El eslabón perdido

 (Vida y obra de Antístenes de Atenas)

«Son muchos pensamientos para una sola cosa»

Napolitano


«A él le debo el haberme convertido de rico en mendigo, y el haberme mudado de una casa a un tonel.» Es Diógenes el que habla y Antístenes el invocado. Macrobio, un incierto gramático romano del siglo IV d. C., es quien deja el testimonio[1]. «Desde que me libertó nunca más fui esclavo. Me hizo libre porque me enseñó lo que era mío y lo que no. No era mía la casa, los amigos, parientes, la fama, los entretenimientos, el paisaje y los lugares que frecuentaba. Todo eso era ajeno.» Entonces a Diógenes, ahora en manos de Epicteto, preguntaron que si todo eso le era ajeno qué era lo suyo. Y Diógenes respondió que la imaginación.[2]

     La historia es demasiado conocida: un hombre prófugo y oscuro llega escapando de Sinope a Atenas ávido de encontrar un guía que le cambie la vida. Da allí con un arisco personaje de la ciudad que había seguido a Sócrates como el más devoto émulo, al punto de haber afrontado en solitario la reparación de una injusta muerte, mientras todos los demás del clan abandonaban Atenas al son del sálvese quien pueda. Gracias a la obstinación de este hombre los culpables de la muerte de Sócrates fueron conducidos uno al exilio y otro al patíbulo. Entonces Diógenes, el deportado, lo escuchó un día entonando una maravillosa arenga en contra del renombre y la gloria y decidió no alejarse jamás de ese tipo. Sin embargo el viejo hacía tiempo que se había desprendido de casi todas las cosas que han menester las gentes comunes, y entre esas cosas de aquellos pocos que lo habían seguido, a los que solía espantar a bastonazos, y así procedió con el forastero. Pero este era distinto a todos, y cuantos más palos recibía más se acercaba y ofrecía la cerviz para que le propinara otro y otro más. «Golpea que no encontrarás una madera tan dura que me aleje de tu lado», gritaba mientras el otro surtía los mamporros[3]. Había dado por fin, en el más crudo invierno de sus días, con el heredero.

De Gorgias a Diógenes por el atajo de Sócrates

Diógenes Laercio, el que tuvo la fortuna de hacer llegar hasta nosotros este relato, le atribuye a Antístenes la fundación del cinismo. Según dice, extrayendo de Sócrates la καρτερία, la firmeza de su carácter, el aguante o la resistencia, y emulando la πθεια de ese talante inconmovible, plantó bandera[4]. Epicteto, Dión Crisóstomo, Estobeo, Eliano, el manual bizantino conocido como la Suda et alii confirman esta tesis. Fundador o bien precursor, eso es lo que se destila de la tradición antigua. El maestro exclusivo de Diógenes, el único de entre esos socráticos con los que topó al llegar al que echó el ojo y se dignó a reconocer como tal –incluso forzándolo. Para Laercio el cinismo era una escuela, Diógenes el alumno de Antístenes y este último el que puso en suelo la piedra basal. Pero esta historia tan linda no cuaja a la fecha y cada una de las aseveraciones que mantiene es rebatida –cuando no abatida– por los especialistas contemporáneos, algunos de los cuales se solazan con derribarlas de un saque como a fichas de un dominó. La hipótesis del fundador cayó en desuso, aunque no así la del precursor. Los que no quieren mayores problemas dirán que a la piedra la puso el de Sinope, aunque no faltarán quienes invoquen a Crates como el maquinador de todo este asunto, e incluso quienes consideren que si en efecto hubo algo así como una secta cínica, los primeros palotes corrieron por cuenta de los secuaces de este último allá por el siglo III antes de Cristo. Antístenes es, como todos estos hombres de los que no quedan más que diretes muy tardíos, un montaje hecho de retazos de acá y de allá, en el que han intervenido interesadas manos diversas. Pero son los dedos de los estoicos los que habrían escrito tal relato victorioso y complaciente. Las sospechas de que se construyeron un Antístenes a medida cunden. Había que meterlo en el hueco entre Sócrates y Diógenes o entre Sócrates y Crates. Convertirlo en el enlace entre Diógenes y Sócrates para darse dique, para que la propia escuela tuviera estirpe socrática, ya que el fundador Zenón de Citio fue alumno de Crates y Crates de Diógenes, según la cadenita de oro de las sucesiones. El mismo Diógenes Laercio dirá más abajo, como quien no quiere la cosa y haciendo uso del copy n’ paste que lo caracterizaba, que parece o se estima (δοκε) que también fundó el estoicismo. La rama más viril (νδρωδεστάτης) del estoicismo, dice[5]. Pero Antístenes, como se sabe, cultivaba con empeño la lógica y la filología y proliferaba en tratados retóricos e interpretaciones alegóricas de Homero, tenía vivienda con camastro y algún mueble, acompañaba a Sócrates a los banquetes de los ricachones, frecuentó las elegantes conferencias de los sofistas y al menos en algún momento de su vida se ganó el pan enseñando. Todo ello, indica la tradición, fue ajeno a Diógenes e incluso a Crates. Por eso desde el Liceo, y quizá entre muecas de risa, correrá la noticia de que el gurú del Perro no fue el guardián de la espiritualidad socrática sino una mísera rata de alcantarilla, o a fe de otros la ciencia práctica de dos niños intrépidos.

     Dice Laercio que Antístenes tenía el sobrenombre Haplokyon (πλοκύων). Los traductores no se ponen de acuerdo en torno al significado: perro simple, o genuino, o absoluto, o verdadero, lanzan entre otras varias tentativas. Vemos que si πλοΐς es simple, podría querer decir un perro no de raza, cimarrón o callejero, cualunque, sin pedigrí o mestizo: cruza, cuzco, pichicho, marca-perro o Firulais. Pero πλόος es sencillo y también puro o sin mezcla. Sin embargo Aristóteles y Jenofonte lo llaman por el nombre de pila. El estagirita, que mucho no lo quería, designa incluso a sus discípulos como antisténicos y no como cínicos. Jamás menciona a Diógenes, cosa que hará su pichón Teofrasto, pero en algún pasaje de la Retórica evoca al pasar un dictamen de «el Perro» (ὁ Κύων), así lo nombra, sin que sepamos muy bien a cuál de los dos, si es que era uno de los dos, estaba mentando[6]. Para nuestro mal no quedan rastros de Antístenes en los pocos fragmentos de los cínicos más remotos, Crates u Onesícrito por caso. Y sobre la base de ciertos estudios numismáticos, se suele creer al presente que Diógenes, que era unos 40 años menor que el maestro, se instaló en Atenas siendo un cincuentón y unos pocos años después de la muerte del viejo. Esto lleva a los desconfiados a negar que fuera un alumno, sino en el mejor de los casos su lector o apenas un seguidor póstumo. Es verdad que podría haber estado en la ciudad y tomado contacto antes de ser expulsado de Sinope, aunque no es eso lo que narra la historieta. Según estos cálculos desalentadores, Diógenes tampoco habría conocido a Platón, otro difunto por esas fechas. Es que así son los especialistas, nos quieren aguar la fiesta.

     La tradición, mucho más confiable para nuestros fines que los doxógrafos a la moda del día, asegura que cuando Diógenes llegó rajado de su pago se prendó de él al escucharlo proferir un discurso contra la reputación, contra la atávica notoriedad o φιλοδοξία que desvelaba a los sociópatas griegos, un Leitmotiv de nuestro disidente. Se recordará que una versión de la leyenda contaba que Diógenes fue expulsado de su tierra por falsificar la moneda, ya que eso le había indicado el Oráculo cuando fue a preguntar qué debía hacer para volverse una celebrity. Según este albur, el venidero converso se dedicó a impugnar los hábitos y creencias de los sonsos de a pie al solo fin de llamar la atención y quedar en la historia (así el cinismo sería nomás una modulación del erostratismo en clave moralista y no un adelanto dos veces milenario de la transvaloración nietzscheana). Los antiguos cuentan que Diógenes, una vez que el socrático cedió y lo aceptó como pupilo, lo tenía tan cortito al maestro y lo picaba tanto que Antístenes comenzó a llamarlo la avispa. Le gustaba ponerlo a prueba, vigilaba la coherencia entre doctrina y proceder, y si lo veía en un renuncie lo acusaba de tibio o acomodaticio: le parecía una trompeta que sonaba tan fuerte que no se escuchaba a sí mismo[7]. Desde el vamos lo empezó a correr por izquierda. Diógenes no había llegado para complacerlo sino para compelerlo a ir por más.

     Es que Antístenes nunca llegó a ser un Sócrates loco o furioso; como mucho fue un Sócrates bastardo y algo gorgiano que mal que mal se mantuvo en la docencia y omitió la performática callejera. Fue un maestro austero, parco y sobrio, que recuerda a los viejos anarquistas de principios del siglo XX, que se contentaba con lo mínimo: una casita y lo indispensable; pero no hay datos firmes que indiquen que haya vivido en la calle y mendigado, cosa que lo deja como un pequeño-burgués al lado de Diógenes. Comparado con Diógenes, un moderado, un teórico, desprolijo quizá para el gusto de la casta señorial del Liceo y la Academia, apenas el cabecera del ramal plebeyo de la escuela socrática. Demasiado intelectual, formal, docente y decente y evidentemente serio, menos propenso a la broma y al acting. Imaginamos que Diógenes fue su jefe de trabajos prácticos, cuando no su brazo armado. Lo radicalizó encarnando en actos públicos y propició, respecto del maestro, una vuelta a Sócrates en dos sentidos: dejar el aula por la calle y restablecer la gratuidad pedagógica. Diógenes no era todavía un surrealista que proponía el acto gratuito (aunque lo parezca): actuaba con una moral detrás, proponía un escándalo didáctico y aleccionador, pero no reembolsable. Y llevó la gratuidad socrática a la mendicidad, quizá fiándose de aquello que Antístenes había lanzado: que «el sabio es autosuficiente, porque le pertenece todo lo de los demás»[8]. Y Diógenes, que es algo así como la Tesis 11 de Antístenes, el salto al acto, lo tomó a pecho… ¿Pero quién fue este preámbulo de la perrería del que no queda mucho más que esos requechos de las anécdotas, las χρείαι, del todo inocentes del prurito documental del buen biógrafo contemporáneo? Todo lo que sabemos sobre este filósofo es persistentemente puesto en duda: que haya tratado a Diógenes, que haya sido el fundador o precursor del cinismo, que haya sido alumno u oyente de Gorgias, y siguen las firmas. Cuando se habla de Antístenes se temerá estar hablando de cualquier otra cosa, de un sustituto en forma de collage colectivo.

El Cinosargo o la escuela del desaprendizaje

Cuando a Antístenes le preguntaron qué beneficio había obtenido de la filosofía, respondió: «La capacidad de conversar conmigo mismo» (Τ δύνασθαι αυτ μιλεν)[9]. Conversar consigo mismo, acompañarse a sí mismo, ocuparse de sí o conectar uno consigo mismo, como sea que se traduzca difícil una mejor respuesta. Vemos que la filosofía sirve para algo, no para obtener un diploma o solazarse viendo el nombre de uno en la portada de un libro. Tampoco para hacerse dueño de una leve muchedumbre molecular que acude por dudosos menesteres a tus conferencias. «Quien teme a otros, no es consciente de que es un esclavo»[10]. Se le atribuye esta frase que está en la base de la campaña contra el miedo que emprendieron los cínicos. Para entrar a su instituto no era tan imprescindible saber geometría, sino más bien haber aprendido a sortear los ataques de pánico, que esa es la predisposición elemental para candidatearse a una vida de filósofo, que no a una carrera. Para cumplir el requisito platónico basta con haber ido a la secundaria; ser apto para asistir al Cinosargo exige una meta algo más difícil. Nietzsche decía que a los hijos de los pobres la escuela debería enseñarles a mandar. Eso contestó Diógenes al amo que lo compró como esclavo cuando le preguntó qué sabía hacer: «¡Mandar!» respondió antes de que lo molieran a palos.

