Bajándole los humos a todo el mundo o el cinismo contra las tinieblas


Quizá los cínicos más que tender hacia un τέλος exclusivo, barajaran una miscelánea. Qué le importaba a esta gente ese prurito monádico propio de la doxografía. La virtud, la felicidad, la vida conforme a la naturaleza, la franqueza o la libertad son los candidatos a ocupar el rol. Cada cínico, tal vez, sobre un abanico bastante más amplio que el de las escuelas formales, podía reorganizar a su modo el mix de fines y valores y articular un montaje personal. Así la historia del κυνισμός viene con el aparataje de un léxico, un diccionario de conceptos o repertorio de términos o existenciarios. Los principales: πάθεια, imperturbabilidad, impasibilidad, aplomo; διαφορία, indiferencia; εδαιμονία, felicidad, bienestar, buen vivir; λευθερία, libertad, independencia; ατάρκεια, autosuficiencia, autodeterminación, autoayuda; γκράτεια, autodominio, autocontrol, templanza; σκησις, ejercicio, entrenamiento, disciplina, cuidado, práctica o ascesis; πόνος, esfuerzo, trabajo, sufrimiento; παρρησία, franqueza, veracidad, sinceridad; ναίδεια, desvergüenza, descaro, deshonor; πενία, pobreza voluntaria; δοξία, infamia, anonimato, mala reputación. Y también algunos otros un poco menos sonados: τιμία, ausencia de honores; καρτερία, fortaleza; φρόνησις, cordura, sensatez, seso; ετέλεια, frugalidad, economía; φέλεια, simplicidad, sencillez, repudio de la sofisticación; λιτότης, parquedad, sobriedad; ἀτυφα, modestia, perfil bajo, ausencia de arrogancia; y demás. Como se ve, algunos parecen fines y otros, por así decir, medios. Un arsenal de términos que en una medida u otra compartían con las demás filosofías y en buena medida un manojo de virtudes cristianas, salvo algunas más extremas como ναίδεια o δοξία, de las que Diógenes, maestro de la παρρησία teatral y despampanante, será un campeón ejemplar. Estos últimos tres elementos destacan en el breviario conceptual cínico. El primero, la ναίδεια, incluso más que la διαφορία, iba a ser la oveja negra entre las nuevas ideas filosóficas de la transición hacia el helenismo, especialmente cuando se expandieran por el Imperio romano, dando pábulo a la pésima fama que se cernía sobre esta gente. Por eso, mientras la διαφορία fue más bien reformada por los estoicos, estos filósofos desde un principio la excluyeron de su aparato doctrinal.

