Alejandro o el cínico-rey

[Diógenes y Alejandro por Gaetano Gandolfi, 1792]

Alejandro habiendo escuchado que estos tipos, a los que bautizaron gimnosofistas (γυμνοσοφιστής), se paseaban desnudos y eran admirados por la independencia y fortaleza que ostentaban, mandó a Onesícrito como enviado e intérprete, dado que era sabido que los impertérritos no respondían a quienes los solicitaban salvo que estos fueran hacia ellos. A unos veinte estadios de Taxila, donde estaban parando, el emisario se encontró con unos quince ejemplares. Echado sobre unas piedras se hallaba un tal Cálano, al que le explicó que venía en nombre del rey a escuchar su sabiduría. Cálano con toda insolencia lo obligó a que se despojara de la clámide, el sombrero y las botas, porque de otra manera no conversaría con él aunque viniese de parte del mismo Zeus, y le indicó que se tirara sobre las piedras a recibir las lecciones. Otro que estaba al lado, Dándamis o Mándanis, más anciano y más sabio, reprendió al retobado aquel y expresó que se gloriaba de ver a un filósofo armado, por Alejandro, que pese a gobernar un Imperio tan grande aspiraba a la sabiduría, y se puso a continuación a impartir. Después de oírlo largamente, Onesícrito tomó la palabra y le contó sobre Pitágoras, Sócrates y Diógenes, que decían cosas similares a las que acababa de escuchar e incluso se abstenían lo mismo que ellos de comer seres animados. El sabio, con un tono de cortesía, le respondió que creía que pensaban con inteligencia y sin embargo le manifestó una objeción: veía que aquellos tres hombres griegos anteponían la ley a la naturaleza, ya que de otro modo no se hubiesen avergonzado jamás de andar desnudos como él.

     Hasta acá más o menos avanza el relato que cuentan Estrabón y Plutarco, con fuente en el propio Onesícrito –cuya obra se perdió. Lo que sigue lo contará un anónimo narrador pro-cínico.

