A GUSTO DEL CONSUMIDOR: BORGES DE PLATONISTA A ANTIFILÓSOFO


I: Platonista

 

Existe dando vueltas por ahí un libro que se llama La filosofía en Borges (Reverso ediciones), que había sido publicado anteriormente como “La filosofía de Borges”; el autor es un mexicano o español –creo que español– llamado Juan Nuño, un profesor que con improbable convicción repite unas cuantas veces su hipótesis paradójica acerca de un Borges platonista, a la que considera al contrario un secreto a voces: “Es un secreto a voces que el pensamiento de Borges se alimenta de una especie de platonismo o aplicación de la gran idea platónica de los dos mundos, el inteligible y el sensible, y su decidida oposición, resuelta a favor del primero” (16). Intercepté este libro hace algunos años por la avenida Corrientes, esa gran feria del saldo que nunca duerme. Publicado en 2005, el autor murió en Caracas en el 95, los derechos son del 2005 a nombre de una mujer con su apellido, por todo lo cual puede conjeturarse que escribió el ensayo en estado cadavérico o usando a su mujer como médium –así es el mundo de las hipótesis. Está dedicado a Alejandro Rossi y tiene un prefacio de Savater que dice que a Borges lo leían los alquimistas y lo alistaban como alquimista, los espiritistas y lo hacían espiritista, los hinchas de San Lorenzo y así. Es el camino que una vez más vamos a seguir tomando.

     Por qué me arriesgo al ridículo al seguir perorando con estos tópicos trillados e insulsos es un misterio. Por no olvidar a lo mejor que Borges era el mejor manual de introducción al pensamiento filosófico –al pensamiento y no a la onomástica que teníamos los adolescentes de mi época antes de que existieran los “Derrida para principiantes” y Wikipedia, una suerte.

     Este mentado autor arrastra dos lastres fastidiosos, la tradición filosófica española, que habla a la filosofía con la rigidez de quien habla una lengua extranjera, poco entendida y demasiado prestigiosa, y la tradición de la filosofía anglosajona del lenguaje. Con esas bridas en la cabeza no es tan inasequible prever la trayectoria. Entiende al cuento de Pierre Menard como una parábola platónica, como “una requisitoria avant la lettre contra las tesis austinianas, y pragmatistas en general, de la teoría del significado”, porque “mediante el recurso a la subjetividad, cualquier cosa puede comprobarse. Que todo el Quijote es obra de Menard o de Einstein. Que Borges nunca quiso ser escritor sino cuchillero malevo. Que Hitler no pretendió matar a los judíos” (72). Cita al Cratilo y observa a un Borges con más tendencia a inclinarse por “las tesis esencialistas que ven en los nombres una inalienable y definitiva virtud denotativa de las cosas”, vieja tesis de Platón y algo más nueva de Kripke y Putman (122-3). El Borges que le tapa el bosque, se ve, es el abominable o el de lo abominable, el de la cópula y los espejos.

Quien cree que la verdadera realidad está en los Arquetipos, quien postula la primacía de lo genérico sobre lo individual, concreto, quien a la hora de intentar explicaciones de lo mudable y tornadizo tórnase a la seguridad de las esencias, por fuerza tiene que concebir el mundo de los sentidos como una suerte de alucinación y abrazar la fe idealista que termina por negar materia, sustancia, yo y causalidad, y aun intentar la descomunal hazaña de refutar el tiempo. Por buscar refugio en la modélica región de las Ideas, únicas e irrepetibles, resultarán aborrecibles los espejos y la cópula, multiplicadores de las imperfectas copias.” (117)

     Sin que lo perjudique el hecho de que todo en este mundo o casi es fagocitado por la tautología y la petitio pincipii –como podría probarlo el anterior párrafo en cursivas, o cualquier otro–, el castizo catedrático intenta comprender el quid de la relación entre la doctrina del mundo inteligible griego y la tradición sajona del empirismo en cuanto “idealismo”, y apunta que el idealismo filosófico de los empiristas británicos (que es el de Borges) es sólo la otra cara de la metafísica platónica” (36). El asunto sería: Platón es realista porque toma a los Arquetipos o Ideas por algo real –y lo único, de manera que todo el resto, sensible o copia, es ideal. Todos los objetos del empirismo son meras idealidades, por lo que se trataría el empirismo de un simple “descripcionismo” –para usar léxico macedoniano del orbe fáctico, sensible, concreto e irreal; es decir que viene a ser un platonismo negativo y monista. El “platonismo” borgiano, tuerce Nuño, es “raigal” (117), “en la caverna” (ibíd.), “extraño”, “a medias”, “destructivo” o “idealismo exaltante” (185), “como si Borges prefiriera quedarse con la destrucción del mundo sensible y apenas evocara, y no siempre, la plenitud del reino de las Ideas”; un platonismo unidimensional que se queda en la enumeración de la doxa, que “condena lo material” por efectos de una “confusa adscripción al idealismo berkeleyano” (ibíd.). Maliciar, ergo, que la gracia de este libro está primero que nada en su propio recurso a la subjetividad es de lo más viable; pensar por lo demás que Foucault había usado a Borges como inspiración de Las palabras y las cosas y como ejemplo de la risa “filosófica” que da la milenaria práctica de lo Mismo.

