Alejandro habiendo escuchado
que estos tipos, a los que bautizaron gimnosofistas
(γυμνοσοφιστής),
se paseaban desnudos y eran admirados por la independencia y fortaleza que
ostentaban, mandó a Onesícrito como enviado e intérprete, dado que era sabido
que los impertérritos no respondían a quienes los solicitaban salvo que estos
fueran hacia ellos. A unos veinte estadios de Taxila, donde estaban parando, el
emisario se encontró con unos quince ejemplares. Echado sobre unas piedras se
hallaba un tal Cálano, al que le explicó que venía en nombre del rey a escuchar
su sabiduría. Cálano con toda insolencia lo obligó a que se despojara de la
clámide, el sombrero y las botas, porque de otra manera no conversaría con él
aunque viniese de parte del mismo Zeus, y le indicó que se tirara sobre las
piedras a recibir las lecciones. Otro que estaba al lado, Dándamis o Mándanis,
más anciano y más sabio, reprendió al retobado aquel y expresó que se gloriaba
de ver a un filósofo armado, por Alejandro, que pese a gobernar un Imperio tan
grande aspiraba a la sabiduría, y se puso a continuación a impartir. Después de
oírlo largamente, Onesícrito tomó la palabra y le contó sobre Pitágoras,
Sócrates y Diógenes, que decían cosas similares a las que acababa de escuchar e
incluso se abstenían lo mismo que ellos de comer seres animados. El sabio, con
un tono de cortesía, le respondió que creía que pensaban con inteligencia y sin
embargo le manifestó una objeción: veía que aquellos tres hombres griegos
anteponían la ley a la naturaleza, ya que de otro modo no se hubiesen avergonzado
jamás de andar desnudos como él.
Hasta acá más o menos avanza el relato que
cuentan Estrabón y Plutarco, con fuente en el propio Onesícrito –cuya obra se
perdió. Lo que sigue lo contará un anónimo narrador pro-cínico.
A paso seguido y con toda reverencia,
Onesícrito llamándole maestro de
brahmanes, le formuló la propuesta del mandatario: «El hijo del gran dios Zeus, el rey Alejandro, que es dueño de todos los
hombres, te llama. Si vas junto a él, te dará muchos y buenos regalos, pero si
no vas te cortará la cabeza». Al escuchar esto, el sabio primero sonrió, y
tumbado sobre las hojas y ya riendo le respondió lo que sigue: «El dios, el gran rey, jamás engendra
insolencia, sino luz, paz, vida, agua, cuerpos y almas humanos. Y acoge a estas
cuando el destino libera a las que no están sometidas al deseo. Ese es mi dueño
y único dios, el que rechaza el homicidio, el que no emprende guerras.
Alejandro, puesto que sabe que morirá, no es un dios. ¿Y cómo va a ser dueño de
todos quien no llegó aún al río Tiberoboán ni a Cosoalo, ni puso un trono entre
los palímbrotos, ni llegó siquiera hasta Zonenada, ni vio el curso del sol en
Mesopotamia ni entre los metorios y carisoborios, y Escitia todavía no conoce
su nombre? Inútiles son para mí cuanto Alejandro me promete y cuantos regalos
proclama que me dará. La tierra me lo procura todo, como una madre le procura
la leche al recién nacido. Tengo acceso a lo que quiero y no me veo obligado a
preocuparme de lo que no quiero. Si Alejandro me cortara la cabeza, no destruiría
mi alma, sino sólo mi silenciosa cabeza. Mi alma partirá junto a su dueño,
dejando el cuerpo como un despojo sobre la tierra, de donde fue tomado,
mientras que yo, convertido en hálito vital, subiré junto a mi dios, que nos
encerró en la carne al enviarnos a la tierra, según había establecido de
antemano, para sometemos a la prueba de cómo viviríamos en su compañía después
del descenso. Que amenace Alejandro a los que desean el oro y temen a la
muerte, puesto que esas dos armas suyas han caído derribadas a nuestros pies,
