Biografía coral del perro anónimo: el cínico como cabeza de turco de la literatura romana


Unos cuantos cínicos, o nombres de, quedan mariposeando en un limbo cronológico. De acuerdo a la reseña de Focio en su Biblioteca, Estobeo en un fragmento hoy perdido de su obra citó, entre largas centenas de filósofos, a diez cínicos: además de Diógenes, Antístenes y Crates, Mónimo, Onesícrito y Menandro, a unos tales Hegesianax, Jantipo, Polizelo y Teomnesto. Sin embargo no existe ninguna otra referencia sobre estos últimos cuatro filósofos de datación enteramente desconocida, pero evidentemente históricos, cuyos escritos o anécdotas parecen haber tenido alguna relevancia[1]. En el padrón de Goulet-Cazé se registran, después de los 83 cínicos históricos confirmados, 14 cínicos anónimos. El primero y más remoto parece haber sido el que aparecía en la comedia de Antífanes El Zurrón, de acuerdo a Ateneo[2]. Apenas más recientes, de alrededor de los siglos IV o III antes de Cristo, contamos con uno referido por Gregorio Nacianceno, que pidió un talento de oro a un rey y marchó a comprar una hogaza de pan diciendo «Este era el pan que yo quería, no humo (τύφος), que no puede comerse». También con otro señalado por Diógenes Laercio[3], que le pidió a Zenón aceite y obtuvo una negativa. El resto de los cínicos anónimos listados, en líneas generales, corresponden a la fase imperial romana.

Cínicos ignotos y cínicos ficcionales se confunden, un puñado de nombres ficticios salidos de la literatura –cínica y anti-cínica– se mezclan con otros tantos que podrían corresponder a la realidad histórica. En la epistolografía del Pseudo-Diógenes y el Pseudo-Crates aparecen como destinatarios 28 nombres desconocidos, y otros 4 más mencionados, sin saberse si son simplemente ficticios (de uno, Frínico de Larisa, se dice que fue discípulo de Diógenes). En el ítem Cínicos que aparecen en la literatura, casi con seguridad ficticios, Goulet registra 13 (pero se come algunos): ubicado en el siglo primero de la era actual está aquel Musonio de Babilonia, que fue confundido con Musonio Rufo, personaje de la Vida de Apolonio de Filóstrato, corresponsal del mago cuyas cartas son llevadas y traídas por Menipo de Licia y Damis y que dialoga en el Nerón o la apertura del Istmo de Luciano con el cínico Demetrio; Luciano, que escribe en el siglo II, aporta también a Alcidamas, Cinisco, Cratón, Herófilo, Hipérides y Tesmópolis; en El banquete de los sabios de Ateneo, autor del siglo III, tenemos (sin contar a los personajes que cita de Parmenisco) a Mirtilo y Teodoro Cinulco –es decir conductor de perros; y finalmente en un manual de retórica aparece un tal Agatocles. Hay razones para suponer que los nombres que dan Lucilio o Leónidas son también puras invenciones literarias y no remitían a personas reales. Los apuntados por Antíprato, Marcial, el perro glotón de Luciano o Lucilio, uno que cita Artemidoro, que se pelea con un filósofo llamado Alejandro y le da un bastonazo en la cabeza, y otro al que el Demónax de Luciano describe acusando de sodomía a un procónsul, lo mismo que aquel que participó del juicio del mártir cristiano Apolonio Sacas, más tres relacionados con Juliano, componen entre los ficticios y los históricos el catastro de cínicos anónimos de Goulet.

He aquí el inventario de cínicos incógnitos y/o literarios registrados. Lo que importa, a los fines que se siguen, es cómo esa montonera perruna, esos que no merecieron ser nombrados salvo para bastardearlos, emergen, como prototipos más que como individuos, en las letras de la hegemonía romana. Esta es, un poco, la historia de los cínicos infames y típicos, que no la de los excepcionales, que no la de quienes merecieron el patrocinio o el elogio de algún ilustre, cuando no el escarnio focalizado, la infamia, por así decir, ad hominem.