     A las virtudes enumeradas corresponden unos cuantos males que el buen perro repudiará: κακία, vicio; κακοδαιμονία, infelicidad; φροσύνη, insensatez; νοια, estupidez; γνοια, ignorancia; παιδευσία, incultura; κρασία, incontinencia; πληστία, gula, y entre tantos otros y finalmente τφος, vanagloria. Esta última es una palabra clave del vocabulario crítico de los cínicos. Teniendo un ligero parecido con la famosaβρις –desmesura, pero también arrogancia o codicia– ellos preferían usar este talismán. Lo que para Marx fue la ideología o la alienación, o para Heidegger la caída o la inautenticidad, para los muchachos que no andaban con tantas volteretas teoristas era τφος, algo así como la versión naturalista y satírica del concepto platoniano de δόξα empalmado con la idea de caverna: la Matrix de los cínicos, el Velo de Maya, pero sin las pretensiones ni el dramatismo de los conceptos demasiado ontológicos de esos grandes arquitectos de la metafísica. Vanidad, arrogancia, soberbia, afectación, engaño, fraude, patrañas, estupor, embotamiento, tonterías. Ora el boludo o el hijo de puta, víctimas y victimarios, eran sendos aquejados de este mal radical omnipresente. Cuenta Dudley que τῦφος significaba humo o vapor y por lo tanto tener humos, estar engreído, ser presumido y fatuo o estar inflado. Pero a la vez indicaba cerrazón y oscuridad, tinieblas, y por lo tanto engaño, confusión e ilusoriedad. Por ende el pedante u orgulloso es un ciego y allí la falta ética y la deflación ontológica comulgan. Término que no sólo llega al castellano como tufo –hedor–, estufar –calentar algo– o tifus, sino incluso en un sentido muy próximo al que le daban los cínicos, tanto como presunción, usado más bien en plural, o indicando un embrollo o chanchullo digno de sospecha. Todavía hablamos con la lengua de los perros. Los médicos hipocráticos, que describieron al tifus como una enfermedad causada por el agua podrida y los vapores de los pantanos, lo asociaban al delirio de la fiebre. El hombre no-cínico era eso, problemático y febril. Y un delirante, un descocado, un demente. Ya que el cínico es una especie de pesado que lleva la moralina al público general, o un gracioso que vive de la impugnación de los hábitos del viandante, su concepto-estrella no puede ser otra cosa que una muletilla. Como el jipón argentino cuando señala un careta o un cheto, para los que no eran del palo, para el otro del cínico, el tipo comunardo, encajaba este estribillo que a distancia de los términos anteriores pertenece más bien al glosario exotérico de la secta. En manos del cínico el τφος se convierte en un latiguillo, se trata de bajarle los humos al paciente –al infeliz, al petulante, al vicioso, al necio– y de montar una gesta contra los vendehumo, los tramposos, los hipócritas o fallutos. Ya Heracles, el héroe cínico por excelencia, había matado al León de Nemea, que era descendiente de ese hijo de Gea y el Tártaro llamado Tifón (Τυφών). Luego, el cínico se muestra como τυφος –humilde pongamos– y predica la τυφία, ausencia de arrogancia más literalmente, pero también claridad de la mente, lucidez. La capacidad de ver las cosas como son. Porque el humo caracteriza a los humanos, a los profanos o no emancipados por Diógenes y compañía, ya que Prometeo jodió a los hombres trayéndoles el fuego. En los asuntos del común de la gente, o bien en los de la gente no común, en los grandes asuntos de los grandes personajes, los cínicos perciben algo que huele mal, un tufillo raro. Y ciertamente, mientras emprenden la primera campaña mundial de no smoking, se van al humo y torean. Salen a ventilar, quieren orear las cosas, renovar el aire, despejar el paisaje; no se bancan la nubosidad, lo que tapa al sol, la humareda demasiado humana, la demasiada humedad. Hay una demanda de pureza en esta aventura cínica, una campaña contra la mala mescolanza de los cuatro elementos. Heráclito, un querido por esta gente, lo había adelantado de manera rotunda: «si todas las cosas se convirtieran en humo conoceríamos por las narices»[1]. Lo que explica por qué estos filósofos eran llamados perros. Y como hecha la ley hecha la trampa, a los ojos y ante el hocico del perruno la trama política y social, la familiar y vincular inclusive, son poco menos que una estafa o un fraude, una urdimbre de artería y artificio.

     Como se ve, los maestros de la sospecha ya existían en la Antigüedad y sin necesidad de infatuarse proyectando una escrupulosa escolástica de la desconfianza garrapateada en jeringozo. El cinismo en fin puede entenderse también como una cruzada en pro del desengaño. Ese lema del Siglo de Oro español tiene una remota raíz en el cinismo antiguo. El desencanto quizá es otro cantar que pertenece al repertorio del cinismo del siglo XX, ya que el desencantado es un tipo que quiere fugarse de la moral del esclavo rompiendo el cascarón de los Evangelios y después el de la Ilustración; pero el cínico originario más bien se las tenía que ver –Diógenes, Mónimo, Menipo, Bión– con una esclavitud real, no moral, por lo que no se liberaba nomás de un encantamiento o del totemismo del mercadeo óntico, sino de las ergástulas de un amo no simbólico. El desencanto es patético y negativo, el desengaño un ejercicio militante; uno baraja el fin de la edad de inocencia y el otro la afirmación resignada pero proactiva del despabilar realista. No obstante, si el desencantamiento es un fenómeno propio del ocaso de las tradiciones de una civilización, el derrumbe del orden arcaico, luego el del pagano, el del cristiano después y al final el paso de las quimeras de la modernidad en camino a la posmodernidad, entonces el cinismo sí está afectado por tales síntomas. De hecho una escenificación de un desencantamiento propiamente cínico, sea retórico o biográfico-existencial, podría encontrarse en los textos de Enómao de Gadara, que denuncian con bastante gracia las engañifas de la religión tradicional y los sucedáneos pretenciosos de la metafísica fatal del estoicismo. Pero mientras el cínico moderno no deja de ser una conciencia desgraciada, el antiguo era (o se creía o se decía) un hombre excelente y feliz. Enómao y Luciano, y seguramente antes que ellos Menipo, van a ser los encargados de dejar a la vista que el cinismo modula entre la inocencia y el desengaño, entre la ingenuidad, la decepción y la final redención mental y espiritual. De ahí que los cínicos conviertan a la desesperanza, junto con el coraje y la valentía, en trofeos de guerra o laureles olímpicos. Más bien ausencia de esperanza que desesperanza, porque combaten el desánimo, el desaliento y la desesperación, así como pugnan contra el miedo irradiado por el terror ideológico de políticos, mercaderes y militares, religiosos y científicos o sabios y filósofos no-cínicos. No se engolfan coreando un canto a la desilusión, al contrario son propagandistas de un optimismo bastante alarmante.

