Al leer a Epicteto un aire enrarecido de cristianismo, una
atmósfera evangélica, se cuela por las hendijas. La expresión de este filósofo es
a medias la de un predicador y un maestro, o la de un pagano que ya no lo
parece tanto. El Diógenes que dibuja es como un atajo que conduce de Sócrates a
Jesucristo. Epicteto convierte al cínico en un puente de plata entre la
divinidad y la humanidad, en un ángel que desciende con un mensaje bienhechor.
Pero el cinismo que describe no solamente es filantrópico y piadoso, sino más
bien paracristiano: hace de Diógenes siervo y ministro de Dios (ὑπηρέτης y διάκονος) y padre y hermano de los hombres, una
mezcla de cura, monje, apóstol y gimnástico Cristo alternativo. Y si bien es el
de Sinope quien está en sus labios una y otra vez, el cinismo pastoral que
formula parece bastante más afín a la conducta social de Crates, aquel otro
perro ciertamente más dado a la cuida del rebaño humano que el susodicho asceta
cáustico. Nada más lejano de Epicteto que aquella pincelada de Nietzsche que apuntaba
al cínico como sátiro científico (wissenschaftliche
Satyr) o bufón sin vergüenza (Possenreisser
ohne Scham).
El cínico verdadero versus los parásitos de las puertas
Diógenes y Sócrates son los dos modelos de vida que ofrece
Epicteto. Diógenes es presentado como κατάσκοπος y ἄγγελος de Zeus, algo así como
espía y mensajero, inspector y embajador, fiscal y enviado, interventor y
heraldo[1]. Se trata de un divino espía vino a
enseñar cosas περὶ πόνου, περὶ ἡδονῆς y περὶ πενίας; por ejemplo que la muerte no es un mal ni una vergüenza (ὁ θάνατος οὐκ ἔστι κακόν, οὐδὲ γὰρ αἰσχρόν), que se debe morir apaciblemente (εὐκόλως ἀποθνῄσκειν), que la infamia o la mala reputación,
la ἀδοξία, no es más que el ruido o
el bullicio que emiten los hombres enloquecidos (ψόφος ἐστὶ μαινομένων ἀνθρώπων), que es mejor estar desnudo que vestido de púrpura,
que es mejor dormir en el suelo sin mantas que en una blanda cama, y tales.[2]
La divinidad, dirá Epicteto, repartió roles distintos a cada
apóstol filosófico. Le propuso a Sócrates el de ἐλεγκτικός, el de ser quien interroga y refuta,
el campeón de la controversia; a Diógenes el de ἐπιπληκτικός, el de encargado
de reprender y amonestar, y el de βασιλικός; y a Zenón el encargo –se diría
menor– de ser διδασκαλικός
y δογματικός,
tutor y teórico. Esa realeza diogénica, la βασιλεία –un elemento crístico por lo demás–,
lo distingue en particular de Sócrates porque lo convierte en una figura que
escapa al orden en el que aquel otro se configuraba y desempeñaba[3].
Sócrates tiene un compromiso declarado con la ciudad, tiene patria, está
casado, tiene hijos, parientes, amigos, y sirve como soldado[4].