En moralistas como Cicerón, y con más detalle después en Séneca, se ven críticas a los cínicos análogas a los que les harán los cristianos –impudor, ambición, regodeo jactancioso en la pobreza, presumida desfachatez en el aspecto, excesiva rudeza en la censura moral–, con la salvedad de que ambos, a diferencia de los cristianos, se paran en el mismo rasero que alegaban los perrunos, el de la naturaleza. Séneca se retrotrae hasta el propio Diógenes, le recrimina su principio de dirigirse a todo el mundo sin distinción y juzga que el cinismo le hace un flaco favor a la filosofía ante el común de los hombres. No es el único en ver que los cínicos hacen pésima propaganda a la filosofía; Dión de Prusa y Epicteto barajaban lo mismo, y de hecho algunos cristianos van a servirse de esa idea para declarar la decadencia en bloque de la filosofía. Mientras tanto los literatos y poetas se concentran en la burla elitista y el desprecio ilustre, aun cuando enaltecen al procerato clásico de los indemnes Diógenes, Antístenes o Crates. Los del pasado eran cínicos, los del presente simples perros. Aquellos eran como leones y estos como cabras. Los modales y el aspecto de los cínicos merecen un desprecio per se; sus principios serán juzgados como falsos por un lado y como falsa filosofía por otro. Séneca, Horacio, repudian la miserable dieta; Luciano la falsedad de sus prácticas en ese orden. Persio y Marcial no olvidarán describirlos junto a prostitutas, cosa que continuarán los cristianos más acérrimos. La lengua de los cínicos también va a ir al banquillo de los acusados: Cicerón la juzga impúdica; Apuleyo, como Elio Aristides, vil, rabiosa, e indigna de la filosofía.

En la primera mitad del siglo I. a. C. Cicerón, que llevó a Roma la filosofía griega y tuvo maestros de todas las escuelas filosóficas, resistió sin embargo al epicureísmo y con los perros fue tajante: como enemigos del recato, de la verecundia y de las costumbres, considera que su forma de vida debe ser rechazada de plano. Que Sócrates o Aristipo hayan vertido algo contra las costumbres públicas y civiles, dice, es tolerable por las cualidades excelsas que poseían, aunque es un error pretender que cualquiera pueda imitarlos; «en cambio, hay que rechazar totalmente la razón de los cínicos, porque es enemiga del pudor, sin el cual nada puede ser recto ni honesto» (Cynicorum vero ratio tota est eicienda; est enim inimica verecundiae, sine qua nihil rectum esse potest, nihil honestum)[4]. A Cicerón le molestan en particular las malas palabras, que estos desfachatados risueños llamaran así como así a las cosas por sus nombres sin frenarse ante las obscenas; para él seguir a la naturaleza es comportarse con decoro y huir de todo aquello que produzca repugnancia a ojos y oídos. «No hay que escuchar a los cínicos ni a esos estoicos que eran casi cínicos, que se burlan y ríen de nosotros porque juzgamos decoroso nombrar cosas no infames con palabras púdicas y designamos con sus propios nombres cosas que sí lo son. Robar, defraudar, cometer adulterio son cosas vergonzosas pero así dichas sin obscenidad. El acto de engendrar es en sí honroso pero no nombrarlo tal cual. Ellos en esas cosas sostienen largas disputas contra la vergüenza (contra verecundiam disputantur). Sin embargo, sigamos nosotros a la naturaleza y evitemos la aprobación de ojos y oídos a todo lo que es abominable; la postura, la forma de andar, sentarse, reclinarse, las expresiones faciales, los ojos y los movimientos de las manos deben mantener el decoro.»[5]