     A paso seguido y con toda reverencia, Onesícrito llamándole maestro de brahmanes, le formuló la propuesta del mandatario: «El hijo del gran dios Zeus, el rey Alejandro, que es dueño de todos los hombres, te llama. Si vas junto a él, te dará muchos y buenos regalos, pero si no vas te cortará la cabeza». Al escuchar esto, el sabio primero sonrió, y tumbado sobre las hojas y ya riendo le respondió lo que sigue: «El dios, el gran rey, jamás engendra insolencia, sino luz, paz, vida, agua, cuerpos y almas humanos. Y acoge a estas cuando el destino libera a las que no están sometidas al deseo. Ese es mi dueño y único dios, el que rechaza el homicidio, el que no emprende guerras. Alejandro, puesto que sabe que morirá, no es un dios. ¿Y cómo va a ser dueño de todos quien no llegó aún al río Tiberoboán ni a Cosoalo, ni puso un trono entre los palímbrotos, ni llegó siquiera hasta Zonenada, ni vio el curso del sol en Mesopotamia ni entre los metorios y carisoborios, y Escitia todavía no conoce su nombre? Inútiles son para mí cuanto Alejandro me promete y cuantos regalos proclama que me dará. La tierra me lo procura todo, como una madre le procura la leche al recién nacido. Tengo acceso a lo que quiero y no me veo obligado a preocuparme de lo que no quiero. Si Alejandro me cortara la cabeza, no destruiría mi alma, sino sólo mi silenciosa cabeza. Mi alma partirá junto a su dueño, dejando el cuerpo como un despojo sobre la tierra, de donde fue tomado, mientras que yo, convertido en hálito vital, subiré junto a mi dios, que nos encerró en la carne al enviarnos a la tierra, según había establecido de antemano, para sometemos a la prueba de cómo viviríamos en su compañía después del descenso. Que amenace Alejandro a los que desean el oro y temen a la muerte, puesto que esas dos armas suyas han caído derribadas a nuestros pies, porque los brahmanes ni desean el oro ni temen a la muerte. Parte, pues, y dile a Alejandro: “Dándamis no tiene necesidad de lo tuyo. Por ello no irá junto a ti. Pero si tú tienes necesidad de Dándamis, ve junto a él”». Cuando Alejandro oyó de boca del emisario tamaño relato quedó admirado, y acaso picado por la curiosidad partió a verlo. Una vez allí el yogui continuó: «Los brahmanes vencieron sus guerras interiores, se recobraron para el tiempo restante y descansan mirando los bosques y el cielo. Y oímos el melodioso trino de los pájaros y el graznido de las águilas, nos cubrimos con hojas y vivimos al aire libre. Comemos los frutos, bebemos el agua, cantamos himnos al dios y aguardamos deseosos el futuro, porque no conocemos nada que no sea beneficioso. Los brahmanes vivimos así, sin decir muchas palabras, sino callando. Vosotros, en cambio, decís lo que debíais hacer y hacéis lo que no se debe decir. Entre vosotros ningún filósofo sabe nada si no habla, porque la lengua es vuestro juicio y la mente está en vuestros labios. Acumuláis oro y plata, tenéis necesidad de esclavos y de grandes casas, perseguís los cargos, coméis y bebéis tanto como el ganado, pero no tenéis buen juicio ni siquiera como simples particulares y os vestís moliciosamente, asemejándoos a los gusanos de seda. Todo lo hacéis sin precaución y luego os arrepentís de lo que hacéis, habláis contra vosotros mismos como contra enemigos y por tener libertad de expresión sois atacados por ella. Los que callan son mejores que vosotros, porque no se refutan a sí mismos. El filósofo no tiene amo, sino que él es el amo, porque el hombre no le manda en absoluto. Y no es un acto de valentía matar a los hombres, sino una acción propia de bandidos. Valentía es combatir con el cuerpo desnudo los cambios de climas, extinguir el deseo del vientre y vencer, sobre todo, los combates interiores sin dejarse derrotar por el deseo del ansia de gloria, de riqueza y de placer. Así pues, Alejandro, vence primero a estos y aniquílalos, porque si los vencieras no tendrías necesidad de combatir con enemigos externos»… Habiendo concluido el sabio, Alejandro expresó que a él, que había rendido a tantos pueblos, lo había doblegado un solo hombre anciano y desnudo.[1]

     Se ve en este desenlace una especie de duplicación modificada de la escena del emperador ante el filósofo pordiosero Diógenes. El mensaje de la obra del propio Onesícrito, nexo y agente doble que juega a la vez para Diógenes y para Alejandro, es más bien claro: la filosofía popular y más radical del Imperio y la filosofía oficial pueden convivir merced a la gracia admirativa de un monarca capaz de asumirse, en un acto de entera magnanimidad, como moralmente inferior a los sabios. El cinismo, con esta moraleja teatral, queda expuesto no como una escuela sectaria y sofística que disputa en el mercado del saber y la enseñanza, no como un accidente local supeditado a la arbitrariedad de un personaje social particular y pintoresco, sino como una suerte de actitud o moralidad más bien universal. Plutarco lo pone claramente en labios de Alejandro: «Son más parcos que Diógenes –habría comentado el macedonio–, ya que no necesitan zurrón, porque no guardan el alimento, que obtienen siempre nuevo y fresco de la tierra. Los ríos les escancian su bebida y se acuestan en las hojas caídas de los árboles y en la hierba de la tierra (los gimnosofistas, sabios desnudos según el apodo griego, no precisaban de zurrón ni de manto, apenas de un taparrabos). Por mediación mía ellos conocerán a Diógenes y Diógenes a ellos. También yo debo cambiar el cuño de su moneda y alterar la impresión de sus instituciones bárbaras con la legalidad constitucional griega».

