(Nuevas
instrucciones para parecerlo sin dejar de serlo)
Lo
imposible sin pedido: Bartleby al poder
Héroe en boga, el idiota encuentra al
presente ciertas aduanas abiertas de la filosofía. Moda, apremio, toma de
conciencia, lo que sea, este quía no parece tanto el otro del filósofo como la
otra cara, el reverso, el lado B o la antesala. El idiota es un pasmado, así
como el asombro es el punto de arranque de la filosofía desde los
presocráticos, como bien observó el de Estagira. Quizá Sócrates, a paso
seguido, fue un gran experto en hacer el idiota; siendo el más sabio y el más
ignorante, el eventual método idiota que empuñó fue la mayéutica y el noble
instrumento la ironía. El asombro, la mayéutica, la ἐποχή, la tabula rasa, etcétera y etcétera, podrían
ser milenarios aspavientos del idiota y habilidades táctico-estratégicas del
filósofo. Pero el filósofo ¿es o se hace?
Que la verdad vale más que el error –según notificó Nietzsche– es una
ilusión entre otras: ¿y no vamos a decir lo mismo en el caso de que el opuesto
a la verdad no sea el error sino la tontería, la boludez o estupidez, de
acuerdo al dogma tenue de Gilles Deleuze? Sócrates, el
irónico, sabe que no sabe nada; lo único que tiene de idiota es el carácter de
único: es de hecho el único que sabe que no sabe. El idiota cabal, tal vez,
como el escéptico, duraría acerca de su no-saber o no sabría si sabe o no sabe.
¿Pero es el idiota, de Sócrates a Descartes, un sujeto supuesto no-saber? Si
hay que dar fe a la antifilosófica malicia lacaniana y entender a la filosofía
como el saber del amo basado en el latrocinio del saber hacer del esclavo, no
quedará más que decir que el filósofo se manda la parte, se hace. Como ya se
sabe, el referente Gilles Deleuze asentó en alguno de sus cursos que “hacer el idiota siempre ha sido una función
de la filosofía”. Veamos algunos detalles que parece que sabemos sobre este
asunto, o que al menos tenemos al alcance de la mano en virtud de nuestro
acervo cultural ingente y glorioso.
El idiota no debe de ser un bestia así
como así; el hombre es un animal político porque es un animal idiota, o
viceversa (el animal no es político ni idiota, será gregario o nómade en tal
caso). Por idiota los arquetípicos griegos detallaron a quien se desentiende de
los asuntos colectivos y vive de los personales: este ensimismado del
vecindario, por lo visto, cultivaba más la preocupación por uno mismo que la
participación en el gobierno del Estado. A criterio de Werner Jaeger el ciudadano habitaba dos órdenes existenciales: lo propio
(ἲδιον) y lo común (κοινόν).
Mujeres, niños, metecos y esclavos, circulaban por donde el idiota, pero
forzados por la edad la procedencia o el sexo. ¿No pertenecer, no participar?
¿Qué buscaba el idiota con ese ostracismo en casa? ¿Devenir mujer, niño,
extranjero, animal? ¿Era un deleuziano ante
litteram? ¿Era el primer Bartleby, el Bartleby de la Hélade?