     Cuando Platón se las veía con el meollo de introducir una noción difícil, por oscura o nueva –cuenta Nuño–, apelaba al mito, y esos conocidos mitos son el “estricto equivalente filosófico de los relatos borgianos”. “De tal modo que si se acepta la audacia de algo así como ‘la filosofía en Borges’, con igual descaro podría intentar editarse una suerte de antología que recogiera los grandes mitos platónicos bajo el título ‘la ficción en Platón’” (16). Audacia porque una lectura filosófica es una “trampa”, que de sustituir a la “verdadera lectura” –la literaria (18), induciría a la criminal consecuencia de “matar la expresión literaria” (20). No se quiere “traicionar” a Borges, y por eso el autor se pega a la propia figura que éste se dibujó para sí en torno a la filosofía y a los usos particulares que le prodigaba. Basta citar, de Borges mismo, dos auto-imputaciones orales: a Carrizo: “Yo soy un lector, simplemente. A mí no se me ha ocurrido nada. Se me han ocurrido fábulas con temas filosóficos, pero no ideas filosóficas. Yo soy incapaz del pensamiento filosófico”; a María Esther Vázquez: “Yo quería repetir que no profeso ningún sistema filosófico, salvo, aquí podría coincidir con Chesterton, el sistema de la perplejidad (…) Yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Además, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible” (v. 190). Obviamente poco interesa si Borges era o no, por escritor o amateur, un “filósofo”; la posición de Borges al respecto se conoce y el punto no es acreditarla o desmentirla, habida cuenta de que hoy por filósofo se entiende otra cosa, muchas cosas, cuando no cualquier cosa. El asunto es que se trata de un autor cuya lectura parece ser más proficua por estos improbables tiempos en el campo profesional filosófico que en el literario, un autor que parece más legible por lo menos a la fecha en atención a un estado de cosas relativo a la filosofía; filósofos profesionales de su época no superan la altura del mero objeto historiográfico. Pero todavía hay gente que se empeña en leer como si Derrida o Deleuze no hubieran existido ni escrito nunca. Que usara la tradición filosófica para embellecer stories, y sus ideas –las confiables y las inverosímiles– como recursos de una estética, ya a nadie preocupa, siendo que por lo general es una idea demasiado sabida el tomar a Platón como el fundador de un género literario, el filosófico. Para no “traicionarlo” el único platonismo que se le atribuiría es el que se inculpaba Schopenhauer; lo llamaríamos el platonismo hindú de fuente kantiana. Yo puedo dar una hipótesis más inteligente (si fuera modesto ni escribiría) y a falta, por el momento, de algo mejor. En realidad, apenas menos anacrónica. Borges vendría a ser más bien un platonista patológico, un platonista melancólico, que escribe la nostalgia de la Idea, por decirlo bien y pronto, la nostalgia del platonismo, que por lo demás no deja de ser una de sus tantas “desesperaciones aparentes”, más tropo que trauma: un tema, como La Vaca. A cambio del miserabilismo estándar del s. XX, el de “los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión”, la nostalgia del platonismo también sirve para sustituir decorosamente, por la cultura universal, la nostalgia del uno-todo, lo que las malas lenguas de otra generación llamaron retorno a lo inanimado o peor al útero, o bien –es menos el caso al padre unívoco o a Dios (el teologismo borgeano, como freak show museum de lo abstracto, da la idea más bien de una irrisión que de una añoranza, haciendo un uso lúdico –eso de la aventura del orden que por respetuoso no deja de ser en el fondo satírico). El platonismo afectivo como revestimiento conjetural-artificial de la patografía, si es que no como mera pose, impostura o recurso estilístico. Quizá le gustaba, en plena era de la post-metafísica, mostrar a veces esta añoranza por la infancia de la Idea; hay distintas formas de entrar a disgusto en la posmodernidad. No se olvida que, además de ser heredero del acervo filosófico de su padre y de Fernández, y operar como proto-deconstruccionista barroco-irónico, Borges trabajaba en los medios masivos de la oligarquía espiritual argentina de poeta del s. XIX. Así eran los conservadores anarquistas del momento, cultores del aventurerismo del orden. Los neopositivistas lógicos tipo Carnap ya habían decretado, a la par que los freudianos –pedantes vindicadores, con parejo afán, de su propio metalenguaje–, que las inclinaciones particulares de los metafísicos, eran más bien patológicas o estéticas, en cualquier caso una cuestión personal nomás, así que no convendría insistir. Los escritores en el fondo están siempre del lado de Cratilo, no de Hermógenes, dice la famosa frase al pasar de Barthes (Crítica y verdad): creen que los signos no son arbitrarios y el nombre es una propiedad natural de la cosa. Se podría decir, probablemente en ese sentido, y yendo más lejos, que cualquiera que ejerce el acto de la escritura se convierte virtualmente en platonista, por eso mismo. Es cierto que hoy se toma a la filología por filosofía, y Borges más que filólogo era lingüista. Los filólogos eran esos que abordaban el sentido literal de los enunciados –todo esto según Barthes, y los lingüistas los que se abocan a todos los demás sentidos flotantes y segundos. Para Barthes la crítica de la razón era a la filosofía lo que la crítica del lenguaje es a la literatura, definida además como “exploración del nombre”. También anotaba que “es escritor aquel para el cual el lenguaje crea un problema”. O sea que podemos tranquilamente poner en fila a Borges al lado de Wittgenstein.