     Alejandro releva de esta manera a Diógenes, haciendo del cosmopolitismo cínico y de su alteración de los valores una fundamentación de la ratio imperii o de la οκουμένη. Es el πολις vuelto amo de todos los hombres, cosa que quizá podría ser apuntada como un primer giro evidente del quinismo en cinismo –para seguir los términos de Sloterdijk. Vuelta maestra de Alejandro. Diógenes y él como las dos caras de esa misma moneda. Cualquier similitud con el rol imperial de las ideas de izquierda, o de la moral kantiana y cristiana, es pura coincidencia. No es pura coincidencia.

     Por otra parte, la noticia de la existencia de los gimnosofistas es bastante probable que, más rápido que tarde, haya surtido un efecto interno en la propia corriente y tenga alguna responsabilidad en la pronta bifurcación entre el βίος y el τρόπος cínicos, entre los que mantuvieron la ascética diogénica, llevándola incluso al tipo de prácticas faquíricas (bauticémoslo como el desvío hacia un cinismo asiático o una progresiva orientalización de la secta), y aquellos que quizá por espanto retuvieron el espíritu de la insolencia, el sarcasmo y la chispa, sacando un pie de los ritos y ejercicios, si no ambas patas. Onesícrito relató que estos sabios indos, cuando se encontraban con el trance de la enfermedad o la decadencia física, mandaban a hacer una pira y se inmolaban sin inmutarse (lo que Luciano evocaría con el propósito de difamar a Peregrino, aquella tardía víctima de la brahmanización de los perros, y que Megástenes, que escribió una Historia de la India con afinidades con el filocinismo de Onesícrito, atribuyó a los malos practicantes). De tal modo había puesto fin a su vida el aludido Cálano, presentado por los distintos testigos de la incursión como un ejemplo perturbado e intemperante de esa sabiduría, quien había finalmente acompañado a los expedicionarios helénicos en la campaña a Persia, traicionando así a los yoguis y seducido por la avidez y el lujo –tal como lo describe el mismo Dándamis en algunas versiones. Es de notar que ciertos ejercicios de esta gente, los gimnosofistas, eran más afines a los que se verían más tarde entre los anacoretas cristianos que a los que practicaban los perros (se tiraban en la tierra ardiente soportando el sol y la lluvia, se paraban en un solo pie sosteniendo un madero por horas o días y demás pruebas extraordinarias). Parece evidente incluso que la doctrinaria indiferencia y la práctica del silencio que profesaban servirían de inspiración a los escépticos (Pirrón había viajado también con Alejandro) y probablemente a la desviación en esta línea emprendida por Estilpón. De hecho Megástenes, geógrafo y escritor del siglo IV a. C., según Estrabón relató que algunos gimnosofistas decían que «nada de lo que acontece a los hombres es bueno o malo, porque si fuera así no se afligirían unos con las mismas cosas con las que otros se alegran, como si tuvieran ensoñaciones mentales». Este encuentro crucial con los gimnosofistas, ocurrido pocos años antes de la muerte de Diógenes (ignoramos si Alejandro, que cayó exánime por la misma fecha que el Perro, cumplió en anoticiarlo del suceso), puede haber resultado un acontecimiento terminante dentro de la secta, alterando el valor de su propia moneda. La atenuación que le imprimió Crates, la hedonización llevada a cabo por Bión o la conversión a la literatura practicada por Menipo podrían oficiar de contundente prueba.

