Los cínicos de Luciano

Cántaro, Herófilo, Alcidamante, Cratón, Cinisco


En las figuras históricas de Peregrino y Teágenes, Luciano pretendió poner a la vista la degradación del cinismo contemporáneo. En las de Demónax y Sóstrato, quienes no debían fidelidad a la probable secta o forma de vida reglada, ofreció el contraejemplo ecléctico y anti-faccioso urdido a su medida. Uno era la parte intelectual y el otro la corporal, curiosa disociación para responder a una filosofía que en Diógenes unía las dos cosas. Pero estos no son los únicos cínicos que figuran en su obra. Luciano aludió a unos cuantos más y se inventó otros tantos. Algunos malos, otros perfectibles, y otros incluso ejemplares.

En La vida de Demónax, fuera del protagonista, héroe lucianesco, del antípoda Peregrino y de Honorato el de la piel de oso, surgen un par más que también ofician de contraste: aquel anónimo que acusaba de sodomía a un procónsul y al que Demónax sugiere mandar a depilar como prudente castigo, y aquel otro que se ufanaba de ser heredero de Antístenes, Diógenes y Crates, pero que además del manto rotoso y el bolso, en vez de portar bastón llevaba en mano un garrote (περος), y al que Demónax por ende llama en solfa –y acusándolo de macanear– περείδου μαθητς, discípulo de Hipérides (o como sugiere Goulet, del Hijo de la Cachiporra).[1]

En Los fugitivos aparece un tal Cántaro de Sinope, alias de un probable discípulo real de Peregrino, asceta riguroso pero para Luciano falso. El sobrenombre, Κάνθαρος, quería decir escarabajo pelotero. Es presentado como un sujeto consagrado al insulto, que lleva en la alforja oro en vez de lupines o pan; un esclavo prófugo que huyó con otros dos colegas y van con una mujer a la que comparten, más bien a la fuerza, como amante.

El cínico anónimo que sube a la Acrópolis en el final de El pescador es otro que en vez de llevar en la mochila libros, lupines o pan, lleva, además de oro, navajas de barbería, espejos, aceites aromáticos y unos dados.[2]

En Icaromenipo aparece un tal Herófilo, al que Menipo ve durmiendo en la puerta de un prostíbulo y no, como el buen cínico, en la de un templo o la de una casa de familia, y al que se considera en general ficticio.[3]

En El banquete o los lapitas se lleva un rol coprotagónico λκιδάμας, Alcidamante, o Alcidamas para otros traductores más literales, cuyo nombre, que significa algo así como el que somete por la fuerza, alude al nombre dorio de Heracles, Alcides. Este personaje es un gritón pesado que lanza invectivas contra lujo y lujuria en un banquete de filósofos y hombres de letras en el que irrumpe sin ser invitado. Luciano dice que tenía fama de ser el más ladrador de los perros y por eso el mejor y más temible. Arquetipo del cínico grotesco es irritable, pedante y moralista impertinente –anque bovarista heracleo. Rechaza la invitación a sentarse en un sillón por ser propia de afeminados o mujeres: «Yo, en cambio, voy a cenar de pie, al tiempo que paseo por el comedor; y si me canso, echaré a tierra mi manto y me tumbaré sobre el codo, como pintan a Heracles». Se la pasa persiguiendo a los que sirven la vianda y mientras come como un glotón despotrica contra el oro y la plata, los vestidos de púrpura, diserta sobre virtud y vicio y se jacta de ser inconmovible, libre de pensamiento y fuerte de cuerpo[4]. Mientras bebe persistentemente de un cazo con vino que le entregaron para que calle, se va quitando la ropa hasta quedar casi desnudo. Cada intervención suya provoca la risa burlona del resto de los filósofos; pero el colmo llega cuando la burla pasa a labios del bufón que anima la fiesta, al que ya venía celando porque le robaba la atención. El cínico lo desafía a una lucha de pancracio y luego de desnudarse ambos, para más inri y carcajadas de los contertulios, resulta patéticamente zurrado. Sin embargo se trata de un banquete de filósofos de distintas escuelas en el que nadie se salva, son todos delirantes y enloquecidos y acaban a las trompadas. Hablan con insolencia, se injurian unos a otros, lastran con glotonería, beben de manera insaciable y terminan en una batahola sangrienta todos contra todos en disputa por las mejores porciones. Por lo cual, en definitiva, Alcidamante no desentona como excepción: es otro desquiciado, salvo que con las peculiaridades caricaturescas propias de un cínico. La escena se parece a las golpizas múltiples entre los parroquianos de las cantinas de los westerns, con objetos que vuelan de un lado a otro entre patadas y puñetazos. La moraleja antifilosófica está a la vista: Luciano se encarga de demostrar que aprender ciencias no sirve de nada si no se aprende a vivir orientado a un fin noble, que los que se aferran con rigidez a los libros terminan extraviados, que los filósofos en definitiva son peores que la gente común (διταιlos únicos que allí se portan bien mientras aguardan recibir un ejemplo de aquellos que, por la vestidura que ostentan, deberían actuar con sabiduría. Después de mearse en el comedor delante de las mujeres, en medio de la rosca general, el cínico le parte a bastonazos la cabeza a uno y la mandíbula a otro y avanza golpeando a todo el mundo hasta que el bastón se le rompe. Los comensales, con tabiques rotos, algún ojo menos, bañados en sangre y vomitando son retirados en literas mientras Alcidamante duerme a pata suelta sobre un diván.

