Unos cuantos cínicos, o nombres de, quedan
mariposeando en un limbo cronológico. De acuerdo a la reseña de Focio en su Biblioteca, Estobeo en un fragmento hoy
perdido de su obra citó, entre largas centenas de filósofos, a diez cínicos:
además de Diógenes, Antístenes y Crates, Mónimo, Onesícrito y Menandro, a unos
tales Hegesianax, Jantipo, Polizelo y Teomnesto. Sin embargo no existe ninguna otra referencia
sobre estos últimos cuatro filósofos de datación enteramente desconocida, pero
evidentemente históricos, cuyos escritos o anécdotas parecen haber tenido
alguna relevancia[1]. En el padrón de Goulet-Cazé se registran, después de los 83 cínicos
históricos confirmados, 14 cínicos anónimos. El primero y más remoto parece
haber sido el que aparecía en la comedia de Antífanes El Zurrón, de acuerdo a Ateneo[2].
Apenas más recientes, de alrededor de los siglos IV o III antes de Cristo,
contamos con uno referido por Gregorio Nacianceno, que pidió un talento de oro
a un rey y marchó a comprar una hogaza de pan diciendo «Este era el pan que yo quería, no humo (τύφος), que no puede comerse». También con
otro señalado por Diógenes Laercio[3],
que le pidió a Zenón aceite y obtuvo una negativa. El resto de los cínicos anónimos listados, en líneas
generales, corresponden a la fase imperial romana.
Cínicos ignotos y cínicos ficcionales se
confunden, un puñado de nombres ficticios salidos de la literatura –cínica y
anti-cínica– se mezclan con otros tantos que podrían corresponder a la realidad
histórica. En la epistolografía del Pseudo-Diógenes y el Pseudo-Crates aparecen
como destinatarios 28 nombres desconocidos, y otros 4 más mencionados, sin saberse
si son simplemente ficticios (de uno, Frínico de Larisa, se dice que fue
discípulo de Diógenes). En el ítem Cínicos
que aparecen en la literatura, casi con seguridad ficticios, Goulet
registra 13 (pero se come algunos): ubicado en el siglo primero de la era
actual está aquel Musonio de Babilonia, que fue confundido con Musonio Rufo,
personaje de la Vida de Apolonio de
Filóstrato, corresponsal del mago cuyas cartas son llevadas y traídas por
Menipo de Licia y Damis y que dialoga en el Nerón
o la apertura del Istmo de Luciano con el cínico Demetrio; Luciano, que
escribe en el siglo II, aporta también a Alcidamas, Cinisco, Cratón, Herófilo,
Hipérides y Tesmópolis; en El banquete de los
sabios de Ateneo, autor del siglo III, tenemos (sin contar a los personajes
que cita de Parmenisco) a Mirtilo y Teodoro Cinulco –es decir conductor de perros–; y finalmente en un manual de retórica aparece un tal Agatocles. Hay
razones para suponer que los nombres que dan Lucilio o Leónidas son también
puras invenciones literarias y no remitían a personas reales. Los apuntados por
Antíprato, Marcial, el perro glotón de Luciano o Lucilio, uno que cita
Artemidoro, que se pelea con un filósofo llamado Alejandro y le da un bastonazo
en la cabeza, y otro al que el
Demónax de Luciano describe acusando de sodomía a un procónsul, lo mismo que
aquel que participó del juicio del mártir cristiano Apolonio Sacas, más tres
relacionados con Juliano, componen entre los ficticios y los históricos el
catastro de cínicos anónimos de Goulet.
He aquí el inventario de cínicos incógnitos y/o
literarios registrados. Lo que importa, a los fines que se siguen, es cómo esa
montonera perruna, esos que no merecieron ser nombrados salvo para
bastardearlos, emergen, como prototipos más que como individuos, en las letras
de la hegemonía romana. Esta es, un poco, la historia de los cínicos infames y
típicos, que no la de los excepcionales, que no la de quienes merecieron el
patrocinio o el elogio de algún ilustre, cuando no el escarnio focalizado, la infamia,
por así decir, ad hominem.
