Lacan ha imputado con jacobina
virulencia: “toda la filosofía está recubierta por el significante amo”, “toda la filosofía es la historia del robo
del saber del esclavo por parte del amo.” Sus derechohabientes, ora en el campo
de la sofística, la filosofía o la anti, han debido salir a matizar. Veamos.
Zizek, que fue acusado por
Bruno Boostels de hacer la histérica del maestro Badiou, ha salido a defenderse
en el prólogo de lo que acá se ha conocido como Contra la tentación populista[1].
Allí aclara que esto del filósofo-amo, en términos históricos al menos,
comporta una vetusta antigualla que confunde la cosa. Declara que a partir de
Kant la filosofía como discurso del amo, señor que traduce con mueca adusta e
imperturbable la estructura intrínseca de la realidad, deja de ser posible, y
el pensamiento se queda más bien esperando afuera a ver si llueve, mientras la
filosofía se dedica a rumiar sobre sus propias condiciones de imposibilidad.
Kant ya hacía lo de Macedonio: procrastinar con borradores eternos en calidad
de prolegómenos la erección de una metafísica. Hegel, insiste el declarante
Zizek, lejos de regresar al clasicismo metafísico pre-crítico, como le cuelgan
los pro-Kant, va todavía más lejos al emprender “una suerte de socavamiento histérico del Maestro”, “de autodestrucción y autosuperación
inmanentes de todo planteo metafísico”. Veamos:
“El ‘sistema’ de Hegel, en definitiva, no es otra cosa que un recorrido
sistemático por los fracasos de los proyectos filosóficos. En este sentido,
todo el idealismo alemán está hecho de ejercicios en ‘antifilosofía’. Ya el
pensamiento crítico de Kant no es directamente filosofía sino prolegómenos a
una filosofía futura, una puesta en cuestión de las condiciones de
(im)posibilidad de la filosofía; Fichte ni siquiera llama a su pensamiento
‘filosofía’ sino Wissenschaftslehre, ‘enseñanza
del conocimiento científico’, y Hegel sostiene que su pensamiento ya no es mera
filosofía (amor a la sabiduría) sino sabiduría verdadera en sí. Por eso es que
Hegel es ‘el más sublime de los histéricos’: hay que tener presente que para
Lacan la histeria es lo único capaz de producir conocimiento nuevo (en
contraste con el discurso universitario, que solo puede reproducir
conocimiento).”
Es decir que Hegel ya era
Lacan, al socavar por dentro, de la mano de la “histerización permanente”, el gran mausoleo fálico de la filosofía.
Buen incauto Lacan, habría cometido dos torpezas: una, creerse una inmaculada
virgencita que tejía sus desmentidos por fuera (estaba, en efecto, donde no
pensaba que estaba), renegando de su carácter de histérica sublime. Como el
burrito de San Vicente llevaba la carga sin sentirla. Alimentaba el sueño de
una antifilosofía alógena, alienígena, extraterrestre, pura y dura. Tal vez
Zizek esté diciéndole al cliente que Hegel también lo enculó a Lacan. Hegel,
ergo, ya era antifilósofo; Lacan, antifilósofo, era por ende filósofo. No era
la solución sino parte del problema. El otro error es haber batallado con un
endriago, haberle pegado a un caído, un pugilato con sombras, haber asesinado a
un muerto ya ajusticiado por Kant, Hegel y compañía. Se comprende entonces que
el archienemigo no era el maestro sino el profesor, no “el discurso del amo”
sino el “universitario”. Cuando J. Lacan bate Je m’insurge contre la philosophie se está revelando más bien contra un fantasma de Platón
y Aristóteles con mera realidad de cotillón traspapelado, contra una imagen de
la filosofía como Weltanschauung ya
caducada. Para dibujar “los conceptos básicos del psicoanálisis” debe tomar “un desvío filosófico”; he ahí un “compromiso filosófico” que produce “un ‘no’ a la filosofía interno” a la
filosofía, gracias al cual el psicoanálisis retiene una “dimensión subversiva” que hace que no sea una mera “práctica óntica” del montón. En este
punto la gesta lacaniana habría consistido en poner en evidencia, tematizar y
hacerse cargo, de los efectos antifilosóficos de Freud. Hasta acá Zizek.
