(Proemio acrobático al Wittgenstein de Badiou) *
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Caso de selfcleptomanía ayoica, ¿demasiado ayoica?
“Pegando etiquetas, se desencadenó la batalla de los filósofos”
Parece ser que Alain Badiou dictó algunos
“seminarios” abocados al tema de la antifilosofía, cada uno se corresponde con
un antifilósofo. Pertenecen al nuevo Sein
in der Welt, el Sein in der Web, y
el inverosímil follower-lector-educando
de estas conferencias tipeadas los puede leer acá: http://www.entretemps.asso.fr/Badiou/seminaire.htm.
Uno para Pablo de Tarso, que no figura en Red porque ha devenido libro
reciente, otro para Lacan, otro Nietzsche, otro Wittgenstein. No hay seminario exclusivo
para esos otros 3 que convoca Badiou: Rousseau, Pascal, Kierkegaard.
Son de
los años 90, aquella década argentina especialmente sofística de las puertas de
la facultad de Humanidades para afuera. Para adentro los antifilósofos teníamos
al otro contrincante, el que nos da el enojoso apodo negativo. En mi caso
personal –aunque en mi caso “personal” debe leerse en portugués, pessoal, en el sentido del referente de “minha pátria é a língua portuguesa”–
siempre me pregunto si seré un antifilósofo o un sofista. ¿Bajo qué régimen
está mi improbable “obra”? Régimen más allá del sentido del ayuno kafkiano o
del plato pantagruélico, ¿o es posible el ayuno opíparo?, sino en el sentido
que le da Badiou. ¿Soy un sofista, un antifilósofo? O un mero cualquierista del
campo filosófico que, excluido del “mismo”, viene a querer ocupar –con otro
vacío, como decía el maestro– el mero lugar del idiota, ese espacio
cartesiano que aggiornato puede ser
aquel en el que quiere caber y no entra el llamado snob: ¿se trata al final de no tener razón? ¡Mírenme bien! –decía el
inventor de la “anti-filosofía de las acrobacias ESPONTÁNEAS”– soy
un idiota, un farsante, un bromista. El pólemos-espectáculo entre filosofía y antifilo, quisiera poder
decir, se desenvuelve entre “manifiestos”: los de Badiou por la filosofía, que
apuntan a un nuevo siglo post-deleuziano y antiantiplatónico, podrían ser la
respuesta tardía a los manifiestos dadá del Sr. Aa, el antifilósofo. Curioso
porque éste se manifestaba por manifiestos contra los manifiestos y aquél hace
uso del manifiesto, género poco metafísico si los hay, para propiciar el gran
retorno del concepto, aquel invento socrático-platónico, de su manipuleo
veritista para colmo, o sea por fuera del concepto-ficción, del
concepto-simulacro, en vistas de otra verdad que por lo demás no es la de la
sufrida cháchara parresiasta, ni puntualmente tampoco “voluntad de” (Los
manifiestos de Badiou hacen probablemente de exégesis sumaria de sus dos
monumentales óperas regias, a medio camino del automanual y el panfleto
teorético.). Entre los mercaderes de ideas y los acaparadores universitarios
–estoy citando los Siete Manifiestos–
¿hay una cuarta vía allende el idiota furibundo? Allí se leía que el arte es
algo privado que no tiene importancia y que el que lo practica lo hace para sí
mismo: “la obra
comprensible es producto de periodista”. Cuando el dadaísta descansa, por ejemplo
–me preguntaba un amigo–, ¿descansa como dadaísta o como platonista? ¿Qué pasa con el átopos furioso cuando pega el bajón? (“El
artista es feliz cuando se le injuria” se leía ahí teniendo o no que ver). Y
por cualquier otro lado: ¿El dadaísmo hace suelta de su escalera o sube
sin escaleras?: da su Tractatus exasperado y cambia “de lo que no se puede
hablar, hay que callar” por “¡NO MÁS PALABRAS!” y agrega su solipsismo-místico
con “¡NO MÁS MIRADAS!”. En vez de apelar a los juegos de vida o de lenguaje
apela al “aaísmo”, que podría venir a ser al dadaísmo lo que las Investigaciones Filosóficas al Tractatus. El señor Aa el antifilósofo
¿era un antifilósofo sin antifilosofía? ¿Que a falta de obra no dejó una obra
fragmentaria sino la falta de obra misma? Podría ser ¿no?: el dadaísmo, más que
la escuela cínica incluso, sería una antifilosofía sin antifilosofía, parecida
a la de todos esos cínicos y quínicos inéditos que abarrotan el mundo sin texto
alguno, y que, a falta de sofística, porque son atravesados por o portadores de,
alguna verdad, actúan la gran antifilosofía sin antifilosofía del mundo. Sloterdijk
–que llamó a la ontología existencial de Heidegger dadaísmo fracasado pero
serio y que se propone como intelectual cuya tarea de ilustrado anti
vida-fascista es “impedir
que los decepcionados adopten la política de lo peor”–
declaró que el dadaísmo tenía un costado quínico y otro cínico, uno
antifascista y otro prefascista, y que fracasó en su propia autoironía. La
antifilosofía de las acrobacias espontáneas como el límite entre el fragmento u
obra trunca y la falta de obra, no se sabe si a medio paso de la locura o del
fascismo –o su contemporánea configuración democrática: el manido “micro”. En
ese sentido la idiotez dadaísta está un poco corrida de la idiotez demasiado
privada e íntima de la burguesía que piensa y de la que pensaba –el que sigue,
Wittgenstein, es un parcial ejemplo de ésta–, aun sin dejar del todo de ser
reciclable por eso que alguno llama último escalón del sector dominado de la clase
dominante: outsiders, bruts: lúmpenes culturales. El idiota
como pensador privado, como alternativa del profesor y del saber filosófico
estatal, sombra, doble o fantasma, puede ser indiferente y ensimismado o
agitador controversial, ya no se pliega sobre su flujo de conciencia íntimo
porque el abrumador aparato filosófico actual hace imposible un nuevo inventor
del cogito y su novela individual, se
inventa su cátedra y su bibliografía-para-sí al público dentro del incalculable
mercado negro de los bienes simbólicos. Funda escuelas sin existencia –como la
guitarra de Macedonio–, portátiles, presididas por un tribunal de heterónimos
ligeramente anormales. Más que hacer tabula
rasa se pronuncia descolocado. Un momento puede ser hablado por los mudos,
por los analfas o por un dios peronista y un pueblo que no falta, entrega al
código la plusvalía de cogito, produce
un Eidos odoro –replicado– por el ojete.