     Tres cositas más antes de volver a la cueva. Una interesante: que la paridad Borges-Platón no es sólo de tema, “también la expresión de la obra de Platón es, a la vez, literaria y asistemática, deliberadamente fragmentaria” (16); dos, que si este platonismo se debe o no a la influencia de Macedonio es lo de menos (185).  Y al final (al final no, en la página 154 en realidad) un detalle que volvería las cosas disimuladamente a la normalidad: Borges habría hecho con Platón lo que Marx con Hegel, invertirlo; si para todo platonismo el tiempo es un producto degenerado de la eternidad, para Borges la cosa es al revés. Un mero párrafo serviría para desmontar la excentricidad de la tesis central del libro. (El detalle tal vez es que Borges más que platonista invertido sería plotinista invertido, dado que por lo general es más Plotino que Platón la fuente de la que se sirve.) Entre los cultores vigentes de la intensidad, los más comunes son los devotos de las doctrinas de Deleuze, autoajusticiado como platonista invertido, o los infestados de Fernández, que dijo que era –la intensidad algo así como la esencia de lo absoluto. La modulación borgiana –sacada de Historia de la eternidad se organizaría desde este axioma: Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto:

 No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial) sin comunicar esta observación con la esperanza de que la prosigan y justifiquen: lo genérico puede ser más intenso que lo concreto”.

 

II (interludio): Posmoderno

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Lo bueno es que con Borges –como con casi todas las cosas, en última instancia todos podemos tener razón. Tenemos colgado el artículo de un señor bien llamado Mansilla, con tres iniciales por nombre: “La filosofía de Jorge Luis Borges y su celebración por los postmodernistas”. Los posmodernistas son aquellos que hoy lo festejan tal como ayer vestidos de marxistas lo acusaban. Mansilla se apoya en un eventual y desconocido artículo borgeano sobre Sarmiento en La Nación del 12 del 2 de 61 donde “Borges reúne las dos columnas de su asombrosa obra –la de Borges: (a) la penetración, profunda, aguda y hasta divertida del tema tratado, que corresponde a la tradición racional-liberal de Occidente, y (b) su inclinación por una filosofía simplista pan-identificatoria, que pertenece a una veta irracionalista que puede ser rastreada hasta los sofistas presocráticos. La segunda tendencia fue siempre la predominante”. Acá el bardo no es platonista sino gacetillero de La Nación, ergo liberal-conservador y –en el mejor de los casos por añadidura racionalista. Se trata ahora de rescatar a Borges –hasta el punto inverosímil de postularlo como deudo de Ortega y Gasset de esos “postmodernistas” con los que comparte “un relativismo axiológico y estructural bastante acentuado”, y que vendrían a ser los simplistas pan-identificadores de hoy –los relajadores de asuntos podría decir un discípulo sonriente de Badiou que profesan las ideas de la muerte del sujeto, el individuo como ente descentrado, el yo como mera ilusión, la conciencia en cuanto receptáculo casual de sensaciones aleatorias, la idea del mundo como un conjunto arbitrario de signos semánticos, y la política como mera pugna de intereses materiales contingentes.

 Borges no sostuvo esta posición de forma explícita, pero su concepción pan-identificatoria conduce a postulados que son similares a los postmodernistas. Siguiendo a Borges se puede inferir que un trazo casual de rayas o signos podría ser también una auténtica obra de arte, que una ocurrencia cualquiera mejor si es hermética podría ser interpretada como el epítome de un gran tratado filosófico y que no existiría una diferencia fundamental entre el medio y el mensaje. Teniendo esta visión del mundo no se puede distinguir entre lo marginal y lo relevante, y se abre la puerta a la retórica de la simulación, a la abdicación del pensamiento crítico, al paraíso de la charlatanería, al oportunismo político y al cinismo como método. Los textos de Borges están estilísticamente en las antípodas del fárrago y el bizantinismo postmodernistas, pero su visión del mundo avala tesis esenciales de las nuevas modas ideológicas.” “En casi todas sus obras –como en los tratados de los postmodernistas se advierte una contradicción performativa: el curso del texto desmiente la idea central propugnada en el mismo. La concepción borgiana con respecto a normas y paradigmas es fundamentalmente relativista y escéptica, pero la consciencia libre y el heroísmo voluntario son cantados como valores supremos. Borges se consagra a la refutación del tiempo, pero la trama de sus cuentos tiene una estructura temporal que puede ser calificada como convencional y lineal. Borges descree de la razón europea, pero sus ficciones están basadas en una rigurosa lógica occidental. La arbitrariedad de todo idioma es uno de sus temas favoritos, pero la totalidad de su obra está escrita con estricto apego a las reglas académicas del lenguaje. Una buena parte de la obra de Borges ensalza la disolución del sujeto, pero él mismo era el feliz poseedor de un ego muy vivaz y ultracentrado. Daba a entender que la consciencia individual es ficticia y hasta fantasmagórica, pero tenía una percepción aguda de su propia valía y, por consiguiente, de su irreductible unicidad e inconfundibilidad…