Aunque no los menciona, una de las cartas a Lucilio de Séneca, un siglo después de Cicerón, toma como blanco evidente a los cínicos. Habla de aquellos que se vuelven ridículos y odiosos buscando llamar la atención por el aspecto (habitu) o la forma de vivir (genere vitae), haciendo alarde de un porte descuidado, pelo largo, barba negligente, odio declarado a la platería, o durmiendo en un magro colchón sobre el piso (Asperum cultum et intonsum caput et neglegentiorem barbam et indictum argento odium et cubile humi positum). Someter al propio cuerpo a esas tortuosidades, despreciar el aseo y buscar el desaliño, así como ingerir sólo alimentos baratos y repugnantes, es rotundamente contra natura (hoc contra naturam est, torquere corpus suum et faciles odisse munditias et squalorem adpetere et cibis non tantum vilibus uti sed taetris et horridis). Parece que Séneca, como antes Cicerón, pretende arrancar de cuajo al cinismo, patearle el puntal más firme que Diógenes encontró: la naturaleza. En un solo pase de manos el cinismo se vuelve contra natura y antifilosófico, y la doctrina del atajo se convierte apenas en la perversa via de la ambitio, un puro deseo de ser admirado por lo despreciable. Para vivir en conformidad con la naturaleza (secundum naturam vivere) la filosofía requiere sensum communem, humanitatem et congregationem, humanidad, sociabilidad y sentido común, más una vida bien atemperada entre las costumbres y las normas civiles (temperetur vita inter bonos mores et publicos). La filosofía, escribe, exige frugalidad, no penuria, y se puede ser frugal sin ser burdo (Frugalitatem exigit philosophia, non poenam, potest autem esse non incompta frugalitas). Los alimentos refinados comportan lujuria, pero despreciar las comidas sencillas a cambio de inmundicia es dementia pura: se es igual de noble usando vajilla de plata que de barro, ya que no soportar la riqueza es propio de un espíritu débil (Infirmi animi est pati non posse divitias). Si lo que se quiere es salvar a la filosofía de la mala fama que tiene en el pueblo, frente a tales extravagancias es menester la discreción. Aun siendo lo modestos que somos, pone Séneca, el mismo nombre de la filosofía suscita envidia y odio en el vulgo, y con más razón cuando nos mostramos contrarios a las costumbres. De manera que por adentro debemos ser lo suficientemente distintos, pero frons populo es mejor llevar un look que pase desapercibido. Hay que tener una vida mejor que la del vulgo, pero no la contraria, dice Séneca (ut meliorem vitam sequamur quam vulgus, non ut contrariam). De hacer lo opuesto, en vez de corregirlos los vamos a espantar y poner en contra.[6]

En otra carta, incluso, pone en duda la metodología propia Diógenes y el resto de los cínicos de amonestar (moneo) a quienquiera que les saliese al encuentro, actitud que le parece un tipo de libertate promiscua equivalente a querer corregir a los que, de nacimiento o por alguna enfermedad, son mudos o sordos irreversibles.[7]

En De la brevedad de la vida Séneca aporta algo más en este mismo sentido: escribe que los estoicos buscan vencer la naturaleza humana –someterla, doblegarla, conquistarla– y los cínicos excederla (hominis naturam eum Stoicis vincere, eum Cynicis excedere): unos sacar lo mejor de ella y los otros ir más allá de los límites que impone.[8]

El cínico perpetra dos errores distintos, en conclusión: opera contra la naturaleza y predica y actúa de una manera que predispone al resto de la gente en contra de la filosofía. Un error de concepto y otro táctico.

