bueno es digno de ser amado y el sabio es el único que
sabe a quién hay que amar y por eso se casará y procreará; que la impopularidad
y el esfuerzo son bienes; que los bien nacidos son los virtuosos y entre ellos
son amigos; que hay que hacerse aliado de los valientes y de los virtuosos; que
es mejor combatir con unos pocos buenos contra todos los malos que a la
inversa; que hay que prestar atención a nuestros enemigos porque son los
primeros que captan nuestras faltas; que hay que preferir el justo al pariente;
que la virtud de hombre y mujer es la misma; que las buenas acciones son
hermosas y las malas vergonzosas… es decir un largo y… y… y de A = B.[116]
El vengador de Sócrates, el hombre que se bancó en casa la parada e hizo
ajusticiar al político Ánito y al poeta Meleto, acabó sacándose de encima casi
por entero el lastre de la ciudad que todavía Sócrates respetaba, y si en un
momento se juntó con los peores para desasnarlos, parece que al final se quedó
rumiando la razón como soliloquio y aconsejó largar los libros (porque si bien
la predicación es inútil, al menos quedan el apego a la razón y el
autoconocimiento). Puede que cueste creer que un señor que escribió cerca de 70
obras, en las que asoman retórica, lógica y filología, convocase a sus fieles a
desprenderse de los libros así tan fácilmente. O tal vez haya que fraccionar
nomás a Antístenes: período sofístico-retórico, período socrático, período
final proto-cínico. Aquel ladero conversador y sociable que pintó Jenofonte
–único retrato de primera mano hay que decir–, gozaba de techo y mobiliarios,
hacía presencia en comilonas de allegados oligarcas, tomaba vino, encaraba
chicas y vestía decentemente. Hay que esperar hasta el lejano testimonio de san
Jerónimo para verlo despojarse de todo, efectos e inmuebles y lucir –como se
deja ver en las cartas de los socráticos o en Diógenes Laercio– como el
renegado que instauró el cinismo, cuyo rostro severo y desalineado muestran el
perfil en bronce atribuido a Lisipo de Sición y una copia romana en piedra de
una obra de Firomaco. Un último Antístenes, sumido en el desengaño después de
un largo atestiguar los infructuosos pasos dados por Sócrates y los suyos en
este mundo y el negro desenlace de aquello nuevo que vino a aportar, ese podría
ser el hosco autor de aquellas máximas con el que topó Diógenes.
La soga, la daga y la muerte
El escepticismo profesional de los
catedráticos, como se apuntó, se empeña en convencernos de que la historia
entre Diógenes y Antístenes carece de mayor sostén, sobre todo porque ciertas
fechas no se ajustan muy bien. Como se sabe, Diógenes llegó a Atenas venido de
Sinope, es decir del Ponto Euxino, hoy Mar Negro. En tres anécdotas distintas
Diógenes Laercio relaciona a Antístenes con unos jóvenes del Ponto, de las
cuales dos remiten a su rol de maestro y una al contacto con Sócrates. En la
primera –ya contada– aparece un joven de allí que aspira a tomar clases con él
y le pregunta qué necesita para hacerlo, al que Antístenes responde con un
retruécano que un librito, un estilete y una tableta nuevos, pero lo que por
debajo le está diciendo es que no se trata de útiles escolares sino de
inteligencia[117].
En la siguiente un nuevo joven del Ponto –hay que imaginar que también un alumno
potencial o efectivo– promete colmarlo de obsequios cuando llegue un barco
cargado de salazones, a lo que el maestro lo agarra del pescuezo, lo lleva
hasta una vendedora de harinas y hace que lo llene de la mercadería. Cuando la
despachante quiso cobrarle Antístenes le espetó «Este te lo va a pagar cuando llegue su barco»[118].