     «La riqueza está en el alma» afirmaba este maestro cuyo mayor patrimonio, según el Banquete de Jenofonte, fue pasarse todo el día gestionando el ocio con Sócrates, de quien heredó su peculio espiritual y su inopia vocacional. Había nacido muy probablemente en Atenas entre el 444 y el 450 a. C. y predicaba, dice Diógenes Laercio, que la virtud es enseñable, que el sabio es digno de amor y amigo de sus pares y que no confía ni medio al azar. «La virtud puede decirse con pocas palabras pero la maldad es inabarcable», sentenció[11]. Da la impresión, ergo, de que era un hombre poco afecto a la erudición bizantina y polimorfa de los charlistas sofísticos; tampoco parecería nada amigo de asociar la virtud al mero plano epistemológico de lo inteligible platónico. «La virtud reside en los hechos, sin necesitar muchísimas palabras ni conocimientos». Uno supondría a simple vista que los largos diálogos que Platón dedica a buscar definiciones unívocas, si es así como era este hombre, le debían de parecer un mamarracho pedante y vacuo. «Hay que construir muros en nuestros razonamientos para que sean inexpugnables», dijo. Enseñaba que cuando se tiene la virtud no se la puede perder, que es un bien inalienable, lo que parece una fuente probable de la infalibilidad del sabio de la que presumirían después los estoicos[12]. Contra el temor, contra la codicia, contra la riqueza sin virtud, contra los sicofantes, los envidiosos y los aduladores, las máximas y apotegmas que nos llegan disparan contra esas cosas y esos cosos. Cuando le preguntaron qué conocimiento o aprendizaje es el indispensable (τί ἀναγκαιότατον εἴη μάθημα) contestó «el desaprender los malos» (τὸ ἀπομαθεῖν τὰ κακά)[13]. Ese era el eslogan de Antístenes, un precursor sensato no únicamente de Diógenes sino de Rousseau, aunque no encandilado por las gangas de las Lumières: lo suyo era acaso una παιδεία por la negativa para alcanzar una vida conforme a virtud. Desaprender el mal, tal era incluso el primero y el mejor de los conocimientos que podía agenciarse un hombre[14]. Un precepto más bien módico, enemigo de las pretensiones de la Academia y del Liceo de señoritos. Pero si bien Antístenes defendía la ἀτυφία, algo así como la modestia o la emancipación de los humos, fue acusado de fanfarrón y arrogante, empezando por Sócrates y siguiendo por las falanges de comentaristas cristianos.

Sucio y desprolijo

Según Laercio a él debemos la impasibilidad (ἀπάθεια) de Diógenes, el autodominio (ἐγκράτεια) de Crates y la firmeza de espíritu (καρτερία) de Zenón[15]. Como recuerdan Estobeo y Juan Damasceno, Antístenes proponía el ejercicio del cuerpo en los gimnasios y del alma en la παιδεία o educación[16]. Es claro que los cínicos no eran jipis fumados que veían caretas en cualquier cultor del deporte, claro que los gimnasios de entonces no se aturdían con reggaetón y pantallas con T&C Sport: ascetismo y atletismo confluían en una virtud uniforme (veamos de paso el buen físico, la eutonía, que luce el Diógenes de Gerôme entre otros y en consonancia con lo que alega Juliano, quien dice que «tenía un cuerpo tan varonil como ninguno de los atletas que han competido para conquistar la corona»[17]). Áspero, Antístenes fue un duro, un hombre de carácter severo y de ir a lo concreto que quizá sentó algunas de las bases doctrinarias del cinismo, pero con más evidencias las bases vestimentarias. Proponía ir con lo puesto, no tener más bienes que aquellos que en caso de naufragio pudieran naufragar con nosotros[18]. Andaba descalzo, lucía una túnica rotosa, portaba bastón y morral y ostentaba melena al viento y barba abundosa[19]. Era de andar con gente penosa y de equívoca reputación, argumentando que los médicos tratan con enfermos y no por eso montan en fiebre[20], y tenía un alumnado bastante escaso, habida cuenta de sus hoscos modales didácticos, ya que echaba a los inútiles a bastonazos o los reprendía acremente porque decía que así hacían los médicos con los pacientes[21]. Cuando uno que quería candidatearse para su escuela le preguntó qué necesitaba para ir a clases, dijo: «Un librito nuevo, un estilete nuevo y una tablita nueva». Como nuevo se decía καινο pero sonaba igual a κα νο, lo que le estaba diciendo era un librito e inteligencia, un estilete e inteligencia y una tablita e inteligencia[22]. Un cerebro nuevo en fin. Y a otro que se quejaba de haber perdido los apuntes le recriminó que debería haberlos escrito en la psique y no en papelitos[23]. E incluso cuando algún afectado en la causa, como era previsible, lo cagó a trompadas, el maestro Antístenes se pintó el nombre del agresor en la frente y a modo de denuncia masiva salió a pasear exhibiendo la pintada ante la gente[24]. Cuenta Estobeo que decía que no se debe hacer cesar al que contradice contradiciéndolo, porque tampoco nadie cura a un loco enloqueciendo[25], cosa de la que suponemos que tomó nota el citado zurrador. Tajante, cortante, hombre de moral rigurosa y frases como látigos, pedagogo poco complaciente, no se andaba con vueltas cuando de enseñar se trataba. «Yo que soy un hombre desprolijo / no tengo conflictos con mi ser. / Porque en la apariencia no me fijo, / piensan que así no puedo ser. / Siguen reprochándome morales, / todo lo que yo hago está mal. / No cambia nada estar un poco sucio / si mi cabeza es eficaz.» Es evidente que cuando Norberto Napolitano, alias Pappo, escribió esta letra estaba pensando en el discípulo de Sócrates y maestro de Diógenes llamado Antístenes.

Cómo hacer equilibrismo entre filosofía y retórica

Conjeturan los estudiosos que Antístenes cobraba las lecciones, a diferencia de Sócrates; quizá porque era un hombre pobre y no le quedaba otra. Alguno cree que allí acusaba la impronta de los sofistas, ya que la tradición afirmó que venía de la escuela de los rétores y que fue discípulo de Gorgias, cosa que los entendidos actuales ponen bastante en duda para variar, aunque resulta patente que mantenía una línea de intereses por la retórica y el lenguaje (algunos sostienen que cuando Gorgias llegó a Atenas, Antístenes ya era un socrático converso). No asombra por eso el mutis por el foro de Platón, que apenas si lo menciona (una sola vez[26]), o lo encubre con otros nombres, ni el desprecio que destilaba el académico por esa rama ascética y simplista del inefable socratismo. Pero al parecer, como buen pichón de Gorgias era un hábil declarante y escritor de talento, lo que en cierta forma contrasta con la imagen arisca y desdeñosa que irradió como preceptor. Tanto lo era que Focio lo ubica dentro del canon del lenguaje ático claro y puro como un ejemplar destacado –y de hecho son varios los que aludieron a las bondades de esa pluma[27]. Sin embargo, según Diógenes Laercio, a quienes ya ejercían la φρόνησις, prudencia, sensatez o sabiduría, Antístenes aconsejaba evitar las letras (γράμματα) para no dejarse torcer por lo ajeno (λλτριος)[28] y afirmaba, como traduce García Gual, que «la virtud no necesita de muchos discursos ni de larga doctrina». La virtud, decía, está en los hechos u obras (ργα), es un trabajo o un acto, y no necesita de mayores palabras (λόγων πλείστων) ni conocimientos o estudios científicos (μαθημάτων)[29], y en esa máxima vemos cómo se separaba drásticamente tanto de la tendencia gorgiana como del teoricismo platonista. Los sofistas enseñaban a ser hombre orquesta, manejar ciencias y artes como salpicón para engalanar el discurso y volverlo efectivo, algo más bien contrario a lo que proponía este as de lo elemental, que no era otra cosa que la ética sin adornos teóricos. Basta la ρετή para la εὐδαιμονία, no es necesario un μάθημα pero sí la fortaleza, καρτερία, la fuerza de voluntad socrática, ἰσχύς; de ahí que algunos consideren que valoraba en Sócrates más el carácter que la enseñanza. Porque el camino a la ἀρετή para el Sócrates platónico se desprende del conocimiento y del intelecto, por lo que podemos suponer que Antístenes fue un enemigo del intelectualismo extenuante –que diría Macedonio. En él la σοφία está vinculada a la prudencia o φρόνησις y no parece deberle ningún gallo a las matemáticas (rasgo en el que algunos ven una traza eleática además de sofística). Antístenes, que nunca será un favorito de los académicos (ni siquiera de los universitarios antiplatónicos que reinan en la actualidad), dijo que a su hijo le enseñaría a ser filósofo si fuera a vivir en comunidad con los dioses, o en su defecto orador si con los hombres[30]. Para conversar con uno mismo en armonía con los dioses, la filosofía, Sócrates; para litigar con los vecinos quizá no venga mal un Gorgias. Y así Jenofonte y Teopompo se encargaron de señalar que este maestro poseía una armoniosa y agradable conversación que cautivaba a los contertulios[31], además de gruñir y pese a ser un hombre más bien parco y enfático. Porque una cosa es ser un genial conversador que conmociona a la peña como era Sócrates, y otra un rimbombante orador que persuade a la tribuna. Pero Antístenes no se contentó con manejar bien la charla entre amigos, ni con las susodichas homilías para uno mismo, y fue como Aristóteles un auténtico polígrafo, tic que no se aviene muy bien con las supuestas conductas de Diógenes ni con la esporádica y jocoseria actitud literaria de Crates. Consta que fue además un escritor prolífico hecho y derecho que hacía como Platón y Jenofonte uso de los mitosaunque eso no convenga a un cínico», como advirtió Juliano[32]). Su producción estuvo compuesta por diálogos, diatribas o sermones y tratados retóricos, y el hombre dejó en efecto una obra escrita bastante más extensa que la de Platón, de quien era quince o veinte años mayor, e inclusive ya había escrito diálogos socráticos –inauguró probablemente el género sin ir más lejos– cuando este muchacho todavía jugaba a la rayuela, textos que se perdieron demasiado pronto en los vahos de la historia. Teopompo de Quíos, un historiador y conferenciante de la época y que sólo respetaba a nuestro biografiado de entre todos los socráticos, de hecho acusa al académico de Salieri de Antístenes y demás compañeros de la cofradía. «Se puede comprobar –anota Teopompo de acuerdo a Ateneo– que la mayor parte de los diálogos de Platón son vacuos y mentirosos. Por otra parte, la mayoría de ellos son plagios tomados de las charlas de Aristipo, algunos de los de Antístenes y un gran número también de los de Brisón de Heraclea.[33]» Antístenes escribió sobre Gorgias, aunque aparentemente en contra (Ateneo dice que lo atacó en el diálogo Arquelao[34]), se vinculó también con sofistas como Hipias de Élide y Pródico de Ceos, según deja ver Jenofonte en el Banquete, y tuvo un interés firme por cuestiones que parecen de retórica y lenguaje, seguramente pasadas por el filtro de la ascética socrática: decía que «el fundamento o comienzo de la educación es la investigación o examen de las palabras» (πίσκεψις τν νομάτων)[35], y en ello podrán notarse tal vez las improntas sofística y socrática cruzadas. Se ha visto en él una combinación de la retórica gorgiana con la erística protagórea, la gramática de Pródico y las lecciones ejemplares de Sócrates. En fin, la tradición lo juzgó como auténtico heredero de Sócrates o como una mala copia; pero Platón y sus deudos cristianos triunfaron en la historia y así de este maestro no ha perdurado ningún texto completo ni mucho menos, siendo que fue autor de unas 65 piezas reunidas en 10 tomos (aunque algunas de discutida autenticidad[36]), proeza de un verdadero grafómano al que Timón acusó de «charlatán polirrubro» (παντοφυ φλέδονά) y La Bruyère de «vendedor de mareas» (vendeur de marée)[37]. Acaso un erudito barrial si lo comparamos con los Aristóteles, pero un académico de rigor si la medida de comparación es el jovial Diógenes, que fue un desinteresado escritor de ocasión o mejor un panfletero dado a la parodia sarcástica de los géneros elevados. Antístenes, en cambio, fue un tratadista, al que imaginamos formal al lado del activista chúcaro, pero elemental o escueto visto del lado de la ciencia oficial e idealista. Era más agudo que erudito, según dictamen de Cicerón, y aunque fue el más indigente de los socráticos, no fue inferior a ninguno de ellos, escribió Galeno[38]. No hubo otro discípulo de Gorgias que haya despreciado tanto el discurso, y para ser tan parco como fue escribió demasiado; y de tal suerte la historia, que la escriben los imperialistas, que son los que la ganan o la empatan, lo mandó a callar arrancando por el propio Platón, que como se verá se lo dijo en la cara. Así eran los niños bien, Platón dijo de él que era un viejo que empezó a filosofar demasiado tarde y se hizo maestro demasiado pronto, y Aristóteles lo acusó de ἀπαιδευσία, de ser burro.[39]

     La historia dice (aunque hay quienes matizan) que Antístenes fue primero sofista y retórico y después se pasó de bando[40]. Es así como suena más lindo. Algo tendrá de cierto, pero más bien salta a la vista que al contrario supo asimilar y hacer buen uso de sendas jefaturas, sintetizando y creando una cosa propia. Y de hecho no faltan quienes sostienen que no fue propiamente un discípulo del rétor, ni siquiera un allegado; tal vez apenas uno de los muchos afectados por las impactantes nuevas que el de Leontinos llevó a los atenienses. Como sea, suele conjeturarse que cultivó el género filosófico por un lado y el retórico por otro[41]. Un binorma, un bípedo plume. De los restos dispersos de su obra se deduce además un mejunje de diálogo socrático con exégesis homérica, una combinación balanceada que no se ve en Platón –que estaba ávido de sacarse de encima al bardo ciego. Filón de Alejandría certifica que Antístenes habría dicho que «El hombre ingenioso es insoportable, porque así como la insensatez es ligera y llevadera, la inteligencia es fija e inamovible y tiene un peso sólido»[42]. La φροσύνη de esa gente urbana y refinada será muy portátil y cómoda, pero la φρόνησις es un yunque inalterable. Sin embargo así como no era Oscar Wilde, tampoco era Platón ni tenía a la polisemia por mal absoluto. Antístenes, hermeneuta con fines éticos, al contrario defendía la πολυτροπία, la versatilidad discursiva conforme a la variabilidad de los auditorios, rasgo que veía en Odiseo, a quien Homero llamaba sabio dado que sabía relacionarse con los hombres de muchas maneras (Antístenes se encargó de explicar que cuando Homero llamaba πολυτρόπος al astuto Odiseo, no lo llamaba mentiroso sino más bien prudente)[43]. El σοφός antisténico es polifacético como Odiseo y sabe vérselas con la multiplicidad de los modos discursivos haciendo un uso variado de ellos, rasgo de flexibilidad componedora que acaso irritaría al joven Platón.