     El Diálogo de Dándamis y Alejandro, que narra la contestación ejemplar del sabio hindú, proviene de un papiro del s. II d. C., como parte de una colección de diatribas de la secta. Allí son estos nuevos cínicos anónimos quienes hacen de ventrílocuos de los brahmanes, cosa evidente cuando vemos a los últimos despotricar contra epicúreos, platónicos, estoicos y peripatéticos («Todos ellos son admirables e importantes entre vosotros, pero no para los brahmanes»). Los gimnosofistas son mostrados como paladines inquebrantables de la παρρησία: «Pues yo, Alejandro –dice el sabio–, no te temo cuando te digo lo que te conviene, aunque me mates». Pero se ven en ellos un cuasi patetismo y una escatología más bien impropios de Diógenes y un ascetismo naturalista equiparable, pero todavía más extremo. Aunque en todo lo demás no difieren del κυνικὸς βίος más o menos establecido desde las anécdotas de Diógenes, dicen por ejemplo llevar el mismo atuendo desde que los parió la madre, aborrecen del alimento cocido o animal, beben agua y jamás toman vino, habitan en el bosque o el desierto y se abstienen por entero de los placeres sexuales. El propósito latente de este diálogo parece ser mostrar la equivalencia entre sendas posturas y doctrinas; pero otra cosa muy distinta es el enfoque de Plutarco, que da vuelta al cinismo y pone a Alejandro como su astuto abanderado invertido (lo que no ocurre en la versión de Arriano, otro narrador del asunto). Los cínicos muestran a un Alejandro esclavo del destino y preso en el afán de gloria, aunque sensible a la soberanía de los brahmanes y admirado de ellos: «Alejandro le escuchó muy gustosamente y no se irritó, porque había en él un hálito divino, pero por obra de algún mal demon se había encauzado hacia las muertes y disturbios», se lee. La respuesta del joven conquistador es la siguiente: «Bienaventurado Dándamis, sé que dices la verdad. La divinidad te engendró en unos lugares en que es posible ser feliz, siendo rico y sin temores. ¿Pero qué puedo hacer yo, que convivo con ininterrumpidos temores y colmado de incesantes perturbaciones? Teniendo a muchos que velan por mí, les temo más que a mis enemigos, porque los amigos son peores que los adversarios, puesto que conspiran diariamente contra mí más que mis enemigos. Y ni puedo vivir sin ellos, ni tampoco a la vez vivo confiado cuando estoy con ellos, porque velan por mí los mismos a los que temo. De día me dedico a perturbar a los pueblos, pero al llegar la noche soy yo el perturbado por la preocupación de que alguien aparezca y me ataque con su espada. ¡Ay de mí! ¡Y me duele castigar a quienes me desobedecen y otras veces me reprendo cuando no los castigo! ¿Y cómo puedo negarme a realizar estas acciones? Porque, aunque quisiera vivir en la soledad, no me lo permitirían mis escuderos. No me es posible escapar de ellos, aunque quisiera, por haberme correspondido este destino en suerte. ¿Pues cómo voy a defenderme ante el dios, que decidió este destino para mí, cuando nací? Tú, anciano, por esta valiosa posesión de la divinidad con que me beneficiaste, por la alegría que me proporcionaste con tus palabras de sabiduría y el alivio de la guerra que me ofreciste, acéptame los regalos que te he traído, y no me ultrajes, porque yo me beneficio honrando a la sabiduría»…