En
moralistas como Cicerón, y con más detalle después en Séneca, se ven críticas a
los cínicos análogas a los que les harán los cristianos –impudor, ambición,
regodeo jactancioso en la pobreza, presumida desfachatez en el aspecto,
excesiva rudeza en la censura moral–, con la salvedad de que ambos, a
diferencia de los cristianos, se paran en el mismo rasero que alegaban los
perrunos, el de la naturaleza. Séneca se retrotrae hasta el propio Diógenes, le
recrimina su principio de dirigirse a todo el mundo sin distinción y juzga que
el cinismo le hace un flaco favor a la filosofía ante el común de los hombres.
No es el único en ver que los cínicos hacen pésima propaganda a la filosofía;
Dión de Prusa y Epicteto barajaban lo mismo, y de hecho algunos cristianos van
a servirse de esa idea para declarar la decadencia en bloque de la filosofía.
Mientras tanto los literatos y poetas se concentran en la burla elitista y el
desprecio ilustre, aun cuando enaltecen al procerato clásico de los indemnes Diógenes,
Antístenes o Crates. Los del pasado eran cínicos, los del presente simples
perros. Aquellos eran como leones y estos como cabras. Los modales y el aspecto
de los cínicos merecen un desprecio per
se; sus principios serán juzgados como falsos por un lado y como falsa
filosofía por otro. Séneca, Horacio, repudian la miserable dieta; Luciano la
falsedad de sus prácticas en ese orden. Persio y Marcial no olvidarán
describirlos junto a prostitutas, cosa que continuarán los cristianos más
acérrimos. La lengua de los cínicos también va a ir al banquillo de los
acusados: Cicerón la juzga impúdica; Apuleyo, como Elio Aristides, vil,
rabiosa, e indigna de la filosofía.
En
la primera mitad del siglo I. a. C. Cicerón, que llevó a Roma la filosofía
griega y tuvo maestros de todas las escuelas filosóficas, resistió sin embargo
al epicureísmo y con los perros fue tajante: como enemigos del recato, de la
verecundia y de las costumbres, considera que su forma de vida debe ser
rechazada de plano. Que Sócrates o Aristipo hayan vertido algo contra las
costumbres públicas y civiles, dice, es tolerable por las cualidades excelsas
que poseían, aunque es un error pretender que cualquiera pueda imitarlos; «en cambio, hay que rechazar totalmente la
razón de los cínicos, porque es enemiga del pudor, sin el cual nada puede ser
recto ni honesto» (Cynicorum vero
ratio tota est eicienda; est enim inimica verecundiae, sine qua nihil rectum
esse potest, nihil honestum)[4]. A
Cicerón le molestan en particular las malas palabras, que estos desfachatados
risueños llamaran así como así a las cosas por sus nombres sin frenarse ante
las obscenas; para él seguir a la naturaleza es comportarse con decoro y huir
de todo aquello que produzca repugnancia a ojos y oídos. «No hay que escuchar a los cínicos ni a esos estoicos que eran casi
cínicos, que se burlan y ríen de nosotros porque juzgamos decoroso nombrar
cosas no infames con palabras púdicas y designamos con sus propios nombres
cosas que sí lo son. Robar, defraudar, cometer adulterio son cosas vergonzosas
pero así dichas sin obscenidad. El acto de engendrar es en sí honroso pero no
nombrarlo tal cual. Ellos en esas cosas sostienen largas disputas contra la
vergüenza (contra verecundiam disputantur). Sin embargo, sigamos nosotros a la naturaleza y evitemos la
aprobación de ojos y oídos a todo lo que es abominable; la postura, la forma de
andar, sentarse, reclinarse, las expresiones faciales, los ojos y los
movimientos de las manos deben mantener el decoro.»[5]
Aunque no los menciona, una de
las cartas a Lucilio de Séneca, un siglo después de Cicerón, toma como blanco
evidente a los cínicos. Habla de aquellos que se vuelven ridículos y odiosos