Diógenes es el modelo alternativo, opuesto en lo que a eso respecta: un modelo
monárquico para un mundo imperial. En efecto, Diógenes vivía como ἄφοβος y ἄλυπος, es decir sin temores ni
penas, porque no carecía de nada pese a vivir desnudo (γυμνός), sin casa (ἄοικός), sin hogar (ἀνέστιος), insolvente (αὐχμός), sin hacienda (ἀκτήμων), sin esclavos (ἄδουλος), sin patria (ἄπολις), sin mujer ni hijos (οὐ γυνή, οὐ παιδία) y durmiendo en el suelo (χαμαὶ κοιμῶμαι). «¿Y
qué me falta?» (καὶ τί μοι λείπειν) se preguntaba nuestro hombre tan campante.[5]
Así las cosas, el ἀληθείαις Κυνικόν, el cínico verdadero, tallado sobre la
vida ejemplar del sinopense, debe saber que es ἄγγελος de Zeus ante los hombres,
portador de un mensaje que les remite a los hombres que están equivocados sobre
los bienes y males (περὶ ἀγαθῶν καὶ κακῶν) –cuya οὐσία buscan donde no está–, y que es κατάσκοπος de todo
aquello que es amigo o antagonista de los hombres (τοῦ τίνα ἐστὶ τοῖς ἀνθρώποις φίλα καὶ τίνα πολέμια).[6] Con ese
mensaje en manos bien puede dedicarse a cumplir el papel del ἐπιπληκτικός
sermoneando con represalias y lecciones a los descarriados e ignorantes. Pero
es el otro costado del rol de misionero divino que le toca al cínico el que a
Epicteto le trae una serie de problemas, el de βασιλικός. Porque
Epicteto advierte que cunde y prolifera por todas partes un contingente de príncipes
mendigos sin mensaje, o bien que interceptaron el correo divino para vaciarlo
de contenido y arrogarse una embajada de
facto. A esa gente los llama «τραπεζῆας πυλαωρούς», algo así como parásitos de las
puertas o porteros mendigos. Son
los cínicos actuales, el contraejemplo de Diógenes y del ἀληθείαις Κυνικόν, y sobre ellos Epicteto dirá que no imitan (οὐδὲν μιμοῦνται) a los antiguos en
nada salvo en rajarse pedos (πόρδωνες).[7]
Sin embargo vamos a ver que hay algo más que cuescos en esa
mímesis conductual. Ciertamente esta gente son aquellos que apropiándose del kit cínico salen a mendigar (αἰτεῖν) y despotricar (λοιδορεῖν), gritan y se enojan (κεκραγέναι καὶ ἀγανακτεῖν) y acusan (ἐγκαλέω) y culpan (μέμφομαι) a Dios y al hombre (ἢ θεὸν ἢ ἄνθρωπον)[8]. Se trata de un cinismo apartado de
lo divino (δίχα θεοῦ) que, a criterio de Epicteto, aviva la ira de Dios (θεοχόλωτός), no tiene otro fin
que la deshonra en público (οὐδὲν ἄλλο ἢ δημοσίᾳ θέλει ἀσχημονεῖν)[9] y es contrario al carácter (χαρακτῆρα) de Diógenes, basado en θάρσος, ἀταραξία y ἐλευθερία, en el coraje, la calma y la libertad[10]. En el verdadero cínico no tienen
lugar ni la cólera ni la envidia ni la compasión (μὴ μῆνιν, μὴ φθόνον, μὴ ἔλεον)[11], efusiones nonsantas que habrá que
imputárselas a aquellos vividores impíos y misántropos. Este cinismo de las flatulencias
es el cinismo de las apariencias al que le caben las acusaciones manifestadas
por el común de los intelectuales romanos. «Si creés que porque andás con un manto
cínico y dormís en una cama dura te bastaría con salir a buscar el palo y el
bolsito y empezar a deambular por ahí mendigando, insultando e increpando al
primero que se te cruce con el pelo más o menos arreglado, depilado o vistiendo
púrpura; si imaginás que la cosa va por ahí apartate ya del cinismo, porque no
es para vos.»[12]
Un sacerdocio socrático
Evidentemente ese particular carácter de Diógenes se prestaba a la confusión, siendo que, según lo describe Epicteto, trataba como ἀνδράποδα o esclavos a todos aquellos a los que «ustedes temen y admiran» (οὓς ὑμεῖς φοβεῖσθε καὶ θαυμάζετε), tal como le dice a sus alumnos. Habría dicho el propio Diógenes: «¿Quién, al verme, no cree ver a su propio rey y señor?». También Diógenes se dedicaba a insultar (λοιδορεῖσθαι), admite Epicteto; pero no lo hacía como un περιεργίας, como un entrometido o metiche, sino como padre (πατήρ), como hermano (ἀδελφός) y como servidor del padre común Zeus (καὶ τοῦ κοινοῦ πατρὸς ὑπηρέτης τοῦ Διός). Tal es la razón por la que se acercaba a todos y se ocupaba de todos (πᾶσιν οὕτως προσέρχεται, οὕτως πάντων κήδεται). A diferencia de los susodichos τραπεζῆες πυλαωροί, que viviendo en las mismas condiciones físicas tampoco procreaban ni se casaban, el padre Diógenes se conservaba célibe porque había adoptado (πεπαιδοποίηται) a los hombres, a las mujeres y al conjunto de la humanidad por hijos[13]. Ese carácter de padre de todos y hermano de cada quien hace que el cínico llegue incluso a querer o amar (φιλεῖν) a aquel que lo azota, ya que la divinidad lo quiso hacer grande (μέγας) a través de una carrera de múltiples suplicios[14]. Es por eso que Diógenes, dirá, permitía que a su cuerpo, a su cuerpito dice, cualquiera lo tratase como se le diera la real gana (τὸ σωμάτιον δ᾽ αὐτοῦ δέδωκεν αὐτὸς χρῆσθαι τῷ θέλοντι ὡς βούλεται).[15]
Epicteto se apropia del cinismo y lo incorpora a su programa estoico.