De Gorgias a Sócrates por el atajo de la virtud

«Tras escuchar a Sócrates, Antístenes se volvió un cínico, mientras que Platón se retiró a la Academia», escribe con suma gracia Clemente de Alejandría[44]. Se dice que al dar con él mandó a quemar toda su obra precedente, de igual manera que hizo Platón ante el mismo hito con las tragedias que llevaba garrapateadas. Así era el gran maestro, provocaba perplejidad; después cada cual se las tenía que arreglar como podía –lo que causó tanto asombro en san Agustín, a quien le costaba entender cómo cada socrático al final acabó concibiendo por bien una cosa tan distinta[45] (que lo diga Agustín, el maestro de Lutero, no deja de resultar simpático). Antístenes vivía en el Pireo, la periferia portuaria, y todos los días subía 40 estadios (8 kilómetros) para ir a escuchar a Sócrates. El encuentro con Sócrates, que ocurrió en la madurez de Antístenes, fue algo así como una conversión (μετεβάλετο). Tanto fue que señaló a sus discípulos gorgizados que dejaran de serlo y se convirtieran en condiscípulos[46]. O más drásticamente les dijo según Jerónimo: «Váyanse y búsquense un maestro, que yo ya lo encontré». Acto continuo vendió todos sus bienes y repartió públicamente el dinero, quedándose sólo con el manto que lo cubría[47]. Otros, como Eliano, aseguran que Antístenes decidió no tener discípulos, harto de la chatura o de la incapacidad de aquellos que lo habían sido y no por culpa del deslumbramiento socrático[48]. Como sea, el enamoramiento de Antístenes se deja ver sobre el final del Banquete de Jenofonte, donde Sócrates, el primero de los histéricos, le reprocha curiosamente que lo sigue más por su belleza que por su sabiduría y le pide que no sea tan pegajoso ni se enfurezca y le pegue[49]. Jenofonte nos muestra también en los Recuerdos un Antístenes que nunca se apartaba del lado de Sócrates, igual que Apolodoro el maniático, aquel destemplado fan socrático del que se burla Platón[50]. Ya tenía fama de rudo y cabrón, pero a la vez de pesado –Diógenes tenía a quién salir.

     Como se ve, con Sócrates compartían unas cuantas chacotas. Es sabido, por ejemplo, que el viejo lo trataba de alcahuete, casamentero y proxenetaροαγωγός, μαστροπός), ya que parece que era bueno haciendo enlaces (μαστροπεία) entre filósofos o con allegados a la causa[51]. Pese al halo de severidad que lo envolvía era un buen relaciones públicas, al menos en esa época y al interior de la cofradía, bastante dado a contactar filósofos entre sí y propiciar confraternidades. Pero otra vez lo reprendió más en serio cuando vio que hacía ostentación de llevar el susodicho manto agujereado: «A través del buraco del manto veo tu afán de gloria[52]. ¿No vas a dejar de darte dique ante nosotros?»[53]. Sócrates, intelectual irónico al fin y al cabo y en alguna medida platónico avant la lettre, señalaba más bien una desviación, la exageración ampulosa de un rasgo que ya lo caracterizaba a él mismo, tal como probaría el gran burlador Aristófanes, que llamaba socratizarse (σωκράτουν) a andar descalzo, harapiento, sin coiffeur y sin ducha[54]. Antístenes tendía a hacer del negligente desaliño socrático un cierto alarde y esa paradójica preocupación por el look (nada ajena al general de las corrientes filosóficas que florecerían de allí), por dejar bien en claro y a la vista lo roñoso que se era, fue llevada al extremo por Diógenes y cultivada sin descuido por los prosélitos sucesivos de la escuela cánida, si bien Platón juzgaba estas extravagancias como propias de locos (μανιακοί). Diógenes Laercio, muy atento a las cuestiones cosméticas, se empeña en sostener que sentó las bases de la identidad vestimentaria de la futura corriente. Cuando el recién iniciado Diógenes le pidió que le facilitara una capa, lo sacó carpiendo. «Doblate el manto» –le dijo[55]. Y eso hicieron los cínicos de ahí en más: lo empezaron a doblar en dos para prescindir de ropa extra y darle uso en las cuatro estaciones. Notemos que en esta escena inaugural Diógenes le está reclamando un χιτών, ese largo vestido que usaban griegos y griegas, y Antístenes le dice que se doble el μάτιον, una suerte de amplio chal que se calzaba arriba del otro. Pero un poco más abajo Laercio nos confirma, usando a Diocles y Neantes de fuentes, que fue el primero en adoptar el tosco τρίβων, el bastón o βάκτρον y el bolsito o πήρα, es decir la vestimenta distintiva de la secta cínica. «Antístenes fue el primero en doblar el manto de paño tosco, según dice Diocles, y se servía únicamente de él. Y adoptó el bastón y el zurrón. También Neantes dice que fue el primero en doblar el manto, mientras que Sosícrates, en el tercer libro de Las Sucesiones, dice que fue Diodoro el Aspendio el que se dejó la barba larga y usaba zurrón y bastón.[56]» (Ateneo igualmente confirma la anticipación de Diodoro de Aspendo, un factible pitagórico, en la invención de tal indumentaria basada en la melena, la barba, el bastón, la mugre y el andar sin zapatos.[57]) Esta escena nos recuerda los sets de fotos de las páginas de sociales de revistas tipo Rolling Stones (costado alternativo de la revista Caras), allí donde los antisistema posan luciendo peinados y bisutería crítica.

Su vida con ellas

Antístenes también tuvo qué decir sobre Sócrates, no se quedaba atrás y supo encontrar el punto débil del maestro: la bruja, su mujer. Una vez lo apuró diciendo: «Cómo con todo lo que sabés no educás también a Jantipa, que es la mujer más áspera de las que existen, existieron y existirán»[58]. Para Antístenes, cuenta Laercio, sólo el sabio sabe a quién amar y por eso elige a las mejores mujeres; de manera que el enlace conyugal del maestro con la irritable partenaire debía de hacerle algún ruido. «Debe uno relacionarse con la clase de mujeres que le estén agradecidas»[59], aconsejaba, y estimamos que no estaría aludiendo precisamente a la doña citada, ante la que más bien sentía celos porque competía con él en ese ejercicio violento y chinchudo de la demanda amorosa. Pero Sócrates le respondió que si era capaz de convivir con ella, podía ser capaz de convivir con cualquier persona, porque los que quieren ser buenos jinetes no se procuran para entrenarse los caballos más dóciles sino los más retobados (como vemos, usaba a la yegua de la mujer de obstáculo para probar su resistencia personal, vigor y fortaleza). Parece que a quienes le pedían consejos de celestino Antístenes decía rimando «Si es linda la compartirás y si es fea la padecerás», y parece que dijo que si agarrara a Afrodita la mataría por la manera en que envició a tantas buenas y bellas mujeres. Hombre arisco con las chicas era este Antístenes. Así cuentan que cuando vio a una muy pizpireta y emperifollada fue a constatar si el esposo tenía las suficientes armas en casa para defenderse de los acechadores[60]. Aunque no hay pistas de que, como Diógenes y en cierta forma Platón, haya promovido el intercambio comunitario de mujeres, Laercio atestigua que consideraba a damas y caballeros iguales en virtud, contra todas las costumbres. Quizá al contrario defendió el matrimonio, porque el doxógrafo agrega que para él el sabio debía casarse y procrear[61]. Sin embargo es sabido que a los adúlteros en apuros aconsejaba la prostitución, como vía menos problemática para sacarse el sexo de la cabeza[62], y todo indica que Antístenes fue un single empedernido. Le vendría bien lo que escribió Ignacio Anzoátegui de Alberdi: «Dijo gobernar es poblar y se quedó soltero». Porque cuando Sócrates le preguntó si era el único del banquete que no estaba enamorado de nadie, respondió que únicamente de él, del maestro[63]. Y a paso seguido se jactó de tener más que suficiente con las mujeres que tenía a mano, que no eran otras que las que desechaban todos los demás[64]. Lo que se llama la ética del bagayero. Es evidente que entre compartir y penar, como buen cultor del πόνος, que también es pena o padecimiento, eligió sufrir a las feas –pero evitándose el casorio. Y aunque no fue él sino Platón el que teorizó sobre el ἔρως como vía ascensional para conquistar el conocimiento, es de sospecharse que por esa misma conciliación entre amor y sabiduría no rechazara enfáticamente la pederastia, como sí parecen haber hecho más tarde los cínicos confesos. Pero allí no habla de efebos sino de mujeres. Y con ellas el tipo no quería mucho rollo.

Un filósofo de barrio

Antístenes pertenecía al círculo más íntimo del maestro y la amistad que cultivaban era estrecha y sin la distancia del ceremonial. Sin embargo Sócrates era hijo de una partera, pero al fin y al cabo un ateniense por ambos flancos; en cambio Antístenes, hijo de una esclava tracia o frigia, era un mestizo o νόθος, no un ciudadano. «Tu madre es frigia» le dijo alguien según Plutarco. «También lo es la de los dioses»[65], respondió aludiendo tal vez a Rea, a Gea o a Cibeles. Su homónimo padre para colmo era vendedor de pescados y según él se sonaba los mocos con el codo por el olor que llevaba en la mano. «De tal linaje (γενες) y sangre por cierto me ufano de ser»[66]. Ante la jactancia que sacaban a lucir los γηγενες, los autóctonos, los nacidos de la tierra, les contestaba que tenían la misma prosapia que los caracoles y las langostas, porque para él los bien nacidos, los εγενες, eran simplemente los que alcanzaban la excelencia, la virtud[67]. Y cuando Antístenes dice que esta ἀρετή es enseñable (διδακτήν)[68]está expresando que no se transmite por una supuesta buena cuna, sino que la puede aprender cualquier hijo de pescador y sostener con disciplina. Claro que la pobreza o πενία, que los perrunos defendieron como condición indispensable para una vida filosófica, no deberá entenderse como una referencia a la proveniencia de clase, tal como se evidencia en el acaudalado Crates y en el propio Diógenes, hijo de un banquero. Se trataba de una miseria voluntaria, aunque sí es cierto que la masa cínica en general no estaba compuesta precisamente por las mejores raleas de señoritos. La cínica era más bien una filosofía para metecos y pequeño-burgueses de alterada procedencia. En este punto hay una distinción entre Antístenes y sus dos émulos más notables, dado que él sí era algo así como un pobre de origen –aunque en el momento oportuno tuvo billetera suficiente para costearse las elitistas clases de Gorgias, si es que eso ocurrió, que dicen que eran por demás onerosas.[69]

     Jenofonte lo presenta en el Banquete a la vez como un orgulloso y como modelo de alumno socrático, porque presumía de la riqueza que poseía, que no era otra que la que llevaba en el alma gracias a Sócrates. Porque fuera del alma nos lo pinta como un tipo que vive muy modestamente, una casa, una cama y lo suficiente para no tener hambre ni sed, tan sobrio que aducía que el más mísero de los oficios le hubiese bastado para sobrevivir. Decía que la más excelsa de sus posesiones era el ocio que disfrutaba junto a Sócrates sin la más mínima preocupación, departiendo sobre las cosas últimas y tomándose un vinito de la isla de Tasos, porque el buen Sócrates mataba el tiempo con los amigos más preciados y no con los que pagaban en moneda (como los pro-sofistas). Tan bien la pasaba que Calias, el millonario, dice allí que lo envidia por no ser esclavo de la ciudad ni estar embrollado en ningún préstamo.[70]