buscando llamar la atención por el aspecto (habitu)
o la forma de vivir (genere vitae), haciendo alarde de un porte
descuidado, pelo largo, barba negligente, odio declarado a la platería, o
durmiendo en un magro colchón sobre el piso (Asperum cultum et intonsum caput et neglegentiorem barbam et indictum
argento odium et cubile humi positum). Someter al propio cuerpo a esas
tortuosidades, despreciar el aseo y buscar el desaliño, así como ingerir sólo
alimentos baratos y repugnantes, es rotundamente contra natura (hoc contra
naturam est, torquere corpus suum et faciles odisse munditias et squalorem
adpetere et cibis non tantum vilibus uti sed taetris et horridis). Parece
que Séneca, como antes Cicerón, pretende arrancar de cuajo al cinismo, patearle
el puntal más firme que Diógenes encontró: la naturaleza. En un solo pase de
manos el cinismo se vuelve contra natura
y antifilosófico, y la doctrina del atajo se convierte apenas en la perversa via de la ambitio, un puro deseo de ser admirado por lo despreciable. Para
vivir en conformidad con la naturaleza (secundum
naturam vivere) la filosofía requiere sensum
communem, humanitatem et
congregationem, humanidad, sociabilidad y sentido común, más una vida bien
atemperada entre las costumbres y las normas civiles (temperetur vita inter bonos mores et publicos). La filosofía,
escribe, exige frugalidad, no penuria, y se puede ser frugal sin ser burdo (Frugalitatem exigit philosophia, non poenam,
potest autem esse non incompta frugalitas). Los alimentos refinados
comportan lujuria, pero despreciar las comidas sencillas a cambio de inmundicia
es dementia pura: se es igual de
noble usando vajilla de plata que de barro, ya que no soportar la riqueza es propio de un espíritu débil (Infirmi animi est pati non posse divitias).
Si lo que se quiere es salvar a la filosofía de la mala fama que tiene en el
pueblo, frente a tales extravagancias es menester la discreción. Aun siendo lo
modestos que somos, pone Séneca, el mismo nombre de la filosofía suscita
envidia y odio en el vulgo, y con más razón cuando nos mostramos contrarios a
las costumbres. De manera que por adentro debemos ser lo suficientemente
distintos, pero frons populo es mejor
llevar un look que pase
desapercibido. Hay que tener una vida mejor que la del vulgo, pero no la
contraria, dice Séneca (ut meliorem vitam
sequamur quam vulgus, non ut contrariam). De hacer lo opuesto, en vez de
corregirlos los vamos a espantar y poner en contra.[6]
En otra carta, incluso, pone
en duda la metodología propia Diógenes y el resto de los cínicos de amonestar (moneo) a quienquiera que les saliese al
encuentro, actitud que le parece un tipo de libertate
promiscua equivalente a querer corregir a los que, de nacimiento o por
alguna enfermedad, son mudos o sordos irreversibles.[7]
En De la brevedad de la vida Séneca aporta algo más en este mismo
sentido: escribe que los estoicos buscan vencer la naturaleza humana
–someterla, doblegarla, conquistarla– y los cínicos excederla (hominis naturam eum Stoicis vincere, eum
Cynicis excedere): unos sacar lo mejor de ella y los otros ir más allá de
los límites que impone.[8]
El cínico perpetra dos errores
distintos, en conclusión: opera contra la naturaleza y predica y actúa de una
manera que predispone al resto de la gente en contra de la filosofía. Un error
de concepto y otro táctico.
En
la literatura latina hay registros de la presencia de los cínicos en el paisaje
social desde los siglos tercero y segundo antes de Cristo. En El Persa de Plauto, por ejemplo, se
coteja al parasitus con los cínicos,
que andan con lo puesto, una botellita, un rascador, un cacharro, sandalias,
manto y alforja[9].
