Diógenes contra la gastropatía de los parásitos: el cínico verdadero de Epicteto


Al leer a Epicteto un aire enrarecido de cristianismo, una atmósfera evangélica, se cuela por las hendijas. La expresión de este filósofo es a medias la de un predicador y un maestro, o la de un pagano que ya no lo parece tanto. El Diógenes que dibuja es como un atajo que conduce de Sócrates a Jesucristo. Epicteto convierte al cínico en un puente de plata entre la divinidad y la humanidad, en un ángel que desciende con un mensaje bienhechor. Pero el cinismo que describe no solamente es filantrópico y piadoso, sino más bien paracristiano: hace de Diógenes siervo y ministro de Dios (πηρέτης y διάκονος) y padre y hermano de los hombres, una mezcla de cura, monje, apóstol y gimnástico Cristo alternativo. Y si bien es el de Sinope quien está en sus labios una y otra vez, el cinismo pastoral que formula parece bastante más afín a la conducta social de Crates, aquel otro perro ciertamente más dado a la cuida del rebaño humano que el susodicho asceta cáustico. Nada más lejano de Epicteto que aquella pincelada de Nietzsche que apuntaba al cínico como sátiro científico (wissenschaftliche Satyr) o bufón sin vergüenza (Possenreisser ohne Scham).

El cínico verdadero versus los parásitos de las puertas

Diógenes y Sócrates son los dos modelos de vida que ofrece Epicteto. Diógenes es presentado como κατάσκοπος y γγελος de Zeus, algo así como espía y mensajero, inspector y embajador, fiscal y enviado, interventor y heraldo[1]. Se trata de un divino espía vino a enseñar cosas περ πόνου, περ δονς y περ πενίας; por ejemplo que la muerte no es un mal ni una vergüenza ( θάνατος οκ στι κακόν, οδ γρ ασχρόν), que se debe morir apaciblemente (εκόλως ποθνσκειν), que la infamia o la mala reputación, la δοξία, no es más que el ruido o el bullicio que emiten los hombres enloquecidos (ψόφος στ μαινομένων νθρώπων), que es mejor estar desnudo que vestido de púrpura, que es mejor dormir en el suelo sin mantas que en una blanda cama, y tales.[2]

La divinidad, dirá Epicteto, repartió roles distintos a cada apóstol filosófico. Le propuso a Sócrates el de λεγκτικός, el de ser quien interroga y refuta, el campeón de la controversia; a Diógenes el de πιπληκτικός, el de encargado de reprender y amonestar, y el de βασιλικός; y a Zenón el encargo –se diría menor– de ser διδασκαλικός y δογματικός, tutor y teórico. Esa realeza diogénica, la βασιλεία –un elemento crístico por lo demás–, lo distingue en particular de Sócrates porque lo convierte en una figura que escapa al orden en el que aquel otro se configuraba y desempeñaba[3]. Sócrates tiene un compromiso declarado con la ciudad, tiene patria, está casado, tiene hijos, parientes, amigos, y sirve como soldado[4]. Diógenes es el modelo alternativo, opuesto en lo que a eso respecta: un modelo monárquico para un mundo imperial. En efecto, Diógenes vivía como φοβος y λυπος, es decir sin temores ni penas, porque no carecía de nada pese a vivir desnudo (γυμνς), sin casa (οικός), sin hogar (νστιος), insolvente (αχμς), sin hacienda (κτμων), sin esclavos (δουλος), sin patria (πολις), sin mujer ni hijos (ο γυνή, ο παιδία) y durmiendo en el suelo (χαμα κοιμμαι). «¿Y qué me falta?» (κα τί μοι λείπειν) se preguntaba nuestro hombre tan campante.[5]

Así las cosas, el ληθείαις Κυνικόν, el cínico verdadero, tallado sobre la vida ejemplar del sinopense, debe saber que es γγελος de Zeus ante los hombres, portador de un mensaje que les remite a los hombres que están equivocados sobre los bienes y males (περ γαθν κα κακν) cuya οσία buscan donde no está–, y que es κατάσκοπος de todo aquello que es amigo o antagonista de los hombres (το τίνα στ τος νθρώποις φίλα κα τίνα πολέμια).[6] Con ese mensaje en manos bien puede dedicarse a cumplir el papel del πιπληκτικός sermoneando con represalias y lecciones a los descarriados e ignorantes. Pero es el otro costado del rol de misionero divino que le toca al cínico el que a Epicteto le trae una serie de problemas, el de βασιλικός. Porque Epicteto advierte que cunde y prolifera por todas partes un contingente de príncipes mendigos sin mensaje, o bien que interceptaron el correo divino para vaciarlo de contenido y arrogarse una embajada de facto. A esa gente los llama «τραπεζας πυλαωρούς», algo así como parásitos de las puertas o porteros mendigos. Son los cínicos actuales, el contraejemplo de Diógenes y del ληθείαις Κυνικόν, y sobre ellos Epicteto dirá que no imitan (οδν μιμονται) a los antiguos en nada salvo en rajarse pedos (πόρδωνες).[7]