     Mal se haría en ver a Antístenes como un πολις o como un ácrata desertor. Contra lo que indica Luciano en un diálogo, que asegura que los filósofos nunca pelean y huyen de la guerra, Antístenes –al que lista entre los cobardes– participó en algunas batallas (la de Tanagra en 426 y o la de Delios unos años luego) y Sócrates, que también salió en su defensa ante quienes lo rebajaban por descender de una esclava, elogió en él un comportamiento de soldado valeroso[71]. Decía según Estobeo que a la política hay que acercarse como al fuego, no en exceso para no quemarse ni demasiado de lejos como para congelarse, y dedicó el diálogo El político, según Ateneo, al análisis crítico de todos los dirigentes democráticos de Atenas[72]. Cuentan que alguna vez, seguramente aún bajo cierta influencia de Gorgias, quiso disertar en los Juegos Ístmicos sobre las virtudes y vicios de espartanos, atenienses y tebanos, pero reculó quizá asustado al ver avanzar sobre sí a las crasas multitudes[73]. No estaba Antístenes para dorar la píldora a las masas blandiendo la encendida oratoria, necesitaba otro tipo de maestro y apareció Sócrates. No quiso quemarse y por tal motivo no se entrometió en esos foros como sí haría Diógenes, el que atravesaba los aros de fuego y se presentaba donde nunca era bienvenido. Se estima que las ideas políticas de Antístenes distarían tanto del egoísmo utilitarista de las ramas sofistas, cuanto del organicismo estructurado sobre el filósofo-rey platoniano; más bien barajarían rasgos de un comunitarismo naturalista que Platón se encargó de poner en composé con los cerdos, o dicho de otro modo con los cerdos sofistas[74]. Máximo de Tiro dijo que Sócrates pensaba que Atenas se beneficiaría poco con la filosofía de Antístenes[75]. Murmullitos y puteríos que dejó la historia. Lo cierto es que, como se ve en el Fedón, en la gloriosa escena del lecho de muerte del maestro Sócrates en el año 399, allí estuvo Antístenes dándole la despedida y no así Platón, que andaba constipado, ni Aristipo –siempre de viaje. Los cínicos heredaron un aparente nominalismo de la escuela sofística, que fue tematizado por Antístenes y seguido apenas de manera tácita por estos secuaces, y cierta actitud general que vagamente podría definirse como escéptica o agnóstica. En lo demás, en lo que hace a la vida concreta, es probable que hayan continuado el surco del viejo sileno: ética, ascética, cuidado del alma, menosprecio por la fortuna, desprecio del poder político, sencillez, autarquía, modestia, rudeza, esfuerzo, rechazo de los placeres, moderación, austeridad, aprecio por la virtud, crítica a la demagogia.

     Muerto el gurú, dicen algunos, Antístenes puso su escuelita, el Cinosargo. Más que una escuela, dicen que se juntaba allí con su gente, porque el Cinosargo era un gimnasio que ya existía desde tiempos de Heródoto y que permaneció hasta los de Pausanias. Su nombre significaba algo así como perro blanco o ligero, brillante y reluciente o ágil y raudo como es fugaz una estrella fugaz, o como lo es el presente al que se consagró esa filosofía de lo efímero, del día a día, que un tiempo después sería llamada cinismo. Puede que esto no sea más que un invento que se usó para blanquear el origen non sancto del nombre de la secta, hijo de la mueca despectiva de los señoritos y los hombres corrientes, y que jamás haya andado nuestro héroe arriando jovenzuelos por ahí. Como el Liceo y la Academia, el Cinosargo estaba ubicado en las afueras de Atenas, más allá de sus murallas, del lado oriental y cerca de la puerta de Diomea; pero era el gimnasio de los reos, de los bastardos y metecos, como decir del hampa del pensamiento ateniense, y allí asistía la gente como él, mestiza y sin ralea. Estaba a pocos pasos del templo de Heracles, otro νόθος hijo de padre divino y madre mortal, que oficiaba como patrono protector. Alguien se preguntará cómo cuajan Gorgias y Hércules. Pues en los cínicos cuajan y el culpable fue el iniciador, Antístenes, hombre de «temperamento heracleo», como anotó Eusebio[76]. Heracles por el lado griego, al que dedicó tres obras, y Ciro como crédito bárbaro, al que consagró cinco, fueron los héroes del esfuerzo (πόνος), junto con Odiseo fueron los modelos que propuso como campeones de ρετή. Heracles héroe parco y rudo, solitario y sencillo; Ulises sufrido y autárquico; y Ciro, que siendo de origen humilde, llegó a rey. Como sea el Kynosarges menos que un instituto fue un punto de encuentro entre el capanga y los suyos; no parece haber sido una escuela propiamente, habida cuenta que Antístenes no era muy dado a retener estudiantes sino más bien a echarlos, y de que no hay ningún testimonio que indique que de Diógenes en adelante los muchachos cínicos hayan seguido frecuentando la zona en plan de aglutinar a la secta y predicar. Quizá el hombre montaba allí una cátedra improvisada. Ciertamente Laercio muestra que la enseñanza de Antístenes no se daba a la manera socrática, era algo más formal. Y es posible conjeturar que cobraba las lecciones por la anécdota que cuenta de un muchacho que promete colmarlo de regalos cuando llegue su barco, probablemente un alumno algo remiso a la hora de saldar los honorarios, aunque esto no encaja bien con lo que narra Jenofonte, según el cual Antístenes no se negaba a convidarle a nadie la riqueza de su alma y la compartía con cualquiera –una factible prueba de primera mano en contrario.[77]

Por una filosofía contra el aplauso

«Muchos te elogian» le dijo uno y Antístenes contestó: «¿Qué mal habré hecho?»[78]. Le estaba dando el puntapié inicial a esta doctrina del rechazo de las opiniones ajenas y de las mayorías. Indiferencia para lo primero, beligerancia para lo segundo. El repudio a la δόξα que emprende el cinismo desde Antístenes no tiene las características del que conocemos por Platón, por el cual la ciencia asciende hacia las Ideas, el criterio de demarcación y el discontinuismo que imparte la πιστήμη. La ἀδοξία para Antístenes era un bien (δοξίαν γαθν)[79], pero cobraba ciertas características que los académicos habrían tomado por narcisistas si hubiesen podido adelantarse a Freud. Se trataba mejor de un entrenamiento en la impopularidad con la paradoja (παρ δόξαν) como bandera, de una repulsión por la fama que avanzaba hacia el regodeo en la mala fama, el convertir a la difamación propia en blasón y en gimnasia ascética: desprecio de las opiniones comunes, deserción de la notoriedad, cuando no ostentación de mala fama o práctica de la infamia autoinducida. El cultivo de la paradoja que impulsó Antístenes no tenía que ver con la defensa de la antilogía o la erística sino con el enfrentamiento pertinaz en contra de las creencias de dominio público, en contra de los hábitos opinológicos de las mayorías o de los cenáculos de prestigio. Ganarse mala fama fortalece, las murmuraciones de los giles endurecen al blando. Con los cínicos nace el malditismo filosófico. Son precursores parcos del arte contra el aplauso de todo buen vanguardista, de la voluptuosidad de ser silbado que promovía Marinetti. «Propio del rey Ciro es actuar bien pero tener mala reputación.[80]» Antiliberales avant la lettre, repudiaban la competencia; antihegelianos ante litteram, aborrecían del reconocimiento. La virtud cínica se enfrentaba al νόμος, a la moral positiva, a las leyes establecidas. «Recordemos que la moral tradicional griega –se lee en García Gual– se basa en la aprobación que el triunfador recibe de la colectividad. La areté tradicional estaba recompensada por el prestigio ante la comunidad que ensalzaba y premiaba con la “buena fama”, la eudoxía, al que ha destacado por su valer. Se trata de una moral basada en la competencia continua, y la idea misma de la areté va unida a la excelencia o superioridad. No se premia el ser bueno, sino el ser mejor que los demás. Y esa “virtud”, generalmente unida a la noción de éxito o triunfo, atrae hacia quien se destaca por ella un resplandor de gloria, que coincide con el aplauso y la admiración y el elogio de todo un pueblo. El “sabio”, que ahora se propone como ideal de conducta, no sólo prescinde de esa aprobación colectiva, sino que, según Antístenes, la desprecia. Su impopularidad puede ser un test de su virtud, paradójicamente. Va contra corriente, desdeñoso de los aplausos y censuras de la muchedumbre…» De eso redimió Antístenes a Diógenes de acuerdo al citado testimonio de Epicteto: de las δόξαι, de los cuchicheos de la fama (φήμη).

El filósofo amurallado: instrucciones para atrincherarse

El maestro no se privó de escribir su Περί Φύσεως o Sobre la Naturaleza, un tratado de física –tarea por supuesto ajena al espíritu antiteórico de los venideros cínicos. Allí encontramos ya al llamado dios de los filósofos, cuya invención atribuyen muchos a Aristóteles. Antístenes seguía la línea de la σέβεια socrática testificando que muchos son los dioses del pueblo pero uno el de la naturaleza[81]. Era el ateísmo de la época, el posible por entonces, para algunos fuente primaria de un tipo de teología natural y o negativa. El de la φύσις se opone a los del νόμος y la πόλις. Refiere Clemente de Alejandría que allí habría sentenciado que «Dios no se parece a nada» (Θεὸν οὐδενὶ ἐοικέναι), razón por la que no se lo puede conocer por imágenes ni es aprehensible por la vista[82]. Un iconoclasta por adelantado, en verdad una crítica al politeísmo antropomorfista –aunque estos criterios ya habían sido formulados por Jenófanes, ese que supo decir que si los caballos pudieran dibujar representarían a sus dioses con forma caballar. Para Antístenes había un solo dios, un solo mundo y, como se verá, un solo nombre para cada cosa –una nominación unívoca. Lo uno lo podía. Es difícil saber si ese no parecido de la divinidad se queda en una impugnación de los variopintos y pasionarios dioses de la gente o si se trata de una entidad de la que nada puede predicarse o ante la cual no puede responderse a cómo es. En la práctica Laercio nos lo muestra amonestando a los que aspiraban a inmortalizarse con sacrificios o misterios órficos. Así vemos que cuando escuchó a un sacerdote diciendo que los iniciados participaban de las venturas en el Hades le dijo «¿Y entonces si es así por qué no te morís y chau?»[83]. Porque la salida que proponía este hombre no estaba en los rituales sino en la coraza interior, ser un Hércules psíquico. Porque era el filósofo en la muralla, el hombre empalizado por adentro. Esa fortaleza socrática, καρτερία, esa fuerza, σχύς, aparecen en muchas moralejas suyas vinculadas a la palabra τεχος, muralla, pared. Así el λόγος, la φρόνησις y la ψυχή son presentados como fortines o parapetos que superan en solidez a los edificados con materia prima. Por eso dice que «hay que levantar una fortaleza contra las calumnias que resistiese más que las que son erigidas contra las pedradas», dice que «la concordia entre hermanos es más firme que cualquier muro», que «la sabiduría es una muralla inamovible que no puede ser disuelta ni traicionada», que «hay que fabricarse tabiques inexpugnables en nuestros razonamientos», que «esos muros del alma son más sólidos que los de las ciudades» porque las ciudades «caen al no distinguir al bueno y al malo»[84]. Y si faltara algo, veamos la imagen que da de la ρετή como armadura o escudo inalienable (ναφαίρετον πλον)[85]. Hay acá un llamamiento a atrincherarse con aspecto desesperado, una exhortación a la dureza, al amurallamiento obsesivo del sujeto, que haría el festín de los descocados lacanianos, pero que es un muestrario pavoroso del temblequeo de los cimientos del viejo orden de la πόλις y el anuncio de ese hombre del nuevo régimen que vive a la intemperie y que vendrán a personificar los inquietos cínicos.