Pero es recién entre los siglos primeros, antes y después de Cristo, que se
hacen más visibles. «Seguidme al baño
para probar algo de la escuela cínica» se lee en un escabroso fragmento del
mimiógrafo Décimo Laberio[10]. Diógenes
aparece en Horacio y Ovidio: el primero hace referencia a las burlas que le
dirigía Aristipo[11];
Ovidio, más benigno, lo usa como ejemplo de fortaleza ante el exilio[12]. Sin
embargo son los lastimosos cínicos del montón los que estimulan la vena
satírica: Horacio al hacer una distinción entre una dieta frugal (tenuis victus) y otra sórdida (sordidus victus), coloca como ejemplo de
la segunda a un tal Avidieno, que bien merecido tenía que lo apodaran Canis ya que comía aceitunas añejas y
frutas silvestres, condimentaba con aceite y vinagre con olores putrefactos y
tragaba vino rancio[13]; Persio
menciona a una cortesana que tira de las barbas de un cínico (cynico barbam)[14],
mientras Marcial se burla de las barbas de los estoicos y de los inopes Cynicos en un epigrama dedicado a
un peluquero de mano criminal[15], ya que
por lo que deja dicho Juvenal los estoicos por entonces se distinguían de los
cínicos apenas por la ropa (a cynicis
tunica distantia).[16]
En otro epigrama Marcial le
dice a Vetustilla, una fétida y decrépita puta, que tiene la concha más huesuda
que un cínico viejo (senemque Cynicum
uincat osseus cunnus)[17]. Y en
otro construye un retrato arquetípico: «Éste
que muchas veces ves, Cosmo, dentro del santuario de nuestra Palas y dentro del
recinto del templo nuevo, ese anciano con su báculo y su alforja, al que se le
eriza su cabellera blanca y sucia y su barba sórdida le cae sobre el pecho, al
que cubre una burda capa que le hace de esposa de su catre desnudo, a quien la
gente, al pasar le da los alimentos que él pide como con ladridos, tú, engañado
por su falsa imagen, piensas que es un cínico. Éste no es un cínico, Cosmo.
–¿Qué es, pues? –Un perro.»[18]
En
la Antología Griega no faltan los poemas
que glorifican o vindican a Diógenes o a algún otro de los cínicos originales:
desde el siglo III a. C. con Leónidas de Tarento hasta el siglo VI d. C. con
Agatías Escolástico, pasando por Diodoro, Antífilo de Bizancio, Antíprato de
Sidón, Honestus de Bizancio o Arquías. Pero no faltan tampoco los que se burlan
de los cínicos contemporáneos. Leónidas consagra al viaje de Diógenes al Hades
un epigrama laudatorio y como contrapeso dos al desventurado y tránsfuga
Socares, aunque es factible que estos dos últimos no vengan de su mano sino de
Leónidas de Alejandría, poeta de los años de Nerón –de manera que no queda del
todo claro que Socares perteneciese al período helenístico. Un epigrama de
Antípatro de Tesalónica, poeta heleno que parece haber vivido a caballo entre
las dos eras, honra la grandeza de Diógenes, el perro celestial, representado con su instrumental heraclíteo –la
πήρα
y la maza (ῥόπαλον)– y
comparado con otro probable cínico
del presente que no es más
que un montón
de ceniza (σποδιῆσι κύων): uno un
león
(λεοντος),
el otro una barbiluenga cabra (τράγος), un tosco macho cabrío al que se
le reclama despojarse de las armas que no le corresponden[19], que
como dice en otro epitafio son las de la prudencial autosuficiencia (αὐτάρκους ὅπλα σαοφροσύνας) del σοφοῦ κυνός.[20]
«Plañen el bolso, la noble, robusta
y heraclea cachiporra del Diógenes de Sínope,
el doblado manto, antagonista del frío
y la nieve, enteramente astroso,
pues mancillados son por tus hombros. Porque él
era
celestial; mas tú, perro, apenas fuiste escombro.
Renuncia ya a esas ajenas armaduras, que una cosa
es obra de leones, otra la de barbudas cabras.»
Un anónimo hace hablar a la
testa de un desconocido perro de nombre Gorgias, con cuya muerte cesaron
también los groseros modales que lo acompañaban:
«Aquí yazgo, la cabeza del cínico Gorgias,
ya sin escupir ni sacarme los mocos».[21]
Un epigrama de Amiano manda a
afeitar a otro, porque la barba cría piojos, no ideas (φρήν)[22]. Lucilio
dedica dos a sendos perros a los que incluso nombra: Menestrato, un apechugado
ladrón de migajas, y el falso y artero Hermodoto.
«Nadie
niega en absoluto, Menestrato, que eres cínico
y
estás descalzo y temblando.