Probable vecino sin relaciones ni
vínculos, reacio a vivir en comunidad si no incapaz, el fundacional idiota griego, sería ergo una suerte de bárbaro de
entrecasa con ciertos rasgos de feminidad de extramuros, rareza familiar o
inmadurez autárquica. Es de suponer que hacia el s. V a. C. quien
no participara desistiera menos por egoísmo que por alguna deficiencia o
desgracia; de ahí que la idiotez insumiera deshonor, si significaba una
deshonra, o tontería si conllevaba privarse de alguna suerte de subsidio económico,
y el término decantara así en insulto o mofa. Al
parecer ya en Roma los ιδιωται eran más bien los sujetos sin cultura ni estatus social o político, y
del
oxímoron del πολίτης apoliς va pasando el término en el medioevo a
significar ateo, del griego al latín el idiota se convirtió en un falto de
razón; de desertor discreto o desinteresado de la cosa pública a falto de
inteligencia y conocimiento: estúpido e ignorante. Este idiotus medieval parece más bien privado de pensamiento; pero el
idiota cartesiano piensa de manera privada: piensa por el yo, piensa en piezas,
y empieza. El idiota cartesiano, en bata frente a la estufa, holgar dulce
hogar, desatiende la erudición acopiada en buena ley a cambio de la luz de la
naturaleza; reniega de los libros, abandona el estudio de las letras, y aspira
a encontrar la ciencia en sí mismo y en el libro del mundo; blande la razón
contra los falsos pensamientos y establece como rivales a la debilidad de los
sentidos y a la autoridad de los preceptores. Encontrar por sí mismo y sin
tomar nada de otro toda la ciencia necesaria para el buen gobierno de su vida,
y para adquirir a posteriori los
conocimientos específicos. Luce una Tesis 11 que empieza por casa: quiere vencerse
a sí mismo y alterar los propios deseos antes que el orden del mundo. No
requiere para emprender el proyecto mayor habilidad ni capacidad: solamente
razones claras y comunes. Descartes es un caminante que de casualidad encuentra
este tesoro y que no reclama gloria alguna: la reliquia estaba ahí y no la
habían visto. Le extraña así que los espíritus selectos no se hayan tomado la
molestia de poner en claro los conocimientos. Asegura que la ciencia de los
libros está dispersa en tantos volúmenes y mezclada con tantas cosas inútiles
que nos tomaría más de una vida descubrirla, y precisaría ello mayor ingenio
que hacerlo uno por sí sin los libros. Este camino más fácil, no salido de
Platón y Aristóteles, está empedrado de verdades que tomarán curso como la
moneda, “que no es de menor valor cuando sale de la bolsa de un campesino que
cuando procede del Erario”. Eudoxio, el héroe cartesiano idiota, de hecho se ha
retirado al campo. Se trata ni más ni menos que de un hombre de mediano ingenio
cuyo pensamiento no está pervertido por las falsas creencias y posee la razón
según la pureza de la naturaleza. El idiota cartesiano se presenta como una
especie de qualunque. Eudoxio teme
más bien volverse un Bouvard-Pécuchet, eventuales relevos modernos del
contrincante e interlocutor que tiene enfrente, el tal Epistemón. Corta por lo
sano: el método.
Según Deleuze-Guattari este mentado idiota es sin más vueltas “el pensador
privado” (ἴδιος, privado,
uno mismo), el antagonista del profesor, del hombre público, del escolástico, y
es elevado por el dueto a la notable categoría de personaje por excelencia de
la filosofía. Duda de todo y quiere llegar a las evidencias por sí mismo. Pero
Deleuze saca a este personaje de su reducto y su lenguaje, de la mera excusa
gnoseológica, y lo hace perorar à la page. Leído a la fecha, este buen hombre no será un
enemigo del error, sino de la estupidez, es decir, según el citado referente,
de la imposibilidad de crear en el pensamiento. De conocedor a inventor este
idiota nuevo no enseña, crea: inventa conceptos, rechaza un saber para improvisarse
otro nuevo. No sólo resiste a este mundo sino que más bien urde y maquina otro,
otro lugar y otro tiempo, como buen intempestivo, sin moverse del lugar ni del
presente. El
idiota cartesiano –dicen Deleuze-Guattari llamándole “antiguo”– duda de todo,
incluso de la aritmética, pero pretende llegar por sí a una evidencia, a la
verdad rindiéndole cuentas a la razón; en cambio “el moderno” –esto es el ya no
cartesiano– quiere lo absurdo, quiere convertirlo en la forma más poderosa del
pensamiento, quiere crear. El viejo idiota desaparecía con la geometría, pero
este nuevo se corona en el desatino. “¿Un Descartes en
Rusia se ha vuelto loco?”
¿Es que acaso el idiota este, ya
moderno, ha tomado conciencia de lo que realmente quiere? Como sea, parece que
paga un nuevo precio pero se renueva: pierde la razón para encontrar lo que poseyéndola
perdía. Así se pasa de cartesiano a ruso o a nuevo filósofo-idiota como
filósofo-artista que quiere crear, que quiere ser creativo. Bien: el idiota creativo de Deleuze ¿es un nietzscheano o un hippie del montón? ¿Quiere ser sí mismo, quiere destacarse, quiere que lo
reconozcan, quiere evadirse, desertar, quiere la pura singularidad, quiere la
originalidad? ¿Quién es? ¿Qué quiere el idiota que “quiere crear”?