Antístenes contra el tilingo o la locura contra el placer

Dentro de la camarilla socrática tuvo dos enemigos acérrimos: el nerd Platón y el tilingo Aristipo. Este último, que parece que se regodeaba burlándose del temperamento rudo o taciturno del perro primigenio[86], era algo así como su antípoda en el carácter y en la ética (la secta socrática daba pasto a todos los gustos): uno era el campeón del πόνος y el otro el campeón de la ἡδονή. Aristipo hacía de estas dos palabras, πόνος y ἡδονή, un ostensible par antitético: comprendía al πόνος, visto como sufrimiento o dolor, como «un movimiento áspero o turbulento» (τραχεαν κνησιν) y a la ἡδονή, al placer, como «un movimiento muelle y delicado» (λεαν κνησιν) que se comunicaba a la sensibilidad[87]. Así las cosas, con toda evidencia serían claros enemigos estos dos: el duro y el blando, el rudo y el amigo del relax y del movimiento sexy. Y es que Antístenes no tenía en buen concepto al placer: según Aulo Gelio lo tenía por el mal supremo, sentía una verdadera aversión dice Teodoreto. Su lema era «preferiría la locura a sentir placer» (Μανείην μάλλον ή ησθείην), y así Eusebio de Cesarea decía que llamaba a los amigos a no mover ni un dedo por él. Era poco afecto a las fiestas, largaba soflamas cáusticas contra los voluptuosos y tenía al amor por un vicio de la naturaleza al que sus enfermos llamaban dios[88]. El amor para Antístenes es más bien un lujo disoluto que produce desequilibrio emocional y altera la estabilidad propia de la φύσις. La alternativa que proponía para el común de los mortales era reducirlo al sexo, y dejaba apenas para el sabio la facultad de un enamoramiento auténtico, ya que es el único cuyo ρως escapa al alarmante encabritarse de la pasión turbadora. Para con las mujeres Antístenes proponía más bien el touch and go, las relaciones fugaces, y la estrategia nocturna del carroñero de última hora: hacerse de las chicas de conquista asequible y escasas pretensiones que los demás dejan a un lado. Y se ponía como ejemplo.

     Cuando Antístenes contestó que el mayor bien que había recibido de la filosofía era el poder tratar consigo mismo, estaba en verdad no profetizando el solipsismo sino lanzando un cachetazo a Aristipo, quien había respondido que lo mejor que obtuvo de la filosofía fue la facultad para hablar con todos los hombres[89]. Vemos que la autarquía para Antístenes valía más que las relaciones públicas o que la sociabilidad indiscriminada, y que Aristipo oficiaría acá de socrático liberal precursor de la tolerancia. Antístenes no llegó al punto de proferir que para el amigo todo y para el enemigo ni justicia, y por lo que se ve tampoco entendió que para un socrático no hay nada mejor que otro socrático. Para un socrático no hay nada mejor que Sócrates, aunque sí podemos notar su vocación de amigar entre sí a los filósofos y de echar a patadas a los no-filósofos con ínfulas filosóficas. Era πολυτρόπος hasta un punto, y de ahí en más la ética del bastonazo.

     Aunque falsificado y bastante posterior según consenso, la tradición conservó un breve intercambio epistolar entre ambos socráticos opuestos: a saber el perro genuino –como llama Diógenes Laercio a Antístenes– y «el perro de la corte» (βασιλικν κύνα) como Diógenes de Sinope apodó a Aristipo, el caniche toy[90]. Allí Antístenes, exilado en casa, le escribe desde Atenas a este remilgado hedonista que andaba de consejero de mandamases. Condenado y muerto el maestro, los socráticos en masa habían tenido que fugar: algunos partieron a Mégara, a casa de Euclides, y otros como el cortesano aludido a Siracusa, a ofrendar servicios a Dionisio I. Antístenes fue el que se quedó, «a lavar verduras» dijeron las malas lenguas. Para Diógenes Laercio su exilio en casa tuvo en cambio un carácter heroico, dado que habría sido el encargado de condenar al exilio a Ánito y a la muerte a Meleto, aquellos que habían mandado a Sócrates al tribunal y a la postre al muere[91]. En la misiva Antístenes denuesta el gusto por el poder y los lujos, le propone que parta de Siracusa y Sicilia y vaya a Anticira, allí donde curaron de locura a Heracles con eléboro, una planta medicinal que aconseja que beba como alternativa al vino de Dionisio (recuérdese que Heracles había matado a sus hijos en un ataque de locura producido por Hera y debió expiarse con los doce trabajos)[92]. Aristipo, que se estaba dando la gran vida ahí, le responde con ironía admitiendo lo mal que la pasaba entre banquetes opíparos, mujeres hermosas y ricas ofrecidas por el tirano, y delicados perfumes de mil fragancias. Le sugiere que siga usando la única túnica que usaba para toda estación y prosiga con sus conversaciones con el pobretón de Simón el zapatero, que así procede un hombre libre en la soporífera Atenas democrática[93]. Alguna vez le preguntaron al de Cirene por qué los ricos no buscaban a los filósofos pero sí los filósofos a los ricos, a lo que contestó que el sabio va hacia el rico porque sabe lo que necesita, pero el rico no va hacia el sabio porque no lo sabe[94]. Sin embargo esta anécdota es puesta también en boca de Antístenes, no desde luego por Laercio[95], por lo que se podrá matizar esa intransigencia en el rechazo del poder y verlo como menos cercano a Diógenes que a Sócrates, que no se negaba al contacto con pudientes y encumbrados (aunque supo rechazar la propuesta del rey macedonio Arquelao cuando lo invitó a su corte[96]). Es verdad que estos epistolarios de manos ajenas son caricaturas escritas por esos chistosos que toman a los filósofos de puntos, porque gente algo más seria como Ateneo de Náucratis y Juan Estobeo nos muestran a un Antístenes mucho más moderado que apenas decía que el placer era un bien siempre y cuando no tuviéramos que arrepentirnos de sus efectos, y que lo único que proponía era perseguir aquellos placeres que resultan de los esfuerzos y no aquellos que los preceden.[97]

Sobre equitación idealista o Antístenes contra el nerd

Notifica Diógenes Laercio que Platón, Jenofonte y Antístenes fueron los principales socráticos (a los que siguieron diez entre los que destacaron Esquines, Fedón, Euclides y Aristipo)[98]. Vemos a Antístenes como habitué de las tertulias socráticas que recoge Jenofonte, no así en las versiones platonianas, donde se sospecha que el maestro aparece pero en forma velada. Ateneo asegura que Platón no era muy querido entre los socráticos, se dice que algunos lo consideraban de estilo alambicado, y por supuesto no faltaron las rencillas entre el Divino y el primero de los cánidos, que cultivaron más bien una sostenida enemistad porque representaban a bandos contrarios de la escuela. Antístenes, que comparaba sus propias virtudes pedagógicas con las de un domador de potrillos, se burlaba de la vanidad y pedantería del enemigo interno llamándolo «caballo pomposo» (ππος λαμπρυντής), y una vez que lo encontró vomitando en una palangana le dijo «Ahí veo tu bilis, pero no veo tus humos»[99]. Y Platón se las devolvía. Así cansado de escuchar una diatriba demasiado larga lo mandó a callar: «La mejor medida de un discurso no es el que habla, sino el que escucha», dijo dándole de beber su propia medicina, ya que Antístenes fanfarroneaba argumentando que el hablar mucho es rasgo de ignorancia (esta anécdota se cuenta también en sentido inverso, visto y considerando que estamos ante dos enemigos de la cháchara grandilocuente o μακρολογία sofística)[100]. Y los chismorreos de Platón fueron varios, a los que Antístenes respondió «Es regio que el que obra bien oiga hablar mal de sí»[101]. Estaba reclamando realeza de mérito, como harán más tarde los herederos, y sentando las bases de la ἀδοξία, porque como se ve la mala prensa de los cínicos tenía fuentes diversas, las muchedumbres desde lo bajo y los académicos desde lo alto. Con respecto a los primeros, Antístenes aconsejaba a los atenienses convertir por decreto en caballos a los burros, ya que así procedían con la gente que votaban en las elecciones (convertían asnos en políticos)[102]; con respecto a los segundos ya vimos que no hacía falta convertirlos porque ya lo eran. Platón en El Sofista, por boca del Extranjero y siguiendo el plan del ninguneo, sin jamás nombrarlo lo llama anciano de instrucción tardía (οψιμαθής o tardofilósofo) y pobre de recursos intelectuales, ya que dice que pertenecía a la cuadrilla de los que se alegraban de que no se pudiera afirmar que el hombre es bueno porque lo bueno es bueno y el hombre hombre[103]… Si entendemos bien a Platón, Antístenes era un mero vindicador de la tautología como única forma de conocimiento o de link entre las cosas y las palabras. Si fuera cierto que Antístenes sólo consideraba los juicios de identidad (que A es A) y anulaba los de atribución o de analogía, bien tenía razones Platón para recriminarle que negaba el fundamento mismo de las ciencias, la predicación lógica. «Lo vergonzoso es vergonzoso parezca o no parezca» enfatizaba el hombre del Pireo con cierto aire de terquedad[104]. Platón se estaría refiriendo a las tesis antisténicas barajadas en un tratado llamado Sobre la imposibilidad de la contradicción, al que Platón respondió, cuando el otro lo invitó al vernissage en el que lo presentaba, «¿Cómo es posible que escribas eso?»[105], pretendiendo con tal viveza demostrar desde el vamos que la tesis podía contradecirse. Ni falta que hacía leer el libro. Quería curar al loco enloqueciendo, como los psicoanalistas que describe Popper. En Eutidemo, siempre sin nombrarlo (porque entiende que esta tesis, a la que juzga remanida, venía de los secuaces de Protágoras), sostiene que le parece sorprendente «porque a la vez que rebate a los demás argumentos se rebate a sí misma»[106]. Como se ve, lo acusa no sólo de autoparadójico sino de paso de plagiario (en Cratilo y Sofista hay más datos que abonan la imputación), aunque la tesis del citado Protágoras induciría –a fe de Claudia Mársico– a un relativismo subjetivista y la de Antístenes a un «objetivismo radical» (la imposibilidad de contradecir se atribuyó no sólo a Protágoras sino a Pródico, Parménides y Heráclito: lo que más bien sostendría el primero es que sobre cualquier cuestión hay siempre dos argumentos opuestos y que no hay λόγος sin un grado de verdad). La venganza del protocanino fue un plato que dejó caliente a Platón: le devolvió la descortesía con un diálogo que llevaba por nombre Satón (aunque algunos sostienen que no fue un texto subsiguiente sino el mismo antes referido): una leve alteración del apodo del destinatario. Se recordará que Platón significaba el ancho de espaldas –o de hombros o frente o lo que sea–, ya que su nombre de pila era Aristocles, y convertido de tal modo (σάθε es pene) pasaba a llamarse algo así como el de pene pequeño (Pijita para ser más gráfico), y siendo que era una palabreja más bien empleada por las nodrizas con los niños, al llamarlo así, Pitín digamos, lo trataba de paso de inmaduro, más bien de pendejo, y le devolvía invertida la injuria de haberlo tachado de vetusto rezagado[107]. Y no fue el único al que le dedicó libros con sus nombres propios alterados, los oradores Lisias e Isócrates recibieron los suyos, ya que era un hombre propenso a ciertos chistes freudianos y no remiso a las salidas de tono sexuales. Tanto fue así que a un vivillo que en un banquete lo instó a que cantara, le contestó «Sí, y tocame vos la flauta»[108]… Se percibirá que no le escatimaba a los modales barriobajeros cuando la ocasión lo hacía menester y de irritar al alumnado nerd o al pelotudo ocasional se trataba. El Satón habría sido un diálogo en el cual presumimos que Sócrates aparecería, contrariamente a lo que estamos acostumbrados, desmantelando con la astucia irónica que lo caracterizaba los postulados de la doctrina de las Formas, señalándole a los incautos que la cosa pasa por cómo hacerse de la virtud y no por dar vueltas por el εδος para elevarse en la πιστήμη.

     Antístenes veía a Platón pero no a sus Ideas. «Veo al caballo, pero no la caballeidad» fue la frase matadora del perro prístino. Ahí estaba el ππος, relinchando incluso, pero no rodeado de ese espectro, la ππτης. A lo que Platón respondió: «Tenés los ojos de ver el caballo pero no los de contemplar la equinidad», como si fuera tuerto del tercer ojo, el del intelecto, el teorético. El ancho lo notaba estrecho de sesera y él angosto de otro órgano, y aunque lo veía como un pingo, no captaba la pingueidad sino su pomposidad; pero no bastándole la hípica hipostasiada continuó con el argumento ad hominem: «Veo al hombre (νθρωπος), pero no veo a la humanidad (νθρωπότης)», frase que a juzgar porque lo tenía por un párvulo, trasladaríamos como veo al hombre y no su virilidad[109]. Aristóteles, otro que lo acusaba de ingenuidad e incultura, le ofrendó un abundante análisis al asunto en Metafísica y Tópicos[110], y no fueron pocos los metafísicos ofendidos, desde Alejandro de Afrodisia, Amonio, Simplicio o Porfirio. Parece que Antístenes en el ingrato opúsculo sostenía, a fiarse del estagirita, que no es posible definir (ρσασθαι), ni decir una falsedad (ψεύδεσθαι), ni contradecir (οκ στιν ἀντιλέγειν). La definición le parecía imposible por ser un μακρς λόγος, un «enunciado largo», y él consideraba que solamente podía decirse algo por medio de un «enunciado propio» u οἰκεῖος λόγος. Lo único que puede hacerse –habría sentenciado de acuerdo a Aristóteles– es decir cómo es una cosa, y ponía a la plata como ejemplo: que no se puede decir qué es sino que es como el estaño –y tal vez a paso seguido golpeara al alumno con aquel bastón de plata que evoca Laercio. «Si los juicios –glosa Asclepio– son concordantes no hay contradicción, puesto que concuerdan entre sí en lo mismo, y si dicen cosas no concordantes es que hablan de objetos diferentes. Si unos hablaran sobre la misma cosa, dirían lo mismo unos y otros (pues hay un único enunciado de un ser) y, al decir lo mismo, no podrían contradecirse entre sí». Proclo lo entendió así: «Todo enunciado dice la verdad pues el que habla dice algo, el que dice algo dice lo que es, y el que dice lo que es dice la verdad»[111]. La mentira (ψεδος) es ergo imposible.

