(Luciano o la antifilosofía radical)
“El antifilósofo debe ser perdido de vista, cuando
la filosofía ya ha establecido su propio espacio.”
Badiou
Cuando estudiábamos
filosofía en Rosario en la época del Gran Turco (una penuria de Humanidades
para adentro y otra de Humanidades para afuera) y éramos víctimas de
calamidades de todo tipo (partiendo de esas dos catástrofes base: el menemato,
y la filosofía –como tal y x 2 como carrera–), estábamos conminados a padecer
una serie de rigurosas restricciones, una de ellas la lectura. Aunque no
hacíamos otra cosa que leer, estaba tácitamente prohibida. Se la sustituía por
otra pasión, la taquigrafía. El Dictado, obligatorio en primer grado, devenía
en un voluntariado en pro de la hipertrofia de muñeca. Si alguien buscaba esa
carrera para escribir, estaba en lo cierto: para llegar a escritor era el
camino más largo; para grafómano: un solo paso. De hecho para ejercitarme, yo
los fines de semana tampoco prestaba atención a las conversaciones de borrachos
con mis amigos, sino que las anotaba en el acto, lo mismo con los arrumacos de
mis enamoradas, llegando a desarrollar un interesante sistema de notación
simbólica de interjecciones y onomatopeyas. Los manuscritos se pasaban en
limpio, al calor de una Olivetti o una 4 86 y en lenguaje gramatical, se leían
en voz alta en repetición mántrica a lo largo de la duración del dictado del
curso y después de someter el material decantado a las curiosas leyes de la
nemotecnia, era devuelto a la oralidad en base a técnicas de recitado. Todo
esto, de toda suerte, se apoyaba en una bibliografía que era un collage de fotocopias. Este método
servía para proscribir incluso a los autores de moda –que eran un misterio
siempre nombrado– e incluso a los obligatorios de cada materia, que eran
siempre los mismos: Platón, Aristóteles, Kant, Hegel. Se hablaba de ellos
siempre como si fueran celebrities o
mediáticos, pero se los tenía por presocráticos rezagados, ya que sólo llegaban
a nosotros fragmentos desdibujados y testimonios de testimonios. De esta manera,
un licenciado en filosofía por esa magna institución, era un individuo que a lo
largo de más o menos una década escuchaba la palabra Hegel más de cien veces por día, y que había leído del autor que
lleva por nombre ese término de dos sílabas, promedio unas diez o quince
páginas esparcidas en dos o tres de sus conspicuas obras. Schopenhauer en
cambio estaba prohibido de una manera mucho más terminante. Intentar leerlo
significaba pasar a la clandestinidad por un tiempo prolongado. Esta era una
práctica propia de los réprobos y con ella se ingresaba al Índex de los Alumnos
Crónicos y Sospechosos. Dos formas de procastinación contrapuestas: la
procastinación de lectura con la de título habilitante. No obstante se podía
tener acceso oblicuamente a algunos manuales que invocaban parcamente su
efigie. Sin embargo: ¿había alguna vez alguien siquiera escuchado, a no ser por
renegadísima y temeraria iniciativa propia, el nombre de un tal Luciano,
Luciano de Samósata? Luciano era un proscrito completo, y bien merecido que se
lo tenía. Ya demasiado y duradero problema tenía la institución con domesticar
a Nietzsche a fuerza de multitudes de comentaristas franceses a jornal estatal.
Aunque Badiou era casi un desconocido, su política, la antiantifilosofía,
rotulable bajo su lema de “perder de vista al antifilósofo”, era una práctica
consuetudinaria. Una costumbre. No hubiera podido ser de otra manera. Se diría
que es el lema sobre el que se edifican los cimientos de la academia desde su
origen, mucho más que con el famoso precepto platoniano de la prohibición de la
entrada a los que no estudiaban geometría.