Menos que describirlo, lo reconstruye y reinventa. De este modo el métier del cínico epictético va a radicar
en προαίρεσις καὶ χρῆσις τῶν φαντασιῶν[16]. La
προαίρεσις, su concepto clave, voluntad, elección, albedrío, volición, es el elemento
moral exclusivamente humano por el cual se distingue lo bueno de lo malo y lo
que a uno le compete de lo que no está al alcance de uno torcer. La materia (ὕλη) con la que debe empezar a trabajar el filósofo cínico,
dice, es su propia διάνοια (ἐμὴ διάνοια), mente, inteligencia, razón operativa o discursiva,
comprensión, propósito, que debe ser para él lo que es la madera para el
carpintero o las pieles para el curtidor. Y la tarea que debe arrostrar: ἔργον δ' ὀρθὴ χρῆσις τῶν φαντασιῶν, algo así como el recto uso de las representaciones o impresiones. Deberá despreocuparse del cuerpo (σῶμα), de la muerte (θάνατός) y del destierro (φυγή), apartarse del deseo (ὄρεξις) y orientar el rechazo apenas a lo
que depende del albedrío (ἔκκλισιν ἐπὶ μόνα μεταθεῖναι τὰ προαιρετικά), para llegar a entender como Sócrates que la serenidad y la
felicidad (τὸ εὔρουν καὶ τὸ εὐδαιμονικόν) no están en el cuerpo (ἐν σώματι οὐκ ἔστιν). Porque el cínico es un legatario de Sócrates, un socrático
reformulado, como queda a la vista en el consejo que Epicteto les imparte a los
catecúmenos: «Piénsalo con más cuidado,
conócete a ti mismo, interroga a tu genio, no lo intentes sin la divinidad»
(Βούλευσαι ἐπιμελέστερον, γνῶθι σαυτόν, ἀνάκρινον τὸ δαιμόνιον, δίχα θεοῦ μὴ ἐπιχειρήσῃς)[17]. Les pide que hagan, en definitiva,
todo lo que no hacen esas contrafiguras que manguean en los umbrales a fuer de look y suelta indiscriminada de
palabrotas y pedorreo.