De acuerdo al dúo Deleuze-Guattari el
idiota es el que quiere pensar por sí mismo, y el loco el que encuentra en el
pensamiento una impotencia para pensar (Hay más gente incluso en el nosocomio-parnaso:
el maniático, por ejemplo, que es el que delira y busca lo que precede al
pensamiento en el pensamiento mismo, y el esquizofrénico: un personaje
conceptual que vive intensamente dentro del pensador y le fuerza a pensar, o un
tipo psicosocial que reprime lo viviente y le roba su pensamiento.). En cambio
según la fórmula del ironista Germán García, el esquizo modélico de El Antiedipo es más bien “un idiota que
quiere que le reconozcan un saber”. ¿Es que hay que sacar al filósofo-artista
del “lugar de boludo en el que se lo ha colocado”? ¿Podremos, señores del
jurado, poner en pie de igualdad a Nietzsche y a Myshkin?
Es también noticia sabida que leyendo El Idiota de Dostoievski, el psicólogo que “ha adivinado a
Cristo”, Nietzsche encontró letra para
dibujar a su “Jesús”, sacado en buena medida del molde del príncipe Myshkin,
personaje principal de la novela. Dostoievski, efectivamente, le escribe a
su sobrina que con él quiso fijar un personaje excelente y bello como sólo lo
fue Jesús. Jesús encarna en los Fragmentos póstumos y El Anticristo de Nietzsche al idiota: un enfermo de sublimidad e infantilismo,
carente de agresividad, hacedor de un amor sin restricciones ni distancia, pura
interioridad del sentimiento e inmunidad al resentimiento: un débil afirmativo
que no ofrece resistencia al mal, un ser sin dobleces a quien la malicia y el
enjuiciamiento le están vedados; afirmativo pero pasivo, por eso distinto o
acaso opuesto al prototipo cristiano del sacerdote o teólogo, es decir al
campeón de la reacción, de la acción del resentimiento (se trata de otra cosa,
de un “décadent” según Nietzsche). No puede ser enemigo de nadie y encarna una debilidad
sin rencor ni resentimiento que acepta la existencia de un mundo separado en el
que de un lado están los fuertes y del otro los débiles. Personifica quizá la
nobleza posible del bajo, del frágil, del tonto: no engaña, no tiene dobleces,
no afirma un ideal moral para encubrir la envidia la venganza y el
resentimiento; su resignación es más bien una aceptación alegre, no lo ofende
la inferioridad por una suerte de amor fati;
encuentra un estímulo, el estímulo idiota de la vida. Asegura Sloterdijk que
Dostoievski y Nietzsche hacen mutar al ángel en idiota (“transfieren la cristología de la
angelética a la idiótica”). El ángel en la versión de
este autor es un enviado con una misiva trascendente, trae un mensaje salvador
de parte del remitente absoluto; pero el idiota es un don nadie sin respaldo
que encarna una ingenuidad inesperada y una benevolencia que desarma en medio
de una sociedad de representantes de papeles y estrategas del ego. “El idiota es un ángel sin
mensaje: un íntimo complementador, sin distancia, de todos los seres que
casualmente encuentra”. “Se mueve entre los seres humanos
de la alta y baja sociedad como un niño grande que nunca ha aprendido a
calcular en su propio beneficio.” “Los presentes consideran sus
manifestaciones como naderías infantiles, y su presencia, como un mero
incidente no comprometedor.” “El sujeto idiótico es,
evidentemente, aquel que puede comportarse como si él no fuera tanto él mismo
como el doble de sí mismo, y potencialmente el complementador íntimo de
cualquier otro con el que se tropiece.” “El salvador idiota sería aquel
que no condujera su vida como personaje principal de su propia historia, aquel
que habría cambiado el lugar con su placenta con el fin de disponer de un
ser-en-el-mundo para ella, en tanto ella misma.” “El
idiota se placentiza a sí mismo, en tanto ofrece a cualquiera que
se cruza en su camino, como si se tratara de un cojín intrauterino, una
experiencia de proximidad inexplicable: una especie de inmemorial
compenetración que crea entre las personas que se ven por primera vez una
franqueza como sólo parece que pueda darse en el Juicio Final o en el
intercambio mudo entre feto y placenta. En presencia del idiota la bonachonería
inofensiva se convierte en intensidad transfiguradora; parece que su misión no
es transmitir una misiva, sino crear una proximidad en la que sujetos
perfilados pierdan sus contornos y se puedan constituir de nuevo.” Curiosamente el ser sin dobleces, de acuerdo a la interpretación de
Sloterdijk, actúa como si fuese su propio doble (o como vaticina alguien que
firma John Arango Flórez es “el que se separa de sí para ser su otro
y el otro de todos”).
