La filosofía es la busca de la verdad; pero la
conclusión dominante que arroja la experiencia desde los más remotos tiempos es
que esa verdad es inalcanzable, nos dice el profesor ruso-alemán Boris Groys en
la introducción a la Introducción a la
antifilosofía.[1] He
allí apenas la primera parte del problema. La otra es que la verdad es un
objeto dudoso, placebo o chasco; en el lenguaje de Macedonio un aquenó.
Una baratija, de probable origen chino, cuyo posible funcionamiento es nulo; se
disfraza con diseño italiano o como industria pesada alemana, pero acaba
generando las más de las veces una expectativa inversa a la original. “A que no
funciona” se dice para sí, o le dice al compañero, el usuario cuando se dispone
a continuar con el usufructo del bien adquirido con factura C.
El
aquenó es una suerte de adminículo fundamental de la disposición socrática. Lo
inventó Sócrates a verdad decir. Este señor fue, así lo ve Groys, mal que os
pese, el primer consumidor modelo de verdades, aquel conocido por someter a
prueba la oferta de verdades disponibles en el mercado con una tenacidad y
minuciosidad peculiares e históricas.
Es
que la verdad, así lo juzga Groys, es una mercancía y como tal presupone la
existencia de un mercado. Pero ese mercado está desgraciadamente saturado por
una sobreabundancia de ofertas, por lo que el mercader de verdades comprende
así las pocas chances que tiene de colocar el producto. Hay demasiadas verdades
y a la vez campea la convicción de que más bien no hay ninguna verdad, y de que
lo que parecía ganga es camelo. La busca de la verdad es un negocio malísimo
afirma el señor Groys. Para el fabricante de mentiras, pero lo mismo para el
demandante, que se reconoce inconsolable. Porque el timador engaña una vez,
pero para sobrevivir deberá devenir vendedor ambulante en fuga crónica.
Así son
las cosas y así eran hace 2400 años en la localidad de Atenas. El
productor-vendedor de sofía o verdades era en ese entonces un emprendedor
llamado sofista; el filósofo –Sócrates para el caso, al menos en un primer
vistazo– funge como mero consumidor a secas. “El filósofo es el hombre
sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades”,
escribe con gracia Groys. Este cuadro pinta con tino al inocente o taciturno
merodeador de librerías actual, pero no deja de ser del todo fiel a la figura
misma del calvo sileno, bien que por entonces el supermercado no pasaba de un
almacén de ramos generales establecido en una aldea global del tamaño de un
Bombucha. Sócrates es un demandante de bienes y servicios, potencial consumidor
o usuario, alguien que desea adquirir esa cosa que circula como mercadería y que
se llama verdad o sofía; un comprador disponible pero exigente, que pretende
una verdad verdadera y no una apariencia. Quiere que la cosa funcione, no
quiere pagar gato por liebre, no quiere publicidad engañosa. Groys observa de
hecho que esta clase de clientes quisquillosos está a la orden del día en
restaurantes y hoteles montando una escena que desespera al empleado e irrita a
los de la cola. Vemos a ese tipo de viejas cabronas también en la granja de la
esquina o a señoras chetas con sus hijas cuando vamos a comprar un vaquero
chupín en oferta por el centro. No están solamente hinchando en los aeropuertos
estos consumidores insatisfechos, malhumorados y discutidores (así los llama).
Sócrates
visto de esta guisa no deja de mantenerse en ese rango lacaniano: fluctúa entre
el análisis y el histeriqueo. Es en parte Doña Rosa o el cliente presumido, o
mejor aún el titular a cargo de Defensa del Consumidor. Pero acá entra a tallar
el platonismo, que en efecto podría ser un invento básicamente socrático, como
Platón quiere mostrarnos. Porque Sócrates más que un consumidor sagaz o fastidioso
podría ser al contrario un impugnador del mercado ontológico. Y es lo que cree
Groys, que el mayéutico fue el inventor de la crítica al mercado, el precursor
arcaico de Marx y la escuela de Frankfurt: toda verdad en cuanto circula como
mercancía deja por eso mismo de serlo. Aunque Groys retruca que esa exigencia
de máxima es un artilugio de la voluntad de desilusión y quejumbre. La histeria,
che. Vuelta atrás.
El
filósofo no puede contemplar la verdad; por eso Sócrates podría ser ese
filósofo y no Platón, que es un sofista sin publicidad engañosa –según Platón
mismo. Él salió de la caverna y retornó con una verdad que se dice
extramercantil. Es un sofista pero verdadero, sin experticia en el engaño al
consumidor. Es torpe, bruto, rudo, nada calesitero; así se muestra al menos
para probar que es auténtico, y así construye la horma que servirá a Jesucristo
y a los artistas que pintan mal, a los escritores que escriben flojito y a los
revolucionarios que organizan motines sin éxito una y otra vez. Esa franqueza
se pone como garantía de las bondades del producto. Un producto auténtico, made
in Platón. Helo aquí pintado al costado quínico-cristiano del platonismo.