2

La tesis del libro Borges y los senderos de la filosofía, autor Edgardo Gutiérrez (Altamira, 2001), no sin consonancia con un tic consabido del aparato crítico-literario nacional todavía casi vigente, es la de un Borges que por su propia cuenta supera la metafísica, tal como aspiraban a hacerlo más o menos contemporáneamente entre otros los neopositivistas o Heidegger, pero por la vía de la parodia. “Desde este enfoque hay que dirigir la mirada a los textos borgeanos para captar su verdadera significación. En ellos no hay nunca un tematizar serio de los problemas metafísicos o de crítica literaria sino un abordaje y apropiación de los sistemas, doctrinas, argumentos, escuelas, que dan respuestas a esos problemas, que lleva básicamente una intención paródica. Sus piezas son, en primer lugar, piezas humorísticas que desempeñan una función liberadora” (…) (27). Parodia, burla, no seriedad, Borges era un humorista ajeno a “la finalidad demostrativa o el afán de refutación”. La burla y la parodia toman por igual al género policial como al género –como correspondería decir borgeanamente– gnoseológico (40). Tomar en serio sus críticas gnoseológicas, que apenas son burlas, entraña un peligro: la “siempre discutida tesis” de que todo –arte, ciencia, filosofía, criminalística– se reduce a la facultad mental llamada imaginación (40). El cuento de Menard acá es “la parodia del hermeneuta y avant la lettre, la del postestructuralista”, tanto como el de Funes es “la parodia del nominalista y el empirista”, etcétera (14). La página 51 sentencia que el empirismo inglés no asumió las consecuencias extremas de su sistema, probablemente porque comprendió que –linda idea– “toda doctrina que llega a sus últimas consecuencias se convierte en su propia caricatura”. O sea en Funes el memorioso, “el más extremo de los empiristas” y “el colmo de los nominalistas”. Este autor cita al filósofo italiano Mauricio Ferraris, que comparaba a Gadamer –uno que decía que Nietzsche no superaba la metafísica por operar con protestas y no con conceptos como Heidegger– con Derrida, que postulaba por las mismas razones lo contrario: que por proceder por imágenes Nietzsche hizo asomar un conato de pensamiento post-metafísico (19-20). Pero lo singular de la literatura de Borges es ser una literatura postreflexiva –cuando lo usual de las literaturas es ser prerreflexivas–, quiere decir que convierte al concepto en imagen, que vuelve de la filosofía, que no se queda en la imagen ni parte siempre de ella. Cita el señor Gutiérrez la idea de Nuño acerca de un escritor capaz de “imaginar abstracciones” y “dar vida imaginativa a filosofemas” (114). El procedimiento de Borges para con la metafísica y la filosofía es el que prescribe respecto de la literatura (que como se sabe las comprende como unas de sus “ramas”) y de parte del “escritor argentino” en el tan famoso “El escritor argentino y la tradición”: la apropiación irreverente de la tradición universal.

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Con nombre de autor Fernando Báez hay por la Red dos artículos casi iguales (“Borges ¿filósofo?” y “Borges y la crítica de la razón súbita”) que comienzan con el tema de si filósofo o no. “En lo personal, creo que es mejor insistir en que Borges fue un escritor filosófico, un hombre que desarrolla ideas filosóficas desde una dimensión literaria que relaciona contextos diferentes y valora lo fantástico de una creencia antes que su verdad ontológica”, y busca “sugerir misterios; no explicarlos”.

Se han hecho intentos por determinar qué tendencia profesó Borges como escritor filosófico. Jaime Rest ha escrito que Borges era un autor nominalista; Juan Nuño ha preferido convertirlo en un seguidor del platonismo; Ana María Barrenechea lo consideró siempre un panteísta nihilista, en tanto Jaime Alazraki lo creyó un panteísta spinoziano. En lo personal, prefiero, como lector, creer que Borges no fue adepto de ninguna de estas vías; su camino me parece tan particular, que dudo que tuviera el descaro de admitirse dentro de una concepción del universo sesgada. Su camino fue otro: si hemos de clasificarlo, es oportuno no desconocer que a él le gustaba, como a Lewis Carroll y a Chesterton, razonar paradojas, crear situaciones intelectuales de desconcierto, vindicar lo extraño. A partir de esto, escribía. Lo que le fascinaba de una doctrina eran sus posibilidades literarias, como lo he comentado ya. Cualquier pensamiento que le despertara una sensación de felicidad lo hacía suyo. Además de esto, recordemos que Borges no es filósofo porque haya querido construir un sistema real de explicaciones.