Luciano fue quizá el primer antifilósofo sistemático, o al menos persistente, acaso precedido por Aristófanes el tilingo y Diógenes el loco malo. Diógenes Laercio había mostrado la ridiculez sublime de los filósofos, pero desde la perspectiva naíf y piadosa de los paparazzi y del fan; Luciano en cambio, mezclando a los comediógrafos con los cínicos, inventó la sátira filosófica, llevó el sarcasmo diogenesiano de la performance a la escritura, convirtiendo al “diálogo” –el género platoniano– de la seriedad a la mueca. Si un antifilósofo puede ser sistemático, quizá Nietzsche o Lacan (que puso de moda el término) lo fueron: no escribían sumas ni tratados, pero crearon todas las condiciones para que a futuro otros lo hicieran por ellos. Uno propiciaba el platonismo invertido, el otro era un intérprete de Freud a la luz del estructuralismo y Hegel (dos maneras más que evidentes de platonismo). Eran hacedores de conceptos, en cambio la antifilosofía de Luciano era una actividad ligera, a la vez que visceral, que convertía el arte de acción filosófica de los cínicos originarios en arte de la injuria –o más bien del ultraje. En el corpus lucianesco se leen las inconsistencias de las teorías consistentes desde el punto de vista de su infracción existencial. Una antifilosofía en estado salvaje. Porque en definitiva la “antifilosofía” que descubre y describe Badiou, y a la que le perdona la vida, es –sea psicoanálisis o platonismo invertido– una filosofía, a la manera en que la “antipoesía” de Parra se organiza en poemas –ya que estamos. La antifilosofía de Luciano es más bien la del no-filósofo (que no significa el ignorante, obviamente). En los años de Sartre era el marxismo la filosofía “insuperable”. En “nuestro tiempo” (para eso lo tenemos a Zizek denunciándolo todo el tiempo) ese lugar lo ocupa el cinismo, con la pequeña salvedad de que es más bien una no-filosofía. La no-filosofía como antifilosofía tiene sin embargo su historia, su hagiografía filosófica. La Crítica de la razón cínica de Sloterdijk la pone en práctica estableciendo una especie de dialéctica que escapa al “semáforo” o “método de la división” de doxa y episteme, la del quinismo y el cinismo. “La historia de la insolencia –dice– no es una disciplina historiográfica.”
Se puede
decir que Luciano, en torno a la filosofía, se dedicó full time a llevar a cabo “la única crítica posible” en los
términos de Nietzsche, sin ninguna formulación sistemática y escondido, con las
ambigüedades del caso, en los personajes conceptuales de sus parábolas y
diálogos. “La única crítica posible de
una filosofía, la que demuestra algo, la que consiste en ver si se puede vivir
con arreglo a dicha filosofía, jamás ha sido enseñada en las Universidades, que
se contentan con hacer una crítica de palabras con palabras” (Consideraciones
Intempestivas). En todo caso Luciano se dedicó a mostrar cómo no se podía,
o bien no se vivía, con arreglo a. Cierto que no es un precursor de
En
definitiva la “antifilosofía” del abogado y charlista itinerante de Samósata se
basa en la risa, en el acto de burlarse de los llamados filósofos. En este
sentido la antifilosofía podría venir a ser ese acto “diabólico” al interior
mismo de la filosofía, habida cuenta también del apotegma que se encontró entre
los cachivaches de Pascal (también antifilósofo, según albur de Badiou) que
terminaron llamándose sus Pensamientos:
“Burlarse de la
filosofía es filosofar verdaderamente”.
Tenemos esas frasecitas aisladas que
pueden servir para tirar toda una obra, evidenciar su inutilidad o impostura.
Burlarse de la filosofía es filosofar verdaderamente. Teniendo en cuenta lo que
dejó dicho J. Lacan sobre Platón: que escondía lo que pensaba, que escribía
otra cosa. Por ejemplo, toda la obra, el sistematismo monótono, ese
repitentismo creacionista de Badiou, ¿no será todo un gran bluff? ¿Una boutade
lenta, larga, larguísima?
18/6/12
Comentarios
Publicar un comentario