Myshkin, el desubicado, el enfermo que venía del campo, educado a causa
de padecer epilepsia por fuera de cualquier sistema escolar y criado fuera de
la ciudad, constituido como sujeto en una lejanía y en aislamiento, se
convierte sin embargo en un prójimo excedido, como una especie de cabal
antítesis del “pathos de la distancia” que cultiva el buen señorito
nietzscheano. Como el irónico y mayéutico άτοπος socrático provoca un efecto de perplejidad,
pero no dialéctica, más bien del orden del acto como mimo, una sublimidad
ridícula entre la identificación y la caricia, entre la gracia y la desgracia. Un
Sócrates que pasa, según la fórmula de Charly García, de aviador a enfermero o
acompañante terapéutico; híbrido sin piné entre un Sócrates sin mundo de las
ideas y un Jesús sin buena nueva, se lo observa a este nulo de todo
darwinismo cumpliendo un rol como de Sócrates compasivo y sensible, o
psicoanalista gratuito y servicial, o Jesucristo desasido del aval crediticio
del referente-garante. Loco sí, boludo no: ¿hay que sacar
al idiota del lugar de Myshkin? ¿Hacer del boludo un loco, o del idiota un
filósofo-artista? Pero en el idiota cartesiano se trata del conocimiento y en
el ruso y en el judío más bien de la salvación. ¿Cómo se avanza de allí al
idiota que crea? ¿La creación como salud, oscilación de la locura a la salud y
de la estupidez a la filosofía?
El segundo de los idiotas para Nietzsche
es Kant, el “profesor”. Curioso, porque Nietzsche, ejemplo con creces de
pensador privado, cartesiano ergo (el profesor jubilado más bien, y a la edad
en la que hoy se suscribe aún el penúltimo capítulo de la adolescencia), señala
por idiota al campeón del universitarismo, al cobayo áulico. En Kant en Jesús y
en Myshkin hay un príncipe y un plebeyo en uno solo, cruza que perfila un rasgo
visible del idiota. La buena voluntad, el imperativo
categórico, ponerse en el lugar del otro, la otra mejilla: mientras Kant
–opuesto en todo al asesor de los fuertes frente a los débiles– promueve una
moral universal, Myshkin como Jesús les habla de igual manera a los criados y a
los aristócratas, y así los desubica y se desubica. No elige a los amigos, se
deja escoger por los demás; parece buscar la perspectiva menos perspectiva,
reprimir quizá la perspectiva, como un sujeto ex nihilo sartreano pero que rehúsa la elección, aquello que –más bien al revés
de lo que vindicaba Sartre– lo cosifica, ya que lo sitúa y lo delimita entre el
factum y el fatum. Con divina y bobalicona omnipotencia de intento, como en un panóptico
moral-sentimental de bondad y compasión, quiere comprenderlo y condonarlo todo,
y por evitar el error en la forma del mal, se vuelve una suerte de Burro de
Buridán por acción. Ángel de la guarda del prójimo en suerte, amigo universal,
antifilosófico o antiaristotélico, ya que en él no hay escisión o hiato entre
verdad y amistad, ni hay otra verdad que la de ser la escucha fiel y el
acompañante salvífico del interlocutor, el idiota ruso hace señas como un psicoanalista