Un Diógenes púdico y aseado
Con este Diógenes que tiene de evidente socratizado lo que de
latente cristianizado y cristificado, Epicteto endereza el problema del
cinismo, que va a quedar siempre abierto entre los cristianos, para quienes
Diógenes era un caso irresoluto de ambivalencia, un objeto de doble faz tan
terso como espinoso. Lo resuelve convirtiéndolo en el campeón absoluto de la αἰδώς, en el ápice paradigmático de la
vergüenza. Dirá Epicteto que mientras el resto de los hombres se parapetan (προβάλλω) en muros y casas, a fin de esconder
u oscurecer (κρύπτω) lo que consideran que debe
mantenerse oculto, el cínico apenas debe atrincherarse en el pudor (ὀφείλει τὴν αἰδῶ προβεβλῆσθαι). «El cínico, contra todo eso, debe escudarse en el pudor; si no, se va a
deshonrar desnudo y al aire libre» (ὁ Κυνικὸς δ' ἀντὶ πάντων τούτων ὀφείλει τὴν αἰδῶ προβεβλῆσθαι: εἰ δὲ μή, γυμνὸς καὶ ἐν ὑπαίθρῳ ἀσχημονήσει). Los demás aprovechan las paredes y la oscuridad para
ocultarse, pero el homeless cínico,
que vive expuesto al aire libre y en la vía pública, sólo tiene como sistema de
defensa la αἰδώς: esa es su puerta, su casa y su
penumbra. Porque viviendo desnudo en plena claridad (γυμνὸς καὶ ἐν ὑπαίθρῳ) no puede tener nada que ocultar o
esconder. Pero que el cínico es el único que en cierta forma no lleva una doble
vida privada y pública, era algo consabido y preconcebido. Lo novedoso, lo
paradójico e incluso insólito que trae Epicteto es que invierte las cosas, y
allí donde el probable cinismo oficial u original ubicaba la ἀναίδεια o la ἀδιαφορία, él, al revés, pone a la αἰδώς[18]. El muro psíquico que teorizó
Antístenes se convierte, insospechadamente, en una pared de pudor.
El cinismo epictéteo es, que se diría, un sacerdocio, y con
una buena dosis de rasgos cristianos incluso, casi tan martírico como el de los
cristianos de aquel tiempo. Sin embargo no va a dejar de ser un ascetismo
atlético. Epicteto recuerda que el cínico debe mostrar un cuerpo admirable y
saludable, para probar que la vida austera (αὐστηρᾶς διαίτης) no beneficia solamente a la ψυχή sino también al σῶμα, reproduciendo el modelo de aquel Diógenes ágil, musculoso y reluciente que,
según dice, hacía que la gente se diera vuelta para contemplarlo. Diógenes,
igual que Sócrates, no era solamente agradable (ἡδύς) de oír sino también agradable de
ver, comenta Epicteto haciendo caso omiso de la tradicional leyenda sobre la
fealdad socrática. Ya que el cuerpo debe oficiar de μάρτυς, de testigo de las bondades de esa
vida, no puede ser pálido (ὦχρος), consumido (φθισικός) o esmirriado (λεπτός). Las virtudes del filósofo, ergo,
deben tener un correlato corporal. Porque como bien dice «no hay que espantar (ἀποσοβεῖν) de la filosofía a
la gente por el aspecto físico».[19]
He aquí un elemento clásico y original. Sin embargo Epicteto
le añade una enmienda de tipo higiénico, y afirma que el cínico
verdadero debe ser asimismo καθαρός, es decir puro y limpío, ya
que un cínico ῥυπαρός,
sucio y asqueroso, también espanta a la gente[20]. Y lo
que debe hacer, al contrario, es captarla, para lo cual debe contar igualmente con agudeza
y una nítida gracia natural –otro elemento que tampoco sale de la vieja
nomenclatura.
Un Diógenes politizado y legalizado
Esa chispa, por supuesto, no convierte al buen Κυνικός en un gracioso de
banquete. Al contrario, Epicteto hace una de las mejores observaciones
conceptuales sobre la cuestión de la amistad
cínica, pocas veces tratada, que deja bien a la vista las diferencias con
la tradición socrática en este punto. En el esquema cínico desde luego no caben
las amistades vulgares, basadas en el apego, el interés o la casualidad. El amigo del cínico
sólo puede ser otro cínico, otro igual a
él (αὐτὸν ἄλλον εἶναι τοιοῦτον); únicamente de esa manera puede considerarlo digno (ἀξιόω) de portar el cetro y acarrear la
realeza (τοῦ σκήπτρου καὶ τῆς βασιλείας). Es así como se dio la