Sin embargo vamos a ver que hay algo más que cuescos en esa mímesis conductual. Ciertamente esta gente son aquellos que apropiándose del kit cínico salen a mendigar (ατεν) y despotricar (λοιδορεν), gritan y se enojan (κεκραγέναι κα γανακτεν) y acusan (γκαλω) y culpan (μμφομαι) a Dios y al hombre ( θεν νθρωπον)[8]. Se trata de un cinismo apartado de lo divino (δίχα θεοῦ) que, a criterio de Epicteto, aviva la ira de Dios (θεοχόλωτός), no tiene otro fin que la deshonra en público (οὐδὲν ἄλλο ἢ δημοσί θέλει σχημονεν)[9] y es contrario al carácter (χαρακτρα) de Diógenes, basado en θάρσος, ταραξία y λευθερία, en el coraje, la calma y la libertad[10]. En el verdadero cínico no tienen lugar ni la cólera ni la envidia ni la compasión (μ μνιν, μ φθόνον, μ λεον)[11], efusiones nonsantas que habrá que imputárselas a aquellos vividores impíos y misántropos. Este cinismo de las flatulencias es el cinismo de las apariencias al que le caben las acusaciones manifestadas por el común de los intelectuales romanos. «Si creés que porque andás con un manto cínico y dormís en una cama dura te bastaría con salir a buscar el palo y el bolsito y empezar a deambular por ahí mendigando, insultando e increpando al primero que se te cruce con el pelo más o menos arreglado, depilado o vistiendo púrpura; si imaginás que la cosa va por ahí apartate ya del cinismo, porque no es para vos.»[12]

Un sacerdocio socrático

Evidentemente ese particular carácter de Diógenes se prestaba a la confusión, siendo que, según lo describe Epicteto, trataba como νδρποδα o esclavos a todos aquellos a los que «ustedes temen y admiran» (ος μες φοβεσθε κα θαυμάζετε), tal como le dice a sus alumnos. Habría dicho el propio Diógenes: «¿Quién, al verme, no cree ver a su propio rey y señor?». También Diógenes se dedicaba a insultar (λοιδορεσθαι), admite Epicteto; pero no lo hacía como un περιεργίας, como un entrometido o metiche, sino como padre (πατήρ), como hermano (δελφός) y como servidor del padre común Zeus (κα το κοινο πατρς πηρέτης το Διός). Tal es la razón por la que se acercaba a todos y se ocupaba de todos (πσιν οτως προσέρχεται, οτως πάντων κήδεται). A diferencia de los susodichos τραπεζες πυλαωροί, que viviendo en las mismas condiciones físicas tampoco procreaban ni se casaban, el padre Diógenes se conservaba célibe porque había adoptado (πεπαιδοποίηται) a los hombres, a las mujeres y al conjunto de la humanidad por hijos[13]. Ese carácter de padre de todos y hermano de cada quien hace que el cínico llegue incluso a querer o amar (φιλεν) a aquel que lo azota, ya que la divinidad lo quiso hacer grande (μέγας) a través de una carrera de múltiples suplicios[14]. Es por eso que Diógenes, dirá, permitía que a su cuerpo, a su cuerpito dice, cualquiera lo tratase como se le diera la real gana σωμάτιον δ ατο δέδωκεν ατς χρσθαι τ θέλοντι ς βούλεται).[15]

