Filósofo-rey actor y atleta-hedonista: el Diógenes de Máximo de Tiro


El personaje de Diógenes entusiasmó a Máximo de Tiro, que escribió abundantemente sobre él y dejó al respecto algunas pepas bastante gratas. Una de ellas es un discurso en favor de la vida del cínico, es decir la de Diógenes, en el que se encarga de demostrar que es él el auténtico filósofo redimido del yugo de la caverna platónica, el que libre de todas las cadenas levanta su vista y ve el sol y los astros. Así pone a la alegoría de Platón contra el mismo Platón y contra el héroe máximo de Platón, Sócrates.

Máximo describe en tal texto dos edades, cada una de las cuales se caracterizó por dos géneros de vida. Una la edad de Cronos en la que los hombres, cuya creación Zeus encargó a Prometeo, vivían en paz, abundancia y armonía, sin guerras ni competencia ni necesidades, sólo con los recursos que brotaban de forma espontánea de la naturaleza. A esa edad siguió otra de Hierro, en la que los hombres, creyendo que «lo presente necesitaba la guía de lo ausente» (τ παρν νδεστερον γομενοι το πντος), se dejaron llevar por la avidez de riquezas, y de tal suerte aparecieron la propiedad privada y la tecnología, la agricultura, el comercio y la industria, la guerra y la matanza de animales, y con ello surgieron todas las miserias, estupideces y contradicciones humanas, y los hombres queriendo procurarse nuevos placeres terminaron viviendo atormentados. Estos últimos hombres son los de la caverna platónica, encadenados de pies y manos en esa cueva a oscuras en la que para soportar la desgracia se entretienen copulando, canturreando o empachándose y emborrachándose entre risas y lamentos. Diógenes, en cambio, es el hombre que nacido y afincado en la edad de Hierro, vivía sin embargo a la manera de la edad de Cronos, libre de la tarea de administrar un hogar (οκονομία), del matrimonio (γάμος) y la crianza de niños (παιδοτροφα), de la ciudadanía (πολιτεα) y la milicia (στρατεία), de las leyes (νόμοι), del trabajo agrícola (γεωργία) y del comercio (μπορία). Un hombre liberado por Zeus y Apolo «que vive en una luz pura, libre de pies, manos y cuello para girarlo donde quiera, que levanta su vista al sol y ve los astros, distingue la noche del día, aguarda las estaciones del año, percibe el soplo de los vientos, aspira el aire puro y libre, privado de aquellos placeres de dentro unidos a sus cadenas, sin embriaguez ni coyunda, sin hartazgo del vientre, sin lamento, sin celebración, sin canto, sin llanto, sin hartazgo, sino aquello que se precisa para vivir con el estómago ligero y moderado».

Un Diógenes superior al demagogo y al tirano, al general y al orador, a Licurgo y Solón, a Alejandro y Artajerjes, e incluso al resto de los filósofos: a Sócrates, servidor del derecho positivo, a Platón, que hizo zozobrar a la filosofía poniéndola a servicio de Dión y Dionisio, y al estratega Jenofonte, sujeto a las vicisitudes de las batallas. Porque Sócrates debió supeditarse a la ley de Solón, pero Diógenes sólo actuó en conformidad con Zeus y Apolo. «Tras tomar consejo de Apolo, se despojó de todas las circunstancias (περιστσεις) y se liberó a sí mismo de las cadenas y marchaba libre por la tierra, a la manera de un ave dotada de inteligencia, sin temor a tiranos, sin obligación de leyes, sin importunarle la ciudadanía, sin el agobio de la crianza, sin la constricción del matrimonio, sin el agobio de los trabajos rurales, sin el incordio de la milicia, sin ser traído ni llevado por el comercio: de todos esos menesteres y hombres se reía, como nosotros de los niños pequeños, cuando los vemos empeñados con toda seriedad en el juego de las tabas, dando y recibiendo azotes, despojando y despojados. Él mismo vivía una vida de reyes, sin temor y libre, sin marchar en invierno a Babilonia ni fastidiar a los medos en verano, y se trasladaba del Ática al Istmo y de regreso del Istmo al Ática con las estaciones. Eran sus palacios los templos, los gimnasios, los bosques; su riqueza más abundante, segura e imposible de codiciar era la tierra toda y los frutos que en ella hay, las fuentes nacidas de la tierra, más abundantes que toda la bebida de Lesbos y Quíos. Era amigo y habitual del aire, como los leones, y no huía de las estaciones de Zeus ni se enfrentaba a él ingeniándose un calor para el invierno y deseando refrescarse en verano, sino que estaba tan avezado a la naturaleza universal que con ese régimen estaba saludable y fuerte. Y llegó a la vejez más extrema sin necesidad de remedios, de hierro, de fuego, de Quirón, de Asclepio, de los Asclepíadas, sin consultar oráculos, sin sacrificios, sin ensalmos de encantadores; mientras toda Grecia estaba en guerra y todos atacaban a todos, los que antes se llevaban unos contra otros el lacrimoso Ares, era el único que vivía en tregua, desarmado entre gente armada, en paz con todos entre gente en guerra declarada; hasta se abstenían de él los malhechores, los tiranos y los delatores, pues ponía en evidencia a los malvados, y no con argumentos falaces, que es el más sucio medio de refutación, sino poniendo en cada caso un hecho junto a otro, que es el modo de refutación más eficaz y pacífico. Por eso ningún Meleto se levantó contra Diógenes, ningún Aristófanes, Ánito o Licón. ¿Cómo no iba esa vida que él había escogido voluntariamente, que Apolo le había dado, que Zeus había aprobado, que alaban todos los sensatos, a ser preferible para Diógenes?»[1]

