Todos
los socráticos eran seres espantados. La condena absurda del héroe los
conmocionó y los disparó a continuación por babores y estribores de la Hélade.
También por todos los vericuetos del inasible y difuso socratismo: cada grupo
era de alguna manera un haz posible derivado de esa enseñanza y tal dechado. La
postura de Diógenes también podría ser una reacción escéptica, pesimista y
furiosa de un delfín tardío de Sócrates ante el hecho del infausto destino
del maestro, un modo de arrogarse el fracaso de ese racionalismo optimista como
vía pedagógica y emancipadora, sin abandonar sus fines racionales y morales. Un
socratismo de protesta, que prefiere operar por vías oblicuas, por la locura a
fiar de Platón, por el desplante, la provocación y el desconcierto, la denuncia
y el chasco. De acá en más los honores al λόγος
se los rendirá el ascetismo y no la cinta sin fin del diálogo, el análisis y
esa variedad de deconstrucción avant la
lettre. Uno se libera de las pasiones y la ideología por el ejercicio, el
acto, las obras, y las nebulosas y los humos son combatidos con esta especie de
empirismo ético, no lógico. Al lenguaje le toca otro rol, el dadaísmo más bien.
Por eso abandona el socratismo más de gabinete, escritural y monológico de
Antístenes, y toma de él, de ese último Antístenes arisco el carácter, tajante
e intratable, aunque en versión serio-cómica. Hace en cierta forma como había
hecho su maestro con el suyo, rescata el temple, la actitud. Renuncia al
interminable adecuacionismo de escritorio y sale a la plaza a comprobar cómo
las palabras y las cosas viajan en vehículos distintos y los hombres no son hombres,
y menos bípedos pelados: son zorongos. El ser hez. En esto último traza una
vuelta a Sócrates, que también, como dice Jenofonte, estaba siempre expuesto (φανερός), se la pasaba caminando por el ágora y hablando con todos, llevando una vida
enclavada en el corazón de la urbe[1].
Despojado de todo lazo social y del menor compromiso público, Diógenes con un
método muy diferente y un carácter adverso, hace ídem y se zambulle en el
emporio. Pero para estar solo.
Así
como la maestría de Sócrates estaba en la mayéutica, en escuchar el discurso
equívoco del interlocutor y desmontarlo pacientemente, la maestría verbal de
Diógenes radicaba en la réplica inmediata, en la respuesta ingeniosa y
admonitoria. El paso es de la ironía al sarcasmo, de la picadura del tábano a
la mordedura del perro. Sócrates fuerza al otro a un interrogatorio, hurón
afable y astuto, menos parecido a la Santa Inquisición que al poder versión
Foucault: hace hablar, que suelten la
lengua para pisar el palito. Sócrates es el policía bueno… e inteligente.
Diógenes parece que blandiera las armas del enemigo, de los chorros. Este
método es muy distinto, cortante, disruptivo, busca lo abrupto y la
intervención agresiva y corporal, envuelto en un manto de irracionalismo lógico
o patafísica del acto, un dadaísmo del λόγος o una ἀλογία apática.
Nada más opuesto. «El cínico
–enseñaba Epicteto– debe estar lleno de
gracia natural y debe ser picante, ácido (χάριν
πολλὴν φυσικὴν καὶ
ὀξύτητα), para despachar lista y a mano una
respuesta ante cualquier circunstancia que se le venga encima… o de lo
contrario se va a comer los mocos.[2]»
El problema es que, visto que no contaba con la prensa ni con el archivo
hebdomadario de las hemerotecas, ni con la tecnología editorial y publicitaria
del vanguardista, de esa espontaneidad no pueden quedar sino registros escritos
y diferidos, distorsionados por capas superpuestas de recepciones distanciadas
en luengas centurias. Las gracias de Diógenes debían esperar la suerte vagarosa
del boca a boca, hasta pasar postmortem
y décadas mediante a la inscripción manuscrita. ¿Hay que leer, ergo, las escenas
de la vida de Diógenes como meros
sucesos privados en cierta forma accidentales o como operaciones –públicas y orquestadas–
de un arte de acción antiguo, es
decir filosófico (menos estético que ético-político)? «Como los médicos endulzan con miel
las medicinas más amargas –decía el
Perro–, los sabios endulzan con humor
las enseñanzas a los díscolos.[3]» Una buena definición del σπουδαιογέλοιον: lo cómico es una capa de azúcar para edulcorar y hacer tragable el más acre, serio y rotundo de los remedios, que
detrás de la glucosa
hilarante de la ὁμιλία perruna está el trago amargo del camino corto como φάρμακον. Toda la
maestría de Diógenes se hallaba en acompañar la conducta ejemplar suya y la
errónea de los demás con salidas espontáneas e inmediatas, ora con el acto o la
palabra. Harto simple la doctrina cinica, corta en discursos, tan fácil de ser
enunciada como ardua de practicar, de manera que todo lo importante se
concentraba en esas puestas en escena en las plataformas de la vida cotidiana y
de la calle. Habrá que especular que sin tales dones de este genio de la
improvisación y de la réplica su filosofía no habría alcanzado esa trascendencia
literaria contagiada en el boca a boca. El κυνικὸς τρόπος
de Diógenes fue medularmente oral y actual, tanto así que los presuntos escritos que dejó se disgregaron pero perduraron los sucesos y salidas. El
ejemplo de la refutación ideal del cínico está en el acto. Así respondió
Diógenes a la paradoja de Zenón: al escuchar que «no existe el movimiento» se levantó y echó a andar (ἀναστὰς περιεπάτει). Así procedió
también con el famoso argumento del cornuto
con el que quiso joderlo algún vivo: Si
tienes todo lo que no has perdido y no has perdido los cuernos entonces los
tienes, a lo que él respondió «Pues
yo no los veo» y chau[4]. Punto y aparte. A
otra cosa. Pero cuando no se puede con el mero cuerpo y el puro acting se da paso al τρόπος.
Sócrates es hijo de la partera y Diógenes del banquero. Sócrates molestaba en
carácter de tábano para hacer parir a los demás, eran fórceps para hacerlos
alumbrar la verdad. Diógenes, como su sosias Alejandro, era propenso a cortar
los nudos gordianos. Cambia los pujos por las chicanas. De zumbar a provocar,
de picar a morder, parece de vuelta del socratismo. La generación de homo sapiens para Diógenes valía lo
mismo que las de las moscas y avispas, todos insectos[5].
No se mostraba este célibe convicto tan inclinado a favorecer los nacimientos,
ni siquiera de ideas, puros embarazos psicológicos –patológicos más bien. El
laconismo en él es proverbial. Es hábil, rápido y genial con la palabra, pero
las limita a la creación de situaciones desconcertantes y de preguntas y respuestas
mordaces, no irónicas: busca herir, ridiculizar y dejar en falta. Hay un abismo
entre la dialéctica y la sátira, y por eso que los cínicos fueran o no
herederos de Sócrates fue pasto de reyertas: quienes buscaban blanquear al
cinismo originario preferían que sí, quienes preferían excluirlos del parnaso
filosófico que no. Y verdad que Platón le reconoce al Perro la pesada herencia socrática, pero a ese socratismo sin
Platón –más bien antiplatónico– le imputa insania. De acuerdo a la famosa
anécdota que relata Diógenes Laercio le preguntaron a Platón qué tipo de hombre
le parecía que era Diógenes y respondió Σωκράτης μαινόμενος, un Sócrates loco, o más precisamente enloquecido, en estado de furia, rabioso[6].
Por la misma época, el siglo III, quizá unos años antes, la misma
anécdota apuntada por Laercio aparece en Eliano, con la salvedad de que agrava
el panorama porque asegura que según
comentan (φασιν) Platón acostumbraba a decirlo (εἰώθει λέγειν)[7],
como si lo tuviera siempre entre ojos.
Los paralelismos entre Sócrates y
Diógenes, el tábano y la avispa, el pez torpedo y el pez masturbador, son una
tentación. Hay que decir que el socratismo de Sócrates, no obstante, es un
misterio como el peronismo de Perón. El hijo de la partera sufrió del mismo
modo entrismos de toda laya (más bien es imposible entrarle a un ἄτοπος). En la Apología
declara Sócrates que una vida sin examen no merece ser vivida para un hombre[8],
y no parece que Diógenes y comitiva no hayan sido afectados por esa máxima.
Pero lo que en Sócrates era interrogativo en los cínicos fue asertivo. Aquel
fue un sabio en negativo, porque sabía que ignoraba; pero los perros se
afirmaban –según algunas fuentes al menos– como sabios, y contra la negatividad
de Sócrates operaban más bien sobre cierta certeza. Incrédulos o escépticos,
antimetafísicos, en tal caso una certidumbre ética, aunque probablemente
justificada o fundada en un naturalismo de cierta inspiración sofística. Quizá
el cínico también sabe que no sabe nada, pero se desprende de la chapuza
seductora, el flirteo del irónico, y da el paso adelante de declararse sabio
sin cortapisas y emprende, como docto ignorante, el camino inverso al de
Platón. Diógenes rompe con el método socrático, el ἔλεγχος. Con el mismo propósito de inducir a los hombres a una forma de
vida más verdadera –así
lo cuenta Dudley– Sócrates operaba por dialéctica, Antístenes por alegoría y
Diógenes –que lleva a cabo «un asalto
total a las convenciones, costumbres y tradiciones en todos los aspectos»–
con el ejemplo práctico de su vida diaria. El argumento es el cuerpo en acción,
nada de zaraceo por el discurso ni peloteras y discusiones. Por algo Diógenes,
según refiere Filodemo, llamaba a Eudoxio, uno de los erísticos, «el camello mayor», y a la escuela o σχολή de Euclides, esos megáricos que se la pasaban disputando con
demostraciones, la llamaba χολή,
cólico, bilis o cólera[9].
Los escolares euclidianos eran más bien escoléricos.
Ahora, si el fin es llevar una vida virtuosa, se necesitará captar de qué va esa mentada ἀρετή, por lo que habrá que suponer que es menester un tipo de
conocimiento. Pero no hay Idea de Bien a despejar por el entendimiento, sino
que lo bueno está ahí como patencia fáctica. Basta la vida ejemplar que tuvo
Sócrates, ya que la ἀρετή
es enseñable –léase mostrable, deíctica casi– y se aprende con el
entrenamiento, ejercicio o ἄσκησις.
No basta para Antístenes la virtud como conocimiento, es necesaria la ἰσχύς, la fuerza de voluntad, porque menos que ser
inteligible se hereda por transferencia mimética, un pase por emulación. Este
costado queda a cargo de los cínicos,
el otro que lo tome el Divino, cuyas
anchas espaldas no le servían más que para regodearse en la geometría o recibir
palmadas de la mafia siciliana gobernante. Puede prescindirse de μαθήματα y γράμματα,
de las ciencias y las letras. Hay que hacer el salto de lo ideológico a la
práctica y de lo discursivo al ejercicio. Un héroe del espíritu y el intelecto
–Sócrates– da paso a un héroe del espíritu y la voluntad: Diógenes. Sócrates,
como se lee en la Apología, se
empobreció por la filosofía, pero Antístenes se jactaba más bien al sostener
que la pobreza que ostentaba era su riqueza. Diógenes le reprochó a Sócrates,
refiere Eliano, el demasiado lujo en materia de muebles, inmuebles y menaje:
una casa, una cama y a veces sandalias[10]
(se sabe que solía deambular descalzo, pero por lo visto a veces cedía). Queda
la impresión de que el Perro pretende
llevar el modo de vida socrático a los extremos: de la sobriedad a la
mendicidad, de la εἰρωνεία a la παρρησία, de la σωφροσύνη
a la ἀπάθεια,
del desinterés por la opinión del común a la ἀναίδεια…
Contra Sócrates
el cínico rechaza el intelectualismo idealista a
cambio de un hiperracionalismo práctico,
pragmático, empírico
y vital, a la vez que repudia la sujeción
a la πόλις:
exige que el socratismo sea arrancado de raíz, del suelo nutricio, del marco de referencia
y de su medio, la ciudad-Estado y la civilización griega, porque las
responsabilidades de la ciudadanía son un lastre abominable. En eso podría
consistir el enloquecimiento del socratismo que emprende Diógenes, y si la
locura es la imposibilidad de trabajar y amar (para decirlo a la freudiana),
Diógenes encara una locura voluntaria, como voluntaria era la pobreza cínica,
no por imposibilidad sino por decisión y arrojo, una locura que es más bien la
fuente última de la que finge Erasmo en el Renacimiento. Es el λόγος después de todo la bandera de Diógenes, al
extremo de refrendarlo bajo la consigna de λόγος
o muerte. Y por añadidura no-patria o muerte. Φύσις o muerte. El que no sea capaz de afrontar el βίος κυνικός
que enlace la soga, porque la tercera vía
no cuenta. El tribunal interior que erigió
Sócrates contra la
eticidad tradicional, en relativa sintonía
con el hombre medida de todas las cosas de Protágoras y los nuevos valores de la ilustración
sofística, es llevado bastante más lejos: Antístenes y Diógenes, sobre esa
oposición entre autonomía moral y virtud política, separan de manera tajante la
virtud ética de las mores a fuerza de autarquía[11].