Pero
si descaradamente robas pedacitos de pan a escondidas,
yo
que tengo una vara voy a golpearte a ti que te llaman perro.»[23]
El
siguiente es una imprecación contra el negocio de la mendicidad
pseudo-filosófica. Al cínico, pobre e iletrado (πτωχòς
καì ἀγράμματος), le basta
con dejarse la barba (πώγωνα), tomar un
palo (τριόδου) y ubicarse en un cruce para hacerse
llamar el primero de los perros excelsos
(τῆς ἀρετής εἶναι φησὶν
ὁ
πρωτοκύων).
«Todo
el que es pobre y analfabeto
no
muele maíz
como antes ni lleva duras cargas por unos pocos pesos,
sino
que se deja crecer la barba, agarra un palo, se pone en una encrucijada
y
se hace llamar el capo de los perros de la virtud.
Este
es el sabio pronunciamiento de Hermodoto: “Si alguno no tiene plata,
que
se quite el χιτών y
no muera más
de hambre”.»[24]
Otro
epigrama, atribuido tanto a Luciano como a Lucilio, detalla la repentina
renuncia a sus principios de un cínico en un banquete ante un plato espléndido:
«Del
barbudo cínico, el limosnero del bastón,
vimos
en la cena su gran sabiduría.
Al
principio se abstuvo de lupines y rábanos,
diciendo
que la virtud no debe ser esclava del vientre.
Pero
cuando ante sus ojos tuvo un níveo vientre de cerda con salsa
amarga, que le rapiñó la prudencia de su
espíritu,
lo
pidió de improviso y se lo engulló de un saque,
sin
decir ni medio de que un vientre de cerda produzca injusticia contra la virtud».[25]
En las medianías del siglo II
Apuleyo, bastante favorable a Antístenes, a Diógenes y sobre todo a Crates,
cuyos pera et baculum dice que eran
lo que las diademas para los reyes[26],
describe a una turba de harapientos ignorantes (rudes, sordidi, imperiti) que contaminan, nomás con
ponerse el pallio, a esa disciplina
de reyes que es la filosofía, creada para hablar y vivir bien (disciplinam regalem tam ad bene dicendum
quam ad bene vivendum), justo lo contrario de lo que se dedica a hacer este
hato de incivilizados que, despreciando a los demás y a sí mismos, no cultivan
otra cosa que la rabia de la lengua y la
vileza de los modales (linguae rabies
et vilitas morum). Cuenta que, con el fin de que la posteridad heredase la
más digna imagen de él, Alejandro había promulgado un edicto que castigaba como
sacrílego a todo aquel que construyera una efigie suya sin autorización real:
sólo Policleto podría fundirla en bronce, Apeles pintarla y Pirgóteles
cincelarla en buril. Apuleyo expresa el deseo de hacer algo similar con la
filosofía[27],
dado que cualquier campesino, changarín o tabernero, comenta, se cree digno de
insultar con sólo calzarse el pallium
de filósofo. Sin embargo el propio Apuleyo no tiene empacho en defender la paupertas y se jacta de ser fiel al
Heracles que deambulaba por el mundo vestido apenas con la piel del león de
Nemea, lo mismo que al Diógenes que de cara a Alejandro, discurriendo sobre la
verdadera esencia de la realeza (ueritate
regni), se gloriaba de su baculo
como si fuera un cetro (sceptri)[28]. El
contraste entre ese lejano cinismo regio y este perturbador cinismo real,
anónimo y a la mano, es tan marcado que resulta burdo. Un cinismo hecho de
notables y conspicuos y otro de escoria. Uno es literatura y el otro realidad;
uno moralina embellecida y el otro un estorbo cuando no un peligro.
Frente a
esa superpoblación de literatura denigratoria hubo los que fieles a la ἀδοξία, ocultos
bajo los nombres mitológicos de
Diógenes y
Crates o usurpando la firma del enemigo, salieron a dar una explicación y una respuesta, humilde como retórica, pero con argumentos convincentes.
Si el enemigo hablaba en nombre de los popes de la secta, los cínicos no se
contentaron con hacer lo propio, y ya que todo es de los dioses, y así lo es la
firma de un escritor, salieron también a robársela a los difamadores. Tal es
el caso del diálogo El Cínico (Κυνικός), de un falso Luciano (Pseudo-Luciano),
con bastante probabilidad una venganza contra el Luciano auténtico.