Contra la impresión que queda en un primer vistazo, Olimar Flores-Júnior dedica un estudio minucioso que demuestra que Alcidamante era para Luciano, en todo caso, el único más o menos respetable de aquellos filósofos hipócritas, porque al romper los protocolos y dejar de lado el falso decoro compartido por los demás, procede con una conducta no necesariamente contraria a los principios en los que se embandera. Detrás de la imagen grotesca, una solapada y risueña reivindicación.[5]

En Sobre la danza (Περ ρχήσεως) Luciano, como en el diálogo anterior bajo el alter ego de Licino, lleva a cabo una prolongada defensa de la danza contra los ataques recurrentes de ciertos filósofos. Cratón, algo así como hombre fuerte, o bien mezcla de Crates y Platón, es el interlocutor al que se propone convencer. Se trata de una obra seria y este es un cínico reflexivo y cultivado, no un ridículo como Alcidamante. Para Cratón la danza es trivial y afeminada (φαύλῳ καὶ γυναικείῳ), a la vez que contraria a la filosofía y la tradición griega. En lo primero manifiesta una aprehensión propiamente cínica, aunque no tanto en lo de salir en defensa de la cultura clásica. El bailarín es un marica, dice, que imita a las mujercitas enamoradas más libidinosas de la antigüedad entre cantos lascivos y ropajes delicados. «Eso sería ya lo único que me faltaba, con esta barba tan larga y mis cabellos blancos sentarme en medio de esas mujerzuelas y de una multitud de espectadores frenéticos, y encima aplaudiendo y lanzando a gritos elogios indecentísimos a un individuo desvergonzado que se contorsiona sin ningún sentido.» Licino, con una ristra de argumentos documentados, da vuelta esa postura y sostiene que la danza es el mayor de los bienes de la vida. Le dice a continuación que él la ve de tal equívoca manera por el simple hecho de llevar un género de vida miserable (αὐχμηρῷ) y valorar como bien solamente lo que es rudo (σκληρός)[6]. Luciano pone de su lado a Homero, Hesíodo y los trágicos, e incluso a Sócrates y los espartanos. La danza es tanto más benéfica cuanto placentera y los bailarines hombres cultos y estudiosos en los que rige el mandato délfico conócete a ti mismo, fuertes como Heracles y delicados como Afrodita. Dicho esto, logra persuadirlo tan bien que Cratón le pide al final que le reserve un asiento a su lado en la próxima función, para volver de ella él también más sabio. Licino, Luciano, refiere que Demetrio de Corinto, el amigo de Séneca, también tenía a los bailarines como ejecutores de unos movimientos sin ton ni son, ἄλογον, absurdos, que fascinaban a la gente por el ornato que los rodea, los trajes de seda, las máscaras, las flautas y las voces de los cantantes. Pero un bailarín de gran reputación en los tiempos de Nerón, le pidió una vez que lo viera danzar sin música ni ninguno de esos aditamentos y luego lo juzgara. Y fue así que Demetrio acabó convencido, expresando que veía y oía maravillosamente la historia que le estaba contando con las contorsiones del cuerpo[7]. He aquí dos ejemplos de cínicos flexibles y razonables que son rescatados por Luciano de la aspereza corporativa.