Entre Doña Rosa, el Genio Maligno y la –uncool–
performance-sin-público, habla por donde es hablado pero para accidentar un parecer. Hace mucho que el
cogito no piensa, salvo cimbrar por
su estado místico la inmanencia del noúmeno. Por eso el idiota que lo sueña
como referente no es ya filosófico, el idiota filosófico actual es “de campo”,
sólo le queda el saber como un fardo de residuos de campos y experiencias sin
sujeto avistable. Todo lo contrario, este idiota es el mal alumno, héroe de la
lectoescritura, cartesiano por un hueco, bovarista-quijotesco por otro. Como
pasión del Hotro puede estar jugando para cualquier equipo. No necesita saber
para qué ejército pelea. Un hermeneuta sin sentido que lee con el cuerpo,
interpreta en vida, paga con su propia cara. Pero propone el escándalo para
desaparecer, y el escándalo de desaparecer. Dona la necedad que no tiene,
también. Imita al loro. Y si quiere pide alojamiento en su matriz placentera, por lejana que esté. Proponiendo
que lo sigan a condición de que quieran ser defraudados. También describe las
impresiones de un paisaje: el personaje que confiesa. Hace trasmigrar la
franqueza por el intertexto psíquico. Puede atravesar los muros para salir de
escena por la cuarta pared. Una cosa es un lenguaje privado y otra no hacerse
entender. Aunque, desde el punto de vista de su propio doble transhistórico (el
solipsista que nunca alcanza a ser), solamente se perciba como hecho político,
parte social, al interpretar al piano el eructo polifónico de su comunidad. El
idiota también, como se sabe, puede contar una historia llena de ruido y furia
que no significa nada. Y llamarse esto: el idiota no tiene quien lo interprete
–sólo lee con las manos a falta de pienso inteligible. También puede ser el
hombre lobo del hombre, con los disfraces del buen salvaje o de buen ciudadano.
¿No se entiende?... cabalguemos entonces. Sin ningún problema: lego saberes que no sé –habla el
texto– en certámenes de docta ignorancia: si esto no escapa al atletismo de la
erudición qué va ’cer. A intentarlo de nuevo.
De nuevo lo nuevo. Leer es maravilloso y tenemos la suerte de haber
sobrevivido al dadaísmo transhistórico y gambeteado a su nietito hecho mierda,
el punk. Díganles que mi vida es maravillosa.
Empiezo
por el segundo “seminario”, que es el más largo, inferido en el mismo bienio en
el que yo mismo –otro– me avenía a –fingir– comenzar la carrera llamada
Filosofía. Esa década argentina –que mientras nosotros nos dedicábamos a
subrayar a Cassirer o Vernant haciendo la tarea– comenzó con el auge final del
culto por Michel Foucault y terminó intercambiándolo por el de su par Gilles
Deleuze, que en la mitad de esos días se lanzaba por la ventana (aquella desde
la cual Descartes veía mecanos andantes) y lanzaba al mercado su encantador
manual sobre la filosofía, él único en su larga carrera que la tenía por, grosso modo, “objeto de discurso”
general. Precisamente ahí se revelaba la función filosófica del idiota –nombrado
por vez primera por Nicolás de Cusa–, probable agente histórico vital de la
antifilosofía, el primer gran esnobeador, el profano a boca abierta, cuerpo
celeste en lontananza, diletante patográfico, aguafiestas de simposios o
eremita de cuarto propio, el solipsista-para-todos, el que se abanicaba no
obstante en el vacío del más allá de la historia y las matemáticas. El idiota
tiene dos extensiones, dos vástagos sí peligrosos: el loco y el imbécil.
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