En él el conocido alter ego del autor, Licino, dialoga con pocas luces con un cínico que lleva la razón y que hace una sensata defensa moral de la vida cínica. De entrada Licino increpa al cínico por su modo de vida y sus atuendos. Le pregunta de mal talante por qué anda así, desnudo y descalzo (γυμνοδερκῇ καὶ ἀνυποδητεῖς), sin χιτών y con barba (πώγων) y melena (κόμη), llevando una vida inhumana (ἀπάνθρωπον βίον). Lo acusa de vivir no como la gente (οἱ πολλοὶ) sino como un animal (θηρίου βίον) y de ser un indigente (ἄθλιος) que no se diferencia de un πτωχός o mendigo común. Pero él le contesta que ἄθλιος, indigente o miserable, es el que no tiene lo que necesita, el que vegeta en lo insuficiente (τὸ ἐνδεὲς); que los ínfimos enseres y víveres con los que cuenta el cínico se limitan al contrario a lo suficiente (τὸ ἱκανόν), y le demuestra que con su extrema austeridad (εὐτελείᾳ) tiene todo lo que necesita (τὸ δέον), como lo prueba el cuerpo vigoroso que ostenta. Licino insiste en que le parece que lleva una vida indigente (ἐνδεέστερον) y no una vida austera (εὐτελέστερόν), y a paso seguido le reprocha que habiendo tal abundancia de bienes en el mundo no los tome. Pero él le contesta que la divinidad es un buen anfitrión que pone en la mesa una plétora de manjares de los cuales cada uno se sirve según su necesidad, y que los que tienen más necesidades resultan ser los más desgraciados, ya que el que más necesita no es otro que el inferior: los niños más que los adultos, las mujeres más que los hombres, los enfermos más que los sanos. Los dioses no necesitan nada y los que se parecen a ellos necesitan menos (διὰ τοῦτο θεοὶ μὲν οὐδενός, οἱ δὲ ἔγγιστα θεοῖς ἐλαχίστων δέονται). El ejemplo no sólo está en Heracles sino incluso en los hombres del pasado, de cuyas características dan cuenta las estatuas. Heracles, hombre divino, anduvo vagabundeando descalzo y –salvo por su piel de león– desnudo, y barbudo y melenudo como los hombres antiguos, que son lo opuesto a los de ahora, que engullen platos sofisticados, visten con lujo, huelen como maricones (κιναίδοις) y hasta se depilan los genitales. La barba es lo propio del hombre, le dice, como la crin del caballo y la melena del león (que esos por lo visto son los animales peludos dignos de compararse con el filósofo hirsuto y no las cabras); y si no, que repare en las estatuas de los dioses griegos y no griegos y vea cómo lucen. Estos hombres demasiado satisfechos por la abundancia, entre los cuales está Licino, acaban en la desgracia y la penuria (κακοδαιμονίας καὶ ταλαιπωρίας), se la pasan reclamando que llegue el verano en invierno y el invierno en verano, y así viajan por la vida como llevados por un potro desbocado que marcha hoy hacia el placer (ἡδονῇ), mañana a la avaricia (φιλοκερδίᾳ), pasado al miedo (φόβος) o la ira (θῡμός) y al otro día a la fama (δόξα). Queda claro entonces quién es el débil (ἀσθενής) y el enfermo (νόσος) y quién el fuerte (ἰσχυρός) y el sano (ὑγιής).
En el diálogo se encuentra, además, la respuesta
corporativa a la trillada denuncia del aspecto de los cínicos como mascarada y
coartada. El cínico argumenta que tal como el citaredo, el actor o el flautista
llevan un atuendo (στολὴν καὶ σχῆμα) que los distingue de los demás, el
hombre bueno debe tener un vestido y un porte característico (ἀνδρὸς δὲ ἀγαθοῦ σχῆμα καὶ στολὴν) que lo diferencien del malo; y para
eso ninguno le cuadra mejor que aquel que avergüenza a los libertinos (ἀναιδέστατον τοῖς ἀκολάστοις),
perfumados y empilchados como maricas e incapaces de resistir la fatiga y los
placeres. Tal fuerza tiene el traje de cínico que tanta risa te da que, le dice
a Licino, que me permite vivir en tranquilidad (ἡσυχίας), como
se me da la gana y con quienes se me da la gana: acerca a mí a los deseosos de
virtud y espanta a los ignorantes (ἀμαθῶν ἀνθρώπων καὶ ἀπαιδεύτων) y afeminados (μαλακοὶ).