fracasado o tramposo cuya escucha piadosa y amorosa más que interferir
completa, o en vez de inducir a lo inconsciente, abraza y acompaña (el idiota libertado
más que escuchar con atención flotante debería hacer que las cosas floten); antifaccioso,
hospitalidad universal ad
hoc o suerte de peronista
internacional, piensa que para el amigo todo y para el enemigo también. Con este
amigo-placenta, quedará claro, no hay ἀγών posible sobre el cual levantar la filosofía desde una
amistad maniobrada como rivalidad. Se suele decir de estos boludos como uno que
“están más
allá del bien y del mal”: liberado de la pesadez y de la venganza, del castigo
y la recompensa, Myshkin es un manso que no tiene otro erotismo que el ἀγάπη, ni tentación ni resistencia sino
agresión imposible, aunque ello precipite más bien un desequilibrio drástico y
quede ungido como monstruo de mansedumbre. ¿Es la salvación o el desastre el
desenlace del buenudo? Manso y tranquilo, Myshkin está más cerca de Piero;
Jesús –el de la espada– del Quijote. Situación ideal o utópica, que
presenta el evangelio según Fiodor, el príncipe de Dostoievski es un idiota
operativo, operante: puesto fuera de sí ha provocado el desastre o la
salvación. Pero lo diario de la peripecia del idiota suele ser más discreto.
Actualidad
del idiota en España
(Y algunas
prescripciones para su usufructo en nuestra provincia)
María Zambrano, parece, ha sentado las bases para la modulación ibérica
del idiota flagrante. Este idiota que nos presenta ni se expresa ni expresa
nada, nada representa y menos a sí mismo; no va a ninguna parte, ignora el
camino y la línea recta, y en todos lados está de la misma manera: sin causa
fin ni intención, siguiendo su propia órbita como un astro. El plasma que lo
nutre –apunta Zambrano– no es la historia ni la sociedad, es un habitante del
sistema solar; pero no es nadie, es apenas uno: una extrañeza que camina entre
los hombres comunes sin despertar pregunta alguna. Abandonado de todos y de sí
mismo, el idiota simplemente va sonriéndole a algo. El idiota ni es individuo
ni es genérico: es la excepcionalidad de la simpleza, una familiaridad inasible
que provoca una perplejidad indiferente. La atopía de Sócrates despertaba una
vacilación despampanante, malestar admirativo. El enigma del idiota es una mancha
insignificante del paisaje: el idiota pasa, no se sabe por qué, aparece y se
marcha y deja una incógnita sin respuesta ni la menor importancia –la simpleza
no reviste ningún predicado válido, es insignificante. Lo que preocupa en
ciernes del idiota es que sea así de insignificante sin la menor sombra de
preocupación, maravilla de una manera que ni alcanza a ser despectiva y deja un
malestar que se disipa al toque. Quien intente romper el cristal de esa
interioridad no encontrará nada más que el efecto de convertirse él mismo en un
idiota; pero en uno de mala factura, especie de forzado idiota en negatividad o
idiota fracasado (estupidez y bajeza o inmundicia y tontería, verbigracia).