En la literatura latina hay registros de la presencia de los cínicos en el paisaje social desde los siglos tercero y segundo antes de Cristo. En El Persa de Plauto, por ejemplo, se coteja al parasitus con los cínicos, que andan con lo puesto, una botellita, un rascador, un cacharro, sandalias, manto y alforja[9]. Pero es recién entre los siglos primeros, antes y después de Cristo, que se hacen más visibles. «Seguidme al baño para probar algo de la escuela cínica» se lee en un escabroso fragmento del mimiógrafo Décimo Laberio[10]. Diógenes aparece en Horacio y Ovidio: el primero hace referencia a las burlas que le dirigía Aristipo[11]; Ovidio, más benigno, lo usa como ejemplo de fortaleza ante el exilio[12]. Sin embargo son los lastimosos cínicos del montón los que estimulan la vena satírica: Horacio al hacer una distinción entre una dieta frugal (tenuis victus) y otra sórdida (sordidus victus), coloca como ejemplo de la segunda a un tal Avidieno, que bien merecido tenía que lo apodaran Canis ya que comía aceitunas añejas y frutas silvestres, condimentaba con aceite y vinagre con olores putrefactos y tragaba vino rancio[13]; Persio menciona a una cortesana que tira de las barbas de un cínico (cynico barbam)[14], mientras Marcial se burla de las barbas de los estoicos y de los inopes Cynicos en un epigrama dedicado a un peluquero de mano criminal[15], ya que por lo que deja dicho Juvenal los estoicos por entonces se distinguían de los cínicos apenas por la ropa (a cynicis tunica distantia).[16]

En otro epigrama Marcial le dice a Vetustilla, una fétida y decrépita puta, que tiene la concha más huesuda que un cínico viejo (senemque Cynicum uincat osseus cunnus)[17]. Y en otro construye un retrato arquetípico: «Éste que muchas veces ves, Cosmo, dentro del santuario de nuestra Palas y dentro del recinto del templo nuevo, ese anciano con su báculo y su alforja, al que se le eriza su cabellera blanca y sucia y su barba sórdida le cae sobre el pecho, al que cubre una burda capa que le hace de esposa de su catre desnudo, a quien la gente, al pasar le da los alimentos que él pide como con ladridos, tú, engañado por su falsa imagen, piensas que es un cínico. Éste no es un cínico, Cosmo. –¿Qué es, pues? –Un perro.»[18]

En la Antología Griega no faltan los poemas que glorifican o vindican a Diógenes o a algún otro de los cínicos originales: desde el siglo III a. C. con Leónidas de Tarento hasta el siglo VI d. C. con Agatías Escolástico, pasando por Diodoro, Antífilo de Bizancio, Antíprato de Sidón, Honestus de Bizancio o Arquías. Pero no faltan tampoco los que se burlan de los cínicos contemporáneos. Leónidas consagra al viaje de Diógenes al Hades un epigrama laudatorio y como contrapeso dos al desventurado y tránsfuga Socares, aunque es factible que estos dos últimos no vengan de su mano sino de Leónidas de Alejandría, poeta de los años de Nerón –de manera que no queda del todo claro que Socares perteneciese al período helenístico. Un epigrama de Antípatro de Tesalónica, poeta heleno que parece haber vivido a caballo entre las dos eras, honra la grandeza de Diógenes, el perro celestial, representado con su instrumental heraclíteo –la πήρα y la maza (ῥόπαλον)– y comparado con otro probable cínico del presente que no es más que un montón de ceniza (σποδισι κων): uno un león (λεοντος), el otro una barbiluenga cabra (τργος), un tosco macho cabrío al que se le reclama despojarse de las armas que no le corresponden[19], que como dice en otro epitafio son las de la prudencial autosuficiencia (ατάρκους πλα σαοφροσύνας) del σοφο κυνός.[20]

«Plañen el bolso, la noble, robusta

y heraclea cachiporra del Diógenes de Sínope,

el doblado manto, antagonista del frío

y la nieve, enteramente astroso,

pues mancillados son por tus hombros. Porque él era

celestial; mas tú, perro, apenas fuiste escombro.

Renuncia ya a esas ajenas armaduras, que una cosa

es obra de leones, otra la de barbudas cabras.»

Un anónimo hace hablar a la testa de un desconocido perro de nombre Gorgias, con cuya muerte cesaron también los groseros modales que lo acompañaban:

«Aquí yazgo, la cabeza del cínico Gorgias,

ya sin escupir ni sacarme los mocos».[21]

Un epigrama de Amiano manda a afeitar a otro, porque la barba cría piojos, no ideas (φρν)[22]. Lucilio dedica dos a sendos perros a los que incluso nombra: Menestrato, un apechugado ladrón de migajas, y el falso y artero Hermodoto.