     Lejos del tono despectivo de los dos socráticos mayores, Diógenes Laercio hace de Antístenes más bien el padre de la lógica, diciendo que fue el primero en definir el λόγος, que acá habrá que entender por enunciado o proposición: «Proposición es lo que expresa lo que era o es algo» (Λόγος στν τ τί ν στι δηλν)[112]. Claro que así como se duda si fue sofista, socrático o cínico, hay quienes dudan si fue un lógico, un cuasi lógico o un no-lógico, ya que no faltan entre los eruditos contemporáneos quienes lo acusaron de ser un burro que creía hacer lógica cuando no hacía más que escribir diatribas moralistas, o quienes sospecharon que las tesis antistenianas eran apenas una burla o sátira a Platón y no algo en serio.

Fundación del antisatonismo

Es verdad que frente a la música celestial de Platón, hostigador de la δόξα por la vía regia de la πιστήμη, Antístenes abarajaba algo de la impronta de los cultores de la paradoja; pero más bien parece que contra el nihilismo de Gorgias mantenía un claro criterio de verdad como concordantia (sólo se puede predicar un nombre de cada objeto), de manera que el llamado nominalismo antisténico sería algo acotado (además para el Gorgias del Elogio de Helena, era verdadero el discurso que logra convencer, cosa por entero ajena al cánido fundacional o más bien contrastante con la mentada vindicación de la impopularidad o ἀδοξία). Lo de Antístenes era probablemente una suerte de gorgianismo invertido que rezaba que las cosas existen y son comunicadas sin margen de error. Claudia Mársico llama a esto «optimismo epistemológico» e infiere que es un «sistema de adecuación automática» que rebate la doble vía parménido-platónica. El analitismo socrático que aplicaba Antístenes no permitía el paso a la ciencia como plano separado de la opinión, aunque salvaguardaba el criterio de verdad adecuacionista fundado por Heráclito, y según sostienen algunos, relacionaba a la verdad con el nombre, no con el enunciado, proposición o predicación. Mientras que Antístenes cifraba la verdad en el nombre, para Platón y Aristóteles era menester la combinación de nombre y verbo para formar el enunciado (Aristóteles sostendrá que sí hay enunciados de nada, o sea falsos, sin referencia). De haber sido así las cosas, para Antístenes nombrar equivalía a decir lo real y la verdad, de manera que convertía al error y la equivocación en imposibles. A cada cosa según su propiedad, por cada cosa un enunciado, Antístenes habría propiciado así una especie de anarquismo ontológico adecuacionista con aires de ser un Stirner lingüístico, aunque en rigor no se sabe si sostenía que hay un λόγος o bien un ὄνομα para cada πράγμα. Si todo lo que es pensado es, no se puede decir ni pensar lo que no es, no se pueden admitir juicios de negación sin caer en contradicción; si hay dos enunciados para una misma cosa, uno es el propio y el otro o habla de otra cosa o está al margen del sentido, por lo que los enunciados falsos son un sinsentido (y más que existir lo verdadero y lo falso existirían lo propio, οἴκειον, y lo extraño, ἀλλότριον). Si por nominalismo se entiende postular la convencionalidad del lenguaje, es decir una negación escéptica o relativista de la objetividad, una oposición a la relación natural y objetiva entre ὄνομα y πράγμα (como podría ser el caso de Protágoras), Antístenes no proponía un nominalismo, sino algo así como un objetivismo naturalista, en todo caso con un tipo de verdad onomástica. Antístenes sí cargaba contra las Ideas en cuanto universales, a las que denunciaba como hipóstasis de los entes en tanto cualificados, esto es como entidades mentales, como meros conceptos, por lo que habría estado diciendo que lo que no hay es una objetividad trascendente, sino en cambio una especie de biunivosidad entre nombre y cosa; pero no entre el lenguaje visto como μακρς λόγος y la realidad, no en el enunciado largo que implica la definición. El lenguaje objetivo como correlato de la naturaleza de las cosas, la correlación entre lenguaje y realidad, ocurriría en el plano de un μικρς λόγος o enunciado corto. Su filosofía como ἀρχή παιδεύσεως o principio de la educación se montaba en la investigación de los nombres, a la busca de un uso concreto de las palabras; pero no para rectificarlas en conformidad con un ser en sí atemporal y eterno, sino para establecer o encontrar un uso adecuado y unario: una suerte de justicia distributiva de las palabras que restablecía la relación de cada una con cada cosa. Antístenes aplicaba este método a la exégesis homérica y de allí pasaba a la conducta, a la ética o moral. El σοφός en cuanto φρόνιμος se convertía ergo en aquel analista que barajaba el uso recto (ὀρθ χρήσης) de las palabras, las cosas y los placeres; pero si el examen se mantenía en el nivel de los usos, la rectificación que operaba era la reasignación de la referencia apropiada de cada nombre con cada cosa, o bien un despeje de los usos inapropiados dentro de un factual campo de aplicación. Si el último fuera el caso, no habría un naturalismo objetivista en cuanto universal sino una suerte de particularismo cultural de la lengua. Uno se preguntará si versaba sobre la referencia o sobre el sentido, sobre el lenguaje o sobre la lengua. A criterio de Claudia Mársico lo suyo era una lingüística ontológica o veritativa, una semántica realista-naturalista, por lo que se nos dice que menos que un precursor de Saussure en la defensa de la arbitrariedad del signo lingüístico, fue un antecesor naturalista-objetivo del Heidegger de Ser y Tiempo que proponía un λόγος que muestra el fenómeno en el habla. Pero el desesperado buscador de la univocidad y el defensor de la politropía parecen dos tipos en uno, el socrático y el gorgiano, y así otros dirán que cuando Antístenes apostilla a Homero establece un segundo plano del lenguaje, el metafórico, alegórico o doxástico, la vía B de Parménides, el nivel de la indirecta en el cual lo que se dice no es lo que se quiere decir: la ὑπόνοια, la sospecha.

     El Satón ha sido señalado como el primer texto antiplatonista de la historia de la filosofía. Si la filosofía propiamente empieza impugnando a Platón –es la sugerencia de Foucault en Theatrum Philosophicum– he aquí el primer esquicio de «paraplatonismo descoronado» (id. ibid.). Y Antístenes, que rezaba que la παιδεα es la corona más bella (στφανος κλλιστς), en efecto fue acusado por Aristóteles de ser el director de tesis de una manada de ayunos o παίδευτοι. Para él las Ideas eran apenas las ideas de Platón, o sea que fuera de esa cabeza caballar no tenían entidad salvo como imágenes o nociones, por lo que no eran una vía posible de conocimiento. Tomaba a las esencias nomás como conceptos generales, porque lo real a su criterio eran las cosas cualificadas (τ ποιόν) –léase el caballo– en cuanto cuerpos (σώμα) y no el insondable incorporal (ἀσώματος) de la cualidad (ποιότης) –léase la caballeidad–, y esas cosas estaban representadas por su nombre (νομα) y no tenían esencia sino un uso correcto (ὀρθ χρήσης) o no del nombre. Hay cosas y no ideas, cuerpos y no esencias. Por ende el λόγος antisténico, sujeto a la inestable temporalidad y a la materialidad concreta, no se avenía a definir sino a mostrar (τ ποιόν) lo que algo era o es (τ τί ν στι), mas no lo que fue, es y será por siempre. Cada cosa en fin tiene un enunciado propio, su λόγος privado (οἰκεῖος λόγος). He allí lo que con Clément Rosset podríamos bautizar el idiotismo de lo real sobre el que montaron los cínicos su operatoria filosófica y antiplatónica (bien que los expeditivos perros, como buenos activistas, no se molestaron en seguir rumiando sobre el bizantinismo lingüístico y le cedieron el trabajo a los venideros estoicos, gente más de su casa). Lo que habría hecho nuestro buen Antístenes es tirar por la borda la pregunta socrática por el ser (el qué es, τί στι, la exigencia de definición) para reemplazarla por un cómo es (ποιόν στι). Fue un deleuziano adelantado («cómo opera» preguntaba Deleuze), o según Mársico el institutor de un «protosistema de estudios de campos semánticos», o en todo caso un filósofo restringido al materialismo corporeísta o a algo así como un descripcionismo pluralista. Con Antístenes incluso podríamos admitir que primero fue el giro lingüístico y luego el platonismo. Esta especie de Wittgenstein griego hubiese tenido más suerte en el siglo XX, pero le tocó vivir a la sombra del platonismo, bimilenario manto de sombra deslumbrante que lo encajonó entre los losers del comienzo de la odisea filosófica. Los cínicos erradicaron la lógica y la física de la filosofía y se quedaron con la ética. Uno se preguntará si a las dos primeras las desecharon sin más, o si más bien decidieron no innovar y darse por hechos con lo que Antístenes había aportado en el ramo, quien efectivamente versó sobre los tres ítems, aun cuando priorizó el último. Por lo que se ve, al academicismo antiplatónico en auge le importa este último Antístenes lingüístico que le hace sombra a Platón, lo no debería despistarnos porque fue sobre todo el filósofo de la virtud y el esfuerzo, el ético empecinado y por eso el maestro de Diógenes y secuaces. A ellos les diremos que deberán volver a meditar aquello que enseñó Leopoldo Marechal: que lo legendario es más importante que lo histórico. Desde este nicho seguimos a Diógenes Laercio, que no a los eruditos al día y a la moda.

El inventor del logos y la posteridad

Dejamos para el postre al tercer gran contrincante de Antístenes, Isócrates, rival de los socráticos en bloque, a los que señalaba acaloradamente como embaucadores que vendían ilusiones vanas de inquebrantable felicidad a los jóvenes incautos, y como discutidores superfluos de nimiedades bizantinas y paradojas insolubles e inútiles. Antístenes, que lo rebautizó como Isógrafes porque también plagiaba, se habría encargado de él en algún que otro librillo del que no queda rastro. El orador, aunque estimaba a Sócrates, metía a los socráticos en la misma bolsa con los retóricos, la bolsa de los sofistas, y defendía una filosofía pragmática supeditada a las coyunturas políticas. Su libelo se llamó precisamente Contra los sofistas, y allí estaban los socráticos para alarma de Satón o Platón. Lo llamaremos el politiquero, el abuelo de los militantes y los periodistas. En su Encomio de Helena hace la gran Platón y se tira contra Antístenes manteniéndolo en el anonimato y agraviándolo como un viejo tozudo, incoherente y estrafalario, incluyendo en la bolsa a Platón y a Euclides. Habla allí de algunos que envejecieron sosteniendo esas hipótesis absurdas y paradójicas (ὑπόθεσιν τοπον κα παράδοξον)[113]. A Isócrates le dan lo mismo los que quieren discutirlo todo que el que apuntaba que es imposible discutir.