Pero
resulta que esta puesta en escena podría ser otro engaño publicitario, en
realidad más fino y astuto, vueltero, por más que no pida óbolo alguno sino un
carnet de ingreso firmado por un geómetra.
La escrupulosa
disponibilidad crítica o socrática (salta a la vista desde la irrupción de las
escuelas helénicas que se inspiraron en el hijo de la partera), el ejercicio de
la filosofía ergo, acaba dando como resultado a la larga o corta la
confirmación generalizada de que la verdad es una mercancía y por consiguiente
hay que desacreditarla. Ese es el temprano efecto-Sócrates que sufre el planeta
–ex Occidente. Una consecuencia de la misma filosofía o del mismo Sócrates, el
inventor de la cosa. El resultado universal de tanto escepticismo esclarecido
es que se ha terminado optando por abandonar el fastidioso escudriñamiento
crítico a cambio de agarrar sin más lo que venga. Y es allí cuando la filosofía
se retira del tablado e irrumpe a puño alzado la antifilosofía, que ya no
trabaja con la crítica sino con el mandato.
“Este
giro, que comienza con Marx y Kierkegaard, ya no opera por medio de la crítica,
sino por medio de órdenes. Se ordena transformar el mundo, en lugar de
explicarlo. Se ordena convertirse en animal, en lugar de cavilar. Se ordena
prohibir todas las preguntas filosóficas y callar sobre aquello que no se puede
decir. Se ordena transformar el propio cuerpo en un cuerpo sin órganos y pensar
de un modo rizomático en vez de lógico. Todas estas órdenes fueron impartidas
para abolir la filosofía como fuente última de la actitud consumista y crítica,
y liberar de ese modo a la verdad de su forma de mercancía. Porque acatar una
orden o rehusarse a hacerlo es algo completamente diferente a afirmar o negar
una doctrina de la verdad sobre la base de una indagación crítica. En efecto,
el supuesto fundamental de esta (anti)filosofía que da órdenes es que la verdad
solo se muestra una vez que se ha cumplido la orden. Primero hay que
transformar el mundo, y recién entonces el mundo se muestra en su verdad.
Primero hay que dar el salto de fe, y recién entonces se manifiesta la verdad
de la religión, etc. O bien, para volver a Platón: primero hay que salir de la
caverna, y recién entonces se ve la verdad.”
A la
fecha toda actitud crítica, en el campo filosófico o en otros loteos linderos,
sigue hablando Groys en plan de lamento, irrita al público de una manera
inmediata y furiosa, refleja. Al lector contemporáneo no le interesa lo que se
dice en un texto, de manera que no tiene ningún motivo para criticarlo: hace lo
que allí se dice o no lo hace. Punto. Los libros no se analizan más, se toman
como edictos optativos o nada, porque ya los muchachos no creen en lo que dice
un libro ni en lo que se dice en ningún lado: bajan la testa y aplican la
consigna o nones. Y misión cumplida. De tal manera cunden en el ágora usuraria nomás
los recetarios de cocina o de estrategias de marketing, el bricolaje
para el amo de casa junto con las instrucciones para respirar de los
antifilósofos, cuando no para acabar con el imperialismo norteamericano en
nombre de las multitudes (lo dice Groys no uno). El lector modelado por Derrida
quería leer lo ilegible; el lector en curso que diagnostica Groys lee lo que
sea como un manual de instrucciones, como una directiva para la vida o la
acción, y se vuelve loco de rabia cuando se aparece por ahí a joderlo un
analista histérico, no necesariamente con calva, barba y túnica, a objetarle
algo o irradiar algún pero. Y el quía este, el escandaloso aprendiz de tábano,
es ipso facto acusado de microfascista, personero solapado de la derecha
o de la izquierda, malaonda, o tal vez puto rebuscado que no sale del clóset.
Todos
estos libros de cocina (anti) filosófica en definitiva llaman a hacer cosas con
palabras, quieren performers, no
filósofos-críticos (gente plomiza cuando no bestial). Te piden que actúes no
que pienses. Que obedezcas mi orden como puedas –arreglate con esto. Porque ya
no hay tiempo para cultivar la actitud reposada crítica y consumista, lloriquea
Groys: quien lo intente tal vez se convierta en un nuevo catador de cicuta,
oficio de alto riesgo que exige mínimo un vaso de leche de parte del empleador.
Se lo llamará tibio, tímido, egocéntrico-trascendental, contemporizador,
hermafrodita neutral ni amigo ni enemigo, sirenita de cántico débil y fútil,
esnobeador serial, dandy del coco y
la mar en coche. Filósofo incluso, un dicterio con probada eficacia en el campo
de la servidumbre tracia desde épocas de Tales. La orden se acata de manera
irreversible y perentoria. El que no, se embromó: queda en un submundo avernal,
enfrascado en la oscuridad por criticar lo que no debe. Es el zombi de los
zombis (porque para el zombi el zombi c'est les autres).