Epicteto se apropia del cinismo y lo incorpora a su programa estoico. Menos que describirlo, lo reconstruye y reinventa. De este modo el métier del cínico epictético va a radicar en προαίρεσις κα χρσις τν φαντασιν[16]. La προαίρεσις, su concepto clave, voluntad, elección, albedrío, volición, es el elemento moral exclusivamente humano por el cual se distingue lo bueno de lo malo y lo que a uno le compete de lo que no está al alcance de uno torcer. La materia (λη) con la que debe empezar a trabajar el filósofo cínico, dice, es su propia διάνοια (μ διάνοια), mente, inteligencia, razón operativa o discursiva, comprensión, propósito, que debe ser para él lo que es la madera para el carpintero o las pieles para el curtidor. Y la tarea que debe arrostrar: ργον δ' ρθ χρσις τν φαντασιν, algo así como el recto uso de las representaciones o impresiones. Deberá despreocuparse del cuerpo (σμα), de la muerte (θάνατός) y del destierro (φυγή), apartarse del deseo (ρεξις) y orientar el rechazo apenas a lo que depende del albedrío (κκλισιν π μόνα μεταθεναι τ προαιρετικά), para llegar a entender como Sócrates que la serenidad y la felicidad (τ ερουν κα τ εδαιμονικόν) no están en el cuerpo (ν σώματι οκ στιν). Porque el cínico es un legatario de Sócrates, un socrático reformulado, como queda a la vista en el consejo que Epicteto les imparte a los catecúmenos: «Piénsalo con más cuidado, conócete a ti mismo, interroga a tu genio, no lo intentes sin la divinidad» (Βούλευσαι πιμελέστερον, γνθι σαυτόν, νάκρινον τ δαιμόνιον, δίχα θεο μ πιχειρήσς)[17]. Les pide que hagan, en definitiva, todo lo que no hacen esas contrafiguras que manguean en los umbrales a fuer de look y suelta indiscriminada de palabrotas y pedorreo.

Un Diógenes púdico y aseado

Con este Diógenes que tiene de evidente socratizado lo que de latente cristianizado y cristificado, Epicteto endereza el problema del cinismo, que va a quedar siempre abierto entre los cristianos, para quienes Diógenes era un caso irresoluto de ambivalencia, un objeto de doble faz tan terso como espinoso. Lo resuelve convirtiéndolo en el campeón absoluto de la αδς, en el ápice paradigmático de la vergüenza. Dirá Epicteto que mientras el resto de los hombres se parapetan (προβλλω) en muros y casas, a fin de esconder u oscurecer (κρύπτω) lo que consideran que debe mantenerse oculto, el cínico apenas debe atrincherarse en el pudor (φείλει τν αδ προβεβλσθαι). «El cínico, contra todo eso, debe escudarse en el pudor; si no, se va a deshonrar desnudo y al aire libre» ( Κυνικς δ' ντ πάντων τούτων φείλει τν αδ προβεβλσθαι: ε δ μή, γυμνς κα ν παίθρ σχημονήσει). Los demás aprovechan las paredes y la oscuridad para ocultarse, pero el homeless cínico, que vive expuesto al aire libre y en la vía pública, sólo tiene como sistema de defensa la αδς: esa es su puerta, su casa y su penumbra. Porque viviendo desnudo en plena claridad (γυμνς κα ν παίθρ) no puede tener nada que ocultar o esconder. Pero que el cínico es el único que en cierta forma no lleva una doble vida privada y pública, era algo consabido y preconcebido. Lo novedoso, lo paradójico e incluso insólito que trae Epicteto es que invierte las cosas, y allí donde el probable cinismo oficial u original ubicaba la ναδεια o la διαφορία, él, al revés, pone a la αδς[18]. El muro psíquico que teorizó Antístenes se convierte, insospechadamente, en una pared de pudor.

El cinismo epictéteo es, que se diría, un sacerdocio, y con una buena dosis de rasgos cristianos incluso, casi tan martírico como el de los cristianos de aquel tiempo. Sin embargo no va a dejar de ser un ascetismo atlético. Epicteto recuerda que el cínico debe mostrar un cuerpo admirable y saludable, para probar que la vida austera (αστηρς διαίτης) no beneficia solamente a la ψυχή sino también al σμα, reproduciendo el modelo de aquel Diógenes ágil, musculoso y reluciente que, según dice, hacía que la gente se diera vuelta para contemplarlo. Diógenes, igual que Sócrates, no era solamente agradable (δύς) de oír sino también agradable de ver, comenta Epicteto haciendo caso omiso de la tradicional leyenda sobre la fealdad socrática. Ya que el cuerpo debe oficiar de μάρτυς, de testigo de las bondades de esa vida, no puede ser pálido (χρος), consumido (φθισικς) o esmirriado (λεπτός). Las virtudes del filósofo, ergo, deben tener un correlato corporal. Porque como bien dice «no hay que espantar (ποσοβεν) de la filosofía a la gente por el aspecto físico».[19]

He aquí un elemento clásico y original. Sin embargo Epicteto le añade una enmienda de tipo higiénico, y afirma que el cínico verdadero debe ser asimismo καθαρός, es decir puro y limpío, ya que un cínico υπαρός, sucio y asqueroso, también espanta a la gente[20]. Y lo que debe hacer, al contrario, es captarla, para lo cual debe contar igualmente con agudeza y una nítida gracia natural –otro elemento que tampoco sale de la vieja nomenclatura.