     Hablando de trampa –tema de Nuño el señor Báez escribe que la trampa consistía para Borges en el artilugio verbal por el cual el filósofo adapta los hechos a su sistema. “Eligió, por esa misma razón, resistir la tentación de declararse partidario y, con contradicciones o sin ellas, veneró el poder creativo de la filosofía. Sin embargo, es obvio que de todas las posibilidades de la filosofía, la que le produjo el mayor desconcierto y agrado fue el idealismo.” Ante Borges más bien “se siente no que se nos da algo nuevo sino que se participa en el recuerdo de algo memorable que hemos ignorado”. Y al final resuelve el asunto bastante bien:

…“su actitud ante los problemas filosóficos es un legado memorable: no deja, ciertamente, un sistema nuevo. No inventó ni cambió las leyes de la lógica. No dejó una teoría del Ser o del Ente. No modificó las líneas epigonales de la filosofía. Pero en un panorama filosófico caracterizado por el agotamiento de los modelos epistemológicos, por la liquidación del historicismo, la confusión del subjetivismo y la proliferación de filosofías de acción y valoración ética, Borges ha logrado recordar a los pensadores de oficio que el estilo de pensamiento es el resultado de una convicción. Al restar valor a la filosofía como dogma que permite entender el universo por completo, ha constituido un nuevo camino que impone la reconsideración de viejos problemas olvidados”.

     El Borges de F. Báez mantiene una “convicción”, no propone explícitamente vivir sin ideas sino antes bien vivir haciendo malabares con todas aquellas ideas pasadas, actuales o posibles capaces de despertar una íntima “felicidad” momentánea. El último expositor que voy a contabilizar al final, va a demostrar que esa felicidad filosófica, que se le presenta a Borges en sus bricolages eruditos, es por lo menos incomparable con la única felicidad más o menos sostenible, que proviene no de las letras o las ideas sino de la emoción estética o de la amistad.

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Menos irascible que el tal Mansilla, el comentarista Julián Serna Arango (“La pregunta por la filosofía en Borges”) colige que la vinculación del palermitano con los posmodernos responde no a lo evidente sino a los azares de la historia, que propulsaron su anacronismo de lector de antiguallas y lo convirtieron en posmetafísico, anacrónico también, pero por adelantarse. Algunas citas.

 1) Para Borges, cuya idea de la filosofía procedía es apenas obvio de sus lecturas, quien tendría como prototipos del filósofo a Platón, Berkeley, Hume, Schopenhauer o Russell, su filiación con el pensar posmetafísico no fue evidente.

 2) “Si Borges toma distancia de los filósofos, ello se debe a la idea que tenía de la filosofía en cierto modo anacrónica, cuando no veía en ella otra cosa que metafísica. Si se distingue la filosofía metafísica (objeto de sus críticas), de la filosofía posmetafísica (con la que registra una serie de coincidencias), se relativiza el escepticismo de Borges y la relación Borges-filosofía saldría airosa ante el embate del más idóneo de sus críticos.

 3) “Por aquellos azares de la historia a los que dicho sea de paso Borges rinde homenaje a lo largo de su obra, su crítica a la filosofía termina por aproximarse, por adelantarse, inclusive, a las tesis de los filósofos posmetafísicos. Ello amerita una explicación. Si algún filósofo llamó la atención de Borges, no fue otro que Berkeley, quien realiza la crítica a la concepción de la mente como espejo de la naturaleza (metáfora acuñada por Rorty), cuando advierte que ser es ser percibido, cuando reivindica el protagonismo del observador. Borges hará otro tanto con el lector. No existe un significado del libro al margen de sus lecturas. El paralelismo entre el observador (Berkeley) y el lector (Borges) resulta indiscutible. No faltan las diferencias, sin embargo. La de Berkeley sería una filosofía prelingüística, cuando no reconoce los sesgos, los compromisos adquiridos a través del lenguaje. Para Borges, en cambio: ‘Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten’. Borges comparte con el idealismo la concepción de mundo como mundo construido por nosotros, pero la trasciende como también lo hacen Gadamer o Derrida, cuando reivindican el protagonismo de los usos lingüísticos en detrimento de una hipotética razón pura. A ello se refiere Rorty cuando dice: ‘Gadamer ha conservado el oro del idealismo echando fuera la escoria metafísica’.”

4) “Mientras los filósofos se destacan por sus ideas, los escritores, en cambio, lo hacen por sus obras. Implicaciones no faltan. Extraer aseveraciones filosóficas de los textos de Borges tal como lo hicimos en el apartado anterior, resulta incongruente con la especificidad de la obra literaria, es decir, con su unidad. Al hablar de la filosofía en Borges, no pudiera soslayarse el hecho primordial de ser filosofía a través de la literatura. Ello marca una diferencia. Mientras los filósofos universalistas abstraen los fenómenos de su contexto o procuran hacerlo; dejan de lado sus protagonistas, acción no exenta de violencia, y lo que acaso constituya el pecado original de Occidente; el narrador, en cambio, toma en consideración el contexto y los protagonistas, y al ocuparse de asuntos de interés filosófico recupera la unidad perdida. El poeta, por último, utiliza un doble registro: el semántico y el acústico, y de esa manera potencia la unidad de la obra y da cuenta de la condición paradójica de la existencia con particular lucidez.