«Nadie niega en absoluto, Menestrato, que eres cínico

y estás descalzo y temblando.

Pero si descaradamente robas pedacitos de pan a escondidas,

yo que tengo una vara voy a golpearte a ti que te llaman perro.»[23]

El siguiente es una imprecación contra el negocio de la mendicidad pseudo-filosófica. Al cínico, pobre e iletrado (πτωχòς καì γρμματος), le basta con dejarse la barba (πγωνα), tomar un palo (τριδου) y ubicarse en un cruce para hacerse llamar el primero de los perros excelsos (τς ρετς εναι φησν πρωτοκων).

«Todo el que es pobre y analfabeto

no muele maíz como antes ni lleva duras cargas por unos pocos pesos,

sino que se deja crecer la barba, agarra un palo, se pone en una encrucijada

y se hace llamar el capo de los perros de la virtud.

Este es el sabio pronunciamiento de Hermodoto: Si alguno no tiene plata,

que se quite el χιτν y no muera más de hambre”.»[24]

Otro epigrama, atribuido tanto a Luciano como a Lucilio, detalla la repentina renuncia a sus principios de un cínico en un banquete ante un plato espléndido:

«Del barbudo cínico, el limosnero del bastón,

vimos en la cena su gran sabiduría.

Al principio se abstuvo de lupines y rábanos,

diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre.

Pero cuando ante sus ojos tuvo un níveo vientre de cerda con salsa

 amarga, que le rapiñó la prudencia de su espíritu,

lo pidió de improviso y se lo engulló de un saque,

sin decir ni medio de que un vientre de cerda produzca injusticia contra la virtud».[25]

En las medianías del siglo II Apuleyo, bastante favorable a Antístenes, a Diógenes y sobre todo a Crates, cuyos pera et baculum dice que eran lo que las diademas para los reyes[26], describe a una turba de harapientos ignorantes (rudes, sordidi, imperiti) que contaminan, nomás con ponerse el pallio, a esa disciplina de reyes que es la filosofía, creada para hablar y vivir bien (disciplinam regalem tam ad bene dicendum quam ad bene vivendum), justo lo contrario de lo que se dedica a hacer este hato de incivilizados que, despreciando a los demás y a sí mismos, no cultivan otra cosa que la rabia de la lengua y la vileza de los modales (linguae rabies et vilitas morum). Cuenta que, con el fin de que la posteridad heredase la más digna imagen de él, Alejandro había promulgado un edicto que castigaba como sacrílego a todo aquel que construyera una efigie suya sin autorización real: sólo Policleto podría fundirla en bronce, Apeles pintarla y Pirgóteles cincelarla en buril. Apuleyo expresa el deseo de hacer algo similar con la filosofía[27], dado que cualquier campesino, changarín o tabernero, comenta, se cree digno de insultar con sólo calzarse el pallium de filósofo. Sin embargo el propio Apuleyo no tiene empacho en defender la paupertas y se jacta de ser fiel al Heracles que deambulaba por el mundo vestido apenas con la piel del león de Nemea, lo mismo que al Diógenes que de cara a Alejandro, discurriendo sobre la verdadera esencia de la realeza (ueritate regni), se gloriaba de su baculo como si fuera un cetro (sceptri)[28]. El contraste entre ese lejano cinismo regio y este perturbador cinismo real, anónimo y a la mano, es tan marcado que resulta burdo. Un cinismo hecho de notables y conspicuos y otro de escoria. Uno es literatura y el otro realidad; uno moralina embellecida y el otro un estorbo cuando no un peligro.