Un Diógenes politizado y legalizado

Esa chispa, por supuesto, no convierte al buen Κυνικός en un gracioso de banquete. Al contrario, Epicteto hace una de las mejores observaciones conceptuales sobre la cuestión de la amistad cínica, pocas veces tratada, que deja bien a la vista las diferencias con la tradición socrática en este punto. En el esquema cínico desde luego no caben las amistades vulgares, basadas en el apego, el interés o la casualidad. El amigo del cínico sólo puede ser otro cínico, otro igual a él (ατνλλον εναι τοιοτον); únicamente de esa manera puede considerarlo digno (ἀξιόω) de portar el cetro y acarrear la realeza (τοσκήπτρου κατς βασιλείας). Es así como se dio la trama vincular por la cual Antístenes consideró amigo a Diógenes y Diógenes a Crates.[21]

Ahora, en lo que atañe al partenaire, se salta de nuevo de ese elemento más bien espartano al paracristiano. El cínico debe guardar celibato, dice. Claro que Epicteto no da cuentas de los problemas que se les presentaron a los padres cristianos, y en ningún momento se hace cargo de las antiguas referencias al concubinato y el uso de prostitutas. Dice que el cínico no debe casarse, pero no aclara que deba ser casto. Y a esa soltería le encuentra dos excepciones. Una en el pasado, la de Crates, que se casó pero con otro Crates (λλον Κράτητα), como decir, con otro cínico –un caso que juzga excepcional, habida cuenta de la escasez y rareza de mujeres-filósofo. La otra excepción en el hipotético porvenir: la ciudad de los sabios. En una ciudad de los sabios el cínico podría casarse; pero en realidad su activismo particular –el κυνίζειν se volvería inútil, porque en esa urbe de los sueños todo el mundo sería como él: el suegro, la mujer, y una vez educados, los hijos. En ese mundo ideal no tendría ya razones para hacer el perro, por lo que se diluiría en el común de los sabios. Sería, hay que suponer, un estoico más. En cambio en un mundo como este, el real y pedestre, el cínico debe consagrarse enteramente al servicio de la divinidad (διακονί το θεο) y al κοινός, tratando con los hombres, y por lo tanto no puede estar perdiendo el tiempo en socorrer al suegro, cambiarle los pañales al hijo o atender a las demandas de la mujer. Y como ningún asunto humano le es ajeno, como todos le son propios, debe proceder con el conjunto de los hombres como lo hace un general cuando examina o castiga a los soldados[22]. El cínico, en efecto, aunque viva comoπολις es, diríamos, un ser engagé, habida cuenta de que comprende al mundo entero como su propia ciudad. Epicteto enfatiza esto, o más bien convierte la ciudadanía cósmica en un ejercicio positivo –que se diría, en jerga francesa, no impolítico sino archipolítico. Le asigna un πολιτεύω, un tipo de participación en la vida política: el cínico, dice, no intervendrá dialogando sobre las rentas, impuestos o cargos, ni sobre la paz o la guerra, sino περ εδαιμονίας κα κακοδαιμονίας, περ ετυχίας κα δυστυχίας, περ δουλείας κα λευθερίας –sobre felicidad e infelicidad, buena estrella o desgracia y esclavitud y emancipación. El κυνίζειν es así investido de un carácter cívico-político fundamental, basal. Lo que quiere decir que quita al perro verdadero del lugar de disolvente político, de apátrida múltiple, de inadaptado social. Al convertirlo de parásito en padre lo devuelve de algún modo al compromiso socrático con el orden positivo, o al menos lo exime de confrontar con él.