porque los brahmanes ni desean el oro ni temen a la muerte. Parte, pues, y dile
a Alejandro: “Dándamis no tiene necesidad de lo tuyo. Por ello no irá junto a
ti. Pero si tú tienes necesidad de Dándamis, ve junto a él”». Cuando
Alejandro oyó de boca del emisario tamaño relato quedó admirado, y acaso picado
por la curiosidad partió a verlo. Una vez allí el yogui continuó: «Los brahmanes vencieron sus guerras
interiores, se recobraron para el tiempo restante y descansan mirando los
bosques y el cielo. Y oímos el melodioso trino de los pájaros y el graznido de
las águilas, nos cubrimos con hojas y vivimos al aire libre. Comemos los
frutos, bebemos el agua, cantamos himnos al dios y aguardamos deseosos el
futuro, porque no conocemos nada que no sea beneficioso. Los brahmanes vivimos
así, sin decir muchas palabras, sino callando. Vosotros, en cambio, decís lo
que debíais hacer y hacéis lo que no se debe decir. Entre vosotros ningún
filósofo sabe nada si no habla, porque la lengua es vuestro juicio y la mente
está en vuestros labios. Acumuláis oro y plata, tenéis necesidad de esclavos y
de grandes casas, perseguís los cargos, coméis y bebéis tanto como el ganado,
pero no tenéis buen juicio ni siquiera como simples particulares y os vestís
moliciosamente, asemejándoos a los gusanos de seda. Todo lo hacéis sin
precaución y luego os arrepentís de lo que hacéis, habláis contra vosotros
mismos como contra enemigos y por tener libertad de expresión sois atacados por
ella. Los que callan son mejores que vosotros, porque no se refutan a sí
mismos. El filósofo no tiene amo, sino que él es el amo, porque el hombre no le
manda en absoluto. Y no es un acto de valentía matar a los hombres, sino una
acción propia de bandidos. Valentía es combatir con el cuerpo desnudo los
cambios de climas, extinguir el deseo del vientre y vencer, sobre todo, los
combates interiores sin dejarse derrotar por el deseo del ansia de gloria, de
riqueza y de placer. Así pues, Alejandro, vence primero a estos y aniquílalos,
porque si los vencieras no tendrías necesidad de combatir con enemigos externos»…
Habiendo concluido el sabio, Alejandro expresó que a él, que había rendido a
tantos pueblos, lo había doblegado un solo hombre anciano y desnudo.[1]
Se ve en este desenlace una especie de
duplicación modificada de la escena del emperador ante el filósofo pordiosero
Diógenes. El mensaje de la obra del propio Onesícrito, nexo y agente doble que
juega a la vez para Diógenes y para Alejandro, es más bien claro: la filosofía popular
y más radical del Imperio y la filosofía oficial pueden convivir merced a la
gracia admirativa de un monarca capaz de asumirse, en un acto de entera magnanimidad,
como moralmente inferior a los sabios. El cinismo, con esta moraleja teatral,
queda expuesto no como una escuela sectaria y sofística que disputa en el
mercado del saber y la enseñanza, no como un accidente local supeditado a la
arbitrariedad de un personaje social particular y pintoresco, sino como una
suerte de actitud o moralidad más bien universal. Plutarco lo pone claramente
en labios de Alejandro: «Son más parcos
que Diógenes –habría comentado el macedonio–, ya que no necesitan zurrón, porque no guardan el alimento, que
obtienen siempre nuevo y fresco de la tierra. Los ríos les escancian su bebida
y se acuestan en las hojas caídas de los árboles y en la hierba de la tierra (los
gimnosofistas, sabios desnudos según
el apodo griego, no precisaban de zurrón ni de manto, apenas de un taparrabos). Por mediación mía ellos conocerán a
Diógenes y Diógenes a ellos. También yo debo cambiar el cuño de su moneda y
alterar la impresión de sus instituciones bárbaras con la legalidad
constitucional griega».