     Es lanzando pregones contra el βος κατ τφον –el género de vida según los humos– que Diógenes se autoproclama sin empacho el profeta de la impasibilidad (παθεας προφτης), el que lleva la voz tronante de la verdad y la naturaleza en pro del κατ' ρετν βος, porque la vida vaporosa y la virtuosa son categóricos opuestos[2]. No abandonando nunca el protagónico de semidiós rocambolesco, Diógenes no obstante era demasiado aventurero e intrépido para tildarse en la decepción. En realidad el estricto héroe del desengaño cínico es el esclavo Mónimo, emancipado por loco: todo es humo, vanidad, suposiciones, eso chillaba este hombre por los caminos y las calles. Todas sus anécdotas tienen al τφος por eje –equiparado al términoπόληψις (conjeturas, sospechas, supuestos, pura ideología). En cambio Crates fue menos patético y quizá más amplio de miras, pero aun así de entrada dejó fijado que el τφος es aquello que separa al cínico del resto del mundo, un piélago brumoso que hace de frontera entre el infierno de los demás y la bienaventurada ínsula de la baratura donde aparca el cínico. Antístenes ya se habría adelantado en el uso del término, pero en él este mal radical parece haber quedado restringido en exclusiva a la soberbia y las ínfulas de Platón, archirrival dentro de la banda socrática[3] –si bien Clemente de Alejandría declaró que había establecido en la τυφία el τέλος, y Teodoreto apuntó que la tenía por el bien último (σχατον γαθν)[4]. Esta humildad cínica (y por lo visto antiplatónica), la τυφία, proactiva que es, suele llegar a mutar incluso en un gusto por exponerse a la humillación, como una oportunidad extrema para probarse en la imperturbabilidad y fortificarse como un humillado altivo.

     A los fines que se proponía esta filosofía práctica y experimental llamada cinismo se llegaba a través de los actos (ργα). De ahí, como apunta Diógenes Laercio, la prescindencia de la lógica y la física, para dejar el monopolio filosófico en la ética, lo que es decir en la acción –porque ese tridente, lógica, física y ética, pertenece al árbol conceptual del estoicismo, no es cínico. Goulet-Cazé afirma que el rechazo de la παιδεία tradicional en los cínicos debe ser entendido como renegación de toda forma de saber. Habrá que entender, para no convertirlos en pirrónicos adelantados, que por saber no necesariamente se entiende conocimiento, y por lo pronto habrá que admitir que lo que hacían, según cuenta Laercio, era rechazar el ciclo de la formación tradicional (γκύκλια μαθήματα), eludir la erudición enciclopédica, las letras superfluas, así como la geometría y la música, acariciando un horizonte concreto: el atajo hacia la virtud (σντομος π' ρετν δς).[5]




[1] «ε πάντα τ ντα καπνς γένοιτο, ῥῖνες ν διαγνοεν» (Aristóteles, De sensu, 5, 443a 23)

[2] Ps.-Diógenes, Epístola 21.

[3] Laercio, VI 7.

[4] Clemente de Alejandría, Misceláneas II, XXI 130, 7; Teodoreto, Curación de las afecciones de los griegos XI 8, 197.

[5] Laercio, VI 103-104; id., VII 121.


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