En los textos de Epicteto Diógenes aparece mayormente como campeón de la libertad, de esa libertad que recibió de Antístenes y jamás perdió[23]. Tanto así que fue comprado como δολος y no solamente jamás llamó señor (κύριος) al comprador, sino que él acabó convirtiéndose en el señor del propio marchante-amo. Epicteto dice que no había de dónde agarrarlo para esclavizarlo: «Si te apoderabas de su hacienda, te la hubiera dejado antes que seguirte por ella. Si te apoderabas de su pierna, su pierna. Si de todo su cuerpecito, todo su cuerpecito. Y lo mismo con los parientes, los amigos, la patria». Y no había de dónde agarrar a esta anguila regia y libertaria justamente porque no tenía nada, ni su cuerpo. Diógenes hablaba como quería (ς βούλει διαλέγεσθαι), ora con el rey de los persas, el de los lacedemonios o cualquier otro dignatario, gracias a esa libertad total basada en la desposesión total: «Porque no considero mío mi cuerpo (τι τ σωμάτιον μν οχ γομαι), porque no necesito nada (τι οδενς δέομαι), porque la ley es para mí todo y lo demás, nada (τι νόμος μοι πάντα στ κα λλο οδέν)». Como se ve, Epicteto aprovecha sobre el final para filtrar otra probable enmienda al cinismo clásico. El adulterador de la moneda declara que la ley para él lo es todo ( νόμος μοι πάντα στ). Pero ciertamente no es la ley de Solón sino la de Zeus, porque como bien agrega «sus verdaderos ancestros y su verdadera patria eran los dioses».[24]

El filósofo-rey contra la náusea

Cuando se habla de algunos escritores o artistas que son inimitables suele estar diciéndose que es muy fácil imitarlos, pero que esa imitación es también una tragedia que se repite como farsa. Aunque el plano de la ética es otra cosa, eso es un poco lo que sucedía con Diógenes y el problema que le presentó en particular a Epicteto. Este Diógenes era casi un personaje inalcanzable, un superhombre. Y las imitaciones que estaban a la orden del día, en el mejor de los casos eran demasiado humanas, y en el peor, chapuzas preconcebidas. En la diatriba VIII del Libro IV salta a la vista ese problema y se ve cómo Epicteto toma partido en favor de las vías alternativas que presentan los casos de Sócrates, como filósofo discreto, y Éufrates como filósofo secreto. Dice que Sócrates pasaba desapercibido a tal punto que los demás lo solicitaban menos para consultarlo que para que les aconsejase qué filósofos debían consultar. Éufrates, por su parte, un estoico de los perrunos, educado por Musonio y condiscípulo de Epicteto, procuraba, según dice, ser filósofo sin que se notase, obrando para sí mismo y para la divinidad y no para los espectadores[25]. Pero la divinidad, muy lejos de eso, al enviar a Diógenes como παράδειγμα lo invistió de una parafernalia categórica y patente, le calzó el cetro y la diadema (σκήπτρου κα διαδήματος) y lo convirtió en un dechado manifiesto[26]. Diógenes era al contrario un filósofo demasiado ostensible, en él coincidían el más notable y el más notorio, si bien la evidencia de los signos iba acompañada de las obras. La tesis que Epicteto sostiene acá dice que el filósofo debe reconocerse (πιγιγνώσκεσθαι) en las obrasοιέω) y no en los signos (σμβολα)[27]. Punto en el que nuestro maestro estoico debe enfrentarse a la mala publicidad que le hacía a la filosofía ese exceso de deplorables poseurs travestidos de filósofos. Y no extraña que estos falsos cínicos, en cuanto filósofos aparentes, sean señalados como pedorros, porque son el equivalente filosófico de los aquejados de intestino irritable, diverticulitis, cálculos biliares o reflujos gastroesofágicos, de acuerdo a un símil puntual que Epicteto establece: dice de ellos que son los que se precipitan hacia la filosofía «como los enfermos del estómago (ο κακοστόμαχοι) atraídos por un manjar que después van a vomitar»[28]. Y es así como esos γύρται, charlatanes, mendigos o vagabundos, de forma tan indecorosa (σχημονω) se lanzan a por el cetro y la realeza (εθς π τ σκπτρον, π τν βασιλείαν). Con semejante mala digestión los parásitos de los pórticos, como se ve, hacen de la filosofía una regurgitación y un pedorreo al que llaman cinismo. Esos mismos son los que se calzan el manto, se dejan la melena y al siguiente paso proclaman Yo soy filósofo, de tal manera que cuando la gente ve a un melenudo con el manto rotoso dice He ahí un filósofo. Pero no se es filósofo por la melena (κμη) y el τρβων, dice Epicteto, porque nadie dirá Yo soy músico porque se compró una cítara. Cuando uno ve que alguien maneja mal el hacha no considera que la carpintería no sirva, y cuando uno oye cantar mal a alguien no dice que los músicos cantan mal, sino que ese que canta no es músico. Además, un músico goloso no invalida a la música, ni un carpintero adúltero a la carpintería. Pero la cosa es diferente cuando el goloso o adúltero ostenta la chapa de filósofo. De manera, concluye, que cuando uno ve a alguien con manto, bastón y melena obrar de forma indecente, no debe considerar que la filosofía no sirve, porque la materia (λη) del filósofo no es el τρίβων sino el λόγος, y el τέλος no es llevarlo puesto (φορεν τρίβωνα) sino dar con el ρθς λόγος[29]. Como mantenía Dión Crisóstomo, también para Epicteto un filósofo vicioso no es un filósofo sino un disfrazado.