Para Platón o Aristóteles autárquica debe ser la comunidad política, para los cínicos
debe serlo uno como lo eran los dioses según la vieja tradición.
Al
igual que la del cínico, que elude el camino largo del estudio, la enseñanza
socrática también era antiescolar, casi de sobremesa incluso: el tipo no
llegaba al punto de utilizar cualquier lugar para cualquier fin, pero podía
educar, como al pasar y como quien no quiere la cosa, en la plaza o en un
banquete, y era capaz, como bien se quejó Voltaire, de entablar una
conversación lo mismo con un gobernante y un aristócrata que con un trabajador
común. Sócrates podía llegar a decir que las matemáticas sólo servían para
contar la plata en la verdulería. Los que se preocupaban por el cosmos, las
leyes de la naturaleza y los cuerpos celestes incluso le parecían locos (μωραίνοντας ἀπεδείκνυε),
dice Jenofonte, porque él sólo conversaba sobre lo humano (ἀνθρώπειος)[12].
El desdén hacia las ciencias naturales es una actitud
compartida por Sócrates
y los sofistas, que renuncian a la cosmología para apuntar a las cuestiones antropológicas. Forman un caldo común donde las tradiciones, ritos y creencias
religiosas y la especulación metafísica son desestimados o puestos en cuestión.
La principal preocupación socrática es encontrar la vida virtuosa y feliz,
aunque todavía en el marco político, y el elemento que a este fin ofrece para
contrastar al νόμος
es más bien el λόγος que no la φύσις. Los cínicos
van a equiparar λόγος
y φύσις. La misión
divina de Diógenes,
formulada por el oráculo,
ya no atañe
a cuestionar el saber, como la asignada a Sócrates, sino que se concreta en desbaratar los
valores en uso, de cambio, las costumbres, las leyes sociales, la moneda. Un
gran salto adelante. Pero la fuente socrática está a la vista, ya que en la
acusación que el tribunal le hace a Sócrates, de corromper a la juventud y no
reconocer a los dioses públicos introduciendo otros, lo que aparece es el verbo
νομίζειν[13].
De ahí al παραχαράττειν
τὸ νόμισμα,
a la aventura redentora de adulterar o reacuñar la moneda en realidad no hay más que un paso. Corromper (διαφθείρω) a la juventud no alcanza, menester es
corromper la fuente común de todos los valores en auge (τὸ νόμισμα
διαφθεῖραι).[14]
De acuerdo a William Desmond una de las inversiones que realiza el cinismo es la de convertir a la sabiduría en necedad, estupidez, tontería (wisdom is foolishness). Si los pobres son los ricos, los sabios los necios, el disfraz lo auténtico, lo serio lo cómico, no extraña que la razón, la razón terminante e inflexible que Diógenes defiende a muerte, sea en realidad locura. Así están puestas las cosas cuando de cinismo se trata. A Platón, habría que decir la máxima autoridad filosófica de la Antigüedad, se le imputa esta frase que revierte el racionalismo extremista de Diógenes en chifladura. Cosa que indica más bien que la Antigüedad helenística y luego romana tuvo siempre demasiado presente esta paradoja que acarraba el cinismo, la secta de las paradojas y la filosofía antifilosófica por excelencia, la de la mascarada irredenta y la franqueza inquebrantable, la que mezclaba una seriedad abismal con el permanente recurso del chasco y la broma. Antístenes había dicho que era inútil contradecir al que contradice por las mismas razones por las que nadie cura al loco enloqueciendo[15]. Diógenes dio de baja efectivamente el método refutatorio de Sócrates, pero a juzgar por este Platón del chisme habrá que suponer que como médico del alma, como psicólogo social, enloqueció para curarle la locura a los demás. Incluso, si hay que creerle el epicúreo Filodemo, el propósito no era curar a nadie, era sembrar la discordia y el desorden social, un ingenio operatorio destinado a que los amigos se percibieran como enemigos y el común de la gente como infantes, enfermos y locos, entre otras truculencias disolventes tales como el canibalismo o el incesto[16]. Filodemo puede presentar a los cínicos como locos o chapuceros, pero el fin declarado que Diógenes perseguía al formular esta República, que le daba la vuelta a la de Platón, era más bien el de curar a la sociedad de su tontería y su locura. También se dice que Antístenes habría preferido estar loco a sentir placer, o dicho para el buen entendedor a ser un voluptuoso o un licencioso. Antístenes sienta precedentes. Esta anécdota ya está advirtiendo sobre los diques que puede llegar a romper el ascetismo socrático amplificado. Llevar la razón a sus límites, a como dé lugar, bajo la bandera de razón o muerte, es a todas luces encarnar la empresa de un racionalismo furioso, enloquecido. No extraña por lo demás que Diógenes fuera visto como un loco por sus vecinos, cosa que certifica Dión Crisóstomo cuando dice que para algunos era admirado como el más sabio y a otros les parecía un loco (μαίνεσθαι ἐδόκει), y que incluso era insoportable para la mayoría, que lo trataba de perro y pordiosero y llegó a repudiarlo efectivamente llamándole maníaco (οἱ πολλοὶ κατεφρόνουν αὐτοῦ καὶ μαίνεσθαι ἔφασαν)[17]. No fue el único: Sótades fue llamado el Poseído (δαιμονισθείς)[18]y Mónimo fue liberado a la fuerza por un acto de locura simulada (μανίαν προσποιηθεὶς) que acabó convenciendo al amo de que era en serio[19]. El mismo Dión daba fe, en viaje a Cilicia, de que la gente tenía por locos y miserables desquiciados a aquellos tipos a los que llamaba cínicos[20]. Pero cuando, según Estobeo, le recriminaron a Diógenes que estaba loco, dijo que no: «Mi mentalidad es diferente a la tuya nomás»[21]. Para Diógenes locos son el común de los hombres.
De acuerdo a la frase que
transmite Laercio, decía que la mayoría está a un dedo de la locura (τοὺς
πλείστους
ἔλεγε παρὰ δάκτυλον
μαίνεσθαι)[22].
Eso es lo que realmente comprueba Diógenes, al igual que cualquier cínico que
se precie, aunque en este caso lo denuncie con un chiste, ya que, según agrega,
si un tipo va caminando con el dedo medio alzado se lo toma por loco y si lo
hace con el índice no. Una simple convención de la costumbre, seguida por todo
el mundo, hace que todos estén ciertamente a un dedo de ser vistos como
dementes. La locura entre comillas no es más que una convención vulgar y la
locura real una inminencia. Sin embargo el fragmento de Estobeo no habla de μανία, de locura como furor, frenesí, entusiasmo,
compulsión o deseo alocado, sino de ἄνοια, carencia de νόος.
Diógenes no es tratado acá de μανικός
o μαινόμενος
sino de ἀνόητος, sin juicio, estúpido,
irreflexivo, tonto, descerebrado, incapaz de pensar e incluso ajeno a la
filosofía, excluido del campo del entendimiento, de la razón. No soy un loco, sólo que no tengo el mismo entendimiento
que ustedes (ἀνόητος μὲν οὐκ εἰμί, τὸν δὲ
αὐτὸν ὑμῖν νοῦν οὐκ ἔχω), contesta el
Perro. Pero dando vuelta la torta Diógenes considera como ἀνόητοι, como ayunos de νόος, a todos los que no practican el método cínico:
Como absolutamente nada en la vida puede
triunfar sin la ἄσκησις, que es capaz de
superarlo todo, para vivir felices en vez de optar por esfuerzos inútiles hay
que seguir los naturales o ser unos infelices desgraciados por la locura (ἄνοιαν
κακοδαιμονοῦσι)[23].
La ἄνοια es propia de los incapaces de alcanzar el ζῆν
εὐδαιμόνως por la vía de la ἄσκησις y los πόνοι κατὰ
φύσιν.
Jenofonte indica que Sócrates consideraba
que la μανία era lo opuesto a
la σοφία, aunque no como ignorancia (ἀνεπιστημοσύνη), y que lo más cercano a la μανία era no conocerse a sí mismo (ἀγνοεῖν ἑαυτὸν) y opinar sobre
lo que no se sabe y se cree conocer (καὶ ἃ μὴ οἶδε δοξάζειν τε καὶ οἴεσθαι γιγνώσκειν)[24].
Bajo dicha preceptiva este Diógenes como μαινόμενος o μανικός sería un Sócrates que se
saltea el conócete a ti mismo, uno de
los dos mandatos apolíneos que de acuerdo a Juliano gobernaban su accionar
junto al de alterar la moneda, y que está presente también en el Diógenes de
Dión Crisóstomo[25]y en
la pseudo-epigrafía. En cuanto a un Diógenes atado a la δόξα, y a un
desconocimiento de este tipo, hay un relato cardinal, la primera tanda de
anécdotas que cuenta Laercio: Diógenes adultera la moneda, interpreta mal el
oráculo, se fuga atemorizado de Sinope mientras el padre es condenado a muerte,
vuelve al oráculo a preguntar qué debe hacer para ser famoso[26].
Aunque Laercio cita otras versiones algo menos nefandas (que fue el padre quien
cometió el delito, que Diógenes fue instigado por sus empleados, que se fugó
junto al padre, que no se escapó sino que fue expulsado), queda a la vista que
su leyenda, con semejante envión inicial, desde el arranque lo configura como
un personaje que poco y nada tiene que ver con la ejemplaridad socrática.
Además de llegar a Atenas como un prófugo o un expatriado es desde el vamos un
impresentable. Sócrates interpreta de manera correcta el oráculo que lo declara
el hombre más sabio; en cambio Diógenes, que para colmo pregunta al oráculo qué
debe hacer para volverse conocido (τί ποιήσας ἐνδοξότατος ἔσται), toma de manera literal y disparatada la
indicación de que debe alterar la moneda. No entendió (οὐ συνείς), dice Laercio. Esta historia muestra
evidentemente a un Diógenes con intenciones de aparecer o bien como un relevo
paródico o como un émulo fallido, enloquecido o peor atontado.
Diógenes
es en cierta forma un Sócrates redivivo, pero demasiado fuera de contexto. Para
decirlo de otro modo, después de Sócrates no hay en toda Grecia ni en toda la
Antigüedad pagana otra figura, salvo Diógenes, con este relieve de ἄτοπος. Un Sócrates del desquicio, un Sócrates del
derrumbe, de la transición entre dos eras, de un mundo estallado, Sócrates
degradado y extremo, un Sócrates que se excede, el eslabón perdido entre
Sócrates y Jesucristo. No hay valoración más ambivalente que la de esta frase
que tenía que ser empuñada por Platón: Diógenes, a la vez que es rebajado a la
locura, al desequilibrio, a la furia como un estado que es la antítesis del
modo de ser del filósofo, es reconocido como no podía serlo ningún otro
filósofo, elevado a la altura de Sócrates. La filosofía renace con él en estado
de furia, la tragedia se repite como farsa y la razón se reacuña como locura,
la filosofía como antifilosofía.
Es sabido que Sócrates, a fiar de Platón,
realizaba igualmente proezas que asombraban al resto, como meditar bajo la más
terrible helada o caminar sobre el hielo descalzo, mientras los calzados lo
observaban impávidos y ateridos[27],
cosa que exagera Diógenes al abrazar en invierno estatuas bajo la nieve o rodar
por la arena ardiente en el estío. Esta suerte de caricatura de recordman hace pensar que Diógenes es
una figura especialmente cortada del molde socrático, o para decirlo de otro
modo un Sócrates inflacionario y desmesurado. Tal vez un loco decidido a poner
a prueba el socratismo hasta las últimas consecuencias. Pero hay otra
interpretación dada al testimonio de Laercio y es que Platón haya querido
indicar que era como Sócrates cuando está
loco, es decir que Diógenes adoptaría de manera permanente una locura que
en Sócrates era provisional. Una locura mimética incluso: Diógenes se creía
Sócrates… y la cuestión es que Sócrates también[28].