Inmediatamente Laercio refiere que Antístenes fue el responsable del exilio de
Ánito y la muerte de Meleto. Sobre el destino fatal del último no da
explicaciones, pero sí de cómo fue la huida del primero. El caso es que
encontrándose más bien de casualidad con unos muchachos del Ponto –acá ya no es
uno solo– que habían llegado a Atenas entusiasmados por la fama (κλέος) de Sócrates, los condujo hasta Ánito
presentándolo como un tipo que por su personalidad era más sabio que el mismo
Sócrates. Y fue tal la decepción de los recién llegados que arrebatados por la
indignación, dice Laercio, lo forzaron a desterrarse[119].
Como bien conjetura Luis Navia, esta última historia podría estar evocando la
temprana llegada de Diógenes, de ese futuro Sócrates
furioso, cuyo carácter vehemente queda acá pintado (además el Diógenes
estudiante fue descrito como un potro
indómito). Que haya llegado atraído por el renombre de Sócrates se condice
con la famosa pregunta que Diógenes le extiende al Oráculo, que deja en claro
cuál era su preocupación en aquellos abriles, la fama. Y efectivamente lo
primero que aprendió del maestro fue curarse del apego a ella. Igual hipótesis
podría aplicarse a las otras dos anécdotas, en las que ya hay un único joven y
se convirtió en alumno. En ambas Antístenes procede como todo un maestro
cínico, por la vía corta y abrupta del acto imprevisto y en contra de las
lecciones librescas que se dice que impartía al resto del alumnado menos audaz.
Por lo demás es bastante coherente con el Diógenes juvenil, hijo de un banquero
y acusado de estafa, semejante finta de querer postergar el pago con una
promesa dudosa. Primero es curioso que en ningún otro lado Laercio haga mención
del origen de los discípulos de Antístenes, y cuando considera que tiene que
aludirlos son siempre llegados del Ponto. No aclara en ningún caso en qué
fuentes hace pie, pero lo que puede percibirse es un mensaje en filigranas o
bien la existencia de un cuerpo de textos que podrían haberse consagrado a
narrar esta historia en la que tenemos a un incauto y temperamental Diógenes,
ambicioso y a la vez idealista, atracando en Atenas en plena lozanía.
Plutarco atribuye a Antístenes esta frase: «es preciso adquirir el juicio o bien la cuerda» (νοῦν ἢ
βρόχον)[120].
O la cordura o la cuerda, aunque a la lascivia sea preferible la esquizofrenia
(cabe decir acá que este maestro estaba más cerca de Deleuze que de Foucault,
quienes mantuvieron una amistad mucho más cordial que la que él supo cultivar
con el usador de placeres Aristipo). Cuando le preguntaron cuál era la mayor
felicidad para un hombre, aseguró –pone Diógenes Laercio– que «morir siendo feliz»[121].
Sin embargo Antístenes murió de forma quizá autoinducida estando muy enfermo,
octogenario o septuagenario, alrededor de los años 366 y 365. Padecía acaso una
larga enfermedad que lo hundió en la consunción. Algunos sugieren depresión,
otros tisis. «¿Quién podría librarme de
los dolores?», parece que preguntó el afligido anciano. Diógenes le ofreció
en ese trance a modo de radical analgésico un cuchillo: «Acá tenés los servicios de un amigo, maestro». «¡Que me libre de los dolores, dije, no de la
vida!», rezongó el maestro contrariado[122].
Así era el maravilloso humor cítrico del más brillante de sus publicistas, el
alumno modelo, aunque de esos que se aposentan en el penúltimo pupitre, el
primer ciudadano del mundo. Y así en medio de las chanzas del mordaz y haraposo
émulo murió el hombre que había asistido a Sócrates en la penúltima morada,
Antístenes, el precursor de los perros, el que «había
nacido para morder el corazón con palabras, no con las fauces»,
que dijo Diógenes Laercio[123].
Sin un maestro al que aguijonear, el de Sinope partió a Corinto a vivir una
vida libre de ataduras. Su domador había partido.[124]
[1] Macrobio, Saturnales VII 3, 21; Plutarco, Cuestiones simposíacas II 1, 7.
[2] Arriano, Diatribas de Epicteto III 24.