¿Dudo? Si dudo de que estoy dudando, estoy dudando; pero si no tengo dudas de que dudo, ya no dudo. El idiota cartesiano entrelaza duda y certeza, esa es su premisa inicial, su paradoja, y de allí se lanza en la cadena hacia el cogito y el sum. Esto será quizá demasiado para el idiota contemporáneo: este no entiende qué le pasa, ni sabe que duda ni qué es la duda ni nada. El idiota cartesiano iza a su manera un mensaje: se llama método por ejemplo. El idiota contemporáneo podría ser, más que el sin-mensaje, el idiota sin método. El método contemporáneo del idiota cartesiano es la paranoia; en otro lado está el idiota contemporáneo no-cartesiano: no es ya el idiota metódico, el idiota con método. El nuevo idiota está loco, se dijo. El idiota es un indocumentado; pero qué hay del idiota docto: ¿cómo se da la documentación del idiota? El idiota cartesiano es un docto, o al menos un escolarizado, que deja los libros por el libro del mundo y de la naturaleza, y por la razón que halla en sí mismo. Como el idiota griego, se retira del saber público; a diferencia del idiota medieval tiene un saber pero aspira a suspenderlo: es parcialmente un idiotus aspiracional. Aspira al indocumentado, produce un saber documental. El idiota “antiguo” es un Husserl que busca un saber sin supuestos (ἐποχή: pone en stand by sus saberes). ¿Pero qué hay del idiota moderno en cuanto no-burgués, en cuanto lumpen? El idiota actual ha dejado de estar indocumentado; al contrario le llueve información por los cuatro costados, la tiene disponible por doquier. Doquier en principio se llama Internet, y luego el escaso resto que queda del Mundo. No está matriculado, que es otra cosa, no le hicieron el currículo. Aplica la paradoja macedoniana del primer diplomado: ¿quién fue? ¿Platón, Aristóteles, Dios? Y aplica su método: con el que se aprende más que faltando a clase. Doble de Quizagenio, induce a la perplejidad general desde el momento en que produce sospecha sobre su ser propio, es el idiotus probable, el objeto de Indias de la sospecha escolástica del otro, ya que al tomar el discurso con su método se va a temer que haya tomado la palabra el afectado mental. El mongolingüismo del otro. “No hay de donde partir” arrojó Fernández contra la inducción y la deducción, contra –en definitiva– el idiota cartesiano. El bobo macedoniano es el viajero inmóvil. (Si el idiota es un enfermo que vuelve a su patria de Suiza, el idiota argentino más que Macedonio es Borges.) El idiota universitario, por las suyas, deberá oscilar entre Bouvard-Pécuchet y Bartleby. No se trata de creación alguna: se trata de seguir copiando or would prefer not to. Quizá “el idiota político” de Deleuze, ese que aspira a “resistir” sin organización ni partido ni programa, tiene más de Jesús que de Nietzsche, o es un Jesús dionisíaco. Si este idiota político, si este paradojal no se deja representar, que hablen piensen o actúen por él, ¿será eso que llaman histérico? ¿Es más bien ese ángel sin mensaje? (¿Un acontecimiento o “pasó un ángel”?) Reactivo al control, insufla indeterminación, indecisión positiva o síntesis disyuntiva (sí y no); contra la acción o πρᾱξις, explora el acto anónimo singular e impropio. Hay un estado de gracia en las potencias del no-hacer, flujo y cambio en la inmovilidad. ¿Es Bartleby un descendiente no del mono sino del burro de Buridán? ¿O es Bartleby un personaje menos de Melville Deleuze o Beckett que de Kusch? Un héroe del dejarse estar, que flota en la comicidad de un apoltronamiento acontecimental contra el imperativo del ser alguien, del ser uno mismo del cartesiano idiota. Pero este héroe de hoy busca más indeterminarse que rascarse el higo y tomarse otro termo de mate. Pero a este nuevo idiota politizado Fernández ya lo había bautizado como el exiliado en casa, el que en su casa está del lado de afuera.
Lo idiota es lo único, singular, lo propio no duplicable. En ese
sentido lo real es lo idiota per se, en cuanto aquello que escapa a los principios de
la lógica (es una A sin doble, sin igual, una A que no es A, tan propia que
carece de propiedades, la primera de las cuales es la identidad). Lo real es lo
idiota según la narrativa de Clément Rosset; el idiota ergo representa la fidelidad
a lo real: encarna una suerte de correspondencia prefundamental, preontológica
u originaria. Clément Rosset reclamaba, incluso, amor a lo real: ese sería el
vitalismo bobo del idiota. El Dasein, ay, se angustiaba por nada, pero el idiota le
sonríe con baba a la idiotez insulsa de lo real. No requiere elevación esta
conformidad aplatónica con el destino, es el milenario estado de gracia que se
llama alegría de que haya algo y no más bien nada, goce y no más bien algo.
Gracia y no más bien sentido. Sentimiento poco confesable, refiere el difunto
Rosset: con la alegría lo real se presenta tal como es, con el manso descaro de
lo idiota. Hay, es lo que testifica. La alegría es la pasión estúpida, el
sentimiento idiota por excelencia.