Dicen que cuando le preguntaron a Diógenes quién había sido Sócrates contó que
«un loco».
Llama
la atención que no todos los manuscritos del texto de Laercio, del siglo XI al
XV, contienen esta anécdota que pone a Diógenes en boca de Platón. Si bien se
encuentra de forma parecida en el Gnomologium
Vaticanum, datado entre el siglo I a. C. y el 650 d. C. (anche en el
medieval Codex
Vaticanus Graecus)[29], se
infiere de semejante ausencia que podría haber sido incorporada del texto de
Eliano por escoliastas medievales. Sin embargo la
versión que está más a mano del lector hispánico plantea las cosas al revés.
Basta echar algunos vistazos por la Red para encontrar a Diógenes, no a Platón,
respondiendo que el loco no era él sino Sócrates: «Preguntado
[Diógenes] por uno quién le parecía
que había sido Sócrates, respondió: “Un loco”». Tal es la traducción al
español que el sacerdote católico José Ortiz y Sanz hizo de Diógenes Laercio y
que prolifera por la Internet castellana, publicada en la Imprenta Real de
Madrid en 1792 y republicada una y otra vez incluso hasta el siglo presente, y
que según el traductor está basada en la edición greco-latina dada por Enrique
Westenio en Ámsterdam en 1692 y cotejada con otras casi diez ediciones más,
anteriores y ulteriores. En dicha edición holandesa, como en la de
Tommaso Albobrandini de 1594, se lee en efecto: ¿Qué clase de hombre, Diógenes, te parece Sócrates? Y dijo: Uno que
enloqueció (ἐρωτηθεὶς ὑπό τινος,
Ποῖός
τις σοι,
Διογένες, δοκεῖ Σωκράτης;
εἶπε, Μαινόμενος). Una enigmática respuesta que no deja de ser digna del Perro y dueña de cierta coherencia, dada
por válida por ejemplo en el libro que Juan Rivano dedica al cinismo en el
Chile de los años 90. Ortiz, que dicho sea de paso encontraba en Diógenes y
filósofos del ramo no mucho más que caprichos, sandeces y necedades[30], no
hace caso de la corrección hecha por Gilles Ménage en 1692, quien consideró que a menos que se tratara de una ironía era incomprensible que Diógenes calificara de
tal forma al padre de toda filosofía (omnis Philosophiae parentem), y al advertir que la anécdota no existía en
algunas ediciones anteriores la consideró una adición medieval extraída de
Eliano.[31]
Pero lo que no era concebible por esos
años no tardó más que un par de siglos en volverse verosímil. Así para el siglo XIX un Sócrates loco cobraba
bastante sentido y la voz del demon que decía oír el padre de toda filosofía no
pasó desapercibida por el cientificismo positivista. La folie de Sócrates fue planteada por un médico alienista francés,
Louis François Lélut, en un libro publicado en París en 1836, Le démon de Socrate (seguido por un tal
Littré y discutido relativamente por otro tal Bourneville[32]).
Lélut encontraba en Sócrates estados de éxtasis, catalepsia y alucinaciones
como síntomas evidentes de locura. En la Barcelona de 1884 los Estudios de neuropatología de José
Armangué y Tuset avanzan sobre estas hipótesis: diagnostica fotoparestesia y una frenopatía entendida como locura religiosa o monomanía profética o de los elegidos, caracterizada por
alucinaciones visuales y acústicas y por la tendencia a predicar y a querer
convertir a la gente. «Su razón, en
general, estaba sana y poderosa, pero sus ideas eran delirantes respecto a un
solo asunto, en el que sin embargo estaba más adelantado que sus
contemporáneos. Verdadero Quijote de la edad antigua, sabio en casi todo, loco
en un solo punto, era en la plena acepción de la palabra, un monomaníaco… A
Sócrates no le faltaba requisito alguno para poder ser considerado como
vesánico del grupo de los profetas.
En efecto, tenía inclinación irresistible a sermonear y a mejorar a cuantos le
rodeaban, o más aún, a la sociedad en la que vivía; como Mahoma o como David
Lazzaretti, tenía alucinaciones auditivas; como ellos poseyó sobre cuantos le
trataban un grande ascendiente, más, quizás, por la vehemencia de su locura,
que por la fuerza de su raciocinio; como ellos, en fin, estaba sujeto a éxtasis
o raptos… Tales alucinaciones granjearían hoy a quien las presentara un lugar
en bien cerrado manicomio; en antiguos tiempos le aseguraran la veneración y
estima de sus contemporáneos, y quizá en edades medias, más que aquellos
feroces, llevaríanlo a los tormentos o a la hoguera.»
La idea de un Sócrates loco llega en el
pensamiento francés incluso hasta Lacan, el que en general vacila entre
presentarlo como el histérico perfecto
(parfait hystérique) o como el primer
psicoanalista de la historia, aunque no deja de señalarlo al paso como un loco mesiánico que se cree al servicio de
un dios[33], lo
que es casi lo mismo que decir como un psicótico. En definitiva en pleno siglo
XX tampoco Lacan sabe muy bien cómo agarrarlo, Sócrates vuelve a salirse con la
suya y sigue persistiendo como inclasificable, como
ἄτοπος, aunque ahora oscile entre la psicosis, la
histeria y el sujeto supuesto saber o el padre de la antifilosofía psi. La impresión, en fin, es que
bajo estos cánones la locura de Diógenes sería menor y
parcial. Efectivamente era un sujeto empecinado en sermonear en público, que
incluso exageraba otro de los rasgos patológicos que Lélut le endilgó a
Sócrates, la insensibilidad física que mostraba el ateniense al perpetrar
acciones como caminar descalzo e impávido sobre la escarcha. Pero lo cierto es
que Diógenes no alegaba ningún tipo de comunicación con ese trasmundo al que
nunca subió: sólo pretendía imitar a los dioses, que, para decirlo de una forma
demasiado contemporánea, no eran para él otra cosa que un concepto, que diría
John Lennon (aunque es cierto que según determinadas versiones la gesta
diogénica fue orquestada bajo los imperativos de Apolo, lo que algunos apuntan
sin embargo como una parodia de la biografía de Sócrates). Tanto como Sócrates
podría estar emparentado con el discurso del analista y el de la histérica,
Diógenes, además de ser un potencial objeto de manicomización lombrosiana, no
dejaría de ser un remoto antecesor del discurso positivista, un precursor
genuino aunque para esconder debajo de la alfombra, y máxime este Diógenes que
podía circular, al menos por los gabinetes de la España decimonónica, como un
traspapelado pregón milenario que ya había advertido al mundo de aquella locura
fundante en el origen del racionalismo continental. Diógenes, para el siglo
XIX, aunque de forma desapercibida, más que el Sócrates alienado quizá fue el
primer alienista de Sócrates.
***
Jaspers observó
que Sócrates sin embargo no tenía ningún mensaje que transmitir a los hombres
de parte de los dioses, sino que recibió la misión de dedicar la vida al examen
de sí mismo y de los otros entre los hombres. A diferencia de los profetas,
dice, no predicaba nada[34].
Si el idiota es el ángel sin mensaje, que dice Sloterdijk, más que un loco Sócrates
fungía como un idiota de tipo moderno, pero en carácter en todo caso irónico.
Mensajero de la divinidad fue propiamente el Diógenes reelaborado por Epicteto.
La voz de la divinidad que oía Sócrates emitía sólo dictados negativos y
racionales, como se aprecia en la Apología
platoniana[35].
Esta voz de la conciencia, como bien captó Baudelaire, era un demonio
prohibicionista. Es Nietzsche el que avanza en esto mucho más allá. Tampoco le
niega el carácter de ἄτοπος, del que
siempre dimana perplejidad o inquietud (Bedenklichkeit),
pero lo amaina configurándolo como monstruo y anormal. A lo largo de los años
Nietzsche vacila, muda los enfoques sobre Sócrates, a veces es más benigno;
pero cuando lo encara decididamente, como en El nacimiento de la tragedia y El
crepúsculo de los ídolos, es drástico. Acá su Sócrates no deja de ser
víctima de una impronta lombrosiana: para Nietzsche no era más que un ejemplar
de la chusma, de lo más bajo del
pueblo, caracterizado por la fealdad (Häßlichkeit),
el primer gran griego feo, y al borde de ser un criminal típico (ein
typischer Verbrechers), una
naturaleza completamente anormal (gänzlich
abnormen Natur). Para Sócrates, de
acuerdo a la revelación de Jenofonte, locos son los sofistas y todos aquellos
hombres nobles que dan veredictos sobre lo que son las cosas, a los que él deja
girando en falso, tal como muestra Platón passim:
no se conocen a sí mismos y creen saber lo que no saben. Si la μανία se encuentra,
como afirma el Sócrates jenofónteo, en no conocerse a sí mismo[36],
hete aquí que el famoso Sócrates que formatea Nietzsche en estos escritos es
también un Sócrates loco, al menos desde el punto de vista de aquel otro
Sócrates par lui-même.
En El nacimiento de la tragedia y Sócrates y la tragedia Nietzsche conecta
a Sócrates con los cínicos en lo que toca al arte y la escritura y da una idea
de lo que se puede entender por Sócrates
enloquecido. Es acá donde Nietzsche ubica la función de la
voz del δαίμων
en Sócrates, que tiene una importancia suprema, que es la clave de bóveda para descifrar su esencia (Wesen)[37]:
no era la voz de la conciencia poniéndole mesura a lo inconsciente, sino el
propio instinto de Sócrates, de alguien aquejado de desenfreno y anarquía en los instintos (Wüstheit
und Anarchie in den Instinkten). En este monstruo el instinto se convierte en
crítico y la conciencia en creadora (wird
bei Sokrates der Instinct zum Kritiker, das Bewusstsein zum Schöpfer - eine
wahre Monstrosität per defectum!).
Sócrates, que pone al mundo del revés y cabeza para abajo, tiene un instinto lógico (logischen Triebe) cuyo cometido es minar la sabiduría instintiva (instinctive
Weisheit) que regía el arte y la vida griegos. Mientras los demás
sofrenaban el instinto creador, vital y poderoso con la razón y la conciencia,
Sócrates, por medio de los demonios y aquejado de una superfetación de lo lógico (Superfötation
des Logischen), hacía de esa conciencia y esa razón instinto. El δαίμων
se parece a un Ello que es Superyó. Sócrates, el enemigo de lo griego, aborrece
los instintos, que todavía regían en el arte griego con la tragedia de Esquilo.
Es
claro que bajo este esquema el cinismo, al hacer la equivalencia plena entre
naturaleza y razón, es la elevación a la enésima potencia de ese ser
absurdamente racional y de tal instinto lógico. Nada pintaría mejor a Diógenes
que este oxímoron nietzscheano. Es difícil, además, no asociar esta voz del δαίμων
oída por Sócrates, que en vez de incitarlo lo disuade de cometer lo que iba a
perpetrar, que lo hace abstenerse de participar de forma activa en los
menesteres políticos, con aquello que relata Laercio de que Diógenes felicitaba
a quienes estando en condiciones de gobernar no gobernaban, estando por casarse
no se casaban, prontos a emprender un viaje no lo hacían, dispuestos a procrear
no procreaban o preparados para aconsejar a los poderosos los evitaban[38].
Evita, vive. Y otro rasgo de Diógenes que parece ser una exageración de
Sócrates es su actitud de entrar en los teatros sólo cuando los demás se están
yendo, ya que, como recuerda Nietzsche, Sócrates no asistía al teatro salvo
para ver obras de Eurípides, al que Nietzsche presenta como el reformador de la
tragedia que introdujo en ella el racionalismo socrático, e incluso como una
máscara que ocultaba a Sócrates, al reformador
de la existencia (Sokrates das Dasein
corrigieren zu müssen), como ghostwriter.