Alejandro releva de esta manera a Diógenes,
haciendo del cosmopolitismo cínico y de su alteración de los valores una
fundamentación de la ratio imperii o
de la οἰκουμένη. Es el ἄπολις vuelto amo
de todos los hombres, cosa que quizá podría ser apuntada como un primer giro
evidente del quinismo en cinismo –para seguir los términos de Sloterdijk.
Vuelta maestra de Alejandro. Diógenes y él como las dos caras de esa misma
moneda. Cualquier similitud con el rol imperial de las ideas de izquierda, o de
la moral kantiana y cristiana, es pura coincidencia. No es pura coincidencia.
Por otra parte, la noticia de la
existencia de los gimnosofistas es bastante probable que, más rápido que tarde,
haya surtido un efecto interno en la propia corriente y tenga alguna
responsabilidad en la pronta bifurcación entre el βίος y el τρόπος
cínicos, entre los que mantuvieron la ascética diogénica, llevándola incluso al
tipo de prácticas faquíricas (bauticémoslo como el desvío hacia un cinismo asiático o una progresiva
orientalización de la secta), y aquellos que quizá por espanto retuvieron el espíritu
de la insolencia, el sarcasmo y la chispa, sacando un pie de los ritos y
ejercicios, si no ambas patas. Onesícrito relató que estos sabios indos, cuando
se encontraban con el trance de la enfermedad o la decadencia física, mandaban
a hacer una pira y se inmolaban sin inmutarse (lo que Luciano evocaría con el
propósito de difamar a Peregrino, aquella tardía víctima de la brahmanización
de los perros, y que Megástenes, que escribió una Historia de la India con afinidades con el filocinismo de Onesícrito,
atribuyó a los malos practicantes). De tal modo había puesto fin a su vida el aludido
Cálano, presentado por los distintos testigos de la incursión como un ejemplo perturbado
e intemperante de esa sabiduría, quien había finalmente acompañado a los
expedicionarios helénicos en la campaña a Persia, traicionando así a los yoguis
y seducido por la avidez y el lujo –tal como lo describe el mismo Dándamis en
algunas versiones. Es de notar que ciertos ejercicios de esta gente, los
gimnosofistas, eran más afines a los que se verían más tarde entre los
anacoretas cristianos que a los que practicaban los perros (se tiraban en la
tierra ardiente soportando el sol y la lluvia, se paraban en un solo pie
sosteniendo un madero por horas o días y demás pruebas extraordinarias). Parece
evidente incluso que la doctrinaria indiferencia y la práctica del silencio que
profesaban servirían de inspiración a los escépticos (Pirrón había viajado
también con Alejandro) y probablemente a la desviación en esta línea emprendida
por Estilpón. De hecho Megástenes, geógrafo y escritor del siglo IV a. C.,
según Estrabón relató que algunos gimnosofistas decían que «nada de lo que acontece a los hombres es
bueno o malo, porque si fuera así no se afligirían unos con las mismas cosas
con las que otros se alegran, como si tuvieran ensoñaciones mentales». Este
encuentro crucial con los gimnosofistas, ocurrido pocos años antes de la muerte
de Diógenes (ignoramos si Alejandro, que cayó exánime por la misma fecha que el Perro,
cumplió en anoticiarlo del suceso), puede haber resultado un acontecimiento terminante
dentro de la secta, alterando el valor de su propia moneda. La atenuación que
le imprimió Crates, la hedonización llevada a cabo por Bión o la conversión a
la literatura practicada por Menipo podrían oficiar de contundente prueba.