Goulet incluye en su lista de cínicos a otro que figura en Sobre los que están a sueldo[8]: Tesmópolis, un estoico del que se dice que, por haber tenido que cuidar a la perra de una mujer para la que trabajaba, acabó yéndose con los perros –o que de estoico que era se volvió cínico. Este filósofo aparece también en El sueño o el gallo, un diálogo de clara moraleja cínica. Allí Pitágoras, reencarnado en un gallo (un gallo que también había sido Crates de Tebas, Aspasia, un rey, un sátrapa, un pobre y unos cuantos otros animales), le da una lección al zapatero Micilo, ávido de riquezas, sobre la bendición de la vida sencilla y pobre, preferible a la de los reyes y acaudalados: lo dota de invisibilidad y entran juntos en las casas de los tipos a los que envidia, para verificar a continuación las permanentes preocupaciones y lamentos de estos supuestos hombres dichosos. El gallo filosófico despierta al pobre trabajador de los vanos sueños de oro.

El remendón susodicho vuelve a aparecer, esta vez como personaje secundario y ya como hombre rescatado y en pleno ejercicio de la virtud, en El tirano o la travesía, otra de las obras pro-cínicas de Luciano, que en este caso narra el viaje de un contingente de muertos hacia el Hades. Allí están Caronte, Hermes, la Moira Cloto, el juez Radamantis y demás seres de la mitología. El malo de la pieza es el tirano Megapentes, quien a toda costa quiere regresar a la vida o, en su defecto, conservar los privilegios en el mundo de los muertos. En cambio el modesto zapatero y el filósofo perruno Cinisco, marchan contentos a cumplir –el estricto perro incluso le recrimina a Cloto haberlo dejado demasiado tiempo en la tierra. Con este último personaje Luciano introduce por fin a un perruno virtuoso en toda ley, un verdadero modelo que contrasta con el grueso de los citados anteriormente. Este no juega el papel de decadente ni de áspero al que hay que dulcificar. Cinisco (Κυνίσκος, esto es perrito o cachorro), es un prototípico ejemplar de la secta pero noble (γενναιότης), que carga al hombro la πρα y luce en manos el βκτρον o bien un ξύλον, un garrote. Ostenta una mirada severa que denota su profesión terrestre de guardián y médico de las faltas humanas (φορν κα ατρν τν νθρωπνων μαρτημτων), gestión que cumplió en tierra con todo rigor ante Megapentes, quien pensaba colgarlo a causa de su espíritu libre y su excesiva rudeza (λεθερος γαν κα τραχς). Por eso él, junto al zapatero, marchará a las Islas Bienaventuradas a reunirse con τος ρστοις, mientras se debate si al tirano se lo remitirá al Piriflegetonte, el río de fuego del Hades, o se lo encomendará a las fauces del can Cerbero. Cinisco propone al contrario que lo eximan de beber de las aguas del Leteo, el río del olvido que le tocaba al resto de los palmados, para que recuerde perpetuamente sus errores. Luciano dice que Cinisco, a lo Diógenes, murió tragándose una sepia cruda (σηπαν μν), aunque a la par que un huevo expiatorio, ya que la ingesta tuvo lugar en la cena de Hécate, un ritual piadoso que realizaban los pobres en la calle. Micilo, además, afirma que el perro estaba iniciado en los misterios de Eleusis. Como se ve, es un cínico ideal al estilo de los que promovían Epicteto o más tarde Juliano.

Curiosamente Cinisco vuelve a aparecer también como cínico ejemplar y característico en Zeus confundido; pero ahora ocupa el papel de cínico escéptico. Este otro es un Cinisco en vida, que en vez de reprocharle a la Moira Cloto no haberlo llevado antes al Hades, declara que preferiría vivir feliz el tiempo que le quede, aunque dieciséis buitres le comieran el hígado una vez muerto, y no pasar sed en la tierra como Tántalo, aunque luego no pudiera beber en la Isla de los Venturosos. La obra no es otra cosa que un diálogo en el que le infiere un interrogatorio de tipo socrático al mismísimo Zeus, dejándolo muy mal parado. Abruma al dios haciéndolo pisar el palito una y otra vez hasta que lo fuerza a retirarse del tablado huyendo aturdido. Sus cuestiones son las típicas del cinismo agnóstico, ateo o impiadoso, similares a las que formula Enómao.