Frente a esa superpoblación de literatura denigratoria hubo los que fieles a la δοξία, ocultos bajo los nombres mitológicos de Diógenes y Crates o usurpando la firma del enemigo, salieron a dar una explicación y una respuesta, humilde como retórica, pero con argumentos convincentes. Si el enemigo hablaba en nombre de los popes de la secta, los cínicos no se contentaron con hacer lo propio, y ya que todo es de los dioses, y así lo es la firma de un escritor, salieron también a robársela a los difamadores. Tal es el caso del diálogo El Cínico (Κυνικός), de un falso Luciano (Pseudo-Luciano), con bastante probabilidad una venganza contra el Luciano auténtico.

En él el conocido alter ego del autor, Licino, dialoga con pocas luces con un cínico que lleva la razón y que hace una sensata defensa moral de la vida cínica. De entrada Licino increpa al cínico por su modo de vida y sus atuendos. Le pregunta de mal talante por qué anda así, desnudo y descalzo (γυμνοδερκ κα νυποδητες), sin χιτν y con barba (πώγων) y melena (κόμη), llevando una vida inhumana (πνθρωπον βον). Lo acusa de vivir no como la gente (ο πολλο) sino como un animal (θηρου βον) y de ser un indigente (θλιος) que no se diferencia de un πτωχός o mendigo común. Pero él le contesta que θλιος, indigente o miserable, es el que no tiene lo que necesita, el que vegeta en lo insuficiente (τ νδες); que los ínfimos enseres y víveres con los que cuenta el cínico se limitan al contrario a lo suficiente (τ κανν), y le demuestra que con su extrema austeridad (ετελείᾳ) tiene todo lo que necesita (τ δον), como lo prueba el cuerpo vigoroso que ostenta. Licino insiste en que le parece que lleva una vida indigente (νδεστερον) y no una vida austera (ετελστερν), y a paso seguido le reprocha que habiendo tal abundancia de bienes en el mundo no los tome. Pero él le contesta que la divinidad es un buen anfitrión que pone en la mesa una plétora de manjares de los cuales cada uno se sirve según su necesidad, y que los que tienen más necesidades resultan ser los más desgraciados, ya que el que más necesita no es otro que el inferior: los niños más que los adultos, las mujeres más que los hombres, los enfermos más que los sanos. Los dioses no necesitan nada y los que se parecen a ellos necesitan menos (δι τοτο θεο μν οδενς, ο δ γγιστα θεος λαχστων δονται). El ejemplo no sólo está en Heracles sino incluso en los hombres del pasado, de cuyas características dan cuenta las estatuas. Heracles, hombre divino, anduvo vagabundeando descalzo y –salvo por su piel de león– desnudo, y barbudo y melenudo como los hombres antiguos, que son lo opuesto a los de ahora, que engullen platos sofisticados, visten con lujo, huelen como maricones (κιναδοις) y hasta se depilan los genitales. La barba es lo propio del hombre, le dice, como la crin del caballo y la melena del león (que esos por lo visto son los animales peludos dignos de compararse con el filósofo hirsuto y no las cabras); y si no, que repare en las estatuas de los dioses griegos y no griegos y vea cómo lucen. Estos hombres demasiado satisfechos por la abundancia, entre los cuales está Licino, acaban en la desgracia y la penuria (κακοδαιμονας κα ταλαιπωρας), se la pasan reclamando que llegue el verano en invierno y el invierno en verano, y así viajan por la vida como llevados por un potro desbocado que marcha hoy hacia el placer (δον), mañana a la avaricia (φιλοκερδίᾳ), pasado al miedo (φβος) o la ira (θμός) y al otro día a la fama (δξα). Queda claro entonces quién es el débil (σθενς) y el enfermo (νσος) y quién el fuerte (σχυρς) y el sano (γις).