La degradación del arte que trae Sócrates va más allá de Eurípides, se corona
en el sustituto de la tragedia que elabora Platón, el diálogo, que careciendo
de forma y estilo mezcla sin embargo todas las formas, géneros y estilos
existentes. El extremo de esta decadencia, dice Nietzsche, se encuentra en los
escritores cínicos, que exageran esas mezclas incoherentes de prosa y poesía
con el fin de «reflejar el silénico
exterior de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios rechonchos y su vientre
colgante»[39], «consiguiendo darnos una imagen literaria del
“Sócrates furioso” que se complacían en representar en vida»[40].
El demonio de Sócrates es el responsable de esta contaminación sombría del arte
por la dialéctica, que avanza de la tragedia racionalizada de Eurípides al
diálogo platónico y desenlaza en el pastiche inconexo y burdo de la literatura
cínica. En este punto coincide más o menos con Platón, los cínicos son
socráticos al extremo[41]. Salvo que ahora el maestro de Platón no es más
que un plebeyo inculto, un autodidacta repelente del arte y la cultura,
propenso a las pasiones violentas y sólo preocupado por lo bueno y lo malo que
acaece en el hogar.
Unos
años después Nietzsche da algunos detalles más. Los cínicos, dice, no prestaron
la más mínima atención a la poesía y a la cultura general[42].
Simplemente, siendo que eran proletarios de la más baja calaña, sacaban a la
superficie el ingenio popular volviéndolo literatura. Como estima improbable
que Diógenes haya escrito, ubica en Menipo y en Bión a los instigadores de la
literatura cínica[43]
(más tarde llegará a decir que la sátira menipea es el punto culminante de ese
proceso de degradación literaria que comienza con el judeo-cristiano por
antelación de Atenas, id est con
Platón[44]).
Es el cinismo, dice, el que por primera vez trae esclavos a la literatura: Bión
y Menipo son los ejemplos que pone, encargados de articular esa mescolanza de
estilos. Pero a la vez con Crates el cinismo, la filosofía proletaria en
sentido estricto, como le llama, se apodera de las clases superiores[45].
Crates aparece de este modo como un Platón exagerado: es a Diógenes lo que
Platón a Sócrates.
En El
crepúsculo de los ídolos Nietzsche se acuerda también de las alucinaciones
socráticas, pero las deja de lado. Su Sócrates es un decadente cansado de la
vida y enemigo de los instintos, enfermizo, ladino y torpe, un payaso vengativo
que logró que se lo tomaran en serio, un plebeyo resentido que consiguió, en
medio de una sociedad en descomposición, perturbar y fascinar a una
aristocracia también en decadencia, ofreciendo como cura un remedio que no era
más que otra forma de decadencia, una enfermedad diferente: la razón (una racionalidad
a toda costa que se basaba en hacer correr parejas razón, virtud y felicidad). Pretendía curar la anarquía de los instintos con
la tiranía de la razón y creyéndose un
médico y un salvador se engañaba a sí mismo. Pero como era el más inteligente
de los que se engañaban a sí mismos (Klügste
aller Selbst-Überlister), sobre el final le llegó el presunto desengaño,
dándose cuenta de que la vida es enfermedad y que solamente la muerte es el
médico y el salvador, razón por la que forzó a Atenas a condenarlo. Que en el
lecho de muerte pidiera que se enviase un gallo al dios de la medicina
Asclepio, como tributo por haber sido curado, prueba que entendía a la muerte
como único remedio de la enfermedad de estar vivo. Nietzsche sugiere no
obstante que la afección que padecía era colectiva: Sócrates era, más que una
causa de esa enfermedad social, la encarnación más viva del síntoma general, y
en definitiva, al instar por esta otra forma de decadencia, no hizo otra cosa
que revelarle a los atenienses que la única alternativa posible para ellos era
la razón o la muerte. Había una sola
opción: o perecer o ser absurdamente racional (man hatte nur eine Wahl:
entweder zugrunde zu gehn oder - absurd-vernünftig zu sein...). Como se ve,
Nietzsche sin nombrar ni a Antístenes ni a Diógenes pone en Sócrates la
alternativa que ellos explicitaron: la razón o la soga. Al traer esta
enfermedad sustitutiva trajo también la cura y la salvación para el colectivo[46].
Pero Sócrates fue un malentendido (Sokrates war ein Mißverständnis): se lo
creyó un salvador y un médico que vino a aportar una panacea llamada razón,
pero en realidad resultó un pesimista que comprendió que no había otro remedio
que la muerte, ya que el mal es la vida misma. La tesis es clara: Sócrates se
suicidó. Se diría que cumplió la muerte cínica aunque de un modo artero,
solapado.
¿No es con Diógenes que queda expuesto el malentendido? ¿No es el que lo pone a la
vista? El bufón que se hizo tomar en serio (Sokrates
war der Hanswurst, der sich ernstnehmen machte) debe ser visto desde el
bufón que no podía dejar de ser tomado como tal. Sócrates es la luz diurna de la razón (das Tageslicht der Vernunft) que encandila al amo, a los
aristócratas y al final a la civilización occidental. Diógenes en cambio
plantea la paradoja de encender un farol en pleno día. Y ese es el Diógenes que
Nietzsche plagia cuando narra la revelación de la muerte de Dios, no el
Diógenes que seguía el conócete a ti
mismo socrático sino el movilizado por la reacuñación de los valores. Ve
a Sócrates a la luz de Diógenes, con la linterna perruna. La
caricatura-Diógenes le deja otear la oculta caricatura-Sócrates. «El problema del
Diógenes moderno está en encontrar la linterna. ¿Es posible que vuelva a ser la
del cínico?[47]» La historia de la
metafísica, de Sócrates a Nietzsche, del platonismo al platonismo invertido, se
pasa de largo un desvío bastante temprano, de tercera generación, que
cristaliza en esta figura parasitaria y lateral, monito anamorfósico de
Sócrates que a la vez que lo exagera, lo deforma y lo acaba rompiendo. Diógenes
no es un ídolo, por lo cual el martillo de Herr
Zaratustra no tiene mayor cosa que hacer ante el filósofo antifilosófico
del palo. Hay en el cinismo un despiste del socratismo, una salida por la
tangente que lo pone más cerca de Nietzsche (aun cuando al mismo tiempo parece
extremar el socratismo): filosofa con el cuerpo, rechaza la metafísica, la
dialéctica, el conocimiento, la ciencia y las matemáticas a cambio de los
hechos y la acción.
La pregunta es ¿Cómo llegó a ser Sócrates dueño de sí mismo? (Wie wurde Sokrates über sich Herr?). La
respuesta es que se dominó a sí mismo engañándose a sí mismo, y
así habrá que decir, dominó y engañó a los otros. Sócrates no se conoce a sí
mismo, se engaña a sí mismo, se cree Sócrates. Su ignorancia está donde no la
encuentra. Tal vez no sabe lo que sabe. La docta ignorancia que es suya, la
ignorancia irónica, integra para Nietzsche una ignorancia real basada en tazar
la vida, en juzgarla. La salud es enfermedad, y en ese sentido la sabiduría de
Sócrates es ignorancia. Genio de la castración, histérica perfecta, el horrible
sileno, ñato, calvo y panzón, viejo y haraposo, vuelve impotentes a los
poderosos, una fealdad fascinante de un plebeyo que encanta a los nobles.
Nietzsche no ve tanto a la histérica sino a la pulsión de muerte: vino a traer
la peste de la metafísica occidental. Sócrates y toda su comitiva no son
sabios. Platón excluye a Diógenes del campo de la razón, Nietzsche al
racionalismo, al socratismo, del campo de la salud. Así para él un Sócrates
loco sería al menos uno que se muestra sin su máscara, que realmente se
exterioriza sin trampas, que expone al socratismo, que pone a la luz meridiana
la luz de la razón. Si Sócrates es un
payaso que se hace tomar en serio no extraña que el serio-burlesco como género
cínico, incluso como actitud vital del cínico, sea como apunta Nietzsche la
coronación irrisoria del arte socrático. Pero otra vez: con la salvedad de que
es expuesto sin artimañas ni ardides, queda a la vista sin caretas.
Antes de Sócrates, pone Nietzsche, este
racionalismo dialéctico era visto por los griegos como algo burdo y plebeyo,
como malos modales (schlechte Manieren). Si es por este tipo
de cosas nadie como Diógenes, en cuanto ícono cínico, fue tan socrático: lo repulsivo fascinante (abstoßend faszinierend) de Sócrates se exacerba en él. La filosofía
es décadence; sin embargo el cinismo, por otro lado, rompe en
parte con este decadentismo. Hay un punto en
que Diógenes escapa de ese consensus
sapientium. Él y su grupejo de Sócrates furiosos son insoportables porque
mostrando la hilacha dejan a la vista el reguero que sembró Sócrates.
El deber de imitar a Sócrates se adueñó de
muchos y así creó fanáticos de
la razón, barrabravas de la racionalidad a toda costa, a cualquier precio (Vernünftigkeit um jeden Preis). Ninguno
desde luego como Antístenes y su alumno modelo, su Sócrates redivivo. Al trazar
el retrato de Sócrates como caricatura Nietzsche deja a la vista que era en
realidad un cínico, que toda la filosofía que lo perpetúa, compuesta de ultras racionalistas,
no es más que cinismo encubierto, salvo el caso del cinismo propiamente dicho. Pero Sócrates muestra todos los dedos, y poco valor tiene que tener lo que necesita
ser demostrado (Was sich erst
beweisen lassen muß, ist wenig wert). Y eso no dista tanto de lo que puede
entender un cínico. Sócrates pide
razones (begründet) donde se dan
órdenes (befiehlt), es el proletario
ante los nobles, la histérica ante el amo; pero Diógenes, como la mujer según
Esther Vilar, sólo sabe mandar: se declara rey y lo que sabe hacer, dice cuando
es ofertado como esclavo, es gobernar a los hombres. Es curioso que el cinismo,
verdadera filosofía de los proletarios, desclasados y marginales, rechace la
dialéctica expropiada efectivamente por la nueva aristocracia filtrada por el
socratismo, cuya cabeza es Platón. En este caso la filosofía platónica si no es
la expropiación del saber del esclavo, es al menos la del saber de esta chusma
en ascenso que representa Sócrates, el hijo de una enfermera y un artesano. Los
cínicos usaban ocasionalmente el género diálogo, y habrá que preguntarse si
realmente no lo parodiaron más bien; pero eran en cierta forma renuentes a la
dialéctica, el arma de los impotentes empoderados, los pobres y los feos, a la
cual buscaron achicar a toda costa.
Con Sócrates ocurre el rompimiento con el
período clásico o trágico, una cultura helénica, trágica y artística se
convierte en socrático-alejandrina. Él es la horma del hombre teórico que signa
a la cultura alejandrina y a la postre a la Ilustración. Diógenes, repelente
ante la erudición y el conocimiento, más parece una antítesis del hombre
teórico. Pero la meta de Sócrates es el develamiento (Enthüllung) de la verdad, no la contemplación, y en este sentido
Diógenes rechaza ese fervor por correr el velo como si fuere quien ya vive a
plena verdad, aunque sea una verdad que se ejerce en la ascesis, no una que se
contempla en la inacción o la especulación. Hay voluntad pero no de saber, pura
voluntad. La razón a cualquier precio es la imagen espantosa del cinismo; pero
la razón cínica no es la razón platónica, la cual propone una reforma radical
de la παιδεία, mientras
la otra un repudio integral de la παιδεία.
Con Sócrates nace un nuevo sabio, a partir
de él surgen las sectas y los filósofos se convierten en discípulos y lectores.
Se produce una separación de la cultura; antes había helenos, ahora individuos.