[3] Laercio, VI
21; Eliano, Historia varia X 16;
Jerónimo, Contra Joviano II 14.
[4] Laercio, VI
2.
[5] Id., VI 2 y 14. Para ambos casos, cínicos y estoicos, utiliza el verbo κατάρχω, dar comienzo. Filodemo, epicúreo hostil, ya cantaba
en el s. I a. C. que Zenón fijó el inicio (ἀρχή) de su escuela en Antístenes y Diógenes para que se los
llamara socráticos (Sobre los estoicos: Papiro Herculanense n° 339, col. X 1.)
[6] Retórica, 1411a24-25. En Metafísica y Tópicos aborda a Antístenes y también lo menciona por su nombre en Política (1284a14) y Retórica (1407a9).
[7] Dión de
Prusa, Discursos VIII, 2-3.
[8] Laercio, VI
11.
[9] Id., VI 6.
[10] «ὅστις δὲ
ἑτέρους δέδοικε, δοῦλος ὢν λέληθεν ἑαυτόν» (Estobeo, III 8, 14)
[11]«τὴν
ἀρετὴν βραχύλογον εἶναι τὴν
δὲ κακίαν ἀπέραντον»
(Gnomologium vaticanum 743 12)
[12] Laercio, VI
11 y 105.
[13] Estobeo, II
31, 34; Arsenio, p. 502, 13-14.
[14] «ἄριστον
καὶ πρῶτον
μάθημά» (Florilegio, «El mejor y primer
conocimiento», n. 1); «ἄριστον μάθημα»
(Códice Napolitano II D 22, n. 9).
[15] Laercio, VI
15.
[16] Estobeo, II
31, 68; Damasceno, II 13, 68.
[17] Juliano, Discursos IX 14.
[18] Laercio, VI
6.
[19] Cartas socráticas XIII.
[20] Laercio, VI
6.
[21] Id., VI 4. Allí además se dice que los
expulsaba con un bastón de plata.
[22] Id., VI 3.
[23] Id., VI 5.
[24] Basilio, Escolio a Gregorio Nacianceno XI 2, 138.
[25] Estobeo, II
2, 15.
[26] Fedón 59b5-c6.
[27] Focio, Biblioteca 158. Epicteto, Juliano,
Demetrio o Longino entre otros dan testimonio.
[28] Laercio, VI
103.
[29]«Τήν τ' ἀρετὴν τῶν ἔργων εἶναι, μήτε λόγων πλείστων δεομένην μήτε μαθημάτων.»
(Laercio, VI 10)
[30] Estobeo, II
31, 76.
[31] Laercio, VI
14 y 15. El más agradable (ἥδιστος) en las conversas
(ὁμιλίας) y sobrio o autocontrolado
(ἐγκρατής) en todo lo demás, dice el
Jenofonte de Laercio.
[32] Discursos, VII 10.
[33] Ateneo, XI
508 c-d. Platón sería un popurrí de cirenaicos, megáricos y cínicos. El
retórico Alcimo, empero, lo acusó de copiarse la teoría de las Formas de
Epicarmo y el peripatético Aristoxeno de saquear a Protágoras (Laercio, III
11-17 y 37).
[34] Ateneo, V 220
d.
[35] «Ἀρχή παιδεύσεως ἡ τῶν ὀνομάτων ἐπίσκεψις.» (Arriano, Diatribas de Epicteto I 17, 12)
[36] Pasifonte de
Eretria –quien podría haber sido autor de las tragedias de Diógenes– habría
escrito en su nombre tres diálogos (Laercio, II 61).
[37] Laercio, VI
17; La Bruyère, Les caractères.
[38] Cicerón, Carta a Ático II 38, 5; Galeno, Historia de la filosofía 3.
[39] Metafísica 1043b24.
[40] Laercio, VI
1; Eudocia, Violarium 96-95; Gnomologium vaticanum 743, 4.
[41] Jerónimo, Contra Joviano, II 14.