     Con esto quedan las puertas abiertas a las cuestiones formuladas por Badiou, para dejar de lado la polémica entre escritor y filósofo y darle lugar a la figura más o menos mediadora del antifilósofo, que también parece estar más cerca de la “obra” que de la “idea”, pero que hace un uso del poema que no es equivalente al del poeta.

5

Como adversario vigoroso para el comentario del principio del Sr. Mansilla, encontramos este artículo del profesor Alfonso Del Toro del Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar de la Universidad de Leipzig: “El siglo de Borges: el discurso postmoderno y postcolonial de Jorge Luis Borges”. Con Del Toro se vienen abajo todos los expositores previos. Ni filósofo metafísico ni posmodernista, pero tampoco escritor literato anclado en la obra, en la idea ni en la idea de obra. Y nones serle fiel, porque según este borjólogo de lo más complicado, tampoco la literatura del palermitano es fantástica, empezado por que no es literatura. Borges, “Urvater de la época postmoderna y postcolonial”, por cierto recurre a esos procedimientos textuales que ulteriormente fueron difundidos y establecidos por la nouvelle critique y Tel Quel, pero va mucho más allá: hace “una elaboración perlaboradora (verwindende Verarbeitung) y una recodificación de significantes que funcionan como unidades de referencia o como marcas referenciales simuladas”. En el lenguaje de la pavada, pero explícita, podríamos aseverar que es más posmoderno que los posmodernos, los deja rezagados al superar la intertextualidad merced a una pseudo-intertextualidad que saca al pretexto de la contextualidad y trama un simulacrum rizomático hiperreal. Para Borges –voy a obviar las comillas prometiendo ser casi textual hasta el final existen como objetividad signos, sintagmas y morfosintagmas, como unidades motivantes, pero no “obras” –esos entes chabacanos, y crea un sistema rizomórfico que lo convierte en mediador de signos múltiples. No hay mímesis posible porque no hay realidad en cuanto “sistema texto-externo”, porque la literatura es instalada en su lugar, es la única realidad, salida de una escritura de presente absoluto, que es una lectura que se trasforma en re-escritura, por lo cual es imposible reactualizar-contemporizar textos del pasado en su sentido originario. Azar dirigido de una traza sin origen ni finalidad no configurada como metafísica logocentrista de la idea de la idea, su escritura está más allá de la literatura. En el Quijote, por ejemplo, todavía existe el dueto realidad-ficción, y se lee la mímesis de la realidad contaminada por la mímesis de la ficción que inaugura el debate moderno; pero en Borges ya hay pseudo-mímesis de ficción qua actividad literaria rizomática-dirigida que hace imitación no de la realidad sino de la intertextualidad, y más bien la simula; mejor “se deshace de cualquier tipo de mímesis frente a la realidad o frente a la literatura y reemplaza este principio por el principio de la simulación de tercer grado en el sentido de Baudrillard (1981) y de rizoma en el sentido de Deleuze y Guattari (1976)”. Simulación significa eliminación de la referencia y reemplazo de la categoría ontológica de la realidad, abolición del par verdadero-falso, por lo cual la literatura borgeana deviene una actividad antirreferencial-antimimética-autorreferencial que

… “expresa procesos de percepción en el contexto de un ‘sueño semiótico', es decir, de un sueño transcodificado en signos. Partiendo de esta reflexión podemos construir una nueva oposición: la de ‘pseudo-mimesis de la ficción’ vs. ‘percepción/sueño/experiencia mística’. Se trata de una transcodificación de significantes que no buscan significados o referencias, sino que se convierten en símbolo desesperado, en cifra de sueños que intentan comunicar aquello que solamente es posible vivir en la total subjetividad e intimidad de una experiencia”. “Si la escritura de Borges no fuese otra cosa que una forma elitista del l'art pour l'art, del juego literario contra lo cual no tengo ninguna objeción y si a esa escritura se le negase cualquier significación ‘lógico-racional', luego tenemos que preguntarnos por qué Borges simula. La respuesta la encontré en un nivel epistemológico, es decir, más allá de la literatura funcional, en el campo de los signos puros, esto es en una idea del mundo como signos absolutos y literatura como un trabajo gnóstico-semiótico como resultado de un profundo escepticismo y de la conciencia que el mundo y la realidad no pueden ser captados, sino que son percepciones subjetivas y fragmentarias del mundo. Con esto Borges elimina el ‘yo’ como centro, se vuelca a la simulación y comienza a desarrollar un pensamiento rizomático.” “Agrego que Borges va más allá de la literatura en cuanto éste alcanza el límite de lo pensable (por ejemplo, en la clasificación de los animales en una enciclopedia china en ‘El idioma analítico de John Wilkins’) o en cuanto Borges libera a los signos del significado y los transforma en significantes místicos, mágicos y absolutamente abiertos que son capaces de evocar una revelación mística… … … … … …”