La editorial valenciana Pre-textos publica en 2019 la antología El idiota, que incluye entre otras las elaboraciones ya
clásicas de Zambrano y Rosset, más una hilera de aportes de autores españoles
actuales que siguen de alguna manera por el mismo surco. Veamos algunas
contribuciones indiscretas que nos tocan de cerca. Según el profesor José Luis
Pardo, por ejemplo, todo es idiota, toda persona o cosa, dado que lo individual
es impredicable –inefable, incognoscible, irracional–; de manera que la traza
idiótica de lo real sobrelleva o insume un contra-aristotelismo puro y duro: el
accidente que tritura las sustancias, la multiplicidad de los entes sin
concepto representación ni clasificación con la que el mundo adviene inmundo,
el sujeto deyecto, y el objeto abyecto (podría ser al revés), vanidad e
inanidad, exterioridad pura de átomos idiotas que hacen imposible la trama de
una historia. Los tontos –impreca Pardo– son los que no están a bordo, los que
quedaron colgados al costado de la historia, corridos del tiempo y del lugar;
pero la íntima singularidad de cada quien oscila entre la tontería y la
inmundicia, y la intimidad no tiene historia ni puede confesarse porque es una reverenda
tontería. El idiota no puede hablar, no tiene nada que confesar, no puede ser
absuelto porque es inocente, y es imposible hacerle confesar al individuo lo
que es (para quien se confiesa el infierno es sí mismo, la intimidación del
otro lo fuerza a liberarse de la compañía insoportable de su intimidad; pero lo
que le entrega al otro es un sobre cerrado con una carta que jamás podrá leer:
el confesor no se descubre a sí mismo, se desprende de sí ante el otro).
El idiota del doctor Ignacio Castro Rey es más propicio al ruido y la
furia en cambio, es el enemigo de los normópatas protegidos por el pacto
social, para quien todos los demás hablan bajo acuerdo. Él solamente murmura de
forma agramatical e intraducible condenado al hermetismo o la cólera, cultiva
una filosofía de la ambigüedad levantando todo tipo de agresividades a diestra
y siniestra, y no le queda otra esperanza que hacerse el muerto o camuflarse y
convertir su ingénita lentitud en veneno, y si tiene buena estrella este “tarado
de la especie” podrá recibir el bautizo de vanguardista. Los 15 minutos de fama
de la sociedad contemporánea le ofrecen un riesgo ruinoso, la máscara del éxito
del imbécil funcional (el estúpido estadounidense): publicará un libro con
reseña mediática o morirá youtuber. “Despreocupados, irónicos, violentos: así
nos quiere nuestro idiotismo”, concluye.
Juan Arnau, otro en la lista de la silva, pasea por la historia de los
filósofos que hicieron el idiota en virtud del escepticismo, los filósofos
irónicos de la India (Nagarjuna), los pirrónicos (Sexto Empírico), Algazel,
Yehuda Halevi, Cusa, Erasmo, Francisco Sánchez, Montaigne, filósofos de la
digresión y el comentario, sin otro sistema que el elogio de la estulticia, la
docta ignorancia o el qué sé yo, ejercitados en desembaucarnos del sueño
aristotélico de la demostración y el silogismo. Jorge Gimeno, finalmente, afirma
que es la Ilustración el mojón histórico que divide las aguas del idiotismo; el
idiota de la Ilustración –de Candide a Forrest Gump– es el tonto tout court, pero el idiota pre y post ilustrado es simplemente
el sabio: nace con Lao Tse y Nasrudín y renace con Dostoievski hasta Lars von
Trier. Como lo idiota es lo indistinto, el mero sabio-idiota parece que busca
pero sabe que el conocimiento se manifiesta en la conciencia vacía y que buscarlo
es vano y contraproducente; la gracia que detenta consiste en refrigerar una
relación con lo real aplanada por la historia; él ni compite ni porfía: vino
nomás a salvarse y salvar, y sólo aspira a estar aquí y despertar. Sin embargo
su intrascendencia despierta la mueca de espanto de los inteligentes, los
profesionales de la decepción y el descreimiento –afecto base del consumismo
altocultural–, y el idiota en cambio es un amateurista del arrobamiento que disuelve
las oposiciones y aplaude con una sola mano; anda con su mochilita por el mundo
dando risa con sus sofismas y sus boludeces reveladoras, con su vericidad paradójica.