     La impronta de Sócrates, el demandante de definiciones, en los ejercicios lingüísticos o lógicos de Antístenes es evidente –y varios títulos del largo catálogo antisteniano sugieren diálogos donde analizaba virtudes a la sazón escudriñadas por su tutor. El Antístenes de Jenofonte, el avanzado aprendiz que dejó la enseñanza por el aprendizaje, tiene algo de muchachón todavía, un poco hiriente, pedante y sin tacto; pero el Sócrates que dibuja Jenofonte, un Sócrates cínico que dijeron algunos, que defiende el entrenamiento y la frugalidad, desprecia las especulaciones de los cosmólogos y apunta que no necesitar nada es divino, suele decirse que es, a la vez que más fidedigno que el platónico, un Sócrates cortado por la tijera antisténica. Después de esta apurada visita por el hombre del Pireo, le queda a uno la impresión de estar ante un adalid de la austeridad, huraño con los ajenos y tontos, aunque diligente y considerado con los propios –con los aliados de Sócrates–, enemigo de malgastar la palabra en vacuidades y farsas, pero dotado de una verba convincente –aunque a fiarse de Platón y Aristóteles, convincente para aquella recua aplebeyada con la que ellos no se codeaban: un filósofo malogrado y a mitad de camino para ellos, un rústico informado. Parece que dichos mayoristas del socratismo lo hacen pasar, junto a los peores de esos antistenianos, como unos bestias que no distinguen nombre de atributo, y al coro se sumaron los especialistas decimonónicos que lo calificaron de sofista, cuando no de idiota. Sin embargo muchos eruditos son de la idea de que este Platón de estilete en manos que presentamos, que se burlaba sigilosamente del par, no es más que una hipótesis sañosa hija de un antiguo runrún brotado de la envidia del estoicismo, una leyenda negra en la disputa por un botín preciado: la herencia de Sócrates –e incluso hay el que enfatiza que el Satón no existió, sino que fue la obra espuria de un estoico del segundo siglo cristiano. Inventado el primer cínico, a adosarle anécdotas probatorias se llamaron, y así todos creen ver detrás del telón de los diálogos platonianos unos cuantos cacheteos y ajustes de cuentas dedicados al ex compañerito que en realidad no existieron. Como sea Platón triunfó y el otro perdió, Platón sobrevivió a las catástrofes, pero los libros de Antístenes desaparecieron casi por completo. Sin embargo en la Antigüedad, a rasgos panorámicos, se lo tomó por el socrático más fiel en el plano doctrinal, tanto como se sospecha que fue el más cercano en vida, y a Platón como una desviación especulativo-metafísica del practicismo moral socrático. En el mejor de los casos se dice que cada cual se agarró de uno de los dos costados del gurú: de la ética individual uno, el otro del misticismo político-comunitario. El Sócrates que transmitió Platón (y prácticamente no hay otro del que agarrarse) aparecía siempre como un optimista del lenguaje y del conocimiento, el gran parlanchín irónico que no podía dejar de frecuentar a propios y extraños, paseándose por el mercado a diario para dar cháchara sea al entendido como al más bruto de los mercachifles, un extraño autosuficiente necesitado de entrar en componendas con todo el mundo, tábano a jornada completa y partero a domicilio. La tontería de Antístenes, de acuerdo a Aristóteles, consistió en decir que como las definiciones predicativas son absurdas, lo único que cabe hacer es señalar al objeto, que la definición apenas puede ser ostensiva: puesta a examen una cosa, no se puede decir qué es sino señalarla o compararla con otra. Semejante cierre, según la interpretación de Luis Navia, quien no ve ningún optimismo epistemológico sino todo lo contrario, era volver las cosas a donde las había dejado Parménides y significa que nada se puede decir de lo que no es, una antigua revelación que, así como pudo haber llevado a los eleáticos al silencio, a otros como Gorgias, que sabía que nada existe y si existiera no podría conocerse y si pudiera conocerse no podría comunicase, lo condujo por la inversa a las conferencias múltiples de la vida retórica. Pero Antístenes, dice Navia, ex retórico y autor gárrulo, se ensaña con la lectoescritura y se vuelve hacia el silencio y hacia el acto puro –el garrotazo verbigracia. El optimismo intelectual, la confianza en el lenguaje y el amor por la gente que el eterno enamorado Sócrates manifestó a lo largo de su vida, declinan estrepitosamente en el discípulo sobre el final: si la contradicción es imposible a qué empeñarse en convencer o refutar a la gilada. El viejo Antístenes se hace un héroe de la decepción, se vuelve misántropo, taciturno, desconfiado, pesimista, más bien violento y misólogo; la certeza de la nulidad del lenguaje convierte a aquel asceta sibarita, ese intelectual de barrio pero cuasi dandy que había bosquejado Jenofonte, en Perro Absoluto. Iluminado por Gorgias, cayó en la desilusión volviéndose devoto de Sócrates, y ante el destino biográfico del maestro o ante la irresolución de su método y su ética afable, se vuelve cínico avant la lettre. El partero al fin y al cabo era un médico abortero, los conceptos nacen muertos. El tábano fue aplastado. Si no se puede decir nada sobre lo que es nada, no hay diálogo ni método socrático y esos escenarios que con tanta obstinación presentó Platón son por lo tanto, como dirá Diógenes, una pérdida de tiempo. El lenguaje corriente es un engarce sordo de gruñidos y ladridos y entonces de lo que no se puede hablar, hay que ladrar. La moneda legal del lenguaje para los cínicos futuros no será otra cosa que un intercambio de nada por nada, porque la moneda real es en realidad falsa y falsificarla es mostrarla como lo que es: desfigurar el lenguaje para que quede a la vista su desfiguración de las cosas.[114]

     Pero quizá para Antístenes no se solucionaba todo con desaprender el mal, con el motto τὸ ἀπομαθεῖν τὰ κακά, desavezar los vicios. Ante la misma pregunta que transmiten Estobeo y Arsenio, cuál es el conocimiento o el aprendizaje más necesario (μάθημα ἀναγκαιότατον), Diógenes Laercio asegura que contestó «Τ περιαιρεν τ πομανθάνειν»[115]. Aunque hay quienes traducen esto como el que despliegue el desaprender o como despojarse, sin embargo es más probable que quiera decir el que haga innecesario el desaprender (el que lo desmantele, lo impida o lo quite), e incluso hay quienes lo traducen como no olvidar lo aprendido o evitar tener algo que ignorar. No todo era negatividad. Habrá que decir que si la predicación fuese imposible, ni la felicidad ni el autodominio ni la imperturbabilidad podrían corresponder a la virtud y se desplomarían los andamiajes mínimos del esquema cínico –sólo quedaría a salvo un Pirrón, el silencioso escéptico que apenas se comunicaba con mímicas y deícticos. Pero Diógenes Laercio recoge un puñado de proposiciones que oficiarían de base del sistema-Antístenes y que no son tautologías propiamente dichas, aunque suenen al día de la fecha como una letanía de obviedades: que la virtud es enseñable e inalienable y suficiente para conseguir la felicidad (con el agregado de una pizca del vigor socrático); que no requiere de cháchara discursiva ni de matemas sino de hechos u obras; que el sabio es autosuficiente porque le pertenecen todos los bienes de los demás; que vive de acuerdo a la virtud y no a las leyes y costumbres; que nada para él es extraño e imposible o ajeno y absurdo; que el bueno es digno de ser amado y el sabio es el único que sabe a quién hay que amar y por eso se casará y procreará; que la impopularidad y el esfuerzo son bienes; que los bien nacidos son los virtuosos y entre ellos son amigos; que hay que hacerse aliado de los valientes y de los virtuosos; que es mejor combatir con unos pocos buenos contra todos los malos que a la inversa; que hay que prestar atención a nuestros enemigos porque son los primeros que captan nuestras faltas; que hay que preferir el justo al pariente; que la virtud de hombre y mujer es la misma; que las buenas acciones son hermosas y las malas vergonzosas… es decir un largo y… y… y de A = B.[116]

     El vengador de Sócrates, el hombre que se bancó en casa la parada e hizo ajusticiar al político Ánito y al poeta Meleto, acabó sacándose de encima casi por entero el lastre de la ciudad que todavía Sócrates respetaba, y si en un momento se juntó con los peores para desasnarlos, parece que al final se quedó rumiando la razón como soliloquio y aconsejó largar los libros (porque si bien la predicación es inútil, al menos quedan el apego a la razón y el autoconocimiento). Puede que cueste creer que un señor que escribió cerca de 70 obras, en las que asoman retórica, lógica y filología, convocase a sus fieles a desprenderse de los libros así tan fácilmente. O tal vez haya que fraccionar nomás a Antístenes: período sofístico-retórico, período socrático, período final proto-cínico. Aquel ladero conversador y sociable que pintó Jenofonte –único retrato de primera mano hay que decir–, gozaba de techo y mobiliarios, hacía presencia en comilonas de allegados oligarcas, tomaba vino, encaraba chicas y vestía decentemente. Hay que esperar hasta el lejano testimonio de san Jerónimo para verlo despojarse de todo, efectos e inmuebles y lucir –como se deja ver en las cartas de los socráticos o en Diógenes Laercio– como el renegado que instauró el cinismo, cuyo rostro severo y desalineado muestran el perfil en bronce atribuido a Lisipo de Sición y una copia romana en piedra de una obra de Firomaco. Un último Antístenes, sumido en el desengaño después de un largo atestiguar los infructuosos pasos dados por Sócrates y los suyos en este mundo y el negro desenlace de aquello nuevo que vino a aportar, ese podría ser el hosco autor de aquellas máximas con el que topó Diógenes.

La soga, la daga y la muerte

El escepticismo profesional de los catedráticos, como se apuntó, se empeña en convencernos de que la historia entre Diógenes y Antístenes carece de mayor sostén, sobre todo porque ciertas fechas no se ajustan muy bien. Como se sabe, Diógenes llegó a Atenas venido de Sinope, es decir del Ponto Euxino, hoy Mar Negro. En tres anécdotas distintas Diógenes Laercio relaciona a Antístenes con unos jóvenes del Ponto, de las cuales dos remiten a su rol de maestro y una al contacto con Sócrates. En la primera –ya contada– aparece un joven de allí que aspira a tomar clases con él y le pregunta qué necesita para hacerlo, al que Antístenes responde con un retruécano que un librito, un estilete y una tableta nuevos, pero lo que por debajo le está diciendo es que no se trata de útiles escolares sino de inteligencia[117]. En la siguiente un nuevo joven del Ponto –hay que imaginar que también un alumno potencial o efectivo– promete colmarlo de obsequios cuando llegue un barco cargado de salazones, a lo que el maestro lo agarra del pescuezo, lo lleva hasta una vendedora de harinas y hace que lo llene de la mercadería. Cuando la despachante quiso cobrarle Antístenes le espetó «Este te lo va a pagar cuando llegue su barco»[118]. Inmediatamente Laercio refiere que Antístenes fue el responsable del exilio de Ánito y la muerte de Meleto. Sobre el destino fatal del último no da explicaciones, pero sí de cómo fue la huida del primero. El caso es que encontrándose más bien de casualidad con unos muchachos del Ponto –acá ya no es uno solo– que habían llegado a Atenas entusiasmados por la fama (κλέος) de Sócrates, los condujo hasta Ánito presentándolo como un tipo que por su personalidad era más sabio que el mismo Sócrates. Y fue tal la decepción de los recién llegados que arrebatados por la indignación, dice Laercio, lo forzaron a desterrarse[119]. Como bien conjetura Luis Navia, esta última historia podría estar evocando la temprana llegada de Diógenes, de ese futuro Sócrates furioso, cuyo carácter vehemente queda acá pintado (además el Diógenes estudiante fue descrito como un potro indómito). Que haya llegado atraído por el renombre de Sócrates se condice con la famosa pregunta que Diógenes le extiende al Oráculo, que deja en claro cuál era su preocupación en aquellos abriles, la fama. Y efectivamente lo primero que aprendió del maestro fue curarse del apego a ella. Igual hipótesis podría aplicarse a las otras dos anécdotas, en las que ya hay un único joven y se convirtió en alumno. En ambas Antístenes procede como todo un maestro cínico, por la vía corta y abrupta del acto imprevisto y en contra de las lecciones librescas que se dice que impartía al resto del alumnado menos audaz. Por lo demás es bastante coherente con el Diógenes juvenil, hijo de un banquero y acusado de estafa, semejante finta de querer postergar el pago con una promesa dudosa. Primero es curioso que en ningún otro lado Laercio haga mención del origen de los discípulos de Antístenes, y cuando considera que tiene que aludirlos son siempre llegados del Ponto. No aclara en ningún caso en qué fuentes hace pie, pero lo que puede percibirse es un mensaje en filigranas o bien la existencia de un cuerpo de textos que podrían haberse consagrado a narrar esta historia en la que tenemos a un incauto y temperamental Diógenes, ambicioso y a la vez idealista, atracando en Atenas en plena lozanía.