Sócrates es el primer filósofo de la vida, dice[48],
proclama la subordinación del conocimiento a la vida, a la vida correcta y
feliz del individuo; pero de facto termina
promoviendo la hostilidad del conocimiento a la vida. Para Nietzsche, Sócrates
rompe con lo griego, quiere producirse a sí mismo y desechar toda tradición,
arranca al individuo de los lazos históricos, diluye las costumbres en el
conocimiento. Esa es su fuerza destructiva que acaba en el suicidio por mano
ajena. Tanto Platón como los cínicos, al partir de Sócrates, afirman la
hostilidad a la cultura, lo que no sucedía en los presocráticos –o
preplatónicos, como los llama Nietzsche. Aunque la reforma imperativa y
agresiva de Sócrates se vuelve reforma del mundo en Platón (Weltreform), en los cínicos no es más
que reforma imperativa y agresiva de la vida propia, del sí mismo. Es decir que
desde el punto de vista del exterior, del mundo, se mantienen más cerca del
pesimismo trágico: optimismo para adentro, pesimismo para afuera. El socratismo
más exagerado sería a la vez el que vería al mundo con una mirada y una actitud
más bien clásica o trágica. El cínico podría ser un híbrido de filósofo –de hooligan del λóγος– y de héroe trágico: la tiranía de la razón
sólo puede regir en un módico socucho de la realidad, el yo; lo demás compete a
la fortuna. Sócrates enseña que sin conocimiento no hay virtud ni felicidad;
pero la imitación de Sócrates que delega Antístenes a los cínicos supone que
basta con ella misma para alcanzar virtud y felicidad. Podrían haber dicho:
Sócrates murió por nosotros ¿y qué conocimiento dejó salvo el saber que nada
sabía? Basta para el cínico ese saber de la ignorancia para dar paso a lo que
vale, la acción como remedo de Sócrates en la fase precínica y de Diógenes en
la realización cínica.
A partir de Sócrates sólo tiene sentido
una vida entregada a conversar y someter todo a investigación, a duda. Los
artesanos conocen sus oficios, aprendidos de sus maestros, pero el problema
está en las clases altas que dicen saber qué es la justicia, lo bueno, la
piedad, etcétera. Sócrates regó la άμαθία por toda la ciudad, el amo estaba
desnudo; escudriña en políticos, oradores, poetas y artistas: nada saben de
lo que dicen. La filosofía de la vida que florece en sus seguidores da por
paradójico resultado una vida dominada por el pensamiento. El pensamiento la
sirve pero ella queda atada a él. La relación era al revés en los filósofos
anteriores: era la vida la que servía al pensamiento y al conocimiento; pero
entonces el objetivo no era la vida correcta sino el conocimiento correcto.
Sócrates pensó que iba a dar una gran lección con su muerte; pero quería morir
porque los achaques de la ancianidad le iban a impedir continuar con su tipo de
vida –lección que perfectamente aprendieron los suicidas cínicos. «Todos los sistemas morales de la Antigüedad
se esfuerzan en alcanzar, o comprender al menos, la grandeza de este acto.
Sócrates, como conjurador del miedo a la muerte, es el último tipo de sabio que
hemos conocido: el sabio como vencedor de los instintos por medio de la σοφία.
Con él se agota la serie de σοφοί originales y prototípicos... Ahora se
abre una nueva era de los σοφοί…[49]» Nietzsche podría sostener, como aquellos
positivistas, que Sócrates era un monomaníaco de la razón, que anulaba todos
los elementos restantes de ser humano para aspirar a darle el timón absoluto de
la vida. Es el primer moderno y el primer cristiano: al dar la primacía
absoluta a la razón fue el primer moderno, al tomar al alma como lo superior y
más propio del ser humano, el primer cristiano. Convierte a los juicios de
valor en juicios morales incondicionales, hace de la razón el rasgo propiamente
humano, se desmaleza del resto de los impulsos y lanza a rodar por el orbe la
moralidad, el universalismo, el dogmatismo, un patrón de conducta válido para
todo el mundo. Todos los impulsos son malos menos la razón, que pasa a dominar
a los otros y a trazar las directivas de su vida ofrecida como ejemplo a los
demás. Pero Sócrates opera sin embargo sin poseer ninguna verdad absoluta, que
apenas se empeña en buscar junto al prójimo. Su actuación ejemplar y correcta
carece de fundamentos, en términos de Nietzsche esa infalibilidad no estaría
regida más que por los instintos. Hete aquí que Sócrates entonces era
nietzscheano, descorazonadora conclusión que deja picando Alexander Nehamas.
«¿Era
él quizás, tenía que haberse preguntado Nietzsche, juez y parte de la filosofía
de la que quería disociarse? ¿No sería Sócrates, en realidad, el aliado de
Nietzsche y no parte de la tradición contraria?... ¿Podía Sócrates haber sido
un creador de sí mismo al estilo de Nietzsche? Pero esto haría de Nietzsche un
creador de sí mismo a la manera de Sócrates.[50]»
Es Nietzsche el que cree conocer a
Sócrates en sí mismo y conocerse a sí mismo él. En Ecce homo formula la suprema autognosis. Sócrates es también un transvalorador y el propio
Nietzsche se declara a sí mismo decadente[51].
De pronto uno queda en la posición del otro. «Sócrates, para confesarlo de una manera simple, está tan cerca de mí
que casi siempre estoy luchando en contra de él.»
***
La locura de Diógenes se desliza fuera de él. El Σωκράτης μαινόμενος de Platón ahora es der tolle Mensch, ese hombre loco que sigue llevando en manos una antorcha encendida por los mediodías[52]. Unos cuantos desplazamientos: su búsqueda se reconfigura, pero además ya no es un Sócrates sino un hombre, y a la vez tampoco es Diógenes ni lleva su nombre ni otro. Ya no es el Diógenes a cuerda de los ilustrados. El Diógenes de Nietzsche ya no busca un hombre o al Hombre; sabiendo también de antemano que no lo va a encontrar busca con un farol a la luz diurna a Dios. ¿Cómo se explica este nuevo sinopense? La muerte de Dios que anuncia el sucedáneo del Perro resulta para Nietzsche en una muerte y transfiguración del hombre en Superhombre, una nueva criatura autoproducida que en ciertos aspectos parece conjugar al hercúleo y olímpico Diógenes con Trasímaco y Gorgias, entre otros nombres de la historia. Otros analistas célebres del deicidio encontraron más bien el desenlace de la locura, llamada Raskólnicov o psicosis. Si Dios ha muerto todo es posible (Dostoievski) o si Dios ha muerto nada es posible (Lacan)[53]. ¿Tiene esto que ver con el antiguo cinismo griego? Todo está permitido: decirlo todo, usar cualquier lugar para cualquier cosa, a las mujeres hacer lo de los hombres y a los hombres lo de las mujeres, acostarse con la madre y la hermana, cocinar y comerse al padre o a cualquier otro humano, saquear los templos, acostarse cualquiera con cualquiera en cualquier lado, comer y fornicar con quien sea donde sea y como sea. Bajo el lábaro del cinismo llegan la permisividad absoluta y el desenfreno, pero por el reverso la total restricción del ascetismo más extremo y del rigor moral menos flexible. Nada está permitido: se renuncia a tener un techo, un guardarropas o cualquier otra posesión que no quepa en un bolso de mano, se abandona la patria, el hogar, la familia, los honores, el buen nombre, la procreación, las vocaciones, los oficios, el estudio, el trabajo, los proyectos, y según las malas lenguas en definitiva el deseo. Todo es posible y nada es posible, todo está permitido y nada es deseable, porque todo lo necesario y suficiente ya se encuentra en el presente.
¿Qué es lo que hay más allá del bien y del mal? Para Diógenes, para el cínico antiguo, salvo lo bueno y lo malo todo era indiferente. Bastaría quitar esa fina película para que no haya más que indiferencia y el moralismo más exuberante sea el más pavoroso inmoralismo. El segmento entre el bien y el mal es el νόμος de Nietzsche, los valores dados, la moral del rebaño, cuando para Diógenes el νόμος era el mal y la φύσις el bien. Nietzsche también entendió que a la naturaleza no se vuelve, se asciende (ein Hinaufkommen ist)[54]; pero ahora no hay ningún Zeus tirando de arriba, ni siquiera uno construido con fines ilustrativos. La lámpara moderna que encontró no clamaba buscar al Hombre, decía buscar a Dios. Este es el faro de un cinismo de nuevo cuño. El cinismo se sigue reacuñando, simulacro a simulacro a ley de nuevas παρρησίαι, a ley de buenas nuevas urdidas en malas lenguas. Ahora un hueco, un abismo en el corazón, el vacío y no la divinidad en el interior del muñequito del sileno. Al Diógenes de los griegos le bastó con llamar a una ingesta ritual o económica de los progenitores, o mandar al muere a su padre; pero no asesinó a Dios, agatas se resignó a explicar que le era imposible trepar a los cielos. Pero toda esta maniobra germánica no hizo otra cosa que reponer al platonismo. El reutilizamiento del antiplatonismo antiguo no tuvo otro fin que el de reconvertirlo en platonismo invertido, platonismo en fin. Un cierre circular.
Nietzsche apunta que cirenaicos,
megáricos, cínicos, epicúreos y escépticos pilotean de la mano de Sócrates un
asalto general del conocimiento (Erkenntniß)
en favor de la moral: odio a la dialéctica, proximidad a la sofística, una
lucha contra la ciencia (einen Kampf
gegen die Wissenschaft) que se encuentra desde el inicio de la filosofía
griega, sea con los medios del escepticismo o de una teoría del conocimiento, y
seguida después por la Iglesia en nombre de la piedad. Una serie de empeños
dominados por una libertad negativa que caratula como décadence[55].
Lo que comienza con Sócrates es el valor de la vida como problema (der Wert des Lebens als Problem) y su
resolución por el nihilismo. El valor de la vida, dice, no es estimable (nicht abgeschätzt werden kann); la vida
no puede ser tazada, y sin embargo a partir de Sócrates los sabios juzgaron a
la vida considerando que no vale nada
(es taugt nichts). No obstante los cínicos reconocieron la falta de valor
en la vida (die Werthlosigkeit des
Lebens ist erkannt im Cynismus), pero eso no los llevó a volverse en contra
de ella: se contentaron con sus menudas superaciones y gozando de una boca
suelta[56].
La ascética del esfuerzo y la estética moralista y terapéutica de la insolencia
y la franqueza, tanto en la acción callejera como en la escritura son así
exutorios vitales. Los cínicos, dice, estiman más la vida que el resto de los
filósofos, el atajo a la felicidad es el
placer por la vida misma y el absoluto desinterés por los demás bienes.
Claro que los ejemplos que da vienen de aquellos que la Antigüedad barajó como
cínicos dudosos: la actitud ante la muerte de Bión, traicionando por miedo sus
convicciones, y el suicidio infame de Menipo, único entre los filósofos[57].
Nietzsche deja en claro que los cínicos son
la consecuencia práctica de Sócrates[58];
pero también albergan una considerable diferencia: son los que
reconocen (anerkennen) dentro de sí
al animal[59]. Si bien el eudaimonismo del
perruno es una forma de nihilismo socrático, hay en él un elemento de alegría
vitalista que lo desvía, y Nietzsche observa que este criterio de vida feliz
que pone al animal como modelo es más consecuente que los otros criterios
eudaimonistas. «Si la felicidad fuese la
meta, los animales estarían en lo más alto. Su cinismo consiste en olvidar: ese
es el camino más corto para la felicidad (der kürzeste Weg zum Glücke),
aunque se trate de una felicidad que no tiene mucho valor (nicht viel werth ist).[60]»
«Si una felicidad, un ir en pos de nueva
felicidad en cualquier sentido, es lo que retiene a los vivos en la vida y los
impulsa por el camino de la vida, acaso ningún filósofo tenga más razón que el
cínico: pues la felicidad del animal, en su carácter de cínico consumado, es la
prueba viviente que le da la razón al cinismo.[61]»
Más allá del relativo elogio, casi condescendiente, no deja de observar por
otro lado que esa preocupación
de los cínicos por la propia felicidad (die
Sorge um's eigne Glück bei den Cynikern) es caricaturesca –deformidad que no obstante encuentra en
abundancia entre los griegos[62].
Todas las escuelas propiamente helenísticas –no la Academia ni el Peripato–
administran filósofos de la precariedad. Los cínicos, que ni tenían escuela,
nomás lo muestran sin tapujos ni emboscadas.
Los
efectos del cinismo en Nietzsche, que se preguntó en algún momento cómo sería
posible vivir la vida sólo con los efectos del cínico, son tema ya trillado.
Todo él está impregnado, los elementos del cinismo antiguo lo calan a
profundidad y a empellones intermitentes da vueltas sobre los temas, una y otra
vez el ladrido admonitorio del cínico regresa a retumbarle en los oídos. El
cinismo no le sirve apenas para recomponer a Sócrates, lo usa de filtro para
evaluar toda la historia de la filosofía, para enfocar las cosas en general.