trama vincular por la cual Antístenes consideró amigo a Diógenes y Diógenes a Crates.[21]
Ahora, en lo que atañe al partenaire, se salta de nuevo de ese elemento más bien espartano al
paracristiano. El cínico debe guardar celibato, dice. Claro que Epicteto no da
cuentas de los problemas que se les presentaron a los padres cristianos, y en
ningún momento se hace cargo de las antiguas referencias al concubinato y el
uso de prostitutas. Dice que el cínico no debe casarse, pero no aclara que deba
ser casto. Y a esa soltería le encuentra dos excepciones. Una en el pasado, la
de Crates, que se casó pero con otro Crates
(ἄλλον Κράτητα), como decir, con otro cínico –un
caso que juzga excepcional, habida cuenta de la escasez y rareza de
mujeres-filósofo. La otra excepción en el hipotético porvenir: la ciudad de los
sabios. En una ciudad de los sabios el cínico podría casarse; pero en realidad
su activismo particular –el κυνίζειν– se volvería inútil, porque en esa
urbe de los sueños todo el mundo sería como él: el suegro, la mujer, y una vez
educados, los hijos. En ese mundo ideal no tendría ya razones para hacer el
perro, por lo que se diluiría en el común de los sabios. Sería, hay que
suponer, un estoico más. En cambio en un mundo como este, el real y pedestre,
el cínico debe consagrarse enteramente al servicio de la divinidad (διακονίᾳ τοῦ θεοῦ) y al κοινός, tratando con los hombres, y por lo
tanto no puede estar perdiendo el tiempo en socorrer al suegro, cambiarle los
pañales al hijo o atender a las demandas de la mujer. Y como ningún asunto
humano le es ajeno, como todos le son propios, debe proceder con el conjunto de
los hombres como lo hace un general cuando examina o castiga a
los soldados[22]. El cínico, en efecto, aunque viva
como ἄπολις es, diríamos, un ser engagé,
habida cuenta de que comprende al mundo entero como su propia ciudad. Epicteto
enfatiza esto, o más bien convierte la ciudadanía cósmica en un ejercicio
positivo –que se diría, en jerga francesa, no impolítico sino archipolítico. Le
asigna un πολιτεύω, un tipo de participación en la vida
política: el cínico, dice, no intervendrá dialogando sobre las rentas,
impuestos o cargos, ni sobre la paz o la guerra, sino περὶ εὐδαιμονίας ἢ καὶ κακοδαιμονίας, περὶ εὐτυχίας καὶ δυστυχίας, περὶ δουλείας καὶ ἐλευθερίας –sobre felicidad e
infelicidad, buena estrella o desgracia y esclavitud y emancipación. El κυνίζειν
es así investido de un carácter cívico-político
fundamental, basal. Lo que quiere decir que quita al perro verdadero del lugar
de disolvente político, de apátrida múltiple, de inadaptado social. Al
convertirlo de parásito en padre lo devuelve de algún modo al compromiso socrático
con el orden positivo, o al menos lo exime de confrontar con él.
En los textos de Epicteto Diógenes aparece mayormente como
campeón de la libertad, de esa libertad que recibió de Antístenes y jamás
perdió[23]. Tanto así que fue comprado como δοῦλος y no solamente jamás llamó señor (κύριος) al comprador, sino que él acabó convirtiéndose
en el señor del propio marchante-amo. Epicteto dice que no había de dónde
agarrarlo para esclavizarlo: «Si te apoderabas de su hacienda, te la hubiera dejado antes que
seguirte por ella. Si te apoderabas de su pierna, su pierna. Si de todo su
cuerpecito, todo su cuerpecito. Y lo mismo con los parientes, los amigos, la
patria». Y no había de dónde agarrar a esta anguila regia y libertaria
justamente porque no tenía nada, ni su cuerpo. Diógenes hablaba como quería (ὡς βούλει διαλέγεσθαι), ora con el rey de los
persas, el de los lacedemonios o cualquier otro dignatario, gracias a esa
libertad total basada en la desposesión total: «Porque no considero mío mi cuerpo (ὅτι τὸ σωμάτιον ἐμὸν οὐχ ἡγοῦμαι), porque no necesito nada
(ὅτι οὐδενὸς δέομαι), porque la ley es para mí todo y lo demás, nada (ὅτι ὁ νόμος μοι πάντα ἐστὶ καὶ ἄλλο οὐδέν)».