     El Diálogo parece testificar no sólo que es practicable un cinismo diogénico, sino que puede ser emprendido de manera aún más radical. La moraleja del papiro anónimo de los cínicos del siglo II d. C. ya no es la del eventual Onesícrito, quien conciliaba a los sabios y el rey, sino una apología del filósofo de la secta en cuanto independiente e imperturbable, y valeroso y reactivo frente al poderoso. Allí son los gimnosofistas quienes aleccionan al rey a base de cinismo; en Plutarco al revés es el rey el que triunfa sobre ellos, y en cierta forma sobre el propio Diógenes, a ley del propio cinismo. De Onesícrito podrá llegar a decirse que fue un mediador entre Alejandro y Diógenes, más que un intermediario entre el primero y los gimnosofistas. Pretendía acaso mostrar a Alejandro como civilizador y filósofo en acción y en armas, filósofo-rey en fin, y a la vez reivindicar a los cínicos por interpósitas personas. Se dice que sus escritos tenían un corte utopista, mostraban una sociedad exótica ideal que vivía a la manera de los filósofos-perros locales, despreciando el lujo y los placeres a cambio del πόνος o esfuerzo, como heráclidas hindúes. Estos sabios que realizaban hazañas aún más extraordinarias que ellos, ya que decía que hacían pronósticos sobre las lluvias, las sequías y las enfermedades, gozaban a su criterio de enorme prestigio popular: los ricos les abrían las puertas de sus casas y los comerciantes los obsequiaban con higos y vides y los ungían con aceite (se notará la similitud con el caso Crates). Si estos sabios mucho más extremos que Diógenes eran reverenciados por su pueblo y admirados por Alejandro, mal hacían los griegos en despreciar a los cínicos, en vez de ostentarlos como modelo superlativo de conducta civil y vital. Lo que no refirió Onesícrito, pero sí Plutarco, es que los brahmanes, consejeros del rey vernáculo, llamaron en verdad a la sedición contra el macedonio invasor y Alejandro los reprimió a continuación de manera feroz –cosa que ocurrió tal vez cuando el ex alumno del Perro ya había seguido viaje.

     Onesícrito podría ser presentado como el primer cínico con C y no con Q, pero apenas hasta un punto. La tesis propiamente suya sería tal vez la de una mutua implicación o feliz avenencia entre la vida cínica y la empresa política de Alejandro; no así la de Plutarco, que propone al monarca helénico como imponiendo por la fuerza la premisa diogénica de la reacuñación de los valores sobre el lomo de los indios. El diálogo en cuanto tal tuvo innumerables versiones que acomodaron al bueno y al malo a antojo propio, según la época y los intereses corporativos del autor de turno. La noticia de la negativa de Dándamis a aceptar los obsequios se debe por ejemplo a Megástenes. Arriano asegura que Alejandro aprobó las palabras de Dándamis, pero procedió de manera contraria. La inmolación de Cálano, quien en la versión cínica es un falso sabio que huyó de la virtud por la riqueza y se consumió en el fuego por placer, fue apreciada positivamente por Arriano, Cicerón, Ateneo, Plutarco y Eliano; pero presentada como vituperable en los relatos originales de los viajeros (lo que parece haber referido Onesícrito es que los ascetas indios tenían a la enfermedad como lo peor, de manera que cuando caían en graves dolencias se arrojaban a las llamas sin inmutarse). Podrá resultar extraña la vinculación entre Alejandro y la escuela de Diógenes, y sin embargo vemos al menos a tres catecúmenos del can de Atenas orientados a su servicio, ora como educadores, propagandistas, tecnócratas etnógrafos, consejeros o militares. Negar, como hace Dudley, que Alejandro hiciera uso del cosmopolitismo diogénico, es como ir demasiado al ras, sin percatarse de lo que incluso podría ser operativo por encima de la voluntad del propio Alejandro. El colaboracionismo –incluso involuntario o de un solo lado– entre contracultura visceral o izquierda radical e imperialismo o capitalismo está demasiado a la vista en el presente como para no descubrirlo en aquel pasado fundacional que dio la matriz, el puntapié inicial del globalismo occidental. Aquel sambenito que los cínicos colocaron sobre la testa del cirenaico Aristipo, llamándolo perro de la corte, también les cabía a algunos de los propios. Helo ahí a Onesícrito. El cosmopolitismo como una moneda que tiene a Diógenes por cara y a Alejandro por ceca.[2]



[1] Anónimo, Sobre los pueblos y los brahmanes de la India.

[2] Plutarco, Vida de Alejandro; id., De la fortuna o virtud de Alejandro Magno; Estrabón, XV; Arriano, Anábasis de Alejandro; Plinio, Historia Natural; Agustín de Hipona, De la ciudad de Dios; Anónimo, Sobre los pueblos y los brahmanes de la India (traducciones de José Martín García).


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