Pero va mucho más lejos que los ilustrados, que esgrimían un Diógenes bastante
plano, disecado, panfletario. No es tanto el equeco de Diógenes aquello que lo
impresiona, ni esa marioneta del siglo XVIII; es captado por el cinismo como nunca antes nadie ni
después. Nada más lejos de Hegel, lo lee como nadie y como nadie lee desde él y
advierte que le abre un tajo abismal a la historia de la filosofía: una hondura
mayor y la más pura superficialidad. Lector perceptivo, grácil, voyeur entre tules de detalles
impalpables, nimiedades pungentes que se escurrían por los dígitos esclerosados
de los doctos de buró. Es alguien que puede ponerse a pensar en la primera noche de Diógenes. Para
capturar filigranas ondeantes, cristalinos filamentos que trae un viento
remoto, hay que ser un poco biógrafo y novelista y bastante charlatán, un
chismoso de ley. No hay mejor manual de filosofía antigua que Diógenes Laercio,
y así Nietzsche chapotea por toda esa decadencia filosófica del helenismo: es un
poco epicúreo y estoico, un tanto cirenaico y escéptico, cínico e incluso
megárico. Está bastante enmerdado por ese fangal socratoso del que apenas se
puede egresar por los sofistas si no por los presocráticos, ya que el exit que dice Platón está interdicto a
no ser por la inversa. A veces es Diógenes, a veces Aristipo, Epicuro o Pirrón,
otras tantas Gorgias, o peor Trasímaco, Calias y Calicles. El rival es Platón,
Sócrates el otro especular. Diógenes –o más bien el cínico pensado como prototipo– permanece siempre ahí adyacente,
menos como la caricatura de Sócrates que de él mismo, del pensamiento de
Nietzsche, espectro de su filosofía. Diógenes y el cinismo tienen algo de
fantasma, los ve cuando ve su sombra, el mal genio que lo acompaña, el amigo
inconfesable: la sombra tiene el deseo (Wunsch) del perro filosófico –escribe[63].
Sócrates es un poco la mezcla viva y aberrante de Diógenes y Platón, y
básicamente Nietzsche tiene que bascular entre platonismo y cinismo. Pero si la
salida está en invertir al primero, ¿de qué va la intriga que hay que urdir con
el segundo?
«Ahora he contado mi propia historia con un
cinismo que hará historia (einen
Cynismus, der welthistorisch werden wird). El libro se llama Ecce Homo.[64]»
La frase es rotunda: el cinismo es lo más
elevado que se puede alcanzar sobre la tierra (das Höchste, was auf Erden erreicht werden kann, den Cynismus); para conquistarlo (erobern) hacen falta los puños más audaces y los dedos más delicados[65].
Se trata de elevarse hacia el cinismo y el promontorio logrado serían los
libros que Nietzsche delegó al mundo, que traen un cinismo que se convertirá en histórico universal. Pero por
defecto o por virtud no hace distinciones entre uno griego y uno moderno, ni en
general mayores distingos dualistas. Percibe en el mismo cinismo antiguo este
oxímoron, sutilidad en la rudeza, una finura en lo burdo; la ferocidad y el
arrojo conllevan curiosamente ligereza y gracia tales como para pescar por lo
lateral los entretelones que envuelven y camuflan la carnadura de lo real. El cinismo es la única forma en que las
almas vulgares rozan lo que es la honestidad (Cynismus ist die einzige Form, in der gemeine Seelen an das streifen,
was Redlichkeit Ist). La ordinariez (Gemeinheit)
que le es propia es un revulsivo contra la regla, es un sutil entendimiento de excepción sobre un alma vulgar (ein feiner Ausnahme-Verstand auf eine
gemeine Seele). El hombre superior
que habla por Nietzsche, que daría la impresión de ser la antítesis de aquel
espécimen miserable y rústico, debe felicitarse de tener a la vista a este
bufón o sirvienta histerizada. El cínico es una cabeza científica que cae en un
cuerpo de mono, mezcla de macho cabrío e indiscreto primate a la que puede ir
adherida un genio, arlequín sin vergüenza en sátiro científico, los médicos y
fisiólogos de la moral, pesimistas a salario de risa, humoristas de la
eternidad. Hay que verlos desenvolverse y oírles el parloteo indecente y amorfo
entre la náusea y la fascinación[66].
Lo cínico se relaciona con lo inocente y lo cruel, con la fatalidad[67].
No es otra cosa que un fármaco, remedio y veneno que hay que saber bien cómo
suministrarse, cuál debe ser la dosis justa. Difícil curarse de Platón sin este
peligroso brebaje. Esa cura, que encuentra también en Tucídides y El príncipe de Maquiavelo, consiste en ver la razón no en la razón y la moral sino
en la realidad[68].
Es necesario un poco de tonel, de la felicidad y el buen humor del grillo (Grillen-Glück,
Grillen-Munterkeit), del vagabundeo cínico, de indiferencia ante
las adversidades y los deseos torpes[69]. Como
pedían los estoicos, y rechazaban los epicúreos, es menester incluso hacer el cínico. Y es de cara a Wagner
que lo interpreta (para no sucumbir a su
seducción mejor morder que adorar[70]).
«Soy de naturaleza esencialmente
antiteatral… Cuando se va al teatro uno se deja a sí mismo en casa, se renuncia
al derecho a hablar y elegir, al propio gusto, hasta a la valentía que se tiene
y ejerce entre las cuatro paredes propias frente a dios y los hombres. Al
teatro nadie lleva los sentidos más sutiles de su arte, ni siquiera el artista
que trabaja para el teatro: allí se es pueblo, público, rebaño, mujer, fariseo,
ganado electoral, demócrata, prójimo, semejante…[71]».
Esta declaración, desgraciadamente para él, lo emparenta con Sócrates, poco amigo
del teatro salvo que fuera el de Eurípides; pero para su bien más con Diógenes,
que entraba al teatro al terminar la función, mientras el público se estaba
retirando, ya que además de ir en sentido inverso al de la borregada
sociopática, no tenía otro empeño que quitar a la tragedia y la comedia de los
tablados y encarnarlas en la calle, en la vida.
Pero Nietzsche marca aquí y allá las
limitaciones del carácter del antiguo perruno. Ante el desprecio generalizado,
en la ἀδοξία
sufrida, aconseja a los desairados mantenerse decorosos en el
trato, porque quien actúa a lo cínico con todas las evidencias deja ver que en
la soledad también se trata como un perro[72],
porque además detrás de la insolencia libérrima hay un corazón roto e incurable[73].
Una forma que
adquiere la decadencia en el cinismo es el endurecimiento (Verhärtung)[74],
y otra acaso menor la ira. Los viejos perros hacían igual que Schopenhauer
de la cólera su felicidad, el remedio contra la náusea, alivio, desahogo y
recompensa[75].
Como a Luciano, le interesa deschavar la artería cínica, aunque con otro
gracejo, más generoso y refinado. Con esos dedos algo más delicados deja
también a la vista las mascaradas histriónicas del viejo cínico, exhibicionista
y fanfarrón no más allá de los límites de lo salutífero y provechoso. Advierte
que la fortaleza cínica no consistía estrictamente en tener mejores principios
y una mejor forma de vida, sino también en mostrarse ante los demás siempre en
un estado de oronda beatitud: se sentían felices con la idea de que los otros
los veían felices, dice, y con esto reforzaban su método[76].
Este es el plus de goce del cínico, fuera del horario de protección
doctrinaria, una malévola satisfacción extra que nada tiene que ver con el
rasero de las necesidades y deseos κατὰ
φύσιν. Una perversidad que le sirve para quitarle el velo a su viejo enemigo y
maestro, el puteador Schopenhauer, que sobrevivía en este mundo por la gracia
de los plusvalores libidinales del desprecio. El cínico nietzscheano es un
gozador intransigente atrapado en la más precaria de las vidas. Este modelo
nombrado por el género no se confunde con los héroes de los relatos
gnomológico-biográficos, como aquel en el que aparece un aristócrata
renunciante llamado Crates nimbado no pocas veces con los aires de un asistente
social o de un paternal filántropo. El cinismo clásico en Nietzsche es un
recurso del derrengado, del paria de la más baja extracción, los malabares
astutos del hombre de las bóvedas más lóbregas de la sociedad: la razón
picaresca, una filosofía de la miseria resuelta por la alegría y administrada
por el realismo raso y rapaz de una cordura interior que no tranza con la
piedad y las ilusiones ovinas. De ahí la mirada puesta no en Crates, sino en
Bión y Menipo, incluso en el portuario Antístenes. Pero en concreto no hay un
cinismo de los poderosos y otro de los resistentes, el opresor y el oprimido,
esa es la lección que el nietzscheano de buena cepa deberá extraer. Nietzsche,
como se dice, no comete la abstracción semántica entre Zynismus y Kynismus que
se empeñan en delinear algunos esclarecidos paisanos suyos del porvenir. No hay
dos cinismos confundidos en un solo vocablo, es más bien uno y múltiple (Cynismus). No le interesa segregarlo en
dos clases dialécticas, acristianarlo en la ciénaga de una genealogía piadosa
de corte marxista; esa bifurcación de biempensantes tiene antecedentes penales
de larga data, siempre vinculados al crimen de perdonar un cinismo bueno y
condenar otro fingido. En definitiva Nietzsche utiliza los términos cinismo o cínico de manera indiscriminada tanto para referirse a aquella
filosofía antigua (a la que recorta a gusto para configurarla en una especie de
esencia, en un concepto global), cuanto para bocetar un concepto o idea de
cinismo en sí, una variedad borrosa de universal antropológico. En el primer
sentido el cinismo queda acotado a una extracción social; el segundo sentido va
más lejos. El arquetipo del cínico griego, o el estereotipo, es ahora un
prototipo para alumbrar un nuevo cinismo universal que no se reduce ni a un
alto cinismo con Z ni a uno bajo con K parcelados por una férula sociológica.
Schopenhauer,
al que tanto le gustaban los pichichos, fue como era de prever más atento que
Hegel con la secta del Perro. Si bien no tienen un apartado propio en sus Fragmentos sobre la historia de la filosofía,
no se diría que los excluye del campo filosófico; más bien los ve con
demasiados buenos ojos, e incluso con familiaridad. El tratamiento que hace de
ellos es breve pero ambicioso, dado que llega a escribir que su obra magna
expone quizá por primera vez de forma fundada el verdadero espíritu (der wahre Geist) del cinismo y de la Estoa[77].
Como en el resto de las filosofías helenísticas, el objetivo de los cínicos,
dice, era perseguir la vida más feliz
(des glücklichsten Lebens), salvo que
el medio que encontraron no era otro que la más extrema forma de renuncia (Entbehrung), toda vez que entendieron que los placeres eran trampas (Fallstricke) que conducían al dolor. Por lo tanto para evitar el mal (Vermeidung der Uebel) menester era rechazarlos por completo y de forma premeditada (die völlige und absichtliche Verwerfung der
Genüsse). En esto radica el espíritu
del cinismo (der Geist des Kynismus)
y su pensamiento fundamental (der Grund gedanke des Kynismus) es que la vida en su modo más simple y desnudo
(das Leben in seiner einfachsten und
nacktesten Gestalt), con las penurias fijadas por la naturaleza, es lo más llevadero
(träglichste) y lo que debe elegirse.
Para alcanzar la mayor felicidad posible
en esta vida (möglichste
Glücksäligkeit in diesem Leben)
toman el camino de la renuncia como el
más corto y fácil (zu
erreichen, den Weg der Entsagung einschlagen, als den kürzesten und leichtesten),
porque es más fácil reducir al minimum
deseos y necesidades que alcanzar el maximum
de satisfacción –lo que es incluso imposible, ya que con la satisfacción los
deseos y necesidades crecen al infinito. Como las otras escuelas, y a
diferencia del transmundismo cristiano, la cínica busca la mayor felicidad en
esta vida. No sólo este ascetismo mundano los diferencia de los monjes
mendicantes, también el que tomaran por armas el orgullo
(Stolz) y el desprecio
(Verachtung) hacia el resto de la
gente y no la humildad (Demuth). Enfoca bien la ambivalencia de
esta categoría ético-ontológica fundamental del cinismo, el tufo. Ellos hacían
bandera de la ἀτυφία,
que en algún punto puede traducirse como humildad; pero en todo caso la
empuñaban con suficiencia, desparpajo y petulancia. Así Schopenhauer considera
que la versión del cinismo que da Epicteto es un falseamiento ostensible: esta
clase de cínico que opera por mandato divino como enviado ante los hombres, y
lo hace todo por Dios y por el bien de
los demás (um Andrer Willen), es
el resultado de una tergiversación teísta de corte judeo-cristiano que
desnaturalizó tanto al cinismo como al estoicismo. Lo que movilizaba a los auténticos cínicos antiguos no era
tanto una universal filantropía sino lo que llama Selbstgenügen, es decir la autosuficiencia –que en este caso podría
traducirse como autocomplacencia o autosatisfacción. Liberándose de las
posesiones, comodidades, placeres y diversiones pretendían alcanzar la mayor independencia o soberanía (Unabhängigkeit).