Como se
ve, Epicteto aprovecha sobre el final para filtrar otra probable enmienda al
cinismo clásico. El adulterador de la moneda declara que la ley para él lo es
todo (ὁ νόμος μοι πάντα ἐστὶ). Pero ciertamente no es la ley de Solón sino la de Zeus,
porque como bien agrega «sus
verdaderos ancestros y su verdadera patria eran los dioses».[24]
El filósofo-rey contra la náusea
Cuando se habla de algunos escritores o artistas que son inimitables suele estar diciéndose que
es muy fácil imitarlos, pero que esa imitación es también una tragedia que se
repite como farsa. Aunque el plano de la ética es otra cosa, eso es un poco lo
que sucedía con Diógenes y el problema que le presentó en particular a
Epicteto. Este Diógenes era casi un personaje inalcanzable, un superhombre. Y
las imitaciones que estaban a la orden del día, en el mejor de los casos eran
demasiado humanas, y en el peor, chapuzas preconcebidas. En la diatriba VIII
del Libro IV salta a la vista ese problema y se ve cómo Epicteto toma partido
en favor de las vías alternativas que presentan los casos de Sócrates, como
filósofo discreto, y Éufrates como filósofo secreto. Dice que Sócrates pasaba
desapercibido a tal punto que los demás lo solicitaban menos para consultarlo que
para que les aconsejase qué filósofos debían consultar. Éufrates, por su parte, un estoico
de los perrunos, educado por Musonio y condiscípulo de Epicteto, procuraba,
según dice, ser filósofo sin que se notase, obrando para sí mismo y para la
divinidad y no para los espectadores[25]. Pero
la divinidad, muy lejos de eso, al enviar a Diógenes como παράδειγμα lo
invistió de una parafernalia categórica y patente, le calzó el cetro y la
diadema (σκήπτρου καὶ
διαδήματος)
y lo convirtió en un dechado manifiesto[26]. Diógenes era al contrario un
filósofo demasiado ostensible, en él coincidían el más notable y el más notorio,
si bien la evidencia de los signos iba acompañada de las obras. La tesis que Epicteto
sostiene acá dice que el filósofo debe reconocerse (ἐπιγιγνώσκεσθαι) en las obras (ποιέω) y no en los signos
(σύμβολα)[27]. Punto en el que nuestro maestro
estoico debe enfrentarse a la mala publicidad que le hacía a la filosofía ese
exceso de deplorables poseurs travestidos
de filósofos. Y no extraña que estos falsos cínicos, en cuanto filósofos aparentes, sean señalados como pedorros, porque son el equivalente filosófico de los aquejados
de intestino irritable, diverticulitis, cálculos biliares o reflujos
gastroesofágicos, de acuerdo a un símil puntual que Epicteto establece: dice de
ellos que son los que se precipitan hacia la filosofía «como los enfermos del estómago (οἱ κακοστόμαχοι) atraídos por un manjar que
después van a vomitar»[28]. Y es así como esos ἀγύρται, charlatanes, mendigos o
vagabundos, de forma tan indecorosa (ἀσχημονέω) se lanzan a por el cetro y la
realeza (εὐθὺς ἐπὶ τὸ σκῆπτρον, ἐπὶ τὴν βασιλείαν). Con semejante mala digestión los parásitos de los pórticos, como se ve,
hacen de la filosofía una regurgitación y un pedorreo al que llaman cinismo. Esos mismos son los que se calzan
el manto, se dejan la melena y al siguiente paso proclaman Yo soy filósofo, de tal manera que cuando la gente ve a un melenudo con
el manto rotoso dice He ahí un filósofo.
Pero no se es filósofo por la melena (κόμη) y el τρίβων, dice Epicteto, porque nadie dirá Yo soy músico porque se compró una
cítara. Cuando uno ve que alguien maneja mal el hacha no considera que la
carpintería no sirva, y cuando uno oye cantar mal a alguien no dice que los
músicos cantan mal, sino que ese que canta no es músico. Además, un músico
goloso no invalida a la música, ni un carpintero adúltero a la carpintería.
Pero la cosa es diferente cuando el goloso o adúltero ostenta la chapa de
filósofo. De manera, concluye, que cuando uno ve a alguien con manto, bastón y
melena obrar de forma indecente, no debe considerar que la filosofía no sirve,
porque la materia (ὕλη) del filósofo no es el τρίβων sino el λόγος, y el τέλος no es llevarlo puesto (φορεῖν τρίβωνα) sino dar con el ὀρθός λόγος[29]. Como mantenía Dión Crisóstomo,
también para Epicteto un filósofo vicioso no es un filósofo sino un disfrazado.