[42] «εἰς ταῦτα δ’ ἀπιδὼν Ἀντισθένης δυσβάστακτον εἶπεν εἶναι τὸν ἀστεῖον· ὡς γὰρ ἡ ἀφροσύνη κοῦφον καὶ φερόμενον, <οὕτως> ἡ φρόνησις ἐρηρεισμένον καὶ ἀκλινὲς καὶ βάρος ἔχον ἀσάλευτον.» (Filón de Alejandría, Que todo hombre virtuoso sea libre 28)
[43] Porfirio, Escolio a Odisea a 1.
[44] Misceláneas I, 14, 63. Epifanio en Contra los herejes (III, 2, 9, 26) dice
que de socrático se pasó a cínico.
[45] La ciudad de Dios, XVIII 41.
[46] Gnomologium Vaticanum nº 4. Se pasan de μαθηταί a συμμαθηταί.
[47] Contra Joviano II, 14. Jerónimo habla
en realidad de un palliolum,
traducción latina del manto o ἱμάτιον, no del τρίβων cínico.
[48] Historia varia X, 16.
[49] Banquete VIII 3-6.
[50] Recuerdos de Sócrates III 17.
[51] Jenofonte, Banquete IV
56-64.
[52] «Ὁρῶ σου διὰ τοῦ τρίβωνος τὴν φιλοδοξίαν.» (Laercio, VI 8; cf. II 36) Lo vemos acá ya luciendo el τρίβων de los cínicos.
[53] «῾οὐ παύσᾐ ἔφη ῾ἐγκαλλωπιζόμενος ἡμῖν» (Eliano, Historia
varia IX 35)
[54] Aves 1280-3.
[55] Laercio, VI
6.
[56] Id., VI 13.
[57] IV 163 e.
[58] Jenofonte, Banquete
II 10.
[59] Laercio, VI
3.
[60] Clemente de
Alejandría, Misceláneas II, XX 107,
2-3; Laercio, VI 3-9.
[61] Laercio, VI
12 y 11.
[62] Id., VI 4.
[63] Jenofonte, Banquete VIII 3-6.
[64] Id., ibid.
IV 34-45.
[65] Plutarco, Sobre el exilio 17. Séneca y Plutarco
aportan que la madre era esclava, tracia para el primero y frigia para el
último. Clemente dice que él mismo era frigio y en el Gnomologium Vaticanum figura que se le dijo que no era ateniense.
Laercio lo confirma como ateniense y a la madre como tracia, pero deja ver que
uno o ambos padres no eran libres ni estaban unidos en legítimo matrimonio.
[66] Eustacio, Comentario
a la Ilíada de Homero IV 211.
[67] Laercio, VI
1; id., ibid., 11.
[68] Id., VI 11 y 105.
[69]
Gorgias exigía 100 minas por sus lecciones. Isócrates, que parece que pedía 10,
comenta en Contra los sofistas que
había uno que se rebajaba solicitando apenas 3 o 4 –y no hay que descartar que
ese uno fuera nuestro hombre.
[70] Banquete IV 34-45.
[71] Luciano, Sobre el parásito 43; Laercio, II 31; id., VI 1. Es
probable que Antístenes haya escrito sobre las aventuras de Sócrates en el
campo de batalla, exagerando las proezas (cf.
Ateneo, V 216 b-c).
[72] Estobeo, IV
4, 28; Ateneo, V 220 d.
[73] Laercio, VI
2. Atribuye la anécdota a Hermipo.
[74] República, II 369a-372d.
[75] Máximo de
Tiro, Discursos filosóficos I 9.
[76] Preparación evangélica XV 13, 7.
[77] Laercio, VI
9; Jenofonte, Banquete IV 43.
[78] Laercio, VI
8.
[79] Id., VI 11.
[80] Arriano, Diatribas de Epicteto IV
6, 20; Marco Aurelio, VII 36.
[81] Filodemo, Sobre la piedad 7ª 3-8; Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I
13-32; Lactancio, Institución divina
I 5, 18; id., Sobre la ira de Dios 11-14; Minucio Félix, Octavio 19, 7.