Forjaron un carácter de despreocupación y una jovialidad grandiosa (ihr war Charakter Sorglosigkeit und große
Heiterkeit) dedicando la vida al ocio, y así se la pasaban deambulando,
riéndose entre burlas y charlando con la gente. Una vida sin propósitos ni fines, sin
aspiraciones personales, elevada por
encima de los impulsos humanos (über
das menschliche Treiben), más una gran fuerza espiritual, permitieron que
actuaran como consejeros y censores. Pero si bien Diógenes y Crates fungieron
de coachers de algunas familias, el
horizonte titilaba acullá, el papel de lar
familiaris o ἀγαθὸς
δαίμων era un rol accesorio y secundario y no la finalidad del cinismo[78].
Según una nota de la primera edición de El
mundo como voluntad y representación,
solamente estos cínicos tardíos de la época de los Césares, de acuerdo a la
versión de Arriano, el recopilador de Epicteto, representaban la negación de la voluntad en la Antigüedad, por lo
cual los llama los capuchinos o los franciscanos de la Antigüedad, los
saniassis griegos. Schopenhauer va a agregar que, tal como los cínicos
renunciaron a toda posesión con el fin de la felicidad y la tranquilidad
espiritual (Geistesruhe), lo más
sabio sería renunciar a la sociedad a cambio de la soledad –haciendo honores a
la frase de
Labruyère: Tout notre mal vient de ne
pouvoir être seuls.[79]
En definitiva
el cinismo se reduce a la simpleza como atajo a la felicidad o la ataraxia, al
retorno a la vida fácil de la naturaleza por el minimalismo de los deseos y
necesidades, entendido como un maximalismo hedonista negativo (cuanto menos se
desea más se satisfacen los deseos que se tienen), y al contraste con el pudor
cristiano. Tal agudeza para captar un supuesto común denominador que englobaría
a la antigua escuela del Perro deja huella en el deudo. Nietzsche hereda en
buena medida de él esta forma de comprenderlos: Schopenhauer le da armas, pero
él las usa para apuntarle a Schopenhauer, al pesimismo. Los cínicos, según
dice, tendrían para enseñarle a Schopenhauer bastante sobre cómo amar la vida,
más allá de que el viejo la amaba sin saberlo o sin decirlo, alimentándose en
el mundo a fuerza de ultraje y desprecio.
Laercio
había acusado a Antístenes de apego a la vida, señalando que Diógenes pretendía
librarlo de ese achaque; pero Nietzsche ve en todo el antiguo cinismo no otra
cosa que ese amor por existir, un empeño en aferrarse a la vida a cualquier
precio, en las más penosas circunstancias, lo que para él dista de ser una
debilidad sino la más inocente y eminente afirmación. El cinismo tuvo en la
Antigüedad dos inclinaciones, una rigorista y una hedónica, y dos enfoques,
como un atajo a la virtud o bien a la felicidad. Nietzsche, adelantado por
Schopenhauer, lo toma por las segundas variantes, el ascetismo cínico le
interesa por el modo alegre, intrépido y socarrón en que elabora una dieta tan
tajante como artera, astuta y ambigua: son artistas del hambre, faquires
picarescos, funámbulos de la mala racha, aunque siempre en clave filosófica
(labran en el surco dejado por presocráticos, sofistas y socráticos,
volatineros del saber). No percibe ese cinismo que podía conjugar a Heracles
con los gimnosofistas, de impronta hercúleo-asiática, y el cínico adusto que
Séneca dibuja en Demetrio, o el cínico pastoral de Epicteto, corren nomás como
deformaciones del estoicismo tardío de Roma.
Las
verdades, dice Nietzsche, son monedas de cuño gastado, metálicos ya sin valor
de cambio. Lo admirable es que a diferencia del filósofo, y del sacerdote del
cual desciende el filósofo, el cínico no
falsifica la moneda ante sí mismo. Estos otros también son cínicos, pero en
el peor de los sentidos, un cinismo
impregnado de sangre fría que todo lo mide para incrementar su superpoder
sacerdotal –así el cinismo lógico de
rabino de san Pablo[80].
Lo que importa de una filosofía es si se puede o no vivir de acuerdo a ella,
algo que nunca enseñaron las universidades, que se contentan con criticar
palabras con palabras. En eso está el valor del cinismo y del resto de las
corrientes helenísticas. El polichinela de Diógenes es a la vez el científico
empírico y su propio cobayo, en todo momento está poniéndose a prueba para ver
si le da el piné como para dar cumplimiento a los requisitos de su filosofía.
Este clown heroico es todo lo opuesto
al filósofo de Estado propio de la era moderna, está dispuesto por todos los medios
y a cualquier precio a vivir según predica, a llevar adelante su filosofía con
su cuerpo como instrumento y su vida como paradigma. En ese coraje irrisorio
para la vida académica radica la verdadera filantropía (hizo más por la humanidad que todos los académicos recientes…) La
filosofía kantiana no puede ser vivida. Kant y Schopenhauer no vivían vidas de
sabios sino de eruditos, ejecutantes asalariados de una partitura pianística,
una vida incluso de políticos –lo que parece peor[81].
Es el célebre reproche del Perro al
divino Platón lo que da vueltas por el marote nietzscheano: ¿de qué sirve la filosofía de un tipo que en
toda su vida no logró entristecer (betrübt) a nadie? Ese es el cartel que deberían
poner en el frontispicio de la Academia: no que no entre quien no sepa
matemáticas, sino No le hizo daño a nadie (sie hat niemanden betrübt), el epitafio de la Universitätsphilosophie[82].
El lema de una filosofía de etéreos dedos y puños intrépidos al contrario
debería ser No avergonzarse más de uno mismo (Sich nicht mehr vor
sichselber schämen)[83],
la vieja desvergüenza o ἀναίδεια
pasa simplemente por ahí. Aquella plebe no paría precisamente obreros
de la filosofía sino reacuñadores de los valores. Vistos así los que tenían las
trancas cerradas de la sublime y adusta historia de la filosofía, los
falsificadores de filosofemas, los impostores de la sabiduría, ahora presentan
los papeles suficientes como para ser repuestos más bien como los filósofos más
propiamente dichos de la Antigüedad. Pero el arcaico can no tiene dientes
apenas para enseñar al sacerdote-filósofo, al científico o al académico. Si el
vulgo pudiera tener entre manos al antiguo cinismo encontraría un arma –de
doble filo pero arma al fin. Al proletario, al anarquista, al socialista, al
bohemio, al elenco completo de rebeldes plebeyos de la modernidad les falta
Diógenes; no dan tampoco con la linterna, dan más bien con el τῦφος.
Unos humos ingenuos, frutos de una engañifa que no deja de ser un autoengaño,
un falso αἰδώς
flamante del que hacen parte. Es así que Nietzsche relaciona al
moderno aborrecimiento de la esclavitud con la vanidad (Eitelkeit), ya que el obrero presente vive en todos los aspectos
peor que el esclavo y sin embargo se vanagloria de contar con los derechos del
hombre libre. El cínico, escribe, al despreciar los honores (Ehre verachtet), pensaba de otra manera y por eso Diógenes fue preceptor siendo
esclavo[84].
Diógenes, como el resto de los socráticos facciosos del helenismo, pero más que
ninguno, encuentra en la simplicidad y en cierta sobriedad el remedio más
importante contra todas las ideas de
revolución social –contra el platonismo popular secularizado hay que
decir–; lejos de los filósofos modernos tiene el valor de transformar
radicalmente su modo de vida y de demostrarlo con el propio ejemplo[85].
Nada más lejos de la farisaica doble vida del pastor de claustro académico. Pero
además si el cristianismo es el platonismo para el pueblo, el cinismo vendría a
ser el nietzscheísmo de la plebe. Y Diógenes, el Nietzsche a escala del lumpen-proletariado
antiguo, tendría todas consigo para seguir cumpliendo en el presente una pareja
función. «Pienso en la primera noche de Diógenes: toda la
filosofía antigua se dirigía hacia la simplicidad de la vida (Simplicität des Lebens)
y enseñaba una cierta sobriedad (Bedürfnisslosigkeit), el remedio más importante contra todas las ideas de revolución social
(das wichtigste
Heilmittel gegen alle socialen Umsturzgedanken). Desde este punto de vista los pocos filósofos vegetarianos han hecho
por los hombres (die
Menschen) más que todos los filósofos modernos; y
mientras que los filósofos no tengan el valor de transformar radicalmente su
modo de vida y de demostrarlo con su ejemplo, no habrán hecho nada (und so lange die Philosophen nicht den Muth
gewinnen, eine ganz veränderte Lebensordnung zu suchen und durch ihr Beispiel
aufzuzeigen, ist es nichts mit ihnen).[86]» No se va muy lejos con la proclamación de transformar el mundo (die Welt verändern) si no se dan índices
concretos de haber tenido el coraje de transformar de cuajo la propia vida. La tesis 11 del cinismo depuso la
interpretación del mundo con un pase al acto tangible y sin mediaciones.
En Nietzsche impactan tanto el κυνικὸς τρόπος como el κυνικὸς βίος. Le
interesan la παρρησία, la ἄσκησις
y esa ciencia jovial del
σπουδογέλοιον, la severidad a risas. En el
serio-burlesco está el sátiro científico
(enschaftliche Satyr) y en la otra
παρρησία de la vida misma los bufones
impúdicos (Possenreißer ohne Scham).
El cinismo como género literario contiene su propia ἄσκησις,
la indiferencia ante las formas distinguidas, la impunidad para saturarlas y
corromperlas, el desprecio por los géneros –el ejercicio impenitente de desprestigiar la literatura, según el
eslogan del cínico argentino Viñole. Entiende
que aplicaron la ἀδιαφορία
a los géneros literarios (la forma como ἀδιάφορον).
La máxima dietética que discriminaba Laercio, usar cualquier lugar para cualquier propósito, valía por lo visto
también para la escritura. Platón, el primer decadente del estilo, es
aburrido; pero no se podría decir lo mismo del desenlace esperpéntico y fatal
de ese revoltijo pueril, lo menipeo[87].
Nietzsche no
trata muy bien que digamos a las letras del perro en un principio; pero a la
larga no aspira a otra cosa que a llegar a la conciencia del can celeste,
alcanzar la sublimidad irrisoria del bufón
científico. Le interesan los pertrechos y cacharros de esta otra bolsa
cínica, ya que su propio proyecto es operar en la filosofía con los implementos
y suministros agenciados de antiguo por estos reos: la diatriba, la anécdota,
la carta, el aforismo y la biografía, la mezcla libertina de lo alto y lo bajo,
la cita y el cotidiano, la burla tramada en la parodia y el pastiche, la cruza
del diálogo y el tratado con la tragedia y la comedia y los géneros populares. El
humor barato –que decía Finley– es oro en manos del antifilósofo; aquella
arcaica ganga del panfletario, el pasquinismo de Diógenes y Crates debe
alcanzar, volver a alcanzar, ribetes cerúleos: «estoy condenado a divertir la próxima eternidad con chistes malos»
(ich verurtheilt bin, die nächste
Ewigkeit durch schlechte Witze zu unterhalten)[88].
Su literatura
puede sonar como un intento por robar ese savoir
faire al cínico, una explotación, en definitiva
la extracción del saber del esclavo practicada por el filósofo, un
aprovechamiento de la sabiduría y los recursos de esa literatura baja y vulgar
desde la elevación altocultural del hombre excelso, nada que no hayan hecho ya
los estoicos y sobre todo los satíricos romanos, cuando no ciertos
eclesiásticos. El cínico, y a esto lo podía pensar de alguna
manera el estoico, viene a abreviarle el
trabajo al filósofo (son verdaderos abreviadores y facilitadores de su
tarea, eigentlichen Abkürzern und
Erleichterern seiner Aufgabe)[89].