El traje de cínico tiene por lo tanto un
poder admonitorio y selectivo hacia los demás, y protector y fortalecedor al
interior de uno mismo.
[1] Focio, Biblioteca cod. 167 p. 114 b24-25 Bekker. He aquí, para más datos, sus nombres
originales: Ηγησιάναξ, Ξάνθιππος, Πολύζηλος y Θεομνήστος.
[2] El banquete de los
sofistas IX 366 b-c.
[3] Laercio, VI 17.
[4] Cicerón, Sobre los deberes (De officiis) I, 148.
[5]
«Nec vero audiendi sunt Cynici aut se qui
fuerunt Stoici paene cynici qui reprehendunt et irrident, quod ea, quae turpia
non sint, verbis flagitiosa ducamus, illa autem, quae turpia sunt, nominibus
appellemus suis. Latrocinari, fraudare, adulterare re turpe est, sed dicitur
non obscene; liberis dare operam re honestum est, nomine obscenum; pluraque in
eam sententiam ab eisdem contra verecundiam disputantur. Nos autem naturam sequamur
et ab omni, quod abhorret ab oculorum auriumque approbatione fugiamus; status,
incessus, sessio, accubitio, vultus, oculi, manuum motus teneat illud decorum.»
(Id., ibid. 128)
[6]
Séneca, Epístolas a Lucilio I 5.
[7]
Ibid. III 29, 1.
[8]
Id., De la brevedad de la vida X 14 2.
[9]
«cynicum esse egentem oportet parasitum
probe: ampullam, strigilem, scaphium, soccos, pallium, marsuppium habeat, inibi
paullum praesidi, qui familiarem suam vitam oblectet modo» (Plauto, El Persa 115-125) En otra comedia Plauto
menciona que los cínicos se sientan en taburetes (subsellio) y no en divanes (lectis)
(Estico vv. 701-704).
[10]
«sequere <me> in latrinum, ut
aliquid gustes ex Cynica haeresi» (Laberio, Compitalia fr. 3)
[11]
Horacio, Epístolas 17.
[12]
Ovidio, Tristes y pónticas 3 873.
[13]
Horacio, Sátiras II 2, 53-69.
[14]
Persio, Sátiras I, 130-135.
[15]
Marcial, Epigramas XI, 84.
[16]
Juvenal, Sátiras 13, 120. Aunque
confiesa no haber leído a cínicos ni estoicos (nec cynicos nec stoica dogmata legit) ni a Epicuro. En la siguiente
sátira (Sátiras 14, 305-315) habla
del barril (dolia) de Diógenes y de
la felicidad de su habitante, que nada deseaba (qui nil cuperet).
[17]
Marcial, Epigramas III 93.
[18]
Id., ibid. IV, 53.
[19]
Antología griega XI, 158.
[20]
Ibid. VII, 65. En este se refiere a
la alforja (πήρα),
el manto doble (διπλοίς) y el bastón (σκίπων).
Diógenes
desde el Hades sigue reprendiendo a los hombres. El enemigo presente del muerto
en este caso no es un perro degenerado sino el conjunto de los necios vivos (φαῦλον πάντα).
[21] «ἐνθάδε Γοργίου ἡ
κεφαλὴ κυνικοῦ κατάκειμαι, / οὐκέτι χρεμπτομένη, οὔτ᾽
ἀπομυσσομένη» (Antología Palatina VII, 134)
[22] Antología griega XI, 156
[23]
Antología griega XI, 153.
[24]
Antología griega XI, 154.
[25] Antología palatina XI, 410.
[26]
Apuleyo, Apología 22, 7.
[27]
Id., Florida VII.
[28]
Id., Apología 17 a 23.
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