En su apostolado como auxiliar divino el cínico adopta roles de servicio a Zeus y de asistencia a los hombres, a medias como padre y compañero, o como una especie de preceptor de secundaria que gestiona los partes de amonestación para la humanidad entera. Pero además de ser padre, vígía y comisionado, un sirviente de Dios y un pastor de los hombres, Diógenes era, como aquel paracínico llamado Jesús, un rey. Y acá comienzan los problemas para Epicteto, porque tiene que vérselas con esa investidura que es lo que emulan, por las vestiduras y los hábitos, las turbas de imitadores berretas. Y Diógenes como héroe de la libertad, el coraje y la franqueza, declara con pertinencia «¿Quién, al verme, no cree ver a su propio rey y señor?» (ίς με δν οχ τν βασιλέα τν αυτο ρν οεται κα δεσπότην). La frase es problemática porque no dice ser rey sino, con un gesto de magnificencia al borde de la prepotencia, y si es que el carácter de la traducción no falla, que los demás lo perciben (ράω) y lo ven (εδον) como tal. Entonces este Cristo atlético, este cura musculoso, este monje vital y catequista ocurrente, de pronto se convierte en sumo pontífice, en un papa metido en el cuerpo de un profesor de gimnasia, como si fuera el monarca guerrero del reino de la desposesión y la inopia.

Dice Epicteto finalmente, según la traducción de Paloma Ortiz García: «El que domina por completo la sabiduría relativa a la vida, ¿qué más cabe sino que sea él el amo?» (στις ον καθόλου τν περ βίον πιστήμην κέκτηται, τί λλο τοτον εναι δε τν δεσπότην)[30]. El que alcanza el conocimiento general sobre cómo debemos vivir la vida, o para decirlo de otro modo, el que posee la ciencia de la vida, eso que buscaban estos estoicos prácticos, no puede ser otra cosa que el maestro, el amo. Queda a la vista de cualquier émulo de Nietzsche o de Lacan, que la filosofía es, como Epicteto lo expone, voluntad de señorío y discurso del amo. El cínico verdadero será amo y señor, pero su potestad es dada por Dios y ante él debe vasallaje. El falso cínico de umbral, en cambio, un inútil pordiosero e impío prepotente.




[1] Arriano, Disertaciones de Epicteto I XXIV 6; id., ibid. III XXII 23.

[2] Ibid. I XXIV 6-9 y IV I 30.

[3] Ibid. III XXI 19-20.

[4] Ibid. IV I 159-160.

[5] Ibid. III XXII 48.

[6] Ibid. 23-24.

[7] Ibid. 80.

[8] Ibid. 10, 57 y 13.

[9] Ibid. 2.

[10] Ibid. I XXIV 6-9; ibidIII XXII 80.

[11] Ibid. III XXII 13.

[12] Ibid. III XXII 9-12.

[13] «πάντας νθρώπους πεπαιδοποίηται, τος νδρας υος χει, τς γυνακας θυγατέρας» (Ibid. 82)

[14] Ibid. 53-55.

[15] Ibid. 101.

[16] Ibid. 103.

[17] Ibid. 13, 20-22, 26-27, 53.

[18] Ibid. 14-16.

[19] Ibid. 86-89 y IV XI 22-24.

[20] Ibid. III XXII 88-89.

[21] Ibid. 63.

[22] Ibid. 97.

[23] Ibid. IV I 114.

[24] Ibid. 152-158.

[25] Ibid. IV VIII 17.

[26] Ibid. 30-31.

[27] Ibid. 20.

[28] Ibid. 34.

[29] Ibid. 13.

[30] Ibid. IV I 118.


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