Es evidente que hay algo turbio en declararse idiota, lo mismo que en
declarar la culpa de no serlo; la narrativa sobre el idiota apesta, mantiene
ese encanto, es válida y no un balido, y deja en el aire una especie de olor a
chivo expiatorio u otro del otro. ¿Será posible hacerle confesar su inocencia?
Parece que cada cual se inventará un idiota a imagen y semejanza y gozaremos en
fin a buena honra de una nueva filosofía que hace al idiota posar para la foto
(Rousseau tendría a quien escribirle hoy su oda discursiva). Se puede hacer el
idiota; claro que la astucia de la razón al representar el idiota quizá esté más
bien representando al idiota, con ese afán característico del gremio –del
gremio metafísico, es decir del de los filósofos o el de los demás del idiota–
de hablar por los demás. El ser no es ¿no? Como se vio, no existe el género
idiota (no puede entrar a ningún colectivo supremacista gay o hémbrico), ni existe el individualismo idiota
(el individualismo es una marca o un estilo: Adidas, Nike, La Serenísima, Borges,
Caparrós, Rozitchner, Sztajnszrajber, Cristiano Ronaldo… son demasiados para la
enumeración). Lo íntimo es impersonal, no político –la soledad lo común–; lo
más propio no boquea por el panfleteo identitario: es un colectivo inefable,
vacío, sin recorrido y sin nafta. Matar al idiota –a lo idiota– es lo
propio de lo colectivo cuando no de la comunidad (es lo más común, su fuerza);
ya que no hay buena nueva se mata al mensajero aunque lleve una lacrada carta
en blanco. ¿Podrá tomarse medianamente en serio a un filósofo o cualquier otro
pedante cultural que proclame como Monsieur Teste que la pavada no es su
fuerte? ¿Quién podría, salvo un intelectual, un barbudo, proclamar esa bajeza,
esa estupidez? Lo que distingue al filósofo, al intelectual, al escritor,
artista, sociólogo, columnista editor o librero, a esos poseurs del ser y la cultura del simple y mero idiota, del simple
en fin, es la familia –en los términos de Flaubert–: los primeros son los
idiotas de la familia, los otros carecen de privacidad edípica: son idiotas a
cielo abierto, a escala cósmica, y no escriben novelas generacionales. Suena
algo sobre el sufrimiento esquizofrénico, pero al idiota, que declara poco o
mal, por ahí se le escucha decir algo en el último suspiro: quizá que ha vivido
una vida maravillosa. Wittgenstein, centauro mitad idiota y filósofo, dejó una
de las escenas más memorables para el rubro con aquella pregunta dirigida a
Bertrand Russell: si soy un idiota sigo ingeniería aeronáutica, si no lo soy
seré aviador de piso como todo antiplatonista all’ uso nostro. ¿Pero debió haber invertido el planteo? Cuando el
campechano Omar Viñole llegó a Buenos Aires hacia 1934 la ciudad tracia ya
tenía su operativo Bobo en auge (un recién venido autóctono metropolitano y
patricio en caída libre); por eso debió elevar la pregunta a través de las
planas del diario más popular de Sudamérica: “¿Debe o no debe ser idiota el hombre?”. El aludido se daba una
respuesta curiosa o quizá enigmática: se presentaba en sociedad como “idiota a reglamento”. Y consta que los
reglamentos en la cultura están; son lábiles pero están. ¿Es posible enunciar
el reglamento del idiota, y viable o paradójico ponerlo en práctica? ¿Debe el filósofo aspirar al idiota? Según la fórmula o el augurio
difuso de Borges, algún día mereceremos ser anarquistas. Pero merecer la gracia
del idiota es así de difícil. Como aspirante a idiota me vuelvo estúpido. Pero
esa también es la forma en que Myshkin rompe con Myshkin: la mierda y la
imbecilidad, la guerra y la pavada, serán un día insepulto la violencia de la
inocencia contra sí misma. Saludos.
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