 

III: Antifilósofo

 

Con rúbrica de Bruno Bosteels la Web nos confiere “Borges as antiphilopher”. Borges en su mutación más al día se adapta a la preceptiva de Badiou, para lo cual no se necesita un gran esfuerzo; aunque este autor, que sospecho que escribe y piensa bastante pormenorizadamente, lo hace. Si algún fanático del mundo-según-Badiou pudo imaginar peregrinamente que un Borges platonista iba a poder ser enrolado en sus filas, debemos desilusionarlo. Como demuestra –por si hiciera falta este discípulo, el poeta bibliotecario queda del otro lado. Lo cual no inhabilitaría del todo su dudoso platonismo, ya se sabe que Lacan profesaba también a su modo su propio platonismo; de hecho también es probable que si Platón hubo sido lacaniano, haya sido también, a su manera, borgeano. Bosteels escribe, contra los que argumentan en favor de la no-seriedad de Borges, que el rechazo borgeano por el pensamiento sistemático era a su manera sistemático. La reacción contra la filosofía como sistema (the reaction against philosophy as system) es una “tradición sistemática”, se lee (a systematic tradition in its own right). La ópera borgeana es en gran medida al menos (in large part) la de un antifilósofo, en este caso un antagonista irónico de los defensores de la verdad universal, contra los que antepone aquel consabido “gesto radical” (radical gesture) del gremio antifilosófico. Suposición de que los límites del lenguaje coinciden con los límites del mundo, reducción de la verdad a un efecto lingüístico o retórico, apelación a aquello que está más allá del lenguaje como un dominio irreducible a la verdad, estilo subjetivo autobiográfico… con estos atributos Borges entra en la liga donde actúan los Nietzsche o los Wittgenstein.

     La tendencia de Nuño puede juzgarse un poco lela, ingenua o baladí; pero también tiene su costado de paradoja filosa, por excéntrica y verosímil –como buena boutade. Contra el recurso de los borjólogos al pie de la letra, siempre al borde de reescribir el texto pero por boca de la pedagogía, la posición badiuísta parece interesante; es obvio que Borges encaja bastante en el lugar del antifilósofo (aunque mucho menos que su maestro M. F.), lo bueno es sacarlo del efugio de la “literatura” –de que era nomás un escritor y todo eso, del filosofema trocado en literariedad, expurgado de toda implicación filosófica (como se sabe la anti no es un afuera de la filosofía, no ancla en la exterioridad ni compone un campo propio, más bien parece el ghetto de los ángeles caídos), y medirlo desde los efectos que provoca en este circuito más allá de su presunta buena voluntad literaria. De la misma manera el llamado psicoanálisis decía no ser una interpretación del mundo y –como mínimo de cuando en cuando lo era. Las propias declaraciones de inocencia de Borges –de intenciones apenas literarias en este caso son en sí mismas escenificaciones de antifilosofía puesta en acto. Cuesta observar a Borges meramente acostado por fuera del gran sistema de la filosofía –acá sistema en otro sentido–, tomando prestados sus decorosos objetos al solo efecto de hacer de ellos piezas de un juego enteramente ajeno. Acá se observa un Borges qua antifilósofo somehow occupying a position both inside and outside. Incluso el hecho de su no mayor aprecio por los antis tipificados por Badiou –san Pablo, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche (lejos del top five borgeano Schopenhauer, Berkeley, Hume Russell, Bradley) avala aún más la tesis, sabido que entre ellos no se entienden ni aprecian demasiado.

     Como Borges reputaba, con un encanto todavía vivo, que el “nominalismo” –a juzgar por unas famosas declaraciones en “De las alegorías a las novelas” e “Historia de la eternidad” era la corriente tácitamente triunfal en y para todo el mundo, a tal punto que nadie dejaría de ser secreta o involuntariamente nominalista, no llama la atención que por su misma comprensión convicta, y contra su propia convicción, se haya dedicado tanto, histérica melancólica o retóricamente, a intentar confrontar, en los intersticios de sus propias y robustas edificaciones antirrealistas y aunque más no fuere emocional o afectivamente, con esa idea que por un lado era la más suya, pero por otro –según él mismo era la más numerosa y ramplona. Un “platonismo” como herejía (casi me gustaría anotar como auto-herejía, o peor como herejía auto-cumplida). Incluso como menardismo puro –como profesión pública de las ideas contrarias a las preferidas. Bosteels se apoya bastante en el clásico libro de Jaime Rest –famoso por pintarlo nominalista y apunta que salvo Pierce, ningún otro contemporáneo hizo del debate nominalismo-realismo un eje primordial de su visión del mundo. Borges invoca al nominalismo en la misma época en la que en el mundo –a puertas cerradas al menos, esto es dentro de sus estrechos círculos empieza a imponerse primero como evidencia y después como corriente el “giro lingüístico”. Borges, devoto de Russell, probablemente ignora la existencia de Wittgenstein, lo que viene bien que forme parte de su gran proyecto pro anacronismo, un contrahistoricismo de las ideas que se puede tomar por “platonismo” o al contrario como una apelación a la “filosofía del lenguaje” en cuanto universal transhistórico, o en el peor de los casos como pan-asociación libre “razonada”.

