Tal es la plasticidad del cinismo que es posible pasar de un obispo a un boxeador en una misma época y en un mismo sitio. El curioso obispo fue Máximo y el púgil, también egipcio, se llamaba Horo. Había obtenido la corona en los Juegos Olímpicos de Antioquía del año 364 y llevado con éxito una carrera en el deporte de los puños con una considerable cantidad de victorias al hombro. Pero en algún momento de su vida el tipo colgó los guantes y se calzó el manto, el bolsito y el bastón. Dio el salto del atletismo al ascetismo, un pequeño paso si se tiene en cuenta que no abrazó cualquier filosofía sino la que mejor podría cuadrar en un ex pugilista: la filosofía de la acción y la dureza, la filosofía del cuerpo, la filosofía del cerebro y el músculo –que diría el colega Omar Viñole–, la más cercana a la desnudez y a la gimnasia.
Horo,
dice Macrobio, era «un hombre fuerte
tanto de cuerpo como de alma, que después de haber conquistado palmas innúmeras
entre los púgiles, migró al estudio de la filosofía y consagrándose a la secta
de Antístenes, Crates y el propio Diógenes, fue tenido por los cínicos como no
carente de celebridad»[1].
La base física del entrenamiento ya la tenía y fue a por Antístenes, Diógenes y
Crates para completar la cosa. Y por lo que se sabe, destacó no sólo en el
rigor ascético. Parece ser que se enorgullecía, como corresponde al perro, de prescindir
de esclavos y de no tener otro peculio que el antedicho kit cínico[2];
pero además, según cuenta Libanio, era un sujeto con vocación por el saber y la
cultura, como también deja ver Macrobio, que lo exhibe como un ilustrado en retórica,
mitología, astronomía y gramática.
Es
poco lo que puede saberse de este filósofo y deportista, pero ya con semejante
combinación tenemos suficiente para aportar a la causa. He aquí ya expuesta su
anécdota principal. Libanio en un par de cartas de recomendación que envía a
ciertas autoridades, informa al paso que era hijo de un tal Valente y hermano de
un tal Fanes y al parecer temprano estudiante de retórica[3].
Quinto Aurelio Símaco, político y escritor pagano, lo alude en una carta que
envía a Flaviano, hermano de Símaco, a quien lo recomienda como amigo comentando
que destaca por su vida y erudición y porque posee el don de relacionarse con
los mejores[4].
Es gracias a tales caballeros romanos que sabemos algo de él, por tres
epístolas que despacharon los dos últimos y por las Saturnales de Macrobio donde Horo funge como personaje de los
diálogos. La carta de Símaco es de antes del 381 y la inabarcable obra
macrobiana –cuya historia transcurre en 384– fue escrita alrededor de los años
385 y 430, por lo cual este perro hace méritos para introducirse en el elenco a
continuación de Máximo, aunque probablemente no haya sido menor en edad sino
incluso algunos años mayor, habida cuenta de que ya era campeón hacia el 364. A
fiar por quiénes lo evocaron –tres honorables varones que bregaban por la
tradición politeísta–, y por lo que detallan, habrá que ver en el robusto ejemplar
a un cínico no comprometido con los círculos cristianos, sino de estirpe
helénico-romana, clásico y hasta culto y no especialmente volcado a los actos
estrafalarios y provocativos, que no tendrían mayor lugar por entonces.
Nuestro
hombre, que por lo visto no fue un desconocido, goza de la suerte de no contar
con una leyenda negra en derredor: de hecho en el banquete de Macrobio no le
toca a él el característico rol del cínico impertinente sino a otro interlocutor
que lo acompaña llamado Evángelo –un burdo cristiano si no un procaz escéptico.
Como era casi de rigor en el género simposíaco, Macrobio hace caer a su cínico en
este festín de ilustres eruditos romanos y prohombres senatoriales adoradores
de Virgilio sin ser invitado; pero el papel que le asigna dista de ser el del
aguafiestas sino más bien el de un extranjero afable que no representa otra
cosa que la perspectiva étnica de un intelectual egipcio. Nada queda en el
penúltimo espécimen de aquellas pantomimas y tupés del viejo Diógenes
primitivista. Al revés, Horo es indicado como gravis vir et ornatus, todo un juicioso y respetable varón[5].
Incluso tan tolerante de los entremeses culturales como para asistir a lo largo
de siete libros a un interminable y enciclopédico debate sobre minucias de todo
calibre: la naturaleza térmica de la mujer, las cualidades detergentes del agua
salada o dulce, los calendarios romanos y egipcios y demás ítems del trivium y el quadrivium (hasta sobre la aporía del huevo y la gallina). Queda
claro que la disputa entre paganos y cristianos incluía como accesorio colateral
un tironeo por el cinismo: unos y otros lo rescataban en parte, cercenándole lo
que les resultaba inaguantable. Que dentro de esta pieza insuflada por la
voluntad de salvar a la cultura clásico-antigua se haya ubicado a un acólito de
Diógenes, a uno de tan buena conducta y tan bien desmalezado, parece probar ese
reclamo. Este otro egipcio del bando contrario se vuelve el cínico modelo que
demandan los notables de la reacción pagana, cínico apenas porque vivía
conforme predicaba, con una austeridad rayana en la penuria; pero afecto a
guardar la compostura, parlamentar con doctos y bien nacidos sobre todo tipo de
curiosidades y arrojar al río del olvido el satirismo de los desfachatados. Un
perro que hubiese sido bien recibido por Juliano de no haber caído en batalla
cuando él se ejercitaba todavía en la palestra. Un sobreviviente de aquel otro
mundo en retirada, que las escuelas filosóficas y con ellas su sombra cínica,
las religiones de la tradición y los mismos Juegos Olímpicos, todo eso
desaparecería en menos que cantara un gallo. Basta para nosotros con que haya
sido filósofo y boxeador a la vez.
[1] «vir corpore atque
animo iuxta validus, qui post innumeras inter pugiles palmas ad philosophiae studia
migrauit, sectamque Antisthenis et Cratetis atque ipsius Diogenis secutus inter
Cynicos non incelebris habebatur» (Macrobio, Saturnales I 7, 3-4)
[2] Id., ibid.
VII 13, 17.
[3]
Libanio, Epístolas 1278, 1279.
[4]
Símaco, Epístolas II 39.
[5] Macrobio, ibid. I 16, 38.
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