En su apostolado como auxiliar divino
el cínico adopta roles de servicio a Zeus y de asistencia a los hombres, a
medias como padre y compañero, o como una especie de preceptor de secundaria
que gestiona los partes de amonestación para la humanidad entera. Pero además
de ser padre, vígía y comisionado, un sirviente de Dios y un pastor de los
hombres, Diógenes era, como aquel paracínico llamado Jesús, un rey. Y acá
comienzan los problemas para Epicteto, porque tiene que vérselas con esa
investidura que es lo que emulan, por las vestiduras y los hábitos, las turbas
de imitadores berretas. Y Diógenes como héroe de la libertad, el coraje y la
franqueza, declara con pertinencia «¿Quién,
al verme, no cree ver a su propio rey y señor?» (ίς με ἰδὼν οὐχὶ τὸν βασιλέα τὸν ἑαυτοῦ ὁρᾶν οἴεται καὶ δεσπότην). La frase es problemática porque no
dice ser rey sino, con un gesto de magnificencia al borde de la prepotencia, y
si es que el carácter de la traducción no falla, que los demás lo perciben (ὁράω) y lo ven (εἶδον) como tal. Entonces este Cristo
atlético, este cura musculoso, este monje vital y catequista ocurrente, de
pronto se convierte en sumo pontífice, en un papa metido en el cuerpo de un
profesor de gimnasia, como si fuera el monarca guerrero del reino de la
desposesión y la inopia.
Dice Epicteto finalmente, según la traducción de Paloma
Ortiz García: «El
que domina por completo la sabiduría relativa a la vida, ¿qué más cabe sino que
sea él el amo?» (ὅστις οὖν καθόλου τὴν περὶ
βίον
ἐπιστήμην κέκτηται, τί ἄλλο ἢ τοῦτον
εἶναι δεῖ
τὸν δεσπότην)[30].
El que alcanza el conocimiento general sobre cómo debemos vivir la vida, o para
decirlo de otro modo, el que posee la
ciencia de la vida, eso que buscaban estos estoicos prácticos, no puede ser
otra cosa que el maestro, el amo. Queda a la vista de cualquier
émulo de Nietzsche o de Lacan, que la filosofía es, como Epicteto lo expone, voluntad de señorío y discurso del amo. El cínico verdadero será
amo y señor, pero su potestad es dada por Dios y ante él debe vasallaje. El falso
cínico de umbral, en cambio, un inútil pordiosero e impío prepotente.
[1]
Arriano, Disertaciones de Epicteto I XXIV 6; id., ibid. III XXII 23.
[2] Ibid. I XXIV 6-9
y IV I 30.
[3] Ibid. III XXI 19-20.
[4] Ibid. IV I 159-160.
[5] Ibid. III XXII 48.
[6] Ibid. 23-24.
[7] Ibid. 80.
[8] Ibid. 10, 57 y 13.
[9] Ibid.
2.
[10] Ibid. I XXIV 6-9; ibid. III XXII 80.
[11] Ibid. III XXII 13.
[12] Ibid. III
XXII 9-12.
[13] «πάντας ἀνθρώπους πεπαιδοποίηται, τοὺς ἄνδρας υἱοὺς ἔχει, τὰς γυναῖκας θυγατέρας» (Ibid. 82)
[14] Ibid. 53-55.
[15] Ibid. 101.
[16] Ibid. 103.
[17] Ibid. 13, 20-22, 26-27, 53.
[18] Ibid. 14-16.
[19] Ibid. 86-89 y IV XI 22-24.
[20] Ibid. III XXII 88-89.
[21] Ibid. 63.
[22] Ibid. 97.
[23] Ibid. IV I 114.
[24] Ibid. 152-158.
[25] Ibid. IV VIII 17.
[26] Ibid. 30-31.
[27] Ibid. 20.
[28] Ibid. 34.
[29] Ibid. 13.
[30] Ibid. IV I 118.
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