     Borges se habría desenvuelto, con adoptar posiciones de tipo nominalista-sofístico, entre el constructivismo y el misticismo. Anotándolo bien y pronto –o mal–: donde el otro veía platonismo acá se ve “místicismo”, en el acento que pone Borges tantas veces en aquello que escapa al grillado del lenguaje (el autor da abundantes ejemplos conocidos). Ahí está “el elemento más importante de la caracterización de un antifilósofo”, the reliance on a radical gesture that alone has the force of destituting and occasionally overtaking the philosophical category of truth. Con Borges eso es el famoso “hecho estético”, que Bosteels pasa a traducir por acto –propone tomar fact por act, el que más que comportar otra verdad no filosófica superior a la verdad filosófica, la sustituye al devaluarla y considerar la imperiosidad de la emoción y la intensidad (the intense thrill) contra las pretensiones del concepto la teoría y el sistema. El “hecho estético” es aquella “inminencia de una revelación que no se ha producido” cita en “La muralla y los libros”. Con este Borges no importa una idea por sus valores de verdad sino por los efectos y alteraciones que produce en el que la contempla, percibe, lee. En “Nota sobre Walt Whitman” se lee que “lo importante es la trasformación que una idea puede obrar en nosotros, no el mero hecho de razonarla”. En Inquisiciones –dato que añado por propia cuenta, ya que el autor no lo menciona en su retahíla de ejemplos (pienso en ejemplos y me acuerdo de Aira) se definía al quevedismo como “el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por primera vez al espíritu”. El punto de apoyo más certero del intérprete badiuísta es una frase al pasar de un prólogo: “El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Esto acaso no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad”. Tal declaración le lleva a afirmar al estudioso que “en esta última frase, podemos empezar a ver cómo la búsqueda antifilosófica de un acto radicalen este caso una estética nos permite redefinir la verdad misma, en lugar de deshacernos de ella por completo” (In fact, in this last sentence we can begin to see how the antiphilosophical search for a radical act –in this case an aesthetic one allows us to redefine truth itself, rather than to jettison it altogether). De todas maneras, contra este señor Bosteels –siempre es lindo tomar por personas a lo que fácticamente no sería más que un “texto” queda la impresión de un Borges –si bien algo antifilosófico para sofista demasiado sofista para antifilósofo. Sobre todo si se tratase de cotejarlo con el más cabal mártir antifilosófico del “sistema literario argentino”, el imitado hasta la trascripción y el apasionado y devoto plagio. Es justo el tema de la “Eudemonología” el que tiraría contra las pretensiones filosóficas con más fuerza. Para Borges no habría reconciliación posible entre filosofía y felicidad, la felicidad sería un afecto que escapa al lenguaje y no viene de la cultura y los libros, y menos de la cópula de una proposición o de la afirmación de un axioma. Entonces cito al autor que cita a Borges citando a Hudson citando a Boswell escribiendo que muchas veces emprendí el estudio de la metafísica pero siempre lo interrumpió la felicidad, frase que sin embargo parece perteneció asimismo a Macedonio. Pero hay más pruebas a su favor, que Bosteels no cita, para reconvertir al poeta aun más en pieza del parque Badiou: un solapado cristianismo precisamente en este tema de la felicidad, bien a la par con los ejemplos del maestro francés (ya se sabe que todos los “antis” tienen un asunto bastante morboso con el cristianismo, en Wittgenstein explícitamente ligado a la cuestión felicidad). Se trata de aquello del “peor de los pecados”:

He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso de la vida,
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado
.

(El Remordimiento, en “La moneda de hierro”)

     Escribía Nuño que Borges es el opuesto a Sartre: la filosofía como pretexto de la literatura vs. la literatura como pretexto de la filosofía, porque Sartre “siempre presentará la limitación literaria de querer probar algo”. No parece sin embargo que Borges no quisiera probar algo; Bosteels muestra lo contrario, que como antifilósofo Borges en principio se inclinaba hacia aquella verdad más radical que la filosófica, entre otras típicas comprobaciones del “antifilósofo”. Ni vive sin Ideas ni vive por la Idea. Borges ejemplifica más bien una vida volcada a la inquietud –erudita pero irónica por las ideas (a veces al borde de Bouvard y Pécuchet): etólogo de las Ideas, a la vez que paleontólogo, nigromante y traficante, momifica ideas vivas, resucita muertas y confisca otras tantas; tiene algo del átopos mayéutico y del conversador inexistente macedoniano. A lo que le escapa lo mejor de Borges en todo caso es a la fijación, a las ideas fijas, probablemente a mitad de camino –dentro de un mundo trazado por Badiou entre el antifilósofo y el sofista.


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