     Plutarco atribuye a Antístenes esta frase: «es preciso adquirir el juicio o bien la cuerda» (νοῦν ἢ βρόχον)[120]. O la cordura o la cuerda, aunque a la lascivia sea preferible la esquizofrenia (cabe decir acá que este maestro estaba más cerca de Deleuze que de Foucault, quienes mantuvieron una amistad mucho más cordial que la que él supo cultivar con el usador de placeres Aristipo). Cuando le preguntaron cuál era la mayor felicidad para un hombre, aseguró –pone Diógenes Laercio– que «morir siendo feliz»[121]. Sin embargo Antístenes murió de forma quizá autoinducida estando muy enfermo, octogenario o septuagenario, alrededor de los años 366 y 365. Padecía acaso una larga enfermedad que lo hundió en la consunción. Algunos sugieren depresión, otros tisis. «¿Quién podría librarme de los dolores?», parece que preguntó el afligido anciano. Diógenes le ofreció en ese trance a modo de radical analgésico un cuchillo: «Acá tenés los servicios de un amigo, maestro». «¡Que me libre de los dolores, dije, no de la vida!», rezongó el maestro contrariado[122]. Así era el maravilloso humor cítrico del más brillante de sus publicistas, el alumno modelo, aunque de esos que se aposentan en el penúltimo pupitre, el primer ciudadano del mundo. Y así en medio de las chanzas del mordaz y haraposo émulo murió el hombre que había asistido a Sócrates en la penúltima morada, Antístenes, el precursor de los perros, el que «había nacido para morder el corazón con palabras, no con las fauces», que dijo Diógenes Laercio[123]. Sin un maestro al que aguijonear, el de Sinope partió a Corinto a vivir una vida libre de ataduras. Su domador había partido.[124]

 


[1] Macrobio, Saturnales VII 3, 21; Plutarco, Cuestiones simposíacas II 1, 7.

[2] Arriano, Diatribas de Epicteto III 24.

[3] Laercio, VI 21; Eliano, Historia varia X 16; Jerónimo, Contra Joviano II 14.

[4] Laercio, VI 2.

[5] Id., VI 2 y 14. Para ambos casos, cínicos y estoicos, utiliza el verbo κατάρχω, dar comienzo. Filodemo, epicúreo hostil, ya cantaba en el s. I a. C. que Zenón fijó el inicio (ρχή) de su escuela en Antístenes y Diógenes para que se los llamara socráticos (Sobre los estoicos: Papiro Herculanense n° 339, col. X 1.)

[6] Retórica, 1411a24-25. En Metafísica y Tópicos aborda a Antístenes y también lo menciona por su nombre en Política (1284a14) y Retórica (1407a9).

[7] Dión de Prusa, Discursos VIII, 2-3.

[8] Laercio, VI 11.

[9] Id., VI 6.

[10] «ὅστις δὲ ἑτέρους δέδοικε, δοῦλος ὢν λέληθεν ἑαυτόν» (Estobeo, III 8, 14)

[11]«τὴν ἀρετὴν βραχύλογον εἶναι τὴν δὲ κακίανπέραντον» (Gnomologium vaticanum 743 12)

[12] Laercio, VI 11 y 105.

[13] Estobeo, II 31, 34; Arsenio, p. 502, 13-14.

[14] «ἄριστον καὶ πρτον μθημά» (Florilegio, «El mejor y primer conocimiento», n. 1); «ἄριστον μθημα» (Códice Napolitano II D 22, n. 9).

[15] Laercio, VI 15.

[16] Estobeo, II 31, 68; Damasceno, II 13, 68.

[17] Juliano, Discursos IX 14.

[18] Laercio, VI 6.

[19] Cartas socráticas XIII.

[20] Laercio, VI 6.

[21] Id., VI 4. Allí además se dice que los expulsaba con un bastón de plata.

[22] Id., VI 3.

[23] Id., VI 5.

[24] Basilio, Escolio a Gregorio Nacianceno XI 2, 138.

[25] Estobeo, II 2, 15.

[26] Fedón 59b5-c6.

[27] Focio, Biblioteca 158. Epicteto, Juliano, Demetrio o Longino entre otros dan testimonio.

[28] Laercio, VI 103.

[29]«Τήν τ' ἀρετὴν τῶν ἔργων εἶναι, μήτε λόγων πλείστων δεομένην μήτε μαθημάτων (Laercio, VI 10)

[30] Estobeo, II 31, 76.

[31] Laercio, VI 14 y 15. El más agradable (ἥδιστος) en las conversas (ὁμιλίας) y sobrio o autocontrolado (ἐγκρατής) en todo lo demás, dice el Jenofonte de Laercio.

[32] Discursos, VII 10.

[33] Ateneo, XI 508 c-d. Platón sería un popurrí de cirenaicos, megáricos y cínicos. El retórico Alcimo, empero, lo acusó de copiarse la teoría de las Formas de Epicarmo y el peripatético Aristoxeno de saquear a Protágoras (Laercio, III 11-17 y 37).

[34] Ateneo, V 220 d.

[35] «ρχή παιδεύσεωςτννομάτωνπίσκεψις.» (Arriano, Diatribas de Epicteto I 17, 12)

[36] Pasifonte de Eretria –quien podría haber sido autor de las tragedias de Diógenes– habría escrito en su nombre tres diálogos (Laercio, II 61).

[37] Laercio, VI 17; La Bruyère, Les caractères.

[38] Cicerón, Carta a Ático II 38, 5; Galeno, Historia de la filosofía 3.

[39] Metafísica 1043b24.

[40] Laercio, VI 1; Eudocia, Violarium 96-95; Gnomologium vaticanum 743, 4.

[41] Jerónimo, Contra Joviano, II 14.

[42] «εἰς ταῦτα δπιδὼν Ἀντισθένης δυσβάστακτον εἶπεν εἶναι τὸν ἀστεῖον· ὡς γὰρ ἡ ἀφροσύνη κοῦφον καὶ φερόμενον, <οὕτως> ἡ φρόνησις ἐρηρεισμένον καὶ ἀκλινὲς καὶ βάρος ἔχον ἀσάλευτον.» (Filón de Alejandría, Que todo hombre virtuoso sea libre 28)

[43] Porfirio, Escolio a Odisea a 1.

[44] Misceláneas I, 14, 63. Epifanio en Contra los herejes (III, 2, 9, 26) dice que de socrático se pasó a cínico.

[45] La ciudad de Dios, XVIII 41.

[46] Gnomologium Vaticanum nº 4. Se pasan de μαθηταίσυμμαθηταί.

[47] Contra Joviano II, 14. Jerónimo habla en realidad de un palliolum, traducción latina del manto o μάτιον, no del τρίβων cínico.

[48] Historia varia X, 16.

[49] Banquete VIII 3-6.

[50] Recuerdos de Sócrates III 17.

[51] Jenofonte, Banquete IV 56-64.

[52] «Ὁρῶ σου διὰ τοῦ τρίβωνος τὴν φιλοδοξίαν.» (Laercio, VI 8; cf. II 36) Lo vemos acá ya luciendo el τρίβων de los cínicos.

[53] «῾οὐ παύσᾐ ἔφη ῾ἐγκαλλωπιζόμενος ἡμῖν» (Eliano, Historia varia IX 35)

[54] Aves 1280-3.

[55] Laercio, VI 6.

[56] Id., VI 13.

[57] IV 163 e.

[58] Jenofonte, Banquete II 10.

[59] Laercio, VI 3.

[60] Clemente de Alejandría, Misceláneas II, XX 107, 2-3; Laercio, VI 3-9.

[61] Laercio, VI 12 y 11.

[62] Id., VI 4.

[63] Jenofonte, Banquete VIII 3-6.

[64] Id., ibid. IV 34-45.

[65] Plutarco, Sobre el exilio 17. Séneca y Plutarco aportan que la madre era esclava, tracia para el primero y frigia para el último. Clemente dice que él mismo era frigio y en el Gnomologium Vaticanum figura que se le dijo que no era ateniense. Laercio lo confirma como ateniense y a la madre como tracia, pero deja ver que uno o ambos padres no eran libres ni estaban unidos en legítimo matrimonio.

[66] Eustacio, Comentario a la Ilíada de Homero IV 211.

[67] Laercio, VI 1; id., ibid., 11.

[68] Id., VI 11 y 105.

[69] Gorgias exigía 100 minas por sus lecciones. Isócrates, que parece que pedía 10, comenta en Contra los sofistas que había uno que se rebajaba solicitando apenas 3 o 4 –y no hay que descartar que ese uno fuera nuestro hombre.

[70] Banquete IV 34-45.

[71] Luciano, Sobre el parásito 43; Laercio, II 31; id., VI 1. Es probable que Antístenes haya escrito sobre las aventuras de Sócrates en el campo de batalla, exagerando las proezas (cf. Ateneo, V 216 b-c).

[72] Estobeo, IV 4, 28; Ateneo, V 220 d.

[73] Laercio, VI 2. Atribuye la anécdota a Hermipo.

[74] República, II 369a-372d.

[75] Máximo de Tiro, Discursos filosóficos I 9.

[76] Preparación evangélica XV 13, 7.

[77] Laercio, VI 9; Jenofonte, Banquete IV 43.

[78] Laercio, VI 8.

[79] Id., VI 11.

[80] Arriano, Diatribas de Epicteto IV 6, 20; Marco Aurelio, VII 36.

[81] Filodemo, Sobre la piedad 7ª 3-8; Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I 13-32; Lactancio, Institución divina I 5, 18; id., Sobre la ira de Dios 11-14; Minucio Félix, Octavio 19, 7.

[82] Misceláneas V XIV 108-4; Teodereto, Curación de las afecciones de los griegos I, 75.

[83] Laercio, VI 4-5.

[84] Id., VI 5, 6, 7, 13; Epifanio, Contra los herejes III, 2, 9.

[85] Laercio, VI 12.

[86] Suda, Aristipo.

[87] Laercio, II 85-86.

[88] Teodoreto, Curación de las afecciones de los griegos III 53; Máximo Confesor, XXVII 25; Isidoro Pelusiota, Epístolas III 154; Eusebio de Cesarea, Preparación evangélica XV 13,7; Aulo Gelio, Noches Áticas IX 5, 3; Clemente de Alejandría, Misceláneas II, XX 107, 2-3.

[89] Hacerlo en confianza o sin miedo: «Τὸ δύνασθαι πᾶσι θαρρούντως ὁμιλεῖν» (Laercio, II 68).

[90] Laercio, II 66. El epistolario mutuo es fechable en torno al 200 d. C.

[91] Id., VI 9. Esta noticia es una exclusiva laerciana –no hay otras fuentes que la suscriban o rechacen.

[92] Cartas socráticas VIII.

[93] Ibid. IX.

[94] Laercio, II 69.

[95] Gnomologium Vaticanum 743, n. 6. Cínicos y cirenaicos, como observó Hegel, fueron siempre de algún modo reversibles, de ahí que se endosen a Antístenes y Diógenes apotegmas imputados a Aristipo.

[96] Cf. Platón, Gorgias 470d9. Antístenes escribió un Arquelao o sobre la realeza, informa Laercio.

[97] Ateneo, XII, 513a; Estobeo, II 29, 65.

[98] Laercio, II 47.

[99] Id., VI 7.

[100] Gnomologium Vaticanum 743, n. 437; ibid. n. 13.

[101] Laercio, VI 3; Marco Aurelio, VII 36.

[102] Laercio, VI 8.

[103] 251 c.

[104] Plutarco, Cómo debe el joven oír a los poetas 12.

[105] Laercio, III 35.

[106] 286 b-c.

[107] Por pendejo traduzco «minchione» (idiota quizá), versión tana de Σάθων propuesta por el experto Giannantoni. El diccionario etimológico de Pierre Chantraine postula que quería decir el que tiene el pito lindo (qui a un beau membre).

[108] Laercio, VI 6.

[109] Simplicio, Sobre las Categorías de Aristóteles, p. 208, 28-32; Amonio, A la Introducción a las Categorías de Porfirio p. 40, 6-10; etc.

[110] Metafísica 1024b32; ibid. 1043b24; Tópicos 104b21.

[111] Asclepio, A la Metafísica de Aristóteles 18-25; Proclo, Al Crátilo de Platón 37.

[112] Laercio, VI 3.

[113] Helena, I.

[114] Luis E. Navia, Antisthenes of Athens: Setting the World Aright.

[115] Laercio, VI 7.

[116] Id., VI 11.

[117] Id., VI 3.

[118] Id., VI 9.

[119] Id., VI 9-10.

[120] Sobre las contradicciones de los estoicos 14.

[121] «τὸ εὐτυχοῦντα ποθανεῖν» (Laercio, VI 5)

[122] Laercio, VI 17. Dolores, πόνων, o sea aquello que Diógenes, Antístenes y compañía enaltecían como esfuerzo y trabajo.

[123] «δακεῖν κραδίην ῥήμασιν, οὐ στόμασιν» (Laercio, VI 19). El biógrafo le imputa apego a la vida (φιλοζωία) y blandura o falta de decisión (μαλακία), ya que da por sentado que murió consumido y doliente, en contravención del morir bien (ετυχοντα ἀποθανεν) que había postulado como el colmo de la dicha humana y en falta con lo que –de Diógenes en adelante al menos– debía ser la muerte cínica en tales circunstancias: suicidio.

[124] Dión de Prusa, Discursos VIII 4.


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