El Diálogo
de Dándamis y Alejandro, que narra la contestación ejemplar del sabio
hindú, proviene de un papiro del s. II d. C., como parte de una colección de
diatribas de la secta. Allí son estos nuevos cínicos anónimos quienes hacen de
ventrílocuos de los brahmanes, cosa evidente cuando vemos a los últimos
despotricar contra epicúreos, platónicos, estoicos y peripatéticos («Todos ellos son admirables e importantes
entre vosotros, pero no para los brahmanes»). Los gimnosofistas son
mostrados como paladines inquebrantables de la παρρησία: «Pues yo, Alejandro –dice el sabio–, no te temo cuando te digo lo que te
conviene, aunque me mates». Pero se ven en ellos un cuasi patetismo y una
escatología más bien impropios de Diógenes y un ascetismo naturalista equiparable,
pero todavía más extremo. Aunque en todo lo demás no difieren del κυνικὸς βίος más o
menos establecido desde las anécdotas de Diógenes, dicen por ejemplo llevar el
mismo atuendo desde que los parió la madre, aborrecen del alimento cocido o
animal, beben agua y jamás toman vino, habitan en el bosque o el desierto y se
abstienen por entero de los placeres sexuales. El propósito latente de este
diálogo parece ser mostrar la equivalencia entre sendas posturas y doctrinas; pero
otra cosa muy distinta es el enfoque de Plutarco, que da vuelta al cinismo y
pone a Alejandro como su astuto abanderado invertido (lo que no ocurre en la
versión de Arriano, otro narrador del asunto). Los cínicos muestran a un
Alejandro esclavo del destino y preso en el afán de gloria, aunque sensible a
la soberanía de los brahmanes y admirado de ellos: «Alejandro le escuchó muy gustosamente y no se irritó, porque había en
él un hálito divino, pero por obra de algún mal demon se había encauzado hacia
las muertes y disturbios», se lee. La respuesta del joven conquistador es
la siguiente: «Bienaventurado Dándamis,
sé que dices la verdad. La divinidad te engendró en unos lugares en que es
posible ser feliz, siendo rico y sin temores. ¿Pero qué puedo hacer yo, que
convivo con ininterrumpidos temores y colmado de incesantes perturbaciones?
Teniendo a muchos que velan por mí, les temo más que a mis enemigos, porque los
amigos son peores que los adversarios, puesto que conspiran diariamente contra
mí más que mis enemigos. Y ni puedo vivir sin ellos, ni tampoco a la vez vivo
confiado cuando estoy con ellos, porque velan por mí los mismos a los que temo.
De día me dedico a perturbar a los pueblos, pero al llegar la noche soy yo el
perturbado por la preocupación de que alguien aparezca y me ataque con su
espada. ¡Ay de mí! ¡Y me duele castigar a quienes me desobedecen y otras veces
me reprendo cuando no los castigo! ¿Y cómo puedo negarme a realizar estas
acciones? Porque, aunque quisiera vivir en la soledad, no me lo permitirían mis
escuderos. No me es posible escapar de ellos, aunque quisiera, por haberme
correspondido este destino en suerte. ¿Pues cómo voy a defenderme ante el dios,
que decidió este destino para mí, cuando nací? Tú, anciano, por esta valiosa
posesión de la divinidad con que me beneficiaste, por la alegría que me
proporcionaste con tus palabras de sabiduría y el alivio de la guerra que me
ofreciste, acéptame los regalos que te he traído, y no me ultrajes, porque yo
me beneficio honrando a la sabiduría»…
El Diálogo
parece testificar no sólo que es practicable un cinismo diogénico, sino que
puede ser emprendido de manera aún más radical. La moraleja del papiro anónimo
de los cínicos del siglo II d. C. ya no es la del eventual Onesícrito, quien
conciliaba a los sabios y el rey, sino una apología del filósofo de la secta en
cuanto independiente e imperturbable, y valeroso y reactivo frente al poderoso.