Los estoicos en un primer momento, algunos eclécticos o escépticos,
epigramáticos y satíricos y –mal que pese a Nietzsche– ciertos Padres de la
Iglesia y apologetas, ya habían entendido al cinismo en tal sentido, no sólo
usado a los Κυνικοί de ayuda de cámara sino al κυνισμός como un horizonte hacia
el cual remontarse. No es que Nietzsche, que era cada nombre de la historia (jeder
Name in der Geschichte ich bin), pueda encorsetarse en un neocínico; reclamaba el derecho al cinismo nomás (das Recht des Cynismus). Si, como parece
apuntar en algunos momentos, el παραχαράττειν τὸ νόμισμα no era más que una devaluación o
falsificación de los valores dados, una actividad negativa que no podría
compararse con los aires próceros de la transvaloración, la gesta del cinismo antiguo entonces
no avanzó más allá del nihilismo. Obviamente en lo que suele tenerse a mano
como la filosofía de Nietzsche la
felicidad y la virtud no son otra cosa que ideales decadentes, ni el
eudaimonismo hedonista ni el moralismo aretaico aportan a la estupenda y
grandiosa lid de la voluntad de poder: la felicidad no es empoderamiento y la
voluntad arrolla los paredones de la moral. Pero el Nietzsche que respira no es el que habla
cuando escribe, la vida de este otro parásito social por prematura jubilación
es más cínica que aristocrática y decanta hacia el perro. Ser
cosmopolita para él es vivir como un europeo, no como un alemán, lo cual es una
buena forma de reponer aquel viejo concepto cínico en orden a cómo realmente
operaba en su contexto de origen. Europeo en espíritu, pero en los hechos un
nómade exiliado que vive bajo una dieta de extrema austeridad y apartado del
mundo. El cinismo
es lo más elevado a lo que puede aspirar su escritura filosófica y la
literatura cínica fue a la vez un formato burdo y popular que se vengaba de la
alta literatura griega tomando en solfa sus vanas ilusiones y pomposos
simulacros. Una universalización del
cinismo no sería otra cosa que arrancarlo no tanto de su momento histórico
germinal sino de su circunscripción de clase, elevarlo a clase universal. Esta literatura del vulgo, que se revuelca en los
libros como en su propia mierda (in
Büchern wie auf ihrem eignen Miste), esta filosofía del subproletariado
griego, este pensamiento de las capas bajas, es a la vez lo más alto a lo que
puede llegarse. Una elevación invertida, para abajo. La no falsificación del metálico ante sí mismo (die Falschmünzerei vor sich selbst) conlleva la imbricación de Gemeinheit (vileza, bajeza, canallada,
vulgaridad) y Redlichkeit (sinceridad,
buena fe, rectitud, probidad). Allí donde el cínico cumplido (vollendeter
Cyniker) es el animal ya no talla ningún Dios y el intrépido σοφός
heráclico se mide
a sí mismo como un Übermensch
sin ninguna unidad de medida fija, sin
τέλος, sin el patrón oro de una cierta meta delimitada a la que
debería tenderse a fuer de μίμησις y
ἄσκησις. El Diógenes póstumo, convertido en un chiflado intempestivo y
más melodramático, vuelve como correo del Hades después del cristianismo a
anunciar con toda irrelevancia y patetismo la muerte de Dios, o quizá haya que
decir la irreversible y definitiva desacralización de la φύσις.
[1] Recuerdos de Sócrates I, 1.
[2] Arriano, Diatribas de Epicteto III 22, 90.1.
[3] Antonio
Mónaco, II, XXXII 61.
[4] Laercio, VI
38-39.
[5]
Pseudo-Diógenes, Epístola 47.
[6] «Ἐρωτηθεὶς
ὑπό τινος,
"ποῖός
τίς σοι Διογένης
δοκεῖ ;" "Σωκράτης,"
εἶπε,
"μαινόμενος."» (Laercio, VI 54)
[7] «εἰώθει
δέ, φασιν, ὁ Πλάτων
περὶ Διογένους
λέγειν, ὅτι
μαινόμενος οὗτος
Σωκράτης ἐστίν»
(Eliano, Historia varia XIV, 33)
[8] «Ὁ δ' ἀνεξέταστος βίος οὐ βιωτὸς ἀνθρώπῳ» (Apología 38 a).
[9] Filodemo, Sobre los dioses I, XXI 27-29; Laercio,
VI 24; Pseudo-Eudocia, Violar 33, 2,
p. 242, 6-8.
[10] Historia varia IV 11.
[11] Cf. Rafael Sartorio, Los cínicos.
[12] Recuerdos de Sócrates I, 11-14.
[13] «Sócrates es culpable de no reconocer a los
dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades.
También es culpable de corromper a la juventud» (ἀδικεῖ
Σωκράτης οὓς
μὲν ἡ πόλις
νομίζει θεοὺς
οὐ νομίζων,
ἕτερα δὲ καινὰ
δαιμόνια εἰσφέρων·
ἀδικεῖ δὲ καὶ
τοὺς νέους
διαφθείρων.) (Jenofonte,
ibid. I 1.)
[14] Laercio, VI
21.
[15] «οὐδὲ
γὰρ τὸν
μαινόμενον ἀντιμαινόμενός
τις ἰᾶται» (Estobeo, II
2, 15)
[16] Filodemo, Sobre los estoicos: Papiro Herculanense n. 339, col. X.
[17] Dión de
Prusa, Discursos IX 8 y 36.
[18] Suda, s. v, Sótades, IV, p. 409 Adler 23
ss.
[19] Laercio, VI
82.
[20] «οὐδὲ σωφρονεῖν ἡγοῦνται, μαινομένους δέ
τινας ἀνθρώπους καὶ ταλαιπώρους εἶναι» (Dión, Discursos
XXXIV)
[21] «ἔφη
τις τὸν
Διογένην ἀνόητον
εἶναι˙
ὃ δὲ "ἀνόητος
μὲν οὐκ
εἰμί," ἔφη,
"τὸν δὲ
αὐτὸν
ὑμῖν νοῦν
οὐκ ἔχω."»
(Estobeo III 3, 51)
[22] Laercio, VI
35.
[23] Id., VI 71.
[24] Jenofonte, Recuerdos de
Sócrates III 9, 6.
[25] Dión de
Prusa, Discursos X.
[26] Laercio, VI
20-21.
[27] Platón, Banquete 220 a-d.
[28] Jean-Claude
Milner, La puissance du detail: Phrases
célèbres et fragments en philosophie, París, 2014. Cf., Maxime Chapuis, Diogène,
« Socrate devenu fou » ?
[29] «Ὁ αὐτὸς ἐρωτηθεὶς τίς αὐτῷ δοκεῖ Διογένης ὑπάρχειν ἔφη·
“Σωκράτης μαινόμενος”» (Gnomologium Vaticanum 743 n. 442). Cf. Codex
Vaticanus Graecus 1144 f. 232.
[30] Ortiz en el
prólogo, fiel al Santo Tribunal de la Inquisición, advierte que las expresiones propias del gentilismo y
las opiniones ajenas a la sana moral
y dañosas para el pueblo cristiano
serán anotadas y vaticina las risotadas del lector ante los batacazos de
aquellos impíos, sobre todo cínicos y afines. «Por lo demas los lectores se reiran como yo al ver los caprichos,
sandeces y necedades de Aristípo, Teodoro, Diógenes y demas Cínicos; la
Metempsícosis Pitagorica: el fanatismo republicano de Solón y otros: las manías
de Crates: las aprehensiones de Pirrón, Bión, &c.: el Ateismo de unos: el
Politeismo de otros; y en una palabra, quantos disparates hacian y decian algunos
Filosofos de estos; pues como ya diximos, la Filosofia que no va sujeta á la
revelacion apenas dara paso sin tropiezo.» Ni Sócrates ni Platón, como
sería previsible, figuran en esta lista.
[31]
Maxime Chapuis, op. cit.
[32] Émile Littré,
Médecine et médecins, París, 1872;
Désiré Magloire Bourneville, Socrate
était-il fou ?, París, 1864.
[33] «un fou qui se croit au service commandé d’un dieu.
C'est un messie…» (Nicolas Brémaud, Folie de Socrate ?)
[34] Karl Jaspers,
Los grandes filósofos I.
[35] Platón, Apología 31 d y 40 a-c; Teeteto 151a; Eutidemo172 e; Fedro 242
c; República 496 c-e.
[36] Recuerdos de Sócrates III
9, 6.
[37] El nacimiento de la tragedia 13.
[38] Laercio, VI 29.
[39] «gleichsam das silenenhafte äußere Wesen des
Sokrates, seine Krebsaugen, Wulstlippen und Hängebauch wiederzuspiegeln » (Sócrates
y la tragedia)
[40]
«Formen auch das litterarische Bild des
„rasenden Sokrates“, den sie im Leben darzustellen pflegten, erreicht haben»
(El nacimiento de la tragedia 14)
[41] El origen de la tragedia y Sócrates y la tragedia.
[42] Historia de la literatura griega III, 4.
[43] Historia de la literatura griega I y II.
[44] Fragmentos póstumos 1885-1889, 24 [8].
[45] Historia de la literatura griega I y II.
[46] “El problema de Sócrates” en El
crepúsculo de los ídolos.
[47] El caminante y su sombra 18.
[48] Los filósofos
preplatónicos.
[49] Los filósofos
preplatónicos.
[50] Alexander Nehamas, El arte de
vivir.
[51] Ecce homo.
[52]
La gaya
ciencia
III 125.
[53]
Dostoievski, Los hermanos Karamasov;
Lacan, Seminario XVII.
[54]
«Yo también hablo de un “regreso a la naturaleza”,
aunque en realidad no es un regreso, sino un ascenso» (Auch ich rede von »Rückkehr zur Natur«, obwohl es eigentlich nicht ein
Zurückgehn, sondern ein Hinaufkommen ist) (El crepúsculo de los ídolos IX
48)
[55] Fragmentos póstumos 1885-1889 14 [141].
[56] Fragmentos póstumos 1882-1885 7 [222].
[57] Historia de la literatura griega III 11.
[58] Enciclopedia de la filología práctica 7.
[59] Más allá del bien y del mal 26.
[60] Fragmentos póstumos 1869-1874
29 [143].
[61] Consideraciones intempestivas II 1.
[62] Fragmentos Póstumos 1875-1882 5 [10].
[63] El caminante y su sombra 350.
[64]
Correspondencia VI (a Georg Brandes,
20/11/1888).
[65]
Ecce Homo 2.
[66]
Más allá del bien y del mal 26; cf. ibid. 270.
[67]
El caso Wagner 2.
[68]
Fragmentos póstumos 1885-1889, Cuaderno W 2 9C (D 21)
octubre-noviembre de 1888 8.
[69]
Humano, demasiado humano II 5.
[70]
El caso Wagner, Postcriptum.
[71]
La gaya ciencia V 368 (“Habla el cínico”).
[72]
Humano, demasiado humano II 256.
[73]
Nietzsche contra Wagner X 3.
[74] Fragmentos póstumos 1885-1889 14 [94].
[75]
Genealogía de la moral III 7.
[76]
Aurora 367.
[77] Parerga y paralipomena, Fragmentos sobre la historia
de la filosofía 6.
[78] El mundo como voluntad y
representación II, “Complementos al Libro primero”
16; Parerga y paralipómena, “Fragmentos sobre la historia de la filosofía”
6; ibid., “Aforismos sobre la sabiduría de la vida” V A.
[79]
Parerga y paralipómena, “Aforismos sobre la sabiduría
de la vida” V B.
[80]
El Anticristo 12, 26 y 44.
[81]
Fragmentos póstumos 1869-1874, 30[18].
[82]
Consideraciones intempestivas III 8.
[83]
Gaya ciencia 275.
[84]
Humano, demasiado humano 457.
[85]
Fragmentos Póstumos 1869-1874, 31 [10].
[86] Fragmentos póstumos 1875-1882,
31 [10].
[87]
El crepúsculo de los ídolos, X 2.
[88]
Correspondencia VI (a Jacob Burckhardt, 6/1/1889).
[89]
Más allá del bien y del mal 26.
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