El κυνικς βος es el ejercicio de la forma de vida propia de la edad de Cronos, esa especie de comunismo primitivo, pero en la edad de Hierro: la vida filosófica en la caverna; que es a la vez una vida de rey, sin miedo y libre (βασιλως φβου κα λευθρου δαιταν), que le concedió Apolo (ν πλλων δωκεν), que Zeus aprobó (ν Ζες πνεσεν), que Diógenes anhelándola tomó (ν κν ελετο) y que los sabios admiran (ν ο νον χοντες θαυμζουσιν).

En otro discurso Máximo también se encargó de demostrar que el ideal del πόνος no era contrario al placer, sino aún más favorable. El goce de Diógenes, ajeno al parque temático de todos los bienes ociosos, es el goce máximo para Máximo. Era el placer quien lo llevaba al tonel, del que gozaba tanto como Jerjes en Babilonia; gozaba también del pan como el exquisito sibarita Esmindírides de la salsa, del sol como Sardanápalo de las púrpuras, del bastón como Alejandro de la lanza, de la alforja como Creso de los tesoros. Pero superaba a todos, porque estos fatuos sufrían, caían en la λύπη cuando se veían despojados de esos bienes suntuarios o superfluos. Vivían una vida de placeres siempre mezclados (άναμέμικται) con dolores, un continuo vaivén entre la ηδονή y la λύπη. Diógenes, un λυπος hecho y derecho, vivía sin lágrimas ni lamentos (στονοιδάκρυτοι), impertérrito (δεής) y despreocupado (φροντις) merced a esos puros placeres que no han menester de defensa ni gestión alguna. Por eso sus πόνοι, ejercicios, trabajos, no deberían llamarse así, πόνοι, dolores, sino δοναί, placeres, ya que disfrutaba al realizarlos. «Me atrevería a decir que nadie era tan riguroso amante del placer como Diógenes (οδείς δονς Διογένους ν ραστς κριβέστερος). No tenía un hogar, pues es fastidiosa la administración de la casa. No votaba en constitución alguna, pues era cosa penosa. No probó el matrimonio, pues había oído hablar de Jantipa. No probó la crianza de hijos, pues veía los peligros, sino que estaba exento de todo lo terrible, libre, despreocupado, impávido, sin sufrimiento habitaba la tierra toda como una única casa, siendo él el único de los hombres que convivía con placeres que no precisaban protección, administración ni provisión[2]

En la Disertación I Máximo afirma que las circunstancias vistieron a Diógenes de andrajos, tornándolo en una suerte de intérprete vivo de Télefo como a Pitágoras le tocó vestir de púrpura o a Jenofonte con coraza y escudo o a Sócrates con tabardo y como tal procedió. Esta sería la tesis: la τχη convierte a la apariencia (σχμα) del filósofo en variopinta, pero el bien sin embargo es uno y coherente. La suerte infausta hace al cínico cínico, pero su cometido es orientarse a ese bien único hacia el que caminan los filósofos. Las diferencias entre los filósofos atañen a tal escenario de la vida (σκηνν το βου) y a Diógenes le tocó actuar de Télefo.[3]

Pero ya en la Disertación XXIX es más bien la filosofía quien reparte los libretos. Ahí se lee que la filosofía, aun siendo «el más firme de los seres» (βεβαιότατον των ντων), dispersó a su rebaño y despachó a cada uno a un lugar diferente: «Pitágoras, a la música, Tales, a la astronomía, Heráclito, al desierto, Sócrates, a los amores, Carnéades, a la ignorancia, Diógenes, a los esfuerzos (πόνους), Epicuro, al placer».[4]

En otra oración el cuarteto de marras, que parece oficiar de guía en Máximo, a saber Sócrates, Platón, Jenofonte y Diógenes, es comparado con los atletas de los estadios: a Sócrates le tocó lidiar contra Meleto, la cárcel y el veneno, a Platón con la ira del tirano y los peligros de la navegación, y al atleta del Ponto (Πόντου θλητν) con la pobreza, el deshonor, el hambre y el frío (πενίαν κα δοξίαν κα λιμν κα κρύος). Los cuatro sacaron provecho de la circunstancia afrontando la calamidad en lo que a cada cual le tocó y merecen la corona como campeones de la virtud.[5]