Allí son los gimnosofistas quienes aleccionan al rey a base de cinismo; en
Plutarco al revés es el rey el que triunfa sobre ellos, y en cierta forma sobre
el propio Diógenes, a ley del propio cinismo. De Onesícrito podrá llegar a
decirse que fue un mediador entre Alejandro y Diógenes, más que un
intermediario entre el primero y los gimnosofistas. Pretendía acaso mostrar a
Alejandro como civilizador y filósofo en acción y en armas, filósofo-rey en
fin, y a la vez reivindicar a los cínicos por interpósitas personas. Se dice
que sus escritos tenían un corte utopista, mostraban una sociedad exótica ideal
que vivía a la manera de los filósofos-perros locales, despreciando el lujo y
los placeres a cambio del πόνος o esfuerzo, como heráclidas
hindúes. Estos sabios que realizaban hazañas aún más extraordinarias que ellos,
ya que decía que hacían pronósticos sobre las lluvias, las sequías y las
enfermedades, gozaban a su criterio de enorme prestigio popular: los ricos les
abrían las puertas de sus casas y los comerciantes los obsequiaban con higos y
vides y los ungían con aceite (se notará la similitud con el caso Crates). Si
estos sabios mucho más extremos que Diógenes eran reverenciados por su pueblo y
admirados por Alejandro, mal hacían los griegos en despreciar a los cínicos, en
vez de ostentarlos como modelo superlativo de conducta civil y vital. Lo que no
refirió Onesícrito, pero sí Plutarco, es que los brahmanes, consejeros del rey
vernáculo, llamaron en verdad a la sedición contra el macedonio invasor y
Alejandro los reprimió a continuación de manera feroz –cosa que ocurrió tal vez
cuando el ex alumno del Perro ya
había seguido viaje.
Onesícrito podría ser presentado como el
primer cínico con C y no con Q, pero apenas hasta un punto. La tesis
propiamente suya sería tal vez la de una mutua implicación o feliz avenencia
entre la vida cínica y la empresa política de Alejandro; no así la de Plutarco,
que propone al monarca helénico como imponiendo por la fuerza la premisa
diogénica de la reacuñación de los valores sobre el lomo de los indios. El
diálogo en cuanto tal tuvo innumerables versiones que acomodaron al bueno y al
malo a antojo propio, según la época y los intereses corporativos del autor de
turno. La noticia de la negativa de Dándamis a aceptar los obsequios se debe
por ejemplo a Megástenes. Arriano asegura que Alejandro aprobó las palabras de
Dándamis, pero procedió de manera contraria. La inmolación de Cálano, quien en la
versión cínica es un falso sabio que huyó de la virtud por la riqueza y se
consumió en el fuego por placer, fue apreciada positivamente por Arriano, Cicerón,
Ateneo, Plutarco y Eliano; pero presentada como vituperable en los relatos
originales de los viajeros (lo que parece haber referido Onesícrito es que los
ascetas indios tenían a la enfermedad como lo peor, de manera que cuando caían
en graves dolencias se arrojaban a las llamas sin inmutarse). Podrá resultar
extraña la vinculación entre Alejandro y la escuela de Diógenes, y sin embargo
vemos al menos a tres catecúmenos del can de Atenas orientados a su servicio,
ora como educadores, propagandistas, tecnócratas etnógrafos, consejeros o
militares. Negar, como hace Dudley, que Alejandro hiciera uso del cosmopolitismo
diogénico, es como ir demasiado al ras, sin percatarse de lo que incluso podría
ser operativo por encima de la voluntad del propio Alejandro. El
colaboracionismo –incluso involuntario o de
un solo lado– entre contracultura visceral o izquierda radical e
imperialismo o capitalismo está demasiado a la vista en el presente como para
no descubrirlo en aquel pasado fundacional que dio la matriz, el puntapié
inicial del globalismo occidental. Aquel sambenito que los cínicos colocaron
sobre la testa del cirenaico Aristipo, llamándolo perro de la corte, también les cabía a algunos de los propios. Helo
ahí a Onesícrito. El cosmopolitismo como una moneda que tiene a Diógenes por
cara y a Alejandro por ceca.[2]
[1]
Anónimo, Sobre los pueblos y los
brahmanes de la India.
[2] Plutarco, Vida de Alejandro; id., De la fortuna o virtud
de Alejandro Magno; Estrabón, XV; Arriano, Anábasis de Alejandro; Plinio, Historia
Natural; Agustín de Hipona, De la
ciudad de Dios; Anónimo, Sobre los
pueblos y los brahmanes de la India (traducciones de José Martín García).
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