Colette Soler[2]
observa que el objetivo al que dispara la antifilosofía de Lacan en el texto Tal vez en Vincennes es menos la
filosofía que el “discurso universitario”, un tipo de imbecilidad filosófica
que el gran analista interpreta para “desemboscar
el deseo secreto” que el tal discurso se empeña en velar. El filosofar a
título del discurso universitario, según este esquema, despunta con Kant, el
profesor; es entonces cuando la universidad –dice Colette– se convierte en la
casa de los filósofos. Porque antes los filósofos lo hacían en sus casas: filosofaban,
para invocar a Leopoldo Marechal, en pantuflas. La imagen hogareña de Descartes,
ese home sweet home junto a la
salamandra, es patente. No lo hagan en
sus casas es la consigna del discurso universitario, siempre preventivo,
comedido, aterrador. Este filósofo sub
specie profesor, según el malpensado de Jacques Marie Lacan, es un fámulo
que hace servicio al amo, al soberano, en calidad de loco del rey o bufón de la
corte. En cambio Descartes y Spinoza, los de su casa, no eran sirvientes del
significante amo; eran amos más bien: son los sujetos, dice Colette Soler, del
tiempo de los verdaderos amos. El buen profesor, de bufón que chapotea con la
verdad haciendo jueguitos y abracadabras, muta en canalla que aspira a ser “el Otro” de los “desdichados educandos” a los que se les enseña a deletrear la
autoridad abrochada al nombre de autor. Hegel y Kojève caen en esta redada,
según Soler. Al chino de Königsberg Nietzsche le llamó también idiota; pero Lacan prefiere imbécil. La imbecilidad
filosófico-profesoral estriba en esquivarle el bulto a lo real, y con Kant
acaba toda la esperanza de alcanzarlo, reza Colette al manso público. Lo
truecan por el culto a la yocracia y al fantasma colectivo. El bufón-filósofo
muta en filósofo-canalla y más luego en filósofo-tonto. Detrás de tò ón está la tontología: Aristóteles
parloteaba sobre los universales, el bien y lo bello, como un verdadero
tontito. Es el goce disfrazado de verdad:
la plusvalía de cogito. Lacan debió aconsejarle al estagirita ir a hacer free speech con Antifón el Sofista,
inventor de la asociación libre con fines de lucro en la Antigua Hélade mucho
antes que en Viena. Nada de conocimiento, el pensamiento es goce, afrecho,
pegamento en la mano, rosarios de mostacilla que en la casa de cambio de la
epistemología no sirven ni para un vale por el choripán. Je pense es joui-pense.
Lacan dictamina para la inmortalidad que “la ciencia no piensa”, tampoco conoce
ni quiere saber nada del saber ni de lo real mismo, ni tiene que rendirle
cuentas al empirismo y la fenomenología sino al ábaco: y así, mientras
“forcluye” al sujeto, no responde al cogito
ni a la perceptio sino a la
manipulación del número; de ahí la pleitesía del psiquiatra por el matema, que
universaliza y transmite sin merma y sin tener que pensar (por el matema
suspira y cede acto continuo). Lacan se contenta con sonsacar (autosonsa) al
fenómeno kantiano y hacer entrar desde el banco al campo del Otro y al sujeto
efecto del lenguaje. ¿Chapa y pintura? Pero entonces, dice uno que pasa por la
vereda de enfrente, ¿por qué Hegel era histérico y Lacan analista? Porque, a
ley de la ortodoxia lacánica, histérico es el que reacciona al amo y analista
más bien quien acciona contra las tablas del discurso universitario, izadas
sobre los restos que aquellos sublimes histéricos de otrora. El llamado
discurso del analista –según la esperanza de Colette– es el único de los cuatro
tipificados que queda libre de culpa y cargos filosóficos; no así el de la
histérica, porque menos que renunciar al “pensamiento-yo”
lo propulsa del lado del “Otro”.
Asociación libre mata filósofo.
Nora Trosman[3] en
cambio imputa que la filosofía se reparte entre el discurso del amo y el
discurso del saber (Platón, verbigracia, recubría al ser con el saber); se
salvan Spinoza y Nietzsche, y al final Heidegger y la filosofía que viene
después. La antifilosofía –y el psicoanálisis como tal– “se despide de la cansada búsqueda del saber” y del espejismo de la adaecuatio, ya que profesa de oficio un
ejercicio de “descompletamiento del saber
como absoluto” y “un acto que
contornea lo real a distancia del saber universitario”. En vez de fundar,
diluye (“la dilución del acto en el
concepto”). La “antifilosofía
poslacaniana” es la que trata con “la
irrupción de lo real, es decir, el problema de la inconsistencia, la
incompletud, lo indecible, la incertidumbre, el caos; cuestiones todas
exteriores al campo de la representación y al tipo de saber que comporta esta
vertiente del sujeto y el objeto”; “el
nombre para la experiencia de la filosofía en su acceso a lo real, es acto
filosófico”.
El amo ha muerto, el
filosófico al menos. Le ha sobrevivido un amo no-filosófico y un falansterio de
filo-filósofos encargados de concretar los tics y las muecas de la sentenciosa
y magnánima ventriloquía emprendida por el “significante amo”. La
antifilosofía, por lo demás, tendría 100 años de perdón, porque le roba a un
ladrón.
[1]
Slavoj Zizek, Contra la tentación populista, Ediciones
Godot, Bs. As., 2019.
[2]
Colette Soler, “Lacan
antifilósofo”, París, 2001 (en ¿Qué se
espera del psicoanálisis y del psicoanalista?, Letra Viva, Bs As., 2009).
[3]
Nora Trosman, Interlocutores filosóficos de Lacan,
Letra Viva, Bs. As., 2013.
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