(Advertencia)
En marzo del año
2020 quedé encerrado en mi departamento por razones conocidas por todo el
mundo. Salvo embozado y al supermercado, se me prohibió salir de ahí, encerrado
y sometido al ruido insufrible de algunos vecinos imbéciles. Impedido de
transitar y de viajar perdí el contacto personal con familiares y amigos y no
pude ver a mi hijo por el resto del año, ni pude trabajar al menos por un año y medio. Solo en mi tonel de
dos dormitorios, con una PC y un celular, como espectador permanente del mundo,
del pavoroso presente y del peor inminente, pero también, gracias a Internet,
de todo el pasado, asombrado de la estupidez o maldad de propios y extraños,
comprendí que tronaba la hora de hacer el intento final por convertirme en un
cínico con todas las letras. De una vez por todas la cordura o la cuerda. Viendo la que se venía, por las noticias
que decodificaba del exterior, no quedaba otra que prepararse para lo peor con
la dieta y la gimnasia más estrictas y romper con todos los puentes que ya
estaban rotos. Una filosofía vale, que decía Nietzsche, en la medida en que
pueda ponerse a prueba y ver si se puede vivir con arreglo a la forma de
existencia que propone. Contando con esta Biblioteca de Alejandría a domicilio
y multiplicada al infinito, me dispuse a estudiar a los antiguos filósofos
cínicos hasta el más minúsculo detalle. Le tomé el gusto a la cosa y las cosas
no volvieron a su presunta normalidad. El resultado es este curso de cinismo para mí mismo que me
impartí full time durante tres o cuatro
años. Un primer libro compuesto a la manera de una colección biográfica y un
segundo más bien temático y conceptual que, de tener que leerlos, mejor sería
que se lo hiciera entrelazados. Uno ilustra al otro. Haciendo pie primero que nada en el libro de
José Martín García, Los filósofos cínicos y la literatura moral
serioburlesca, escudriñé hasta los
últimos recovecos en busca de las huellas de Diógenes y los suyos. Notas al pie
para una historia universal del cinismo. Y todo el resto es vida. Forzado a
vivir como un animal doméstico, devenido mi propio perro, tiré por la ventana
el televisor, me dejé crecer la barba, recorté mis propias ropas viejas, agarré
un bastón, y ya al borde de la línea de pobreza, ahora incluso voluntaria,
probé suerte con los mandatos del Perro e ingresé de plano a la felicidad y la
virtud. Entrenamiento y ocio, fortaleza y endurecimiento, soberanía,
autodominio, frugalidad o renuncia, indiferencia e imperturbabilidad y votos de
soledad y silencio, a no ser para ladrar y cagarse de risa de la locura de los
que siguieron siendo los mismos giles de siempre. Caso contrario la soga al
cuello.
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