De entrada le pregunta si es verdad lo que dicen Homero y Hesíodo sobre el Destino y las Moiras (περ τς Εμαρμένης κα τν Μοιρν) y sobre el poder (δυνατός) del Destino y la Fortuna (Εμαρμένη y Τύχη). Zeus, al que la παρρησία del cínico exaspera, se ataja y le espeta que no le corresponde saberlo todo (ο θέμις παντά σε εδέναι) y lo acusa de extraer esas preguntas de los abominables sofistas (καταράτων σοφιστν), a los que les imputa σέβεια por negar la presciencia (προνοέω) de los dioses sobre los hombres, es decir la Πρόνοια o Providencia, y alejarlos de los sacrificios y plegarias (θύειν κα εχεσθαι) al señalarles que no se preocupan de sus asuntos en la tierra. Zeus admite que las Moiras tienen la madeja del Destino, de manera que su poder como dios es limitado; por lo que Cinisco infiere que los dioses son más esclavos que los hombres, porque los hombres se liberan de la esclavitud con la muerte y los dioses al ser eternos (θανάτους) no. Si las Moiras lo controlan todo de manera indefectible y nadie puede cambiar lo que ellas de una vez decidieron ¿cuál es el sentido de los sacrificios y plegarias? Los hombres los realizan, contesta Zeus, no para provecho propio sino como honra a los seres superiores (τιμντες τ βέλτιον). Pero los dioses, arguye el perro, también son víctimas del desorden (ταραχή) y padecen múltiples vicisitudes adversas (Hefesto es cojo, Prometeo es encadenado, Cronos atrapado con grilletes en el Tártaro, otros se enamoran, otros son esclavizados o heridos y así), de modo que es inútil (ἄχρηστος) que conozcan el porvenir unos seres incapacitados de precaverse ante él. Advertir de lo que va a ocurrir ineludiblemente –sigue Cinisco– es ocioso, y además lo hacen a través de un enredo de palabras oblicuas y ambiguas que confunden a la gente. Le pregunta a paso seguido por qué no castigan a sacrílegos, piratas, ladrones o libertinos como Calias o Alcibíades y sí a gentes de bien como Foción, Arístides o Sócrates. Zeus responde que los malvados serán castigados una vez muertos; pero Cinisco retruca que no tiene ningún sentido castigar a quienes no actúan de manera voluntaria sino llevados por los husos de las Moiras, por lo que sería más razonable castigar a las Moiras y al Destino que a un Sísifo o a un Tántalo. Abrumado, Zeus lo amenaza y lo acusa de ὑβριστικός y θρασύς –algo así como escandaloso e insolente–; pero el cínico ni se mosquea porque, después de todo, lo que haga o no haga Zeus no le compete al dios sino a las Moiras, de manera que no podría reprocharle nada. Cuando Zeus se marcha irritado, Cinisco concluye que incluso las Moiras viven una existencia infortunada, porque les tocó un pésimo Destino al tener que hacerse cargo de los fastidiosos asuntos de todos los seres humanos, siendo apenas tres para semejante tarea. Sostiene que él no cambiaría jamás su forma de vida, que por más menesterosa que sea es mejor que la incansable faena de vivir hilando el ovillo de todo el mundo.

En el diálogo anterior se mencionaba que Cinisco lucía algunos estigmas por haber cometido en vida alguna que otra falta, de las que pudo librarse iniciándose en la filosofía. Podría pensarse que tales estigmas fueran resultado de esta actitud irreverente. Pero nada queda claro. Luciano, como Máximo de Tiro, juega en varias posiciones; por eso es capaz de mostrar a los cínicos de todas las maneras posibles, como piadosos y como irreligiosos, como virtuosos o como falsarios.




[1] Vida de Demónax 49.

[2] El pescador 45.

[3] Icaromenipo 16.

[4] «τρεπτος μν λκήν, λεύθερος δ τν γνώμην, τ σμα δ οτω καρτερός» (El Banquete 16)

[5] Olimar Flores-Júnior, Luciano e o cinismo: O caso Alcidamas.

[6] Sobre la danza 1-2.

[7] Ibid. 63.

[8] Sobre los que están a sueldo 33-34.


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