[82] Misceláneas V XIV 108-4; Teodereto, Curación de las afecciones de los griegos I,
75.
[83] Laercio, VI
4-5.
[84] Id., VI 5, 6, 7, 13; Epifanio, Contra los herejes III, 2, 9.
[85] Laercio, VI
12.
[86] Suda, Aristipo.
[87] Laercio, II
85-86.
[88] Teodoreto, Curación de las afecciones de los griegos
III 53; Máximo Confesor, XXVII 25; Isidoro Pelusiota, Epístolas III 154; Eusebio de Cesarea, Preparación evangélica XV 13,7; Aulo Gelio, Noches Áticas IX 5, 3; Clemente de Alejandría, Misceláneas II, XX 107, 2-3.
[89] Hacerlo en
confianza o sin miedo: «Τὸ δύνασθαι πᾶσι θαρρούντως ὁμιλεῖν» (Laercio, II 68).
[90] Laercio, II
66. El epistolario mutuo es fechable en torno al 200
d. C.
[91] Id., VI 9. Esta noticia es una exclusiva
laerciana –no hay otras fuentes que la suscriban o rechacen.
[92] Cartas socráticas VIII.
[93] Ibid. IX.
[94] Laercio, II
69.
[95] Gnomologium Vaticanum 743, n. 6. Cínicos y cirenaicos, como observó
Hegel, fueron siempre de algún modo reversibles, de ahí que se endosen a
Antístenes y Diógenes apotegmas imputados a Aristipo.
[96]
Cf. Platón, Gorgias 470d9. Antístenes escribió un Arquelao o sobre la realeza, informa Laercio.
[97] Ateneo, XII,
513a; Estobeo, II 29, 65.
[98] Laercio, II
47.
[99] Id., VI 7.
[100] Gnomologium Vaticanum 743, n. 437; ibid. n. 13.
[101] Laercio, VI
3; Marco Aurelio, VII 36.
[102] Laercio, VI
8.
[103] 251 c.
[104] Plutarco, Cómo
debe el joven oír a los poetas 12.
[105] Laercio, III
35.
[106] 286 b-c.
[107] Por
pendejo traduzco «minchione» (idiota quizá), versión tana de Σάθων propuesta por el experto Giannantoni.
[108] Laercio, VI
6.
[109] Simplicio, Sobre las Categorías de Aristóteles, p.
208, 28-32; Amonio, A la Introducción a
las Categorías de Porfirio p. 40, 6-10; etc.
[110] Metafísica 1024b32; ibid. 1043b24; Tópicos
104b21.
[111] Asclepio, A la Metafísica de Aristóteles 18-25;
Proclo, Al Crátilo de Platón 37.
[112] Laercio, VI 3.
[113] Helena, I.
[114] Luis E. Navia, Antisthenes
of Athens: Setting the World Aright.
[115] Laercio, VI 7.
[116] Id., VI 11.
[117] Id., VI 3.
[118] Id., VI 9.
[119] Id., VI 9-10.
[120] Sobre las contradicciones de los estoicos
14.
[121] «τὸ εὐτυχοῦντα ἀποθανεῖν»
(Laercio, VI 5)
[122] Laercio, VI
17. Dolores, πόνων, o sea aquello que Diógenes, Antístenes y
compañía enaltecían como esfuerzo y trabajo.
[123] «δακεῖν κραδίην ῥήμασιν, οὐ στόμασιν» (Laercio, VI 19). El biógrafo le imputa apego a la vida (φιλοζωία) y blandura o
falta de decisión (μαλακία), ya que da por sentado que murió
consumido y doliente, en contravención del
morir bien (εὐτυχοῦντα
ἀποθανεῖν) que había
postulado como el colmo de la dicha humana y en falta con lo que –de Diógenes
en adelante al menos– debía ser la muerte cínica en tales circunstancias:
suicidio.
[124] Dión de
Prusa, Discursos VIII 4.
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