En el diálogo se encuentra, además, la respuesta corporativa a la trillada denuncia del aspecto de los cínicos como mascarada y coartada. El cínico argumenta que tal como el citaredo, el actor o el flautista llevan un atuendo (στολν κα σχμα) que los distingue de los demás, el hombre bueno debe tener un vestido y un porte característico (νδρς δ γαθο σχμα κα στολν) que lo diferencien del malo; y para eso ninguno le cuadra mejor que aquel que avergüenza a los libertinos (ναιδστατον τος κολστοις), perfumados y empilchados como maricas e incapaces de resistir la fatiga y los placeres. Tal fuerza tiene el traje de cínico que tanta risa te da que, le dice a Licino, que me permite vivir en tranquilidad (συχας), como se me da la gana y con quienes se me da la gana: acerca a mí a los deseosos de virtud y espanta a los ignorantes (μαθν νθρπων κα παιδετων) y afeminados (μαλακο).

El traje de cínico tiene por lo tanto un poder admonitorio y selectivo hacia los demás, y protector y fortalecedor al interior de uno mismo.




[1] Focio, Biblioteca cod. 167 p. 114 b24-25 Bekker. He aquí, para más datos, sus nombres originales: Ηγησιάναξ, Ξάνθιππος, Πολύζηλος y Θεομνστος.

[2] El banquete de los sofistas IX 366 b-c.

[3] Laercio, VI 17.

[4] Cicerón, Sobre los deberes (De officiis) I, 148.

[5] «Nec vero audiendi sunt Cynici aut se qui fuerunt Stoici paene cynici qui reprehendunt et irrident, quod ea, quae turpia non sint, verbis flagitiosa ducamus, illa autem, quae turpia sunt, nominibus appellemus suis. Latrocinari, fraudare, adulterare re turpe est, sed dicitur non obscene; liberis dare operam re honestum est, nomine obscenum; pluraque in eam sententiam ab eisdem contra verecundiam disputantur. Nos autem naturam sequamur et ab omni, quod abhorret ab oculorum auriumque approbatione fugiamus; status, incessus, sessio, accubitio, vultus, oculi, manuum motus teneat illud decorum.» (Id., ibid. 128)

[6] Séneca, Epístolas a Lucilio I 5.

[7] Ibid. III 29, 1.

[8] Id., De la brevedad de la vida X 14 2.

[9] «cynicum esse egentem oportet parasitum probe: ampullam, strigilem, scaphium, soccos, pallium, marsuppium habeat, inibi paullum praesidi, qui familiarem suam vitam oblectet modo» (Plauto, El Persa 115-125) En otra comedia Plauto menciona que los cínicos se sientan en taburetes (subsellio) y no en divanes (lectis) (Estico vv. 701-704).

[10] «sequere <me> in latrinum, ut aliquid gustes ex Cynica haeresi» (Laberio, Compitalia fr. 3)

[11] Horacio, Epístolas 17.

[12] Ovidio, Tristes y pónticas 3 873.

[13] Horacio, Sátiras II 2, 53-69.

[14] Persio, Sátiras I, 130-135.

[15] Marcial, Epigramas XI, 84.

[16] Juvenal, Sátiras 13, 120. Aunque confiesa no haber leído a cínicos ni estoicos (nec cynicos nec stoica dogmata legit) ni a Epicuro. En la siguiente sátira (Sátiras 14, 305-315) habla del barril (dolia) de Diógenes y de la felicidad de su habitante, que nada deseaba (qui nil cuperet).

[17] Marcial, Epigramas III 93.

[18] Id., ibid. IV, 53.

[19] Antología griega XI, 158.

[20] Ibid. VII, 65. En este se refiere a la alforja (πήρα), el manto doble (διπλοίς) y el bastón (σκίπων). Diógenes desde el Hades sigue reprendiendo a los hombres. El enemigo presente del muerto en este caso no es un perro degenerado sino el conjunto de los necios vivos (φαλον πάντα).

[21] «νθάδε Γοργίου κεφαλ κυνικο κατάκειμαι, / οκέτι χρεμπτομένη, οτ πομυσσομένη» (Antología Palatina VII, 134)

[22] Antología griega XI, 156

[23] Antología griega XI, 153.

[24] Antología griega XI, 154.

[25] Antología palatina XI, 410.

[26] Apuleyo, Apología 22, 7.

[27] Id., Florida VII.

[28] Id., Apología 17 a 23.


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