Por lo que puede saberse, Máximo de Tiro fue una figura de no mayor relieve dentro de lo que se dio en llamar Segunda Sofística, componiendo el ala de los que combinaban retórica y filosofía. Quizá mejor retórico que filósofo, era como sus colegas un ecléctico, en este caso un platónico con influencias cínico-estoicas y pitagóricas, que mantenía las tesis de una única tradición filosófica y de la conciliación de poesía y filosofía, de Homero y Platón en el común objetivo de la verdad. Se estima que habría nacido en Fenicia en la primera mitad del siglo II y que los discursos fueron pronunciados en la Roma de Cómodo alrededor de los años 180 y 192. En sus varios discursos parece asumir dicha plétora filosófica de una manera polifónica, por lo que al anterior elogio de la vida cínica como superior a la de los demás filósofos habría que entenderlo menos como la posición del autor que como la del personaje filosófico que ahí encarna, y lo mismo aplica para ese Diógenes cuyos esfuerzos estarían detrás del sustrato del placer. Cuando le toca ponderar la superioridad de la vida activa sobre la contemplativa, vuelve a usufructuar a Diógenes como dechado y escribe que «renunciando al ocio deambulaba inspeccionando las cosas de sus prójimos» (ς φέμενος τς ατο σχολς περιει πισκοπν τ τν πλησίον), fuera el vecino un príncipe o fuera un plebeyo, bien en términos conciliadores o a golpes con su cetro[6] (lo que no quita que en el siguiente discurso, que compone el díptico, le conceda a Anaxágoras la palabra para dar razones de las ventajas del modo de vida contemplativo).

Máximo va un poco más allá de Dión al convertir a Diógenes en un héroe filosófico muy superior a Sócrates. Tan lejos lo lleva que lo vuelve el maestro de los placeres, un hedonista sólo en apariencia paradójico, porque por la vía de los esfuerzos más grandes da con los más grandes y menos inestables placeres, de tal forma que las críticas de cirenaicos y epicúreos al cinismo podrían carecer de fundamento. De igual manera que Dión, hace depender a la filosofía de Diógenes de la suerte, aunque en este caso parecen ser menos el destino y la providencia que las circunstancias quienes toman las riendas de su vida. Así Diógenes, como Bión de Borístenes, se vuelve más bien un actor que asume el rol que le toca interpretar, uno de los tantos papeles filosóficos posibles. En todo caso, el mejor de los papeles filosóficos. La filosofía cínica se reduce a eso: a ser una de las tantas filosofías, uno de los varios senderos para alcanzar el bien y la verdad. Lo que importa acá no es el cinismo sino la filosofía. El cínico es un verdadero filósofo, incluso el mejor; pero no, se diría, un verdadero cínico. Como practicante del bien es un verdadero filósofo; pero las formas en que lo ejerce o persigue no son más o menos verdaderas que las de los filósofos no-cínicos, lo cual es una manera de relativizar los valores propios del cinismo. La verdad es una, y la filosofía, como busca de la verdad es verdadera; pero los distintos caminos son equivalentes a estrategias actorales. Cada escuela es una escuela de arte dramático con su método particular. El cínico, como todo auténtico filósofo, es un disfrazado; aunque un disfrazado legítimo, bienhechor, veraz. Por eso Máximo dice que no alcanza con vestir como Diógenes para imitarlo, que el que se contentase con la bolsita y el bastón (θυλκιον κα βακτηρα) podría acabar más desgraciado que Sardanápalo. Porque el filósofo no debe ser examinado por el aspecto, la edad o la circunstancia (ο σχματι, οχ λικίᾳ, ο τχ) sino por γνώμη, λόγος y ψυχή, la inteligencia o entendimiento, la razón o discurso y el alma. «Los demás aspectos que dependen de la fortuna –escribe– se asemejan al vestuario de los dramas dionisíacos» (τ δ λλα ταυτ παρ τς τχης σχματα οικεν τος ν Διονσου περιβλμασιν).[7]




[1] Máximo de Tiro, Disertación XXXVI: Si es de preferir la vida del cínico (Ε προηγομενος το κυνικο βος).

[2] Id., Disertación XXXII: Sobre si también el placer es un bien, pero inseguro, III.

[3] Id., Disertación I: Si el filósofo deberá adaptarse a todo propósito 10.

[4] Id., Disertación XXIX: Cuál es el fin de la filosofía 7.

[5] Id., Disertación XXXIV: Que es posible sacar provecho de las circunstancias.

[6] Id., Disertación XV: ¿Qué vida es mejor, la activa o la contemplativa? La activa 9.

[7] Id., Disertación I: Si el filósofo deberá adaptarse a todo propósito 9-10



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