El
antifilósofo es pues un escritor que da órdenes; la antifilosofía una
posfilosofía, tal como queda descrita, expandida por el orbe todo. Diríamos que
la filosofía es casa tomada, pero también el mundo fue tomado por asalto por el
grito imperativo de la antifilosofía okupa, de la mano, por qué no, de algún
mesías de San Isidro con doctorado adjunto al dorso y que camina sobre las
aguas luciendo una remerita arratonada y sin planchar.
Groys
se niega, rechaza la condena antifilosófica, que se le aparece, digamos, como
una pandemia, como una especie de pacman que se ha comido todo, y no como la
actitud de tres o cuatro filósofos díscolos y sueltos por ahí en las librerías
de viejo, que pueden ser neutralizados con una renovación integral del
platonismo para todes. Esa es la visión de Badiou, para quien la antifilosofía
tiene un campo de acción relativamente restringido. Nuestro ruso más bien
propone volver a Husserl, que no a Platón versión multiplicidad y agujeros.
Husserl comprendió la situación, la suplantación ecuménica de la filosofía por
la anti, y propuso una salida no sin que ello no sea una orden más. Se llama,
el buen alumno lo sabe, epojé o reducción fenomenológica, y viene a ser una
toma de distancia con respecto a la propia supervivencia, a los intereses
vitales inmediatos del sujeto concreto o empírico, para volver a la
contemplación; no será el plomazo de una vita contemplativa, pero sí una
via contemplativa para el consumista exquisito.
Yo
soy la ley y la ley no me obliga se decía en la escuela de
mi barrio. Pero ese que habla es un yo fenomenológico-trascendental, una
especie de experimentador virtual, que hace tripas de la cabeza, ya que el
cerebro no es otra cosa que la musculatura de la vida intensa del pensamiento.
Un dialéctico en fin por caso, que hace hipertrofia dilemática y puede tomar a
todas las órdenes por válidas y no sentirse obligado a acatarlas en un “régimen
de vida” ni a rechazarlas, dado que “el yo fenomenológico piensa como si
no viviera” (Macedonio probó, de paso, con el inexistencialismo anticartesiano
de Deunamor, que no era menester existir para pensar ni para escribir un
Tractatus criollista). El sujeto de la reducción fenomenológica vive en el
reino del como sí: “la perspectiva imaginaria de una vida infinita en la que
todas las decisiones vitales pierden su perentoriedad, de modo tal que la
oposición entre el acatamiento de una orden y su inobservancia se disuelve en
el juego infinito de las posibilidades de vida”. Y el soldadito no tolera
esto; espera al General –sea o no el conductor un anarcodeseante o un
anarcofascista–, que es como un Godot motorizado que viene en Rappi.
El
universo de la filosofía queda entonces repartido entre antifilósofos y
sofistas, por lo menos en lo que compete a la producción y comercialización.
Filósofo es el público, el cliente, el cisne del lector. Y debemos colegir que
si Groys contempla y el filósofo no puede hacerlo, Groys no es filósofo, sino
más bien un sofista –versión Husserl y no Gorgias para el caso– alarmado por la
falta de público. E incluso que la contemplación les compete a ellos y no al
platonismo, reconvertido de pronto en antifilosofía de arranque. Aunque
cualquiera, ese filósofo callejero cualunque que somos, que es el verdadero
filósofo tal como el mismo autor lo estatuye en consonancia con Calamaro (“mi
filosofía es de la calle y es mía”), podría advertir con demasiada facilidad
que el mismo citado y susodicho Groys nos está filtrando una bajada de línea en
forma de tabla mosaica: Te ordeno que pienses y dejes de joder con la Tesis
11 o la papa deleuziana.
¿Pensar
no es un acto?
Como
sea, si así son las cosas, el antifilósofo es un personaje antiguo, pues;
originario más bien. La antifilosofía, queda visto, y si es que Sócrates se
salva, aparece con el mismo Platón, bajo la preceptiva buenista de que la
verdad no puede ser un valor de cambio y por lo tanto deberás pegarte un vuelo
de la caverna con retorno abierto por un año. Pero el resultado melancólico es
que, como la filosofía no tiene un mercado posible o no debería tenerlo, se
crea un mercado paralelo o para lelos, el mercado negro de los antifilósofos
que entran al sistema del toma y daca con cambiar de producto y ofrecer uno
sustituto: la orden. Lo que busca el señor es ordenar, decía tan campante
Nietzsche. Bajo este enfoque el Amo con toda evidencia no es ya el filósofo,
que decía Lacan, sino el antifilósofo, que declina todo en el imperativo del
significante-amo. Se ha dado vuelta la torta una vez más. El consumismo
contestatario de la filosofía ha dado paso a la servidumbre voluntaria del
borrego antimercado. Groys más que un Husserl es el nuevo La Boétie. Cada
antifilósofo, tendero del ágora al fin, oferta una buena nueva o renovada, en
forma de servicio no al cliente, sino más bien del cliente: haz de vivir
como yo digo.
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